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El héroe: Aquiles Pág

advertido las afinidades entre Cervantes y Shakespeare, y uno de mis más permanentes deseos es que surja un dramaturgo de genio capaz de subir al mismo escenario a don Quijote, a Sancho y a Falstaff.

La influencia de Shakespeare en nuestra Era Caótica no ha perdido vigencia, en particular sobre Joyce y Beckett. Tanto Ulisescomo Fin de partidason esencialmente representaciones shakespearianas, y cada una de ellas evoca a Shakespeare de una manera distinta. En el Renacimiento norteamericano, Shakespeare estuvo palmariamente presente en Moby Dick y en Hombres representativos de Emerson, aunque actuó con más sutileza sobre Hawthorne. Es imposible limitar la influencia de Shakespeare, pero no es esa influencia lo que hace que el canon occidental se centre en él. Si puede decirse de Cervantes que inventó la ironía literaria de la ambigüedad que triunfa de nuevo en Kafka, Shakespeare puede ser considerado el escritor que inventó la ironía emotiva y cognitiva de la ambivalencia tan característica de Freud. Cada vez me sorprende más observar cómo, en presencia de Shakespeare, se desvanece la originalidad de Freud, pero eso no habría sorprendido a Shakespeare, quien comprendió cuán sutil es la frontera que distingue la literatura del plagio. El plagio es una distinción legal, no literaria, al igual que lo sacro y lo laico constituyen una distinción política y religiosa, y ni por asomo son categorías literarias.

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Sólo un puñado de escritores occidentales poseen un verdadero carácter universal: Shakespeare, Dante, Cervantes, quizá Tolstói. Goethe y Milton han palidecido a causa del cambio cultural; Whitman, tan popular en la superficie, es hermético en su núcleo; Molière e Ibsen todavía se representan, pero siempre después de Shakespeare. Dickinson es asombrosamente difícil a causa de su originalidad cognitiva, y Neruda no llega a ser el populista brechtiano y shakespeariano que probablemente pretendió. El universalismo aristocrático de Dante anunció la era de los más grandes escritores occidentales, desde Petrarca a Hölderling pero sólo Cervantes y Shakespeare alcanzaron una completa universalidad y fueron autores populistas en la más aristocrática de las eras. Quien más se acerca a la universalidad en la Era Democrática es el milagro imperfecto de Tolstói, al mismo tiempo aristocrático y populista. En nuestra época caótica, Joyce y Beckett son quienes más se le acercan, pero las barrocas elaboraciones del primero y los barrocos silencios del segundo frenan su camino a la universalidad. Proust y Kafka poseen la extrañeza de Dante en sus sensibilidades. Estoy de acuerdo con Antonio García-Berrio cuando hace de la universalidad la cualidad fundamental del valor poético. El único papel de Dante ha sido centrar el canon para otros poetas. Shakespeare, en compañía de Don Quijote, sigue centrando el canon para

un espectro más amplio de lectores. Quizá podamos ir más lejos; para Shakespeare necesitamos un término más borgiano que universalidad. Al mismo tiempo todos y ninguno, nada y todos, Shakespeare es el canon occidental.

Cervantes: el juego del mundo

Por. Harold Bloom en El canon de Occidente

Sabemos más acerca de Cervantes el hombre que acerca de Shakespeare, y sin duda hay mucho más que saber de él, pues su vida fue intensa, difícil y heroica. Shakespeare tuvo un inmenso éxito como dramaturgo y murió en la abundancia, viendo cumplidas todas sus ambiciones sociales (tampoco excesivas). A pesar de la popularidad de Don Quijote, Cervantes no recibió derechos de autor y disfrutó de escasa suerte con sus mecenas. Pocas ambiciones tuvo, aparte de mantener a su familia, y fracasó como dramaturgo. No estaba dotado para la poesía; sí para escribir Don Quijote. Contemporáneo de Shakespeare (murieron, se cree, el mismo día), tiene en común con él la universalidad de su genio, y posiblemente sea el único par de Dante y Shakespeare en el canon occidental.

Se le considera en conjunción con Shakespeare y Montaigne porque los tres son escritores de sapienciales; no hay un cuarto tan cuerdo, morigerado y amable hasta Molière, y de algún modo fue como un Montaigne redivivo, aunque en otro género. En cierto sentido, sólo Cervantes y Shakespeare ocupan la más alta eminencia; no se les puede superar, porque siempre van por delante de uno.

Al enfrentarse a la fuerza de Don Quijote, el lector nunca se ve denigrado, sólo realzado, cosa que muchas veces no ocurre durante la lectura de Dante, Milton o Jonathan Swift, cuyo Cuento de una barricasiempre me ha impresionado como la mejor prosa desde Shakespeare, aunque no deje de hacerme reproches. Tampoco ocurre en el caso de Kafka, el escritor central de nuestro caos. Shakespeare es de nuevo el más parecido a Cervantes; nos nutrimos de la casi infinita capacidad para la indiferencia del dramaturgo. Aunque Cervantes siempre se muestra cauteloso a la hora de aparecer como un buen católico, no leemos Don Quijote como si fuera una obra devota. Es de presumir que Cervantes fue cristiano viejo, no descendiente de judíos conversos ni nuevos cristianos, aunque tampoco podemos estar seguros de sus orígenes, al igual que no podemos conjeturar con precisión cuáles eran sus opiniones. Caracterizar sus ironías es una tarea imposible; pasarlas por alto también es imposible.

