CAPÍTULO II: MORAL CONYUGAL Y CASOS ESPECIALES Objetivo: Analizar los elementos presentes en la moral conyugal, con el objetivo de tener luces para una recta vivencia de la propia sexualidad en el matrimonio.
Objetivos específicos: Comprender la relevancia de la vivencia de la castidad para la alcanzar la plena madurez humana. Comprender como una visión hedonista de la existencia presente en la cultura actual influye negativamente en la comprensión de nuestra propia sexualidad. Profundizar en la naturaleza y fin del matrimonio. Sólo a partir del conocimiento de los mismos se puede desarrollar una recta moral conyugal. En este capítulo veremos los temas principales de la moral conyugal. Primero planteamos criterios de comprensión de la institución matrimonial natural ya que la realidad del matrimonio no se reduce al sacramento cristiano sino que éste eleva una institución humana de siempre. La diferencia es que el sacramento da plenitud a la institución natural. Esto no quiere decir que existan dos fines totalmente separados como serían el natural y el sobrenatural para la felicidad de los hombres sino simplemente que la gracia supone y eleva la naturaleza a la única realización propuesta por el Plan de Dios.
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Así, el matrimonio natural puede brindar a quien no conoce a Jesucristo la gracia propia del sacramento pero de manera misteriosa. Es algo similar a lo que ocurre con el bautismo de deseo o de sangre.
1. La Castidad El matrimonio en cuanto institución natural exige a los cónyuges la vivencia de la castidad. Por castidad se entiende la virtud de integración de las pasiones en el contexto superior de la vida humana abierta a la trascendencia. Es también llamada pureza y es una condición necesaria para la recta vivencia de la sexualidad.
Se trata de una virtud que conserva y alienta el amor en cuanto encuentro entre personas y evita toda instrumentalización o pérdida de horizonte de la relación personal. Existen dos formas de vivir la castidad y por lo tanto el amor: el celibato y la castidad conyugal. En cuanto al celibato, se trata de una característica
propia
de
una
determinada
vocación en la vida de la Iglesia. En sí mismo, el celibato es una condición enmarcada en el contexto del llamado personal que Dios hace a hombres y mujeres. El lenguaje propio del amor universal que exige el celibato es algo que entiende claramente quien está llamado a vivirlo. El célibe encuentra en esta forma de pureza la ocasión de entrega y la expresión de su amor incondicional a Dios y a las personas. Muchas veces se argumenta que el celibato no es natural y se ejerce una fuerte presión para que todos se casen. Esto genera dos graves problemas en la comprensión de la propia vida.
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De un lado, convierte el matrimonio en una especie de necesidad compulsiva a la que uno no es llamado sino obligado por una presión que no puede evitar. Desaparece así el matrimonio como un camino de realización personal para convertirse en una mera convención social que podría cambiarse a voluntad y que simplemente disfraza las intenciones de la pasión amorosa.
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De otro lado, se impide que uno comprenda el valor del celibato como una opción absolutamente válida para vivir el amor. Con ello, se pierde la valoración del matrimonio mismo, ya que se pierde de vista la relatividad de la vida sexual ante la relación personal de la que debe ser una expresión y se la absolutiza.
La castidad en el matrimonio es una necesidad natural de la vida sexual auténticamente humana. En concreto se trata de vivir la sexualidad a plenitud dentro de su propia expresión natural como relación entre personas. La castidad es exigente pero plenificante. El Catecismo de La Iglesia Católica nos dice: “La castidad significa la integración lograda de la sexualidad en la persona, y por ello en la unidad interior del hombre en su ser corporal y espiritual. La sexualidad en la que se expresa la pertenencia del hombre al mundo corporal y biológico, se hace personal y verdaderamente humana cuando está integrada en la relación de persona a persona, en el don mutuo total y temporalmente ilimitado del hombre y de la mujer. La virtud de la castidad, por tanto, entraña la integridad de la persona y la totalidad del don.
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La persona casta mantiene la integridad de las fuerzas de vida y de amor depositadas en ella. Esta integridad asegura la unidad de la persona; se opone a todo comportamiento que la pueda lesionar. No tolera ni la doble vida ni el doble lenguaje. La castidad implica un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana. La alternativa es clara: o el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se hace desgraciado. La dignidad del hombre requiere, en efecto, que actúe según una elección consciente y libre, es decir, movido e inducido personalmente desde dentro y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando, liberándose de toda esclavitud de las pasiones, persigue su fin en la libre elección del bien y se procura con eficacia y habilidad los medios adecuados. El que quiere permanecer fiel a las promesas de su bautismo y resistir las tentaciones debe poner los medios para ello: el conocimiento de sí, la práctica de una ascesis adaptada a las situaciones encontradas, la obediencia a los mandamientos divinos, la práctica de las virtudes morales y la fidelidad a la oración. La castidad nos recompone; nos devuelve a la unidad que habíamos perdido dispersándonos. La virtud de la castidad forma parte de la virtud cardinal de la templanza, que tiende a impregnar de racionalidad las pasiones y los apetitos de la sensibilidad humana. El dominio de sí es una obra que dura toda la vida. Nunca se la considerará adquirida de una vez para siempre. Supone un esfuerzo reiterado en todas las edades de la vida. El esfuerzo requerido puede ser más intenso en ciertas épocas, como cuando se forma la personalidad, durante la infancia y la adolescencia. Una recta educación sobre el tema es fundamental. La castidad representa una tarea eminentemente personal; implica también un esfuerzo cultural, pues el desarrollo de la persona humana y el crecimiento de la sociedad misma están mutuamente condicionados. La castidad supone el respeto de los derechos de la persona, en particular, el de recibir una información y una educación que respeten las dimensiones morales y espirituales de la vida humana.
