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El sabio: Sócrates Pág

obligar a que fuera el lector quien contara la historia en lugar del cauteloso autor. Los astutos y pérfidos encantadores que supuestamente trabajan sin cesar para frustrar al magnífico e indomable don Quijote son también utilizados para convertirnos en lectores activos. Don Quijote supone que los hechiceros existen, y Cervantes, con gran sentido práctico, comprende que son componentes cruciales de su lenguaje. Todo se transforma a través de encantamientos, reitera el lamento quijotesco, y el pérfido hechicero es el propio Cervantes. Cada personaje ha leído su propia historia y la de los demás, y bastante de la segunda parte de la novela trata de las reacciones suscitadas por la lectura de la primera. Se educa al lector para que su reacción sea mucho menos inocente, aunque don Quijote se niegue tercamente a aprender; pero ese rechazo tiene más que ver con su propia «locura» que con el hecho de que los libros de caballerías que le han enloquecido no sean más que pura ficción. Don Quijote y Cervantes evolucionan juntos hacia un nuevo tipo de dialéctica literaria, una dialéctica que, alternativamente, proclama la fuerza y la vanidad de la narrativa en relación con los acontecimientos reales. Incluso a medida que don Quijote, en la primera parte, llega a comprender gradualmente las limitaciones de la ficción, del mismo modo Cervantes crece en su orgullo como autor y en la satisfacción particular de haber inventado a don Quijote y a Sancho.

La relación entre don Quijote y Sancho, cariñosa y a menudo irascible, constituye la grandeza del libro, más incluso que el vigor con que se representan las realidades naturales y sociales. Lo que une a don Quijote con su escudero es tanto su común participación en lo que se ha denominado «el universo del juego» como el afecto mutuo aunque teñido de malhumor. No se me ocurre una amistad comparable en toda la literatura occidental, y desde luego ninguna que descanse de una manera tan exquisita en conversaciones tan hilarantes. Angus Fletcher, en Los colores de la mente, capta el espíritu de esas conversaciones:

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Donde don Quijote y Sancho coinciden es en una especie de animación, en el brío de sus conversaciones. Mientras hablan, y a menudo discuten enérgicamente, amplían el ámbito común de su pensamiento. Todo lo que piensa cada uno de ellos es sometido a examen o crítica. Mediante un desacuerdo casi siempre cortés, más cortés cuanto más agudo es el conflicto, gradualmente establecen una zonadonde dan rienda suelta a sus pensamientos, y de cuya libertad se aprovecha ellector para reflexionar sobre ellos

Mi diálogo favorito entre las docenas que mantienen don Quijote y Sancho tiene lugar en la segunda parte, en el capítulo 28, después de que el caballero haya emulado a Sir John Falstaff en la reflexión de que la prudencia es el componente más sabio del valor. Por desgracia, esa decisión ha acarreado abandonar a un aturdido Sancho entre los habitantes furiosos de una aldea. Tras el incidente, el pobre Sancho se lamenta de que le duele todo el cuerpo y recibe este consuelo bastante pedante del caballero:

—La causa dese dolor debe ser, sin duda —dijo don Quijote—, que como era el palo que te dieron largo y tendido, te cogió todas las espaldas, donde entran todas esas partes que te duelen; y si más te cogiera, más te doliera. —¡Por Dios —dijo Sancho—, que vuesa merced me ha sacado de una gran duda, y que me la ha declarado por lindos términos! ¡Cuerpo de mí! ¿Tan encubierta estaba la causa de mi dolor, que ha sido menester decirme que duele todo aquello que me alcanzó el palo?

Detrás de este diálogo asoma el vínculo existente entre ambos, que, bajo la superficie, disfrutan de una íntima igualdad. Podemos dejar para más adelante la cuestión de qué figura es más original, y señalar que la figura mixta que ambos componen es más original que cada uno por separado. Sancho y don Quijote son un dúo unido por el afecto y las riñas, y entre ellos hay algo más que el cariño y el respeto que sienten el uno por el otro. En el mejor de los casos, son compañeros en el universo del juego, una esfera con sus propias normas y su propia visión de la realidad: Unamuno nos resulta de nuevo un útil crítico cervantino, pero el teórico es Johan Huizinga, en su sutil libro Homo Ludens (1944), que apenas menciona a Cervantes. Huizinga comienza afirmando que su tema, el juego, debe distinguirse tanto de la comedia como de la locura: «Lo cómico guarda estrecha relación con lo necio. Pero el juego no es necio. Está más allá de toda oposición entre estupidez y necedad».

