Antología de Literatura Chicana

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Antología de Literatura Chicana Chicana COMPRENDIENDO EL ALMA Y LA CULTURA DEL PUEBLO CHICANO, A TRAVÉS DE LA LITERATURA

Compil dor s: Rocío Cortés

LOGOS

Leticia Landaverde

Ruth Soto


ÍNDICE POESÍA Ana Castillo Francisco X. Alarcón José Antonio Burciaga Rafael Jesús González CUENTO Tomás Rivera Sandra Cisneros Rolando Hinojosa Luis J. Rodríguez

Yo busco lo imposible………..2 Tonantzin……………………….. A México con cariño…….…… México…………………………...

…Y no se lo tr gó l tierr ….4 Ojos de Zapata…………………. Al pozo con Bruno Cano……... Las chicas chuecas……………..

NOVELA Rudolfo Anaya Bless me, Última……………….. Ana Castillo Desnuda mi corazón como una cebolla……………………………………………………………. Kathleen Alcalá La flor en la calavera………… Elva Treviño Pies descalzos…………………. ENSAYO Gloria Anzaldúa Ana Castillo

Cómo domar una lengua salvaje Extraordinaria mujer

TEATRO Luis Valdez Carlos Morton

CORRIDO Rodolfo Corky Gonzales Autor anónimo

SPANGLISH Ilan Stavans

Zoot Suit…………………………… Las dos caras del Patroncito… Rancho Hollywood…………….63

Yo soy Joaquín Gregorio Cortez…….

El Quijote en sp nglish……


INTRODUCCIÓN HISTÓRICA LA LITERATURA MEXICANOAMERICANA

La presente antología tiene entre sus principales objetivos brindar a los lectores un panorama general de la Literatura mexicano-americana, para que descubran la riqueza de esta cultura hermana y aprecien los valores estético-literarios, sociales, históricos y espirituales, que se encuentran en las obras seleccionadas. Así mismo, que los destinatarios revivan en estas páginas la gesta heroica de lucha y sobrevivencia del pueblo chicano. Se trata de un pueblo relativamente joven, que nació oficialmente en la segunda mitad del siglo XIX, cuando México se encontraba abatido por terribles guerras civiles entre centralistas y federalistas; dependiendo de gobiernos que no lograban la unidad de los mexicanos y señoreaban sobre miles de ciudadanos empobrecidos, divididos, engañados por políticos de oropel, como Antonio López de Santa Anna. La ambición expansionista del gobierno y los colonos anglos de los Estados Unidos de Norteamérica obtuvo

provecho del profundo descontento que sentían los pobladores del Norte de México ante la incapacidad de los distintos políticos mexicanos, los cuales se disputaban el poder político y desde el centro del país no podían mantener la comunicación permanente, la paz, la prosperidad económica ni asegurar la protección de las comunidades contra los ataques de los indios rebeldes como los apaches y otras tribus. Además, desde 1813, las Cortes Españolas habían otorgado a los colonos anglos la concesión de crear colonias en Texas. Posteriormente, en 1821 el rey de España permitió que Moisés Austin se estableciera en Texas al frente de un grupo numeroso de colonos. Después de la independencia de México, los gobiernos de nuestro país ratificaron esas concesiones y los mexicanos de Texas se vieron obligados a convivir con un gran número de extranjeros, (encabezados por Samuel Houston y el general sureño Andrew Jackson) que intrigaban desde la política para apoderarse de la Provincia. El 2 de marzo de 1836 decretaron la independencia de Texas y se declararon dispuestos a derrocar al gobierno mexicano, apoyados por los masones al frente de


Valentín Gómez Farías y los separatistas mexicanotexanos, como Lorenzo de Zavala.

comandante Felipe Xicoténcatl y los valerosos cadetes del Colegio Milit r, los ―Niños Héroes‖, México fue derrot do.

El entonces presidente de México, Antonio López de Santa Anna fue nombrado por el gobierno para defender la soberanía nacional, pero fue derrotado y obligado a aceptar la independencia de Texas, que el 1º de marzo de 1845, por iniciativa del mandatario de los Estados Unidos Tyler, fue incorporada a ese país.

Santa Anna renunció a la presidencia y fue sustituido por José Joaquín de Herrera.

No conforme con este despojo, el gobierno norteamericano del nuevo presidente James Polk declaró a México la guerra el 13 de mayo de 1846, tomando como pretexto disputas limítrofes y conflictos entre la policía estadounidense y la mexicana. Nuevamente el general Antonio López de Santa Anna fue designado jefe del ejército mexicano para defender al país.

Siendo victoriosos los anglos, el gobierno de su país exigió al de México, para restablecer la paz, la firma del Tratado de Guadalupe Hidalgo, el 2 de febrero de 1848, en el cual se decretaba que México perdía y debía entregar a los Estados Unidos los actuales territorios de California, Utah, Nevada, Arizona, Colorado, Nuevo México. Texas ya se había perdido anteriormente; todo lo cual comprendía 2, 378, 359 kilómetros cuadrados. A cambio, los Estados Unidos se comprometían a entregar al gobierno mexicano 15 millones de pesos, como indemnización.

El ejército norteamericano fue avanzando en diferentes frentes, en Nuevo México, en Alta California, Monterrey, Coahuila, Chihuahua, Tamaulipas, Veracruz, Puebla y la capital, México. El general Winfield Scott atacó las tropas mexicanas de Padierna, Churubusco, Tacubaya y Chapultepec.

75,000 mexicanos quedaron dentro de ese vastísimo territorio, la gran mayoría vivía en Nuevo México; eran principalmente gente de campo, muy pobre, granjeros, agricultores, mineros y peones. Había también familias descendientes de españoles, propietarias de grandes ranchos.

A pesar de la resistencia heroica del ejército mexicano comandado por los generales Pedro María Anaya, Antonio de León, Nicolás Bravo, Mariano Monterde, el

De acuerdo con lo firmado, sus vidas serían respetadas, se les reconocía el derecho de hablar su lengua originaria, conservarían sus tierras, sus casas, sus


animales y todos sus bienes. Pero todo esto sólo fue escrito en papel, pues la realidad fue totalmente contraria.

Es necesaria ahora una reflexión: Hace 162 años que ocurrieron estos hechos dolorosos; en la evolución histórica, este periodo de tiempo es apenas un instante. Además, tenemos que reconocer que hasta 1848, los antepasados del pueblo mexicoamericano eran ciudadanos mexicanos y lógicamente todos ellos llevaron consigo su herencia cultural. ¿Cuál era ese legado? L tr dición indígen , el mestiz je (l ―M linche‖ es un símbolo), las costumbres y creencias religiosas procedentes de España (La Virgen de Guadalupe) y la aportación de los esclavos africanos (se sabe que tanto Morelos, como Vicente Guerrero eran de raza negra). Por parte de los pueblos originarios había una gran civilización, que subsiste como base histórica fundamental, que aún en nuestros días es poco conocida por los propios mexicanos: la cultura de los pueblos pertenecientes a la Gran Chichimeca. Los chichimecas no fueron únicamente bárbaros, cazadores y recolectores. En la gran extensión que

comprendía lo que hasta 1848 era el Norte de México, se desarrollaron distintas culturas, algunas muy simples y otras alcanzaron un desarrollo notable, como las que dejaron testimonio de sus avances en cerámica, orfebrería, arquitectura, tradición oral, redes comerciales (cin brio, turques , plum s de ves, conch s m rin s…) en Casas Grandes, Paquimé (Chihuahua); La Quemada, Altavista y Chalchihuites (Zacatecas); Toluquilla y Ranas (Sierra Gorda de Querétaro); El Pueblito (Bajío queretano). Los antropólogos afirman que desde hace 10,000 a 6,000 años a. C. fue habitado el norte de México, incluidos también los territorios que fueron arrebatados por los Estados Unidos. Se considera que existieron enclaves de los toltecachichimecas, de los acolhua-chichimecas y también de los purépechas en algunos de estos lugares y que estos pueblos abandonaron la región entre los siglos X a XII para acercarse a las fronteras del Río Lerma. Entonces las regiones del norte, que habían dejado, fueron invadidas por grupos de cazadores recolectores. Es sorprendente que sobreviva entre muchos ciudadanos mexicano-americanos el sentimiento de pertenencia hacia las culturas del norte de México y de Mesoamérica; así se


comprueba en la obra de distintos escritores famosos, como es el caso de Kathleen Alcalá, nacida en California, de scendenci mexic n y utor de l novel ―L flor en l c l ver ‖, dedic d los h bit ntes del desierto de Sonora; en ella se narra la historia de una mujer opata, su vida entre la comunidad indígena, ligada a la naturaleza, protegida por su familia y guiada por la sabiduría de los ancianos. T mbién el utor Miguel Méndez, en su cuento ―T t C sehu ‖, rinde tributo amoroso a los antepasados yaquis de Sonora y Arizona. Otros escritores que insisten en la herencia de los indios de México y de los Estados Unidos son Rudolfo Anaya (novel ―Bless me, Últim ‖), Rich rd Rodríguez (ens yo ―Indi ‖), Alberto Urist (poem ―Bronze r pe‖), José Antonio Burci g (poem s: Restless Serpents, ―Amor indocument do‖), Glori Anz ldú (ens yo ―Como dom r un lengu s lv je‖), Ric rdo Sánchez (poem s), Luis Om r S lin s (―Aztec Angel‖), Rodolfo González (―Yo soy Jo quín‖), Fr ncisco X. Alarcón (Snake Poems: An Aztec Invocation), entre otros. Después del reconocimiento del Continente Americano por los europeos, de la colonización del territorio y de la conquista por las armas se introduce la cultura occidental

en estas regiones de gran extensión. Algunos de los colonizadores escribieron diarios de viaje, crónicas, descripciones de sus recorridos por dichas tierras y ahora algunos historiadores de la literatura mexicoamericana los consideran precursores de esta producción artística. Entre los viajeros y colonizadores más famosos puede mencionarse a Alvar Núñez Cabeza de Vaca, a Juan de Oñate, a los misioneros Padre Eusebio Francisco Kino y Fray Junípero Serra, estos últimos establecieron numerosas y fuertes misiones en el Norte de México. Desde el momento de la firma del Tratado de Guadalupe Hidalgo, la vida de los mexicanos que pasaron a ser estadounidenses, o más bien extranjeros en su propia tierra, fue una cadena de sufrimientos. A pesar del despojo por los colonos angloamericanos, de los linchamientos injustificados, de los asesinatos, de la marginación económica, social y política en que los mantenía el gobierno anglo, este pueblo conservaba vivas sus raíces indígenas e hispánicas. Por eso se organizaron en torno a un gran líder de los trabajadores agrícolas, César Chávez (Cesário Estrada Chávez), que para entonces tenía 39 años.


César, igual que sus hermanos, nació en un pueblo cercano a Yuma, Arizona; sus padres y abuelos procedían de Chihuahua, México. Después de que su padre fue despojado de su pequeña propiedad, a los once años de edad, emigró junto con su familia a California, viajando de hacienda en hacienda en busca de trabajo. Padeció todos los sufrimientos de los trabajadores temporales, las inclemencias del clima, el agotamiento de las jornadas de 8 y 10 horas, la carencia de servicios médicos y sanitarios. César había iniciado sus estudios en la escuela de su pueblo y como pudo los continuó en California, hasta terminar el octavo grado. Pero su verdadera formación como líder la adquirió en los campos de trabajo leyendo libros sobre Gandhi, así como l Encíclic ‖Rerum Nov rum‖ del P p León XIII cerc de los tr b j dores y los patrones. Sus padres le dieron una educación hogareña impregnada de compasión por el sufrimiento de los pobres y de generosidad para compartir lo propio en beneficio de sus compatriotas. Incrementó su comprensión del mundo de los humildes visitando las casas de las familias de los trabajadores agrícolas para motivarlos a participar en las elecciones por medio de su voto; buscando así mejores condiciones

de vida para los estadounidenses de origen mexicano, quienes al participar en el profundo proceso de cambio social que surgió a partir de entonces (1965), empezaron denomin rse sí mismos ―chic nos‖ y a la lucha emprendid l ll m ron ―Movimiento Chic no‖ (1969). Si bien, Chávez era más universalista, pues en su cruzada permitió también la participación de trabajadores filipinos, chinos, árabes. Luchó hasta el día de su muerte (1988) apoyado por sus compañeros, su familia, por otros ciudadanos y algunos políticos que se identificaron con sus ideales. Él y sus compañeros de lucha formaron la Asociación Nacional de Trabajadores Agrícolas, organizaron y sostuvieron largas y dolorosas huelgas laborales; César incluso soportó huelgas de hambre para exigir a los patrones mejores condiciones de trabajo. Juntos concibieron el Plan de Delano, y designaron para editarlo al joven actor, director y autor Luis Valdez. En dicho plan los combatientes sociales establecieron los antecedentes, los principios, la ideología y los derechos Laborales de los trabajadores agrícolas.

Rocío Cortés García


PRÓLOGO PASEO EN LOW-RIDER UNA NOTA SOBRE LA PRESENTE ANTOLOGÍA Quisiera hablar de las personas que me hicieron querer sentirme chicano, pero esto implica una biografía sentimental, algo de mal gusto en un libro ajeno. Muy poco puedo aportar en este prólogo o presentación, tal vez sólo mi extrañeza y admiración para los hacedores de la historia y el arte chicano y mi gratitud a quienes realizaron esta antología. Vayamos entonces a lo innegable: la mezcla. Tal vez uno de los más evidentes logros de la cultura chicana sea su tremenda capacidad de recreación. Pongamos una imagen visual. Este regocijo que en la pintura se da entre las formas y los colores suele ser engañoso: para algunos, los más, representa una clara muestra de las líneas que la unen a un pasado indígena; para otros, es la persistencia de la pintura mural mexicanista llevada a veces a un mediotono kitsch. Seamos conciliatorios por un momento, pues ambas ideas suelen argüirse con fácil orgullo nacionalista. Pero sería difícil hacerle justicia al carácter inventivo del arte chicano en general. Aclaro: no me olvido de la iconografía

prehispánica, novohispana y a veces patriotera que incita la expresión plástica o escultórica en los barrios méxicoamericanos de Texas, California o Nuevo México. Pero el arte y la cultura chicana significan vitalidad. Nos es extraño y por momentos extravagante. Nos obliga a impostar una mirada compleja —en ese sentido es romántico. Y ya que es anacrónico citarlo utilicemos de paso el concepto de tradición de la ruptura: así quiero advertir que en la cultura chicana todos los elementos —locales, nacionales, anglosajones, internacionales —conforman una muy creativa expresión de identidades en tránsito, es decir, de artistas a la búsqueda constante de un lugar propio. Y al decir artistas me refiero a cada miembro de la comunidad. Porque por ahí empezamos con las rupturas: el arte deja de ser alto/culto y exclusivo para convertirse en la estética de la voz comunitaria. Tiene así un sentido profundamente histórico: es un hacerse a sí mismo. Por principio, l búsqued de l s ―r íces‖ en l mexicanidad suele ser necesaria pero no siempre angustiosa, y eso queda palpable en la literatura, la música o el teatro. El pasado, ya sea personal, artístico o nacional no está cerrado sino que es constantemente interrogado: es presente. Coatlicue y Tonantzin, Villa y Zapata no serán meros símbolos de piedra. Y tampoco pastiches de cut and paste, un divertimento pop como


pudiera inferirse erróneamente. La propia identidad está en juego. La cicatriz que no cesa —la misma frontera, cuál más— es la marca de un pecado original que los chicanos no cometieron, pero que frente a los puristas de la lengua o del vestir los sep r irremedi blemente de lo que ―México es‖, y sobr decirlo, de lo que ―Améric ‖ (sic por Usamérica) pretende. Como la Tradición Mexicana —así, con mayúsculas— no puede ser reclamada como propia por los chicanos, entonces ellos mismos la cuestionan, la recrean, y sobre todo, la enriquecen, esto queda claro entre los mejores exponentes: Luis Valdez, Guillermo Gómez Peña, Luis Jiménez, Sandra Cisneros, Alurista, Charles "Chaz" Bojorquez, Los Lobos, Selena, entre varios que cito aquí en desorden. Es cierto. Muchos han visto a los chicanos como mexicanos de segunda —por una torpe ceguera—, y a lo que producen como un ejercicio intrascendente. La fuerza del estereotipo es palpable. Hace falta reconocernos, sobre todo, mirarnos y escucharnos con atención. Una antología literaria bien puede equivaler a un catálogo de una exposición pictórica. No nos enfrentamos a la obra tal cual sino a una versión miniaturizada, recortada, explicada, completa bajo cierta noción de orden, de acuerdo a ciertos fines. Toda antología es una apuesta

pedagógica y una tentativa contra el olvido. Si pensamos en términos dinámicos la visión de cada cuadro o de cada texto privilegia la brevedad y el repaso al conjunto en tal catálogo de posibilidades. Lo hace inteligible. También, si el arte chicano está tanto en los museos como en las calles —el mayor personaje dramático del teatro chicano es el pachuco— debemos convertirnos en paseantes junto con él, situarnos en sus sentidos, que ya no son los nuestros —otro ejemplo: la comida tex-mex. Y qué mejor manera que hacerlo con estilo, en low rider. Una antología de literatura chicana recogerá poemas, cuentos, ensayos, relatos en sentido amplio y nos dará a conocer los que hablan o escriben como a quien los ve en su paisaje natural: el campo y la ciudad re-apropiados. Pero son momentos de paso. Petrificar la cultura chicana como una esencia inmutable es hacerle poca justicia a su principal característica: el serio ludismo de la identidad. No ser de aquí ni de allá, estar siendo siempre, un nomadismo. El tema del cruce aparece recurrentemente en los versos o historias. Por el motivo que sea expresa la sensación del otro espacio, uno que recuerda demasiado al que se deja. La experiencia de ser mexicano o mexicana en los Estados Unidos es tan compleja que elude toda definición cómoda: sería muy difícil establecer que ser chicano es exactamente esto o aquello. Para algunos es una pérdida, para otros un destino comprado


por la necesidad. Incluso hay quien ve la chicanidad como un asunto de reconquista, de ajuste de cuentas histórico. Lo cierto es que para algunos de los chicanos el mero hecho de ser llamados así resulta doloroso, y a veces, ofensivo. Un cúmulo de humillaciones asociado a esa palabra lleva a tomar esa posición. Poco a poco el orgullo se va haciendo más patente. Además, el reconocimiento político y económico por parte de los anglosajones —muchas veces duramente ganado— es muy distinto al de principios de siglo pasado; por otro lado, la experiencia del poder chicano de las décadas posteriores a los cincuenta resultó decisiva para conformar un ideario social en favor de la comunidad entera, donde se hallare establecida. Hubo que emanciparse también de los viejos lenguajes ajenos que no les permitían hablar con su propia voz. Si el espanglish es una curiosidad para los gramáticos — cuando no un escándalo— para los chicanos ha llegado a ser una verdadera lengua soberana, aquél vehículo que permitía pensar en su diferencia, en su estar en dos idiomas y superarlos creativamente. Así como se gana una voz política, así se constituye una lengua para el arte. Se dice que ser chicano implica la hibridez antes de meternos en honduras, volvamos a hablar específicamente de literatura. Del Yo soy Joaquín de ―Corky Gonsz les‖ y Carry me like water de Benjamín

Sáenz, encontramos un espectro expresivo y de recursos que desmiente la pretendida monotonía de la producción literaria chicana. De hecho es tan compleja que haría falta mencionar el tremendo número de publicaciones profesionales que se dedican a ella —grados académicos superiores incluidos. En algún momento se puso en duda su validez como mera literatura. A quien continúe leyendo esta antología se dará cuenta de que las discusiones, por prematuras, pueden resultar vacías. Condenar una literatura en el momento de su efervescencia es un error. El asunto radica en que la chicana es una literatura que está dando sus mejores obras en la actualidad. Una antología que pretende animar un diálogo no puede ser exhaustiva en el sentido de buscar la última palabra: por el contrario, será un recorrido con paraderos imprescindibles, encrucijadas que muestre otros caminos de lectura. Será un encuentro, un principio de diálogo. Entonces, ¿cómo pasar de lo aparente al sentido? Aceptemos de entrada la extrañeza. Y seamos cautos: no podemos comparar a Juan Rulfo con Rudolfo Anaya de manera superficial. Anaya lanza una pregunta que será tal vez inicio de otra tradición, ya no la supuest líne inflexible de l ―geni lid d mexic n ‖. Reducir las relaciones literarias a un asunto de parentescos fingidos da un pobre resultado. En tres lenguas —español, inglés, espanglish y todas las


variantes que sean imaginables— podemos seguir el camino que dibuja la creación de una patria —o matria, según se desee— que es personal y compartida, llámese Aztlán u hogar. Como en un peregrinaje, el escritor o escritora carga de memoria su pasado, toma de ese lógico equipaje lo que necesita y al llegar al punto decora o desecha según sus necesidades. Entonces, protege o destruye de entre idiomas, modos y relatos para lo propio. Esta antología, a mi juicio, hace evidente este tránsito. Que el Grupo Cultural Ranzaki construya este volumen tan acertadamente no debe sorprender a nadie. La inteligencia no se improvisa y este grupo se ha preparado para su tarea. Gracias a la Mtra. Rocío Cortés, así como a sus colaboradoras, la frontera del desconocimiento comienza a borrarse. De eso quería hablar. Daniel Orizaga Doguim

Noviembre de 2010


POESÍA Ana Castillo Francisco X. Alarcón José Antonio Burciaga Rafael Jesús González


ANA CASTILLO Nació en Chicago en 1953. Realizó su doctorado en estudios americanos en la Universidad de Bremen, Alemania. Enseñó escritura de ficción y literatura Latina en varias universidades. Ha escrito poesía, novela, cuento y ensayo. Su estilo muestra matices del realismo mágico. También ha recibido diversos premios y reconocimientos en todos esos géneros. Novelas: Cartas de Mixquiahuala, Sapogonia, So far from God, Loversboys, Desnuda mi corazón como una cebolla. Poesía: Otro canto, The invitation, Women Are Not Roses, My Father Was a Toltec. Ensayos:

Massacre

of

the

Dreamers,

Essays

on

Xicanisma, y una antología sobre la Virgen de Guadalupe, La Diosa de las Américas. ―Ám me como te deleit s de l soled d, la anticipación de tu muerte, los misterios de l c rne, sus desg rros y enmiendos.‖


PIDO LO IMPOSIBLE Pido lo imposible: ámame para siempre. Cuando se extinga el deseo todo, ámame. Ámame con la firme obstinación de un monje. Cuando el mundo entero y todo lo que estimes sagrado te advierta contra ello: ámame aún más. Cuando una furia innombrable te sobrecoja: ámame. Cuando cada paso de tu puerta a tu empleo te c nse… ámame; y de tu empleo a tu hogar de nuevo, ámame, ámame. Ám me cu ndo estés h sti do… Cuando cada mujer que veas sea más bella que la última, o más triste, ámame como siempre lo has hecho: no como un admirador o como un juez, sino con la compasión que reservas para ti mismo en tu desamparo. Ámame como te deleitas de la soledad, la anticipación de tu muerte, los misterios de la carne, sus desgarros y enmiendos. Ám me como l más vener do recuerdo de tu inf nci … y si no h y uno en tu memori … imagínalo, y déjame habitarlo contigo. Ámame marchita como me amaste plena.

Ám me como si Yo fuese p r siempre… y yo, haré de lo imposible un simple acto, amándote, amándote como te amo. TRADUCCIÓN DE JORGE ÁVALOS


FRANCISCO X. ALARCÓN. Francisco Alarcón, poeta y educador binacional, bicultural y bilingüe es un chicano de tercera generación nacido en Wilmington California en 1954. Pasó muchos años de su niñez en Guadalajara, México. Hizo sus estudios primarios en California y México. Terminó su doctorado en Stanford University y como parte de esos estudios tuvo una beca en México. La voz poética de Alarcón se considera como una de las más originales de la literatura chicana. Alarcón se ha expresado de la vida chicana como un fenómeno mestizo, donde la mezcla de culturas y la vida de fronteras abiertas y fluidas dan cabida a una experiencia humana donde todo es posible, incluso las identidades homoeróticas. Entre sus trabajos más importantes se encuentran: Body in Flames. Cuerpo en llamas (1990), Snake Poems; An Aztec Invocation (1992), No Golden Gate for Us (1993), y especialmente Of Dark Love (1991).

―M dre ¿aquí estás con nosotros? enjuagándonos el sudor l s lágrim s.‖


TONANTZIN Madre ¿aquí estás con nosotros? Enjuáganos el sudor las lágrimas Coatlicue tú que reinas sobre las serpientes Chalchiuhcueye haznos el favor Citlalcueye que nos guíen tus estrella Guadalupe sé nuestra aurora nuestra esperanza

¡bandera y fuego de nuestra rebelión!


JOSÉ ANTONIO BURCIAGA “TONY” Nació en El Paso, Texas, en l940; su madre originaria de Zacatecas, era maestra, quien enseñó a sus hijos el idioma español y la historia de México. Trabajó en la Universidad de Stanford, donde con su ejemplo de vida transmitió a los jóvenes el orgullo de ser chicano. Rescató para sus estudiantes la memoria histórica y las r íces cultur les de su ―R z ‖. Fue pintor, muralista, escritor, periodista, maestro e integró armónicamente estas diferentes facetas y se convirtiéndose en un activista cultural por amor a su pueblo. Escribió ensayos, cuentos y poemas en caló pachuco. Su estilo se caracterizó por el uso frecuente de sátira y un sentido del humor al exhibir las tradiciones de racismo y discriminación. Varias de sus obras son bilingües, las cuales reflejan gran dinamismo, la exaltación de sus raíces prehispánicas, la aceptación de la cultura angloamericana, el amor a su esposa, a su familia y, sobre todo, el orgullo de ser chicano.

Sus obras literarias son: Restlees Serpents (1976), Weedee Peepo (1987), Undoumented Love (1992), Drink Cultura Refrescante (1995), Spilling the Beans (1995), Temple Gang, entre otras. Su mur l más conocido es l ―La última cena de los héroes chic nos‖ en l C s Z p t , represent ndo l s figuras importantes para los chicanos, incluyendo César Chávez, Roberto Kennedy, Che Guevara, y Martin Luther King, Jr. Burciaga estuvo intensamente implicado en las acciones de soporte para la justicia social incluyendo los movimientos de oposición de la contra-inmigración, por ejemplo Asunto 187 de California y otras políticas del inglés.


―…somos hijos de olvid dos, hijos de revolucionarios, hijos de exilados, hijos de mojados, hijos de br ceros…‖


TO MEXICO WITH LOVE Madre Patria que acusaste a tus hijos sin razón, siendo tú la ocasión quiero que recuerdes: Que somos hijos de olvidados, hijos de revolucionarios, hijos de exilados, hijos de mojados, hijos de braceros, hijos de campesinos, hijos que buscaban pan, hijos en busca de trabajo, hijos de Sánchez que no educaste, hijos que abandonaste, hijos de padrastro gringo, hijos de los de abajo, hijos pochos, hijos guachos, hijos con el Spanish mocho hijos desamparados. Recuerda que somos mexicanos, somos chicanos,

sabemos inglés, y como descendientes ausentes recuérdanos como hijos pródigos.


RAFAEL JESÚS GONZÁLEZ Nació en el ambiente bicultural-bilingüe de El Paso, Texas. Realizó sus estudios profesionales en la Universidad de Texas, en la Universidad Nacional Autónoma de México y en la Universidad de Oregon. Profesor de escritura creativa y literatura. Ha impartido cátedra en la Universidad de Oregon, el Colegio Estatal Occidental de Colorado, la Universidad Estatal Central de Washington, la Universidad de El Paso Texas, y el Colegio Laney, Oakland donde fundó el departamento de Estudios Mexicanos y Latino-Americanos. Entre sus escritos se distingue una colección de versos El

fabricante de los juegos.

―Su ve no lo eres, P tri mí sino cruel como el amor humano. exigente como l fe bendit .‖


MÉXICO (Homenaje a la Patria en matices eróticos) Darte género sería hacer lo que Dios no hizo. Cuelga la flor de plátano como sexo de caballo y tus toscas ubres dan de beber petróleo tienes cien vientres burladores en tus minas y los dorados testículos del mango. Para variar tus orgasmos heterosexuales celebras la homosexual fiesta de los toros. Suave no lo eres, Patria mía sino dura como la suerte humana bola de acero en el fondo de la entraña, amargo sabor en la lengua de la mente. Al caer el sol que has emplumado tienen tus cerros filigranas de venas en sus frentes y en las junglas de tus costas suelen volar luciérnagas de ópalo boyante. Se estremece de pasión tu cuerpo eléctrico y bravío y piensas en color por tus murales; sueñas tus sueños táctiles de sones

atados a la tierra por cuerdas de guitarra (y no hay canciones extrañas a tus sueños ni faltan risas en tus tristes pesadillas). Oye, Patria mía, con besos de papel crepé la buganbilia besa el pene de la torre y la sofocada plumaria da platónicos besos al aire. Muerde el sol los pechos de tus grises colinas y las manos de tus palmeras acarician la luna. Suave no lo eres, Patria míasino cruel como el amor humano. exigente como la fe bendita.


CUENTO Tomás Rivera Sandra Cisneros Rolando Hinojosa Luis J. Rodríguez


TOMÁS RIVERA Proveniente de una familia de trabajadores migrantes. Nació en el año 1935, en Texas. Obtuvo una licenciatura y una maestría en educación; otra maestría en literatura francesa y un doctorado en lenguas romances con especialidad en español. Fue uno de los principales fundadores de la literatura chicana y autor de la novela universalmente reconocida: ...y no se lo tragó la tierra (1971). Este libro es la obra de mayor influencia en la búsqueda de la identidad chicana. Otras de sus obras son: Literatura chicana: Fiesta of The living, (1979) y Into the Labirinth: The chicano literature (1971). La temática principal que aborda en sus escritos es la vida de los hijos de los obreros migratorios, centrándose en su educación y liberación de las condiciones opresivas que convive.

――Ahí nos v toc r lo mero bueno del c lor. Nomás toman bastante agua cada rato; no le hace que se enoje el viejo. No se vayan a enfermar. Y si ya no aguantan me dicen luego luego ¿eh? Nos vamos para la casa. Ya vieron lo que le pasó a papá por andar aguantando. El sol se lo puede comer a uno.


… Y NO SE LO TRAGÓ LA TIERRA (Fragmento) La primera vez que sintió odio y coraje fue cuando vio llorar a su mamá por su tío y su tía. A los dos les había dado la tuberculosis y a los dos los habían mandado a distintos sanatorios. Luego entre los otros hermanos y hermanas se habían repartido los niños y los habían cuidado a como había dado lugar. Luego la tía se había muerto y al poco tiempo habían traído al tío del sanatorio, pero ya venía escupiendo sangre. Fue cuando vio llorar a su madre cada rato. A él le dio coraje porque no podía hacer nada contra nadie. Ahora se sentía lo mismo. Pero ahora era por su padre. ―Se hubier n venido luego luego, m‘ijo. ¿No veí n que su tata estaba enfermo? Ustedes sabían muy bien que estaba picado del sol. ¿Por qué no se vinieron? ―Pos, no sé. Nosotros como ndáb mos bien moj dos de sudor no se nos hacía que hacía mucho calor pero yo creo que cuando está picado uno del sol es diferente. Yo como quiera sí le dije que se sentara debajo del árbol que está a la orilla de los surcos, pero él no quiso. Fue cuando empezó a vomitar. Luego vimos que ya no pudo azadonear y casi lo llevamos en rastra y lo pusimos

debajo del árbol. Nomás dejó que lo lleváramos. Ni repeló ni nada. ―Pobre viejo, pobre de mi viejo. Anoche c si ni durmió. ¿No lo oyeron ustedes fuera de la casa? Se estuvo retorciendo toda la noche de puros calambres. Dios quiera y se alivie. Le he estado dando agua de limonada fresca todo el día pero tiene los ojos como de vidrio. Si yo hubiera ido ayer a la labor les aseguro que no se hubiera asoleado. Pobre viejo, le van a durar los calambres por todo el cuerpo a lo menos tres días y tres noches. Ahora ustedes cuídense. No se atareen tanto. No le hagan caso al viejo si los apura. Aviéntenle con el trabajo. Como él no anda allí empinado, se le hace muy fácil. Le entraba más coraje cuando oía a su papá gemir fuera del gallinero. No se quedaba adentro porque decía que le entraban muchas ansias. Apenas afuera podía estar, donde le diera el aire. También podía estirarse en el zacate y revolcarse cuando le entraban los calambres. Luego pensaba en que si su padre se iba a morir de la asoleada. Oía a su papá que a veces empezaba a rezar y a pedir ayuda a Dios. Primero había tenido esperanzas de que se aliviara pronto pero al siguiente día sentía que le crecía el odio. Y más cuando su mamá o su papá clamaban por la misericordia de Dios. También esa noche los habían despertado, ya en la madrugada, los pujidos


de su papá. Y su mamá se había levantado y le había quitado los escapularios del cuello y se los había lavado. Luego había prendido unas velitas. Pero, nada. Era lo mismo de cuando su tío y su tía. ―¿Qué se g n , m má, con nd r h ciendo eso? ¿A poco cree que le ayudó mucho a mi tío y a mi tía? ¿Por qué es que nosotros estamos aquí como enterrados en la tierra? O los microbios nos comen o el sol nos asolea. Siempre alguna enfermedad. Y todos los días, trabaje y trabaje. ¿Para qué? Pobre papá, él que le entra parejito. Yo creo que nació trabajando. Como dice él, apenas tenía los cinco años y ya andaba con su papá sembrando maíz. Tanto darle de comer a la tierra y al sol y luego, zas, un día cuando menos lo piensa cae asoleado. Y uno sin poder hacer nada. Y luego ellos rogándole a Dios… si Dios no se cuerd de uno… yo creo que ni h y… No, mejor no decirlo, a lo mejor empeora papá. Pobre, siquiera eso le dará esperanzas. Su mamá le notó lo enfurecido que andaba y le dijo por la mañana que se calmara, que todo estaba en manos de Dios y que su papá se iba a aliviar con la ayuda de Dios. ―N‘ombre, ¿usted cree? A Dios, estoy seguro, no le importa nada de uno. ¿A ver, dígame usted si papá es de

mal alma o de mal corazón? ¿Dígame usted si él ha hecho mal a alguien? ―Pos no. ―Ahí está. ¿Luego? ¿Y mi tío y mi tía? Usted dígame. Ahora sus pobres niños sin conocer a sus padres. ¿Por qué se los tuvo que llev r? N‘ombre, Dios le import poco de uno los pobres. A ver, ¿por qué tenemos que vivir aquí de esta manera? ¿Qué mal le hacemos a nadie? Usted tan buena gente que es y tiene que sufrir tanto. ―Ay, hijo, no h bles sí. No h bles contr l volunt d de Dios. M‘ijo, no h bles sí por f vor. Que me d s miedo. Hasta parece que llevas el demonio entre las venas ya. ―Pues, lo mejor. Así, siquier se me quitaría el coraje. Ya me canso de pensar. ¿Por qué? ¿Por qué usted? ¿Por qué papá? ¿Por qué mi tío? ¿Por qué mi tía? ¿Por qué sus niños? ¿Dígame usted por qué? ¿Por qué nosotros nomás enterrados en la tierra como animales sin ningunas esperanzas de nada? Sabe que las únicas esperanzas son las de venir para acá cada año. Y como usted misma dice, hasta que se muere uno, descansa. Yo creo que así sintieron mi tío y mi tía, y así se sentirá papá. ―Así es, m‘ijo. Sólo l muerte nos tr e el desc nso nosotros. ―Pero, ¿por qué nosotros? ―Pues dicen que…


―No me dig n d . Y sé lo que me v pobres van al cielo.

decir ―que los

Ese día empezó nublado y sentía lo fresco de la mañana rozarle las pestañas mientras empezaban a trabajar él y sus hermanas. La madre había tenido que quedarse en casa a cuidar al viejo. Así que se sentía responsable de apurar a sus hermanos. Por la mañana, a lo menos por las primeras horas, se había aguantado el sol, pero ya para las diez y media limpió el cielo de repente y se aplanó sobre todo el mundo. Empezaron a trabajar más despacio porque se les venía una debilidad y un bochorno si trabajaban muy aprisa. Luego se tenía que limpiar el sudor de los ojos cada rato porque se les oscurecía la vista. ―Cu ndo ve n oscuro, much chos, párenle de tr b j r o denle más despacio. Cuando lleguemos a la orilla descansamos un rato para coger fuerzas. Va a estar caliente hoy. Que se quedara nubladito así como en la mañana, ni quién dijera nada. Pero nada, ya aplanándose el sol ni una nubita se le aparece de puro miedo. Para acabarla de fregar, aquí acabamos para los dos y luego tenemos que irnos a aquella labor que tiene puro lomerío. Arriba está bueno pero cuando estemos en las bajadas se pone bien sofocado. Ahí no ventea nada de aire. Casi ni entra el aire. ¿Se acuerdan?

