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El Creador de un Ecosistema Digital Pág
del análisis científico de Homero; o engolfarnos en las dificultades, inextricables, que ofrece el espesor de las hipótesis relativas a su origen y nacimiento. Ambos procedimientos son malos. Tomaremos un camino medio. Consideraremos, en principio, el desarrollo histórico de la epopeya, pero prescindiremos del detalle de los análisis relativos al asunto. En todo caso, es insostenible, aun desde el punto de vista del absoluto agnosticismo, toda concepción que no tenga en cuenta el hecho claro de la prehistoria de la epopeya. Esta circunstancia nos separa de las antiguas interpretaciones de Homero que, por lo que se refiere al problema de la educación, consideran siempre conjuntamente la Ilíada y la Odisea, en su totalidad. La totalidad debe seguir siendo, naturalmente, el fin, aun para los modernos intérpretes, incluso si el análisis conduce a la conclusión de que el todo es el resultado de un trabajo poético, ininterrumpido a través de generaciones, sobre un material inagotable. Pero aun si aceptamos la posibilidad, que parece a todos evidente, de que el devenir de la epopeya ha incorporado antiguas formas de las sagas. con modificaciones mayores o menores y aun de que, una vez completa, haya aceptado la inserción de cantos enteros de origen más reciente, es preciso realizar un esfuerzo para concebir los estadios de su desarrollo del modo más inteligible.
La idea que nos hayamos formado de la naturaleza de los más antiguos cantos heroicos influirá de un modo esencial en aquella concepción. Nuestra idea fundamental del origen de la épica en las canciones heroicas más antiguas, que constituyen, como en otros pueblos, la tradición más primitiva, nos hace suponer que la descripción de los combates singulares, la aristeia, que termina con el triunfo de un héroe famoso sobre su poderoso adversario, ha sido la forma más antigua de los cantos épicos. La narración de los combates singulares es más fértil, desde el punto de vista del interés humano, que la exposición de luchas de masas, cuyo espectáculo e íntima vitalidad pasa ligeramente sobre la escena. Las descripciones de batallas campales sólo pueden suscitar nuestro interés en las escenas dominadas por grandes héroes individuales. Participamos profundamente en la narración de los combates individuales porque en ellos lo personal y lo ético, que apenas aparece en las batallas de conjunto, se sitúa en primer término y por la íntima vinculación de sus momentos particulares a la unidad de la acción. La narración de la aristeia de un héroe contiene siempre un fuerte elemento protréptico. Episodios de esta índole aparecen todavía, de acuerdo con el modelo épico, en descripciones históricas posteriores. En la Ilíada, constituyen el punto culminante de la acción bélica. Son escenas completas, que aun formando parte de la obra total, conservan una cierta independencia y muestran así que constituyeron originariamente un fin en sí mismas o fueron modeladas en cantos independientes. El poeta de la Ilíada rompe la narración de la batalla de Troya mediante la narración de la cólera de Aquiles y sus
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consecuencias y la de un número de combates individuales tales como la aristeia de Diómedes (E), de Agamemnón (Λ), de Menelao (P), y los duelos entre Menelao y París (Γ) y entre Héctor y Áyax (H). Tales escenas eran la delicia de la raza a la cual se dirigían los cantos heroicos. En ellas veía el espejo de sus propios ideales.
La nueva finalidad artística de la gran epopeya, al introducir un gran número de escenas de esta naturaleza y conectarlas a una acción unitaria, consistía no sólo, como antes se usaba, en ofrecer cuadros particulares de una acción de conjunto que se supone conocida, sino en poner de relieve y destacar el valor de todos los héroes famosos. Mediante la conexión de muchos héroes y figuras, ya parcialmente celebrados en los antiguos cantos, crea el poeta un cuadro gigantesco, la guerra de Ilion en su totalidad. Su obra muestra claramente lo que representaba para él la lucha: la prodigiosa lucha de muchos héroes inmortales, de la más alta areté. No sólo los griegos. Sus enemigos son también un pueblo de héroes que lucha por su patria y por su libertad. «Es del mejor agüero luchar por la patria»: son las palabras que Homero pone en la boca no de un griego, sino del héroe de los troyanos, que cae por su patria y alcanza con ello la más alta calidad humana. Los grandes héroes aqueos encarnan el tipo de la más alta heroicidad. La patria, la mujer y los niños, son motivos que actúan menos sobre ellos. Se habla ocasionalmente de que luchan para vengar el rapto de Helena. Hay el intento de tratar directamente con los troyanos el retorno de Helena a su marido legal y evitar así el derrame de sangre, tal como parece aconsejarlo una política razonable. Pero no se hace ningún uso importante de esta justificación. Lo que despierta la simpatía del poeta por los aqueos no es la justicia de su causa, sino el resplandor imperecedero de su heroicidad.