Don Quijote no es un loco ni un necio, sino alguien que juega a ser un caballero errante. El juego es una actividad voluntaria, contrariamente a la locura o la necedad. El juego, según Huizinga, tiene cuatro características principales: libertad, indiferencia, exclusión o límite y reglas. Es posible encontrar esas cualidades en la errancia caballeril de don Quijote, aunque no en el fiel servicio de Sancho como escudero, pues Sancho es más lento a la hora de entrar en el juego. Don Quijote se eleva a un tiempo y un lugar ideales, y se mantiene fiel a su propia libertad, a su indiferencia y apartamiento, y a sus límites, hasta que por fin es derrotado, abandona el juego, regresa a la «cordura» cristiana y, de este modo, muere.

Unamuno dice de don Quijote que salió a buscar su verdadera madre patria y encontró el exilio. Como siempre, Unamuno comprendía la sustancia más profunda de este gran libro. Don Quijote, al igual que los judíos y los moros, es un exiliado, pero, a la manera de los conversos y moriscos, un exiliado interior. Don Quijote abandona su pueblo para buscar su patria espiritual en el exilio, porque sólo los exiliados pueden ser libres.

Cervantes nunca nos dice explícitamente por qué Alonso Quijano (en el libro aparecen diversas variantes ortográficas del nombre) enloqueció tras empacharse de libros de caballerías hasta acabar recorriendo los caminos para convertirse en don Quijote. Alonso, un pobre hidalgo de La Mancha, tiene un solo vicio: es un lector compulsivo de la literatura popular de su época, que destierra la realidad de su mente. Cervantes describe a Alonso como un puro caso de vida no vivida. Es soltero, tiene cerca de cincuenta años, es de presumir que carece de experiencia sexual, está confinado a la compañía de un ama de llaves que está en la cuarentena, una sobrina de diecinueve, un mozo de campo y sus dos amigos: el cura del pueblo y Nicolás, el barbero. No muy lejos vive una campesina, la robusta Aldonza Lorenzo, que, sin saberlo, se ha convertido en el objeto ideal de las fantasías de Alonso Quijano, y en ellas la ha rebautizado como la gran dama Dulcinea del Toboso.

No queda claro si ella es el verdadero objeto de la búsqueda del buen hombre. Un crítico ha llegado a sugerir que Quijano se ve impelido a convertirse en don Quijote debido a la lascivia apenas reprimida que siente hacia su sobrina, una idea que no aparece en ninguna parte en el texto de Cervantes, pero que indica hasta qué extremos de desesperación ha llevado Cervantes a sus estudiosos. Todo lo que nos dice Cervantes es que su héroe se ha vuelto loco, y no se nos proporciona ningún detalle clínico. La reacción de Unamuno me parece la mejor en relación con la pérdida del juicio de don Quijote: «Pierde el juicio por nosotros, para nuestro provecho, para dejarnos un ejemplo eterno de generosidad espiritual». Es decir, don Quijote se vuelve loco para expiar nuestra monotonía, nuestra miserable falta de imaginación.

El caballero convence a Sancho, un pobre campesino, para que le siga como escudero en su segunda salida, que se convierte en el espléndido episodio de los molinos de viento. El incentivo para el bondadoso y ostensiblemente lerdo Sancho es que gobernará una ínsula, que el caballero conquistará para él. Cervantes se muestra inevitablemente irónico la primera vez que presenta a Sancho, cuyo ingenio es extraordinario y cuyo verdadero deseo es obtener fama y fortuna como gobernador. Pero hay algo más fundamental, y es que una parte de

Sancho muestra buena predisposición a aceptar el universo del juego, aunque el resto de su persona esté bastante desasosegado ante algunas de las consecuencias del juego quijotesco. Al igual que don Quijote, Sancho busca un nuevo ego, un ideal que Alejo Carpentier cree que Cervantes fue el primero en inventar. Yo diría que Cervantes y Shakespeare son autores simultáneos de ese hallazgo, y la diferencia entre ambos son las modalidades del cambio de sus personajes principales.