―Sí. ―Ahí nos v toc r lo mero bueno del c lor. Nomás toman bastante agua cada rato; no le hace que se enoje el viejo. No se vayan a enfermar. Y si ya no aguantan me dicen luego luego ¿eh? Nos vamos para la casa. Ya vieron lo que le pasó a papá por andar aguantando. El sol se lo puede comer a uno. Así como habían pensado se habían trasladado a otra labor para las primeras horas de la tarde. Ya para las tres andaban todos empapados de sudor. No traían una parte de la ropa seca. Cada rato se detenían. A veces no alcanzaban respiración, luego veían todo oscuro y les entraba el miedo de asolearse, pero seguían. ―¿Cómo se sienten? ―N‘ombre, h ce mucho c lor. Pero tenemos que seguirle. Siquiera hasta las seis. Nomás que esta agua que traemos ya no quita la sed. Cómo quisiera un frasco de agua fresca, fresquecita acabada de sacar de la noria, o una coca bien helada. ―Estás loco, con eso sí que te sole s. Nomás no le den muy aprisa. A ver si aguantamos hasta las seis. ¿Qué dicen? A las cuatro se enfermó el más chico. Tenía apenas nueve años pero como ya le pagaban por grande trataba de emparejarse con los demás. Empezó a vomitar y se quedó sentado, luego se acostó. Corrieron todos a verlo


atemorizados. Parecía como que se había desmayado y cuando le abrieron los párpados tenía los ojos volteados al revés. El que se le seguía en edad empezó a llorar pero le dijo luego luego que se callara y que ayudara a llevarlo a casa. Parecía que se le venían calambres por todo el cuerpecito. Lo llevó entonces cargado él solo y empezó a decir otra vez que por qué. ―¿Por qué p pá y luego mi herm nito? A pen s tiene los nueve años. ¿Por qué? Tiene que trabajar como un burro enterrado en la tierra. Papá, mamá y éste mi hermanito, ¿qué culpa tiene de nada?

Esa noche no se durmió hasta muy tarde. Tenía una paz que nunca había sentido antes. Le parecía que se había separado de todo. Ya no le preocupaba ni su papá ni su hermano. Todo lo que esperaba era el nuevo día, la frescura de la mañana. Para cuando amaneció su padre estaba mejor. Ya iba de alivio. A su hermanito también casi se le fueron de encima los calambres. Se sorprendía cada rato por lo que había hecho la tarde anterior. Le iba a decir a su mamá pero decidió guardar el secreto. Solamente le dijo que la tierra no se comía a nadie, ni que el sol tampoco.

Cada paso que daba hacia la casa le retumbaba la pregunta ¿por qué? Como a medio camino se empezó a enfurecer y luego comenzó a llorar de puro coraje. Sus otros hermanitos no sabía qué hacer y empezaron ellos también a llorar, pero de miedo. Luego empezó a echar maldiciones. Y no supo ni cuándo, pero lo que dijo lo había tenido ganas de decir desde hacía mucho tiempo. Maldijo a Dios. Al hacerlo sintió el miedo infundido por los años y por sus padres. Por un segundo vio que se abría la tierra para tragárselo. Luego se sintió andando por la tierra bien apretada, más apretada que nunca. Entonces le entró el coraje de nuevo y se desahogó maldiciendo a Dios. Cuando vio a su hermanito ya no se le hacía tan enfermo. No sabía si habían comprendido sus otros hermanos lo grave que había sido su maldición.

Salió para el trabajo y se encontró con la mañana bien fresca. Había nubes y por primera vez se sentía capaz de hacer y deshacer cualquier cosa que él quisiera. Vio hacia la tierra y le dio una patada bien fuerte y dijo: ―Tod ví no, tod ví no me puedes tr g r. Algún dí , sí. Pero yo ni sabré.


SANDRA CISNEROS Nació en 1954 en Chicago. Novelista, cuentista, ensayista y poeta mexicoamericana. Sus escritos están relacionados con su biculturalidad. Además de escribir, ha influido de manera importante en la juventud, siendo consejera para los estudiantes de minorías en la Universidad de Loyola en Chicago. Fue directora del departamento de literatura en el Guadalupe Cultural Arts Center en San Antonio, Texas. Destacan sus obras: Caramelo, La casa en mango street,

El arroyo de la llorona, Bad boys, Woman Hollering Creek, Casa morada y más.

―Tus ojos. ¡Ay! Tus ojos. Ojos con dientes. Terribles como la obsidiana. El porvenir en esos ojos, los días pasados. Y bajo esa ferocidad, algo antiguo y tierno como la lluvia. Porque cuando no estás aquí te recreo en la memoria. El aroma de tu piel, el lunar sobre la escoba de tus bigotes, cómo cabes en mis palmas. Tu piel oscura y sabrosa como piloncillo. Esta cara en mis manos. Te extraño. Te extr ño un hor que estás cost do mi l do….‖


OJOS DE ZAPATA (Fragmento)

¿Te acuerdas? Solías decir que no había manos como las mías en todo Cuautla. Exquisitas, las llamaste, como si fueran algo de comer. Todavía me da risa cuando me acuerdo de eso.

Acerco mi nariz a tus pestañas. La piel de los párpados tan suave como la piel del pene; la clavícula con sus alas acanaladas; el nudo púrpura del pezón, el color oscuro, negriazul, de tu sexo; las delgadas piernas, los delgados y largos pies. Por un instante no quiero pensar en tu pasado ni en tu futuro. Por ahora estás aquí, me perteneces.

Ay, pero ahora mira. Rasguñadas, partidas y callosas¿cómo es que las manos envejecen primero? La piel tan áspera como la cresta de una gallina. Es por sembrar en el tlacolol, por el trabajo duro de hombre que hago al limpiar la milpa con el azadón y el machete, trabajo sucio que deja la ropa inmunda, trabajo que ninguna mujer haría antes de la guerra.

¿Sería malo si te dijera lo que hago todas las noches que duermes aquí? Después de tu coñac y tu puro, cuando estoy segura que duermes, examino tranquilamente tu p nt lón negro con sus boton dur s de pl t ―cincuent y seis p res de c d l do; l s he cont do ― tu sombrero bordado con la borla de crin, la hermosa camisa de lino holandés, el fino trenzado bordado en tu chaqueta de charro, las apuestas botas negras, el elegante labrado de tus cananas y espuelas de plata. ¿Acaso eres mi general? ¿O sólo ese muchacho que conocí en la feria de San Lázaro?

Pero no le tengo miedo al trabajo duro o a estar a solas en los cerros. No le tengo miedo a la muerte ni a la cárcel. No le tengo miedo a la noche como las otras mujeres que corren a sacristía a la primera voz de el gobierno. No soy como las otras.

Manos demasiado bonitas para un hombre. Manos elegantes, manos agraciadas; dedos con un aroma dulce como tus habanos. Yo tuve manos bonitas algunas vez,

Míralo. ¿Ya estás roncando? Pobrecito. Duérmete p p cito. Y , y . Sólo soy yo―Inés. Duérmete, mi trigueño, mi chulito, mi bebito. Ya, ya, ya. Dices que no puedes dormir en ningún lugar como duermes aquí. Tan cansado de tener que ser siempre el gran general Emiliano Zapata. Los dedos nerviosos retroceden, los huesos largos y elegantes tiemblan y se


crispan. Siempre esperando la bala del asesino. Cualquiera es capaz de convertirse en traidor y a los traidores hay que quebrarlos, dices. Un caballo cuando se amansa se doma. Una silla de montar nueva se amolda. Domar un espíritu. Algo que enlazar y azotar, como hace años lo hacías en los jaripeos. Todo te molesta estos días. Cualquier ruido, cualquier luz, hasta el sol. No dices nada durante horas y luego cuando llegas a hablar, es un arranque, una furia. Todos te temen, hasta tus hombres. Te escondes en la oscuridad. Pasas días sin dormir. Ya no te ríes. No necesito preguntar; yo misma lo he visto. La guerra no va bien. Lo veo en tu cara. Cómo han cambiado las cosas a través de los años, Miliano. De tanto vigilar, la cara se vuelve así. Estas arrugas nuevas, este surco, la mandíbula bien cerrada. Los ojos con arrugas de aprender a ver en la oscuridad. Dicen que las viudas de los marineros tienen los ojos así de entrecerrados al mirar la línea donde el cielo y el mar se disuelven. Nos pasa lo mismo con esta guerra. Somos viudos todos. Los hombres tanto como las mujeres, hasta los niños. Todos colgándonos de la cola del caballo de nuestro jefe Zapata. Todos llevamos cicatrices de estos nueve años de estar aguantando.

Sí, se te ve en la cara. Siempre ha estado ahí. Desde antes de la guerra. Desde antes de que te conociera. Desde tu nacimiento en Anenecuilco, y aún antes de eso. Algo duro y tierno a la vez en esos ojos. Lo supiste primero que cualquiera de nosotros, ¿no es así? Esta mañana el mensajero llegó con la noticia de que vendrías antes del anochecer, pero yo ya estaba hirviendo el maíz para tus tortillas de la merienda. Te vi llegar montado a caballo por el camino desde Villa de Ayala. Tal como te vi aquel día en Anenecuilco, cuando la revolución acababa de empezar y el gobierno te estaba buscando por todos lados. Estabas preocupado por los títulos de las tierras, los fuiste a desenterrar de donde los habías escondido hacía dieciocho meses bajo el altar de la iglesia del pueblo ¿verdad?- recordándole a Chico Franco que los pusiera a salvo. He de morir, dijiste, algún día. Pero nuestros títulos tienen vigencia garantizada. Ojalá pudiera desvanecer tu dolor como si fuera una mancha en la mejilla. Quiero recogerte en mis brazos como si fueras Nicolás o Malena, subir a los cerros. Conozco cada cueva y grieta, cada atajo y barranca, pero no sé dónde podría esconderte de ti mismo. Estás cansado. Estás enfermo y solo con esta guerra y no quiero que ninguna de esas cosas te toque jamás Miliano.


Basta por ahora que estés aquí. De momento. De nuevo bajo mi techo. Duerme, papacito. Sólo es Inés volando a tu alrededor, con los ojos bien abiertos toda la noche. El sonido de mis alas como el sonido de una capa de terciopelo que cae. Una brisa cálida contra tu piel, la amplia extensión de las plumas blancas como la luna, como si pudieras tocar todas las paredes de la casa de un solo movimiento. Un susurro, luego una ingravidez, la luz esparcida por la ventana hasta que siento el húmedo aire nocturno bajo mis alas de tecolote. Una espiral de estrellas como los aretes de filigrana que me regalaste. Tu caballo cansado, quieto como la hojalata, ahí, donde lo amarraste al guamúchil. El río canta más fuerte que nunca desde la época de lluvias. Exploro las laderas de los cerros, las montañas. Mi sombra azul por encima de la hierba alta y el tajo de las barrancas, por encima de los espíritus de las haciendas silenciosas bajo la noche azul. Desde esta altura el pueblo se ve igual que antes de la guerra. Como si los techos estuvieran todavía intactos, las paredes todavía blanqueadas con cal, las calles empedradas limpias de escombros y mala hierba. Nada ampollado ni quemado. Nuestras vidas tranquilas e ilesas.

Vueltas y vueltas por el campo azul, sobre los sembradíos quemados, el viento agitado apenas eriza mis alas blancas y duras, sobre los dos soldados que dejaste guardando nuestra puerta, uno dormido, el otro entumido después de un largo día a caballo. Pero estoy despierta, siempre estoy despierta cuando estás aquí. No se me escapa nada. Ni un coyote en las montañas, ni un alacrán en la arena. Todo claro. La vereda por la que llegaste a caballo. El jazmín nocturno con su aroma espumoso de leche dulce. El techo improvisado con hojas de caña en nuestra casa de adobe. Nuestra hija menor, de cinco veranos, dormida en su hamaca- Que mujercita eres ya Malenita. El reír del río y los canales y la voz alta, melancólica, del viento en las ramas del alto pino. Doy vueltas lentamente y me deslizo dentro de la casa, traigo conmigo el olor del viento nocturno, me pliego nuevamente a mi cuerpo. No te he dejado. No te dejo ni una vez. ¿Y sabes por qué? Porque cuando no estás aquí te recreo en la memoria. El aroma de tu piel, el lunar sobre la escoba de tus bigotes, cómo cabes en mis palmas. Tu piel oscura y sabrosa como piloncillo. Esta cara en mis manos. Te extraño. Te extraño aun ahora que estás acostado a mi lado. Mirar mientras duermes el color de tu piel. Ver cómo a la media luz de la luna emites tu propia luz, como si todo tú


estuvieras hecho de ámbar, Miliano. Como si fueras una linternita y todo en la casa estuviera dorado también. Antes eras tan chistoso. Muy bonachón, muy bromista. Bromeabas y cantabas fuera de tono cuando te habías echado tus copitas. Tres vicios tengo y los tengo muy arraigados: de ser borr cho, jug dor y en mor do… Ay, mi vida, ¿te acuerdas? Siempre muy enamorado, ¿no? ¿Acaso eres todavía aquel muchacho que conocí en la feria de San Lázaro? ¿Acaso soy la muchacha que besaste bajo ese arbolito de aguacate? Parece tan lejos de aquellos días, Miliano. Arrastramos a estos cuerpos nuestros por aquí y por allá, estos cuerpos que no tienen absolutamente nada que ver contigo, conmigo, con quien somos en realidad, estos cuerpos que nos dan placer y pena. Aunque he aprendido a abandonar el mío a voluntad, me parece que nunca nos liberamos completamente hasta que amamos, cuando nos perdemos uno dentro del otro. Entonces vemos un poquito de lo que se llama cielo. Cuando podemos estar tan cerquita que ya no somos Inés y Emiliano, sino algo más grande que nuestras vidas. Y podemos perdonar al fin. Tú y yo, nunca hemos sido de mucho hablar, ¿no te parece? Pobrecito, no sabes cómo hablar. En lugar de

hablar con los labios, me rodeas con una pierna mientras dormimos para darme a entender que todo está bien. Y nos quedamos dormidos así, con un brazo tuyo o una pierna, o unos de esos pies largos de chango tuyos, tocándome. Tu pie dentro del hueco de mi pie. ¿Te sorprende que no pase por alto cositas así? Hay tantas cosas que no olvido aún cuando me convendría olvidarlas. Inés, por el amor que te tengo. Cuando mi padre me suplicó, no puedes imaginarte cómo me sentí. Cómo fue que un dolor entró a mi corazón como una corriente de agua fría y en esa corriente estaban los días por venir. Mas no dije nada. Bueno pues, dijo mi padre, que Dios te ayude. Saliste como la perra que te parió. Entonces se dio la media vuelta y me quedé sin padre. Nunca me había sentido tan sola como aquella noche. Junté mis cosas en el rebozo y salí corriendo a la oscuridad a esperarte bajo la jacaranda. Por un momento me abandonó el valor. Quería darme la media vuelta, grit r, ‗ pá‘, rog rle que me perdon r y regres r dormir en mi petate contra la pared de carrizo y levantarme antes del amanecer a preparar el maíz para las tortillas del día.


Perra. Esa palabra, la manera en que mi padre la escupió, como si en aquella sola palabra estuviera yo traicionando todo el amor que él me había dado durante tantos años, como si estuviera cerrando todas las puertas de su corazón. ¿Dónde podría esconderme de la ira de mi padre? Podía apagar los ojos y cerrar las bocas de todos los santos que hablaban mal de mí, pero no podía evitar que mi corazón escuchara aquella palabra- perra. Mi padre, mi amor, que no quería saber ya de mí. No te gusta que hable de mi padre, ¿verdad? Ya sé, tú y él nunc , bueno… ¿Te cuerd s de es cic triz grues sobre su ceja izquierda? Lo pateó una mula cuando era niño. Sí, así sucedió. Tía Chucha dijo que por eso a veces se portaba como una mula- pero tú eres tan terco como él, ¿no?, y a ti no te pateó ninguna mula. Es cierto, nunca le caíste bien. Desde los días en que empezaste a vender y comprar ganado por todos los ranchitos. Para cuando estabas trabajando en los establos de la capital no se podía ni mencionar tu nombre. Porque tú nunca habías dormido bajo un techo de palma, dijo. Porque eras un charro y no usabas la manta blanca de campesino. Luego murmuraba, un poco

fuerte para que lo oyera, Ése no sabe lo que es oler su propia mierda. Siempre pensé que tú y él eran enemigos perfectos porque se parecían tanto. Excepto, que a diferencia tuya, él no servía para la guerra. Nunca te platiqué cómo el gobierno lo obligó a enlistarse. Allá a Guanajuato es a donde lo mandaron cuando tú estabas ocupado con los carrancistas y los muchachos de Pancho Villa le estaban dando guerra a todos allá en el norte. Mi padre, que nunca había ido más allá de Amecameca, con el pelo cano y decaído como estaba, pues se lo llevaron. Era la época en que los muertos los apilaban en las esquinas de las calles como piedras, cuando no era seguro para nadie, hombre o mujer, salir a la calle. No había qué comer, Tía Chucha con fiebre y yo cuidando de todos. Mi padre dijo que sería mejor que fuera a ver a su hermano Fulgencio en Tenexcapán, para ver si ellos tenían maíz. Llévate a Malenita, le dije. Con una criatura no te molestarán. Y así salió mi padre rumbo a Tenexcapán, arrastrando a Malenita de la mano. Pero cuando empezó a caer la noche y no habían regresado, bueno, pues imagínate. Fue la viuda Elpidia la que tocó la puerta, con Malenita chillando y con la noticia de que se habían llevado a los


hombres a la estación del ferrocarril. ¿Al sur a los campos de trabajo o al norte a pelear? Preguntó Tía Chucha. Si Dios quiere, dije, estará a salvo. Aquella noche, Tía Chucha y yo soñábamos esto. Mi padre y mi tío Fulgencio parados contra la pared trasera del molino de arroz. ¿Quién vive? Pero no contestan, temerosos de dar el viva que no es. Dispárenles; después discutimos de política. Al momento en que los soldados están a punto de disparar, un oficial, un conocido de mi padre de antes de la guerra, llega con su caballo y da órdenes de que los pongan en libertad.

Durante toda la estación de secas mi padre vivió así, respirando por un agujero en la espalda. En aquella época yo tenía que limpiarlo con resina pegajosa de pino y envolverlo con vendas limpias todas las mañanas. La herida supuraba una espuma como el zumo de un nopal, pegajoso y transparente y con un olor a la vez dulce y terrible, como flores de magnolia pudriéndose en la rama. Hicimos todo lo que pudimos para curarlo mi Tía Chucha y yo. Luego, una mañana, una chachalaca voló dentro de la casa y se golpeó contra el techo. Apenas con sarapes y la escoba pudimos sacarla entre las dos. No dijimos nada, pero lo pensamos durante mucho rato.

Luego se llevaron a mi padre y a mi tío Fulgencio a la estación, los metieron en vagones junto a los demás y no los dejaron salir hasta que llegaron Guanajuato, donde les repartieron armas con órdenes de disparar a los villistas.

Antes de la siguiente luna nueva soñé que estaba en la iglesia rezando un rosario. Pero lo que tenía entre las manos no era mi rosario de cuentas de cristal, sino uno de dientes humanos. Lo dejaba caer y los dientes rebotaban sobre la losa como perlas de un collar. El sueño y el pájaro eran señal suficiente.

Con el susto del pelotón de fusilamiento y todo eso, mi padre no volvió a ser el de antes. En Guanajuato lo tuvieron que mandar al hospital militar, donde sufrió un ataque pulmonar. Le sacaron tres costillas para curarlo y cuando estaba finalmente lo suficientemente recuperado como para viajar, nos lo mandaron de vuelta.

Cuando mi padre pronunció el nombre de mi madre por última vez y, al morir, las sílabas salieron atragantadas y tosidas de esa otra boca, como la voz de un ahogado, expiró finalmente con un último aliento por el mismo agujero que lo había matado.


Lo enterramos así, con las tres costillas que le faltaban envueltas en un pañuelo que mi madre le había bordado con sus iniciales y con la marca de la pezuña de mula bajo su ceja izquierda. Durante ocho días la gente llegó a rezar el rosario. Como ya hacía mucho que todos los curas se habían escapado, tuvimos que pagarle a un rezandero para que oficiara la extremaunción. Tía Chucha puso la cruz de cal y arena y colocó las flores y la veladora; al noveno día, mi tía levantó la cruz y pronunció el nombre de mi padreRemigio Alfaro- y el espíritu de mi padre voló y nos dejó. Pero supón que él no nos dé su permiso. Ese viejo cabrón, primero nos morimos que nos dé su permiso. Mejor nomás nos juyimos. No puede estar enojado para siempre. Ni siquiera en su lecho de muerte te perdonó. Me supongo que tú tampoco lo has perdonado por llamar a las autoridades. Estoy segura que su intención era nomás que te asustaran un poquito, para recordarte de tus obligaciones conmigo ya que estaba esperando a tu hijo. Quién se hubiera imaginado que te forzarían a enlistarte en la caballería.

No puedo pedir disculpas en nombre de mi padre, pero bueno, ¿qué íbamos a pensar, Miliano? Esos meses en que te desapareciste, escondiéndote en Puebla por eso de las firmas de protesta, la labor de la campaña de organización política, el trabajo para el Comité de Defensa del pueblo. Yo tan ancha como un barco, Nicolás por nacer de un momento a otro y tú por ningún lado, sin mandar dinero ni una palabra. Yo tan joven, no sabía qué hacer más que abandonar nuestra casa de piedra y adobe y regresar a la de mi padre. ¿Estuvo mal que hiciera eso? Tú dime. Podía soportar el enojo de mi padre, pero temía por el niño. Poní l m no sobre mi vientre y murmur b ―Hijo mío, nace cuando la luna esté tierna; hasta un árbol debe podarse bajo la luna llena para que crezca fuerte. Y a la siguiente luna llena di a luz. Tía Chucha alzaba a nuestro precioso niño de pulmones fuertes. Dos temporadas de siembra fueron y vinieron y nos estábamos preparando para la tercera cuando regresaste de la caballería y conociste a tu hijo. Pensé que te habías olvidado de la política por completo y que podríamos seguir adelante con nuestras vidas. Pero para fin de año ya estaba detrás de la campaña para elegir a Patricio Leyva como gobernador, como si todos los problemas


con el gobierno y con mi padre no te hubieran servido de nada.

hablar de eso- espérate hasta después. Pero Miliano, ya me cansé que me digan que me espere.

Me diste un par de aretes de oro como regalo de boda, ¿te acuerdas? Nunca dije que me casaría contigo, Inés. Nunca. Dos arracadas de filigrana con florecitas y flecos. Las enterré cuando llegó el gobierno y después regresé por ellas. Peo cuando no había nada que comer más que pelos de elote hervidos, hasta ésas tuve que vender. Fueron las últimas cosas que vendí.

Ay, no entiendes. Aun si tuvieras las palabras, no me lo podrías decir nunca. No conocen su propio corazón, hombres. Aun cuando están hablando con él en la mano.

Nunca. Me hacía sentir un poco loca cuando me arrojabas eso. Esa palabra con toda su fuerza. Pero, Mili no, yo creí que… Entonces fuiste una tonta por haber creído. Eso fue hace años. Todos tenemos la culpa de decir cos s que no querí mos decir. Yo nunc dije… y sé. No quieres escucharlo. ¿Qué soy yo para ti ahora, Miliano? ¿Cuando me dejas? ¿Cuando dudas? ¿Cuando vacilas? La última vez diste un suspiro que hubiera cabido en una cuchara. ¿Qué quisiste decir con eso? Si me quejo de estas preocupaciones mías de mujer, ya sé lo que me vas a decir- Inés, no es momento para

Tengo mi ganado, un poco de dinero que me dejó mi padre. Voy a fincar una casa de piedra y adobe para nosotros en Cuautla. Podemos vivir juntos y después ya veremos. Nicolás está loco con sus dos vacas. La Fortuna y la Paloma. Porque ya es un hombre, dijiste, cuando le diste su regalo de cumpleaños. Cuando tú tenías trece años, ya andabas comprando y revendiendo animales por todas las rancherías. Para saber si un animal es trabajador se le hacen cosquillas en la espalda ¿no? Si ni siquiera puja o no se molesta es que es muy flojo y no sirve para nada. Ves, he aprendido todo eso de ti. ¿Te acuerdas de la yegua que encontraste en Cuernavaca? Alguien la había escondido en una recámara del segundo piso, salvaje y briosa de estar acorralada tanto tiempo. Había sacado la cabeza entre el fleco dorado de las cortinas de terciopelo justo cuando pasabas montado por ahí, justo en ese momento. Una belleza como ésa haciendo su aparición desde un balcón


como una mujer esperando su serenata. Te reíste y bromeaste y la llamaste la Coquetona ¿Te acuerdas? La Coquetona; sí. Cuando te conocí en la feria de San Lázaro, todos sabían que eras el hombre más diestro con los caballos en el estado de Morelos. Todos los dueños de las haciendas querían que trabajaras para ellos. Hasta allá en la Ciudad de México. Un charro entre charros. El ganado, los caballos comprados y vendidos. Sembrabas un poco cuando no había mucho que hacer. Tu hermano Eufemio te pedía prestado una y otra vez porque se había malgastado cada peso de su herencia, pero tú siempre orgulloso de ser independiente ¿no? Una vez confesaste que uno de los días más felices de tu vida había sido la cosecha de la sandía que te produjo alrededor de 600 pesos. ¿Y mi recuerdo más feliz? La noche en que vine a vivir contigo, claro. Me acuerdo que tu piel olía a dulce como la cáscara de sandía, como los campos después de la lluvia. Quería que mi vida empezara ahí, en el momento en que equilibraba ese cuerpo tuyo de niño delgado sobre el mío, como si estuvieras hecho de balsa, como si fueras barco y yo río. Los días venideros, pensé, mientras borraba el escozor amargo de la despedida de mi padre.

Ha habido demasiado sufrimiento, una parte demasiado grande de nuestros corazones se ha enrudecido y secado como un cadáver. Hemos sobrevivido, hemos comido zacate, olotes y verduras podridas. Y las epidemias han sido tan peligrosas como los federales, los desertores, los bandoleros. Nueve años. En Cuautla apestaba de tanto muerto. Nicolás salía a jugar con los casquillos de bala que había juntado o a ver cómo enterraban a los muertos en las trincheras. Una vez amontonaron los cuerpos de cinco federales en el zócalo. Les registramos los bolsillos para encontrar dinero, joyas, cualquier cosa que pudiéramos vender. Cuando quemaron los cuerpos, la grasa les escurría a chorros y brincaban y se retorcían como si estuvieran tratando de sentarse. Nicolás tuvo sueños horribles después de lo ocurrido. A mí me daba mucha pena decirle que yo también los tuve. Primero no podíamos soportar ver los cuerpos colgados de los árboles. Pero después de muchos meses te acostumbras a ellos, se enroscan y se secan como cueros en el sol día tras día, colgados como aretes, de manera que ya no dan horror, ya no significan nada. Tal vez eso es lo peor.


Tu hermana me dice que Nicolás sigue tu ejemplo últimamente, nervioso y rápido con las palabras, con una tolvanera repentina o una lluvia de chispas. Cuando te fuiste con la Séptima Caballería, Tía Chucha y yo le soplábamos humo en la boca de Nicolás para que aprendiera a hablar pronto. Los demás niños de su edad balbuceaban como monos, pero Nicolás siempre silencioso, siempre siguiéndonos con esos ojos que tienen todos tus parientes. Ésos no son los ojos de los Alfaro, recuerdo que mi padre decía. El año en que regresaste de la caballería, nos mandaste llamar a mí y al niño, y vivimos en la casa de piedra y adobe. De tus silencios entendí que no debía cuestionar nuestro matrimonio. Era lo que era. Y ya. Me preguntaba dónde estabas las semanas en que no te veía y porqué llegabas sólo por unas cuantas noches, siempre después del anochecer para irte antes del amanecer. Nuestras vidas seguían su curso como lo habían hecho antes. ¿De qué sirve tener un esposo y no tenerlo? Pensé. Cuando empezaste a meterte en la campaña de Patricio Leyva, no te vimos durante meses. A veces el niño y yo regresábamos a la casa de mi padre, donde me sentía menos sola. Sólo por unas noches, decía, y desenrollaba mi petate en mi rincón de antes contra la pared de carrizo de la cocina. Hasta que regrese mi esposo. Pero

unas cuantas noches se convertían en semanas y las semanas en meses, hasta que pasaba más tiempo bajo el techo de palma de mi padre que bajo nuestro techo de tejas. Así es como pasaron las semanas y los meses. Tu elección al consejo del pueblo. Tu labor defendiendo los títulos de las tierras. Luego la repartición de las parcelas cuando tu nombre empezó a sonar por los poblados, por arriba y abajo del río Cuautla. Zapata por aquí y Zapata por allá. No podía ir a ningún lado sin oírlo. Y cada vez una especie de miedo penetraba mi corazón como una nube que se cruzaba ante el sol.


ROLANDO HINOJOSA-SMITH Nació en Mercedes, Texas, en 1929. El origen de su familia paterna proviene del Valle del Río Bravo. Su madre fue anglosajona y bilingüe. Empezó a escribir desde su adolescencia. Estudió literatura mexicana e hispanoamericana, y literatura peninsular del siglo XIX en Texas. Fue decano del College of Arts and Sciences en la Universidad de Texas A & I en KingsVille y enseñó español y literatura. Escribió su primera novela en 1972, Estampas del Valle, galardonada con el premio literario Casa de las Américas, consiguiéndolo otra vez con su serie de novelas The Klail City Death Trip. Entre sus obras destacan por su importancia bilingüe y cultural: Mi querido Rafa, Rites and

Witnesses, Partners in Crime, Claros Varones de Belken County y Becky and her Friends.

―En esto y ib n p r l s cinco, don Pedro Z mudio, cur de Flora, iba cruzando el solar de doña Pachita rumbo a la iglesia cuando escuchó los alaridos de Bruno. Levantando la sotana para que no se le estropeara tanto, se dirigió al pozo y así, en la oscuridad, le preguntó al que estaba en el pozo:


AL POZO CON BRUNO CANO (Fragmento)

¿Y quién lo duda? Ándele, sepúltelo y luego nos echamos un trago. No sé. Ándele. Anímese, don Pedro. Si usted y don Bruno fueron buenos migos. Además, l cos fue de borr cher …

¿Cómo que no lo sepulta? Ya me oyeron. Sí, le oímos, pero usted tiene que sepultarlo. Si no hay más. Allá él; yo no lo sepulto. Que lo sepulte otro… Ustedes. La iglesia no lo sepultará. ¿La iglesia o usted, don Pedro? Yo; la iglesia, lo mismo da.

¿Qué le cuesta? Aquí, Lisandro y yo lo llevamos al cementerio, ¿verdad? ¿Qué tal? ¿Hace? Diga que sí, don Pedro. Mire, don Pedro, ni a la iglesia lo traemos. De que Salinas lo llevamos derechito al camposanto y allí usted nos lo entierra con sus rezos y todo. ¿Pero de seguro que no lo traen a la iglesia?

Qué lo mismo ni qué nada. Es usted ¿qué no? Sí, yo; pero no me veng n

No sé.

decir que no tengo r zón…

Miren que echarme de la madre. Sí, don Pedro, pero si alguien puede perdonar debería ser usted. El cura. Sí, sí, el cura. Pero también soy hombre.

Descuide. Palabra. Bueno, se lo llevan de que Salinas y dentro de cuarto de hora voy al cementerio. ¿Han visto a Jehú? Lo necesito para el responso. Ese debe andar por ahí tirando piedras a los pájaros o haciendo un mandado. Déjelo, don Pedro, yo lo hallo.


Ya saben, ni una palabra. Dentro de un cuarto de hora y l pozo… mir , que ech rle de l m dre todo un sacerdote de la santa madre iglesia. Agradecidos, don Pedro. No se preocupe y gracias ¿eh? Los dos hombres se volvieron al centro del pueblo sin cruzar una palabra entre sí ni con la gente que les saludaba. Llegaron a la cantina de Germán Salinas y anunciaron: Ya se hizo. Hay entierro. Llamen a los Vega: que traigan la carroza más grande. Cuélenle; avísele a todo mundo. Don Bruno Cano, nativo de Cerralvo, Nuevo León y vecino de Flora, Texas, de estado civil viudo y sin progenie ni sucesión, murió, según el médico, de un ataque al corazón. De un infarto que lo rindió tan lacio como títere de cuerda. Los que verdaderamente lo conocían decían que murió de envidia y por andar choteando al prójimo. La noche que murió Cano, él y otro compañero, Melitón Burnias, habían acordado escarbar un lotecito que le pertenecía a doña Panchita Zúarez, sobandera, partera al pasito y remendona fina de jovencitas no muy usadas y todavía en servible estado de merecer. La tía Panchita,

según la gente de Flora, tenía un tesoro escondido en su patio. Esta relación, el nombre dado a los tesoros, estaba escondida desde los tiempos de Escandón, según unos; desde los tiempos del general Santa Ana, según otros; y todavía otros, más cercanos, desde el tiempo de la Revolución… tesoro que fue ocult do por unos nsiosos comerciantes recién emigrados, etc. La cosa es que Bruno Cano y Burnias, entre copa y copa, acordaron en cavar la tierra, como tantos otros, en busca del tesoro mentado. Melitón Burnias juraba que tenía unos rezos infalibles para esos asuntos. Es difícil imaginar dos hombres tan dispares: Cano, gordito, color de rosa, tacaño certificado, comerciante y dueño del m t dero de reces, ―L B rc de Oro‖; en fin, una de las primeras luces de pueblo. Burnias, no; Burnias era algo sordo, flaco, chaparrito, de oficio desconocido y más seco que cagarruta de cabra en agosto. También era pobre y de mala suerte. Cuando Tila, la mayor, se largó con Práxedis Cervera, este volvió con Tila y, juntos, pusieron a Burnias de patitas en la calle. El hombre, dicen, encogió los hombros y se fue a dormir al campo de sandías. Esa misma noche, claro, hubo granizo. Melitón Burnias, sin embargo, no era codicioso y sería por eso, tal vez, que Bruno Cano lo escogió como socio en la búsqueda de la relación.


Estaban los dos tomando en que Salinas cuando les sorprendió las once de la noche. Al sonar el reloj cuco los dos se fueron a recoger los talaches, palas, y otra herramienta para cavar el lotecito de doña Pachita. Serían, a caso, como las tres de la mañana y estaban Bruno Cano, dentro del pozo echando tierra arriba, y el sordo de Burnias afuera, desparramándola lo mejor que podía, cuando se oyó un ¡tonc! Bruno escarbó más y otra vez ¡tonc! luego otro, y otro más. ¿Melitón, Melitón, no oíste? Creo que vamos cerca. ¿Qué si no oí? ¿Qué si no oí qué? Te digo que vamos cerca. Ah, sí, pues entonces, ¿qué rezo yo? ¿Qué? ¿Que qué rezo yo? ¿Cómo que qué resolló? ¿Que resolló algo? ¿Que resolló algo dices? ¿Qué resolló? ¡Ay, Diosito mío!