Sobre el fondo sangriento de la pelea heroica se destaca, en la Ilíada, un destino individual de pura tragedia humana: la vida heroica de Aquiles. La acción de Aquiles es, para el poeta, el lazo íntimo mediante el cual reúne las escenas sucesivas de lucha en una unidad poética. A la trágica figura de Aquiles debe la Ilíada el no ser para nosotros un venerable manuscrito del espíritu guerrero primitivo, sino un monumento inmortal para el conocimiento de la vida y del dolor humano. La gran epopeya no representa sólo un progreso inmenso en el arte de componer un todo complejo y de amplio contorno. Significa también una consideración más profunda de los perfiles íntimos de la vida y sus problemas, que eleva la poesía heroica muy por encima de su esfera originaria y otorga al poeta una posición completamente nueva, una función educadora en el más alto sentido de la palabra. No es ya simplemente un divulgador
impersonal de la gloria del pasado y de sus hechos. Es un poeta en el pleno sentido de la palabra: intérprete creador de la tradición.
Interpretación espiritual y creación son, en el fondo, uno y lo mismo. No es difícil comprender que la enorme y superior originalidad de la epopeya griega, en la composición de un todo unitario, brota de la misma raíz de su acción educadora: de su más alta
conciencia espiritual de los problemas de la vida. El interés y el goce creciente en el dominio de grandes masas de material, que es un rasgo típico de los últimos grados de desarrollo de los cantos épicos y que se halla también en otros pueblos, no conduce necesariamente, en ellos, a la gran epopeya, y cuando esto ocurre, fácilmente cae en el peligro de degenerar en una narración novelesca que comience «con el huevo de Leda», con la historia del nacimiento del héroe, a través de una serie fatigosa de cuentos tradicionales. La exposición de la epopeya homérica, dramática y concentrada, siempre intuitiva y representativa, avanzando siempre in medias res, procede siempre mediante rasgos ceñidos y precisos. En lugar de una historia de la guerra troyana o de la vida entera de Aquiles, ofrece sólo, con prodigiosa seguridad, las grandes crisis, algunos momentos de importancia representativa y de la más alta fecundidad poética, lo cual le permite concentrar y evocar, en un breve espacio de tiempo, diez años de guerra, con todas sus luchas y vicisitudes pasadas, presentes y futuras. Los críticos antiguos se admiraron ya de esta aptitud. Por ella fue Homero, para Aristóteles y para Horacio, no sólo el clásico entre los épicos, sino el más alto modelo de fuerza y maestría poética. Prescinde de lo meramente histórico, da cuerpo a los acaecimientos y deja que los problemas se desarrollen en virtud de su íntima necesidad.
La Ilíadacomienza en el momento en que Aquiles colérico se retira de la lucha. Ello pone a los griegos en el mayor apuro. Por los errores y las miserias humanas, tras largos años de lucha, están a punto de perder el fruto de sus esfuerzos en el momento en que se hallaban a punto de conseguir su fin. La retirada de su héroe más poderoso alienta a los demás a realizar un esfuerzo supremo y a mostrar todo el resplandor de su bravura. Los adversarios, animados por la ausencia de Aquiles, ponen en la lucha todo el peso de su fuerza y el campo de batalla llega al momento supremo, hasta que el creciente riesgo de los suyos mueve a Patroclo a intervenir. Su muerte a manos de Héctor consigue, al fin, lo que las súplicas y los intentos de reconciliación de los griegos no habían alcanzado: Aquiles entra de nuevo en la lucha para vengar a su amigo caído, mata a Héctor, salva a los griegos de la ruina, entierra a su amigo con lamentos salvajes a la antigua usanza bárbara y ve avanzar sobre sí mismo el destino. Cuando Príamo se arrastra a sus pies, pidiéndole el cadáver de su hijo, se enternece
el corazón sin piedad del Pelida al recordar a su propio anciano padre, despojado también de su hijo, aunque todavía vivo.
