Aire visible
Aire visible FERNANDO Sテ・Z
Aire visible Primera edición en Literatura Random House: diciembre de 2014 © 1993, Fernando Sáez © 2014, Penguin Random House Grupo Editorial Merced 280, piso 6, Santiago de Chile Teléfono: 2782 8200 www.megustaleer.cl Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso previo por escrito de la editorial. Impreso en Argentina / Printed in Argentina Tratamiento de portada y diagramación interior: Amalia Ruiz Jeria ISBN: Registro de Propiedad Intelectual: Nº 244.709 Impreso en
Para JosĂŠ Donoso
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La espesura no es atributo de la selva. El lugar donde descansa un hombre tiene más misterios y esconde más secretos. Su espacio cerrado tiene más de fragoso y sombrío que ese otro sitio de ruidos imprevisibles y aire diáfano. Acá, la oscuridad finge amplitud. El cuerpo en la cama, cubierto, parece una gran maqueta geográfica que, moviéndose pausadamente, da origen a nuevas hondonadas, montañas que cam bian de altura y pliegues que insinúan caminos difíci les, bordes efímeros frente al abismo. Del cuerpo nada puede adivinarse bajo esas formas ampulosas. De repente todo parece cambiar, se alarga: en un extremo se distinguen las puntas de los pies. Los movimientos se hacen menos cautelosos, el cuerpo se ovilla y al instante vuelve a extenderse. Las manos, antes ocultas, aparecen ahora aferradas al doblez de la sábana y la cabeza comienza a moverse autónoma. Luis Emilio Gordella entreabre los ojos y cree ver, por las orillas de la almohada y la ropa que sostiene entre las manos, un mundo reducido y complejo, ve ricuetos y túneles, oscuridad y más oscuridad entre 9
pequeños espacios con imperceptibles visos de luz que resaltan el comienzo de cavernas. En un instante constata el desagrado del despertar involuntario y comienza a presentir una incómoda confusión. Todo un orden parece aflojar. Lo asentado se vuelve fugaz. Una turbiedad recubre los asuntos y lo hace dudar de lo cierto. La realidad sobrepasada, inexistente; más bien la insinuación de otra realidad tremenda se le impone como una certeza. Luis Emilio Gordella se da vuelta bruscamente en la cama y la molestia de los botones de la chaqueta del pijama, incrustados en su costado, le hace levantar el cuerpo. De un tirón los vuelve a su lugar. Esfor zándose por dormir, comienza a obsesionarse con la posibilidad de prender la luz, ver la hora, tomar un vaso de agua. Pero sus pensamientos lo llevan a repe tidas impresiones de caos y desintegración. Entiende, en algún lugar de sí mismo, que el sueño no volverá mientras no enfrente el motivo profundo pero erráti co de su desvelo, algo oculto que no logra desentra ñar. Siente que el peso de la ropa es escaso y vuelve a una imagen de infancia, borrosa aunque exacta. Son las manos de su madre, o quizás es su padre, no lo sabe, que ajusta las frazadas por las orillas de su cuerpo para que no se cuele el frío. Desde luego, a esa altura de su vida no puede temer al fracaso, pero el bamboleo caótico de sus divagaciones le hace creer en alguna culpa que desconoce, en algún acto equivocado, drás tico. Por momentos, el cansancio parece vencer a la 10
inquietud y trata de medir el tiempo sin recurrir al reloj, contando segundos y pensando en la prolijidad del mecanismo que los marca, lo absurdo y lejano que resulta ante la sutileza en que el espacio se desenvuel ve. Le parece inútil luchar contra lo que siente en esos instantes, engendrado por esa hora tan desprovista de apoyo, cuando todo es difuso; tiempo precario que desmantela la realidad, hecho para dormir. Luego entra al sueño de una manera diferente, consciente del acto que siempre ocurre sin ser per cibido. Su cerebro parece ir cerrando puertas y en el último vestigio de claridad reacciona ante el temor de una completa disolución, asegurándose que esos lugares no estén clausurados para siempre. Temeroso de ese último instante que lo separa del sueño, vuelve a mover su cuerpo, saca afuera de la ropa los brazos, los cubre nuevamente y alarga las piernas tratando de ahuyentar pensamientos entrelazados y complejos. En ese inútil agotamiento lo invade un sopor que sus pende la inquietud. El brumoso amanecer entra por la ventana y deta lla la amplitud del dormitorio. La luz se esparce hasta la mitad de la cama y despierta a Luis Emilio, que duda entre las obligaciones del nuevo día y el rezago de la vigilia. Mirando a su alrededor, recoge los anteojos del velador y escruta su dormitorio como para asegurarse de que todo sigue en su lugar.Ya no sabe si el desvelo realmente existió o si todo fue una pesadilla. Reacio a deambular en reflexiones debidas a un sueño, o a 11
