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El mito de Prometeo - Platón Pág
tal como aparece a los ojos del poeta. Basta pensar en la epopeya cristiana medieval, escrita en lengua romance o germánica, en la cual no interviene fuerza alguna divina y todos los sucesos se desarrollan desde el punto de vista del acaecer subjetivo y de la actividad puramente humana, para darse cuenta de la diferencia de la concepción poética de la realidad propia de Homero. La intervención de los dioses en los hechos y los sufrimientos humanos obliga al poeta griego a considerar siempre las acciones y el destino humanos en su significación absoluta, a subordinarlos a la conexión universal del mundo y a estimarlos de acuerdo con las más altas normas religiosas y morales. Desde el punto de vista de la concepción del mundo, la epopeya griega es más objetiva y profunda que la épica medieval. Una vez más, sólo Dante es comparable a ella, en su dimensión fundamental. La epopeya griega contiene ya en germen a la filosofía griega. Por otra parte, se revela con la mayor claridad el contraste de la concepción del mundo puramente teomórfica de los pueblos orientales, para la cual sólo Dios actúa y el hombre es sólo el objeto de su actividad, con el carácter antropocéntrico del pensamiento griego. Homero sitúa con la mayor resolución al hombre y su destino en primer término, aunque lo considere desde la perspectiva de las ideas más altas y de los problemas de la vida.
En la Odisea, esta peculiaridad de la estructura espiritual de la epopeya griega se manifiesta todavía de un modo más vigoroso. La Odisea pertenece a una época cuyo pensamiento se hallaba ya en alto grado ordenado racional y sistemáticamente. En todo caso, el poema completo, tal como ha llegado a nosotros, fue terminado en aquel periodo y manifiesta claramente sus huellas. Cuando dos pueblos luchan entre sí y claman el auxilio de sus dioses, con ruegos y sacrificios, ponen a éstos en una difícil situación, sobre todo para un pensamiento que cree en la omnipotencia y en la justicia imparcial de la fuerza divina. Así, vemos en la Ilíada un pensamiento moral y religioso ya muy avanzado luchar con el problema de poner en concordancia el carácter originario, particular y local de la mayoría de los dioses, con la exigencia de una dirección unitaria del mundo. La humanidad y la proximidad de los dioses griegos llevaba a una raza, que se sabía, con plena conciencia de su orgullo aristocrático, íntimamente emparentada con los inmortales, a considerar que la vida y las actividades de las fuerzas celestes no eran muy distintas de las que se desarrollaban en su existencia terrena. Con esta representación, que choca con la elevación abstracta de los filósofos posteriores, contrasta en la Ilíada un sentimiento religioso en cuya representación de la divinidad y, sobre todo del soberano supremo del mundo, hallan su alimento las ideas más sublimes del arte y de la filosofía posteriores. Pero sólo en la Odisea hallamos una concepción del gobierno de los dioses más consecuente y sistemática.
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Toma de la Ilíada, al comienzo de los cantos primero y quinto, la idea de un concilio de los dioses; pero salta a la vista la diferencia de las escenas tumultuosas del Olimpo de la Ilíada y los maravillosos consejos de personalidades sobrehumanas de la Odisea. En la Ilíada, los dioses están a punto de venir a las manos. Zeus impone su superioridad por la fuerza y los dioses emplean en sus luchas medios humanos — demasiado humanos— como la astucia y la fuerza. El dios Zeus, que preside el consejo de los dioses al comienzo de la Odisea, representa una alta conciencia filosófica del mundo. Empieza su consideración sobre el destino presente mediante el planteamiento general del problema de los sufrimientos humanos y la inseparable conexión del destino con las culpas humanas. Esta teodicea se cierne sobre la totalidad del poema. Para el poeta, es la más alta divinidad una fuerza sublime y omnisciente que se halla por encima de los esfuerzos y los pensamientos de los mortales. Su esencia es el espíritu y el pensamiento. No es comparable con las miopes pasiones que acarrean las faltas de los hombres y los hacen caer en las redes de Até. El poeta considera, desde este punto de vista ético y religioso, los sufrimientos de Odiseo y la hybris de los pretendientes expiados con la muerte. La acción trascurre en torno a este problema unitario hasta el fin.