Diciendo esto. Burnias voló; abandonó la pala y a su socio; empezó a gritar, convencido, tal vez, que un fantasma que resollaba venía por él. Corrió por los patios llevándose cercas, resbalando en charcos, atravesando callejones, despertando perros, y dando saltos como coneja clueca hasta llegar rendido al campo de sandía donde se echó a rezar en voz alta. Bruno Cano, entretanto, se había quedado con el aire en la boca. (¿Qué resolló?)(¿Un fantasma?) Así que cuando pudo se puso a gritar y a llorar: ¡Sáquenme! ¡Sáquenme de aquí! ¡Que me matan! ¡Sáquenmeeeeeeeeee! ¡Con una chingada! ¡Ay, yay yay, Diosito santo! ¡Que me saquen! ¡Ayúdenme! ¡Con una chingada! ¡Ay, yay yay, Diosito mío! ¡Sáquenme! En esto ya iban para las cinco, don Pedro Zamudio, cura de Flora, iba cruzando el solar de doña Pachita rumbo a la iglesia cuando escuchó los alaridos de Bruno. Levantando la sotana para que no se le estropeara tanto, se dirigió al pozo y así, en la oscuridad, le preguntó al que estaba en el pozo: ¿Qué pasa? ¿Qué hace usted allí? ¿Es usted don Pedro? Soy yo, Cano. Sáqueme. ¿Pues que anda Ud. haciendo por esta vecindad?


Sáqueme primero. Más a luego le cuento. ¿Se golpeó cuando se cayó? No me c í… yúdeme. Sí, hijo, sí; ¿pero entonces cómo vino a dar allí? ¿Seguro que no está lastimado? Segurísimo, señor cur , pero sáqueme y perdón.

con un …

¿Qué ibas a decir, hijo? Nada, padrecito, nada; sáqueme. No creo que pueda yo sólo; estás algo gordo. ¿Gordo? ¡Gorda su madre! ¿Mi quéééééééééé? ¡Sáqueme ya con una chingada! ¡Ándele! ¡Pues que lo saque su madre! ¡Chingue la suya! Don Pedro se persignó, se hincó cerca del pozo, y se puso or r quello de ―…recoge este pecador en tu seno‖ cu ndo Bruno C no le mentó l m dre otr vez.

Tan clarita fue la mentada que hasta los pájaros dejaron de trinar. Don Pedro, a su vez, sacó el rosario y empezó con la misa de los muertos; esto puso a Cano color de hormiga y estalló con otro chingue su madre tan redondo y tan sentido como el primero. Estaba para soltar otro cuando don Pedro se levantó extendiendo los brazos en cruz y enton ndo lo de ―tom d este pec dor en tu reg zo.‖ Entonces Bruno C no dejó de h bl r y sólo se oían unos soplidos como fuelles. Se acabó el rezo y don Pedro somó l c bez l pozo y preguntó: ―¿No ve? Con los rezos se allega a la paz. Ya va amaneciendo. Dentro de poco vendrán por usted.‖ Bruno no le puso cuidado. Ni lo oyó siquiera. Bruno Cano había echado el bofe entre uno de los misterios del rosario y una de las madres. Entregando, así, su alma al Señor, al Diablo, o a su madre; a escoger. Como es de suponer, no menos de treinta personas habían observado la escena. Habíanse quedado a una respetable distancia mientras uno rezaba y el otro maldecía. Pero, como quiera que sea, lo sepultaron y en campo sagrado. Para el pesar de don Pedro Zamudio, el entierro estuvo muy concurrido. La cosa duró cerca de siete horas. Hubo doce oradores, cuatro coros, (uno de


varoncitos y uno de chicas, otro de mujeres de la Vela perpetua, y el cuarto de hombres del Sagrado Corazón de Jesús; todos de blanco). Los Vega trajeron el cuerpo de Bruno en la carroza morada con la cortinita gris a fleco. Además de don Pedro, fuimos los doce monaguillos cada uno vestido de casulla negra y blanca bien almidonada. La gente de los otros pueblos del Valle pronto se dio cuenta que algo había en flora y se dejó venir en troque, en rides, en bicicleta y unos de Klail hasta alquilaron un Greyhound que ya venía repleto de gente procedente de Bascom. Aparecieron tres dulceros y empezaron a vender raspas para combatir aquel sol que derretía las calles de chapapote. La concurrencia y yéndose por lo bajo, no eran menos de cuatro mil almas. Unos, de seguro, ni sabían a quién enterraban; los más ni conocieron a Cano; lo que pasa es que a la gente le gustaba la bulla y no pierde ripio para salir de casa. Don Pedro tuvo que aguantarse y rezó no menos de trescientos Padres nuestros entre Aves y Salves. Cuando se puso a llorar (de coraje, de histeria, de hambre, vaya usted a saber) la gente, compadecida rezó por don Pedro. Los oradores repitieron las elegías varias veces y los de la raspa, cada uno, tuvieron que comprar otras tres barras de hielo de cien libras para dar abasto a toda

la gente. En casos ni sirope echaban ya. La gente se comía el hielo con o sin agua. De su parte, los coros pronto disiparon su repertorio; para no desperdiciar la oportunidad, se echaron el Tantum Ergo que no venía al caso y, menos, el ―Ven Buen P stor, Redentor Celesti l‖ que se oía sólo en Pascuas. Por fin los cuatro coros se juntaron y entonces la cosa se puso más fina. A pesar del calorón, el polvo, el empujar y la multitud agolpada y remolinándose, no hubo mayor desorden: un pleito que otro, sí, pero sin navajas. Lo que sí se contó fueron los que cayeron: hubo no menos de treinta y cuatro desmayados y fue, en fin, un entierro como Dios manda. El que no asistió fue melión Burnias. Como decía después, ―Ese dí yo nd b ocup dísimo‖. La gente casi ni le ponía atención.


LUIS J. RODRÍGUEZ Hijo de inmigrantes mexicanos, nació 1954 en El Paso Texas. Poeta, novelista, periodista, crítico y columnista. Comenzó a escribir a muy temprana edad y ha logrado reconocimientos importantesEn 1980, comenzó a asistir a la escuela nocturna en East Los Angeles College, y trabajó como fotógrafo para varias publicaciones de la zona. Actualmente trabaja como un pacificador entre las pandillas a nivel nacional e internacional. Entre sus obras destacadas están: Mi carácter es el

hambre, Poemas en el pavimento, Corazones y manos: la creación de comunidad en tiempos violentos, La vida loca y La República del Este de Los Ángeles. ―Noemí jug b con l p l br chuec , que signific b torcida, doblada. Tal y como las muchachas usaban esa palabra, chueca significaba vidas torcidas, mentes retorcidas y no la vida recta y honesta que se esperaba llev r n l s much ch s.‖


LAS CHICAS CHUECAS (Fragmento) Simplemente desapareció. Así lo platicó Noemí, después de que su hermana fuera botada del coche por el novio mientras éste manejaba por la autopista de Pomona. Noemí iba en el asiento de atrás. Luna y Eddie estaban como de costumbre en medio de una calurosa discusión, ésta es la razón por la que Noemí, quien tenía entonces ocho años de edad, ignoró lo que se estaban diciendo. Mientras que Luna y Eddie se gritaban y se maldecían, Noemí no hacía sino mirar el tráfico en la dirección opuesta en la autopista, imaginando cosas, una fantasía más, entre las muchas que ella tenía, en las que peleaba dando fuertes golpes con su espada y poderosas patadas contra ejércitos de esqueletos y duendes. Noemí dejó de hablar por unos segundos cuando su consejera de la escuela secundaria le pidió detalles de lo que había ocurrido hacía ocho años. Sin mostrar emoción lgun , Noemí sólo dijo: ―simplemente des p reció‖. La señorita Matsuda escuchaba a la muchacha de dieciséis años, quien ahora tenía tan solo un año más que

Luna cuando ésta fue asesinada aquel terrible día. Noemí er un de l s ‗chic s conflictiv s‘ quien l Srt . Matsuda había dado trabajo para que la ayudara en la escuela Secundaria Garfield. Pero al contrario de lo que ocurría con las ruidosas chicas que ella aconsejaba, muchas de ellas metidas en alguna pandilla, Noemí era callada, no pertenecía a ningún grupo, pero también estaba completamente aburrida de la escuela, de sus amigos y de sus consejeros; parecía vivir en otro mundo. A pesar de todo esto, era muy fácil hablar con ella. La Srta. Matsuda pensaba que era fácil estar con ella. ―Pl tíc me más sobre lo que p só,‖ urgió l Matsuda.

Srt .

Noemí fijó la vista en una hilera de libros escolares tumbados en una estantería de metal y, al lado, en un certificado blanco con el nombre de la Srta. Matsuda escrito a mano. Noemí pensó que era llamativo, algo característico de la formalidad de la consejera japonesa– americana. Noemí se volteó hacia una parte del piso inundada de luz, se concentró en sus pensamientos y, lentamente, comenzó a platicar sobre aquel día con Lun ― er l primer vez que h cí eso desde que l Srta. Matsuda había estado aconsejando a la muchacha.


―De ver s que est b n discutiendo, señorit . Yo est b en el asiento de atrás, sin meterme en nada, tarareando una canción en mi cabeza para no escucharlos discutir. Y comencé a pensar que estaba en otro lugar, un lugar de esos donde h y héroes, pele ndo contr monstruos… Ni siquiera sé por qué discutían. Desde que Luna había comenzado a salir con Eddie Varela, siempre había algún pleito entre ellos. Eddie Varela era un gran pendejo. Luna tenía quince años, pero ya había tenido muchos novios. Eddie era más viejo, tal vez tenía dieciocho años. Ni modo, en ese momento se estaban diciendo babosadas, cuando Eddie nomás pasó su brazo por encima de ella, abrió la puerta del carro, y empujó a Luna. Todo ocurrió tan rápido. Luna todavía miraba a Eddie cuando salió volando por la puerta del carro. Yo me quedé helada. Eddie siguió manejando más rápido, actuando como loco. ‗Estúpid , estúpid ,‘ repetía. Parecía haberse olvidado de que yo iba en el carro. Manejó por un rato, luego salió por una rampa, detuvo el carro y echó a correr. Me dejó allí. Yo no sabía qué hacer. No podía ni gritar ni nada. Al rato, algunas personas se acercaron al carro. Luego llegó la policía y una ambulancia. Agarraron a Eddie cuando tr t b de esc p r México‖. Noemí se detuvo. La Srta. Matsuda no estaba segura de qué más preguntar.

―¡Ay qué Lun , er t n lind , t n segur de sí mism !‖ Noemí continuó. ―Y ell est b segur de que lo que sentí er import nte― como el que l escuch r n, como el que hicieran lo que ella quería, aunque nunca culpaba a nadie si las cosas no salían como ella quería. Luna y yo éramos muy amigas. Ella me enseñaba cosas. Éramos tres muchachas, Ud. sabe, Luna, después yo, y luego Olivi . Nosotr s l ll m mos Oli. Usted l conoce ― ell está en primer ño, Olivi Estr d .‖ ―Sí, conozco bien tu herm n Olivi ,‖ respondió l Srt . Matsuda. Olivia era sin duda la más ruidosa y malvada pandillera, con quien la consejera tenía que tratar en Garfield. No era difícil comprenderla, sólo era difícil yud rl .‖ ―No tení mos p pá, Ud. s be ―quiero decir, tení mos papá. Pero no es como la Virgen ni nada parecido. Nunca tuvimos n d que ver con ellos.‖ ―¿Ellos?‖ preguntó la Srta. Matsuda. ―Sí, Lun tení otro p pá, que tod ví nd por hí tr b j ndo en el norte. Nuestro p pá ―el de Oli y el mío― es un tec to del b rrio. Ud. y s be que mi m má er drog dict , ¿verd d?‖


―Sí, lo s bí ―pero creo h ber oído que ell ya no usa drog s.‖ Sí, así es, dejó de usarlas después de que Luna murió. Ha tenido alguna recaída, pero, por lo general, ahora no tom n d , lo que me d mucho gusto.‖ ―He escuch do t mbién que un vez te sep r ron de tu m má,‖ dijo l Srt . M tsud . ―Sí, cl ro, nos sep r ron por un tiempo. Pero cu ndo M ‘ dejó la drogas, ella hizo todo para recuperarnos a Olivia y a mí. Nomás que para entonces yo ya no conocía a Oli t nto. Er t n diferente, est b t n furios … yo no sé, ell no me querí ―ni querí n die.‖ ―Pl tíc me más de tu f mili , de Lun .‖ ―Bueno, Lun er Lun , Ud. s be. L Lun , l loc . Un enloquecida. Se pasaba el tiempo en las calles. Recuerdo que me parecía muy en onda, muy lista, siempre cuid ndo de mí. Cu ndo M ‘ y p pá se drog b n, Lun nos llevaba a algún sitio: al parque, al río de Los Ángeles, a las fiestas a las que ella iba. Ella tenía el doble de años que yo, pero er más mi m má, Ud. S be, M ‘ er de ond grues . Quiero M ‘. No er m l , ni n d por el estilo, sólo que no estaba del todo allí. Yo no sabía que la heroína era mala. Pensaba que era medicina, Ud. sabe.

Ella se calmaba con la heroína. Echaba atrás la cabeza y los párpados le temblaban, luego se le iba hacia adelante la cabeza, como si no lo controlase. Ahora ya sé mejor. Mi p pá, nunc pl tico con él. M ‘ se libró de él p r poder dejar las drogas. Una vez lo vi en un callejón de la Avenida Fetterly, con otro tipo, inyectándose algo. Él no me vio, así que me fui por otro lado. No volví a pasar nunca más por allí. Nomás no hay razón para tratar con él.‖ ―¿M ‘? ¿Por qué l Matsuda.

ll m s M ‘?‖ Preguntó l

Srt .

―No sé, simplemente sí l ll m mos. Yo creo que Oli, de niñ le decí sí, y tod s empez mos ll m rl sí.‖ ―V y h s tenido un vid git d , Noemí,‖ dijo l Srta. M tsud , con un deje de tristez en l voz.‖ ―Pues no sé,‖ dijo Noemí. ―Es Oli, quiero decir Olivi , ell es por l que h y que preocup rse.‖ ¿Puede alguien amar a un nombre? Graciela. Sonaba tan bien, era tan dulce a la lengua. Un nombre para ser cantado, paladeado. Un nombre con grandes ojos cafés. Olivia amaba ese nombre y a la muchacha, Graciela ―delg d y con estilo, con un cuerpo hecho por un manos hábiles, y una piel cremosa y suave. Graciela era


m yor que Olivi ―tení dieciocho ños, y h bí salido de la escuela, y ahora trabajaba. Pero la primera vez que Olivia la vio en la hamburguesería del Boulevard, con las otras muchachas de Las Chicas Chuecas, cayó en un trance. Aunque Olivia tenía catorce años y estaba bien formada, con pechos grandes y muslos hermosos, parecía como si un hilo invisible, desde la frente o el ombligo de Graciela, jalara de ella, manteniéndola a la distancia adecuada, donde la tensión era mayor, donde ella más se sentía inflamada por el deseo. Graciela miró a Olivia, que a veces se sentía tan fea que quería estrangular a alguien, pero Graciela le sonrió, ―Oye, ¿cómo te ll m s, chul ?‖ Olivi est b perdid . Le había hablado un poema con piernas. Todos los detalles del mundo se veían ahora mejor. El nombre se le había grabado en su cerebro como una canción. Graciela, Graciela. Olivia no quiso decir que la llamaban Oli. Así que, por primera vez desde que era una niña pequeña, respondió, ―Olivi , me ll mo Olivi .‖ ―Bueno,‖ sonrió Gr ciel . ―S lg mos junt s, ¿te p rece bien? O-li-vi ,‖ pronunci ndo el nombre como Olivi lo había dicho, parecía como si la bautizaran otra vez de nuevo. Olivia. Graciela. Después de eso ya no eran tan solo nombres.

Hombre, vas a ir o qué, Noemí. ―Simón, nomás tení que g rr r mi s co.‖ Olivia iba al lado del chofer en el Chevrolet de Luxe, 1950, que pertenecía a Mario, hermano de Graciela y lowrider. Salían a pasear con estilo. Era una fiesta mixta, y Graciela, siempre creativa, pensó que sería bueno si las chuecas llegaran también en la bomba. Cinco muchachas se metieron en el pequeño c rro ―Gr ciel m nej b , Oli iba sentada a su lado. En el asiento de atrás, iban La Loca, Cuca y Seria. Al acercarse Noemí al carro vio el dilema. ―Hombre, ustedes le d n m l f m dijo Noemí. ―¿Cómo voy c ber hí?‖

los mexic nos,‖

―No se s chillon . Siént te en mis piern s,‖ ordenó Oli. ―Somos c rn l s, n die v decir n d .‖ El cuerpazo de Oli ocupaba casi todo el asiento en el lado del pasajero. Noemí era pequeñita comparada con su hermana menor, así que empujó la puerta con la espalda y se apretujó para entrar. Por un momento pensó en Luna cuando cayó del carro a la calle. ―Y sé hor por qué no me gust loc s como Uds.,‖ dijo Noemí.

junt rme con un s


―Te v gust r, no te preocupes,‖ respondió Gr ciel . ―Después querrás ser un de nosotr s.‖ ―Y estoy b st nte chuec quí,‖ replicó Noemí, h ciendo que las otras se echaran a reír. Noemí jugaba con la palabra chueca, que significaba torcida o doblada. Tal y como las muchachas usaban esa palabra, chueca significaba vidas torcidas, mentes retorcidas, y no la vida recta y honesta que se esperaba llevaran las muchachas. No estas muchachas― cuyos padres borrachos abusaban de ellas, humilladas por sus despreciativas madres, golpeadas por sus hermanos furiosos. Se sentían más duras que la mayor parte de las muchachas, sabían que eran sobrevivientes, que recibían las peores golpizas, asaltos sexuales, insultos, y que todavía podían aguantar l s lágrim s y decir, ―tú no me h s c mbi do.‖ Tenían el corazón doblado, pero no quebrado. La Loca, con las letras L-C-C tatuadas en su barbilla, y tres lunares también tatuados en forma de triángulo bajo su ojo izquierdo, lo que significaba La Vida Loca, empezó a mostrar las fotos de su novio, conocido como Chemo. Éste estaba en la prisión para jóvenes en Ventura. En una foto se veía a Chemo con la cabeza rapada sentado en la sala de su casa, con postura de cholo, al estilo de los pingüinos, y con unos pantalones supergrandes bien

planchados. Con los dedos formaba las iniciales LV, que signific b Lil‘ V lley, o V lle Pequeño. L Loc h bí usado un alfiler para marcar alrededor de la foto, con símbolos cholos, l s p l br s ―L Loc y Chemo juntos para siempre. Bajo esto había unas estilizadas ele, ce, ce, iniciales de Las Chicas Chuecas, la pandilla de muchachas del barrio. Ellas salían con muchachos de otros barrios, incluso con vatos que eran enemigos conocidos. Era peligroso lo que éstas hacían, considerando cuántas otras muchachas del barrio les echaban miradas de odio, pero Las Chicas Chuecas tenían vidas torcidas, con mentes retorcidas. Y eran feroces guerreras, y Oli sin duda era la mejor del grupo. La fiesta iba a ser en Highland Park, en la avenida 47. Las Avenidas, nombre de una grande y antigua pandilla, controlaban esas calles. Aunque la mayor parte de las chuecas vivían en áreas no incorporadas en el Este de Los Ángeles, nunca tenían miedo de colarse en una fiesta en otra vecindad; Noemí, a pesar de todo, estaba intranquila. Sabía que estaban lejos de casa, lejos de cualquier ayuda, lejos de cualquiera que le importara un carajo si algo les ocurría a ellas.


Graciela estacionó el de Luxe en un lugar estrecho cercano a la casa de la fiesta. Puso la mano bajo el tablero para apagar el interruptor que desconectaba el motor, y así ponérselo más difícil a los ladrones de carros. Lo último que quería era que Mario la regañara por haber dejado el carro sin seguro. Las chicas salieron por los dos lados del carro. Noemí miró a su alrededor. La vecindad estaba callada, excepto por los perros que ladraban, y los ruidos mezclados con música que salían de la fiesta. Vio algunas personas paradas en el camino al garaje y en el porche de la casa. Por favor, Diosito, que no haya problemas, pensó ella. Luego la miró a Olivia, quien había puesto el brazo en la espalda de Graciela, y que la retuvo un momento antes de dejarla seguir. Olivia asumió la personalidad de la temida Oli que tan bien conocían. ―¡Aquí p r mos ―L s Chic s Chuec s― y qué!‖ gritó Oli, mientras caminaba delante de las otras hacia la casa. Graciela sacudió la cabeza, y con cierta elegancia, ya ensayada, redujo su paso detrás de Oli, jalándose la falda de cuero sobre l s c der s. Noemí l miró y pensó, ―no me gustan las mujeres, pero puedo ver por qué ésta le gust Oli.‖

Cuando las chicas entraron, los demás se apartaron de su camino. Algunos se reunieron en los rincones del cuarto alrededor de los sofás y asientos. Algunas de las otras muchachas en la fiesta miraron a Las Chuecas con una mirada de Me-importa-todo-un-carajo. Pero algunos de los chicos se fijaron en Graciela y en las otras, y empezaron a alegrarse, sonrientes, cumplidores y pavoneándose como guajolote, como los chicos hacen cuando hay cerca chicas nuevas. Algunas parejas ya estaban bailando; unas cuantas chicas miraron por encima del hombro y agitaron las nalgas. Graciela se metió de inmediato en la fiesta, bailando con todos y con ninguno. Oli se paró, miró a Graciela, cuyos seductores movimientos aumentaban con el ritmo de la música, haciendo que todos, chicos y chicas, se agruparan a su alrededor. A Oli le gustaba ver bailar a Graciela, pero no que todos tuvieran ese privilegio. Oli se volteó, fue donde estaban las cervezas y trató de actuar como si nada le importara. Pero Noemí, siempre cuidadosa, era la que tenía mayor sensibilidad, sabía que Oli se preparaba para alguna acción violenta. Noemí conocía a su hermana. Sabía de sus furias. Y esto asustaba a Noemí más que ninguna otra cosa.


La noche se iba. Como de costumbre, la marihuana y la heroína empezaron a circular. Whisky, tequila y botellas de cerveza se amontonaban encima de sillas, manteles y escaleras. Graciela había tomado varios vasos de licor. H bí empez do b il r rdoros mente ―se p s b l s manos sobre los pechos, la cintura y las caderas. Oli estaba afuera bebiendo con La Loca, Cuca y Seria. Una vez Oli miró y por una ventana vio a Graciela jalando de su falda hasta mostrar los muslos. Algunos muchachos sonreían y gritaban animándola. ―¡Mierd !‖ dijo Oli, briéndose p so empujones p r entrar a la casa. Noemí estaba en el segundo piso de la casa cuando escuchó voces familiares más fuertes que las del resto de la fiesta. Corrió abajo y vio que Oli agarraba a Graciela del brazo. ―Qué te p s , chic ,‖ dijo Gr ciel incomprensiblemente, sus ojos apenas abiertos.

c si

―¡Nos v mos de quí, y !‖ gritó Oli. ―¡No, ching do! Estoy b il ndo, és .‖ ―Estás fuer de control otr vez,‖ dijo Oli. Entonces los demás empez ron ―Tóm lo con c lm , hombre.‖

grit r, ―que b ile,‖ y

Pero Oli no escuchaba. ―Mir chic , eres un principi nte comp r d conmigo,‖ dijo Gr ciel . ―No me import si puedes m dre r cualquiera aquí, yo vine a bailar, y estoy b il ndo.‖ Oli se volteó y dio fuerte con la mano en la mejilla de Graciela; ésta cayó hacia atrás y dio en el piso, resbalando varios metros. Noemí corrió hacia Graciela que sangraba y se quejaba, la espalda ahora apoyada en una pared. Algunas muchachas se echaron encima de Oli, que se volteó y dio justo en la cara a otra chica, rompiéndole la nariz. Para entonces, La Loca y las otras chuecas se habían metido ya en la pelea. ―Ór le… l s rrruc s se están d ndo en l m dre,‖ gritó alguien medio borracho. Noemí ayudó a Graciela y se la llevó a un excusado. Graciela estaba mareada y sangraba de la boca, se metió un dedo en ella y sacó un diente ensangrentado. Las lágrimas le corrían por las mejillas. Noemí cuidadosamente le limpió la sangre con una toalla humedecida en agua caliente del lavabo. ―Yo quiero tu herm n ,‖ tr tó de decir Gr ciel . ―Pero tengo cuatro años más que ella; y ella no me va a decir qué h cer.‖


―Y lo sé. Oli t mbién te quiere,‖ le seguró Noemí.‖ ―Pero y s bes cómo es. Y s bes que se pone loca. Por tu bien, creo que necesit s no verl por un tiempo.‖ Graciela parecía perdida, había perdido el ánimo. Aunque era la mayor y la sofisticada de las chicas, en ese momento parecía una niña. Noemí pensó que Graciela no había madurado del todo todavía. Cuando Noemí y Graciela salieron del excusado, el caos reinaba en la casa. Oli había tirado a una chica al suelo y le golpeaba en la cara, mientras las otras chuecas jalaban y arañaban a las demás. Unos minutos después algunos chicos mayores comenzaron a aparecer, eran los ―veter nos‖ de L s Avenid s. Empez ron sep r r los que peleaban. ―Ching d , s lg n fuer sacando una pistola 38.

pele r,‖ dijo uno de ellos

Oli saltó, mirando fijamente a esos tipos. Ellos no se echaron atrás, pero dejaron de avanzar. Oli no decía nada, nomás fue hacia la puerta de la casa, mirando a todos según andaba; antes de salir dio una patada a una mesa y la tiró al piso con todas las botellas de cerveza que había encima.

Noemí empujó también fuera de la casa a Graciela. Las otras chuecas comenzaron a salir, una a una. Nadie se movía, excepto los que ayudaban a las chicas heridas. El tipo con la pistola la mantuvo en las manos mientras miraba salir a las chicas. Cuca iba a manejar, mientras Graciela, Oli y las otras se amontonaban en el asiento de atrás. Noemí, se sentó sola al lado de la conductora. ―¿Cómo se rr nc esto?‖ preguntó Cuc , preocup d por si los de la fiesta salían detrás a perseguirlas y dañaban el carro antes de que se pudieran ir. ―H y un interruptor al lado de la columna del volante, lo encontr rás fácilmente. Nomás jál lo,‖ pudo decir Graciela, salpicando sangre en el respaldo del asiento delantero. Cuca jaló el interruptor y dio la vuelta a la llave del motor que arrancó enseguida. Mientras arrancaban nadie dijo nada. Al poco tiempo Oli sostuvo con sus manos la cara de Graciela. Esta se puso a llorar y Oli la besó suevamente en la mejilla y alrededor de sus labios. Noemí miraba por la ventanilla, como había hecho antes, imaginando que tenía un duelo con una banda de hombres – reptiles jorobados. Cortaba cabezas, brazos, y atravesaba corazones.


―¡Ajú !‖ gritó l Loc . ―L s Chic s Chuec s rif mos.‖ El edificio frontal de la escuela secundaria James A. Garfield tenía tres pisos y era de color beige; estaba separado de la calle por una tira de césped. Un mosaico multicolor adornaba uno de sus lados. Una imagen en piedra del dios sol azteca miraba airadamente encima de otro mosaico. Una cerca de malla metálica rodeaba la escuela como si fuera una prisión. Padres voluntarios, con camisas especialmente marcadas vigilaban con intercomunicadores los pasillos de la escuela. Los oficiales del sheriff tenían uno de sus coches patrulla estacionado al final de la cuadra. Todos los días de clase Noemí atravesaba junto a otros estudiantes las cuatro puertas metálicas e la Calle Sexta. Lo primero que notaba era la mascota de la escuela, un perro bulldog, cuya imagen adornaba una pared. Ésta era l únic muestr de ― rte ofici l‖ que permití l dirección de la escuela, tratando así de controlar el graffiti que durante muchos años había cubierto las paredes de los baños. Durante el día, Noemí iba rápidamente de un aula a otra entre las cortas clases, en las que apenas se aprendía nada. Algunas de sus clases tenían lug r en bung lows tempor les en l p rte tr ser de l escuel . Los bung lows fueron construidos p r solucion r el

problem del exceso de estudi ntes en G rfield que tenía más de cinco mil estudiantes y era una de las escuelas secundarias más grandes en el país. Y eso era en los mejores días de escuela. En la década de los 70 Garfield tuvo la distinción de ser tan académicamente débil que hasta perdió la acreditación. Era una escuela en la que grandes números de estudi ntes ―por un tiempo, h st dos tercios de ellos―h bí n b ndon do sus estudios, o er n expulsados. Las pandillas paseaban por todas partes de la escuela como ejércitos que patrullaban sus fronteras. Luego, a principios de los 80, Garfield logró cierta respetabilidad. Una película, Stand and Deliver, que presentaba el trabajo de Jaime Escalante, un profesor de matemáticas, y quien con la ayuda de los otros profesores, los padres, la administración de la escuela , y los estudiantes, hizo que la escuela se convirtiera en un ejemplo de cómo una entidad pública podía hacerse funcionar bien otra vez. Garfield tenía ahora estudiantes que iban a Harvard y a Yale. A pesar de esto demasiados estudiantes no llegaban a nada. La comunidad alrededor de Garfield consistía principalmente de familias pobres que vivían en casas de estuco o en edificios de apartamentos con varios pisos.


Garfield también atraía a estudiantes de barrios pobres como Maravilla, que incluía viviendas subvencionadas de las colinas de La Gerathy Loma de City Terrace. Dos cuadras más al sur estaba el Boulevard de Whittier ―donde ntes los p ndilleros se p se b n con sus c rros por todas partes, hasta que los hombres del sheriff obligaron a cerrarlo en 1979 arrestando a 538 personas y dando varias golpizas. En vez de ser un oasis en el desierto, Garfield era un atasco en un cruce de la autopista en las horas pico. Dentro de la escuela, los profesores, los padres y los administradores urgían a los estudiantes remolones para que fuer n sus cl ses. H bí un polític de ―no toler nci .‖ Y unque los adultos gritaban a los estudiantes, no se suponía que éstos podían responder igualmente. Cuando era estudiante de primer año, Noemí se acordaba de un provocativo chiste que había causado mucho ruido. Mostraba a varios estudiantes subiendo por la cerca. Uno de ellos decí , ―De verd d nos l ponen difícil p r entr r quí.‖ Ese mismo año, el Presidente Clinton y su mujer, Hillary, fueron visit r G rfield ―l primer vez que un presidente de los EE.UU. había hecho algo así. Noemí

ahora se acordaba que unos días antes de esa visita, el personal de la administración con sus comunicadores, fueron substituidos por agentes del Servicio Secreto con sus aparatos de escucha. Mientras el Presidente hablaba, la directora de la escuela decía a todos lo impresionada que estaba con el silencio y la paz entre los estudiantes. Pero Noemí s bí por qué ―todos los estudi ntes podí n ver a los francotiradores que les apuntaban desde los tejados y los pisos altos de los edificios vecinos.


NOVELA Rudolfo Anaya Ana Castillo Kathleen Alcalá Elva Treviño


RUDOLFO ANAYA Nació en Pastura, Nuevo México en 1937. Reconocido como el fundador de la literatura moderna chicana. Su obra está llena de referencias a la tierra y al paisaje; a la herencia mexicoamericana, la tradición del folclor y la transmisión oral en español; así como a la perspectiva mítica. Obtuvo su maestría en inglés en la Universidad de Nuevo México y ahí mismo enseñó escritura creativa y algunos cursos de literatura chicana. También fue profesor y consejero en la Universidad de Albuquerque. Su trilogía de novelas más reconocidas es: Bless Me,

Última; Heart of Aztlan y Tortuga. ―P r Últim , un l s pl nt s tení n lm , y ntes de escarbar con la pala, me pedía que le hablara a la planta y le dijera por qué era necesario arrancarla de su hogar en l tierr . ―Tú creces bien quí en el rroyo junto l humedad del río, pero te alzamos para hacer una buena medicina…‖


BLESS ME, ÚLTIMA (Fragmento) DURANTE LOS ÚLTIMOS DÍAS DE VERANO HAY UN TIEMPO EN que lo maduro del otoño llena el aire. El tiempo transcurre callado y suave y lo vivía con toda el alma, extrañamente consciente de un nuevo mundo que se abría y tomaba forma sólo para mí. En las mañanas, antes de que hiciera mucho calor, Última y yo caminábamos por las lomas del llano, recogiendo las hierbas silvestres y raíces que usaba para sus medicinas. Vagamos por los campos e íbamos de arriba abajo por el río. Yo cargaba una pequeña pala para escarbar, y ella una bolsa para guardar nuestra mágica cosecha. ―¡Ay!―grit b Últim cu ndo descubrí lgun pl nt o r íz que necesit b ―, cuánt suerte tenemos hoy p r encontrar la hierba del manso. Entonces me guiaba hasta a la planta que sus ojos de lechuza habían descubierto y me pedía que observara dónde crecí l pl nt y cómo er n sus hoj s. ―Ahor tóc l ― me decí -. Sus hojas son muy lisas y el color es verde muy claro.

Para Última, aun las plantas tenían alma, y antes de escarbar con la pala, me pedía que le hablara a la planta y le dijera por qué era necesario arrancarla de su hogar en l tierr . ―Tú creces bien quí en el rroyo junto l humedad del río, pero te alzamos para hacer una buena medicin ‖ ―enton b su vemente Últim , y yo repetí sus palabras tras ella. Luego escarbaba para sacar la planta con cuidado para no tocar sus raíces con la pala y para no dañarlas. De todas las plantas que juntábamos, ninguna ofrecía tanta magia como la hierba del manso. Curaba quemaduras, ámpulas, problemas estomacales, cólicos de recién nacido, disentería con sangre y hasta reumatismo. Yo conocía esta planta de tiempo atrás, porque mi madre que indudablemente no era una curandera, la usaba con frecuencia. Las suaves manos de Última levantaban cuidadosamente la planta y entonces la examinaba. Tomaba una pizca y probaba su calidad. Luego la metía en una pequeña bolsa negra que traía colgando del cinturón. Me había dicho que el contenido seco de la bolsita era de una pizca de cada planta que ella había recogido desde que empezó su entrenamiento como curandera muchos años atrás. ―H ce mucho tiempo ―se sonreí ―, mucho ntes de que tú fueras un sueño, mucho antes del que el tren llegara a Las Pasturas, antes de que los Luna llegaran al


valle, antes de que el gran Coronado construyera el puente… ―entonces su voz se ib por un sendero y mis pensamientos se perdían en el laberinto de un tiempo y una historia que no conocía. Si en nuestra vagancia encontrábamos algo de orégano, recogíamos bastante no sólo porque curaba tos y fiebre, sino porque mi madre lo usaba como especia para sazonar los frijoles y la carne. También teníamos la suerte de encontrar algo de oshá , planta que crece mejor en las montañas y, como la hierba del manso, lo cura todo. Cura la tos y los resfriados, las cortadas y los raspones, el reumatismo y los problemas estomacales. Mi padre dijo alguna vez que los pastores de ovejas la usaban para mantener alejadas a las serpientes venenosas de los rollos de cobertores para dormir. Sólo había que espolvorear las frazadas con polvo de oshá. Con una mezcla de osha Última había lavado mi cara, mis brazos y pies, la noche que mataron a Lupito. En las lomas, Última era feliz. Había una nobleza en su andar que le otorgaba gracia a su figura tan pequeña. La observaba cuidadosamente y le imitaba el caminar, entonces sentía que ya no me perdería en el enorme paisaje del llano y del cielo. Yo era una parte muy importante en la palpitante vida del llano y del río.

―¡Mira! Qué suerte tenemos, hay tunas –gritó Última alegremente y apuntó a las tunas maduras y rojas del nop l―. Ven y recoge algunas para comerlas en la sombr del río― corrí l c ctus y reuní un p l de suculentas tunas llenas de semillas. Luego nos sentamos bajo la sombra de los álamos del río y pelamos las tunas con cuidado, porque aun en la piel tienen partes con pelusa que irritan los dedos y la lengua. Comimos y nos refrescábamos. El río estaba silencioso y austero. La presencia nos estaba observando. Me preguntaba por el alma de Lupito. ―Y v ser tiempo de ir los r nchos de mis tíos en El Puerto para recoger la cosech ― dije. ―¡Ay! ― sintió Últim y miró h ci el sur. ¿Conoces a mis tíos, los Luna? –pregunté. ―Por supuesto, much cho ―contestó―. Tu buelo y yo somos viejos amigos. Conozco a sus hijos. Viví en El Puerto h ce muchos ños…. ―Últim ―pregunté―, ¿por qué son tan extraños y callados? Y, ¿por qué es tan gritona y salvaje la gente de mi padre?