lucubrar sobre insomnios revueltos y sombríos, reem plaza las dudas por un decidido mal humor. Molesto, y con un fuerte dolor de cabeza, comienza el ritual de todas las mañanas. Pero esa cantidad de acciones y movimientos que surgen sin pensar tienen ahora algo de primera vez. Esos pequeños actos, aunque son los mismos, necesitan ser pensados; recobrando así una importancia que lo distrae de su malestar. Al levantarse recoge una bata azul desde una silla cercana a la cama. A los setenta y seis años, Luis Emi lio Gordella conserva un cuerpo delgado y erguido y tiene una agilidad elegante. Abre el ventanal hacia una terraza completamente vacía, de piso reluciente, y respira varias veces en pro fundidad, acompañando inspiraciones y expiraciones con movimientos de brazos y flexiones de piernas nada exigentes, convencido de que su repetición dis ciplinada ha logrado mantenerlo en forma. Ya en el baño llena de agua caliente el lavatorio, se moja el mentón, unta el hisopo con una crema suave y se la esparce hasta formar una espesa capa, blan quísima, que arrasa en movimientos cortos y precisos con la hoja de afeitar hasta obtener esa impresión de pulcritud que otorga la piel recién rasurada. Entre la afeitada y la ducha habitualmente siente un dolorcillo en los intestinos, como si estos fueran a funcionar, pero sabe que es inútil. Ya no hace el es fuerzo de sentarse y esperar una fluidez milagrosa. Se resigna al efecto de un purgante que toma cuidado samente cada tres días. 12
El embotamiento de la mala noche debe termi nar con la ducha tibia y desaparecer con el chorro de agua helada que la finaliza. Deja caer por un rato el agua directamente sobre el rostro y el pelo. Luego sacude un frasco de jabón líquido sin álcali que usa por prescripción médica y algo de disimu lada vanidad. Su vejez parece haberse concentrado en la piel, en la rugosidad oscura de los codos, en sus piernas resquebrajadas y lampiñas, apenas en un incipiente abdomen caído y en el encanecimiento del abundante pelo del pecho que continúa hasta el sexo. Se enjabona y con una fina escobilla raspa los talones, los pies y las uñas de las manos. Al fin, corta el agua caliente y aumenta la presión del agua fría, sintiendo el estremecimiento del cambio bru tal con el que siempre cree recobrar una energía impetuosa. Esta vez, un ahogo y un mareo fugaz lo desequilibran. Tiene que sujetarse de las llaves hasta recobrarse. El ceño fruncido y un gesto de desprecio son toda su reacción. Continúa su arreglo, quizá con mayor rapidez de lo habitual. En el dormitorio abre su ma letín y recoge un papel, en el cual están anotados los asuntos de ese día. Esa hoja se ha convertido en un documento casi confidencial. Margarita, su secretaria por casi treinta años, agrega siempre comentarios personales al pro grama y, aunque él no le encuentre gracia, lo acepta en consideración a la importancia que tiene para ella la apariencia de un vínculo más cercano. 13
Martes 12 de abril. Buenos días. 10.30. Reunión mensual de la Confederación de Empresarios Privados. Disertará el mandamás de los empresarios mineros sobre las posibilidades del yodo. (Le insinué a su secretaria que hiciera algo por la bre vedad, que Uds. discutirían las posibilidades de un reajuste voluntario.) Ese acicate no puede fallar. Yo tampoco me opondría a la idea. Habrá una relación del Secretario General sobre los petitorios que hará el proletariado en los discursos del próximo 1 de mayo. No se sulfure. Agradézcale a don Manuel Cerda las chirimoyas fuera de temporada que le mandó (que Ud. me regaló a mí... y estaban pésimas). Recuerde avisarles que no asistirá a la próxima re unión por viaje fuera del país. 12.30. Conferencia de prensa de lo tratado en la reunión. (El azul es mejor que el gris para la TV.) Puede dejarla en manos de su par minero, aunque a él las cámaras lo inquietan. 13.30. Almuerzo de la confederación en el Club de la Unión. Asistirán el flamante subsecretario de Hacienda, Raúl Espinoza (si no recuerda su nombre, trátelo por su rango: coronel); el subsecretario del Trabajo, (no olvide darle saludos para su padre, dicen que está muy grave); y dos empresarios sudafricanos que, según mis informes, a Ud. no le interesan. En cuanto al menú, insistí en que no hubiera mayonesa. 16.00. Tiene algún tiempo para dictarle a su secretaria. 14