Pertenece a la esencia de esta historia el hecho de que la voluntad más alta, que orienta de un modo consecuente y poderoso el conjunto de la acción y la conduce, finalmente, a un resultado justo y feliz, aparezca claramente en su momento culminante. El poeta ordena todo cuanto ocurre en el sistema de su pensamiento religioso. Todo personaje mantiene sólidamente su actitud y su carácter. Esta rígida construcción ética pertenece, probablemente, a los últimos estadios de la elaboración poética de la Odisea. En relación con esto, la crítica ha propuesto un problema que todavía espera resolución: el de comprender desde el punto de vista histórico el progreso de esta elaboración moralizadora, a partir de los estadios más primitivos. Al lado de la idea de conjunto, ética y religiosa, que domina, a grandes rasgos, la forma definitiva de la Odisea, ofrece una riqueza inagotable de rasgos espirituales que van desde lo fabuloso hasta lo idílico, lo heroico y lo aventurero, sin que se agote con ello la acción del poema. Sin embargo, la unidad y la rigurosa economía de la construcción, sentida desde todos los tiempos como uno de sus rasgos fundamentales, depende de las grandes líneas del problema religioso y ético que desarrolla.
Con todo, esto es sólo un aspecto de un fenómeno mucho más rico. Del mismo modo que ordena Homero el destino humano en el amplio marco del acaecer universal y dentro de una
concepción del mundo perfectamente delimitada, sitúa también sus personajes dentro de un ambiente adecuado. Jamás toma a los hombres en abstracto y puramente desde el punto de vista interior. Todo se desarrolla en el cuadro plenario de la existencia concreta. No son sus figuras meros esquemas que ocasionalmente despierten a la expresión dramática y se levanten a extremos prodigiosos hasta caer, de pronto, en la inacción. Los hombres de Homero son tan reales que podríamos verlos con los ojos o tocarlos con las manos. Por la coherencia de su pensamiento y de su acción, su existencia se halla en íntima relación con el mundo exterior. Consideraremos, por ejemplo, a Penélope La expresión del sentimiento hubiera alcanzado una mayor intensidad lírica mediante actividades y expresiones más exageradas. Pero esta actitud hubiera sido insoportable, en relación con el objeto y para el lector. Los personajes de Homero son siempre naturales y expresan, en todo momento, su propia esencia. Poseen una solidez, una facilidad de movimientos y una íntima trabazón a la que nada se puede comparar. Penélope es, al mismo tiempo, la mujer casera, la mujer abandonada del marido ausente, en presencia de sus dificultades con los pretendientes, la señora fiel y afectuosa con sus sirvientas, la mujer inquieta y angustiada por la custodia de su único hijo. No tiene más apoyo que el honrado y anciano porquerizo. El padre de Odiseo, débil y anciano, se halla en un pequeño y pobre retiro, lejos de la ciudad. Su propio padre está lejos y no puede ayudarla. Todo esto es sencillo y necesario y en su múltiple conexión desarrolla la íntima lógica de la figura mediante un efecto reposado y plástico. El secreto de la fuerza plástica de las figuras homéricas se halla en su aptitud de situarlas, de un modo intuitivo y con precisión y claridad matemáticas, en el sólido sistema de coordenadas de un espacio vital.
La aptitud de la epopeya homérica para proporcionarnos la intuición del mundo que describe como un cosmos completo que descansa en sí mismo y en el cual se mantiene el equilibrio entre el acaecer móvil y un elemento de permanencia y orden, arraiga, en último término, en una peculiaridad específica del espíritu griego. Maravilla al espectador moderno el hecho de que todas las fuerzas y tendencias características del pueblo griego, que se manifiestan en su evolución histórica posterior, se revelan ya, de un modo claro, en Homero. Esta impresión es, naturalmente, menos evidente cuando consideramos los poemas aislados. Pero si consideramos a Homero y la posteridad griega en una sola vista de conjunto, se pone de relieve su poderosa comunidad. Su fundamento más profundo se halla en cualidades innatas y hereditarias de la sangre y de la raza. Nos sentimos, al mismo tiempo, ante ellas, próximos y alejados. En el conocimiento de esta diferencia necesaria de lo análogo se funda la fecundidad de nuestro contacto con el mundo griego. Sin embargo, sobre el elemento de la
raza y el pueblo, que sólo podemos aprehender de un modo sentimental e intuitivo y que se conserva con rara inmutabilidad a través de los cambios históricos del espíritu y de la fortuna, no podemos olvidar la incalculable influencia histórica que ha ejercido el mundo humano configurado por Homero sobre todo el desarrollo histórico ulterior de su nación. Por primera vez en él ha llegado el espíritu panhelénico a la unidad de la conciencia nacional e impreso su sello sobre toda la cultura griega posterior
