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emancipación de la medicina con respecto a las hipótesis universales de los filósofos de la naturaleza.
Tenemos aquí el paralelo más palmario con la repudiación por el pensamiento de Sócrates de las altas especulaciones de la cosmología, la misma sobria preocupación por los hechos de la vida humana. Al igual que la medicina de su tiempo, encuentra en la naturaleza del hombre, como la parte del mundo mejor conocida de nosotros, la base firme para su análisis de la realidad y la clave para la comprensión de ésta. Como dice Cicerón, Sócrates baja la filosofía del cielo y la instala en las ciudades y moradas de los hombres. Lo cual no representa solamente un cambio de temas y de interés, como ahora se ve, sino que envuelve también un concepto más riguroso del saber, suponiendo que éste exista. Lo que los antiguos físicos llamaban conocimiento era una concepción del mundo, es decir, a los ojos de Sócrates, una grandiosa fantasmagoría, una sublime charlatanería. Las reverencias que de vez en cuando hace a aquella sabiduría inasequible para él son completamente irónicas. El procede, como acertadamente observa Aristóteles, de un modo exclusivamente inductivo. Su método tiene
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algo de la sobriedad del método empírico de los médicos. Su ideal del saber es la τέχνη, tal como la encarna prototípicamente la medicina, aun en su supeditación del saber a un fin práctico. Aún no existía por aquel entonces una ciencia natural exacta. La filosofía de la naturaleza de aquel periodo era la suma y compendio de lo inexacto. Ni existía tampoco un empirismo filosófico. Toda referencia de principio a la experiencia, como base de toda ciencia exacta de la realidad, iba asociada siempre en la Antigüedad a la medicina, la cual ocupaba por tanto una posición más filosófica dentro del conjunto de la vida espiritual. Fue también ella la que trasmitió estas ideas a la moderna filosofía. El empirismo filosófico de los tiempos modernos es hijo de la medicina griega, no de la filosofía griega.
Para conocer la posición que Sócrates ocupaba en la filosofía antigua y su giro antropocéntrico, es importante que no perdamos de vista su relación con aquel gran poder espiritual de sus días. Las referencias al ejemplo de la medicina abundan sorprendentemente en él. Y no son casuales, sino que guardan relación con la estructura esencial de su pensamiento, más aún, con la conciencia de sí mismo y el ethos de toda su actuación. Sócrates es un verdadero médico. Hasta el punto de que, según Jenofonte, no se preocupaba menos de la salud física de sus amigos que de su bienestar espiritual. Pero es sobre todo el médico del hombre interior. La prueba de la adecuación del cosmos a un fin da entender claramente, por el modo como Sócrates enfoca aquí la naturaleza física del hombre, que el giro teleológico coincide también en él, íntimamente, con aquella actitud empírico-médica.
Actitud explicable a la vista de la concepción teleológica de la naturaleza y del hombre que por primera vez se abría paso conscientemente en la medicina de la época, ganando cada vez mayor precisión a partir de entonces, hasta que encuentra su expresión filosófica definitiva en la concepción biológica del mundo de Aristóteles. Es cierto que la búsqueda socrática de la esencia de lo bueno nace de un planteamiento del problema absolutamente peculiar suyo, no aprendido en parte alguna y, desde el punto de vista de la filosofía profesional de la naturaleza de su tiempo, deberíamos decir que es un problema de diletante, que el escepticismo heroico del investigador físico no sabe contestar. Sin embargo, este diletantismo encierra una indagación creadora y no deja de ser importante el llegar, partiendo del ejemplo de la medicina de un Hipócrates y un Diógenes, a la conclusión de que en su problema encontraba su formulación oportuna la más profunda búsqueda de todo su tiempo.