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La castidad es una virtud moral. Es también un don de Dios, una gracia, un fruto del trabajo espiritual. El Espíritu Santo concede, al que ha sido regenerado por el agua del bautismo, imitar la pureza de Cristo."1
Mira el video del Padre Jurgen Daum “La castidad también se vive en el matrimonio”
Para ser personalizante, el amor en general -pero de manera particular el amor conyugal- requiere de tres características fundamentales que no pueden estar ausentes: indisolubilidad, fidelidad y fecundidad.
Indisolubilidad
Caracteristicas del amor conyugal Fidelidad
Fecundidad
1.1. Indisolubilidad. Es la afirmación de la absoluta incondicionalidad propia del amor en general. Hablando del amor conyugal y de la relación sexual, se trata de una característica del vínculo dentro del cual la vida sexual encuentra su verdadero sentido de respeto y personalización.
1
Catecismo de la Iglesia Católica, # 2337-2345
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Sólo en la medida en que uno es capaz de asumir integralmente su vida con el otro puede hacer de su relación sexual una auténtica expresión de amor y esto sólo se toma en serio cuando es para toda la vida. El compromiso matrimonial indisoluble en esta vida se constituye así en el único "lugar" natural de la expresión genital.
La lógica de la indisolubilidad responde de manera inmejorable a la naturaleza de unicidad e irrepetibilidad de la vida de las personas. 1.2. Fidelidad. Esta característica va de la mano con la indisolubilidad. Ésta se hace real y plenificante sólo con la fidelidad. Ser fiel es condición indispensable del amor, al punto que se convierte en criterio de discernimiento. Quien no es fiel, simplemente no puede amar a plenitud, probablemente se ilusione al verse llevado por presiones emotivas o afectivas pero será incapaz de comprometerse realmente con el otro.
La fidelidad, como toda virtud, exige sacrificio y entrega. Cuando se obtiene entonces, integra a la persona y la va haciendo madurar. En el fondo, la fidelidad conyugal es una expresión de la fidelidad en general como necesidad de toda relación personal. Para nadie es respetable un amigo o un hermano que rompe una promesa, que no es fiel a lo que se ha comprometido.
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Lo mismo ocurre en la relación conyugal, pero ésta,
por
su
propia
naturaleza,
exige
la
exclusividad de la entrega al cónyuge y con ella la fidelidad a esa especial vocación al amor conyugal a la que uno ha sido convocado. 1.3. Fecundidad. El amor es fecundo de por sí. Jamás encierra a los amantes en ellos mismos ni en la relación sino que necesariamente es difusivo. En el amor conyugal, la fecundidad implica apertura y entrega a las consecuencias de los actos sexuales, y la más importante de éstas es la procreación.
En la relación conyugal, la fecundidad encuentra su lugar de realización natural porque desde ella se construye el ámbito de acogida a los hijos. Hoy nos encontramos muchas veces ante un gran miedo a la fecundidad. Son muchas las parejas que se cierran a la posibilidad de concebir presionados por cuestiones económicas o de comodidad. Esta cerrazón daña seriamente su relación ya que sólo la apertura a los hijos garantiza la generosidad en la entrega y la prolonga en la vida cotidiana, transformando y encauzando el amor conyugal en el contexto del amor familiar. Aclaremos que debe distinguirse esta actitud cerrada
a
la
fecundidad
de
un
sano
espaciamiento o incluso suspensión de los nacimientos
propios
de
la
paternidad
responsable. Por otro lado, debe entenderse que esta apertura a la fecundidad es apertura a un don y no un derecho que yo puedo reclamar a cualquier precio. El hijo no es
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algo que podemos pagar a cualquier precio como se hace en la inseminación artificial en la que se fecundan varios embriones y se hace una selección para implantar el mejor. Paradójicamente, el miedo a la fecundidad de algunas parejas se da la mano con la prometeica voluntad de otras de tener hijos a toda costa sin pensar por ejemplo en la generosa opción de adoptar. Por ello el Catecismo enseña: "El hijo no es un derecho sino un don. El «don más excelente del matrimonio» es una persona humana. El hijo no puede ser considerado como un objeto de propiedad, a lo que conduciría el reconocimiento de un pretendido «derecho al hijo». A este respecto, sólo el hijo posee verdaderos derechos: el de «ser el fruto del acto específico del amor conyugal de sus padres, y tiene también el derecho a ser respetado como persona desde el momento de su concepción»"2
2. Consideraciones para la vivencia de la castidad conyugal Veamos ahora algunas consideraciones, ya no sobre las características generales del amor y la castidad conyugal, sino sobre su expresión cotidiana y concreta en la vida sexual activa. "La sexualidad, mediante la cual el hombre y la mujer se dan el uno al otro con los actos propios y exclusivos de los esposos, no es algo puramente biológico, sino que afecta al núcleo íntimo de la persona humana en cuanto tal. Ella se realiza de modo verdaderamente humano solamente cuando es parte integral del amor con el que el hombre y la mujer se comprometen totalmente entre sí hasta la muerte".3
A la luz de esta enseñanza vemos que la prudencia como virtud propia del amor y el contexto de entrega y cariño entre los cónyuges debe guiar todas las acciones correspondientes al acto sexual en sí.