Ell contestó: ―Es l s ngre de los Lun lo que h ce que sean callados, porque sólo un hombre callado puede aprender los secretos de la tierra que son necesarios para sembr r… Son c ll dos como l lun … y l s ngre de los Mares es salvaje como el mar, de donde toman su nombre, y los espacios del llano que han convertido en su hogar. Esperé y luego dije: hemos venido a vivir cerca del río y, sin embargo, junto al llano. Yo amo los dos pero no pertenezco ninguno. Me pregunto cuál vid elegiré… ―Ay, hijito ―se rió―, no te mortifiques con esos pensamientos. Tienes el tiempo suficiente para encontr rte ti mismo… ―Pero estoy creciendo ―dije―, c d dí soy m yor… ―Cierto ―contestó su vemente. Comprendí que cu ndo yo creciera tendría que elegir entre ser el sacerdote de mi madre o ser el hijo de mi padre.


DESNUDA MI CORAZÓN COMO UNA CEBOLLA (Fragmento) ANA CASTILLO La función del Olé Olé empieza tarde. Tengo que tomar el avión a Long Beach la semana que viene, le digo a Vicky bajando la voz, para empezar a grabar el CD nuevo. En verdad necesito descansar todo lo que pueda, no andar de parranda como ahora, añado mientras me retoco los labios. En el camino me he sentido convertida en la diva más grande que conozco (salvo Vicky por supuesto, con su traje de casimir y su bolso de Gucci), al grado de que ni yo misma me soporto. Pero Vicky me dice todo el tiempo: ¡Déjate ir comadre! ¡Disfruta lo que has ganado!

―Un vez me en moré. Cu ndo te en mor s no h y ninguna metáfora que sea suficiente por sí sola. Toda metáfora parece apenas rozar el cliché. El deseo te marea. Sí, mareo, vértigo virtual. ¡Qué alguien me sujete! No es tan grave, no hay que llamar una ambulancia…‖

Me encuentro un poco nerviosa porque sé que es posible encontrarme a Manolo esta noche. No hay tantos lugares a los que un gitano pueda ir a pavonearse en esta ciudad. Ahora estoy lista para él, pienso. Pero cuando por fin lo vea todavía no puedo creer que sea él de verdad. Está en el bar, bebiéndose de prisa un café exprés. Se frota las manos y mira alrededor. Sé que es Manolo pero todavía me parece difícil aceptar que ha vuelto. No es remoto que haya pensado que soy demasiado rica y famosa para él. Era un hombre de mucho orgullo calorro.


No quería buscarme si pensaba que yo nada más lo iba a echar a la calle de una patada como a un perro. Manolo está a punto de subir a escena. La animadora lo anuncia por el micrófono. Alzo la carta del menú esperando que no me vea. Todavía no quiero que me vea. Quiero que baile como bailaba antes y simplemente ver y disfrutarlo. ¡Ahí está Manolo!, dice Vicky. ¡Ya lo sé!, le susurro. Está mirando hacia aquí, ¿sabías? No, le digo y bajo la carta con ademanes que quieren ser espontáneos aunque en cambio parezca un poco perdida, como según él me veía la primera vez que puso sus ojos en mí y se enamoró. Sólo que ahora no estoy nada perdida. Y no es gracias a él. Espera un momento, dice Vicky. Quiero que se calle la boc , me está poniendo nervios ¿Es…? ¡No… no puede ser…! ¿Es Agustín el que está con él? ¡Oh, Dios mío! ¡Es AGUSTÍN!, grita mi mejor a miga, a quien de aquí en adelante debería llamar la mujeruca que delató mi apariencia indiferente. Todos nos miran. Me reconocen unos cuantos clientes. La animadora me ve. ¡Oh!, exclama. ¡Ésa es Carmen la Coja! ¡Luces, por favor! ¡Un aplauso! ¡Nuestra cantante maravillosa de aquí de Chic go… que t mbién fue un gr n b il rin ! ¡C rmen! ¡Carmen, ponte de pie para que te vean todos!

Te voy a matar, le digo apretando los dientes a Vicky, que sonríe y mira a todo el mundo como si el aplauso fuera para ella. No me matarás, replica sonriendo y se pone a aplaudir también y cuando se nos acerca Agustín le tiende los brazos. ¡Oh Agustín, cuanto tiempo, viejo! ¡No me ll mes ―viejo‖ por f vor!, dice Agustín. ¡Ya me siento lo bastante viejo entre tantos jóvenes! ¡Pero tú, Victoria, tan guapa como siempre, tú nunca cambias! Dime: ¿sigues en el b nco…? ¡No! ¡No, querido!, dice Vicky y Agustín sigue sin mirar hacia mí. Estoy abriendo mi propia empresa financiera. Cuando necesites un préstamo, ¡por favor acuérdate de mí! Por eso Vicky es mi mejor amiga. Es mucho más malvada de lo que yo jamás podría ser aun en mis sueños, aunque tiene que esforzarse más. Agustín hace un último intento de devolver el golpe, pero no le va a salir. Dice: ¿Qué? Querid , no me dig s que no te h s c s do tod ví … ¡qué pena! No Agustín…Victori se sonríe y me guiñ un ojo y es obvio que disfruta jugar con Agustín. Toma un sorbo de vino. Me estoy guardando para Carmen. Sucede que yo pienso que ella lo vale, ¿tú no? Y mi amiga me señala con la mano como si nos estuviera presentando. ¡Ah!, dice


Agustín y por primera vez reconoce mi presencia. Tiene el pelo más ralo de lo que recuerdo, y también está más delgado. Va bien afeitado, como siempre que hace el papel de hombre de mundo. Mi viejo amante de toda la vida se inclina y me da un beso, no en la mejilla sino en la boca. Es curioso que se me haya olvidado eso, el modo de besar de Agustín y la razón por la cual yo lo había besado durante diecisiete años. Me dijo algo al oído mientras la música empezaba a sonar, y no supe qué fue pero parecía: Te veré luego. Le sonreí y él sonrió y Vicky sonrió, los tres dándonos cuenta de que todos los ojos estaban puestos sobre nosotros, y entonces Agustín subió al escenario a tocar para Manolo. Creo que pedí tres tequilas durante la función, pero tal vez me equivoco. Vicky dijo que no llevaba la cuenta, sólo que estaba segura de llevarme uno de ventaja y que era hora de irnos a casa. Ver bailar a Manolo después de tantos años, al compás de la feroz guitarra de Agustín, fue algo que me llegó a la médula. Manolo bailó mejor que nunca y la música de Agustín era más exquisita de lo que yo recordaba. ¡Qué pareja!, suspiré, porque aunque los odiara un poco, los amaba también por su talento y por cada momento que había pasado con ellos a solas y todos juntos, en escena y fuera de ella. De pronto, cuando por última vez esa noche dejé el vaso sobre la mesa. Manolo me agarró la mano.

Ni siquiera me había dado cuenta que su actuación había terminado. Había otros bailaores en el escenario y Agustín seguía tocando. Ven conmigo, dijo Manolo. Me levanté y me dejé llevar por él a una oficina en la parte de atrás al otro lado de la cocina. Había vestidos y maquillaje por todas partes. Ropa en perchas o tirada por el suelo. ¿Qué te pasa?, le pregunté a Manolo, como si necesitara preguntarle después de que cerró la puerta y se puso a escrutar mi cara como si no lo creyera. Sí, de verdad soy yo, dije sarcásticamente justo antes de que Manolo me besara por primera vez en cinco largos años. ¿Eres tú?, murmuró quitándose el chaleco, alzándome la falda. Manolo: ¿Eres tú?, me pregunté yo sin atreverme a decir nada, y entonces, Manolío mío se puso de rodillas y temblando un poco oigo que susurr , sí, eres tú… ¿quién si no…? (…) Después de hacer el amor con Manolo con tanta velocidad como si fuéramos un par de cohetes para salir rápidamente de la oficina del Olé Olé, no esperé que me llamara ni que me buscara. No lo había hecho al volver a Chicago, al parecer unos meses antes de que lo viera en la calle con mi hermano Abel. No lo había hecho después de verme aparecer como si fuera una aparición una


noche en el umbral de su recámara. A pesar de eso nos fundimos uno en el otro como si fuera lo más natural mientras me llevaba de la mano pasando junto a los cocineros mexicanos y los afanadores guatemaltecos y las meseras gachí-gringas al pequeño camerino improvisado. Nos besamos y nos abrazamos como dos soldados que han vuelto del frente de batalla, nos recompusimos y de nuevo partimos por caminos diferentes. Tampoco esperaba que se presentara a mi puerta como Agustín. Qué absurdo, pensé. Son muchos años. He recorrido sola un infierno tras otro, y apenas empiezo a salir adelante aparecen Agustín y Manolo como si sólo se hubieran ido por un día. Ni siquiera un día, sólo a comprar una cajetilla de cigarros y algo para beber, y me miraran al regresar sin entender mi sorpresa. Sigo enojada aun con Manolo. Pero la noche que aparece por segunda vez Agustín, otra vez sin que nadie lo haya invitado, lo dejo pasar. ¿Qué tienes en la mano?, le pregunto. Trae la mano de rasgar la guitarra completamente envuelta en vendajes. No importa, dice. Un pequeño accidente. Saca sus cigarros y extrae uno con dificultad. No fumes aquí, le digo. Ah, es mejor así, dice, y arroja a un lado la cajetilla. Hablamos de mi nueva vida como cantante, los

conciertos que doy con Homero, mis planes, y entonces mira alrededor y dice: me odias pero te echo la culpa, Carmen. No te odio, le digo. Es verdad que no lo odio. Tal vez sólo un poco. Con cada beso que me roba lo voy odiando menos. Hablamos mucho, diciendo: ¿Te acuerdas de quell vez…? Y me h ce reír y sonreír y s cudir l cabeza por lo escandalosos que éramos antes, e incluso, tal como lo cuenta, la vez que insistió en pasar la noche conmigo para pescar a Manolo tiene algo de gracia. De pronto dice: ¡Tiene gr ci …! ¿Qué?, pregunto. Esto, dice, alzando la mano vendada. Esto es lo que tiene gracia. No entiendo, le digo. Todavía no me ha contado lo de su accidente. ¿Tu accidente tiene gracia?, le pregunto. ¡ja!, exclama,¡ Menudo accidente! Se levanta, va a recoger la cajetilla de cigarros, me mira y se detiene. Manolo por fin se ha vengado de mí, dice. ¿Manolo te ha hecho eso?, le pregunto. En un juego de naipes, dice. Me acusó de hacer trampa ¡y me hizo esto! Agustín no me dice exactamente qué le ha pasado en la mano, pero puedo adivinar. Adivinar y decir para mis adentros: Ya basta. No son un par de chiquillos. ¡O tal vez sí! Si van a matarse por un juego de naipes, ¿por qué mejor no se regresan allá de donde


vinieron? Déjenme en paz. Ambos. Le diré lo mismo a Manolo. ¡Si acaso lo vuelvo a ver! Tranquilízate, tranquilízate, dice Agustín y me agarra. Te quiero como siempre y también él te quiere. La otra noche lo reté a un juego de naipes. Pensé que ya iba siendo hora de ver quién juega mejor. Me acusó de hacer trampa y cuando iba a recoger lo que había ganado me cl vó su cuchillo en l m no… ¿Qué le hizo qué?, le pregunto. Agustín me sonríe. Bueno, creo que es bastante obvio. Pero a ti ¿Por qué te afecta tanto? No eres tú la que se ha quedado sin funcionar. Quién sabe cuándo podré volver a tocar la guitarra, si acaso vuelvo. ¡Ya no bailo mucho, tal vez te pida a ti que me des lecciones de c nto…! Me enfurece que Manolo sea en verdad un matón tahúr diente de oro. Cuando al fin puedo hablar, no estoy hablando sino que voy gritando por toda la casa: ¡Ay, madre mía! ¡Cómo es posible que haya pasado tantos años añorando a ese criminal bueno para nada! Okey, acepto que es muy bueno para el baile y también un gran amante, perdón, Agustín, pero, ¡mira nada más! ¡He ahí la prueba! Apunto a la mano de Agustín, me sirvo un brandy, me lo trago, me limpio los labios y sigo con mis

jeremiadas hablando para mí pero también para Agustín. Cálmate, cálmate me repite por fin. Él mismo parece estar calmado a un grado asombroso para ser un hombre que acaba de perder su capacidad para ganarse la vida (al menos por medios legítimos, por ahora). ¿Y ahora qué?, le pregunto a Agustín. ¿Vas a tratar de vengarte de Manolo por lo que te ha hecho en la mano? Agustín se ríe. ¿Por qué voy a hacerlo? Vuelve a reír. ¡Después de todo sí hice trampa!

CUATRO: SI HAY PLACER, LA COSTRA NO DA COMEZÓN. Si hay placer, la costra no da comezón, me dijo Agustín una noche después de que nos hicimos amantes otra vez, con todo y su mano perforada. Es otro de sus viejos decires romani. Sarapia sat pesquital ne punzaba, es lo que realmente dijo. ¿Quién es la costra, tú o yo? Le miré la mano con puntos por los dos lados en forma de cruz y moví la cabeza. ¡Manolo!, pensé. ¡Manolo!, suspiró Agustín. ¡Ah! ¡Ese chico! Y entonces nos dormimos. Como si no fuera suficiente dormir con Agustín de nuevo en esta vida, dormir y algo más, sucesos que recurrían en forma peculiar, un raro déjá-vu en que la vida se


vengaba de mí, además estaba el hecho de que Manolo ya no me obsesionaba. Lo había estado esperando durante cinco años y durante cinco años no había pensado sino en volver con él. Pero desde que hicimos el amor en la oficina todo había dejado de ser así. Tenía en paz el corazón porque Manolo había probado que nunca me había dejado de amar. Pero quedaban cosas que Manolo todavía no logra entender. Todavía pertenece a la noche. Todavía pertenece a los lejanos países de los cuentos de hadas de Grimm, costumbres que ya no puedo creer que resulten útiles para ninguna mujer, sea o no calorra. Así que cuando veo de nuevo a Manolo, mi manchorro, cuando vuelve una noche y me toma de los hombros y me dice: Por favor, Carmen dame otra oportunidad, todo lo que puedo contestar es una más de las expresiones de Agustín: Perro y lobo no forman hogar. ¡Nada de perro y lobo!, se burla Vicky. ¡Más bien tres lobos, niña Carmen! ¡Cásate! hija dice mi amá cuando le cuento de mi dilema. ¡Elige a uno o al otro o a ninguno pero ya cásate con alguien! ¡No es demasiado tarde para que tengas un hijo si quieres!

El maíz que se sazona verde no tiene sabor, digo yo. Así me siento con Manolo. Pero a veces si Manolo me llama le digo: Okey, ven a verme. Ha vuelto a sus experimentos en la cocina (con demasiado ajo). Pero me tiene bien tomada la medida del amor. ¡Claro, ven!, le digo también a Agustín cuando me llama en otras ocasiones, pues ha aprendido a llamar antes o de lo contrario se queda en la calle sin que nadie le zumbe a la puerta para abrirle. Y si no quiero ver a nadie no contesto el teléfono, bajo todas las persianas, pongo mi propio disco en mi nuevo aparato que tiene seis bocinas alrededor del apartamento y nada más empiezo a bailar. A bailar y a bailar y a bailar.


KATHLEEN ALCALÁ Kathleen Alcalá nació en Compton, California. Su madre es originaria de Durango y su padre de Jalisco, México. Tiene una licenciatura en lingüística por la Universidad de Stanford y una maestría en escritura creativa por la universidad de Washington. Autora de una colección de narraciones breves, de tres novelas: La flor en la calavera, Las bebidas espirituosas del ordinario, y Los tesoros en el cielo, y de una colección de ensayos basados en sus antecedentes familiares, en los cuales explora los muchos significados de la familia y su historia Ella define su trabajo como de ficción histórica y no realismo mágico como algunos críticos lo han considerado.

―H bí permanecido así, apenas una idea, durante un largo tiempo, mientras los yaquis peleaban con los mexicanos y los opatas intentaban proteger su tierra tanto de los saqueos de los apaches como de los ardides de los mexicanos que querían quedarse con ella…‖


LA FLOR EN LA CALAVERA (Fragmento) Los capitanes de la guerra En aquel tiempo, mi padre me contó acerca del gran líder opata, Refugio Tánori, que había venido de una aldea cercana y era su tío. El padre de mi padre y su tío habían sido soldados. Tánori tenía una visión que se extendía más allá de nuestro valle e incluía los numerosos valles y llanuras y desiertos a nuestro alrededor, bajando hasta la orilla del agua donde comenzaba el gran océano que yo nunca había visto. Unos pocos años antes, cuando los vecinos en México no querían que los vecinos en España los siguieran gobernando, los hermanos Dorame, famosos capitanes de la guerra opatas, incitaron el levantamiento de algunas aldeas opatas. Ya estaban viniendo soldados y robando tierras que no eran de ellos, tierra que se suponía que pertenecía a los opatas por ayudar a los españoles en la lucha contra los apaches. Desde la venida de los españoles de su país de origen, los opatas habían llegado a una tregua con ellos y prestaban servicio en el ejército español, en unidades compuestas exclusivamente

por opatas. Pero a los nuevos gobernantes no les importaba. La primera guerra estalló en la década de 1820, seguida de una segunda unos años después. Mucha gente murió, tanto vecinos como opatas, y acabó en una batalla importante en Tónichi. Bajo las órdenes de Dolores Gutiérrez, las tropas opatas se unieron luego al yaqui Juan Banderas en la década de 1830 para pelear contra el gobierno de Sonora. ―Querí mos un p ís propio ―cont b mi p dre―. H st que llegaron los españoles, nadie era dueño de ningún país. Dios nos permitía vivir en la tierra y nosotros la cuidábamos. Todo lo que deseábamos era que los aztecas nos dejaran en paz para poder continuar comerci ndo con nuestros primos del norte‖. ―Pero después de l llegada de los españoles y después de que el gobierno mexicano decidió que podía tener su propio país, empezamos a creer que nosotros también podíamos tener nuestro propio país. Una república de indios. El país de Sonora. Teníamos grandes sueños, pero carecí mos de rm s‖. ―Entonces lleg ron los fr nceses y nos ofrecieron un esperanza. Los generales franceses se reunieron con los


jefes y quis, op t s y m yos y les dijeron: ―Si nos ayudan, les daremos su propia tierra. Podrán quedarse con Sonora. Será de ustedes, no los separaremos de su tierra ni los convertiremos en esclavos como hicieron los esp ñoles‖. Mi padre se interrumpió y se reclinó en el palo que usaba para sembrar. Su padre había peleado con Refugio Tánori en las sucesivas batallas. ―Poco ntes de que yo n cier ―prosiguió mi p dre―, Tánori se había reunido con los jefes de otras tribus los yaquis y los mayos, y tenía una visión de una nación compuesta únicamente de indios, de personas como nosotros que habían vivido en la tierra desde antes de la llegada del hombre blanco, de los vecinos. Sería un lugar donde podríamos trabajar la tierra y vivir en paz, a salvo de los soldados, a salvo del gobierno mexicano, un sitio donde celebraríamos nuestros propios acuerdos y conciliaríamos nuestras diferencias a nuestro modo, con nuestras propias cortes. Era una idea que se había discutido durante un largo tiempo, tanto por los capitanes de la guerra como por los capitanes de la paz, los hombres que decidían qué haría una aldea en cada circunst nci ‖.

―H bí permanecido así, apenas una idea, durante un largo tiempo, mientras los yaquis peleaban con los mexicanos y los opatas intentaban proteger su tierra tanto de los saqueos de los apaches como de los ardides de los mexicanos que quería quedarse con ella. Pero los yaquis y los opatas tenían pocas armas, sólo unas pocas piezas que conseguían a través del trueque o que quitaban a los apaches que mataban, quienes obtenían rm s de los norte meric nos‖. ―En esos dí s, l s person s ric s de México se c ns ron de enviar fortunas a España a través del gran océano. Querían conservar las riquezas que les habían robado a los indios y deseaban tener su propio gobierno. Hubo muchos combates y los mexicanos ganaron porque España tenía soldados en todo el mundo pero no los suficientes para pelear en México. México se independizó de España y los capitanes de nuestra tribu comenzaron a hablar de nuevo, empezaron h bl r cerc de lo que podrí ser posible‖. ―Pero est posibilid d tuvo que esper r l lleg d de los franceses, que querían parte de las tierras de México. Y así, cuando los franceses desembarcaron en Guaymas, los indios lucharon junto a ellos. Combatieron contra los generales mexicanos e incluso se enfrentaron a los


opatas que pelearon con los mexicanos. Fue triste y sangriento y no resultó como los capitanes habían esperado. Murieron muchas personas y los mexicanos arrojaron los cuerpos de los indios a la bahía de Guaymas. Los franceses fueron obligados a retroceder y México retuvo su independencia, separado de España y de Francia. Pero sonora siguió siendo parte de México, atestada ahora de soldados mexicanos que robaban la tierra y se la daban a los hombres blancos, ansiosos por establecerse en los valles de nuestro río y cultivar sus propios limentos‖. ―El gener l opata, Refugio Tánori, había conducido a sus hombres en apoyo de los realistas respaldados por los franceses. Al cabo de una ardua batalla fue derrotado en Mátape por tropas mexicanas que también estaban compuestas en gran parte de opatas. Tánori fue ejecut do, junto con su herm no‖. ―Ahor l s trop s op t s y no pele n junt s. Los mexic nos y no confí n en nosotros‖. Mi padre se encogió de hombros, sonrió y se volvió para retomar su trabajo. ―Y nosotros no confi mos en ellos. Nunc h cerlo‖.

debimos

―El gobierno mexicano forzó a todos los soldados opatas a abandonar el ejército. Los opatas habían luchado para el gobierno desde la llegada de los primeros españoles y habían ayudado a derrotar a los apaches y asegurar la frontera norte, y siempre habían sido famosos por su valor en combate. Generación tras generación de hombres opatas se habían convertido en soldados y estaban orgullosos de su buen desempeño. El gobierno les pagaba y esto les permitía aportar a sus familias un poco más de comida de la que podí n cultiv r o troc r‖. ―Ahor los sold dos op t s er n rrest dos o sesin dos u obligados a dejar el ejército. Ya no quedaban unidades compuestas exclusivamente de soldados opatas porque el nuevo gobierno les temía, temía lo que los opatas recordaban, y soñaban. Sólo aquellos que decían no ser opatas podían estar en el ejército, así que las unidades compuestas sólo de opatas, hombres que estaban emp rent dos y podí n pele r juntos como uno solo‖. Todo esto me lo contó mi padre, de pie en el campo que cultivaba día tras día, a veces conmigo y a veces con mi madre ayudándolo a sembrar el trigo y el maíz. Mi padre era feliz trabajando la tierra y estando con mi madre. No creo que haya querido ser un soldado, a pesar de que estaba muy orgulloso de su padre. No le gustó cuando tuvimos que pelear contra los apaches, cuando intentaron


atacar nuestra aldea y llevarse nuestros animales. Algunos hombres se excitaron mucho, sus ojos se agrandaban y hablaban con rapidez, como si sólo estuvieran verdaderamente vivos cuando venían los apaches. Manipulaban las armas como si fueran amantes y hablaban de lo que harían a un apache si llegaban a atrapar a uno.

presente. Dijo que algunos de nosotros éramos apaches, lo cual era cierto. Si encontraban niños apaches, los opatas solían salvarlos y criarlos. Los apaches hacían lo mismo con nuestros niños. La gente en la aldea decía que los apaches atacaban los poblados en busca tanto de niños como de ganado, porque no eran capaces de tener suficientes niños.

En un tiempo, hubo capitanes de la guerra y capitanes de la paz. Los capitanes de la paz eran los ancianos con mucha experiencia, y presidían las cortes e impartían justicia cuando surgía un desacuerdo o cuando algo malo había sido hecho en la aldea. Pero ahora sólo había capitanes de la guerra, siempre hombres más jóvenes lo bastante fuertes para pelear. Estos hombres permanecían despiertos toda la noche antes de una batalla, tornándose poderosos con los rituales. Estos hombres salían de tanto en tanto para tratar de capturar por sorpresa a los apaches.

Mi padre explicaba que los apaches se habían convertido en un problema sólo porque los españoles les habían dado caballos y, entonces, habían podido dejar el norte, donde pertenecían. Pero algunos de los ancianos decían que los apaches habían estado peleando contra nosotros desde antes y que, por eso, los opatas estaban dispuestos a cooperar con los españoles. Todo lo que yo sabía era que siempre había habido apaches y que siempre había habido guerra.

Mi padre sólo hacía esto si se lo pedían. Nunca se ofrecía de voluntario y se quedaba callado cuando los capitanes de la guerra describían sus heroicas proezas. Solían exhibir los cueros cabelludos de los apaches y narrar la ardua lucha librada para ganarlos. En una oportunidad, cuando yo era chica, las mujeres incluso bailaron la danza del cuero cabelludo, pero mi padre se negó a estar

Era difícil imaginar un tiempo regido por los capitanes de la paz. Más y más, los ancianos guardaban silencio. En años posteriores, extrañaría mucho a mi padre. Era bueno conmigo y me hacía reír hasta cuando todo a nuestro alrededor andaba mal. En otros tiempos, en mi valle, las jóvenes usaban vestidos blancos. Cuando una chica se convertía en mujer, empezaba a usar una pollera negra. Las mujeres


casadas siempre llevaban el cabello recogido. Pero una mujer soltera, aun cuando viviera con un hombre y tuviera hijos, llevaba el cabello suelto. Y se bailaban danzas pascolas en su funeral, igual que en el de un niño. Y en el de un hombre soltero. Ésa era la costumbre. Después del funeral, los muertos eran llevados a su aldea de origen para ser enterrados. En ocasiones resultaba muy complicado, puesto que el cuerpo debía ser transportado una larga distancia, a veces hasta otro valle. Es mejor morir cerca del hogar, cerca del lugar donde uno ha nacido. Yo ya usaba pollera oscura cuando llegaron los soldados. Mis hermanas, unas niñitas de apenas nueve años, seguían llevando vestidos blancos, y por supuesto, también el bebé, Beto. Sólo mi hermano Rufino era ya un hombre. Los yaquis habían estado teniendo problemas durante un tiempo, pero nosotros teníamos nuestros propios problemas con los apaches. Todos los meses, los apaches robaban el ganado de alguien o atacaban una aldea y mataban gente. En nuestro poblado, había una construcción de piedra muy sólida, con sitios donde podían colocarse armas y disparar a través de las paredes. Si había tiempo, todos los que podían corrían

hacia allí, entraban y cerraban la puerta con firmeza. Era muy atemorizante. Los niños lloraban. Las cosas solían ser así, afirmaba mi madre. ―L s cos s no solí n ser sí. No er n sí en mi lde en las sierras. Deberíamos volver allí, donde es seguro. Aquí estamos demasiado cerca de los norte-americanos y los apaches. Estaremos mejor con los yaquis y los mexic nos‖. Pero se equivocaba. Mi padre se encogía de hombros en silencio. Pasaba todo el día en el campo y estaba muy tostado por el sol. Sólo los días de fiesta y en Pascua no trabajaba, porque era un bailarín pascola. Entonces, de un hombre callado se transformaba en un payaso. Mis hermanas menores eran felices y bonitas como mi madre. Yo era la reservada, y aunque nadie lo decía, era la fea. Sabía que era fea, y eso me volvía tímida. Era alta y tenía hombros anchos y dientes grandes. Me parecía a mi padre. Pero lo que a él lo tornaba apuesto, a mí me volvía desgarbada. Mi madre solía enviarme a buscar agua porque sabía que volvería en seguida. Si iban las mellizas, se demorarían junto al manantial y hablarían, y hablarían. A ellas las


enviaba sólo cuando quería saber qué estaba pasando en la aldea. Incluso, siendo tan pequeñas, llamaban la atención de los muchachos. Eran muy bellas, con sus facciones diminutas y oscuras, y tan parecidas. Se asemejaban a pequeñas muñecas. A mi madre le encantaba emperifollarlas y trenzar cintas blancas en sus cabellos. No había ningún manantial cerca, sólo el río, así que para conseguir agua limpia había que buscar arena limpia y cavar un hoyo pequeño. Al cabo de unos minutos, cuando el pozo juntaba el agua, se podía hundir la olla y llenarla. El agua era limpia debido a la arena. Eso me lo enseñó mi madre. Cuando empecé a usar pollera oscura, solía estar triste porque sabía que los chicos no me mirarían. Cuando pasaba sola junto a ellos acarreando agua, se volvían y seguían conversando. Pero si estaba con las otras chicas, entonces se interrumpían y fingían no mirar, pero nosotras sabíamos que lo estaban haciendo. ―No te pong s triste ―solí consol rme mi p dre―. Eres lt y fuerte y lgún dí tendrás un esposo‖. Luego me contaba la historia de una mujer fea que fue visitada por un diablo. Estaba muy triste porque creía que nunca tendría un esposo, nadie que la abrazara.

―Podrí convertirte en t b co ―le propuso el di blo―. Entonces los hombres te desearían siempre, te buscarían siempre y te tom rí n en sus m nos y te c rici rí n‖. La mujer aceptó. Y así fue como llegamos a tener tabaco. ―No quiero ser t b co‖, protest b yo. Entonces mi p dre se reía, y yo sonreía y empezaba a sentirme mejor a pesar de mí misma. Mi padre acostumbraba decir: ―Si fuer s t b co, podrí s vi j r cu lquier p rte del mundo y ver en la oscuridad. Serías como un cigarrillo mágico que us n l s bruj s p r espi r sus enemigos‖. ―Pero yo no quiero vi j r. Quiero qued rme contigo‖, replicaba yo, y mi padre reía.

quí

Pero eso fue hace mucho tiempo. Por lo general, mi padre era callado. Como yo. Ésta era una de las historias que contaba mi padre, cuando estaba vivo y éramos felices en nuestra aldea junto al río Moctezuma. Sucedió después de que empezaran a venir los soldados y a llevarse a los hombres. También a las mujeres. Ponían a las personas en trenes que se dirigían al sur y nadie los volvía a ver. Se tornó difícil entrar en Hermosillo o en los pueblos más grandes para comerciar, dado que los soldados podían detener a cualquiera y ponerlo en un


tren. Hubo familias que desaparecieron de la noche a la mañana. Un día tenía una casa y tierra que estaban cultivando y luego se iban a comerciar y nunca regresaban. La gente esperaba un tiempo, después se mudaba a las casas o se apropiaba de los campos. En algunas aldeas, los vecinos se mudaron a casas que habían pertenecido a indios. Todos tenían hambre. ¿Qué otra cosa se podía hacer? Entonces nos ocurrió a nosotros. Rufino, de trece años, era ahora el varón más grande. Nadie mencionaba a nuestro padre, pero a veces, durante las noches, yo oía llorar a Chiri, ahogando los sollozos en su rebozo. Los soldados se habían llevado a mi padre. Como era alto y fuerte al igual que los yaquis, había sido apresado en Hermosillo cuando fue allí a comprar semilla de maíz. La hermana de mi madre, Pancha, había visto cuando se lo llevaron. Los había seguido y vio cuando lo subían a un tren con muchos yaquis y algunos otros opatas. El hermano político de Pancha y su sobrino habían sufrido también la misma suerte. Pancha fue lo bastante valiente para preguntar a un soldado a dónde iban. El hombre estaba hambriento y ella le había vendido unas tortillas. El soldado respondió

que los hombres en el tren serían llevados a la capital y luego a Yucatán para cortar cáñamo para hacer cuerdas. Los hombres sólo tenían consigo lo que llevaban cuando fueron a la aldea. Mi padre todavía llevaba la semilla de maíz que había comprado, pero le arrojó la bolsa a Pancha desde el tren cuando éste arrancó. Pudo haberla guardado para comerla, pero no lo hizo. El tren, cargado de indios, se alejó con lentitud. Los soldados les apuntaban con rifles para que no intentaran saltar. Pancha recogió la semilla de maíz y regresó a la aldea, llorando. Había perdido a su hermano, a su sobrino y a su hermano político, como la mayoría de los hombres de nuestro pueblo, capturados o asesinados por los soldados. En las aldeas más al norte, los apaches estaban librando un combate a muerte, pero los norteamericanos también estaban combatiendo con ardor, y los apaches estaban perdiendo. Eran cada vez menos y menos, y la gente de nuestra aldea hablaba de ir al norte a reclamar los viejos poblados de los que había sido expulsada por los apaches. Dadas las circunstancias, cualquier cosa era buena. En ese entonces, todo esto no eran más que palabras para mí.


Pero cuando vinieron los soldados, cuando llegaron y me tomaron de los brazos y me arrastraron fuera de la pila de palmas donde me había escondido, violando el hu‘uki, violando el sitio de las mujeres, me sentí caer, caer en una oscuridad, a un tiempo anterior, donde nada podía alcanzarme, donde las manos que me tocaban, que tiraban de mí, que me arrancaban la ropa, no podían alcanzarme. Permanecía en esa oscuridad, sin saber cuánto tiempo. Cuando recobré la conciencia, mi madre estaba allí, y otras mujeres de la aldea. Nos encontrábamos afuera, cerca de la casa de Pancha, ahora una ruina humeante. ―Bebe esto―decí mi m dre―. Bébelo todo. Chiri apretaba una copa contra mis labios. Bebí un trago del té caliente, luego me detuve. Sabía familiar, pero mucho más fuerte y más amargo de lo que me había parecido nunca. ―Bébetelo todo―insistió Chiri―. Evit rá que tengas un bebé. ― ¿Un bebé? ―pregunté. Estaba confundida. Traté de sentarme pero sentía el cuerpo magullado y golpeado, como si me hubiera salido de un sendero y rodado por la ladera de la montaña.

― ¿Voy tener un bebé?― Est b tont d y dolorid , y tenía la sensación de que un peso enorme me oprimía. ―Pero si no he h bl do con n die. Nadie me contestó, pero Chiri siguió presionando la copa contra mis labios y forzándome a beber el té caliente y amargo hasta que ya no quedó más. Luego me acurruqué y me sumí en un sueño profundo y sereno.


ELVA TREVIÑO HART Nació en el sur de Texas, hija de padre mexicano y madre texana. Su infancia transcurrió en ir y venir entre un pequeño pueblo segregado al sur de Texas y Minnesota. Tiene una licenciatura en matemática teórica y una maestría en ciencias de la computación e ingeniería por la Universidad de Stanford. Gracias a su talento, trabajó durante 20 años como ejecutiva en IBM. Fue tiempo después de jubilarse de este empleo cuando decidió escribir el libro sobre sus recuerdos de la infancia: Corazón Descalzo. Actualmente vive en Virginia y se encuentra escribiendo una novela y una colección de relatos cortos.