No se sabe a qué edad comenzó Sócrates en su ciudad natal la actividad con que nos lo presentan plásticamente los diálogos de sus discípulos. Platón sitúa el escenario de sus charlas, en parte, hasta en la época de los comienzos de la guerra del Peloponeso, como ocurre, por ejemplo, en el Cármídes, en el que Sócrates aparece como si acabase de regresar de las duras batallas libradas delante de Potidea. Por aquel entonces, tenía ya cerca de treinta y ocho años; sin embargo, los comienzos de su actuación eran seguramente muy anteriores. Platón consideraba tan esencial el fondo vivo de sus diálogos, que hubo de pintarlo repetidas veces con las tintas más amables. Su medio no es el vacío abstracto y sustraído al tiempo de los locales escolásticos. Sócrates se mueve entre el trajín afanoso de la escuela atlética ateniense, del gimnasio, donde pronto se convierte en una figura nueva e indispensable, al lado del gimnasta y del médico. Lo cual no quiere decir que los copartícipes se enfrentasen en aquellos diálogos famosos en la ciudad con una desnudez espartana, usual, por lo demás, en los ejercicios atléticos (aunque también sucedería con frecuencia así). Sin embargo, no era el gimnasio la única escena indiferente de aquellos torneos dramáticos del pensamiento que llenaron la vida de Sócrates. Existe cierta analogía interna entre el diálogo socrático y el acto de desnudarse para ser examinado por el médico o el gimnasta antes de lanzarse a la arena para el combate. Platón pone esta comparación en boca del mismo Sócrates. El ateniense de aquellos tiempos sentíase más en su medio en el gimnasio que entre las cuatro paredes de su casa, donde dormía y comía. Allí, bajo la luz diáfana del cielo griego, se reunían diariamente jóvenes y viejos para dedicarse al cultivo de su cuerpo. Los ratos de ocio en los descansos se dedicaban a la conversación. No sabemos si el nivel medio de aquellas conversaciones sería trivial o elevado; lo cierto es que las más famosas escuelas filosóficas del mundo, Academia y Liceo, llevan los nombres de dos famosos gimnasios de Atenas. Quien tenía algo que decir o
algo que preguntar que consideraba de alcance general, y para lo que ni la asamblea popular ni el tribunal eran lugares adecuados, acudía a decírselo o a preguntárselo a sus amigos y conocidos en el gimnasio. La tensión de espíritu que se estaba seguro de encontrar allí era un encanto constante. El hecho de frecuentar diversos establecimientos de esta clase procuraba la variación, y en Atenas había muchos gimnasios grandes y pequeños, públicos y privados. Un visitante asiduo de ellos como Sócrates, para quien lo interesante era el hombre en cuanto tal, conocía a todo el mundo, y entre los jóvenes sobre todo era difícil apareciese una cara nueva que no le llamase en seguida la atención y acerca de la cual no se informase. Nadie le igualaba en agudeza de observación para seguir los pasos a la juventud que se iba desarrollando. Era el gran conocedor de hombres cuyas certeras preguntas servían de piedra de toque para pulsar todos los talentos y todas las fuerzas latentes y cuyo consejo buscaban para la educación de sus hijos los ciudadanos más respetables.
Sólo los simposios pueden compararse, por su importancia espiritual y en virtud de una antigua tradición, con los gimnasios. Por eso Platón y Jenofonte sitúan los diálogos de Sócrates en ambos sitios. Todas las demás situaciones que se mencionan en ellos eran más o menos fortuitas, como cuando Sócrates aparece manteniendo una ingeniosa conversación en los salones de Aspasia, charlando junto a los puestos del mercado, donde solían reunirse los amigos a conversar, o interviniendo en la conferencia de un famoso sofista en la casa de un rico mecenas. Los gimnasios eran lugares más importantes que cualesquiera otros, pues en ellos se reunía la gente de un modo regular. Aparte de su finalidad peculiar, la intensidad del comercio espiritual que fomentaban entre la gente hacía que se desarrollasen en ellos ciertas cualidades que constituían el terreno más abonado para cualquier siembra de nuevos pensamientos y aspiraciones. En estos sitios reinaba el ocio y el descanso. No podía florecer en ellos, a la larga, nada especial, ni era posible tampoco dedicarse allí a los negocios. En cambio, la atención se abría a los problemas humanos de carácter general. Pero no era el contenido solamente lo que interesaba: el espíritu, con toda su fuerza flexible y su suave elasticidad, podía desplegarse allí y encontraba el interés de un círculo de oyentes en tensión crítica. Surgió así una gimnasia del pensamiento que pronto tuvo tantos partidarios y admiradores como la del cuerpo y que no tardó en ser reconocida como lo que ésta venía siendo ya desde antiguo: como una nueva forma de la paideia. La «dialéctica» socrática era una planta indígena peculiar, la antítesis más completa del método educativo de los sofistas, que había aparecido simultáneamente con aquélla. Los sofistas son maestros peregrinantes venidos de fuera, nimbados por un halo de celebridad inaccesible y rodeados de un estrecho círculo de discípulos. Administran sus enseñanzas por dinero. Éstas recaen sobre disciplinas