2 3
Catecismo de la Iglesia Católica, # 2378. Catecismo de la Iglesia Católica, # 2361.
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No es un asunto de fácil discernimiento, sobre todo cuando por las debilidades propias, los cónyuges no se abren realmente el uno al otro y pretenden simplemente defender sus gustos o placeres. Tampoco facilita mucho las cosas el ambiente erotizado, ni las presiones externas como el ritmo estresante del trabajo o la velocidad y tensión con la que vivimos. Se debe considerar siempre la valoración moral directa de la bondad del acto. Es un delicado equilibrio entre la norma objetiva (acto sexual: completo, natural, humano) y la internalización subjetiva. Habrá momentos en la vida de la pareja en que bastará con que se acojan a la norma objetiva, es decir, basta la intención de hacer un acto humano para que esté bien y sea ocasión de dignificación y gracia para los cónyuges aunque no se tenga la total adhesión emotiva o afectiva, o uno de los dos se llene de escrúpulos sobre la bondad del acto. Tampoco se puede juzgar aquí ni la frecuencia de los actos sexuales ni las modalidades o costumbres propias de cada pareja dentro de la norma objetiva. Es importante considerar también a la luz de la norma objetiva lo que está mal. Si a la luz de la norma objetiva, el acto está mal, no hay mayor consideración sobre su posibilidad. Simplemente está mal y no debe hacerse. Esto es claro, pero la mera claridad en los principios muchas veces no basta cuando las pasiones se involucran. Nuevamente aparece la necesidad del equilibrio y muchas veces la noción de gradualidad para no caer ni en una laxitud dañina ni en una conciencia escrupulosa y paralizante. Debemos considerar aquí diversos componentes psicológicos y existenciales que afectan la relación conyugal y especialmente la vida íntima. Muchas veces la historia personal de los cónyuges presenta heridas y rupturas en la experiencia afectiva y sexual que deben ser tratados con paciencia y caridad sobre todo de la persona para con ella misma para ir avanzando hacia la plenitud. Sin embargo, esto requiere siempre claridad sobre la norma moral objetiva.
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Prudencia
Caridad
Discernimiento
Castidad conyugal El diálogo entre los cónyuges sobre la experiencia subjetiva de placer debe ser planteado en el contexto de la caridad. El placer no es un elemento deleznable en la relación sexual. Aclaremos inmediatamente que el placer no puede ser la finalidad sino el contexto de la entrega mutua. Por eso, un diálogo respetuoso y franco sobre la vida sexual de la pareja es un tema importante a tener en cuenta. No debe caerse ni en la excesiva atención ni en el mutismo o abandono de este aspecto. También es importante considerar el aspecto pedagógico. Muchas veces la educación sexual se limita a la información y eso genera graves problemas en la comprensión e integración de la sexualidad en la persona y en la relación.
Lectura para profundizar. Revisa el texto: El Destino del Eros. Capítulo XIII “La Virtud de la Castidad” de José Noriega (2005, Palabra: Madrid, pp.169-178).
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3. Naturaleza y fin del matrimonio Al ser una relación entre personas, la naturaleza del matrimonio y la vida sexual en él son esencialmente unitivas. El acto sexual dentro del matrimonio participa de esa esencia que convierte a los cónyuges en "una sola carne". Esta expresión bíblica se refiere a la comunión de pensamientos, sentimientos, actos y esperanzas que debe existir entre los esposos.
Podríamos
decir
entonces
que
el
acto
sexual
crea
necesariamente vínculos orientados a la unidad indisoluble. Cuando se realiza fuera del matrimonio traiciona su propia naturaleza y produce un profundo daño espiritual y psicológico poniendo en grave riesgo la integridad de la persona. Esta naturaleza unitiva necesariamente implica la totalidad. Pretender entregar sólo el cuerpo en una relación sexual es una ficción que termina por hacer estéril la vida afectiva y moral de las personas. Es decir, la persona que tiene relaciones sexuales fuera del contexto de la entrega total tiene que mentirse para no involucrarse en un acto en el que naturalmente tiende a mostrar y dar toda su intimidad. Se trata de una verdad antropológica que no es definible arbitrariamente. De esto se sigue que esta capacidad de unidad del acto sexual implica madurez ya que no logra ser plena si uno no se posee para entregarse. Y uno sólo se entrega plenamente si lo entrega todo. De allí la indisolubilidad que la relación sexual tiende a generar y que cuando se traiciona va empobreciendo la capacidad de amar de la persona. Así se descubre que el matrimonio es un camino de crecimiento y madurez personal. Quien se esfuerza por vivirlo va creciendo en generosidad y alegría, va aprendiendo
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a enfrentar los problemas por duros o difíciles que sean, va integrando en sí y en su relación de pareja su propia historia en términos esperanzadores y realistas. De otro lado, la persona aprende a ubicar en su contexto verdadero su vida sexual activa. Ésta ya no aparece como algo que se debe temer o rechazar en nombre de una pureza mal entendida sino justamente como un componente esencial de la vivencia de la castidad conyugal y la plenitud personal. La naturaleza unitiva del acto sexual se realiza necesariamente en la procreación que es su fin. Esto quiere decir que en la misma unidad, hecha de autoposesión y mutua donación, se descubre que la entrega de la propia fecundidad es una parte esencial. Cuando una pareja se cierra a la fecundidad hace de sus relaciones sexuales ocasión de egoísmo, sea por la búsqueda solipsista del placer, sea por la instrumentalización de las mismas relaciones para manipular al otro.
