El mundo secreto de Basilius Hoffman
La batalla por Avalon Fernando M. Cimadevila
En ocasiones necesitamos abandonar nuestra realidad, sumergirnos en los primitivos reinos de la imaginación donde nos aguardan las anheladas respuestas, pues ellas serán las que a nuestro regreso nos guíen en el camino. Extracto del Diario del Cartógrafo
A mi familia, presente, pasada y futura
Cuando el profesor Rinkin se despertó, la criatura ya no estaba allí. Se encontraba acostado sobre una blanda capa de musgo, un lecho improvisado en el bosque, oculto entre las raíces nudosas de un árbol descomunal. Tenía la sensación de haberse despertado de un sueño muy largo y profundo, tanto como una vida entera. Se incorporó perezosamente, mientras estiraba brazos y piernas para desentumecer los músculos tras aquel letargo. A pesar de todo, se sentía descansado y lleno de energía. Respiró profundamente y el olor fresco que emanaba el bosque le dio ánimos. No recordaba cómo había llegado hasta aquel lugar que, si bien estaba situado en un bosque, provocaba la sensación de una enorme y misteriosa estancia creada por un capricho de la naturaleza. Los gigantescos árboles habían crecido alrededor de un gran estanque de aguas cristalinas, alimentado por un diminuto arroyo que se perdía en la espesura. En lo alto, sus ramas se entrecruzaban formando una bóveda vegetal por la que cientos de rayos de sol se introducían para lanzarse de cabeza a la superficie del lago, que brillaba con reflejos irisados. El profesor Rinkin se acercó a la orilla y se vio reflejado en las aguas. Aún estaba vestido con las ropas de explorador de la noche anterior, pero su cara tenía un aspecto distinto. Era como si el cansancio y las ojeras que el trabajo de despacho le habían causado en los últimos meses hubiesen desaparecido. A pesar del ligero asomo de barba roja, su aspecto parecía haber mejorado por lo menos diez años y que había vuelto a esa época en que aún se consideraba un atractivo cuarentón. Aquel descubrimiento, junto a la belleza y calma que emanaba de aquel santuario natural, asombró al profesor hasta tal punto que tuvo que pellizcarse para comprobar que no seguía dormido. –Al fin te has despertado –oyó de pronto a sus espaldas. Era una voz profunda y poderosa y, no obstante, pausada y serena. Sin atreverse a darse la vuelta, Abel Rinkin observó por el reflejo del agua cómo una figura gigantesca surgía de la espesura. Tenía un aspecto casi humano… casi–. No deberías haber entrado en el bosque –continuó el gigante de barba densa y larga melena. 11
–Lo… lo lamento –balbuceó el profesor Rinkin–. No pretendíamos molestar. La criatura se situó a su lado y se inclinó para sumergir las manos en el agua, formó una taza con ambas y bebió gustoso el equivalente a un barril. –Has corrido un grave peligro –dijo la criatura cuando hubo acabado de beber. Unas gotas gruesas resbalaban por sus barbas que parecían raíces. –¿Quién eres? ¿Adónde me has traído? –preguntó el profesor. –Soy un guardián del bosque –respondió la criatura con orgullo. La respuesta despertó en el profesor Rinkin recuerdos de algo que había leído hacía tiempo. Aquel ser parecía humano, pero unas seis o siete veces más grande. Sin embargo, su pelo se componía de ramas y musgo, e incluso lo que corría por el interior de sus venas tenía un aspecto verdoso. Uno de sus pies era humano, mientras que el otro parecía una maraña de raíces que hubiesen arrancado de la tierra. De alguna manera insólita, la naturaleza había unido el reino animal y el vegetal en un solo ser. –Eres un basajaun, ¿verdad? Los profundos ojos aguamarina del gigante se oscurecieron un momento bajo un asomo de tristeza. –El último de mi raza –respondió–. ¿Es posible que un humano aún nos recuerde? –Leí varias leyendas sobre vosotros en libros antiguos –dijo el profesor–. No sabía que aún quedaba algún guardián. –Antaño éramos muchos, pero fuimos extinguiéndonos a medida que desaparecían los bosques. Abel Rinkin estaba tan asombrado por aquel encuentro que había olvidado por completo su actual situación. De repente, el recuerdo de la noche anterior lo despertó como una jarra de agua fría sobre su cabeza. –¡Peter! –exclamó al recordar que no sabía qué había sido del sobrino del profesor Hoffman–. ¿Has visto a un muchacho de unos trece años? Estaba conmigo anoche en el bosque. Seguramente se ha perdido. –Debes de hallarte en un error –respondió el basajaun con nerviosismo–. Soy el guardián de estos bosques y puedo percibir quién camina por sus senderos. Anoche sólo estabas tú. –Te equivocas, había un niño. Se llama Peter, seguíamos un sendero secreto… –el profesor Rinkin se detuvo al comprender lo sucedido–. El 12