Estatua de Homero. Foto: Georgy Markov
Sócrates, educador
Por. Werner Jaeger en Paideia
Toda la exposición anterior nos da el marco dentro del cual estudiaremos a Sócrates en las páginas siguientes: su figura se convierte en eje de la historia de la formación del hombre griego por su propio esfuerzo. Sócrates es el fenómeno pedagógico más formidable en la historia de Occidente. Quien pretenda descubrir su grandeza en el campo de la teoría y del pensamiento sistemático tendrá que atribuirle demasiado a costa de Platón, o dudar radicalmente de su importancia propia. Aristóteles tiene razón cuando considera sustancialmente obra de Platón, en su estructura teórica, la filosofía que éste pone en boca de su Sócrates. Pero Sócrates es algo más que lo que queda en pie como «tesis» filosófica después de descontar de la imagen de Sócrates trazada por Platón la teoría de las ideas y el resto del contenido dogmático. La importancia de esta figura estriba en una dimensión completamente distinta. No viene a continuar ninguna tradición científica ni puede derivarse de ninguna constelación sistemática en la historia de la filosofía. Sócrates es el hombre de la hora, en un sentido absolutamente elemental. En torno a él sopla un aire auténticamente histórico. Asciende a las cumbres de la formación espiritual desde las capas medias de la burguesía ática, de aquella capa del pueblo inmutable en lo más íntimo de su ser, de conciencia vigorosa y animada por el temor de Dios, a cuyo recio sentir habían apelado en otro tiempo sus aristocráticos caudillos, Solón y Esquilo. Pero ahora esta capa social habla por boca de uno de sus propios hijos, del vástago del cantero y la comadrona del demos de Alopeké. Solón y Esquilo habían aparecido en el momento oportuno para asimilarse los gérmenes del pensamiento de acción disolvente importado del extranjero, y llegaron a dominarlo en toda su profundidad interior, de tal modo que, en vez de descomponerlas, contribuyó a robustecer las fuerzas más vigorosas del carácter ático. La situación espiritual en que aparece Sócrates presenta cierta analogía con ésta. La Atenas de Péneles, que, como dominadora de un poderoso imperio, se ve inundada por influencias de toda clase y procedencia, se halla, a pesar de su brillante dominio en todos los campos del arte y de la vida, en peligro de perder el terreno firme bajo sus pies. Todos los valores heredados se esfuman en un abrir y cerrar de ojos al soplo de una creciente locuacidad. Es entonces cuando aparece Sócrates, como el Solón del mundo moral. Pues es en el campo de la moral donde se ven socavados en estos instantes el estado y la sociedad. Por segunda vez en la historia de Grecia, el espíritu ático invoca las fuerzas centrípetas del alma helénica contra las fuerzas centrífugas, contraponiendo al cosmos físico de las fuerzas naturales en lucha, creación del espíritu investigador jónico, un orden de los valores humanos. Solón había
descubierto las leyes naturales de la comunidad social y política. Sócrates se adentra en el alma misma para penetrar en el cosmos moral.
La juventud de Sócrates coincidió con el periodo de rápido auge después de la gran victoria sobre los persas, que condujo en el exterior a la instauración del imperio de Pericles y en el interior a la estructuración de la más completa democracia. Las palabras pronunciadas por Pericles en la oración fúnebre ante los caídos en la guerra, y según las cuales en el estado ateniense ningún mérito auténtico, ningún talento personal tenía cerrado el camino a la actuación pública, encuentran en Sócrates su confirmación. Ni su linaje ni su clase social ni su aspecto exterior predestinaban a este hombre para congregar en torno suyo a los hijos de la aristocracia ateniense que aspiraban a seguir la carrera de gobernantes o a formar en las filas selectas de los kaloi kagathóiáticos. Nuestras primeras noticias lo presentan en el círculo de aquel Arquelao, discípulo de Anaxágoras, como cuyo acompañante figura Sócrates a los treinta años, en la isla de Samos, según contaba en su libro de viajes el poeta trágico Ión de Quío. Ión conocía bien Atenas y era amigo de Sófocles y Cimón. También Plutarco presenta a Arquelao en íntimas relaciones con el círculo de Cimón. Es probable que fuese también Arquelao quien introdujo a Sócrates, en edad temprana, en la casa principesca del vencedor de los persas y caudillo de la nobleza ática partidaria de Esparta. No sabemos si sus ideas políticas fueron determinadas o no por semejantes impresiones. Sócrates vivió en su edad madura el apogeo del poder ateniense y el florecimiento clásico de la poesía y el arte de Atenas, y visitaba la casa de Pericles y Aspasia. Fueron discípulos suyos gobernantes tan discutidos como Alcibíades y Critias.