Cuando hablamos de fin nos referimos a la razón de ser de la misma naturaleza. Si no se logra el fin, la naturaleza se corrompe. Así, el acto sexual debe estar abierto a su propio fin natural que es la procreación responsable de los hijos, de lo contrario alcanzará, dadas sus características de profundo arraigo en la vida psíquica de la persona, una fuerza destructiva y adictiva muy parecida a la de una droga y se saldrá del contexto del amor. Esto no quiere decir que se haya de tomar una actitud absolutamente natalista cuando las condiciones de la familia aconsejan espaciar los nacimientos. La prudencia como virtud propia del amor familiar ayuda a los esposos a ponderar todos los elementos en juego y los lleva a buscar los medios proporcionados para vivir responsablemente su vida sexual activa.
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A la luz de esta prudencia es que se aconseja la regulación natural de la natalidad mediante el recurso a los periodos infértiles de la mujer. Este recurso se comprende por la necesidad natural creada por el hábito de las relaciones sexuales entre los esposos. Hábito que debe ser entendido como parte -no la única pero muy importante- de su amor y mutua donación. En muchos casos, puede ser peligroso para la fidelidad conyugal pretender reducir los actos sexuales a aquellos dirigidos exclusivamente a la procreación. La abstinencia que exige la regulación natural de la fertilidad es ya una ascética bastante fecunda para la pareja. El acto sexual en los periodos infértiles de la mujer no está cerrado a la procreación y por lo tanto es moralmente válido si se realiza en el contexto del amor. En este caso, el criterio de discernimiento es la aceptación consciente de la posibilidad de ser padre o madre aunque se conozca claramente que la mujer pasa por un periodo infértil.
La paternidad y maternidad responsable implica la apertura a formar una familia y sostenerla según las posibilidades y capacidades de las personas. Basta la intención de no cerrarse a la vida que se expresa en la paciencia y la mutua comprensión de la pareja para adecuarse a los ritmos de la naturaleza: "La disposición para la procreación (en las relaciones en periodos infértiles de la mujer) se expresa en el hecho de que los esposos no se esfuerzan por evitar la concepción cueste lo que cueste, sino que están por el contrario, dispuestos a admitirla si sobreviniese a pesar de todo. La disposición 'yo cuento con la eventualidad de ser padre (o de ser madre) y la acepto' permanece en su conciencia y en su voluntad, incluso cuando no desean tener otro hijo y deciden no tener relaciones conyugales más que durante los periodos en que esperan evitarán la concepción. Así la disposición general de los esposos para procrear no desaparece a pesar de la continencia periódica y determina el valor moral. No hay hipocresía en ello, las verdaderas intenciones no son falseadas,
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porque no puede decirse que los esposos no quieran en absoluto ser padre ni madre, puesto que, por una parte, no lo excluyen de manera total, y, por otra, no recurren a métodos artificiales (como podrían hacer). El mero hecho de no desear tener un hijo en un momento dado no suprime su disposición general para procrear. Sería ésta anulada por el plan de emplear todos los medios que pueden impedir la concepción o excluirla totalmente, incluso si los procedimientos naturales fuesen los únicos que llevasen a tal fin. Ahora bien, en el caso en cuestión, los esposos no rehúsan enteramente la procreación, como tampoco emplean todos los medios: evitan aquellos que quitan a las relaciones conyugales el valor del amor, y las transforman en mero placer."4 Para vivir esta apertura a la procreación, sea concibiendo los hijos, sea evitándolos por razones graves con los métodos naturales se hace indispensable la vivencia de la castidad. De esta manera, solamente la castidad hace que la naturaleza y el fin del matrimonio se mantengan unidos y se constituyan en ámbito de crecimiento personal.
Lectura para profundizar. Revisar el libro Amor y Responsabilidad de Karol Wojtyla, Capítulo IV: El Matrimonio (2006, Madrid: Editorial Palabra, pp. 106-125).