18.00. Reunión en la Embajada de Estados Uni dos; presentación informal del agregado comercial, Mr. Mark Sullivan. Confirmé su asistencia, pues la embajada insistió que se trataba de una reunión de trabajo, sin cóctel, solo seis personas (conocen sus mañas). El avión en que llega su señora está anunciado a las 20.40. Lo confirmaré. Eso es todo. Margarita. A pesar de los años que lleva en la presidencia de la confederación, la reunión le produce molestia. Agradece no tener que plantear nada importante. Igual le ronda como una preocupación. Sin confesár selo, le hubiera gustado, por primera vez en su vida, quedarse en la casa. Entra en la pieza de vestir. En riguroso orden cuelgan chaquetas y pantalones, se alinean zapatos, al tos de camisas impecables y dos estantes con cajone ras que contienen calcetines, pañuelos y calzoncillos. El colorido es tan parejo, que parece facilísimo hacer combinaciones sin cometer ningún error. Así y todo, Luis Emilio demora demasiado en la elección de su ropa. En la pared del fondo hay un enorme espejo con buena iluminación, que revela la transformación de un hombre desnudo en un respetado empresario. Al centro, una mesa con frascos de aguas de colo nia, desodorantes, una caja con colleras y un elegante calzador con cacha de marfil. Después de anudarse la corbata, operación repetida las veces que fuera ne cesaria para equilibrar los largos de la caída, vuelve al baño para un cuidadoso peinado con fijador y se 15
complica en la rectitud de la partidura. Regresa a la pieza de vestir y se pone la chaqueta, revisando los posibles olvidos. Recoge el maletín y guarda la hoja de Margarita en un bolsillo mientras baja las escaleras hasta el comedor. Allí ya está dispuesto su desayuno. Té puro, tos tadas de pan de molde, sin orillas, y mermelada de naranjas. Se sienta en su lugar, la cabecera de la amplia mesa, desde donde mira al jardín. La luz aún difusa de esa mañana de abril incorpora al paisaje exterior la colección de bonsái dispuesta en una tarima bajo el ventanal. Mientras limpia los anteojos, le parece que un pequeño arce recién comprado sobresale del resto de las plantas. Se sirve el té y, con parsimonia, unta una tostada con mermelada. Recorre los titulares del dia rio sin encontrar nada de interés.Vuelve a limpiar los anteojos con meticulosidad, como si los culpara del malestar de cabeza que persiste. Revisa nuevamente el papel de los asuntos del día, toma el té, pero no toca el pan. Se levanta y va hacia un baño del primer piso. Se lava escrupulosamente los dientes y sale al exterior. El sol le molesta en los ojos y entra rápido al auto mascullando un buenos días al joven chofer que lle va poco tiempo en el servicio y parece nervioso. Ya instalado, como cada mañana, dice: Bien, en marcha. Pero antes de que el auto arranque, una empleada de ordenado uniforme sale corriendo de la casa lle vando el maletín y el diario que Luis Emilio ha ol vidado. Con un gesto de malhumor, se lo agradece.
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Este olvido le parece inconcebible y la irritación se va transformando en una inquietud persistente. En vez de leer, como acostumbra, se distrae ob servando los autos junto al suyo. Una brusca frenada lo hace mirar disgustado al chofer, que se excusa. El tráfico está cada vez peor, dice. Así es, le contesta Luis Emilio, escuetamente, dejando en claro, por su tono, que no iniciará ningún diálogo. Trata de desentenderse de los pensamientos a que lo incita su cabeza. Deambula sobre la reunión que tendrá más tarde, nada importante, nada con cluyente, nada que ponga en juego su habilidad, una rutina en que nada está peligrando, como hace un rato le parecía. Al menos en eso reaparece la certeza, pero no logra zafarse de las insistencias de su mente, cosas sueltas que no se concretan en una idea, al gunas palabras involuntarias de las que no quiere o no sabe desentrañar su contenido preciso. Las cosas son como son, se dice, cuando divisa a mitad de la siguiente cuadra las columnas de granito del edificio de sus empresas. El auto ingresa suavemente en la explanada cir cular, para dejarlo en la puerta del edificio. Este ac ceso, que facilita el movimiento sin alterar el tránsito constante de la calle, fue comentado como una locura faraónica, excesiva, un desliz en la sobriedad de Luis Emilio Gordella, que finalmente mostraba un punto débil, inocultable expresión —por supuesto— de su esforzado ascenso desde un origen no humilde, claro, pero complicado. 17