El estado ateniense que por aquel entonces hubo de poner en la más extrema tensión su poder para afirmar en Grecia la posición dominante que acababa de conquistar, exigía de sus ciudadanos grandes sacrificios. Sócrates luchó repetidas veces y se distinguió en el campo de batalla. En el proceso que se le formó se destacó en primer plano su ejemplar conducta militar para compensar los defectos de su carrera política. Sócrates era un gran amigo del pueblo, pero se le tenía por un mal demócrata. No le agradaba la intervención política activa de los atenienses en las asambleas populares o como jurados en los tribunales de justicia. Sólo una vez actuó en público como miembro del senado y presidente de la asamblea popular en que la multitud condenó a muerte en bloque, sin fallo previo, a los jefes de la batalla victoriosa de las Arginusas, por no haber salvado, a causa de la tempestad, a los náufragos que luchaban contra las olas. Sócrates fue el único de los pritanos que se negó a autorizar la votación puesto que era ilegal. Este acto podría invocarse más tarde incluso como
una hazaña patriótica, pero era indudable que había declarado defectuoso como norma fundamental el principio democrático dominante en Atenas por el que el gobierno incumbía a la mayoría del pueblo mismo, proclamando en vez de esto como norma para la dirección del estado la del conocimiento superior de las cosas. Cabe pensar que este punto de vista se había ido formando en él ante la creciente degeneración de la democracia ática durante la guerra del Peloponeso. Para quien, como él, se había educado bajo el espíritu imperante en la época de la guerra de los persas y había asistido al auge del estado, era aquél un contraste demasiado fuerte para no provocar toda una serie de dudas críticas. Estos puntos de vista le valieron a Sócrates la simpatía de muchos conciudadanos de ideas oligárquicas, cuya amistad habría de reprochársele más tarde al verse procesado. La muchedumbre no comprendía que la actitud personal de un Sócrates era radicalmente distinta de la ambición de poder de conspiradores como Alcibíades y Critias, y que tenía sus raíces en razones espirituales superiores a las causas puramente políticas. Sin embargo, es importante comprender que en la Atenas de aquellos tiempos se consideraba también como una actuación política el hecho de permanecer al margen de los manejos políticos del momento y que los problemas del estado determinaban de un modo decisivo los pensamientos y la conducta de todo hombre sin excepción.
Sócrates se desarrolló en una época en que Atenas veía por vez primera filósofos y estudios filosóficos. Aunque no hubiese llegado a nosotros la noticia referente a sus relaciones con Arquelao, tendríamos que dar por supuesto que, como contemporáneo de Eurípides y Pericles, estableció contacto desde muy pronto con la filosofía natural de Anaxágoras y Diógenes de Apolonia. No hay razones para dudar de que los datos que acerca de su desarrollo apunta Sócrates en el Fedón de Platón tenían un carácter histórico, por lo menos en la parte en que habla de sus antiguos contactos con las teorías de los físicos. Es cierto que en la Apología platónica Sócrates rechaza resueltamente la pretensión de poseer conocimientos especiales en esta materia, pero sin duda habría leído, como todos los atenienses cultos, el libro de Anaxágoras, el cual, como él mismo nos dice en este pasaje, podía adquirirse por una dracma en las librerías ambulantes del teatro. Jenofonte nos dice que aún más tarde Sócrates repasaba en su casa, reunido con sus jóvenes amigos, las obras de los «antiguos sabios», es decir, de los poetas y los pensadores, para sacar de ellas algunas tesis importantes. La escena de la comedia aristofánica en que Sócrates aparece exponiendo las doctrinas físicas de Diógenes sobre el aire como el principio primario y sobre el torbellino cosmogónico, no se halla acaso tan alejada de la realidad como suele pensar hoy la mayoría
de los autores. Pero ¿hasta qué punto se había asimilado Sócrates estas enseñanzas de los filósofos de la naturaleza?
Según los datos del Fedón, se entregó con grandes esperanzas a la lectura del libro de Anaxágoras. Alguien se lo había facilitado, dándole a entender seguramente que encontraría en él lo que buscaba. Ya antes se había mantenido escéptico frente a la explicación de la naturaleza por los físicos. Anaxágoras le decepcionó igualmente a pesar de que el comienzo de su obra suscitó en él ciertas esperanzas. Después de hablar del espíritu como el principio sobre el que descansa la formación del mundo, Anaxágoras no recurre para nada en el transcurso del libro a este método de explicación, sino que lo reduce todo a causas materiales, lo mismo que los demás físicos. Sócrates esperaba una explicación de los fenómenos y de su estructura a base de la razón de que «era mejor así». Consideraba lo saludable y lo conveniente como lo característico en la acción de la naturaleza. En el informe del Fedón, Sócrates llega, a través de esta crítica de la filosofía de la naturaleza, a la teoría de las ideas, la cual, sin embargo, no puede atribuirse aún al Sócrates histórico, según los datos convincentes de Aristóteles.