Don Quijote y Sancho son, el uno para el otro, un interlocutor ideal; cambian al escucharse mutuamente. En Shakespeare el cambio se origina cuando los personajes se oyen a sí mismos casualmente y meditan sobre lo que se desprende de lo que han oído. Ni don Quijote ni Sancho son capaces de oírse a sí mismos; el ideal quijotesco y la realidad pancesca son demasiado fuertes, y quienes los esgrimen no pueden dudar de ellos, de modo que se ven incapaces de asimilar cualquier desvío de su modelo de conducta. Pueden decir blasfemias, pero no las reconocen cuando las sueltan. La grandeza trágica de los protagonistas de Shakespeare se extiende a la comedia, la historia y el amor; sólo en las escenas culminantes de reconocimiento los supervivientes son capaces de escuchar atentamente lo que los otros están diciendo. La influencia de Shakespeare, y no sólo en los países de habla inglesa, ha superado la de Cervantes. El moderno solipsismo emerge de Shakespeare (y de Petrarca antes que él). Dante, Cervantes, Molière —que dependen de los diálogos entre sus personajes— parecen menos naturales que el magnífico solipsismo de Shakespeare, y quizá, de hecho, son menos naturales.

Shakespeare no puede igualar los diálogos entre don Quijote y Sancho, pues los amigos y amantes de sus obras nunca acaban de escucharse mutuamente. Pensemos en la escena de la muerte de Antonio, en la que Cleopatra se escucha más bien a sí misma, o en las tentativas de diálogo entre Falstaff y Hal, en las que Falstaff se ve obligado a defenderse ante los incesantes ataques del príncipe. Hay amables excepciones, como Rosalinda y Celia en Como gustéis; pero no son la norma. La individualidad shakesperiana no tiene parangón, pero conlleva enormes costes. El egoísmo de Cervantes, exaltado por Unamuno, queda siempre atenuado por la libre relación entre Sancho y don Quijote, que abre otro espacio para el juego. Tanto Cervantes como Shakespeare son únicos en la creación de la personalidad, pero las principales personalidades shakespearianas —Hamlet, Lear, Yago, Shylock, Falstaff, Cleopatra, Próspero— al final se marchitan gloriosamente en el aire de una soledad interior. Don Quijote es salvado por Sancho, y éste por don Quijote. Su amistad es canónica y cambia, en parte, la posterior naturaleza del canon.

¿Qué significa la locura si quienes la sufren no pueden ser engañados por otros hombres y mujeres? Nadie explota a don Quijote, ni siquiera él mismo. Toma a los molinos por gigantes y cree que un teatro de marionetas es la realidad, pero nadie va a burlarse de él, porque él es más listo que los demás. Su locura es una locura literaria, y puede ser útil contrastarla con la locura sólo parcialmente literaria del orador del gran poema caballeresco «El noble Roldán a la Torre Oscura vino», de Robert Browning. Don Quijote está loco porque su gran prototipo, el Orlando (Roldán) del Orlando furiosode Ariosto, sucumbe a una locura erótica. Igual que, tal como don Quijote le señala a Sancho, le ocurrió a Amadís, otro precursor heroico. El noble Roldán de Browning quiere ser sólo «apto para el fracaso», al igual que, uno por uno, los caballeros poetas fracasaron antes que él en la Torre Oscura. Don Quijote está mucho más cuerdo que él; quiere ganar, no importa cuántas veces lo muelan a palos. Su locura, como él deja claro, es una estrategia poética elaborada por otros antes que él, y él simplemente sigue la tradición.