―Hacía varios años que la ley había prohibido el uso de los azadones cortos. Un azadón corto tiene un mango pequeño; parece una herramienta de jardín. Esto obliga al trabajador a que se agache más al trabajar y a que haga un mejor trabajo. A muchos se les arruinó la cintura l tener que dobl rse todo el dí …‖


CORAZÓN DESCALZO (Fragmento) Arriba ya del caballo, hay que aguantar los respingos. Parecería imposible ser una adolescente primorosa y a la vez una muchacha mexicana que trabaja en los campos. Pero mis hermanas intentaban serlo. Aun estando en las huertas de betabel, mis hermanas se preocupaban por la limpieza. Cepillaban el lodo endurecido en el doblez de sus pantalones y sus tenis por la noche para que no se vieran muy sucios el día siguiente. No teníamos agua potable, así que uno de los muchachos tenía que ir por agua al pozo, después de levantarse. De esta cubeta, un poco se vaciaría en una vasija para lavarse la cara. Delia ya había puesto una toalla y jabón a un lado de la cubeta. Todo esto se hacía afuera para que el agua que se salpicaba al lavarse la cara y al cepillarse los dientes cayera en el suelo. El agua del pozo era fría y vigorizante temprano por la mañana, usualmente antes de que amaneciera. Era fácil reconocer quién se había lavado la cara. Mi papá insistía en que todo el mundo lo hiciera porque de otro modo estarían tibios y somnolientos y no estarían listos para ir a trabajar. Era

un truco que usaba para que todos estuvieran listos; a él no le preocupaba la higiene para nada. Pero a mis hermanas sí les preocupaba. Delmira había aprendido en la clase de economía doméstica que uno debería cepillarse el cabello cien veces todas las noches. Se cepillaba su cabello sedoso de color castaño claro, hasta que mi papá la mandaba a la cama. Mis hermanas se arreglaban el cabello debajo del garsolé con pasadores. Llevaban peines en los bolsillos de los pantalones cuando iban a los campos. Algo que odiaban era beber del mismo cucharón en que bebían los demás. Frecuentemente, había sólo un barril lleno de agua para todos los trabajadores de un campo determinado. De éste colgaba un cucharón parecido a un cucharón de sopa. Todos lo usaban para beber. El camión que tenía el agua se movía a medida que los trabajadores avanzaban en sus surcos. Un verano, un hombre mayor ya, Don Chano, llegó solo al campamento. No tenía familia que lo cuidara. Su rostro arrugado se veía melancólico y triste, pero era amistoso y hablaba mucho. Hablaba todo el camino rumbo al campo cuando nosotros deseábamos estar todavía en la cama. ―Mi hij , l que vive en Houston, tiene cinco hijos. Su


esposo no quiere venirse más al norte, pero tal vez el próximo año vengan y ya no tendré que hervir los huevos junto con los granos de café para mi desayuno. Mis hermanas se miraban una a la otra como con ganas de vomitar. Lo peor de Don Chano es que tenía llagas en l boc … quizá herpes l bi l, quizá otr cos ―¿quién s be? ― l borde de sus labios. Era difícil mirarlo a la cara, aunque sentíamos lástima por él. Delia y Delmira sostenían el cucharón con su mano izquierda y bebían del lado contrario para que sus labios no tocaran el lugar donde Don Chano, que era diestro, tomaba. Una vez, terminamos nuestros surcos al mismo tiempo que él. Platicador como siempre, caminó hacia el barril de agua al mismo tiempo que nosotros. Habían bajado el barril del camión con lazos amarrados de las manijas y lo habían puesto en la sombra del camión para mantenerlo fresco. Cortésmente, él pidió a mi familia que bebiera primero mientras seguía charlando. ―Mi espos er siempre muy tr b j dor unque estuviera enferma. Sólo tuvimos una hija. El resto nacieron muertos; ella nunca pudo llevar en sus vientre a un bebé vivo después de Carmela. Se le partía el alma. Yo creo que eso fue lo que la mató.

Cuando ya habíamos terminado y era su turno, él se disculpaba por tener que tomar del mismo cucharón, pero después de todo no había otra opción. Además, él tomaba del otro lado, sosteniéndolo con la mano izquierda, para que sus labios no tocaran donde los demás lo hacían. Mis hermanas corrieron al otro lado del camión y disimularon sus náuseas con una tos escandalosa. Mi papá se rió y regresamos a trabajar. Ellas se quedaron con sed por el resto del día y prometieron amarrarse una taza de aluminio a la gasa del cinturón aunque les molestara todo el día. Trataban de ser primorosas.

El primer año que fuimos a Minnesota, Rudy tenía diez años, dos menos de la edad requerida por la ley para trabajar legalmente en el campo. Acababa de terminar el cuarto grado. Mi mamá había pensado brevemente en mandarlo con las monjas junto con mi hermana y conmigo. Él era demasiado independiente y ya mayor para eso. Además, insistió en hacer la parte que le correspondía.


Hacía varios años que la ley había prohibido el uso de los azadones cortos. Un azadón corto tiene un mango pequeño; parece una herramienta de jardín. Esto obliga al trabajador a que se agache más al trabajar y a que haga un mejor trabajo. A muchos se les arruinó la cintura al tener que doblarse todo el día. Pero el azadón era perfecto para Rudy, ya que recién había terminado el cuarto grado y sólo medía cuatro pies de altura. Él insistía en trabajar, así que mi papá ideó una forma para que lo hiciera. La familia ponía estacas con el nombre de ―L. Treviño‖ l comienzo de los surcos que planeaban hacer ese día. Usualmente mi papá hacía dos surcos el mismo tiempo, caminando entre los dos y alternando su escardar, tres toques a la izquierda y tres a la derecha. Todos los demás tomaban un surco. Pero ellos no empezaban a la orilla del campo; comenzaban treinta pies adentro. Rudy, con su azadón corto, hacía los primeros treinta pies del surco de los demás. Pero él tenía que echarles un ojo a los gringos. Si algún gringo se acercaba o pasaba, tenía que tirar su azadón corto y fingir que caminaba o jugaba. Nosotros no sabíamos lo que íbamos a hacer si a mi papá lo encontraban violando la ley del trabajo infantil.

Rudy hacía muy bien su trabajo. A él sólo le tenían que decir una vez cómo hacer una faena y terminaba antes que todos. Mi papá lo reconocía; uno lo podía ver en sus ojos y su media sonrisa cuando miraba a Rudy. Eso me ponía celosa.

Rudy era todo lo que yo quería ser y lo que no era: guapo, fuerte y arrogante, casi hasta el punto de la crueldad. Él aceptaba ser el favorito de mis papás. Trabajaba más duro que ningún otro y menospreciaba a los que se quejaban, aunque a veces silenciosamente los ayudaba. Podía salirse con la suya sin tener que defenderse de mis papás. Es difícil atacar a alguien que no se defiende. La vida parecía ser muy fácil para él. La gente se reía de sus bromas. Pero yo no podía resistirme a él; nadie podía. Yo quería caerle bien, que me mirara, que sólo se diera cuenta de que existía. Él raramente lo hacía. Todos querían lo mismo de él. Estar en la misma familia de Rudy, era aun más duro para mi hermano Luis que para mí. Cuando mis papás ponían a Luis a prueba, encontraban deficiencias. Inmediatamente defensivo, tenían un millón de justificaciones. Estaba lleno de manierismos y palabrerías que a mi papá no le gustaban.


Regularmente, Luis se quedaba atrás cuando estábamos azadonando los campos de betabel. Trataba de ir al paso, pero se cansaba y se distraía y terminaba hasta atrás con Delia, que era siempre la última. Después que Rudy cumplió los doce años, empezó a hacer sus propios surcos como los demás. Una vez, cuando Rudy y mi papá habían sido los primeros en terminar sus surcos, como de costumbre, Rudy decidió regresarse y hacer los surcos de Luis para hacerlo quedar mal, para apenarlo y forzarlo a trabajar más rápido. Luis vio lo que estaba pasando y empezó a trabajar rápido, cometiendo errores, dejando sólo una planta en lugar de dos. Delia le advirtió esto y él se puso furioso. Le gritó a Rudy que dejara su surco. Rudy lo ignoró y continuó azadonando. Luis azadonó furiosamente y cuando se acercaba a Rudy, corrió hacia él y lo golpeó con el mango de su azadón lo más fuerte que pudo. Rudy le dirigió una mirada de asesino. Sin decir una palabra y muy tranquilo, enterró, deliberadamente, la navaja de su azadón en la delgada pierna de Luis, dejando el hueso al descubierto. Luis soltó un alarido de dolor mientras se caía y todos vinieron corriendo.

Mi papá miró la pierna y luego miró a Rudy, que no había dicho nada durante todo el incidente. Todavía furioso y lleno de pánico, mi p pá no se desvió de su filosofí ―ojo por ojo ―y dijo ―: ¡Tú le hiciste esto, tú lo llev s l hospital! Rudy tenía doce años. Nunca había estado tras el volante de un carro. El doctor estaba a varias millas de distancia de Moorhead. Mi papá tomó a Rudy del cuello y lo arrastró hasta el carro. Lo tiró en el asiento del chofer como costal de huesos. Rudy, con la cara roja, se quedó en silencio como piedra, los músculos de la quijada contrayéndose. A Luis lo acostaron en el asiento trasero del carro y a mi mamá la asignaron para quedarse con él. Mi papá se subió en el asiento delantero al lado de Rudy. Nos gritó que siguiéramos trabajando. Él empezó a gritarle instrucciones a Rudy de cómo manejar un carro de velocidades manuales y pobre de él si no aprendía rápido, a menos que quisiera morir a manos de mi papá. El carro se tironeó alejándose de la huerta y mi papá gritaba instrucciones. Durante todo el tiempo que Luis no pudo trabajar, Rudy tuvo que hacer dos surcos al mismo tiempo, igual que mi


papá, en vez de uno solo como hacía usualmente. Él vio lo que era quedarse hasta el último. Pero no le importaba.

A veces los sábados, sólo trabajábamos hasta después del mediodía. Después, la gente regresaba al campamento, se bañaba y se iba a comprar comida o lavaba la ropa. El domingo era un día de trabajo como cualquier otro. La hora de levantarse era la misma, antes de que amaneciera. Bañarse era una puesta en escena. Era necesario traer agua del pozo y calentarla en la una estufa de leña o afuera sobre un fuego. Había que traer la leña para la lumbre y calentar el agua. Los muchachos traían la leña, las muchachas traían el agua y Apá prendía la lumbre. Amá jalaba las camas de la pared en ángulo para que las c becer s form r n un ―V‖. Luego colgaba las sábanas sobre las cabeceras y las amarraba. Esto formaba una esquina casi privada donde uno podía bañarse sin ser visto. Uno por uno, nos bañábamos detrás de las sábanas. Yo me paraba en la gran tina mientras me enjabonaba completamente, incluyendo el cabello. Luego con una taza de aluminio, tomaba agua caliente de la cubeta a un

lado de mi tina y me la vaciaba para enjuagarme. Cuando terminaba, sacábamos la tina en la que me había parado y le vaciábamos el agua. Cada uno de nosotros hacíamos lo mismo uno por uno, hasta que los ocho estábamos limpios. Amá fregaba la ropa en el lavadero mientras los demás nos bañábamos. Ella se bañaba al último mientras el resto enjuagábamos y colgábamos la ropa que ella había lavado. Esta era la única oportunidad de lavar. Colgábamos la ropa con el cabello todavía mojado. Mientras el resto de nosotros nos dábamos un baño y lavábamos. Apá hacía cuentas. Con papel y lápiz, calculaba cuántos acres habíamos hecho esa semana, cuántos habíamos hecho en total, cuánto habíamos gastado en comida y cuánto dinero nos llevaríamos a casa. Doblaba el papel con mucho cuidado y lo guardaba en su cartera. Parecía satisfecho y contento de hacer este trabajo. Juntos ganábamos más dinero en Minnesota de lo que él solo podía ganar en Texas. Al levantarse de la mes , decí ―: Lo más import nte es que ellos reporten mi seguro social al gobierno. Con esos vamos a poder vivir cuando su mamá y yo estemos viejos. Él ya tenía cincuenta y seis años, con seis hijos adolescentes, incluyendo a una de seis.


―Bueno, mujer, ¡vámonos! ― le decí

mi m má.

―¡Dej de torment rme!- contestaba ella, mientras se secaba los pies cuidadosamente. Finalmente, estaba lista. Cerraba la puerta principal, pero no con llave. No había nada de valor allí. Nuestra poca ropa era la misma que la de los demás y los muebles eran del lugar. No había nada más. En el carro, todos llevaban puesta su mejor ropa limpia, con el rostro relumbrante, cabello liso y húmedo. Sólo íbamos a la tienda, pero parecía que íbamos a una fiesta. No tener que trabajar por unas horas era verdaderamente algo especial. Tal vez Apá nos compraría un dulce. Usualmente íbamos a una pequeña tienda de abarrotes que estaba cerca, en Sabin, donde podíamos comprar fiado, pero ese día fuimos a la tienda Red Owl Grocery en Moorhead. Cuando llegamos al estacionamiento, Apá les dio a los mayores un dólar y veinticinco centavos a mí. Nos fuimos contentísimos al restaurante de al lado a tomarnos un refresco mientras él y Amá compraban la comida. Esto es lo que ellos compraban: veinticinco libras de harina en un costal de algodón, veinte libras de papas,

frijol pinto, huevos para toda la semana, papel encerado para la comida del mediodía, café y azúcar. La carne la compraba sólo para la cena de ese día, porque como no teníamos refrigerador, de seguro se echaría a perder. La leche aguantaba por unos días si la poníamos en la solera de la ventana. Ellos pusieron la comida en el carro y caminaron por la calle hacia el parque para sentarse un rato. Había muchas trocas de trabajadores migratorios estacionadas en fila cerca del parque. Amá se había comprado dos tiras de dulce de goma de regaliz y los comió con gran delicia. Ella escondió la otra en su bolsa de mano secretamente. Entre semana, cuando nadie la estuviera viendo, se la comería y pensaría que estaba sentada en el parque, descansando. A Apá no le gustaba ningún tipo de dulce. Nos terminamos nuestra coca-cola y nos fuimos al parque para ver si Apá estaba listo para irse.- No, hijo, váyanse a caminar, no traemos prisa. Así que nos fuimos a comprar paletas de hielo y caminamos felizmente. Una vez, Apá nos dejó ir al cine a ver La dama y el vagabundo, que se acababa de estrenar, mientras él y Amá nos esperaban en el parque.


Cuando regresamos al parque, Apá estaba listo para irnos. ¿Qué compró? ―le pregunt mos Amá.― Lo mismo de siempre―dijo―. Pero hoy compré c rne p r cocin r en la noche. A nosotros se nos hizo agua la boca. Hacía una semana que habíamos comido carne.

La vida de Amá era la más dura. Ella daba y daba y daba. ―¡Que Dios me dé p cienci ! ―excl m b cu ndo y todo era demasiado para ella. Una vez dejó de comer tortillas. Dijo que estaba a dieta. Cuando por fin atrapamos la rata en el recipiente de la harina, nos dimos cuenta de la verdadera historia. Ella no podía desperdiciar las veinticinco libras de harina, pero tampoco podía comerse las tortillas. No nos podíamos bañar todos los días, ya que era todo un espectáculo. Pero ella nos hacía lavarnos los pies todas las noches. Era una regla. Una noche lucía más cansada que nunca y aún así, se quedó limpiando después de que todos ya se habían ido a dormir. Finalmente, apagó la luz y se fue a la cama. Se pegó en el dedo del pie estando ya para meterse a la cama y

gritó. Luis se apresuró a prender la luz. ―AAAMMMÁAA!― dijo y despertó todos. Ell no se había lavado los pies y se veían bastante sucios a la luz del foco. Pero eso no era lo peor. Traía una naranja pelada que aparentemente planeaba comerse en la cama, una fruta que era un deleite extremadamente raro. Había esperado a que todos estuvieran dormidos para no tener que dividirla en ocho. Pobre Amá.

Después de la temporada de entresacar el betabel en Minnesota, seguía Wisconsin. En contraste a Minnesota, donde nos quedábamos en la casa en forma de señal de alto cada año, nunca sabíamos dónde quedaríamos en Wisconsin. Esto era aterrador y a la vez maravilloso; yo adoraba el viaje y lo excitante de la novedad de los lugares desconocidos. Una de las casas era completamente nuestra por el verano. Era una casa pequeña, con jardín, una cerca y todo lo demás. En una época, había sido probablemente una casa de rancho, pero ahora estaba ya vieja y deteriorada, así que los trabajadores migratorios se quedaban allí. La bomba del agua estaba dentro del gran fregadero de la cocina. No teníamos que ir al pozo a bombear el agua. Había una segunda bomba en el solar,


como a veinte pies de la puerta de la cocina. Estaba en medio de un solar lleno de pasto. El pasto era un verde oscuro y deliciosamente suave a mis pies descalzos. Diamantina y yo jugábamos bajo el sol con el agua de la bomba pintada de rojo mientras Amá colgaba la ropa en el tendedero. Ella usaba zapatos para salir a tender la ropa, que se ondulaba con el viento. Yo trataba de convencerla de que anduviera descalza, pero no lo hacía. Muy raramente se relajaba, porque trabajaba muy duro todo el tiempo. Adoraba la ropa perfectamente limpia y le daba un gran placer lavarla para poder tenerla así.

A Apá, las comodidades no le importaban; nosotros estábamos allí para trabajar y ganar dinero. Una cama, una estufa y una mesa era todo lo que él necesitaba. Nunca tuvimos un refrigerador pero nadie lo extrañaba. El agua, por lo regular, venía de un pozo y la sacábamos con una bomba manual. Pero para mí, esos meses de agosto en Wisconsin eran como vacaciones. Una cosa que a los niños nos gustaba hacer, era explorar los alrededores. Y yo lo hice. Los lugares donde nos quedábamos en Wisconsin eran más interesantes y variados que la casa de Minnesota. Sólo un año nos quedamos en viviendas para trabajadores

migratorios. El resto del tiempo nos quedábamos en lugares que habían sido originalmente otra cosa. Yo quería explorarlo todo: los gabinetes de la cocina, el ático, el sótano, los armarios, el granero, el bosquecillo de árboles afuera, la bomba de agua de adentro, el pozo de afuera, el trigal al pie de la colina. Todo era emocionante y nuevo cada agosto. Por años, éstas eran las cosas que yo recordaba: lo excitante, la novedad, el descubrimiento y lo divertido. Se me había olvidado la vergüenza que se lleva con esa vida. En Wisconsin, el trabajo era esporádico e imprevisible. A veces trabajábamos varios días seguidos y otras ocasiones no había campos que estuvieran listos para cosechar. En esos días, lavábamos la ropa o nos íbamos a nadar o a pescar en el Lago Holcomb, el Río Chippewa o a alguno de los lagos de Wisconsin. La ponzoña de la hiedra era un problema. Por varios años, Luis y Delmira colgaban sus pies inflamados por las ventanas del carro de regreso a Texas para curar las quemaduras de la comezón de la hiedra. A fines de agosto, muchos de los trabajadores migratorios regresaban a Minnesota a trabajar en la cosecha del betabel. Apá nos llevaba de regreso a Texas. Él no quería que faltáramos a la escuela. Su sueño era


que todos nos graduáramos de la preparatoria, así que dejaba allá el dinero que podríamos haber ganado al quedarnos otro mes.

colocó una pesa de plomo y un anzuelo para mí y yo estaba lista. Quería complacerlo. Quería que me respetara y me quisiera como lo hacía con Rudy.

En Wisconsin siempre íbamos a diferentes ranchos. Nunca sabíamos que pasaría de un día para otro, de un año a otro, dónde viviríamos o que haríamos. La noticia sobre qué tipo de trabajo estaba disponible y adónde, llegaba por boca de otros y por casualidad.

El resplandor del sol se reflejaba en el agua y mis hermanas se reían, recostadas sobre una cobija junto al carro. Todo estaba bien en el mundo y nosotros estábamos de vacaciones. Pesqué un peje-sol. Me encantaron sus colores.

Esto era estresante para mi papá porque a él le hubiera gustado un trabajo consistente todos los días, pero era estupendo para los niños porque trabajarían menos.

Mi papá me dijo que no tendría mucha carne, pero se veía contento conmigo. Su complacencia era algo que yo buscaba constantemente. Rudy no parecía buscarlo; solamente lo obtenía.

Para mí era una gran aventura. Mudarse a casas nuevas, ir al lago, nadar, pescar o pasear en canoa. Rudy hacía canoas de ocho pulgadas con la corteza de abedul, hilo y una aguja. En los días libres cuando no había campos que cosechar, todos se alistaban alegremente para ir al lago. Mi papá buscaba hilo para pescar y una caña. Él y mis hermanos habían derretido plomo la noche anterior para hacer pesas para la caña de pesca. Anzuelos y una pelotita flotante eran el resto de su equipo. Él y Rudy eran los pescadores. Pero una vez en el río, yo quise intentarlo. Apá enganchó el hilo en la caña, le

Esa noche cenamos pescado empanizado con harina de maíz. Mi papá se sentó a la mesa. No había espacio para todos nosotros, así que algunos comimos parados o nos sentamos en el suelo, con el plato entre las piernas. Apá estaba hambriento, después de un maravilloso día de sol en el río. Se comió el pescado muy rápido y una espina se le atravesó en la garganta. Mientras se ahogaba, su terror invadió el cuarto. Sus ojos se engrandecieron y enrojecieron. Rudy aventó su silla para ayudarlo. Apá se sacó el resto de la comida de la boca, poniéndola en el plato y movió la quijada


furiosamente, mientras masajeaba su garganta. Rudy le golpeó la espalda lo más fuerte que se atrevió. Entonces hubo ruido. El ahogo de mi papá, Rudy golpeándolo en l esp ld , mi m má grit ndo ―¡Ay Luis!‖ y nuestro silencio aterrorizado nos dejó sordos. Apá finalmente se sacó la espina metiéndose el dedo grande y sacándolo. No poca sangre salió con todo y espina. Él salió de la casa para esconder su temor de nosotros, pero ya lo habíamos visto. Se enjuagó la boca haciendo gárgaras una y otra vez con el agua del barril que estaba afuera. Nos amontonamos a mirar desde la puerta. Nada, no es n d , les digo ―dijo entre enju g d s. Se metió, se sentó y levantó su tenedor con determinación. Pero no pudo hacerlo. El gran macho, Apá, había sido enganchado por el pescado, justo en la garganta. Sólo masticó una tortilla y tragó una y otra vez tomando agua. El resto del pescado se quedó en el plato y en la sartén. Nos hizo ir a la cama temprano porque quería apagar las luces. Como siempre, se hizo lo que él decía. Pero no escuchamos sus ronquidos enseguida. Todos nos acostamos con los ojos más grandes que una peseta, mirando al techo en la oscuridad.

Nos imaginamos sin papá, como Marielena y su mamá, dependiendo de la bondad y buena voluntad de los demás. ¿Quién manejaría el carro? Mi mamá nunca había manejado excepto en el rancho en Texas y eso hacía años, cuando Diamantina era bebé y tomó gasolina. Amá la tuvo que llevar hasta el campo donde mi papá estaba trabajando y juntos la llevaron al doctor del pueblo para hacerle un lavado de estómago. ¿Luis? Él sólo tenía dieciséis años. ¿Podría él llevarnos hasta Texas? Luis era el mayor de los dos hijos. ¿Dejaría la escuela para trabajar con Tío Alfredo en el rancho de Willie McKinley? Yo pensaba que las muchachas también tendrían que dejar la escuela. Finalmente, mi papá empezó a roncar. Los ruidos eran grandes y fuertes. Pero me imaginaba lo frágil, suave y rosado de su garganta. Una espinita de pescado justo en el lug r propi do…

Como todos mis hermanos eran adolescentes, había muchos amoríos y romances. Rudy se inclinaba por las morenitas. Luis se inclinaba por las gringas, como Mary Lou, J ckie y ―L Gordit ‖, que er l oper dor del teléfono del pueblo. Deli se encontr b con Adrián, ―El Prieto‖, en el pozo p r h bl r en secreto. Delmir los


despreciaba a todos; ella se conservaba para alguien con uñas limpias. Diamantina era muy tímida. Yo era muy pequeña. El último año que fuimos al norte como familia, Rudy tenía quince años. Había dejado a Carolina en Texas. Le h bí gr b do su sobrenombre ―C ro‖ en el l do plástico, como de mármol, de la navaja que siempre traía con él. Yo le pedía que me dejara verlo cuando sacaba la navaja para pelarme una naranja. Le hacía preguntas sobre Caro, pero no me decía nada. La familia García se estaba alojando en la casa de al lado en Wisconsin. Había venido de Midlan, en el oeste de Texas. El papá, Epifanio, y Apá se hicieron buenos amigos. Ellos cosechaban ejotes trabajando surcos lado a lado para poder conversar todo el día. Se decían ―comp dre‖ y se cont b n histori s de viejos tiempos en México. Los García tenían una hija de piel morena, Amalia, que tenía chinos cafés alrededor de la cara. Cuando se reía, se le hacían unos simpáticos hoyitos en las mejillas. Ella era un año mayor que Rudy. Los dos empezaron a cosechar ejotes uno al lado del otro.

Los surcos de ejote en Wisconsin eran más cortos que los surcos de media milla de betabel en Minnesota. Por eso, mi papá me dejaba andar en los campos con ellos en vez de esperar a la orilla, con la cubeta de agua. Yo miré que Rudy y Amalia se miraban y se sonreían secretamente. Todos los demás lo notaron también y los dejaban que se quedaran atrás de las dos familias. Nadie dijo nada, ni hizo preguntas. Era un acuerdo tácito para que los muchachos se cortejaran en paz. A mí no me pareció. Yo tenía celos. Rudy era el más cercano a mí en edad, aunque siete años mayor. No jugaba conmigo realmente, pero me molestaba, me hacía cosquillas hasta hacerme llorar y me ponía nombres como ―greñ s‖ y ―costr ‖. Er tención neg tiv , pero l deseaba de todas maneras. Era guapo y fuerte y no me gustaba compartirlo. Especialmente no de esta nueva y desconocida forma de ser. Sus nuevos sentimientos de lujuria adolescente parecían crear un círculo a su alrededor que la gente respetaba y esperaba. Yo lo resentía. Los alcancé en su surco. Rudy me miró amenazador desde su posición en cuclillas entre los surcos de ejotes.¿Qué quieres?- me gritó.


Amalia me miró también. Yo la miraba mientras pregunté―: Rudy, ¿por qué tienes ―C ro‖ gr b do en tu navaja? Él me atacó casi tirándome al suelo. Agarró un buen pedazo de cabello chino enredado con su mano derecha y, como si estuviéramos en la lucha libre, me torció el brazo con la mano izquierda. Hizo esto mientras me aventaba de regreso al carro. ―Es algo que no te importa, mugre. ¡Vete de aquí! Al terminar la temporada, estábamos haciendo maletas al atardecer. Íbamos a salir a las tres a la mañana del día siguiente. Había comentarios que ésta sería la última ocasión que iríamos al norte como familia. El próximo año sólo Apá, Luis y Rudy irían a trabajar en las fábricas de enlatar en Wisconsin. Amalia y su familia fueron a ayudarnos y a despedirse. Ella se la pasaba con Rudy mientras él llevaba paquetes para afuera. Cuando la cajuela ya estaba llena y nuestro cuarto casi vacío, todos los adultos se sentaron en sillas y colchones descubiertos, conversando de cómo había sido la temporada y las perspectivas del futuro. Rudy se llevó la caja de cartón que tenía nuestros tacos para el camino para ponerla en el asiento trasero del carro. Amalia lo siguió. Los observé desde la puerta de mosquitero. Él se

fue por un lado del asiento trasero del carro y se agachó para meter la caja. Ella se fue por el otro lado y se agachó para jalar la caja. Sus manos se tocaron en la caja. Se acercaron más adentro y se besaron… un l rgo y lento beso de adolescentes. Pensé en mi interior que era su primer beso. Él le tomó la mano por un minuto en el carro. Entonces los adultos se separaron, se dijeron adiós y buena suerte y todos se fueron a la cama. Rudy iba callado y miraba hacia afuera por la ventana todo el viaje a Texas.

Nos fuimos seis años juntos al norte. Se convirtió en una rutina familiar. Pero entonces Delia y Delmira se graduaron de la preparatoria. Se mudaron a San Antonio a vivir con Tía Chela y a buscar trabajo. Con sólo cuatro hijos, había más espacio en el carro, pero extrañábamos mucho a Delia y a Delmira. Entonces Apá cambió de rumbo. Decidió irse a Wisconsin a las fábricas de enlatar y llevarse sólo a Luis y Rudy con él. Era un trabajo terrible, pero pagaban bien. Sólo empleaban hombres, así que Amá, Diamantina y yo nos quedamos en casa.


Ellos revolvían los granos amarillos de elote que se cocían en unos enormes tanques. Tenían que pararse sobre un andamio porque los tanques eran de diez pies de altura. El vapor y el calor cambiaban la forma en que el cuerpo se refrescaba por sí mismo, lo que causaba problemas para dormir en la noche. Vivían en un campo que había sido construido sólo para hombres y entre ellos estaba Tío José, el hermano de mi mamá, que había ido con ellos. Después, Luis terminó la preparatoria y se fue a Texas para buscar fortuna en Wisconsin por todo el año. Se fue el día después del último día de la escuela con varios de sus amigos en un carro viejo y deteriorado. Allá, trabajó en algunas fundiciones. Dos años después, Rudy terminó la preparatoria, se casó y también se fue a trabajar en las fundiciones. Ahora sólo tenían que mantenerme a mí. Apá dejó de irse al norte. Empezó a recibir la pensión de su seguro social cuando yo tenía doce años y el tenía sesenta y dos.


ENSAYO Gloria AnzaldĂşa Ana Castillo


GLORIA ANZALDÚA Nació en Valle del Río Grande, Texas el 26 de septiembre de 1942. Provenía de una familia de obreros migrantes méxico-americana. Obtuvo una licenciatura en literatura inglesa y arte por la Universidad Panamericana, y una maestría en literatura comparada por la Universidad de Texas en Austin. Trabajó como profesora en la Universidad de Florida y en la del Estado de San Francisco. Autora de ensayos, poemas y libros para niños. Calificaba su temátic como ―chic no lesbi n feminist ‖. Además le interesaba hablar sobre las fronteras geográficas, de género, de raza y de identidad. Sus escritos los redactaba en lo que hoy se conoce como el spanglish. Entre, sus obras más conocidas están: Borderlands/La

Frontera: The New Mestiza; Making Face, Making Soul/ Haciendo Caras: Creative and Critical Perspectives by Women of Color y Prieta.

―Los chic nos, qué p cientes p rent mos ser, pero qué pacientes. Tenemos algo de la quietud del indio. Sabemos cómo sobrevivir. Mientras que otras razas han abandonado su lengua, nosotros la hemos conservado. Sabemos lo que es vivir bajo el martillazo de la cultura norte meric n domin nte…‖


CÓMO DOMAR UNA LENGUA SALVAJE (Fragmento) —Vamos a tener que controlar tu lengua —dice el dentista, sacando todo el metal de mi boca. Pedacitos plateados hacen ¡plaf! y tintinean al caer en el lavabo. Mi boca es una veta madre. El dentista está limpiándome las raíces. Me llega un tufo mientras respiro con dificultad. —Todavía no puedo taparte ese diente, aún está drenando —dice él—. Vamos a tener que hacer algo con tu lengua. —Noto la furia subir en su voz. Mi lengua sigue expulsando las tiras de algodón, empujando los tornos, las agujas largas y delgadas—. Nunca he visto algo tan fuerte o tan terco —dice él. Y pienso, ¿cómo domas una lengua salvaje, la entrenas para que guarde silencio, cómo la embridas y la ensillas? ¿Cómo haces para tumbarla?

¿Quién dice que robar a un pueblo de su idioma es menos violento que la guerra? —RAY GWYN SMITH Recuerdo cuando me sorprendieron hablando español en el recreo: eso me valía tres reglazos en los nudillos.

Recuerdo que me mandaron al rincón del salón de clases por "contestar" a la maestra angloamericana cuando todo lo que yo intentaba hacer era decirle cómo pronunciar mi nombre. "Si quieres ser americana, entonces debes hablar 'American'. Si no te parece, regrésate a México de donde viniste". "Quiero que hables inglés. Pa' hallar un buen trabajo tienes que saber hablar el inglés bien. Qué vale toda tu educación si todavía hablas inglés con un 'accent'", me decía mi mamá, mortificada de que yo hablara inglés como una mexicana. En Pan Am University era obligatorio que yo, al igual que todos los estudiantes chicanos, tomara dos clases de oratoria. Su propósito: quitarnos el acento. Los atentados en contra de la forma de expresión propia con la intención de censurar son una violación a la Primera Enmienda constitucional de los Estados Unidos. El anglo con cara de inocente nos arrancó la lengua. Las lenguas salvajes no se pueden domar, sólo se pueden cortar.

SUPERANDO LA TRADICIÓN DEL SILENCIO

Ahogadas, escupimos el oscuro. Peleando con nuestra propia sombra


el silencio nos sepulta. "En boca cerrada no entran moscas" es un dicho que escuché muchas veces cuando era niña. Ser habladora era ser una chismosa y una mentirosa, hablar demasiado. Las muchachitas bien criadas no contestan. Es una falta de respeto contestar a la madre o al padre de uno. Recuerdo uno de los pecados que solía recitarle al cura en el confesionario las pocas veces que me fui a confesar: le contesté a mí madre, hablar pa' 'tras, repelar. Hocicona, repelona, chismosa, ser una bocona, cuestionar, contar historias es señal de ser una malcriada. En mi cultura todas ellas son palabras despectivas cuando se aplican a las mujeres: nunca he escuchado que se les apliquen a los hombres. La primera vez que escuché a dos mujeres, una puertorriqueña y una cubana, decir la palabra "nosotras" me quedé impactada. No sabía que existiera esa palabra. Las chicanas usamos "nosotros" ya seamos hombres o mujeres. Nos roban nuestro ser femenino con el plural masculino. El lenguaje es un discurso masculino.

Y nuestras lenguas se han secado el desierto nos ha secado la lengua y hemos olvidado el habla. —IRENA KLEPFISZ

Aun nuestra propia gente, otros hispanohablantes, nos quieren poner candados en la boca. Quisieran reprimirnos con sus reglas de la academia.

OYE COMO LADRA: EL LENGUAJE DE LA FRONTERA

Quien tiene boca se equivoca. —DICHO MEXICANO

"Pocha, traidora cultural, al hablar inglés estás hablando el idioma del opresor, estás arruinando el idioma español", me han acusado varios latinos y latinas. El español chicano es considerado por el purista y por la mayoría de los latinos como deficiente, una mutilación del español. Pero el español chicano es una lengua fronteriza que tuvo un desarrollo natural. El cambio, la evolución, el enriquecimiento de palabras nuevas por invención o adopción han creado variantes del español chicano, un nuevo lenguaje. Un lenguaje que corresponde a un modo de vivir. El español chicano no es incorrecto, es una lengua viva. Para un pueblo que no es ni hispano ni vive en un país en donde el español es el idioma primario; para un pueblo


que vive en un país donde reina el inglés pero que no es angloamericano; para un pueblo que no se identifica por completo ya sea con el español estándar (formal, castellano) ni con el inglés estándar, ¿qué recurso le queda si no es crear su propio idioma? Un idioma al cual conectar su identidad, uno capaz de comunicar realidades y valores consecuentes con ellos mismos: un idioma con términos que no son ni español ni inglés, sino una mezcla de ambos. Hablamos un patois, una lengua bifurcada, una variación de dos idiomas. El español chicano surgió de la necesidad de los chicanos de identificarnos como un pueblo con características propias. Necesitábamos un idioma con el cual comunicarnos entre nosotros, un idioma secreto. Para algunos de nosotros, el idioma es una patria más cercana que el suroeste de los Estados Unidos, ya que muchos chicanos viven hoy en día en los estados del centro y el este del país. Y debido a que somos un pueblo complejo y heterogéneo, hablamos muchos idiomas. Algunos de los idiomas que hablamos son: 1. 2. 3. 4.

Inglés estándar Jerga del inglés e inglés de la clase trabajadora Español estándar Español mexicano estándar

5. Dialecto español del norte de México 6. Español chicano (Texas, Nuevo México, Arizona y California tienen sus variaciones regionales) 7. Tex-Mex (el dialecto de la región Texas-México) 8. Pachuco (conocido como caló) Mis lenguas "natales" son los idiomas que hablo con mi hermana y mis hermanos, con mis amigos. Son las últimas cinco de la lista, siendo la seis y la siete a las que les tengo más cariño. De la escuela, los medios de comunicación y las circunstancias de trabajo, he asimilado el inglés estándar y el inglés de la clase trabajadora. De Mamagrande Locha y de leer literatura española y mexicana, he asimilado el español estándar y el español mexicano estándar. De los inmigrantes mexicanos recién llegados y los braceros, he aprendido el dialecto del norte de México. Con los mexicanos trato de hablar ya sea el español mexicano estándar o el dialecto del norte de México. De mis padres y de los chicanos que viven en el valle de Texas asimilé el español chicano de Texas, el cual hablo con mi mamá, mi hermano menor (quien se casó con una mexicana y rara vez mezcla el español con el inglés), mis y tías y con parientes ya mayores. Con las chicanas de Nuevo México o Arizona hablo un poco de español chicano, pero a menudo no entienden lo


que digo. Con la mayoría de las chicanas de California hablo por completo en inglés (a menos que se me olvide). Cuando me mudé a San Francisco por primera vez, de pronto soltaba algo en español, avergonzándolas sin querer. A menudo es sólo con otra chicana tejana con quien puedo hablar libremente. Las palabras distorsionadas por el inglés se conocen como anglicismos o pochismos. El pocho es el mexicano americanizado o el estadounidense de origen mexicano que habla español con el acento característico de los norteamericanos, y que distorsiona o reconstruye el idioma según la influencia del inglés. El Tex-Mex o Spanglish es lo que se me da con mayor naturalidad. Puede que salte del inglés al español y viceversa en la misma oración o aun dentro de la misma palabra. Con mi hermana y mi hermano Nune y con mis contemporáneos chicanos tejanos hablo en Tex-Mex. De los niños y de la gente de mi edad asimilé el pachuco. El pachuco (el lenguaje de los jóvenes que usaban los tr jes estilo ―zoot‖ conocidos como "zoot-suiters") es un lenguaje de rebeldía, tanto contra el español estándar como contra el inglés estándar. Es un lenguaje secreto. Los adultos que pertenecen a la cultura y aquellos fuera de ella no pueden entenderlo. Está compuesto de argot tanto del inglés como del español. Ruca quiere decir

muchacha o mujer, vato quiere decir chico o muchacho, chale quiere decir que no, simón quiere decir que sí, churo es seguro o por supuesto, hablar es periquear, pigionear quiere decir besuquear, qué gacho quiere decir qué cuadrado o qué nerd, ponte águila quiere decir ten cuidado, la muerte se conoce como la pelona, A falta de práctica y por no tener con quienes hablarlo, he olvidado casi toda mi lengua pachuca.