A pesar de su heroica acción en la guerra (perdió para siempre el uso de la mano izquierda en la importante batalla de Lepanto contra los turcos), Cervantes tenía que irse con mucho ojo con la Contrarreforma y la Inquisición. Los aires de loco de don Quijote le garantizan, y también a Cervantes, una suerte de patente de bufón, parecida a la del Bufón en El rey Lear,

una obra representada simultáneamente a la publicación de la primera parte de Don Quijote. Casi con toda seguridad, Cervantes fue un seguidor de Erasmo, el humanista holandés cuyos textos sobre la interioridad cristiana se dirigían en gran medida a los conversos, atrapados entre el judaísmo que se habían visto obligados a abandonar y un sistema cristiano que les convertía en ciudadanos de segunda clase. Entre los ancestros de Cervantes se contaban numerosos médicos, una profesión popular entre los judíos españoles antes de la expulsión y las conversiones forzadas de 1492. Un siglo después, Cervantes parece un tanto atormentado por ese horrible año, que tanto daño hizo a judíos y moros, así como al bienestar económico y social de España.

No hay dos lectores que den la impresión de haber leído el mismo Quijote, y los críticos más distinguidos todavía no han conseguido ponerse de acuerdo en los aspectos fundamentales del libro. Erich Auerbach consideraba que no tenía rival en la representación de la realidad ordinaria como una alegría continua. Tras acabar de releer el Quijote, parpadeo ante mi incapacidad para encontrar lo que Auerbach denominaba «una alegría tan universal, tan ramificada y, al mismo tiempo, tan exenta de crítica y de problemática». «Los términos simbólicos y trágicos», aun cuando se utilicen para clasificar la locura del héroe, le parecen falsos a Auerbach. Contra esa afirmación emplazo al más agudo y quijotesco de todos los agonistas críticos, el vasco Miguel de Unamuno, cuyo «sentido trágico de la vida» se fundamentaba en su íntima relación con la obra maestra de Cervantes, que para Unamuno reemplazaba a la Biblia como la auténtica Sagrada Escritura Española. «Nuestro Señor Don Quijote», le llamaba Unamuno, kafkiano antes de Kafka, debido a que su locura procede de una fe en lo que Kafka iba a denominar «indestructibilidad». El Caballero de la Triste Figura de Unamuno busca la supervivencia, y su única locura es una cruzada contra la muerte: «Grande fue la locura de don Quijote, y fue grande porque la raíz de la que brotaba era grande: el inextinguible anhelo por sobrevivir, fuente de las más extravagantes locuras y de los actos más heroicos».

En su opinión, la locura de don Quijote es un rechazo a la aceptación de lo que Freud denominaba «ardua realidad» o principio de realidad. Cuando don Quijote se reconcilia con la necesidad de morir, no tarda en hacerlo, regresando de este modo al cristianismo que los visionarios españoles, y no sólo Unamuno, concebían como un culto a la muerte. Para Unamuno, la alegría del libro pertenece sólo a Sancho Panza, que purga su daimon, don Quijote, y de este modo sigue gustosamente al triste caballero a través de cada extravagante desgracia. Esta lectura está muy cerca de la extraordinaria parábola de Kafka «La verdad

sobre Sancho Panza», en la que es Sancho quien ha devorado todos los libros de caballerías hasta que su demonio imaginario, personificado en don Quijote, sale rumbo a sus aventuras con Sancho detrás. Quizá Kafka estaba convirtiendo Don Quijote en un largo y bastante agrio chiste judío, pero también puede que eso sea más fiel al libro que leerlo con la simple alegría con que lo hace Auerbach.

Probablemente sólo Hamlet da pie a tan variadas interpretaciones como Don Quijote. Nadie de entre nosotros puede purgar a Hamlet de sus intérpretes románticos, y don Quijote ha inspirado escuelas de crítica romántica tan numerosas como contumaces, y también libros y ensayos que se oponen a una supuesta idealización del protagonista de Cervantes. Los románticos (yo incluido) ven a don Quijote como un héroe, no como un loco; se niegan a leer el libro principalmente como una sátira; y encuentran en el libro una actitud metafísica o visionaria en relación con el afán aventurero de don Quijote que hace que la influencia cervantina en Moby Dick parezca completamente natural. Desde el filósofo y crítico alemán Schelling en 1802 hasta el musical de Broadway El hombre de la Manchaen 1966, ha habido una continua exaltación de esa búsqueda de un sueño supuestamente imposible. Los novelistas han sido los principales oponentes de esta apoteosis de don Quijote: entre los copiosos admiradores se incluyen Fielding, Smollett, y Sterne en Inglaterra; Goethe y Thomas Mann en Alemania; Stendhal y Flaubert en Francia; Melville y Mark Twain en los Estados Unidos; y casi todos los escritores modernos hispanoamericanos. Dostoievski, que podría parecer el menos cervantino de los escritores, insistía en que el príncipe Mishkin de El idiota estaba modelado a imitación de don Quijote. Puesto que muchos le conceden al extraordinario experimento de Cervantes el honor de haber inventado la novela, en oposición a la narrativa picaresca, la devoción de tantos novelistas posteriores resulta perfectamente comprensible; pero las enormes pasiones despertadas por el libro, en Stendhal y Flaubert principalmente, son extraordinarios tributos a ese gran logro literario.

Yo mismo gravité hacia la órbita de Unamuno cuando leí Don Quijote, pues para mí el núcleo del libro es el descubrimiento y celebración de la individualidad heroica, tanto en don Quijote como en Sancho. Unamuno, de manera bastante perversa, prefería don Quijote a Cervantes, pero ahí me niego a seguirle, pues ningún escritor ha establecido una relación más íntima con su protagonista que Cervantes. Ojalá pudiésemos saber lo que el propio Shakespeare pensaba de su Hamlet; casi demasiado bien sabemos cómo don Quijote influyó en Cervantes, aun cuando dicha información nos haya llegado a menudo de un modo indirecto. Cervantes inventó infinitas maneras de interrumpir su propia narración para

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