Cervantes procuró marcar distancias con respecto a cualquier posible precursor español; con quien tenía una afinidad más profunda era con Fernando de Rojas, autor de la gran obra dramática La Celestina, una obra no del todo católica en su salvaje amoralidad y su falta de presupuestos teológicos. Cervantes lo consideraba un «libro, en mi opinión, divino, si encubriera más lo humano», dando a entender con ello el rechazo de la sexualidad humana a aceptar cualquier constricción moral. Don Quijote, naturalmente, impone constricciones morales a sus deseos sexuales hasta tal punto que bien podría ser un sacerdote, lo cual, según Unamuno, es lo que era de verdad: un sacerdote de la verdadera Iglesia española, la quijotesca. La perpetua avidez de batallas de don Quijote, a pesar de las circunstancias adversas, es, de modo bastante claro, una sublimación del impulso sexual. El oscuro objeto de su deseo, la encantada Dulcinea, es el emblema de la gloria que conseguirá a través de la violencia, siempre reducida al absurdo por Cervantes. Superviviente de Lepanto y de otras batallas, así como de largos años de cautividad entre los moros y, más tarde, en las prisiones españolas (donde puede que comenzara Don Quijote), Cervantes tenía un conocimiento de primera mano de lo que era la guerra y el cautiverio. Nuestra intención es siempre considerar el chocante heroísmo de don Quijote con gran respeto y considerable ironía, una actitud cervantina que no es fácil de analizar. Por muy extravagantes que sean sus manifestaciones, el valor de don Quijote sobrepasa de un modo convincente el de cualquier otro héroe de la literatura occidental.

Si uno se enfrenta directamente a Don Quijote sin el valor del crítico, no llega muy lejos. Cervantes, con todas sus ironías, está enamorado de don Quijote y Sancho Panza, al igual que cualquier lector que ame la lectura. Explicar el amor es un vano ejercicio en esta vida, donde la palabra «amor» significa todo y nada, aunque debería constituir una posibilidad racional en relación con la literatura de primer orden. Puede que Cervantes haya alcanzado una universalidad mayor que la de Shakespeare, puesto que siempre me deja perplejo que mi intenso amor por el único rival de don Quijote entre los caballeros andantes, Sir John Falstaff, no sea necesariamente compartido por mis estudiantes, por no hablar de la mayoría de mis colegas. Nadie va por ahí llamando a don Quijote «un desdichado, descerebrado y desagradable anciano», que fue el dicterio de G. B. Shaw en contra de Falstaff, pero siempre hay críticos cervantinos que persisten en colgarle a don Quijote la etiqueta de necio y loco, y que nos dicen que Cervantes satiriza el «indisciplinado egocentrismo» de su héroe. Si eso fuera cierto, no habría libro, pues ¿quién querría leer las aventuras de Alonso Quijano el Bueno? Desencantado al final, fallece en la cordura y en la religión, y siempre me recuerda a esos amigos de mi juventud que se psicoanalizaban durante décadas, sólo para acabar consumidos y encogidos, sin pasión en las entrañas, a punto para morir de una manera analítica y cuerda. Igual que la primera parte de este gran libro no es sino una sátira del héroe, la segunda, casi todo el mundo está de acuerdo en ello, está pensada para causar en el lector una identificación aún más estrecha con don Quijote y con Sancho.

Herman Melville, con un entusiasmo verdaderamente norteamericano, llamó a don Quijote «el sabio más sabio que jamás vivió», ignorando felizmente el carácter ficticio del héroe. Para Melville había tres personajes literarios de suprema originalidad: Hamlet, don Quijote y el Satán de El paraíso perdido. Ahab, ay, no acabó de ser el cuarto —quizá porque mezcló los tres—, pero su tripulación adquirió una atmósfera cervantina, por la que Melville reza directamente en una maravillosa perorata que coloca a Cervantes, de un modo memorable y desquiciado, entre el visionario de El peregrino y el presidente Andrew Jackson, héroe de todos los demócratas norteamericanos:

¡Sostenme, oh Tú, gran Dios democrático, que no rehusaste la pálida perla poética al negro prisionero Bunyan; Tú que envolviste, con hojas doblemente martilladas del más fino oro, el brazo mutilado y empobrecido del viejo Cervantes; Tú que elegiste a Andrew Jackson de entre los guijarros, y que le hiciste tronar más alto que un trono! ¡Tú, que en todos tus poderosos recorridos

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