EL ESPAÑOL CHICANO Después de 250 años de colonización española y anglosajona, los chicanos hablamos un español con diferencias significantes. Juntamos dos vocales contiguas en una sola sílaba y a veces cambiamos el acento tónico de ciertas palabras tales como maíz / maiz, cohete / cuete. No pronunciamos ciertas consonantes cuando aparecen entre vocales: lado / lao, mojado / mojao. Los chicanos del sur de Texas pronuncian la f como j como en jue (fue). Los chicanos usan "arcaísmos", palabras que ya no existen en el idioma español, palabras que han desaparecido en el curso del tiempo. Decimos semos, truje, haiga, ansina y naiden. Retenemos la j arcaica como en jalar derivada de una h previa (el halar francés o el halón alemán que entró en desuso en el español


estándar del siglo XVI), pero que todavía se encuentra en varios dialectos regionales, tal como el que se habla en el sur de Texas. (Por razones geográficas, los chicanos del Valle del Sur de Texas se vieron aislados lingüísticamente de otros hispanohablantes. Tendemos a usar palabras traídas por los españoles de la España medieval. La mayoría de los colonizadores españoles de México y del suroeste de los Estados Unidos provenían de Extremadura —Hernán Cortés entre ellos— y Andalucía. Los andaluces pronuncian la ll como una y, y su d tiende a ser absorbida por las vocales adyacentes: tirado se convierte en tirao. Trajeron consigo el lenguaje popular, los dialectos y los regionalismos. Los chicanos y otros hispanohablantes también cambian la ll por una y y la z por una s. Omitimos algunas sílabas iniciales, decimos tar en lugar de estar, toy en lugar de estoy, hora en vez de ahora (los cubanos y los puertorriqueños también omiten las letras iniciales de algunas palabras). También omitimos la sílaba final tal como pa para decir para. La y intervocálica, la ll como en tortilla, ella, botella, es reemplazada por tortia o tortiya, ea, botea. Agregamos una sílaba adicional al inicio de ciertas palabras: atocar por tocar, agastar por gastar. A veces decimos lavaste las vasijas, otras veces lavates (substituyendo la terminación del verbo con ates en vez de aste).

Usamos anglicismos, palabras prestadas del inglés: bola del inglés ball o pelota, carpeta del inglés carpet o alfombra, máquina de lavar (en vez de lavadora) del inglés washing machine. El argot Tex-Mex, que se crea al agregar un sonido en español al inicio o al final de una palabra en inglés tal como cookiar del inglés cook o cocinar, watchar del inglés watch o mirar, parkiar del inglés park o estacionarse y rapiar del inglés rape o violar, es el resultado de las presiones que enfrentan los hispanohablantes al tratar de adaptarse al inglés. No usamos la p l br ―vosotros/ s y su form verb l acompañante. No decimos claro (para decir que sí), imagínate o me emociona a menos que hayamos asimilado ese español de las latinas, de un libro o del salón de clases. El español de otros grupos de hispanohablantes atraviesa por un desarrollo igual o similar.

TERRORISMO LINGÜÍSTICO Deslenguados. Somos los del español deficiente. Somos tu pesadilla lingüística, tu aberración lingüística, tu mestizaje lingüístico, el objeto de tu burla. Porque hablamos con lenguas de fuego somos crucificados culturalmente. Racial, cultural y lingüísticamente


hablando somos huérfana.

huérfanos:

hablamos

una

lengua

Las chicanas que crecimos hablando el español chicano hemos internalizado la creencia de que hablamos un español empobrecido. Es un idioma ilegítimo, bastardo. Y debido a que internalizamos la manera en que nuestro lenguaje ha sido utilizado en contra nuestra por la cultura dominante, usamos nuestras diferencias de lenguaje contra nosotras mismas. Las chicanas feministas a menudo se evitan entre sí, recelosas y titubeantes. Durante muchísimo tiempo yo no podía descifrar el por qué. De pronto caí en cuenta. Acercarse a otra chicana es como mirarse al espejo. Nos da miedo lo que podamos descubrir allí. Pena. Vergüenza. Autoestima deficiente. En la niñez se nos dice que nuestro idioma está mal. Los repetidos atentados en contra de nuestra lengua materna disminuyen nuestra percepción de nosotros mismos. Los atentados continúan durante toda nuestra vida. Las chicanas se sienten incómodas al hablar en español con otras latinas, temerosas de su censura. El idioma de ellas no estaba prohibido en sus países de origen. Tuvieron toda una vida de vivir sumergidas en su lengua

materna; generaciones, siglos durante los cuales el español fue el idioma principal, el que se enseña en la escuela, se escucha en la radio y la TV, y se lee en el periódico. Si una persona, chicana o latina, tiene mi lengua materna en baja estima, ella también me tiene en baja estima. Entre mexicanas y latinas, con frecuencia hablamos en inglés por ser un idioma neutral. Aun entre las chicanas tendemos a hablar inglés en fiestas o congresos. Sin embargo, al mismo tiempo, tememos que los demás piensen que estamos agringadas porque no hablamos en español chicano. Nos oprimimos una a la otra para ver quién es la más chicana, competimos por ser las chicanas "de verdad", las que hablan como los chicanos. No hay una sola lengua chicana, así como no hay una sola experiencia chicana. Una chicana monolingüe cuya primera lengua es el inglés o el español es tan chicana como la que habla distintas variantes del español. Una chicana de Michigan o Chicago o Detroit es tan chicana como aquella del suroeste de los Estados Unidos. El español chicano es tan diverso lingüísticamente como lo es regionalmente. Para fines de este siglo, los hispanohablantes comprenderán el grupo minoritario más numeroso de los Estados Unidos, un país en el cual se les aconseja a los


estudiantes de las secundarias y las universidades estudiar el francés porque se le considera un idioma más "refinado". Pero para que una lengua siga viva debe ser usada. Para fines de siglo, el inglés, y no el español, será la lengua materna de la mayoría de los chicanos y los latinos.

Mis dedos se mueven traviesos por tu palma Como las mujeres en todas partes, hablamos en clave...

De modo que, si de verdad quieres herirme, habla mal de mi lengua. La identidad étnica es una piel gemela de la identidad lingüística: yo soy mi lenguaje. Hasta que pueda sentirme orgullosa de mi lenguaje, no podré sentirme orgullosa de mí misma. Hasta que pueda aceptar como legítimo el español chicano de Texas, el Tex-Mex, y todas las otras lenguas que hablo, no podré aceptar la legitimidad de mí misma. Hasta que sea libre de escribir de forma bilingüe y cambiar de código sin tener que traducir siempre, mientras tenga que seguir hablando inglés o español cuando lo que quiero hablar es el Spanglish, y mientras tenga que tener en cuenta a los angloparlantes, en lugar de que ellos me tengan en cuenta a mí, mi lengua será ilegítima.

Leí mi primera novela chicana en los años sesenta. Se trataba de City of Night [Ciudad de la noche] de John Rechy, un tejano gay, hijo de un padre escocés y una madre mexicana. Durante días caminé sin rumbo, asombrada y atónita de que un chicano escribiera y lograra ser publicado. Cuando leí I am Joaquín/Yo soy Joaquín, me sorprendió ver la publicación de un libro bilingüe escrito por un chicano. Cuando por primera vez vi poesía escrita en Tex-Mex, una sensación de alegría pura relampagueó en mi interior. Sentí como si realmente existiéramos como pueblo. En 1971, cuando comencé a dar clases de inglés en la secundaria a estudiantes chicanos, traté de complementar los textos obligados con obras escritas por chicanos, sólo para ser amonestada por el director, quien me prohibió hacerlo. Según él yo debía enseñar literatura inglesa y "americana". Bajo riesgo de que me corrieran, hice jurar silencio a mis estudiantes y les pasaba cuentos, una obra de teatro, poemas escritos por chicanos. En el postgrado, mientras hacía mis estudios de doctorado, tuve que "discutir" con

Ya no consentiré que se me haga sentir vergüenza por el simple hecho de existir. Tendré mi voz: india, española, blanca. Tendré mi lengua de serpiente: mi voz de mujer, mi voz sexual, mi voz de poeta. Superaré la tradición del silencio.

—MELANIE KAYE/KANTROWTTZ

"VISTAS", CORRIDOS Y COMIDA: MI LENGUA MATERNA


un asesor tras otro, un semestre tras otro, antes de que se me permitiera hacer de la literatura chicana mi área de concentración. Aun antes de que leyera libros escritos por chicanos o mexicanos, fueron las películas mexicanas que veíamos en el autocinema —la oferta especial de $1.00 por carro lleno— lo que me dio la sensación de pertenecer a algo. "Vámonos a las vistas", nos llamaba mi madre y todos — abuelita, hermanos, hermana y primos— nos amontonábamos en el carro. Devorábamos unos sándwiches de queso y mortadela en pan blanco mientras veíamos a Pedro Infante en un dramón lacrimógeno como Nosotros los pobres, la primera película mexicana "verdadera" (que no era una imitación de las películas europeas). Recuerdo haber visto Cuando los hijos se van y haber deducido que todas las películas mexicanas ensalzaban el amor que una madre tiene por sus hijos y lo que le pasa a los hijos e hijas ingratos cuando no le tienen devoción a sus madres. Recuerdo las películas de vaqueros cantadas de Jorge Negrete y Miguel Aceves Mejía. Ver películas mexicanas era como volver al hogar; a la vez, eso me hacía sentir cierto enajenamiento. La gente que iba a llegar lejos no iba a las películas mexicanas ni a los bailes, ni sintonizaba su radio a la música de boleros, rancheritas o corridos.

Pasé mi niñez y mi juventud escuchando música norteña, a veces conocida como música fronteriza del norte de México o música Tex-Mex, o música chicana o música de cantina. Crecí escuchando a los conjuntos, las bandas de tres o cuatro músicos formados dentro de la tradición folclórica que tocaban la guitarra, el bajo sexto, la batería y el acordeón de botones, el cual los chicanos habían adoptado de los inmigrantes alemanes que llegaron al centro de Texas y a México a dedicarse a la agricultura y a construir fábricas de cerveza. En el Valle del Río Grande, Steve Jordán y Little Joe Hernández gozaban de popularidad, y Flaco Jiménez era el rey del acordeón. Los ritmos de la música Tex-Mex son aquellos de la polka, también adoptada de los alemanes, quienes a su vez la adoptaron de los checos y los bohemios. Recuerdo las noches calientes y bochornosas en que los corridos —las canciones de amor y de muerte de la frontera entre Texas y México— reverberaban de amplificadores baratos desde las cantinas locales y se colaban por la ventana de mi recámara. Los corridos se difundieron ampliamente por vez primera a lo largo de la frontera entre el sur de Texas y México, durante los primeros conflictos entre los chicanos y los angloamericanos. Los corridos usualmente tratan de héroes mexicanos que realizan hazañas valientes contra


los angloamericanos opresores. La canción de Pancho Villa, "La cucaracha", es la más famosa. Los corridos de John F. Kennedy y de su muerte todavía gozan de mucha popularidad en el valle de Texas. Los chicanos ya mayores recuerdan a Lydia Mendoza, una de las cantantes de corridos más grandes de la región de la frontera, a quien se conocía como "la gloria de Tejas". Su "Tango negro", que cantó durante la Gran Depresión, la convirtió en una cantante del pueblo. Los corridos omnipresentes narraron cien años de historia en la frontera, llevaban noticias de acontecimientos y también eran una forma de entretenimiento. Los músicos y las canciones de la tradición folclórica forjaron nuestros mitos culturales principales e hicieron que nuestras duras vidas parecieran más llevaderas. Yo crecí sintiendo una ambivalencia hacia nuestra música. La música country & western y el rock-and-roll gozaban de más prestigio. En los años cincuenta y sesenta, entre los chicanos más agringados y con un poco más de escolaridad, había cierta sensación de vergüenza si alguien te sorprendía escuchando nuestra música. Sin embargo, yo no podía evitar marcar con el pie el ritmo de la música, ni dejar de tararear la letra, ni ocultarme a mí misma el júbilo que sentía al escucharla.

Hay formas más sutiles en las que internalizamos la identificación, sobre todo en la forma de imágenes y emociones. Para mí, ciertos alimentos y ciertos olores están ligados a mi identidad, a mi tierra. El humo de leña ondulándose hacia el cielo azul; el humo de leña perfumando la ropa de mi abuelita, su piel. El hedor del estiércol de vaca y las manchas amarillas en la tierra; el estallido de un rifle .22 y la peste de la cordita. El queso blanco hecho en casa chisporroteando en la sartén, derritiéndose dentro de una tortilla doblada. El menudo picante y caliente de mi hermana Hilda, el chile colorado dándole ese color rojo profundo, los pedazos de panza y el maíz pelado flotando en la superficie. Mi hermano Carito asando fajitas en el jardín trasero. Aun ahora, a tres mil millas de distancia, puedo ver a mi mamá sazonando la carne molida de res, puerco y venado con chile. Se me hace agua la boca de pensar en los tamales calientes y humeantes que estaría comiendo si estuviera en casa. SI LE PREGUNTAS A MI MAMÁ, "¿QUÉ ERES?"

La identidad es el núcleo esencial de quién somos como individuos, la experiencia consciente del yo interno. —KAUFMAN


Nosotros los chicanos estamos con un pie a cada lado de la frontera. Una parte de nosotros está constantemente expuesta al español de los mexicanos, la otra parte escucha el clamor incesante de los angloamericanos, de modo que olvidamos nuestro lenguaje. Entre nosotros no decimos nosotros los americanos o nosotros los españoles o nosotros los hispanos. Decimos nosotros los mexicanos (por mexicanos no queremos decir ciudadanos de México; no nos referimos a una identidad nacional, sino racial). Distinguimos entre los mexicanos del otro lado y los mexicanos de este lado. Muy dentro del corazón sentimos que ser mexicano no tiene nada que ver con el país en el que uno vive. Ser mexicano es un estado del alma: no uno de la mente, no uno de la ciudadanía. Ni águila ni serpiente, sino ambos. Y como el océano, ningún animal respeta las fronteras.

Dime con quién andas y te diré quién eres. —DICHO MEXICANO Si le preguntas a mi mamá, "¿Qué eres?" te dirá, "soy mexicana''. Mis hermanos y mi hermana dicen lo mismo. A veces yo respondo "soy mexicana" y otras veces digo "soy chicana" o "soy tejana". Pero me identifiqué con "raza", antes de identificarme con "mexicana" o "chicana".

Como cultura, nos llamamos a nosotros mismos "Spanish" cuando nos referimos a nosotros mismos como grupo lingüístico y cuando nos rajamos. En ese momento olvidamos que nuestros genes son predominantemente indígenas. Somos de un 70 a un 80 por ciento indios. Nos llamamos Hispanic o Spanish-American o Latin American o Latin cuando nos vinculamos a otros pueblos de habla hispana del hemisferio occidental y cuando nos rajamos. Nos llamamos Mexican-American o méxicoamericano para señalar que no somos ni mexicanos ni americanos, pero que somos más el sustantivo "americano", que el adjetivo "mexicano" (y cuando nos rajamos). Los chicanos y otra gente de color sufren económicamente al no aculturarse. Esta enajenación voluntaria (y sin embargo forzada) crea un conflicto psicológico, una especie de identidad dual: no nos identificamos con los valores culturales angloamericanos y tampoco nos identificamos con los valores culturales mexicanos. Somos una sinergia de dos culturas con varios grados de mexicanidad o anglicidad. Yo he internalizado a tal grado el conflicto de la frontera que a veces siento que uno cancela al otro y somos cero, nada, nadie. A veces no soy nada ni nadie. Pero hasta cuando no lo soy, lo soy.


Cuando no nos rajamos, cuando sabemos que somos algo más que nada, nos llamamos a nosotros mismos mexicanos, refiriéndonos a la raza y a la ascendencia; mestizo cuando afirmamos tanto nuestra parte indígena como la española (pero casi nunca reconocemos nuestra ascendencia negra); chicano cuando nos referimos a gente con conciencia política que nació o que se crió en los Estados Unidos; raza cuando nos referimos a los chicanos; tejanos cuando somos chicanos de Texas. Los chicanos no teníamos una noción propia como pueblo hasta 1965, cuando César Chávez y los trabajadores agrícolas se sindicalizaron y se publicó Yo soy Joaquín y se formó el partido de "la Raza Unida" en Texas. Ese reconocimiento nos convirtió un pueblo con características propias. Algo trascendental le ocurrió al alma chicana: nos volvimos conscientes de nuestra realidad y adquirimos un nombre y un lenguaje (el español chicano) que reflejaba esa realidad. Ahora que contábamos con un nombre, algunos de los fragmentos comenzaban a cobrar sentido al estar juntos: quiénes éramos, qué éramos, cómo habíamos evolucionado. Comenzamos a vislumbrar lo que algún día seríamos. Sin embargo, la lucha de identidades continúa, la lucha de las fronteras es todavía nuestra realidad. Algún día cesará esa lucha interna y será reemplazada por una

verdadera integración. Mientras tanto, tenemos que seguir la lucha. ¿Quién está protegiendo los ranchos de mi gente? ¿Quién está tratando de cerrar la fisura entre la india y el blanco en nuestra sangre? El chicano, sí, el chicano que anda como un ladrón en su propia casa. Los chicanos, qué pacientes aparentamos ser, pero qué tan pacientes. Tenemos algo de la quietud del indio. Sabemos cómo sobrevivir. Mientras que otras razas han abandonado su lengua, nosotros la hemos conservado. Sabemos lo que es vivir bajo el martillazo de la cultura norteamericana dominante. Pero más que contar los golpes, contamos los días, las semanas, los años, los siglos, los millones de años, hasta que las leyes y el comercio y las costumbres de los blancos se pudran en los desiertos que ellos mismos han creado, hasta que yazcan calcinados. Humildes y sin embargo orgullosos, quietos y sin embargo salvajes, nosotros los mexicanoschicanos caminaremos entre las cenizas mientras seguimos adelante con nuestras vidas. Tercos, perseverantes, impenetrables como la piedra, poseedores no obstante de una maleabilidad que nos vuelve irrompibles, nosotros, las mestizas y los mestizos, permaneceremos. TRADUCIDO POR LILIANA VALENZUELA.


EXTRAORDINARIAMENTE MUJER (Fragmento) ANA CASTILLO Yo tenía unos seis años. O tal vez cinco o siete, no me acuerdo, y los demás ya ni lo comentan. Pero hace unos años, cuando todavía éramos adolescentes, mis hermanos coincidían en que eso había sucedido cuando yo tenía seis. Pero hace ya unos años que tampoco hablan del asunto.

―P r los mexic nos l Virgen de Gu d lupe simboliz l vida tanto como María Guadaña simboliza la muerte. Pero quizás sólo sean dos caras de la misma moneda, una diosa de dos cabezas como Coatlicue, la feroz diosa de la fertilidad de los aztecas con su doble cabeza de serpiente...‖

Yo estaba tan flaca como una paja desnutrida, mis primeros dientes eran unos borradorcitos marrones, descalcificados. Más adelante me los sacaron toditos en la Escuela Dental de Cook County (Cook County Dental School). Me alimentaba sobre todo de frijoles, tortillas de maíz y café con azúcar y leche enlatada. El jugo era un lujo que ni se mencionaba. La leche de verdad nunca llegó hasta mi casa. La fruta y las verduras frescas también eran una extravagancia inexistente. Las cucarachas desfilaban desafiantes por la mesa de nuestra cocina y también merodeaban unas ratas del tamaño de un gato, que asustaban a nuestro propio gato y lo desanimaban de espantarlas. Nosotros no vivíamos en las casuchas de los inmigrantes ni en las barriadas de


Tijuana sino en el centro urbano de la ciudad norteña de Chicago, donde yo nací. Ya nadie se refiere a esa época en que yo me estaba muriendo, y conforme pasaban los días piaba cada vez más bajito, como un pajarito caído de su nido. La muerte ― l igu l que l m má páj ro que men z quien se cerc su crí ― me vigil b . En los n les de mi familia, mi muerte cercana es un hecho que ahora resulta demasiado doloroso como para admitirlo. Cuando todavía éramos chicos, mi hermanastro mayor solía hacerme bromas al respecto y de ese modo mantenía vivo el recuerdo de los hechos. Se reía de esa manera endemoniada y burlona en que lo hacen algunos hermanos mayores. Pero después se le podía ver en los ojos el susto. Él había tenido un roce terrible con María Guadaña. Los mexicanos se imaginan a la muerte como una mujer; la han bautizado con ese nombre. Ella había invadido nuestro apartamento, había venido a sentarse en la estrecha cama que yo compartía con mi hermanastra mayor, y me había tomado de la mano. Mi hermano había mirado a la Muerte a los ojos y me reprochaba el haberla invitado a venir. Una enfermera del departamento de servicios sociales venía a hacer su ronda a nuestro barrio destartalado y a

punto de ser demolido y me ponía una in inyección, decía que yo debería ser internada, y luego se iba. A mi abuela, que me tenía baja su cuidado, no se le decía ni una palabra acerca de mi enfermedad que, según nosotros, no era otra cosa más que la manera en que se manifestaba la pobreza en el cuerpo de una niña pequeña. La abuelita no hablaba ni una palabra de inglés y los blancos la asustaban. Tenía miedo de que si me llevaban con ellos yo no volvería jamás, igual que Peloncito, ese bisnieto a quien ella había recogido cuando su madre lo abandonó. Aparentemente él había nacido completamente incapacitado. Mi abuela le había dado de comer en su cama a cucharadas, le había cambiado los pañales, lo había mantenido vivo con su amor. Cuando él tenía 12 ó 14 años alguien del servicio social vino a ver a mi abuela y descubrió al niño enfermo, por lo que dio aviso a las autoridades y muy pronto Peloncito fue trasladado a otro lugar. A mi familia se le informó que nuestra casa no era conveniente para el niño, que él necesitaba ser internado; poco después, se le informó a mi abuela que el niño había muerto. Esos días tan oscuros, tanto tiempo después de la Gran Depresión que los norteamericanos blancos recuerdan con tanta claridad, todavía existen en América. La enfermedad, la mortalidad infantil, y sus demás formas que de manera enmascarada rondan a la gente pobre,


son una fuerza creciente hoy en día a lo largo de las ciudades y del campo. A su versión de esta fuerza terrible los aztecas la denominaban Cihuacóatl. Cihuacóatl o la mujer serpiente era una de las manifestaciones de la diosa madre, de quien se decía que en las noches se llevaba a los niños y en su lugar dejaba un cuchillo de obsidiana como símbolo de su sacrificio a los dioses. Del mismo modo, hoy en día a los bebés y a los niños de la gente pobre se les lleva lejos antes del amanecer sin que apenas profieran un gemido. Mi abuela no podía leer ni escribir en ningún idioma. Ella firmaba sus cheques de la beneficencia con una X. Pero era curandera y decidió negociar con María Guadaña, con la cual, según recuerdo, tenía una relación muy cercana. Yo era la menor de sus múltiples nietos y bisnietos y, tal como ella me dijo más adelante, cuando me recuperé, yo era la miel de caña de su corazón, su consentida, y ella no estaba dispuesta a dejarme partir. La abuelita era por entonces la persona más vieja del planeta y tampoco gozaba de buena salud. Era el ser más arrugado y blandito que yo había tocado jamás. Todavía recuerdo cómo me acurrucaba en su falda suave como cojín y, como una gatita, hundía mi cabeza entre sus senos, y al recibir su cálido aliento en mi frente sentía esa eterna, absoluta certidumbre que sólo nos da Nuestra

Madre. Sus débiles piernas ya no le permitían bajar las escaleras del apartamento del segundo piso donde vivíamos, así que les tocaba a mis hermanos mayores hacer mandados por ella. La abuelita mandó a mi hermana mayor, que entonces tenía unos 12 años, al mercado mexicano que estaba a la vuelta de la esquina con una lista de pedidos. Mi abuela, mujer analfabeta, sabia curandera, iba a curarme, no con inyecciones milagrosas ni con comida nutritiva, sino con magia. Algunos la llaman fe. Otros creen que se trata de recuperar la sabiduría de nuestros antepasados. Pero aquí, sin especular demasiado, simplemente la llamaremos magia. Mi hermana trajo dos velas de siete días, una escobita de mano hecha de hojas de maíz, y una docena de huevos frescos. El domingo, cuando fue a la misa de nuestra p rroqui , le pidió mi herm n que ―tom r prest d ‖ un poquito de agua bendita de la iglesia. San Francisco, la iglesia de los inmigrantes mexicanos de Chicago, era donde yo había recibido los sagrados sacramentos. Justo en medio, frente al altar, había una inmensa imagen de Nuestra Madre. Naturalmente, por entonces yo creía que ese lugar sagrado era Su casa; que esa hermosa mujer india de mirada enigmática era la diosa madre. Dios padre estaba ausente, aunque al igual que todos los


hombres de mi familia, que en general permanecían silenciosos y en la sombra, Él era sin embargo la autoridad suprema. Él nos vigilaba con una mirada cercana, crítica y omnipotente y generalmente instituía su poder mediante el recurso del miedo. Nuestra madre, en cambio, vigilaba a sus hijos sin condenar sus actos. Nuestra madre simplemente nos amaba. De las dos velas que mi abuela ordenó comprar, una era para san Judas, que es el santo patrón de los desamparados, un emisario celestial que cobra sentido cuando se ha perdido totalmente la esperanza. La vela que sus devotos le dedican es verde y conforme arde aleja todo el mal que se ha apoderado de nosotros. La otra vela estaba dedicada nada menos que a nuestra señora de Guadalupe, nuestra madre mexicana que nunca falla cuando nuestras madres terrenales, demasiado humanas y sobrecargadas con el peso de la vida, no pueden hacerse presentes. Nuestra amada madre, que nuevamente nos devuelve a los pliegues de su manto a la hora de nuestra muerte. La abuelita encendió la de san Judas en el altar que tenía sobre la cómoda de su cuarto, pero a la vela de nuestra madre la puso en el cuarto donde yo dormía con mis hermanos para que me vigilara.

La escobita es la varita mágica de san Martín. Se usa p r re liz r l limpiez espiritu l, con ell se ―limpi ‖ el espíritu del paciente y se le saca cualquier influencia negativa que le esté provocando la enfermedad. El huevo, que es de por sí todo un fenómeno, el símbolo perfecto de la vida, también sirve como instrumento a la curandera para la sanación. Un solo huevo con cáscara y todo que se sostiene en una sola mano puede funcionar como la escoba-varita de san Martín. Después, la curandera lo parte en un vaso transparente lleno de agua y adivina quién le ha hecho daño al paciente. Yo siempre veía a mi abuela barriendo los malos espíritus y usando los huevos para borrar el daño y las enfermedades de todas las personas de nuestra comunidad que venían a verla. Ella nunca les cobraba nada y muy de vez en cuando aceptaba un regalo, puesto que sus clientes estaban tan necesitados como nosotros o incluso más, según ella. No recuerdo haber probado nunca esas sopas caseras que supuestamente preparan las abuelas cuando uno tiene fiebre o resfrío. Nunca me internaron en un hospital. Nadie llamó al médico. Pero con su magia y con la ayuda de nuestra madre, la abuelita me rescató de las garras de María Guadaña.


Y fue así como empecé mi propio aprendizaje como curandera. Yo no pedí que se me enseñara nada. Tampoco creo que quisiera aprenderlo. Pero así como de niña aprendí de primera mano que la muerte es una mujer, también aprendí que la vida es una mujer y que mi inevitable legado como mujer, como nieta de curandera y como hija de la Guadalupe, era tener una relación íntima tanto con la vida como con la muerte. Para los mexicanos la Virgen de Guadalupe simboliza la vida tanto como María Guadaña simboliza la muerte. Pero quizás sólo sean dos caras de la misma moneda, una diosa de dos cabezas como Coatlicue, la feroz diosa de la fertilidad de los aztecas con su doble cabeza de serpiente. La serpiente también ha simbolizado universalmente la regeneración, la muerte que antecede una nueva vida, el eterno ciclo natural de todos los seres vivientes. L buelit ―cur nder viej y ncestr l, discípul de nuestr m dre m tri rc mexic n ― tomó l más pequeña, a la más frágil de sus descendientes bajo su tutela y me enseñó todo lo que pudo hasta que se murió, cuando yo estaba por cumplir los diez años. Cuando cumplí los 20, ingresaron a formar parte de mi vida diversas personas que insistieron en que ya mi trabajo

había sido señalado por el destino, aunque yo tuviera otros planes. Así que retomé mi aprendizaje. Pero antes, cuando yo todavía era niña, cuando las piernas de mi abuela dejaron de responderle y tuvieron que confinarla a una silla de ruedas, la llevaron al apartamento de su hijo mayor donde siempre había alguien que podía cuidarla. Yo la extrañaba muchísimo. Nunca he dejado de echarla de menos. Pero por entonces, poco después de que se la llevaron, una de mis primas jóvenes vino desde Laredo, Texas, a quedarse con nosotros y, aunque generalmente me ignoraba, la presencia de esta nueva pariente me tenía intrigada. Gr ci s Bert , es ―chic m l ‖ que er mi prim mayor, pude darme cuenta de la dualidad presente en la infinita sabiduría y el amor incondicional de nuestra madre. Berta, al igual que mi hermana, era una adolescente, estaba en esa edad mística en la que las púberes se maravillaban ante el vello de las axilas de las chicas mayores y ante el gran secreto compartido de su ciclo menstru l, l que se referí n como su ― migo‖. (Pensándolo bien, mi hermana todavía se refiere a éste en esos términos).


La razón por la que mi prima Berta iba a quedarse con nosotros un tiempo también era para mí un misterio. Me resultaba extraño que a una parienta lejana de mi madre la dejaran viajar sola a cualquier lugar, y mucho más que la hubieran mandado tan lejos con unos familiares a los que apenas conocía. Sin embargo, sabía que la explic ción que me d b n ―que Bert h bí venido Chicago a terminar la secundaria para que después consiguier tr b jo en un oficin de quí― no podí ser la causa de tano cuchicheo entre las mujeres de la cocina. Eventualmente llegué a enterarme, después de esconderme tras las cortinas que separaban los cuartos, haciéndome la que estaba dormida o concentrada en cualquier libro o dibujo, que Berta estaba a cargo de mi m dre porque se h bí metido en ―problem s‖. Según su madre, ella era una chica fértil imposible de controlar; muy a su pesar, había tenido que mandar a la mayor de sus hijas a nuestra casa. Chicago estaba casi tan lejos de Laredo como podía imaginarse la mamá de Berta. El día que me mandaron al mercado a traer una vela de siete días dedicada a la Virgen de Guadalupe previamente se tuvo una larga discusión a puerta cerrada. Esa vez, mi hermana formó parte de ese cerrado círculo de mujeres e incluso se le permitió quedarse en el departamento,

mientras que a mí me enviaron al mandado y después me dijeron que me quedara sentada en la entrada. Trajeron a una lejana parienta política quien, según me enteré luego, era una experta en ese tipo de operaciones a la que iban a someter a Berta. En esos tiempos, las mujeres se referían a esa operación con el término en esp ñol de ―l cur ‖. Cerca de una semana después de que Berta se sometió a la cura fuimos a visitar a mi abuela. Yo estaba sentada junto a la abuelita, tal como lo hacía siempre ―me encantaba tocarla, estar a su lado―, cuando Berta y ella empezaron a conversar. Primero mi abuela le preguntó que cómo la habían engañado, porque el enamorado había sido muy listo o porque ella había sido muy ingenua. Pero de que la había engañado, a mi abuela no le cabía la menor duda al respecto. En su época, le dijo mi abuela, a los 15 ya era una buena edad para el matrimonio. Pero ahora las chicas podían acceder a la educación, tener otras posibilidades aparte de atarse a un hombre toda su vida y de dar a luz hijos desde tan tierna edad. Berta estaba tomando una taza de té de ruda y hierbabuena que le había recetado mi abuela. La ruda le ayudaría para el flujo y la hierbabuena hace bien para


todo. Mi prima, que de una adolescente necia y frívola se había convertido en casi una mujer de la noche a la m ñ n , p recí est r triste, vergonz d . ―Ni siquier v y s pens r en lo que h p s do con remordimiento.‖ Mi abuelita hablaba despacio. Sus palabras iban dirigidas a Berta, pero yo las escuché como si fueran mías también. Y las he llevado conmigo desde entonces. Mi buelit t mbién dijo: ―¿Ves es t z llen de es hierb buen ? H z de cuent que tu útero es es t z ‖. Ella no dijo útero, pero señaló hacia el suyo con un dedo. ―Hij , los espíritus nos rode n por tod s p rtes. A veces quieren volver, estar en esta vida. Tienen ojos pero lo ven todo muy borroso. Ellos están buscando un lugar donde puedan encarnar nuevamente. A veces uno de ellos llega hasta una taza que, si bien está llena, todavía no está lista para alimentar a nadie. No te preocupes, ya encontrará otra taza; ya tendrá otra oportunidad si está decidido a regresar, si tiene un asunto que resolver aquí. Lo importante es que tú sabías que no podías darle lo que necesitaba y, por lo tanto, tomaste la mejor decisión…‖ Éstas no fueron las palabras textuales de mi abuela. Sus verdaderas palabras fueron más simples y las dijo en español hace ya mucho, mucho tiempo. Pero esto es lo que yo recuerdo. Recuerdo a Berta llorando muy

despacio, mientras sorbía su té de ruda amarga y hierbabuena. Recuerdo a mi abuela rezando su rosario de cuentas de plástico blancas. Recuerdo la voz de mi mami desde l otr h bit ción, ll mándonos de repente: ―¿Y están list s, much ch s?‖ Y recuerdo t mbién el l rgo viaje a casa en el camión. Mi madre no quería despertar las sospechas de mi padre acerca de nuestra improvisada visita y quería que regresáramos antes de que él volviera a casa. Berta regresó a Laredo antes de que acabara el año escolar. Al final de todo le fue muy bien; es más, hace poco la hicieron abuela. Cuando a nuestra madre sólo se le considera como una especie de María unidimensional de nuestro tiempo, en vez de verla como a esa gran dualidad de la vida y la muerte, se le relega al mismo estatus de segunda clase al que han sido relegadas la mayoría de mujeres del mundo. Se le niega la capacidad de desear, no tiene identidad ni sexo, salvo por su útero. Ella es la cocinera, la concubina, la que procrea y cuida a los niños y a los hombres. Los hombres la invocan y la llevan en su estandarte para que los guíe en sus luchas. La exhiben, se apoderan de su amor y de su magia para edificar una formidable fortaleza, una batería de cañones para que los proteja del enemigo. Pero durante muchísimo tiempo


esas guerras que las mujeres han tenido que emprender en nombre de los hombres, en nombre de la humanidad, se han iniciado desde mucho antes: en el hogar, frente al fogón, en el útero. Nosotras hacemos todo lo posible para proteger y brindar alimentos a nuestros jóvenes, a nuestras familias, a nuestras tribus. Puesto que somos humildes la llamamos en privado, en nuestro rezo a solas, desde nuestras cocinas y dormitorios, como si Ella no tuviera otros asuntos más importantes que atender aparte de aquellos que le conciernen a una madre, a todas las madres, a cualquier mujer ordin ri ―cu ndo ninguna mujer que llegue a conocerse a sí misma podría seguir siendo un ser ordinario.