4. El Matrimonio como signo y participación de la entrega de Cristo por la Iglesia Todo lo dicho sobre el matrimonio encuentra en la fe cristiana una luz plenificadora. Podemos decir que es natural que la institución del matrimonio en sí lleve al encuentro con Cristo y en Él. Por esta razón, cuando el Señor lo convierte en Sacramento está asumiendo esta realidad natural y elevándola a una condición santificante con su gracia característica dentro del Pueblo de Dios. 4 Wojtyla Karol, Amor y Responsabilidad, Editorial Razón y Fe, Madrid, 1978.
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Dos enseñanzas del Concilio Vaticano II resumen muy bien los alcances del matrimonio en la vida de la Iglesia:
«Los esposos cristianos, con la fuerza del sacramento del matrimonio, por el que representan y
participan del misterio de la unidad y del amor fecundo de Cristo por su Iglesia (cf. Ef 5, 32), se ayudan mutuamente a santificarse con la vida matrimonial y con la acogida y educación de los hijos. Por eso tienen en su modo y estado de vida su carisma propio dentro del Pueblo de Dios (cf. 1 Cor 7,7). En efecto, de esta unión conyugal procede la familia, en la que nacen los nuevos miembros de la sociedad humana. Éstos, por la gracia del Espíritu Santo, se convierten en hijos de Dios por el Bautismo para perpetuar el Pueblo de Dios a través de los siglos. En esta especie de Iglesia doméstica los padres han de ser para sus hijos los primeros anunciadores de la fe con su palabra y con su ejemplo, y han de favorecer la vocación personal de cada uno y, con cuidado especial, la vocación a la vida consagrada». (Lumen Gentium, 11.)
Este primer texto indica la forma de la participación de los laicos como Pueblo de Dios mediante el Sacramento del Matrimonio. Aparece como un carisma propio dentro de la Iglesia. Un carisma que debe profundizarse y hacerse fecundo con sus propias características santificadoras. «Los esposos y padres cristianos, siguiendo el propio camino, mediante la fidelidad en el amor, deben sostenerse mutuamente en la gracia a lo largo de toda la vida e inculcar la doctrina cristiana y las virtudes evangélicas a los hijos amorosamente recibidos de Dios. De esta manera ofrecen a todos el ejemplo de un incansable y generoso amor, contribuyen al establecimiento de la fraternidad en la caridad y se constituyen en testigos y colaboradores de la fecundidad de la madre Iglesia, como símbolo y participación de aquel amor con que Cristo amó a su Esposa y se entregó a Sí mismo por ella». (Lumen Gentium, 41.)
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El tema de la participación de la entrega de Cristo por la Iglesia vuelve a aparecer en este texto de la Constitución dogmática sobre la Iglesia pero en el contexto del llamado universal a la santidad. Así, el matrimonio es visto en toda su dignidad como un camino de perfección humana y cristiana y no como un mero estado para quienes no pueden asumir las exigencias del celibato.
Esta noción cristiana del matrimonio no excluye ninguno de los condicionantes humanos de la vida conyugal, al contrario, los eleva y plenifica, purificándolos de los criterios y pasiones desordenadas. No es un camino fácil. Se hace necesaria la fe en el Señor que pasa por la fe y la confianza en el cónyuge, mientras que al mismo tiempo, ésta fe humana conyugal es iluminada por la fe teologal.
5. Moral Especial 5.1. Divorcio. Lo primero que hay que decir es que en la vida cristiana, el divorcio no existe porque, como ya vimos, el vínculo matrimonial es indisoluble.
El divorcio es entonces solamente una ficción civil que "legaliza" el abandono y el adulterio cuando el divorciado se vuelve a casar. Esta realidad fue descrita claramente por el Señor y es uno de los mandatos explícitos que la Iglesia no tiene autoridad para cambiar o disolver
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Ahora bien, hay que ver también que, incluso hablando del matrimonio como institución natural, el divorcio es una grave ruptura que produce daños irreparables en las personas. Por esta razón el Catecismo de la Iglesia Católica enseña: "El Señor Jesús insiste en la intención original del Creador que quería un matrimonio indisoluble, y deroga la tolerancia que se había introducido en la ley antigua. Entre bautizados católicos, «el matrimonio rato y consumado no puede ser disuelto por ningún poder humano ni por ninguna causa fuera de la muerte".5 Hay que aclarar algunos puntos aquí. Cuando se habla de matrimonio rato se dice de la unión que es lícita y válida entre un hombre y una mujer. La licitud son todas las condiciones normales y formales del matrimonio (ceremonia pública, testigo cualificado de la Iglesia, testigos, pliego matrimonial, firmas, etc.). Cuando algo está viciado en la licitud puede ser que no afecte la validez. Existe entonces el compromiso moral. Por ejemplo: puede ocurrir que una pareja se case a solas (recordemos que los esposos son los ministros del matrimonio) ante Dios. Los motivos podrían ser varios, simplemente supongamos que son sensatos. Ese matrimonio no es lícito pero es válido. Se ha asumido con responsabilidad, ejerciendo la libertad en el mutuo consentimiento. El gran problema es que no habría como probarlo cuando por alguna razón sobrevenga una crisis en la relación. Sería muy difícil mantener la estabilidad conyugal. Cuando se habla de matrimonio consumado se está haciendo referencia al acto sexual. Éste consuma el sacramento siempre y cuando sea un acto sexual
5
Catecismo de la Iglesia Católica, # 2382.