La terrible cólera de Aquiles, que constituye el motivo de la acción entera, aparece con el mismo resplandor creciente que rodea a la figura del héroe. Es la heroicidad sobrehumana de un joven magnífico que prefiere, con plena conciencia, la ruda y breve ascensión de una vida heroica a una vida larga y sin honor, rodeada de goce y de paz, el verdadero megalopsychos, sin indulgencia ante su adversario de igual rango, que atenta al único fruto de su lucha: la gloria del héroe. Así comienza el poema, con un momento oscuro de su figura radiante, y el final no puede compararse con el éxito triunfante de la aristeia usual. Aquiles no está satisfecho de su victoria sobre Héctor. La historia entera termina con la tristeza inconsolable del héroe, con aquellas espantosas lamentaciones de muerte de los griegos y los troyanos, ante Patroclo y Héctor, y la sombría certeza del vencedor sobre su propio destino.
Quien pretenda suprimir el último canto o continuar la acción hasta la muerte de Aquiles y convertir la Ilíada en una aquileida o piense que el poema era originariamente así, considera el problema desde el punto de vista histórico y del contenido, no desde el punto de vista artístico de la forma. La Ilíada celebra la gloria de la mayor aristeiade la guerra de Troya, el triunfo de Aquiles sobre el poderoso Héctor. En ella se mezcla la tragedia de la grandeza heroica, consagrada a la muerte, con la sumisión del hombre al destino y a las necesidades de la propia acción. A la auténtica aristeia pertenece el triunfo del héroe, no su caída. La tragedia que encierra el hecho de que Aquiles se resuelva a ejecutar en Héctor la venganza de la muerte de Patroclo, a pesar de que sabe que tras la caída de Héctor le espera, a su vez, una muerte cierta, no halla su plenitud hasta la consumación de la catástrofe. Sirve sólo para enaltecer y llevar a mayor profundidad humana la victoria de Aquiles. Su heroísmo no pertenece al tipo ingenuo y elemental de los antiguos héroes. Se eleva a la elección deliberada de una gran hazaña, al precio, previamente conocido, de la propia vida. Todos los griegos posteriores concuerdan en esta interpretación y ven en ello la grandeza moral y la más vigorosa eficacia educadora del poema. La resolución heroica de Aquiles sólo alcanza su plenitud trágica en su conexión con el motivo de su cólera y el vano intento de los griegos de llegar a la reconciliación, puesto que su negativa es la que acarrea la intervención y la caída de su amigo en el momento del descalabro griego.
De esta conexión es preciso concluir que la Ilíada tiene un designio ético. Para poner en claro, de un modo convincente, las particularidades de aquel propósito, sería preciso un
análisis penetrante que no podemos realizar aquí. Claro es que el problema, mil veces discutido, del nacimiento de la epopeya homérica, no puede ser resuelto de golpe ni dejado de lado mediante la simple referencia a aquel designio, que presupone, naturalmente, la unidad espiritual de la obra de arte. Pero es un saludable antídoto contra la tendencia unilateral a desmenuzar el conjunto, el hecho de que aparezcan de un modo claro las líneas sólidas de la acción. Y este hecho debe destacarse con claridad meridiana desde nuestro
punto de vista. Podemos prescindir del problema de cuál fue el creador de la arquitectura del poema. Lo mismo si se hallaba vinculada a la concepción originaria que si es el resultado de la elaboración de un poeta posterior, no es posible desconocerlo en la forma actual de la Ilíada y es de fundamental importancia para su designio y su efecto.