TEATRO Luis Valdez Carlos Morton


LUIS VALDEZ Nació en Delano (California) el 26 de junio de 1940. Sus padres fueron migrantes que trabajaban en una granja Valdez vivió, trabajó y estudió en lo que hoy es la capital del Valle del Silicio. En el año de 1962 funda El Teatro Campesino, en el cual fue configurando un peculiar lenguaje escénico, como la música de los corridos y otras representaciones populares, el juego con las máscaras, la parodia y la perspectiva crítica; todo ello de fuerte raíz brechtiana. Ha dedicado más de 40 años a dar voz a los trabajadores del campo y a la cultura chicana. Luego de que surgió el movimiento chicano, se unió al legendario líder campesino César Chávez para apoyarlo en educar y dar a conocer la situación precaria de los trabajadores del campo. Desde 1971 viene presentando Las Cuatro Apariciones de la Virgen y La Pastorela. Además ha adquirido reconocimiento con obras como La Carpa de los Rasquachis (1973) y El Fin del Mundo (1976).

En 1978 escribió su gran éxito Zoot Suit, obra que se presentó durante más de un año en Los Ángeles y llegó a Broadway. Se estrenó en México el 29 de abril de 2010 en el teatro UNAM-Juan Ruiz de Alarcón. Por otro lado, su gran triunfo cinematográfico fue La Bamba (1987).


ZOOT SUIT (Fragmento) LUIS VALDEZ SE ABRE EL JUICIO

Música: El banco de JUEZ está hecho de bultos de periódicos apilados en línea recta dentro de una camioneta de cambios. La camioneta es empujada hacia dentro por los batos. Después PRENSA va en ella con las banderas federal y del estado. Un OFICIAL pone una carreta: El trono del JUEZ. De manera simultánea, EL PACHUCO camina escena abajo acompañado por TRES PACHUCAS quienes cantan el coro. EL PACHUCO enciende un cigarro de marihuana y canta: PACHUCO:

――Tú eres Henry Reyn , ése, ¡H nk Reyn ! La carnada de la delincuencia juvenil. El zoot suiter. El pachuco. El joven pachuco amargado, el líder de la pandilla de la calle 38. Eso es lo que s ben de ti…‖

MARI- MARI- JUANA MARI- MARI- JUANA BOOGIE MARI- MARI- JUANA MARI- MARI- JUANA BOOGIE MARI- MARI- JUANA


THAT‘S MY BABY‘S NAME

(HENRY avanza escena abajo a un espacio cerrado.)

PACHUCO: Algo dentro de ti desea el castigo, ése. La humillación púbica. Y el sacrificio humano. Lo único es que ya no hay pirámides, carnal. Sólo la cámara de gas. (La familia de HENRY entra con ALICE, DELA Y BERTHA: Cargan con sus sillas

plegables, se sientan a un costado.) PÓNGASE ALERTA, ESE BATO

PACHUCO:

NO SE VAYA AL ROL

MI JAINA SE LLAMA JUANA

PORQUE VA A EMPEZAR AL RATO

JUANA, JUANA, JUANA

EL PIANO DEL CANTÓN

PERO YA TODOS LOS BATOS

PORQUE VA A EMPEZAR AL RATO

LE DICEN MARIJUANA

EL MARIJUANA BOOGIE, ¡BOY!

MARI-MARI-JUANA ¡CÓMO TE QUIERO YO!

(Continúa la música mientras que EL PACHUCO fuma del toque.) ¿Todavía te sientes muy patriota, ése? HENRY:(Con obstinación.) ¿Qué quieres decir? El juicio ni ha empezado. PACHUCO: Dejémonos de tanta mierda y vamos al veredicto, Hank. Es el año 1942. ¿O será 1492? HENRY: (Sintiendo miedo de repente.) Tú me estás haciendo esto, bato.

(HENRY entra y camina escena arriba, donde se une a los

batos que están en línea, sentados en bultos de periódicos. Entra PRENSA.) PRENSA: El juicio masivo más grande de la historia del condado de Los Ángeles se abrirá mañana a las 10. a.m. en el tribunal superior. Sesenta y seis cargos contra veintidós implicados en el caso del


infame asesinato en Sleepy Lagoon. Siete abogados trabajarán en la defensa de los acusados y dos lucharán porque sean procesados. El procurador estima que hay cientos de testigos que serán ll m dos jur r y testific r, cito, ―p r exterminar el pandillerismo juvenil mexic no‖. Fin de cita. OFICIAL: (Golpea el martillo contra el banco.) El tribunal

superior del estado de California. En y para el condado de los Ángeles. Departamento 43. El honorable juez F.W. Charles, preside. ¡Todos de pie! (JUEZ CHARLES entra. Todos se ponen de pie. EL PACHUCO se pone en cuclillas. JUEZ es actuado por el mismo actor que interpreta a EDWARDS.) JUEZ: Por favor, tomen asiento. (Todos se sientan. EL PACHUCO permanece de pie.) Cite el caso, oficial. OFICIAL: (Leyendo una hoja.) El pueblo del estado de California contra Henry Reyna, Ismael Torres, Thom s Roberts, José C stro y otros dieciocho… (Dudando un poco.)… P -cu-cos. JUEZ: ¿Está presente el abogado defensor? GEORGE: Sí, su Señoría. JUEZ: Proceda, por favor. (Señala a PRENSA.) PRENSA: Señorí …

GEORGE: (Habla de inmediato.) Si la corte me permite, el viernes me fue informado que el fiscal de distrito le prohibió a la oficina del sheriff que estos jóvenes tuvieran ropa limpia o se cortaran el cabello. Ya hace tres meses que fueron rrest dos… PRENSA: (Entrando a la conversación.) Señoría, queremos demostrar en el testimonio de que su estilo de corte de cabello caracteriza a la pandilla de l C lle 38… GEORGE: Tres meses, su Señoría. PRENSA:…su bund nci de c bello, pein do col de p to, los p nt lones p chucos…

l estilo

GEORGE: Señorí , puedo inferir que el fisc l…está tratando de que estos jóvenes parezcan de mala reputación, como criminales. PRENSA: Su apariencia es distintiva, su Señoría. Es esencial para el caso. GEORGE: ¡Trata de explorar el hecho de que estos jóvenes parecen extranjeros por su apariencia! Aunque este tipo de ropa la usan los jóvenes de todo Estados Unidos. LA PRENSA: Señorí …


JUEZ: (Golpeando su martillo.) No creo sea importante si su ropa está sucia. GEORGE: ¿Qué con sus cortes de cabello, Señoría? JUEZ: (Rigiendo.) El corte de cabello pachuco se mantendrá durante el juicio para que los testigos identifiquen a los acusados. PACHUCOS: ¿Lo escuchaste, ése? Escúchalo de nuevo. (Chasquea los dedos. El JUEZ repite

automáticamente.) JUEZ: El corte de cabello pachuco se mantendrá durante el juicio para que los testigos identifiquen a los acusados.

GEORGE: (Tratando aún de poner la escena.) ¿Entonces, puede la corte, por favor, permitir que mis clientes se sienten junto a mí durante el juicio para que yo pueda consultar con ellos? JUEZ: Petición denegada. GEORGE: ¿Puedo pedir a su Señoría que al acusado Thomas Roberts se le permita levantarse de su asiento y caminar hacia la mesa de la defensa para que consulte conmigo durante el juicio? JUEZ: Por supuesto que no lo permitiré. GEORGE: ¿Por qué no?

PACHUCO: Quiere asegurarse de que sepamos quién eres.

JUEZ: No. Es una corte pequeña, señor Shearer. No podemos tener a los veintidós acusados por todos lados.

JUEZ: Me llama la atención que el jurado está teniendo problemas para distinguir a un joven del otro, así que he decidido que los acusados se pongan de pie cada vez que su nombre sea mencionado.

GEORGE: Entonces, tengo una objeción. Considero que se están negando los derechos de los acusados, estipulados tanto en la constitución federal como en la del estado.

GEORGE: ¡Objeción! Si el fiscal hace una acusación, eso significará una auto- incriminación.

JUEZ: Bueno, ésa es su opinión. (Martillando.) Llame a su primer testigo.

JUEZ: (Pausa.) No necesariamente. (A PRENSA.) Por favor, proceda.

PRENSA: La fiscalía llama al teniente Sam Edwards del Departamento de Policía de Los Ángeles.


PACHUCO: (Chasquea los dedos. Vuelve a ver al JUEZ.) ¿Saben qué? Ya escuchamos bastante a este bato, ¿no? Vámonos con la defensa. (Chasquea los dedos. PRENSA toma asiento. GEORGE se levanta.)

JOEY: ¡Más alba nalga!

GEORGE: La defensa llama a Adela Barrios.

DELA: Adela Barrios. (Se sienta.)

OFICIAL: (Llamando.) Adeeela Barreeos. (DELA BARRIOS sale de entre los espectadores. BERTHA

GEORGE: Señorita Barrios, ¿estaba usted con Henry Reina la noche del primero de agosto de 1942?

se inclina hacia delante.) BERTHA: (Entre los espectadores) No les digas nada. (EL OFICIAL toma el juramento de DELA en

silencio.) PACHUCO: Mira a tu pandilla. Sí parecen criminales. Se miran bien gachos. (HENRY mira a los batos,

quienes estaban tumbados en sus lugares.) HERNY: (Susurra.) Vamos, batos, acomódense.

TOMMY: Pon algo de estilo en tus nalgas. HENRY: ¡Enderécense! (Todos se enderezan.) GEORGE: Diga su nombre, por favor.

DELA: Sí. JUEZ: (A HENRY.) De pie, por favor. (HENRY se pone de

pie.) GEORGE: Por favor, diga a la corte qué sucedió esa anoche. DELA: (pausa. Respira.) Bueno, después del baile del sábado en noche, Henry y yo nos fuimos a Sleepy Lagoon como a las once y media.

SMILEY: Estamos cansados, Hank. JOEY: Tengo adolorido el trasero. TOMMY: Sí, mira las sillas blanditas que tiene el jurado. HENRY: ¿Qué esperabas? Tratan de que nos veamos mal. Vamos. Enderécense. SMILEY: Simón, batos. Hank tiene razón.

SLEEPY LAGOON.

Música: El tema de Harry James. EL PACHUCO crea la escena. La luz cambia. Vemos una luz oscilante en el piso que va creciendo a medida que avanza la música. Se convierte en la imagen de la laguna. Cuando suena un solo de trompeta,


HENRY se acerca a DELA y ELLA se levanta con

suavidad. DELA: Había luna llena esa noche y tan pronto como llegamos a Lagoon nos dimos cuenta que el lugar est b v cío… (Un par de faros de coche se

proyectan silenciosamente desde el fondo negro del escenario.) Henry estacionó el carro en la orilla del lago y nos relajamos. (Los faros desaparecen.) Era una noche tan bonita y cálida, y el cielo estaba tan lleno de estrellas, que no pudimos quedarnos en el carro. Así que nos bajamos y Henry me tomó de la mano. . . (Henry se levanta y toma la mano de DELA.) Caminamos alrededor de la laguna. Al principio ninguno de los dos decíamos nada, sólo se escuchaban los sonidos de los grillos y las ranas. (Sonido de grillos y ranas, mientras la música permanece como fondo.) Cuando llegamos al otro lado del lago, empezamos a escuchar música, entonces le pregunté a Henry, ¿qué es eso? HENRY: Parece que hay una fiesta. DELA: ¿Dónde? HENRY: En el rancho de los Williams. Ve las luces de la casa.

DELA: ¿Quiénes viven allí? HENRY: Un par de familias. Mexicanos. Creo que trabajan en el rancho. Ya sabes, se apellidaban González pero se cambiaron, a Williams. DELA: ¿Por qué? HENRY: No sé. Quizá piensan que les da más clase. (Escuchamos música mexicana.) Ay, jijo. Probablemente están celebrando una boda o algo. DELA: Tan pronto como él dijo boda, dejó de hablar y los dos sabíamos por qué. Él pensaba en algo, algo que tr t b de decirme sin que son r brusco… HENRY: Del … ¿qué v s guerra?

h cer si no regreso de la

DELA: Ésa no era la pregunta que yo esperaba, así que respondí algo bobo como, no sé, ¿y por qué no vas a volver? HENRY: Quizá espero demasiado de la vida, ¿ves? Desde que era niño tenía la sensación de que se iba a dar una gran fiesta en algún lado y que yo estaba invitado, pero que no sabía cómo llegar ahí. Y tengo muchas ganas de ir, aunque arriesgue mi vida para lograrlo. Suena como una locura, ¿verdad? (DELA y HENRY se besan. Se abrazan y HENRY habla con trabajo.)


HENRY: Si regreso de la guerr … ¿te c s rí s conmigo? DELA: ¡Sí! (ELLA lo abraza y casi se caen.) HENRY: ¡Órale! Nos vas a tirar en la laguna. Oye, ¿y cómo crees que responda tu viejo? No le va a gustar que te cases conmigo. DELA: Ya lo sé, pero no me importa. Me iré contigo al infierno si me lo pides. HENRY: ¿Sabes qué? Te haré la boda pachuca más grande que jamás se haya visto en Los Ángeles. (Otro par de faros viene desde la izquierda DELA

regresa a su narración.)

HENRY: ¡Chale! (HENRY da la vuelta y corre escena

arriba, donde se congela.) DELA: ¡Henry! Henry corrió por atrás de la laguna y empezó a pelear él solo contra ellos. Rafas había juntado a diez tipos y todos atacaron a Henry como si fueran una jauría de perros. Él luchó tanto como pudo, pero lo lanzaron al piso y lo patearon hasta que perdió el conocimiento. (Los faros desaparecen.) Después de que se fueron, corrí hacia Henry y lo tomé entre mis brazos hasta que volvió en sí. Iba a decirle que estaba herido, pero él h bló primero y dijo…

DELA: Entonces llegó otro carro a la laguna. Era Rafas acompañado de algunos tipos borrachos de la pandilla Downey. Se bajaron y empezaron a quebrar las ventanas del carro de Henry. Él les gritó y ellos empezaron a insultarnos. Le dije a Henry que no les dijera nada, pero él les contestó los insultos.

PACHUCO: Vamos a la ciudad por lo batos. (Músic : ―In the Mood! De Glen Miller. HENRY se vuelve hacia los batos y estos se ponen de pie. A SMILEY, JOEY y TOMMY se les unen RUDY, BERTHA, LUPE y ELENA, quienes entran por el otro lado. ELLOS

HENRY: Espérame aquí, Dela.

DELA: Nos tomó una hora ir a la ciudad y volver. Fuimos a la laguna como en ocho carros, pero la pandilla Downey ya no estaba.

DELA: Henry, no. ¡No vayas! ¡Por favor, no vayas! HENRY: ¿Qué no oyes lo que le están haciendo a mi coche? DELA: ¡Son muchos! ¡Te van a matar!

giran escena abajo en un grupo compacto y se congelan.)

JOEY: Órale, ¿pos qué pasó? No hay nadie. SMILEY: Entonces vámonos a Downey.


LOS MUCHACHOS: (Ad libitum.) ¡Vámonos! HENRY: ¡Chale! ¡Chale! (Pausa. Todos se detienen.) Ya estuvo. Todos a casa. (Un gruñido colectivo de los muchachos.) ¡Al cantón! DELA: En eso estábamos cuando oímos de nuevo música desde el rancho de los Williams. No sabíamos que Rafas y su banda habían estado ahí también, haciendo problemas. Así que cu ndo Joey dijo… JOEY: Hey, ¡Hay una fiesta! Bertha, vamos a bailar. DELA: Todos nos fuimos para allá gritando y riendo. (El

grupo de batos gira hacia escena arriba en un congelamiento mimado.) Los del rancho de Williams nos vieron y pensaron que éramos de la banda Downey que regres b de nuevo…Nos t c ron. (El

grupo ahora mima una serie de cuadros mostrando la pelea.) Un anciano corrió a la cocina y regresó con un cuchillo, y Hank tuvo que golpearlo. Entonces una chavala me agarró de los cabellos y en un segundo ¡todos estábamos peleando! ¡La gente agarraba palos de las verjas, botellas, lo que fuera! Todo sucedió tan rápido que no sabíamos lo que nos golpeaba, pero Henry dijo: ¡Vámonos! HENRY: ¡Pintémonos! ¡Fuera de aquí!

DELA: Y empezamos a salir... Antes de que llegáramos a los carros, vi algo de reojo. . . Era un tipo. Estaba golpeando con una estaca muy grande a un hombre que estaba en la tierra. (EL PACHUCO mima esta acción.) Henry lo llamó, pero él no quería detenerse. No quería detenerse, no quiso detenerse, no quiso… (DELA llorando, toma a HENRY en sus brazos. Los batos y rucas empiezan a retroceder a sus lugares, silenciosamente.) De regreso a nuestros autos todos estábamos callados, como si no hubiera pasado nada. No sabíamos que José Williams había muerto en la fiesta esa noche y que los muchachos iban a ser arrestados al día siguiente por asesinato. (HENRY se separa de ella y regresa a su lugar. DELA

reasume su papel de testigo.) LA CONCLUSIÓN DEL JUICIO

Las luces alumbraban la sala del tribunal cuando el JUEZ CHARLES golpea con el martillo. Todos vuelven a sus lugares. GEORGE: Su testigo. PRENSA: (Preparándose para atacar.) Dices que Henry Reyna golpeó al hombre con su puño. (Señala el


lugar en donde HENRY está parado.) ¿Él es Henry Reyna? DELA: Sí. Es decir, no, él es Henry, pero él no… PRENSA: Siéntese, por favor. (HENRY se sienta.) Bien, ¿después que Henry Reyna golpeó al anciano con el puño le clavó el cuchillo? DELA: El que tenía el cuchillo era el viejo. PRENSA: ¿Entonces Henry sacó el suyo? GEORGE: (Levantándose.) Señoría, protesto porque el fiscal está induciendo al testigo. PRENSA: No estoy induciendo al testigo. GEORGE: Por supuesto que sí. PRENSA: En serio que no. GEORGE: Claro que sí. JUEZ: Le sugiero, señor Shearer, que investigue durante la hora de receso, lo que significa la palabra ―inducir‖.

PRENSA: ¿Dónde estaba Smiley Torres durante todo esto? ¿No es cierto que Smiley Torres tomó a una mujer por los cabellos y la pateó en el suelo? ¿Puede Smiley Torres ponerse se pie? (SMILEY se pone de pie.) ¿Éste es el hombre? DELA: Sí, es Smiley, pero él... PRENSA: Siéntese, por favor. (SMILEY se sienta. PRENSA muestra un leño.) ¿José Castro no llevaba ningún tipo de palo? GEORGE: (Otra vez de pie.) Señoría, ¡protesto! No se encontró ningún palo. El fiscal está implicando que este leño está relacionado, de alguna forma, con mi cliente. PRENSA: No estoy implicando nada. Señoría, yo solamente estoy utilizando este leño como una ilustración. JUEZ: Objeción denegada.

GEORGE: Pido por favor al tribunal que se anote el comentario de su Señoría como mala conducta.

PRENSA: ¿Puede ponerse de pie, por favor? (JOEY se pone de pie.) ¿Es éste el hombre que cargaba un palo? (DELA se niega a contestar.) Responda la pregunta, por favor.

JUEZ: (A PRENSA.) Proceda. (GEORGE cruza regresando

DELA: Me niego.

a su silla)

PRENSA: está bajo juramento. No puede rehusarse.


JUEZ: Conteste la pregunta, jovencita. DELA: Me niego.

PRENSA: ¿Henry Reyna, el líder pachuco de la Calle 38, mató intencionalmente a José Williams?

PRENSA: ¿Éste es el hombre al que vio golpear a otro hombre con un p lo? Señorí …

DELA: No. Ellos nos atacaron primero.

JUEZ: Le ordeno que responda la pregunta.

DELA: Lo hicieron, pensaron que nosotros éramos de la banda Downey.

GEORGE: Objeción, Señoría. Es obvio que la testigo teme que su testimonio sea manipulado por el fiscal PRENSA: Le recuerdo al tribunal que tenemos una confesión firmada por José Castro en la cárcel. GEORGE: Objeción. ¡Aquéllas no fueron confesiones! Aquéllas fueron declaraciones. Unas son verdaderas y otras falsas, Señoría, obtenidas por la policía quien golpeó y forzó a los acusados. JUEZ: Creo que técnicamente el término es admisible, señor Fiscal. Objeción aprobada. (Aplausos de los espectadores.) Si hay otro alboroto desalojarán la sala. Continúe, señor Fiscal.

PRENSA: No le pedí su comentario.

PRENSA: Sólo responda a mis preguntas. DELA: Nosotros sólo actuamos en defensa propia hasta que pudimos salir de ahí. PRENSA: Señoría, podría pedirle a su testigo que coopere. JUEZ: Le advierto, señorita, que si no responde a la pregunta la retendré por desacato. PRENSA: ¿Era éste el Henry Reyna que llevaba un tubo de tres pies de metal? DELA: No. PRENSA: ¿Era éste el tubo de metal de dos pies?

PRENSA: Tome asiento, por favor. (JOEY se sienta. GEORGE regresa a su asiento.) ¿Es Henry Reyna el líder de la Pandilla Calle 38? (HENRY se pone de pie.)

GEORGE: ¡Objeción!

DELA: No en el sentido que usted insinúa.

PRENSA: ¿Él pateó a una mujer en el suelo?

JUEZ: Denegada. DELA: ¡No!


DELA: No, a él lo hirieron en la pelea. PRENSA: Siéntese. (HENRY se sienta.) ¿Tommy Roberts arrancó una estaca de la cerca y golpeó a un hombre en el suelo? GEORGE: ¡Objeción! JUEZ: Denegada. DELA: Yo nunca lo vi hacer nada. PRENSA: ¿Joey Castro tenía una pistola? GEORGE: ¡Objeción!

DELA: Apenas podía caminar, ¿cómo iba a correr a ningún lado? PRENSA: (Moviéndose para arrestar el golpe final.) ¿Fue Smiley Torres? (Los batos se paran y se sientan cuando son mencionados sus nombres.) ¿Fue Joey Castro? ¿Fue Tommy Roberts? ¿Fue Henry Reyna? ¿Fue Smiley Torres? ¿Fue Henry Reyna? ¿Fue Henry Reyna? ¿Henry Reyna asesinó a José Williams? DELA: ¡No, no, no!

PRENSA: Siéntese. (JOEY se sienta.) ¿Henry Reyna tenía una cachiporra en las manos? (HENRY se pone de pie.)

GEORGE: (De pie otra vez.) Señoría, ¡Objeción! El fiscal está colocando objetos en la escena del crimen, y ninguno de ellos fue encontrado en Sleepy Lagoon. Y tampoco se ha demostrado que alguno de los objetos está relacionado con mis clientes.

DELA: No.

JUEZ: Objeción denegada.

PRENSA: ¿Una navaja?

GEORGE: ¡Señoría, por favor, deseo señalamiento de mala conducta!

JUEZ: Denegada. (JOEY se pone de pie.)

DELA: No. PRENSA: ¿Un leño? DELA: No. PRENSA: ¿Atropelló y se abalanzó sobre José Williams, golpeándolo en la cabeza y matándolo?

hacer

un

JUEZ: Ya había hecho una anteriormente, pero vemos que ahora ya hizo otra. GEORGE: Así es, Señoría.


JUEZ: Un señalamiento más como éste y lo retendré por desacato. Y la verdad, señor Shearer, me están cansando sus repetidas e inútiles objeciones. GEORGE: Yo no he hecho objeciones inútiles. JUEZ: Lo siento. Entonces alguien es ventrílocuo. Aquí tenemos a Charlie McCarty usando la voz del señor Shearer. GEORGE: Consignaré que el comentario de su Señoría es mal intencionado. JUEZ: Bien. Me sentiría mal si no hiciera un señalamiento como éste al menos tres veces por sesión. (Golpeando con el martillo.) El testigo puede retirarse. (DELA se pone de pie.) Sin embargo, le remitiré la custodia del internado estatal para niñ s en Ventur , por un ño… HENRY: ¿Qué? JUEZ:…p r que se retenid est do… ¿ofici l?

en un

s l

juvenil del

GEORGE: Si el tribun l me permite…Si el tribun l me permite…EL OFICIAL cruza hacia DELA y se la lleva

hacia la izquierda.) JUEZ: El tribunal entra en receso hasta mañana a primera hora. (JUEZ se retira. PRENSA se retira.

HENRY se topa con GEORGE a medio camino

cruzando el centro del escenario. El resto de los batos se levantan y se van hacia el fondo.) GEORGE: Henry, ahora quiero que me escuches, por favor. Recuerda que él es el juez, Hank. Y ésta es su corte. HENRY: ¡Pero se está burlando, George, y nos está jodiendo! GEORGE: Lo sé y no te culpo por estar tan molesto, pero créeme, le ganaremos. HENRY: Creí que me habías dicho que teníamos una oportunidad. GEORGE: (Apasionadamente.) ¡Y la tenemos! Vamos a ganar este caso con una apelación. HENRY: ¿Apelación? ¿Quieres decir que ya lo perdimos? PACHUCO: ¿Qué hay de Nuevo? GEORGE: ¿No lo ves, Henry? El juez Charles se está colgando solo. Puedo citar más de cien casos distintos de mala conducta por parte del juez, y todos se han ido a los expedientes. Errores lesivos, negación de procesos limpios, evidenci in dmisible, rumores…


HENRY: ¿Sabes qué, George? No me digas nada más. (HENRY se da la vuelta ALICE y ENRIQUE se aproximan a

él.) ALICE. ¿Henry…? HENRY: (Se voltea furioso.) ¡No quiero escucharte, Alice! (HENRY ve a ENRIQUE, pero ni el padre ni el hijo se atreven a decirse algo. HENRY se regresa a escena

arriba.) ALICE: George, ¿hay algo que podemos hacer? GEORGE: No, déjalo. Está muy enojado y con toda razón. (EL JUEZ CHARLES golpea repetidamente su

martillo. Todos se regresan a sus lugares y se sientan.) JUEZ: Ahora escucharemos la conclusión de la fiscalía. PRENSA: Señoría, damas y caballeros del jurado. Lo que tienen ante ustedes es un dilema de nuestros tiempos. La ciudad de Los Ángeles está en medio de la más grande y aterradora ola de crimen en su historia. Una ola de crimen que amenaza con engullir los cimientos de nuestro bienestar cívico. No sólo nos estamos ocupando de la muerte violenta de José Williams en una reyerta de borrachos de barrio, nos estamos ocupando de una amenaza y de un peligro para nuestros niños, nuestras familias, nuestros hogares. Dejar a estos pachucos libres es

permitir que se impongan las fuerzas de anarquía y de destrucción en nuestra sociedad. Dejen libres a estos pachucos y se volverán héroes. Otros como ellos deben estarnos observando en este preciso momento. ¿Qué pensamientos infames pueden estar tramando en sus mentes torcidas? ¿Violación, drogas, asalto, más violencia? ¿Quién será la siguiente víctima inocente en un callejón oscuro, o en alguna calle solitaria? ¿Usted? ¿Usted? ¿Alguno de sus seres queridos? ¡No! Henry Reyna y sus seguidores juveniles latinos no son héroes. Son criminales y deben ser detenidos. Los detalles específicos de este asesinato no tienen importancia ante el peligro abrumador del pachuco en nuestra sociedad. Pido que declaren culpables de asesinato a estos delincuentes pachucos y que los condenen a la cámara de gas, el único sitio para ellos (PRENSA se sienta. GEORGE se levanta y se coloca en el

centro del escenario.) GEORGE: Damas y caballeros del jurado, ustedes han oído cómo he protestado por la conducta de este juicio. Me he esforzado al máximo para defender lo que es más preciado en nuestra sociedad norteamericana – una sociedad ahora en guerra contra las fuerzas de la intolerancia racial y de la injusticia del totalitarismo. El fiscal no ha traído a


ningún testigo que haya visto, con sus propios ojos, quién mato a José Williams. Estos muchachos no pertenecen a la pandilla de Downey. Con todo, la evidencia sugiere que los atacaron porque la gente del rancho pensó que eran de esa pandilla. Henry Reyna y Dela Barrios fueron víctimas de la misma banda. Sí, puede ser que hayan deseado la venganza - ¿quién no la desearía bajo semejantes circunstancias?- pero nunca tuvieron la intención de cometer un homicidio. Entonces, ¿cómo murió José Williams? ¿Fue un accidente? ¿Fue homicidio involuntario? ¿Fue asesinato? Quizás nunca lo sabremos. Todo lo que el fiscal ha podido probar es que estos muchachos usan el cabello largo y trajes de pachucos. Lo demás ha sido evidencia circunstancial, rumores e histeria de la guerra. La fiscalía ha intentado hacerles creer que son una especie de gánsteres inhumanos. Pero, aún así, son norteamericanos. Si los declaran culpables de algo más que de una riña juvenil a puñetazos, estarán condenando a toda la juventud norteamericana. Declárenlos culpables de homicidio y estarán matando el espíritu de justicia racial en Norteamérica. (George se sienta.) JUEZ: EL jurado se retirará a considerar su veredicto. (PRENSA se levanta y empieza a salir junto con el

OFICIAL. EL PACHUCO chasquea los dedos. Todos se

congelan.) PACHUCO: Chale. Denlo de una vez. (Chaquea los dedos de nuevo. PRENSA gira y regresa nuevamente.) JUEZ: ¿El jurado ya tiene el veredicto? PRENSA: Lo tenemos, Señoría. JUEZ: ¿Cuál es? PRENSA: Encontramos a los acusados culpables de homicidio en primero y segundo grados. JUEZ: Que se pongan de pie los acusados. (Los batos se ponen de pie.) Henry Reyna, José castro, Thomas Roberts, Ismael Torres y los demás. Han sido juzgados por sus propios semejantes y se les declara culpables de homicidio en primero y segundo grados. La ley exige la pena capital para este delito. Sin embargo, en vista de su juventud y en consideración a sus familias, es voluntad de este tribunal que sean sentenciados a cadena perpetua. RUDY: ¡No! JUEZ:… y envi dos l penitenci rí est t l de S n Quintín. Se levanta la sesión. (JUEZ golpea el mazo y sale. DOLORES; ENRIQUE y su familia van hacia HENRY,


BERTHA cruza hacia JOEY. LUPE va hacia TOMMY. ELENA cruza hacia SMILEY. LUPE y ALICE conversan.)

(La familia se marcha y EL PACHUCO camina lentamente al centro del escenario.)

DOLORES: ¡Hijo mío! ¡Hijo de mi alma! (EL OFICIAL va

PACHUCO: Vamos a tomar un corto descanso, así que pueden salir a echar el agua o a fumar un frajo. Ahí los watcho. (Sale por el centro arriba y el telón de periódico

a escena abajo con un par de esposas.) OFICIAL: Okay, jóvenes. (Le coloca las esposas a HENRY. RUDY sale.) RUDY: ¿Carnal? (HENRY mira al OFICIAL, quien le da permiso. HENRY abraza a RUDY con las esposas puesta. GEORGE y ALICE se aproximan.) GEORGE: ¿Henry? No pretendo saber cómo te sientes, hijo. Sólo quiero que sepas que nuestra lucha apenas ha empezado. ALICE: Quizá perdimos esta decisión, pero vamos a apelar inmediatamente. Estaremos en pie de lucha hasta que tu nombre quede completamente limpio. ¡Te lo juro! PACHUCO: ¿Qué diablos van a hacer, ése? Te acaban de enviar a prisión de por vida. Cuando un mexicano cae al bote, jamás sale. OFICIAL: ¿Muchachos? (Los muchachos salen con el OFICIAL. Mientras ellos salen ENRIQUE les grita.) ENRIQUE: (Aguantando las lágrimas.) Hijo. Sé un hombre, hijo. (A su familia.) Vámonos... ¡Vámonos!

desciende.)


CARLOS MORTON Nació en Chicago, Illinois en 1947. Sus padres nacieron en Estados Unidos, pero sus abuelos fueron de origen mexicano. Obtuvo una maestría en drama por la Universidad de California en San Diego, y un doctorado en teatro por la Universidad de Texas en Austin. Ha sido profesor de dramaturgia y ha impartido cursos de arte dramático en varias universidades en Texas, California y México. Es autor de Las muchas muertes de Danny Rosales (1983), Johnny Tenorio (1992), El Dedo voluble de la Dama de la Muerte (1996). Rancho Hollywood y otras obras del teatro chicano es la colección en español de sus escritos. Aunque también ha producido más de cien representaciones teatrales, tanto en los EE.UU. como en el extranjero. En la actualidad funge como director del Centro de Estudios Chicanos y profesor de arte dramático en la UCSB, donde imparte clases de dramaturgia.

JED: Era sólo un mito, Rufus. Pure fantasy. La fucking realidad es que aquí se las hay puros mexicans hablando Spanish, así que tienes que tomar tu primera lección: ―Tel fin quí.‖


RANCHO HOLLYWOOD (Fragmento)

Pocatontas entra de nuevo y escucha. RICO: ¡Basta! ¿Por qué quieres preocupar a nuestra hija con asuntos irrelevantes con mi árbol genealógico? VICTORIA:No van a ser tan irrelevantes cuando tenga que explicarle a su marido por qué sus hijos se parecen a Coatlicue. RICO: Jamás he negado mis orígenes. Mi abuela pudo haber sido mulata, pero mis padres eran mestizos. Y yo he s bido cri rme como ―gente de r zón‖: un ciudadano con derechos y obligaciones, con educ ción y con respons bilid des, con… VICTORIA: ¿Dónde más que en California puedes empezar siendo negro y acabar como español?

Entra Pocatontas, apurada. POCATONTAS: ¡Señores, señores! ¡Un barco yanqui con un hombre barbado ha entrado por la bahía! RICO: ¿Un barbudo?

POCATONTAS: Barbudo y güero como Quetzalcóatl. RICO: Eso me suena familiar. ¿Y ahora qué hacemos? VICTORIA: Pues una fiestecita. Podemos invitar a cenar al capitán y ofrecerle una merienda ligera con un b ilecillo y un tequilit … RICO: Querida, es precisamente esa vida tan ostentosa l que nos está llev ndo l ruin … ¿Cómo v mos pagar la deuda externa? VICTORIA: Con tierras, Rico: un pedacito de Arizona, un terrenito en Santa Fe, una esquinita de la misma C liforni … RICO:(Sarcástico) Mejor les vendemos el territorio n cion l… VICTORIA: ¿Tú crees que alcance, Rico? Pero nos quedan el logo de Pemex y dos que tres conexiones en Telmex… JED: (Interrumpiendo la escena.) I love it, I love it!... ¿Tomaste notas, Rufus? Esto se va a vender como pan caliente en el Mercado latino. RAMONA:(A su lado) ¿Lo ves, Jed? Eran gente de verdad, con problemas de verdad. RUFUS: A mí ese papá me preocupa. Me parece que es medio racista.


JED: You ‗re right! Esos nacos odiando gabachos pueden causar muchos problemas. Por eso tenemos que reforzar la migra y eliminar todas esas leyes en favor de las minorías.

JED: El capitán seré yo.(Rufus refunfuña.) Mi ropa, necesito mi ropa de conquistador. Tú Rufus, vas a ser mi esclavo. ¡Todos listos! Places! Places! ¡Dónde nos quedamos?

RICO: (Reentrando) Bueno, bueno… es nosotros resolveríamos con el tiempo.

Los demás actores se dispersan, dejando que Jed, el director, y Rufus, el camarógrafo, arreglen la siguiente escena.

lgo que

JED: ¿Saben qué? Podríamos hacer un Amor sin barreras en C liforni … Este, ¿qué más?

RUFUS: En un barco. En la bahía.

RICO: Llegaron los yanquis. Escalando montañas, en barcos.

JED: Oh; I love it. Es t n Brechti no… ¿Qué estoy haciendo?

JOAQUÍN: Conquistaron nuestros territorios.

RUFUS: ―C nt un c nción popul r de l époc .‖

POCATONTAS: Trajeron a sus esclavos.

JED: (Transformándose en Jeddediah Smith)

JED: Podríamos pedirle a O. J. Simpson que hiciera de escl vo…

Oh, Susana

VICTORIA: ¿Cómo? ¿No estaba en la cárcel?

‗c use I‘m going to C liforni

RUFUS: Ya no. Es inocente.

with my banjo on my knee!