Platón se creería seguramente tanto más autorizado a poner en labios de su Sócrates la teoría de las ideas como causa final cuanto que para él esta teoría se derivaba en línea recta de la investigación socrática sobre lo bueno (ἀγαϑόν) en todas las cosas.
Indudablemente, Sócrates abordaba también la naturaleza con este punto de vista, como lo demuestra su diálogo sobre la conveniencia de la institución del cosmos en las Memorables de Jenofonte, en el que sigue el rastro de lo bueno y de lo conveniente en la naturaleza con la mira de demostrar la existencia de un principio espiritual constructivo en el universo. Al parecer, las disquisiciones acerca de la estructura técnicamente perfecta de los órganos del cuerpo humano en estos diálogos están tomadas de la obra de filosofía de la naturaleza de Diógenes de Apolonia. Sócrates difícilmente podría jactarse de la originalidad de las observaciones concretas empleadas por él a título de prueba; sin embargo, no hay razón para no considerar este diálogo, en lo sustancial, como histórico. Y si hay en él cosas tomadas de otros, serán todas ellas cosas que encajan especialmente dentro de los puntos de vista de Sócrates. En el libro de Diógenes encontró aplicado el principio de Anaxágoras a los detalles de la naturaleza, como él exige en el Fedón platónico. Pero este diálogo no convierte a Sócrates, por ese solo hecho, en un filósofo de la naturaleza. No hace más que indicar desde qué punto de vista aborda nuestro pensador la cosmología. Para los griegos fue siempre
evidente que lo que consideraban como principio del orden humano debían buscarlo también en el cosmos y derivarlo de él. Ya hemos comprobado repetidas veces esto y lo encontramos confirmado una vez más en el caso de Sócrates. La crítica de los filósofos de la naturaleza viene a demostrar, pues, indirectamente que la mirada de Sócrates se proyectaba desde el primer momento sobre el problema moral y religioso. En su vida no nos encontramos con ningún periodo que podamos considerar como específico de un filósofo de la naturaleza. La filosofía de la naturaleza no daba respuesta al problema que Sócrates llevaba dentro y del que, según él, dependía todo. Por eso podía dejarla a un lado. Ya la seguridad inquebrantable con que sigue su camino desde el primer momento es el signo de su grandeza.
No obstante, la actitud negativa de Sócrates ante la naturaleza —aspecto que se destaca constantemente desde Platón y Aristóteles— nos lleva fácilmente a perder de vista otra cosa. Ya en la prueba acerca de la adecuación del cosmos a un fin, expuesta por Jenofonte, se revela que Sócrates, al revés de la antigua filosofía de la naturaleza, adopta en la consideración de ésta un punto de vista antropocéntrico: el punto de partida de sus conclusiones es el hombre y la estructura del cuerpo humano. Y si las observaciones que pone a contribución para ello fueron tomadas de la obra de Diógenes, tienen el interés de que este filósofo de la naturaleza era precisamente, además, un médico famoso. Por eso, al igual que en algunos otros jóvenes filósofos de la naturaleza —baste recordar el nombre de Empédocles—, la fisiología humana ocupa en él un lugar mayor que en ninguna de las antiguas teorías presocráticas de la naturaleza. Esto respondía, naturalmente, al interés de Sócrates y a su modo de plantear el problema. Aquí nos encontramos con el lado positivo que hay en su actitud ante la «ciencia natural» de su tiempo y que frecuentemente se desconoce. No debe olvidarse que esta ciencia no incluye solamente la cosmología y la meteorología, las únicas en que suele pensarse, sino también el arte de la medicina, que precisamente tomaba por aquel entonces, tanto teórica como prácticamente, el auge que describiremos en el libro siguiente. Para un médico como aquel famoso autor contemporáneo del Corpus Hippocraticum, que escribió sobre la medicina antigua, el arte médico era hasta entonces la única parte de la ciencia de la naturaleza basada en una experiencia real y en la observación exacta. Su punto de vista es que los filósofos de la naturaleza, con sus hipótesis, no pueden enseñarle nada a él, sino que es él, por el contrario, quien puede enseñarles a ellos. Este giro antropocéntrico es muy característico, en términos generales, de la época de la última etapa de la tragedia ática y de los sofistas; se halla asociado a él, como revelan también Heródoto y Tucídides, el mismo rasgo empírico que se manifiesta en la