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completo, por lo tanto humano, natural, que no afecta a la dignidad de los cónyuges. En esto no se pueden hacer muchas precisiones casuísticas a modo de manual ya que la naturaleza de las relaciones involucra los delicados elementos de la vida íntima de las personas. Por esta razón sólo se da una norma clara y objetiva que permite discernir. Obviamente lo más importante es el espíritu con el que se realiza el acto pero eso no se puede determinar en una norma. Cuando alguno de estos elementos falta, el matrimonio puede ser declarado nulo por la autoridad competente de la Iglesia. Las causas de nulidad pueden ser fallas que afectan la validez o la consumación.
En cuanto a la validez, se trata de algún vicio en el mutuo consentimiento que debe ser consciente y libre. Puede ser, por ejemplo, el engaño u ocultamiento de alguno de los cónyuges sobre algo esencial para la vivencia del compromiso o la presión grave sobre la voluntad de alguno de los cónyuges o de ambos.
En cuanto a la consumación, pueden darse casos en que la pareja por razones diversas, voluntarias o no, no pueda llegar al acto sexual completo. El matrimonio se da como no realizado en su totalidad y esto puede ser causa de nulidad.
De probarse el caso con las debidas investigaciones y pruebas se procede a declarar la nulidad, es decir, se certifica que nunca hubo matrimonio. En la Iglesia Católica jamás se anula un matrimonio rato y consumado.
Mira el video “Carta de un hijo a sus padres que se divorcian”
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El divorcio, en cuanto ruptura arbitraria por parte de los cónyuges de un vínculo indisoluble, es cada vez más frecuente y es ocasión del alejamiento de muchísimos cristianos. El problema es muy delicado y requiere una atención especial. Son muchas las parejas de divorciados vueltos a casar cuyas razones existenciales tiene ciertamente un gran peso porque después de haber vivido una experiencia
objetivamente
frustrante,
han
logrado
construir
hogares
relativamente estables, tienen hijos y viven tranquilos. Estas realidades ponen al juicio moral en una encrucijada nada sencilla. Por un lado la norma objetiva dice que los divorciados vueltos a casar están en pecado mortal permanente mientras tengan relaciones sexuales o vivan juntos siendo ocasión de escándalo. Están siendo objetivamente adúlteros. Por otro lado, su situación existencial, su propia percepción, e incluso la experiencia de su segundo matrimonio, puede ser muy positiva y la persona psicológicamente e incluso espiritualmente puede haber alcanzado cierta paz subjetiva de la consciencia. ¿Cómo enfrentar el asunto? El magisterio de la Iglesia brinda algunos criterios muy valiosos. En general, recomienda el incondicional respeto por la dignidad de las personas y su situación existencial pero al mismo tiempo la claridad ante la objetiva situación de ruptura. En cuanto a la vida sacramental de los divorciados vueltos a casar se recomienda que cultiven otras formas de comunión espiritual y se abran a la misericordia de Dios. No se puede dar una respuesta simple a una situación que no lo es. Ocurre muchas veces que las personas divorciadas y vueltas a casar reaccionan contra la Iglesia como si las normas, que ellos mismos asumieron al contraer matrimonio y luego rompieron, fueran una imposición inaceptable que la Iglesia debería abandonar.
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Sin embargo también existen divorciados vueltos a casar que asumen con humildad el dolor de su situación y volviéndose con confianza al Señor se esfuerzan por vivir la santidad. El Catecismo completa su enseñanza con estas precisiones: “El divorcio es una ofensa grave a la ley natural. Pretende romper el contrato, aceptado libremente por los esposos, de vivir juntos hasta la muerte. El divorcio atenta contra la Alianza de salvación de la cual el matrimonio sacramental es un signo. El hecho de contraer una nueva unión, aunque reconocida por la ley civil, aumenta la gravedad de la ruptura: el cónyuge casado de nuevo se halla entonces en situación de adulterio público y permanente: Si el marido, tras haberse separado de su mujer, se une a otra mujer, es adúltero, porque hace cometer un adulterio a esta mujer; y la mujer que habita con él es adúltera, porque ha atraído a sí al marido de otra. El divorcio adquiere también su carácter inmoral a causa del desorden que introduce en la célula familiar y en la sociedad. Este desorden entraña daños graves: para el cónyuge, que se ve abandonado; para los hijos, traumatizados por la separación de los padres, y a menudo viviendo en tensión a causa de sus padres; por su efecto contagioso, que hace de él una verdadera plaga social. Puede ocurrir que uno de los cónyuges sea la víctima inocente del divorcio dictado en conformidad con la ley civil; entonces no contradice el precepto moral. Existe una diferencia considerable entre el cónyuge que se ha esforzado con sinceridad por ser fiel al sacramento del Matrimonio y se ve injustamente abandonado y el que, por una falta grave de su parte, destruye un matrimonio canónicamente válido."6
6
Catecismo de la Iglesia Católica, # 2383-2386
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Lectura para profundizar. Revisar el texto La pastoral del matrimonio debe fundarse en la Verdad del Cardenal Joseph Ratzinger. Prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, (1998).
5.2. Unión de hecho o convivencia."La expresión «unión de hecho» abarca un conjunto de múltiples y heterogéneas realidades humanas, cuyo elemento común es el de ser convivencias (de tipo sexual) que no son matrimonios. Las uniones de hecho se caracterizan, precisamente, por ignorar, postergar o aún rechazar el compromiso conyugal."7 El problema de la justificación de estas uniones es que van generando en la cultura una conciencia de fragilidad de las instituciones fundamentales como son el matrimonio y la familia. La problemática es compleja y cada vez más amplia y diversa.
Moralmente hay que tener en cuenta que la doctrina es clara: toda unión de hecho, por muchos años o condicionamientos que tenga es un adulterio objetivo. El problema presenta actualmente numerosos ángulos. Uno de los principales es sin duda el tema jurídico que tiene de todas maneras una fuerza pedagógica grande en la sociedad: Con la legislación divorcista el matrimonio tiende, a menudo, a perder su identidad en la conciencia personal. En este sentido hay que resaltar la desconfianza hacia la institución matrimonial que nace a veces de la experiencia negativa de las personas traumatizadas por un divorcio anterior, o por el divorcio de sus padres. Este preocupante fenómeno comienza a ser socialmente relevante en los países más desarrollados económicamente. 7
Pontificio Consejo para la Familia, Familia, Matrimonio y uniones de hecho, # 2.
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Lo más importante es cómo tratar el tema. No se puede simplemente equiparar la unión de hecho al matrimonio cristiano. No se puede tampoco agredir o escandalizar a quienes por diversos motivos viven esa situación. El Pontificio Consejo para la Familia brinda varios criterios para enfrentar este problema: Es legítima la comprensión por la problemática existencial y las elecciones de las personas que viven en uniones de hecho y en ciertas ocasiones, un deber. Algunas de estas situaciones, incluso, deben suscitar verdadera y propia compasión. El respeto por la dignidad de las personas no está sometido a discusión. Sin embargo, la comprensión de las circunstancias y el respeto de las personas no equivalen a una justificación. Más bien se trata de subrayar, en estas circunstancias que la verdad es un bien esencial de las personas y factor de auténtica libertad: que de la afirmación de la verdad no resulte ofensa, sino sea forma de caridad, de manera que el «no disminuir en nada la doctrina salvadora de Cristo» sea «forma eminente de caridad para con las almas», de modo tal, que se acompañe «con la paciencia y la bondad de la cual el Señor mismo ha dado ejemplo en su trato con los hombres». Los cristianos
deben,
por
tanto,
tratar
de
comprender los motivos personales, sociales, culturales e ideológicos de la difusión de las uniones de hecho. Es preciso recordar que una pastoral inteligente y discreta puede, en ciertas ocasiones favorecer la recuperación «institucional» de algunas de estas uniones. Las personas que se encuentran en estas situaciones deben ser tenidas en cuenta, de manera particularizada y prudente, en la pastoral ordinaria de la comunidad eclesial, una atención que comporta cercanía, atención a los problemas y
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dificultades derivados, diálogo paciente y ayuda concreta, especialmente en relación a los hijos. La prevención es, también en este aspecto de la pastoral, una actitud prioritaria. La sabiduría de los pueblos ha sabido reconocer sustancialmente, a lo largo de los siglos, aunque con limitaciones, el ser y la misión fundamental e insustituible de la familia fundada en el matrimonio. La familia es un bien necesario e imprescindible para toda sociedad, que tiene un verdadero y propio derecho, en justicia, a ser reconocida, protegida y promovida por el conjunto de la sociedad. Es este conjunto el que resulta dañado, cuando se vulnera, de uno u otro modo, este bien precioso y necesario de la humanidad. Ante el fenómeno social de las uniones de hecho, y la postergación del amor conyugal que comporta es la sociedad misma quien no puede quedar indiferente. La mera y simple cancelación del problema mediante la falsa solución de su reconocimiento, situándolas a un nivel público semejante, o incluso equiparándolas a las familias fundadas en el matrimonio, además de resultar en perjuicio comparativo del matrimonio (dañando, aún más, esta necesaria institución natural tan necesitada hoy día, en cambio, de verdaderas políticas familiares), supone un profundo desconocimiento de la verdad antropológica del amor humano entre un hombre y una mujer, y su indisociable aspecto de unidad estable y abierta a la vida. Este desconocimiento es aún más grave, cuando se ignora la esencial y profundísima diferencia entre el amor conyugal del que surge la institución matrimonial y las relaciones homosexuales. La «indiferencia» de las administraciones públicas en este aspecto se asemeja mucho a una apatía ante la vida o la muerte de la sociedad, a una indiferencia ante su proyección de futuro, o su degradación. Esta «neutralidad» conduciría, si no se ponen los remedios oportunos, a un grave deterioro del tejido social y de la pedagogía de las generaciones futuras.
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Mira el video “Compromiso de cohabitación”
“La inadecuada valoración del amor conyugal y de su intrínseca apertura a la vida, con la inestabilidad de la vida familiar que ello comporta, es un fenómeno social que requiere un adecuado discernimiento por parte de todos aquellos que se sienten comprometidos con el bien de la familia, y muy especialmente por parte de los cristianos. Se trata, ante todo, de reconocer las verdaderas causas (ideológicas y económicas) de un tal estado de cosas, y no de ceder ante presiones demagógicas de grupos de presión que no tienen en cuenta el bien común de la sociedad. La Iglesia Católica, en su seguimiento de Cristo Jesús, reconoce en la familia y en el amor conyugal un don de comunión de Dios misericordioso con la humanidad, un tesoro precioso de santidad y gracia que resplandece en medio del mundo. Invita por ello a cuantos luchan por la causa del hombre a unir sus esfuerzos en la promoción de la familia y de su íntima fuente de vida que es la unión conyugal."8
Lectura para profundizar. Revisa el artículo Uniones de Hechor de Héctor Franceschi. Encuéntralo en el Lexicón de la Familia (2004, Madrid: Palabra, Pontificio Consejo para la Familia, pp. 1103-1119).
5.3. Homosexualidad y el “matrimonio” del mismo sexo. La homosexualidad es un grave problema actual. Una intensa campaña de reivindicación de las "excluidas minorías homosexuales" pretende mostrar la práctica de la homosexualidad como algo normal, como una opción sexual que corresponde perfectamente al derecho de decidir libremente sobre cómo vivir.
8
Ibíd., 50.
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El Catecismo de la Iglesia Católica enseña sobre el tema: "La homosexualidad designa las relaciones entre hombres o mujeres que experimentan una atracción sexual, exclusiva o predominante, hacia personas del mismo sexo. Reviste formas muy variadas a través de los siglos y las culturas. Su origen psíquico permanece en gran medida inexplicado. Apoyándose en la Sagrada Escritura que los presenta como depravaciones graves, la Tradición ha declarado siempre que «los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados». Son contrarios a la ley natural. Cierran el acto sexual al don de la vida. No proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual. No pueden recibir aprobación en ningún caso. Un número apreciable de hombres y mujeres presentan tendencias homosexuales profundamente radicadas. Esta inclinación, objetivamente desordenada constituye para la mayoría de ellos una auténtica prueba. Deben ser acogidos con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará, respecto a ellos, todo signo de discriminación injusta. Estas personas están llamadas a realizar la voluntad de Dios en su vida, y, si son cristianas, a unir al sacrificio de la cruz del Señor las dificultades que pueden encontrar a causa de su condición. Las personas homosexuales están llamadas a la castidad. Mediante virtudes de dominio de sí mismo que eduquen la libertad interior, y a veces mediante el apoyo de una amistad desinteresada, de la oración y la gracia sacramental, pueden y deben acercarse gradual y resueltamente a la perfección cristiana."
El juicio moral y la castidad como solución aparecen como principios claros, no tanto así el tratamiento psicológico. En todo caso, en cuanto a la homosexualidad jamás debe aceptarse como una manifestación de la naturaleza sino como una negación de la misma al ser una expresión sexual estéril que contradice la dignidad humana.
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La declaración "Persona Humana" de la Congregación para la Doctrina de la fe enseña sobre este punto: "En nuestros días, fundándose en observaciones de orden psicológico, han llegado algunos a juzgar con indulgencia, e incluso a excusar completamente, las relaciones entre ciertas personas del mismo sexo, en contraste con la doctrina constante del Magisterio y con el sentido moral del pueblo cristiano. Se hace una distinción, que no parece infundada, entre los homosexuales cuya tendencia, proviniendo de una educación falsa, de falta normal de evolución sexual, de hábito contraído, de malos ejemplos y de otras causas análogas, es transitoria, o al menos no incurable, y aquellos otros homosexuales que son irremediablemente tales por una especie de instinto innato o de constitución patológica que se tiene por incurable. Ahora bien, en cuanto a los sujetos de esta segunda categoría piensan algunos que su tendencia es natural, hasta tal punto que debe ser considerada en
ellos
como
justificativa
de
relaciones
homosexuales en una sincera comunión de vida y amor análoga al matrimonio, mientras se sientan incapaces de soportar una vida solitaria. Indudablemente estas personas deben ser acogidas, en la atención pastoral, con comprensión y deben ser sostenidas en la esperanza de superar sus dificultades personales y su inadaptación social. También su culpabilidad debe ser juzgada con prudencia. Pero no se puede emplear ningún método pastoral que reconozca una justificación moral a estos actos por considerarlos conformes a la condición de estas personas. Según el orden moral objetivo. Las relaciones homosexuales son actos privados de su regla esencial e indispensable. En la Sagrada Escritura están condenados como graves depravaciones e incluso presentados como la triste consecuencia de una repulsa a Dios.
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Este juicio de la Escritura no permite concluir que todos los que padecen de esta anomalía son del todo responsables personalmente de sus manifestaciones; pero atestigua que los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados y que no pueden recibir aprobación en ningún caso".9
Lectura para profundizar. Revisa el texto “Consideraciones acerca de los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas del mismo sexo” de la Congregación para la Doctrina de la Fe (2003). Revisa el artículo “La Enseñanza de la Iglesia Católica sobre el homosexualismo” de Adolfo J. Castañeda. Vida Humana Internacional.
9
Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Persona humana, 1975.
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