4 minute read

La caracola irresponsable

La caracola irresponsable

Por: Diana Carolina Alfonso

Advertisement

Me presento: soy la caracola irresponsable. Soy estudiante y militante colombiana, residente en Argentina. Estuve viviendo en Haití, en el mes de enero, mientras el coronavirus se propagaba por China. Si bien algunas noticias sobre la enfermedad empezaban a llegar a la Perla del Caribe, a nadie pareció importarle. Tampoco a mí. La última epidemia allí fue llevada por la mismísima ayuda internacional de la ONU, en el 2010. El virus del cólera dejó en su camino casi 9 mil muertxs aquel año, como si la enfermedad hubiera sido una réplica inmediata del terremoto. Entiendo que la fortaleza del pueblo haitiano se basa en el ejercicio cotidiano de la solidaridad llevada a su máxima expresión. Por momentos parece que todos y todas confluyen en una gran familia, casi como un rompecabezas de familias ampliadas que se interconectan para vivir dignamente, sean cuales sean los medios para lograrlo. Salvo en momentos de máxima confrontación anti imperialista, en ninguna cabeza haitiana cabe la idea del aislamiento ni de la individuación. Y aunque Haití sea una nación empobrecida por las constantes invasiones extranjeras, no es común ver gente durmiendo en la calle, ni niños intoxicados, ni acoso sexual callejero, porque la episteme del cuidado parte siempre de la praxis colectiva de la solidaridad. Pienso que esta unidad social hizo que las tempranas alarmas del virus no se percibieran como un gran problema. En un país con las características mencionadas las medidas disociadoras para la contención de la pandemia son inaplicables, por el mero hecho de que son inimaginables. Más que caracoles dispersos, la haitianidad parece vivir continuamente bajo un gran caparazón de tortuga marina.

A fines de febrero volvimos con mi pareja a Argentina e inmediatamente viajamos a Chile. Con las mujeres de su familia vivimos el 8M -Día Internacional de la Mujer- en Plaza Dignidad, rebautizada

así por el movimiento social levantado contra Sebastián Piñera y todos los delegatarios del experimento neoliberal de los Chicago Boys y Augusto Pinochet. Estando en el centro de Santiago supimos que la histórica convocatoria en España había mermado. Las militantes de allá pedían a las mujeres del mundo resguardarse en casa para evitar posibles contagios. La noticia pasó sin pena ni gloria. Santiago vivía con total algarabía la mayor convocatoria feminista de su historia. Alguien del gabinete del Presidente Piñera dejó ver la posibilidad del aplazamiento del Plebiscito Nacional por miedo al virus. La respuesta opositora fue un contundente “ándate a la chucha” y la cosa quedó ahí. En la balanza de los alarmismos la prensa hegemónica chilena decidió privilegiar la instalación del discurso sobre el respeto a la propiedad privada antes que al topic pandémico. Una manifestante del 8M nos comentaba que daba igual enfermarse de pulmonía o corona, si de todas formas el sistema de salud chileno estaba pensado para dejar morir a la gente esperando una camilla en un hospital. Para los medios de comunicación resultaba menos contradictorio hablar de saqueos que de salud. Durante mi estadía en Chile tampoco vi caracoles ni caracolas. En octubre del 2019 la gente, harta de los abusos y la represión, decidió sacarse los caparazones de su seguridad neoliberal y asumir el riesgo de vivir vueltos pa’ fuera, como diría Víctor Jara.

Sin percibir amenaza alguna remontamos a la Argentina justo dos días antes del cierre de frontera. En el aeropuerto nos recibió un dispositivo de seguridad salido de la serie “Chernóbil”. Desde entonces el virus se ha convertido en una avalancha de histerias y bordes humanos peligrosamente fascistas a los que tengo que oponerme con irresponsabilidad. O así lo entendí cuando empecé a ver pulular por redes videos con explicitas connotaciones punitivas. Uno de ellos hace al nombre de esta caracola. Fui a cierto canal de noticias online y me detuve en un video grabado en una comisaría del conurbano bonaerense. En algo que para mí es un claro abuso de poder: se veía a un comisario

insultar a un adolescente por acompañar a su novia a casa. Le llamaba irresponsable una y otra vez. En el estudio de grabación nadie parecía preguntarse por qué un adolescente estaba retenido en una comisaría sin cargos, ni proceso, ni abogadx. Mientras tanto toda mi red de amistades migrantes escribía sobre abusos de carácter xenófobo en farmacias y kioskos. De la nada cualquiera se acercaba –lejanamente– a preguntarles cuándo habían ingresado a Argentina y por qué carajos no estaban en sus casas, o en su país con sus familias. Todo este recorte de garantías sociales me ha llevado a tomar una decisión inapelable: no voy a ser la epidemióloga del miedo fascista de nadie, tampoco la guardiana de la seguridad del estrato medio, blanco y profesional de esta ciudad. Mi casa no es mi gueto personal. La puerta de mi casa es la puerta abierta de todas las casas que me han recibido. Por respeto a quienes brindan su hogar en medio del ocaso, de cualquier ocaso, defino hacer de mi casa su caparazón, su patria en fuga, su familia ampliada. Si se entiende que vivir en Latinoamérica es llevar la lucha por la vida hasta sus últimas consecuencias, que sea entonces la solidaridad la medicina contra el ensimismamiento y la punitiva desconfianza.

Diana Carolina Alfonso cursa el Profesorado de Historia en la Universidad Nacional de La Plata. Es investigadora colombiana de formación marxista-leninista. Se desempeña como analística decolonial y tallerista de la pedagogía decolonial en contextos de encierro. Milita en la Cátedra Libre de Feminismos Populares y Latinoamericanos “La Martina Chapanay”.

This article is from: