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Ética y Política – Segundo periodo Pág
¿En qué consiste, en que puede consistir, que a un personaje de ficción se le califique de «libre artista de sí mismo»? Se trata de un fenómeno que no he encontrado en la literatura occidental anterior a Shakespeare. Aquiles, Eneas, Dante el Peregrino, don Quijote, no cambian tras oír por causalidad lo que ellos mismos han dicho, y tampoco, mediante su propio intelecto e imaginación, dan un giro radical a su personalidad. Nuestra convicción, cándida pero estéticamente crucial, de que Edmundo, Hamlet, Falstaff y docenas de otros personajes puedan, digamos, levantarse y salir de sus obras, quizá en contra de los propios deseos de Shakespeare, está relacionada con el hecho de que sean libres artistas de sí mismos. Como ilusión teatral y literaria, como efecto del lenguaje metafórico, esta capacidad de Shakespeare no tiene parangón, aunque haya sido imitada universalmente durante casi cuatrocientos años. Esa capacidad no sería posible si no fuera por el soliloquio shakespeariano, prohibido a Racine por la doctrina crítica francesa, que no permitía al actor trágico dirigirse directamente a sí mismo o al público. Los dramaturgos del Siglo de Oro español, Lope de Vega en particular, modelan el soliloquio como un soneto, en una especie de triunfo barroco que va en contra de la interioridad. Y no se puede convertir a un personaje en un libre artista de sí mismo negando la interioridad de ese personaje. No se puede concebir a Shakespeare a la manera barroca, pero entonces la libertad trágica es más un oxímoron shakespeariano que una condición de las obras de Lope, Racine o Goethe.
Uno comprende por qué Cervantes fracasó como escritor de teatro y triunfó como autor de Don Quijote. Existe una afinidad hermética entre Cervantes y Shakespeare: ni don Quijote ni Sancho son libres artistas de sí mismos; se acomodan por completo al universo del juego. Es la singular fuerza de Shakespeare lo que, en héroes y villanos por igual, hace que sus protagonistas trágicos disuelvan las demarcaciones entre el universo de la naturaleza y el del juego. La peculiar autoridad de Hamlet, su convincente asunción de una voz de autor completamente propia, va más allá del hecho de que sea capaz de convertir El asesinato de Gonzago en La ratonera. En cada momento, la mente de Hamlet es una obra dentro de la obra, porque Hamlet, más que ningún otro personaje de Shakespeare, es un libre artista de sí mismo. Su exaltación y su tormento surgen de igual modo de su continua meditación acerca de su propia imagen. Shakespeare es el centro del canon al menos en parte porque Hamlet lo es. La conciencia introspectiva, libre de contemplarse a sí misma, sigue siendo la más elitista de todas las imágenes occidentales, pero sin ella el canon no es posible, y, para expresarle sin rodeos, nosotros tampoco.
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Molière, nacido exactamente seis años antes de la muerte de Shakespeare, escribió y actuó en una Francia todavía no expuesta a la influencia de Shakespeare. En Francia, tras una serie de épocas de mejor y peor acogida, Shakespeare comenzó a tomarse como modelo hacia mediados del siglo XVIII, casi tres generaciones después de la muerte de Molière. Y aunque Shakespeare y Molière poseen una verdadera afinidad, es poco probable que Molière hubiera oído hablar alguna vez de Shakespeare. Les une el temperamento y el estar libres de toda ideología, aun cuando sus tradiciones formales de comedia sean distintas. Voltaire inicia en Francia la tradición de resistencia a Shakespeare en nombre del neoclasicismo y las tragedias de Racine. La tardía llegada del Romanticismo francés tuvo como consecuencia una poderosa influencia de Shakespeare sobre la literatura francesa, particularmente vital en Stendhal y Victor Hugo; y en el último tercio del siglo XIX casi toda la fobia hacia Shakespeare se había desvanecido. Aunque en la actualidad se representa en Francia con no menos frecuencia que Molière y Racine, básicamente ha habido un resurgir de la tradición cartesiana, y Francia conserva una cultura literaria relativamente shakespeariana.
Resulta difícil sobrevalorar el continuo efecto de Shakespeare sobre los alemanes, incluso sobre Goethe, tan cuidadoso siempre con sus influencias. Manzoni, el principal novelista de la Italia del siglo XIX, es un escritor muy shakespeariano, como lo fue Leopardi. Y, a pesar de las furibundas polémicas de Tolstói y de sus ataques contra Shakespeare, su propia obra depende de la idea shakespeariana del personaje, tanto en sus dos grandes novelas como en su tardía obra maestra, la novela corta Hadji Murat. Es manifiesto que Dostoievski debe sus grandes nihilistas a sus precursores shakespearianos, Yago y Edmundo, mientras que Pushkin y Turguéniev se hallan entre los más atinados críticos de Shakespeare del siglo XIX. Ibsen se esforzó prodigiosamente en esquivar a Shakespeare, pero no lo consiguió, por suerte para él. Quizá todo lo que Peer Gynt y Hedda Gabler tengan en común sea su intensidad shakespeariana, su inspirada capacidad para cambiar oyéndose casualmente a sí mismos.
España, hasta la época moderna, había tenido poca necesidad de Shakespeare. Las principales figuras del Siglo de Oro español —Cervantes, Lope de Vega, Calderón, Tirso de Molina, Fernando de Rojas, Góngora— aportaron a la literatura española una exuberancia barroca que ya era un tanto shakespeariana y romántica. El famoso ensayo de Ortega sobre Shylock y el libro de Madariaga sobre Hamlet son los primeros textos a tener en cuenta; ambos llegan a la conclusión de que la era de Shakespeare es también la era de España. Por desgracia, se ha perdido la obra Cardenio, en la que Shakespeare y Fletcher habían trabajado juntos traduciendo un relato de Cervantes para el público inglés; pero muchos críticos han