mapa… Peter lo llevaba en la mano, por eso podía ver el camino a la luz de la luna. El poder del mapa debió de ocultarlo y protegerlo. –¿Un sendero a la luz de la luna? –preguntó el gigante, sorprendido. –Sí, era un camino secreto sólo visible a la luz de la luna si portabas un mapa especial. ¿Lo conoces? El basajaun negó con la cabeza, confuso. –Sólo Ellos pueden ver los Senderos de la Luna. Los caminos que cruzan entre los mundos. –¿Ellos? –inquirió el profesor al notar cierto énfasis por parte del basajaun en esa palabra–. ¿Quiénes son Ellos? –Los seres del otro lado, los espíritus del amanecer, la gente de las colinas… Ya sabes, los feéricos. –¿Feéricos? –preguntó temeroso el profesor, con un escalofrío–. ¿Te refieres a duendes, hadas, elfos…? Los cuentos infantiles habían edulcorado la realidad con historias de duendes simpáticos con ollas llenas de oro y hermosas hadas de gran bondad. Sin embargo, el profesor Rinkin era un estudioso de la auténtica mitología y sabía que las criaturas feéricas eran peligrosas. Su existencia contradecía las leyes naturales, pues no eran animal ni vegetal, ni piedra ni agua, ni aire ni luz. No discernían entre lo bueno y lo malo, sólo entre el deseo y la voluntad. Eran inestables, impredecibles, poderosos y caóticos. Pertenecían a un mundo opuesto al nuestro, un reino donde las leyes científicas significan muy poco y el concepto de vida o muerte carece de importancia. –Los puckxies dieron contigo anoche, por eso decidí traerte aquí, antes de que fueran ellos los que te llevasen –explicó el basajaun. –¿Puckxies? Así que era eso. Oímos sus voces, como risas de niños. Nos pusieron los pelos de punta, así que, presas del pánico, echamos a correr. ¿Crees que pudieron haber capturado a mi amigo? –preguntó el profesor con gran preocupación. –Espero que no, porque en caso contrario estarías en un buen lío –dijo el gigante con fastidio–. Si permaneció en el camino, quizá ha tenido suerte. Los puckxies no pueden entrar en las sendas secretas, es uno de sus más poderosas geas. La palabra “geas” no era en absoluto desconocida para Abel Rinkin, pero sí extraña y confusa. Este término hace referencia a que los seres feéricos, al no regirse por las mismas leyes físicas y naturales de nuestro 13
mundo, tienen ciertas normas o limitaciones, denominadas geas. Estas pueden ir desde no entrar en un camino, como en este caso, o no cruzar una corriente de agua, hasta cualquier cosa sin aparente sentido o lógica, como pasar por debajo de una mesa o subir las escaleras de dos en dos escalones. La cuestión es que romper estas normas resultaba peligroso para un ser feérico, hasta el punto de que podía suponer su propia destrucción. –Rezo para que haya tenido suerte. El profesor Hoffman jamás me perdonaría si le ocurriese algo malo a su sobrino. –¿Por qué lo hicisteis? –preguntó el basajaun–. ¿Por qué os metisteis en el bosque? –No tuvimos elección. Sucedió algo horrible y teníamos que actuar. Un terrible mal amenaza nuestro mundo –se excusó el profesor–. Era la única manera de salir de Avalon. –¿De Avalon? –exclamó estremecido el gigante–. ¿Habéis venido de Avalon? –Así es, soy el profesor Abel Rinkin, representante del departamento de Ciencias Esotéricas de la Hermandad de Avalon. Lamento mucho el daño que hayamos podido causar. –No lo entiendes. Si Él se entera de que habéis quebrantado el Pacto será el fin –se lamentó el basajaun. –¿Quién es Él? –preguntó el profesor Rinkin temiendo oír la respuesta. –Es Él… –murmuró el gigante, temeroso de que el propio bosque pudiera oírlos–. El Gran Sidhe, el último de los grandes. Si descubre que habéis entrado en sus dominios será la guerra. Ese era el Pacto que firmó con el Caminante. –Te refieres a Nicolai, ¿no? El Cartógrafo. –Aquí le llamamos el Caminante. –Lo lamento muchísimo. ¿Qué puedo hacer para ayudar? –Tenemos que marcharnos –respondió el gigante, mirando con nerviosismo a su alrededor, como si temiese que en cualquier momento alguien los atacara desde el bosque–. Sígueme. Te llevaré con los tuyos –añadió dirigiéndose al bosque. –¿Puedes llevarme de vuelta a Avalon? –preguntó el profesor mientras lo seguía. El basajaun se detuvo y miró con tristeza hacia Abel Rinkin al comprender que había interpretado mal sus palabras. 14
–Nadie que haya abandonado la seguridad del Sendero de la Luna y entre en este reino puede regresar jamás. No volverás a ver nunca a aquellos que conociste. –No es posible… –lloriqueó el profesor–. Entonces, ¿adónde me llevas? –Con el resto –respondió el gigante–. Con otros que, como tú, se perdieron hace mucho tiempo.
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