La llegada de Luis Emilio nunca fue rutinaria para los empleados de la portería. A pesar de su puntua lidad extrema, se decía que la posibilidad de un lla mado de atención podía conducir a algo demasiado serio y aunque nadie nunca lo había visto descom puesto, había una leyenda negra más convincente que la realidad. Entonces, cuando el auto se estacionaba, el encargado abría una de las hojas de la gruesa puerta de cristal en que relucían los bronces de sus manillas y contornos y otro empleado retenía un ascensor para que el traslado hasta el piso 22 fuese expedito, des pués de lo cual corría a un citófono y alertaba a las secretarias de la llegada. Sin embargo alguna vez había ocurrido que se detuviera en otro piso, caminando por los pasillos, preguntando algún detalle de trabajo o manteniendo una conversación afectuosa con algún empleado antiguo. Así es que a esa hora, suceda lo que suceda, el ritmo de trabajo siempre es excepcional. Esta vez va directo a su oficina, pasa por la secre taría y saluda cortésmente a las tres mujeres que tiene Margarita bajo su mando. Ella dispone de un privado que es todo su orgullo. Ahí da rienda suelta a sus más exigentes hábitos. Un piso especial para subir la pierna adolorida por várices internas, almuerzo traído desde su casa, teléfono di recto para las llamadas de su madre siempre enferma. Todo lo que representa para los demás empleados el reconocimiento de un nivel especialísimo. Mantiene la costumbre de llevar personalmente, y durante todo el día, tazas de té a Luis Emilio. Pero si él está con más 18
personas, una más, es un mozo el que hace ese trabajo. Se sabe en la empresa que hay que estar bien con ella, y eso es bastante difícil. Tiene sus preferencias, pero eso representa para los beneficiados un esfuerzo aún mayor: perderla significa un costo insoportable. Margarita entra rápidamente a la oficina de Luis Emilio con dos carpetas. Una, para la firma de cartas ya aceptadas, la otra, con nuevos documentos que, aun ex purgada de mucho material sin interés, es voluminosa. Las deja sobre el escritorio, casi sin mirarlo, una técnica que ha adoptado después de tantos años en que jugaba a ser obsequiosa sin obtener una palabra de respuesta. Ahora le basta con ser eficiente y saber que tácitamen te cuenta con su aprobación. Sale para volver al instan te con una pequeña bandeja y una taza de té servido. Esta vez, necesita decir algo. —Un nuevo té de Twinings, blackcurrant, le va a gustar. Luis Emilio asiente. Ya está enfrascado en las car petas, buscando entre ellas algún error que para todos hubiera pasado desapercibido. Tiene un ojo brillante mente ejercitado para las erratas y lo sabe usar; des confiado de la modernidad en materia de números, cuando todos dejan su mente a las calculadoras, él, con papel y lápiz, sigue las cuentas comprobando los resultados de las máquinas, esperando, muchas veces con éxito, que los demás cometan errores. Margarita vuelve a salir, no necesita que él le ad vierta que debe avisarle un tiempo antes de la reunión y que antes de esa hora no le pase ningún llamado. 19
Luis Emilio mira su reloj.Tiene más de treinta mi nutos para revisar y firmar. Al apartar la vista de los papeles, le parece no tar que la sala se inclina. Cierra los ojos y de pronto siente un cosquilleo en las mejillas y en los labios, un súbito calor y luego una presión insoportable sobre la cabeza. Abre los ojos, respira profundamente y pone sus manos en la frente, helada, empapada en sudor como todo su cuerpo, en un instante. Siente que su cerebro late en movimientos rápidos.Trata de mover se pero el cuerpo no le responde. Turbado por el pánico, se esfuerza por rescatar al guna de las imágenes y pensamientos deshilados que su mente desarrolla a velocidad abismal. Está respirando y esa constatación lo calma; comienza a hacerlo lenta mente, profundamente, tratando de dominar lo que va intuyendo ajeno. Su conciencia entra en raras profun didades, lugares que no logra precisar, rostros desdibu jados, imágenes desconocidas. La respiración cuidadosa afloja la intensidad de las punzadas en su cerebro. Súbitamente toda presión cede.Vuelve la normali dad. Trata de mover las manos y puede hacerlo. Piensa que si logra beber el té estará a salvo. Lentamente se acerca a tomar la taza, miedoso. Logra hacerlo y la lle va hasta su boca. Pero una nueva descarga, una ráfaga brutal, lo deja paralizado. Una bruma compacta aísla su cerebro. El té se derrama a borbotones, como si una taza pudiera contener enormes cantidades de líquido, mojando los pantalones, escurriéndose por los zapatos.
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El cuerpo de Luis Emilio queda est谩tico sobre el sill贸n. Los ojos abiertos, fijos en la puerta, ausentes, se van cubriendo de un velo acuoso.
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