Lo dilucidaremos sólo en algunos puntos de mayor importancia. Ya en el primer canto, donde se refiere la causa de la discordia entre Aquiles y Agamemnón, la ofensa a Crises, el sacerdote de Apolo, y la cólera del dios, que deriva de ella, toma el poeta un partido inequívoco. Refiere la actitud de ambas partes contendientes de un modo completamente objetivo, pero con claridad las califica de incorrectas, por desmesuradas. Entre ellos se halla el prudente anciano Néstor, la personificación de la sofrosyne. Ha visto tres generaciones de mortales y habla, como desde un alto sitial, a los hombres airados del presente, sobre sus agitaciones momentáneas. La figura de Néstor mantiene la totalidad de la escena en equilibrio. Ya en esta primera escena aparece la palabra estereotipada até. A la ceguera de Agamemnón se junta, en el canto nueve, la de Aquiles, mucho más grave en sus consecuencias, puesto que no «sabe ceder» y, cegado por la cólera, traspasa toda medida humana. Cuando ya es demasiado tarde, se expresa lleno de arrepentimiento. Maldice ahora su encono, que lo ha conducido a ser infiel a su destino heroico, a permanecer ocioso y a sacrificar a su más querido amigo. Asimismo, lamenta Agamemnón, tras su reconciliación con Aquiles, su propia ceguera, en una amplia alegoría sobre los efectos mortales de até. Homero concibe a até., así como a moira, de un modo estrictamente religioso, como una fuerza divina que el hombre puede apenas resistir. Sin embargo, aparece el hombre, especialmente en el canto noveno, si no dueño de su destino, por lo menos en un cierto sentido como un coautor inconsciente. Hay una profunda necesidad espiritual en el hecho de que, precisamente los griegos, para los cuales la acción heroica del hombre se halla en el lugar más alto, experimentaran, como algo demoniaco, el trágico peligro de la ceguera y la consideraran como la contraposición eterna a la acción y a la aventura, mientras que la resignada sabiduría asiática tratara de evitarlo mediante la inacción y la renuncia. La frase de Heráclito, ἦϑος ἀνϑρώπῳ δαίμων, se halla en el término del camino que
recorrieron los griegos en el conocimiento del destino humano. El poeta que creó la figura de Aquiles, se halla al comienzo.
La obra de Homero está en su totalidad inspirada por un pensamiento «filosófico» relativo a la naturaleza humana y a las leyes eternas del curso del mundo. No escapa a ella nada esencial de la vida humana. Considera el poeta todo acaecimiento particular a la luz de su conocimiento general de la esencia de las cosas. La preferencia de los griegos por la poesía gnómica, la tendencia a estimar cuanto ocurre de acuerdo con las normas más altas y a partir de premisas universales, el uso frecuente de ejemplos míticos, considerados como tipos e ideales imperativos, todos estos rasgos tienen su último origen en Homero. Ningún símbolo tan maravilloso de la concepción épica del hombre como la representación figurada del escudo de Aquiles tal como lo describe detalladamente la Ilíada. Hefestos representa en él la tierra, el cielo y el mar, el sol infatigable y la luna llena y las constelaciones que coronan el cielo. Crea, además, las dos más bellas ciudades de los hombres. En una de ellas hay bodas, fiestas, convites, cortejos nupciales y epitalamios. Los jóvenes danzan en torno, al son de las flautas y las liras. Las mujeres, en las puertas, los miran admiradas. El pueblo se halla reunido en la plaza del mercado, donde se desarrolla un litigio. Dos hombres contienden sobre el precio de sangre de un muerto. Los jueces se hallan sentados sobre piedras pulidas, en círculo sagrado, los cetros en las manos, y dictan la sentencia. La otra ciudad se halla sitiada por dos ejércitos numerosos, con brillantes armaduras, que quieren destruirla o saquearla. Pero sus habitantes no quieren rendirse, sino que se hallan firmes en las almenas de las murallas para proteger a las mujeres, niños y ancianos. Los hombres salen, empero, secretamente y arman una emboscada a la orilla de un río, donde hay un abrevadero para el ganado, y asaltan un rebaño. Acude el enemigo y se da una batalla en la orilla del río. Vuelan las lanzas en medio del tumulto, avanzan Erisy Kydoimos, los demonios de la guerra, y Ker, el demonio de la muerte, con su veste ensangrentada, y arrastran por los pies a los muertos y heridos. Hay también un campo donde los labradores trazan sus surcos arando con sus yuntas y a la vera del campo se hallan un hombre que escancia vino en una copa para su refrigerio. Luego viene una hacienda, en tiempo de cosecha. Los segadores llevan la hoz en la mano, caen las espigas al suelo, son atadas en gavillas, y el propietario está silencioso, con el corazón alegre, mientras los sirvientes preparan la comida. Un viñedo, con sus alegres vendimiadores, un soberbio rebaño de cornudos bueyes, con sus pastores y perros, una hermosa dehesa en lo hondo de un valle, con sus ovejas, apriscos y establos; un lugar para la danza donde las muchachas y los mozos bailan cogidos de las manos y un divino cantor que canta con voz sonora, completan esta pintura plenaria de la vida humana, con su eterna,