POCATONTAS: Es un asesino y sería pésima publicidad. JED: You‘re right, aunque necesitamos una superstar para que interprete el papel del capitán del barco. Alguien c rismático, eleg nte, gu po… ¡Y lo tengo! RUFUS: ¿Qué tienes?

oh don‘t you cry for me

RUFUS: (El Camarógrafo, ahora como esclavo.) ¡Tierra, mihter Jed, tierra! JED: There it is, Rufus, California! Isn‘t it be utiful? Los españoles se la pensaron que era una isla de amazonas. RUFUS: ¿Qué son Amazonas?


JED: Unas marimachas feministas que usaban platones dorados de brasier y violaban a todos los hombres que se cruzaban por su camino, y luego los mataban. Su reina se llamaba Calafia. Por eso llamaron a la isla California. Decían que era negra, como tú. RUFUS: ¡Santo Dios! ¿Y qué hacía una negra por aquí? JED: Era sólo un mito, Rufus. Pure fantasy. La fucking realidad es que aquí se las hay puros mexicans hablando Spanish, así que tienes que tomar tu primer lección: ―Tel fin quí‖. RUFUS: Tel fin quí… ¿Qué dije? JED: Fine cloth here. Repite después de mí: ―merc ncí s, muebles, merc do de libre comercio.‖ RUFUS: ¡Mercancíííaaas! ¡Muebleees! ¡Mercaaado de liiiiibre comercioooo! JED: Very good. Th t‘s import nt, Rufus, es la clave de nuestro éxito en la conquista de estos territorios: TLC. RUFUS: ¿Y qué es el TLC, mihter? JED: TLC es como la industria cinematográfica: cuando los yanquis se nos Paramount y se la Metro Goldwyn Mayer a los mexicanos por el Columbia Pictures. (Se quita un zapato.) ¿Te lo sabes qué es esto?

RUFUS: P ‘mí que es un z p to. JED: Es la dinero, my son, California banknotes. Los mexicanos nos venden la materia prima barata. Nosotros pagamos para que se la hagan zapatos maquilados y lo vendemos en dollars as an American zapato. RUFUS: ¿Y por qué no hacen ellos sus propios zapatos? JED: ¡Shhhh! ¡No digas eso! Son stupid. Dependen casi por completo de nuestras industrias yanquis. RUFUS: ¡Me c go en n ‘ ! ¡Somos dueños del merc do libre! JED: No so fast! Para venderle a estas gentes tienes que entenderlos. Lo que nosotros, la gente inteligente llamamos un ―m rketing pl n‖… RUFUS: ¿Pero no es suficiente aprender su dialecto? JED: Not at all, my son. Por eso te lo voy a leer un libro para que nos las oriente. (Se limpia la garganta y lee.) ―Los mexic nos en C liforni son gener lmente indolentes…‖ RUFUS: Indolentes, con D.O sea, huevones. (Retomando la lectura.) ―Los hombres son ávidos de licores y poco interesados en el bienestar de sus hijos. Las mujeres


carecen de pudor, sus hombres son exageradamente celosos, y su veng nz es mort l y segur .‖

Freeze. Se oyen voces tras bambalinas. Luz a Pocatontas preparándose para la siguiente escena.

RUFUS: ¡Hmmm ! ¡Pues no hay que meterse con sus mujeres, mihter Jed!

JED: ¡Corte, cooorte! (Fuera de set.) Brilliant, brilliant. Le va a encantar al mercado latino.

JED: Lo ves, Rufus, lo hay muy poca gente civilizada en esta tierra. Los Californios son una mezcolanza de pinche gachupín y azteca salvaje.

JOAQUÍN: Si, tú, cómo no…

RUFUS: ¡¿Azteca salvaje?! JED: Th t‘s it. Los pinches salvajes de los aztecas practicaban los sacrificios humanos y arrancaban los corazones a sus víctimas. Luego hacían tacos con los corazones y se los vendían en las esquinas de las calles. Por eso hay que tenérselas cuidado con lo que se come por aquí; te lo puede atacar la venganza de Moctezuma. RUFUS: Seguro que eso lo escribió un yanqui. JED: Por eso debes tenerlos bien checados. Y si tú me lo yud s y gener mos suficientes g n nci s… te doy tu libertad. RUFUS: (Sacando un contrato.) Póngamelo por escrito. JED: ¡Hey! Se supone que tú no s bes leer… o escribir… ¡Negro cabrón! RUFUS: ¡Firme!

JED: ¿Qué dijiste? JOAQUÍN: Que cómo no, patrón. Aquí a los cal-mex les va a encantar esa versión de su identidá, ¿qué no? JED: OK, ¿cuál es la siguiente escena? ¿Dónde estamos? RUFUS: De regreso en el r ncho. ―Los legres c lifornios se preparan para celebrar la llegada del barco y nqui.‖


Patroncito: ¡Es el colmo! Con eso rebasas todos los límites, Chavo. Mejor que ya me devuelvas mis cosas (se quita el letrero, y sombrero del peón, echa en el suelo las tijeras y se dirige al público). ¿Saben una cosa? Ese condenado de César Chávez tiene razón. Este trabajo no se debe hacer por menos de $ 2 por hora. ¡No Chavo! ¡Ya, basta con el juego! Devuélveme. ..


LAS DOS CARAS DEL PATRONCITO (Fragmento) LUIS VALDEZ Entra en escena un peón trabajador portando tijeras de podar. Peón: (al público) Buenos días. Éste es el rancho de mi patroncito y aquí vengo yo para trabajar en las viñas. Mi patrón me trajo del lejano México a California —la tierra del sol y del dinero. Aunque a mi parecer hay más sol aquí que dinero. Pero ya pongo manos a la obra porque a mi patroncito no le gusta verme platicar con gente desconocida. (Se oye un sonido estruendoso) Ay, allí viene, allí viene en su carrazo. Mejor es que ya me ponga a trabajar. (Comienza a podar frenéticamente)

Entra en escena el patroncito. Él lleva puesta una máscara amarilla de cara de puerco. Conduce una limosina imaginaria y hace el sonido de una máquina acelerada con sus labios. Patroncito: Buenos días, Chavo. Peón: Buenos días, Patroncito. (Se quita el sombrero y lo

sostiene entre las manos) Patroncito: ¿Trabajando duro? Peón: Oh sí, patroncito. Bastante duro. (Empieza a trabajar furiosamente).

Patroncito: ¡Vaya tú puedes trabajar más duro, Chavo! (El peón se apresura). Más duro (El peón se acelera más) Más duro (El peón se acelera más aún). Más. Peón: Ay. Eso es demasiado duro, patrón.

El patroncito mueve la cabeza a lo largo de la escena, a la derecha, luego a la izquierda, como si contemplara una hilera imaginaria de viñas. El peón, imitando, acerca su cabeza a la del patrón y sincronizando sus movimientos a los del patrón mueve su cabeza contemplando también las viñas. Patroncito: ¿Para qué mochas los alambres en vez de las ramas, Chavo? (El peón encoge los hombros irremediablemente asustado, impotente). Mira. Déjame enseñarte algo. Esta rama se poda aquí (señalándosela) ¿Ves? Ahora, ésta aquí (señalándosela al peón mientras él poda). Ya, éstas (el peón mochando, por poco corta el dedo del patrón). Cuidado. Peón: (retrocediendo) ¡Ay! Patroncito: ¿No tienes miedo de mí, Chavo? (El peón moviendo la cabeza para indicar que "sí"). ¿No, Chavo? (Esta vez el peón mueve la cabeza y a la vez hace un sonido gutural de "sí"). Como, Chavo, tú no debes tener ningún miedo de mí. Yo tengo gran afecto a mis mexicanos. Tú eres uno de los nuevos, ¿verdad? ¿De dónde vienes? Peón: De México, señor. Patroncito: ¿Te gustó el viaje en camión, Chavo? (El peón indica con la cabeza que "no"). ¿Cómo? Peón: Me encantó, a mí, señor.


Patroncito: Por supuesto que sí te encantó. A todos mis mexicanos les encanta viajar en camiones. Y a mí, me alegra el corazón tan sólo verlos bamboleándose en camiones por las carreteras, las manos en alto para detener los sombreros, los pelos alborotados por el viento, contentos como si fuesen nenes. Sí señor, claro que sí, yo tengo gran afecto a mis mexicanos, Chavo. Peón: (acercándose para abrazarle con un brazo) Oh, patrón. Patroncito: (empujándole lejos) Le tengo gran afecto. Chavo pero a una distancia no más cercana de tres metros. Pues, por todo este condenado valle no hay otro viticultor que trate a ustedes igual que yo. Algunos ocupan filipinos, otros árabes. Yo, por mi parte prefiero a los mexicanos. Es por eso que vengo aquí abajo a hacerles la visita. Aquí en el mero campo. Yo, que soy hombre importante, Chavo. Banco de América, Universidad de California, las cadenas Safeway de supermercados. En todos ellos tengo yo que ver. Y, mira, ni siquiera tienen grasa mis zapatos. Peón: Oh, patrón. Les doy grasa a sus zapatos (se hinca

boleando los zapatos del patrón).

Patroncito: Segurísimo. Ya, ve otra vez a la carretera y estate a la mira de los organizadores sindicales. Charlie: Okay (está bien).

Charlie, pataleando como un simio, abandona la escena. El peón estremeciéndose con el susto, se refugia en un rincón. Patroncito: Te asusto, ¿verdad, Chavo? Pues, déjame decirte que de él, mientras estés conmigo, no has de tener miedo, comprendes, comprendes. Por aquí lo tengo para que tenga ojo avizor sobre estos huelguistas. ¿Has oído de ellos, hijo? ¿Has oído de la huelga o de César Chávez? Peón: Claro que sí, patrón. Patroncito: ¿Y bien? Peón: Que no, señor. Él es un comunista, y la huelga es un puro pedo. Son una bola de colorados. Dirty stinking bums. They don't wanna work. Patroncito: Eso. Eso es, mijo. Echáteles. Echáteles. Peón: (calentándose con el asunto). Communists, damm 'em Looking for handouts. Patroncito: Buen Chavo (el peón se cae sobre las rodillas

Entra en escena Charlie "La Jura" o "Renta a Fuzz" con aspecto de simio, y enseguida se echa sobre el peón.

deteniendo las manos enfrente del pecho como un perro amansado. La lengua le sale fuera de la boca, y el patrón le da golpecitos suaves sobre la cabeza). Buen Chavo. El patroncito da un paso a un lado e inclina el cuerpo. El peón le besa las posaderas. El patroncito se incorpora victoriosamente.

Patroncito: No Charlie, no Charlie. Todo está bien, muchacho. Él es uno de mis mexicanos. Sólo quiso bolear mis zapatos. Charlie: ¿Está usted seguro?

Patroncito: Bien hecho, muñeco. Estás a todo dar, Pancho. Peón: (con una sonrisa) Pedro. Patroncito: Qué diablos que sí. Te juro que tú no tienes idea de las dificultades que tengo yo. En esto estoy segurísimo.

Patroncito: No te preocupes. De vuelta a trabajar. Levántate Chavo, levántate te digo (sigue boleando los zapatos) déjalos, ándale, déjalos, déjalos.


A mí me cargan impuestos sobre la renta, impuestos de seguro social, para que todos los huevones vivan de la beneficencia pública. No, tú no tienes que preocuparte para nada de eso. Un caso concreto la vivienda. ¿Es cierto o no que yo les dejo vivir de balde en mi campamento para trabajadores, en bonitos cuartitos con aire acondicionado? Peón: Sí, señor. Ayer se cayó la puerta. Patroncito: ¿Qué fue eso? Habla en inglés. Peón: Ayer, se cayó la puerta, señor, y también hay ratas. Y los excusados, los excusados. Ay, señor, fuchi (se pone

sus dedos en la nariz). Patroncito: ¡Basta! ¡Ya! (el peón se calla). Qué importa que vivas un poco sin comodidades. Yo lo hago cada vez que voy a cazar en el monte. Así pues, es casi como acampar, Chavo. Como tener unas vacaciones pagadas. Peón: ¿Vacaciones? Patroncito: Pagadas. Peón: ¡Qué bueno! Gracias patrón. Patroncito: No hay que dármelas. Ahora bien, ¿cuánto pagas por la vivienda, Chavo? Peón: Nada. Patroncito: (junto con peón) Nada. ¿Y qué hay de la comida? ¿Qué comes, Chavo? Peón: Tortillas y frijoles con chile. Patroncito: Frijoles y tortillas. ¿Cuánto te cuestan los frijoles y las tortillas, Chavo? Peón: (junto con el patroncito). Nada. Patroncito: Muy bien, pues, ¿de qué te quejas?

Peón: ¡De nada! Patroncito: Exactamente. Tú tienes la vida regalada. El caso mío es todo lo contrario. Dicen que soy avaro, que tengo el riñón bien cubierto. Pues, déjame decirte, Chavo, yo sí tengo mis molestias. Para mí, la vivienda no es de balde, Pancho. Yo tengo que pagar por todo lo que disfruto. ¿Ves ese carro? ¿Cuánto piensas que cuesta un Lincoln Continental, como éste? De chas, chas, 12 mil dólares. ¿Alguna vez has girado un cheque por 12 mil dólares, Chavo? Peón: No, señor. Patroncito: Déjame decirte pues, que eso duele. Duele aquí mismo (golpeando la cartera en el bolsillo trasero). Y al fin, ¿para qué? Yo no necesito un carrazo de este tipo. Tengo ganas de desecharlo. Peón: Yo lo acepto, patrón. Patroncito: ¡Quietecitas las manos mantecosas! (pausa). Ya vamos a ver mi vivienda. A mí, no me toca una cabaña montañosa con aire acondicionado. No señor. ¿Ves aquella casa allá arriba, tipo ranchera LBJ? ¿Cuánto piensas que cuesta una casa semejante junto a la colina, que construí yo mismo? $ 350 000. Peón: (silbando) Eso equivale a muchos frijoles, patrón. Patroncito: Claro que sí (se detiene y mira hacia la casa) Oh sí, y ya, da un vistazo a ésa. Chavo. ¿Ves, la que viene saliendo de la casa al patio alrededor de la alberca? ¿La rubia con un bikini de mink? Peón: ¿Cual bikini, patrón?


Patroncito: Pues el bikini es pequeño, pero lo tiene puesto. Lo debo saber yo, porque me costó 5 mil dólares. Y cada fin de semana ella quiere salir de viaje, a Los Ángeles, San Francisco, Chicago, Nueva York. Tener esa mujer me duele, Chavo. Todo cuesta dinero, tú no tienes problemas semejantes. Por eso eres afortunado. Yo, todo lo que tengo es la mujer, la casa, la colina y las tierras (empieza a conmoverse). Estos putos comunistas dicen que yo no sé en qué consiste trabajar duro; que exploto a los trabajadores. Pero mira todas estas viñas, Chavo (ondulando un brazo hacia el público). ¡Qué diablos! ¿Quién piensa que las sembró con sus propias manos? Trabajando de sol a sol. Metiendo a empujones los retoños en la tierra, la sangre derramando de las uñas de las manos. Jalando pese al sol, la neblina, la nieve y las heladas. Peón: (dando brincos tratando de contestarle) ¡Usted, patroncito! ¡Usted! Patroncito: (en voz normal) No, mi abuelo. Él se rompió el espinazo ahí. Pero yo la heredé y es mía, toda mía. Peón: Es cierto que trabaja usted duro, jefe. Patroncito: ¿Juan...? Peón: Pedro. Patroncito: Voy a confesarte un secretito. Hay ocasiones cuando yo, sentado ahí en mi oficina pensaba entre mí que me gustaría ser mexicano. Peón: ¿Usted? Patroncito: Igualito como uno de mis chavos, andando en los camiones con los pelos alborotados por el viento,

sintiendo toda esa libertad, saliendo aquí afuera en los campos trabajando entre estas ramas verdes, fumando mi cigarro, mis manos metidas en la tierra suave y tibia abajo de los cielos azules, con las nubes blancas flotando, contemplando las montañas, escuchando el canto de los pájaros. Peón: (extasiado). ¡Yo todo lo tengo regalado! Patroncito: ¿Para qué quieres sindicato, Chavo? Peón: Yo, ¿para qué? Yo no quiero sindicato. Patroncito: ¿Para qué quieres más dinero? Peón: Yo, ¿para qué...? ¡Sí, quiero más dinero, patrón! Patroncito: ¡Cállese! Tú quieres mis problemas, ¿verdad? ¡Aun cuando te he explicado lo difícil que es! Escúchame, m'hijo, si yo tuviera el poder, si tuviera el poder, yo... Espérame un momento, ¡sí, tengo el poder! (da la vuelta hacia el peón, asustándolo) ¡Chavo! Peón: Yo no fui, patrón. Yo no fui. Patroncito: ¿Te gustaría ser ranchero por un día? Peón: ¿Quién? ¿Yo? ¡Oh no señor! Yo no puedo ser esto. Patroncito: ¡Cállate! Ya, dame éstos (le quita el sombrero, las

tijeras y el letrero al peón). Peón: ¡No! patrón, por favor señor. ¡Patrón...cito! Patroncito:(quitándose su propio letrero y poniéndolo sobre el peón). ¡Ya! ¡Está bien! Peón: Patrón... cito (mirando abajo el letrero del patroncito

sobre su pecho). Patroncito: Toma el puro (el peón toma el puro) y el látigo (toma el látigo). Ya, Chavo aparenta malicia. Pórtate como si fueras tú el jefe.


Peón: Sí, señor (hace chasquear el látigo, casi golpeando el

pie del patrón). Patroncito: ¡Ándale, Chavo! Cabeza en alto, la barba salida, el pecho de fuera, los hombros hacia atrás. Cara de malvado y mirada torva. (Peón, con cara de malvado y mirada torva). Pórtate como si pudieras entrar a las oficinas del gobernador y mandarlo a chingar a su madre. Peón: (con voz inesperadamente poderosa y estruendosa). Pues, fíjate Ronnie (con ese tono de voz casi se asusta a

sí mismo). Patroncito: Bastante bien, pero aún no lo suficiente. Déjame ver. Toma mi saco. Peón: Oh no, patrón. No puedo. Patroncito: ¡Tómalo! Peón: No, señor. Patroncito: ¡Ándale! Peón: ¡Úchale!

El patroncito retrocede, se quita su saco y lo sostiene como la capa de un torero, y actúa como tal. Patroncito: ¡Aja, toro! Peón: ¡Ay! (se dirige al saco y lo rompe con el brazo

extendido como si fuera un cuerno). Patroncito: ¡Ole! Vamos a echarte un vistazo, a ti. (El peón se pone el saco). Pues, no, aún algo te falta. Necesitas algo más. Peón: Unos pantalones nuevos; ¡quizá! Patroncito: (como un chispazo repentino). Espera un momento (toca su máscara de puerco).

Peón: Oh, no, patrón, eso no (esconde la cara con las

manos). El patroncito se quita la máscara gruñendo, el peón mira con cautela y ve la cara verdadera del patrón. Al verla se muere de risa. Peón: Patrón. Su cara es como la mía. Patroncito: ¿Quieres decir que yo parezco un mexicano? Peón: Sí, señor, idéntico.

El peón da media vuelta para ponerse la máscara y el patroncito empieza a recoger el sombrero y el letrero, etcétera, del peón, y se los pone. Patroncito: Voy a hacer de uno de mis propios chavos.

El peón quien está de espalda al público se pone repentinamente la máscara del patroncito. Se endereza y lentamente da vuelta ahora con aspecto muy parecido al patrón. Patroncito: (de repente, asustado, pero siguiendo la corriente). Oh, está bien. ¡Magnífico! Peón: (con la voz estruendosa, cortante, parecida al patrón) ¡Cállate! y empieza a trabajar. Patroncito: Ay, eso ya está bien. Peón: Te dije, empieza a chambear (patea al patroncito). Patroncito: ¡Ah! ¿Por qué hizo eso? Peón: Porque me dio la gana, Chavo. ¿Me oyes, Chavo? A mí me gusta tu nombre, Chavo, pero prefiero llamarte siempre ¡Chavo! ¡Chavo! Patroncito: ¡Aprendes rápido! Chavo. Peón: Te dije, ¡cállate la boca!


Patroncito: ¡Buenísimo actor! (al público). El tiene mucho talento, ¿verdad? Peón: ¡Chavo! Ven acá. Patroncito: (hablando, imitando según él al mexicano) Sí señor, I theenk... Peón: Yo no te pago para pensar, hijo. Yo te pago por trabajar pues, fíjate. Ese carrazo,¿lo ves? Es mío. Patroncito: ¡Mi Lincoln Conti...! Oh estás actuando. Seguro. Peón: ¿Y aquella casa estilo ranchera LBJ, junto a la colina? Mía, también. Patroncito: ¿La casa también? Peón: ¡Toda mía! Patroncito: (cada vez con más zozobra) ¡Qué gracioso! Peón: Un momento, un momento. No me faltes al respeto, Chavo (se quita el sombrero del patroncito). ¿Ya, ves? La que viene saliendo de mi casa a mi patio junto a mi alberca ¿La rubia del bikini? Pues es mía también. Patroncito: ¡Pero, es mi esposa! Peón: ¡Mala pata, hijo! ¿Ves, todas estas tierras, todas estas viñas? Todas, mías. Patroncito: ¡Un pinche minuto! ¡Caramba, no más! El coche, la casa, la colina, las tierras. ¡Todo! ¿Y la puta de pilón? ¡Estás loco! ¿Dónde voy a vivir yo? Peón: Tengo una choza con aire acondicionado allá abajo en el campamento de los trabajadores. La vivienda es gratis, también el transporte. Patroncito: ¡Se te zafó un tornillo, mano! Yo no puedo vivir en aquellos jacales con ratas y cucarachas. Y los camiones están todos descompuestos. ¿Qué quieres matarme?

Peón: Cómprate un coche, pues. Patroncito: ¿Con qué dinero? A propósito, ¿cuánto me vas a pagar? Peón: Ochenta y cinco centavos la hora. Patroncito: Yo les pagaba uno veinticinco. Peón: Tengo otras preocupaciones, Chavo. Si te falta solicita ayuda de la beneficencia pública. Patroncito: ¡Es el colmo! Con eso rebasas todos los límites, Chavo. Mejor que ya me devuelvas mis cosas (se quita el

letrero, y sombrero del peón, echa en el suelo las tijeras y se dirige al público). ¿Saben una cosa? Ese condenado de César Chávez tiene razón. Este trabajo no se debe hacer por menos de $ 2 por hora. ¡No Chavo! ¡Ya, basta con el juego! Devuélveme... Peón: ¡Quítame las manos de encima!, naco. Patroncito: ¡Basta, ya basta, Chavo! Peón: ¡Lárgate, pelota de manteca! (el patroncito intenta agarrar la máscara) ¡Charlie, Charlie!

Charlie el Rent-a-Fuz entra en la escena. El patroncito intenta hablarle. Patroncito: Pues, escucha, Charlie. Yo... Charlie: (empujándole a un lado) ¡Abre camino, mexicano! (se acerca al peón). ¿Sí, jefe? Peón: Este bastardo comunista sindicalizado está dándome molestias. Quiere hurtar mi coche, robar mis tierras, mi rancho, y aun forzar a mi mujer. Charlie: (dando vueltas como un simio enfurecido) ¿Chavo, pusiste la mano en una mujer blanca? Patroncito: ¡Charlie, tú idiota, soy yo! ¡Tu jefe!


Charlie: ¡Cállate! Patroncito: ¡Charlie, soy yo! Charlie: Le voy a dar una paliza inolvidable, Chavo (agarra al

patroncito). Patroncito: (Charlie arrastrándole fuera) ¡Charlie, deténgase! ¡Alguien, ayúdeme! ¡Socorro! ¿Dónde andan los condenados organizadores sindicales? ¿Y César Chávez, dónde anda? ¡Socorro! ¡Huelga aaaaa!

Charlie abandona la escena arrastrando al patroncito. El peón se quita la máscara de puerco y se dirige al público. Peón: Bueno. Así es como se acaba el patrón. Yo soy dueño de sus cosas, sus tierras, su coche, pero no los quiero. Él los puede reclamar. Pero, el puro, sí, lo tomaré. Ay los watcho (sale).


CORRIDO Rodolfo ―Corky‖ Gonzales Autor anónimo


GREGORIO CORTEZ Anónimo En el condado del Carmen miren lo que ha sucedido, murió el sherife mayor quedando Román herido. Otro día por la mañana cuando la gente llegó, unos a los otros dicen no saben quién lo mató. Se anduvieron informando como tres horas después, supieron que el malhechor era Gregorio Cortez. Insortaron a Cortez por toditito el estado, vivo o muerto que se aprehenda porque a varios ha matado. Decía Gregorio Cortez con su pistola en la mano,

―No siento h berlo m t do l que siento es mi herm no.― Decía Gregorio Cortez con su alma muy encendida, ―No siento h berlo m t do l defens es permitid .― Venían los americanos que por el viento volaban, porque se iban a ganar tres mil pesos que les daban. Siguió con rumbo a Gonzales, varios sherifes lo vieron, no lo quisieron seguir porque le tuvieron miedo. Venían los perros jaunes venían sobre la huella pero alcanzar a Cortez era alcanzar a una estrella. Decía Gregorio Cortez ―P ' qué se v len de pl nes, si no pueden agarrarme

.


ni con esos perros j unes.― Decían los americanos ―Si lo vemos qué le h remos, si le entramos por derecho muy poquitos volveremos.― En el redondel del rancho lo alcanzaron a rodear, poquitos más de trescientos y allí les brincó el corral. Allá por el Encinal a según por lo que dicen Se agarraron a balazos y les mató otro sherife. Decía Gregorio Cortez con su pistola en la mano, ―No corr n rinches cob rdes con un solo mexic no.― Giró con rumbo a Laredo sin ninguna timidez, ―¡Síg nme rinches cob rdes, yo soy Gregorio Cortez!―

Gregorio le dice a Juan en el rancho del Ciprés, ―Pl tíc me qué h y de nuevo, yo soy Gregorio Cortez.― Gregorio le dice a Juan, ―Muy pronto lo v s ver, anda háblale a los sherifes que me veng n prehender.― Cuando llegan los sherifes Gregorio se presentó, ―Por l buen sí me llev n porque de otro modo no.― Ya agarraron a Cortez ya terminó la cuestión, la pobre de su familia la lleva en el corazón. Ya con esto me despido con la sombra de un Ciprés, aquí se acaba cantando la tragedia de Cortez.


RODOLFO “CORKY” GONZALES Nació en 1928, en Denver, Colorado. Su padre era de Buena Aventura, Chihuahua y su madre de Colorado. Es considerado uno de los fundadores de la literatura chicana, creador y fuerza impulsora de la identidad cultural hispana y defensor de los derechos civiles. A lo largo de su vida se dedicó a la escritura. Su poema épico Yo soy Joaquín h sido consider do como el ―cl rín‖ del Movimiento Chicano en los Estados Unidos y es record do como el ―puño‖ de este movimiento. Fue activista político, defendió a la comunidad mexicoamericana y también llevó a cabo la primera conferenci p r l juventud chic n ―Cruz d por l Justici ‖ y fundó el p rtido de R z Unid . Realizó sus estudios en su ciudad natal, sin embargo tuvo que abandonar la universidad por falta de recursos económicos. Antes de ser reconocido en el mundo literario, realizó diversas tareas como: jornalero agrícola, boxeador, agente de seguros, director del Cuerpo de la Juventud del Vecindario de Denver y director de Guerra contra la Pobreza.

―¡L R z ! ¡Mexicano! ¡Español! ¡Latino! ¡Hispano! ¡Chicano! O lo que me llame yo, Yo parezco lo mismo Yo siento lo mismo...‖


"Yo soy Joaquín" (Fragmento) (Publicación privada, 1967) Rodolfo González Yo soy Joaquín, perdido en un mundo de confusión, enganchado en el remolino de una sociedad gringa, Confundido por las reglas, despreciado por las actitudes, sofocado por manipulaciones, y destrozado por la sociedad moderna. Mis padres perdieron la batalla económica y conquistaron la lucha de supervivencia cultural. Y ¡ahora! Yo tengo que escoger entremedias de la paradoja de triunfo del espíritu, a despecho de hambre física, O existir en la empuñada

de la neurosis social americano, esterilización del alma Y una panza llena. Sí, vine de muy, lejos a ninguna parte, desinclinadamente arrastrado por ese gigante, monstruo, técnico, industrial llamado progreso y éxito angloamericano... Me miro yo mismo. Observo a mis hermanos. Lloro lágrimas de desgracia. Siembro semillas de odio. Me retiro a la seguridad dentro de el círculo de vida... MI GENTE. (…) Lloro lágrimas de angustia cuando veo a mis hijos desaparecer detrás de la mortaja de mediocridad, para jamás reflexionar o acordarse de mí. Yo soy Joaquín. Debo pelear y ganar la lucha


para mis hijos, y ellos deben saber de mí, quién soy yo. Parte de la sangre que corre hondo en mí no pudo ser vencida por los moros. Los derroté después de quinientos años, y yo perduré. La parte de sangre que es mía ha obrado infinitamente cuatrocientos años debajo del talón de europeos lujuriosos. ¡Yo todavía estoy aquí! He perdurado en las montañas escarpadas de nuestro país. He sobrevivido los trabajos y esclavitud de los campos. Yo he existido en los barrios de la ciudad en los suburbios de intolerancia en las minas de esnobismo social en las prisiones de desaliento en la porquería de explotación y en el calor feroz de odio racial. Y ahora suena la trompeta, la música de la gente incita la revolución. Como un gigantón soñoliento lentamente alza su cabeza al sonido de

patrulladas voces clamorosas tañido de mariachis explosiones ardientes de tequila el aroma de chile verde y ojos morenos, esperanzosos de una vida mejor. Y en todos los terrenos fértiles, los llanos áridos, los pueblos montañeros, ciudades ahumadas, Empezamos a AVANZAR. ¡La Raza! ¡Mexicano! ¡Español! ¡Latino! ¡Hispano! ¡Chicano! O lo que me llame yo, yo parezco lo mismo yo siento lo mismo yo lloro Y canto lo mismo. yo soy el bulto de mi gente y yo renuncio ser absorbido.


Yo soy Joaquín. Las desigualdades son grandes pero mi espíritu es firme, mi fe impenetrable, mi sangre pura. Soy príncipe azteca y Cristo cristiano. ¡YO PERDURARÉ! ¡YO PERDURARÉ!


ANEXO


ILAN STAVANS Stavans nace en 1967 en la Ciudad de México, sus abuelos paternos y maternos eran de la primera generación polaca y ucraniana migratoria. Conocido por sus investigaciones en lengua y cultura. Stavans es redactor de varias antologías y corrector de obras de autores reconocidos. Realiza sus estudios universitarios en Estados Unidos, donde analiza la historia de la lengua latinoamericana y sus interesantes variantes, enfocándose en el origen y desarrollo del Spanglish. En ese país obtuvo también su master en filosofía judía medieval y su doctorado en lengua y cultura hispánica en Columbia University, Entre los títulos de sus obras más reconocidas cabe nombrar: Reflections on Culture and Identity in America (1995), The Disappearance (TriQuarterly, 2006), Love and Language (Yale University Press, 2007), entre otros También es reconocido por su trabajo de traducción del Quijote al Spanglish que le llevó diez años terminarlo, y que causó por un lado polémica y por otro el reconocimiento.

Actualmente reside en el estado de Massachusetts, donde ejerce la primera cátedra de Spanglish.


DON QUIXOTE DE LA MANCHA Miguel de Cervantes First Parte, Chapter Uno (Fragmento. Cap.1)

―In un pl cete de L M nch of which nombre no quiero remembrearme, vivía, not so long ago, uno de esos gentlemen who always tienen una lanza in the rack, una buckler antigua, a skinny caballo y un grayhound para el ch se. ….‖

In un placete de La Mancha of which nombre no quiero remembrearme, vivía, not so long ago, uno de esos gentlemen who always tienen una lanza in the rack, una buckler antigua, a skinny caballo y un grayhound para el chase. A cazuela with más beef than mutón, carne choppeada para la dinner, un omelet pa' los Sábados, lentil pa' los Viernes, y algún pigeon como delicacy especial pa' los Domingos, consumían tres cuarers de su income. El resto lo employaba en una coat de broadcloth y en soketes de velvetín pa' los holidays, with sus slippers pa' combinar, while los otros días de la semana él cut a figura de los más finos cloths. Livin with él eran una housekeeper en sus forties, una sobrina not yet twenty y un ladino del field y la marketa que le saddleaba el caballo al gentleman y wieldeaba un hookete pa' podear. El gentleman andaba por allí por los fifty. Era de complexión robusta pero un poco fresco en los bones y una cara leaneada y gaunteada. La gente sabía that él era un early riser y que gustaba mucho huntear. La gente


say que su apellido was Quijada or Quesada -hay diferencia de opinión entre aquellos que han escrito sobre el sujeto- but acordando with las muchas conjecturas se entiende que era really Quejada. But all this no tiene mucha importancia pa' nuestro cuento, providiendo que al cuentarlo no nos separemos pa' nada de las verdá. It is known, pues, que el aformencionado gentleman, cuando se la pasaba bien, which era casi todo el año, tenía el hábito de leer libros de chivaldría with tanta pleasura y devoción as to leadearlo casi por completo a forgetear su vida de hunter y la administración de su estate. Tan great era su curiosidad e infatuación en este regarde que él even vendió muchos acres de tierra sembrable pa' comprar y leer los libros que amaba y carreaba a su casa as many as él podía obtuvir. Of todos los que devoreó, ninguno le plaseó más que los compuestos por el famoso Feliciano de Silva, who tenía una estylo lúcido y plotes intrincados that were tan preciados para él as pearlas; especialmente cuando readeaba esos cuentos de amor y challenges amorosos that se foundean por muchos placetes, por example un passage como this one: La rasón de mi unrasón que aflicta mi rasón, en such a manera weakenea mi rasón que yo with rasón lamento tu beauty. Y se sintió similarmente aflicteado cuando sus ojos cayeron en líneas como these ones:… el high He ven de tu divinid d te

fortifiquea with las estrellas y te rendea worthy de ese deserveo que tu greatness deserva. El pobre felo se la paseaba awakeado en las noches en un eforte de desentrañar el meanin y make sense de pasajes como these ones, aunque Aristotle himself, even if él had been resurrecteado pa'l propósito, no los understeaba tampoco. El gentleman no estaba tranquilo en su mente por las wounds que dio y recebió Don Belianís; porque in spite de how great los doctores que lo trataron, el pobre felo must have been dejado with su face y su cuerpo entero coverteados de marcas y escars. Pero daba thanks al autor por concluir el libro with la promisa de una interminable adventura to come. Many times pensaba seizear la pluma y literalmente finishear el cuento como had been prometeado, y undoubtedly él would have done it, y would have succedeado muy bien si sus pensamientos no would have been ocupados with estorbos…


RODRIGUEZ, Luis J., The Republic of East L. A., HarperCollins Publisher, New York, 2002.

BIBLIOGRAFIA

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Snake Poems: An Aztec

ALCALA, Kathleen, La flor en la calavera, Buenos Aires, MC (Grandes Reservados), 2000.

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ANAYA, Rudolfo.

VALDEZ, Luis, Actos y el teatro campesino, MENY AH Productions, San Juan Bautista, Ca., 1971.

ANZALDUA, Gloria. Borderlands. La Frontera:The New Mestiza, 1987

___________, Zoot Suit, Arte Público Press, Houston, Texas, 2004.

BURCIAGA, José Antonio, Undocumented Love-Amor indocumentado (bilingüe, 1992). CASTILLO, Ana, Desnuda mi corazón como una cebolla (1999). ____________, La Diosa de las Américas, Editorial Plaza & Janés, Editores, México, 2001. CISNEROS, Sandra, MORTON, Carlos, Rancho Hollywood, Arte Público Press, Houston, Texas, 1999.


―Este progr m es de c rácter público, no es p trocin do ni promovido por partido político alguno y sus recursos provienen de los impuestos que pagan todos los contribuyentes. Está prohibido el uso de este Programa con fines políticos, electorales, de lucro y otros distintos a los establecidos. Quien haga uso indebido de los recursos de este Programa deberá ser denunciado y sancionado de acuerdo con l norm tivid d plic ble y nte l ley competente‖.

DATOS DE IMPRESIÓN IMPRENTA GUILLÉN _____ EJEMPLARES QUERÉTARO, QRO. 2010


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