Las hilanderas (muestra)

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Antonio PiĂąeiro

Las hilanderas



Al grupo Barbantia



Palas se disfrazó de vieja, se puso falsas canas y, apoyándose en un bastón, le dijo: aspira tú a una gloria que entre los mortales sea la máxima en el trabajo de la lana; pero declárate inferior a la diosa y pide perdón, temeraria. Ovidio, Metamorfosis. “Mito de Aracne”

Quien más llena un hogar son sus ausencias. Francisco Umbral



Aquel rumor turbio de la mañana, aquel aire limoso, oxidado, como un resto de nube; el sonido de lata y tiempo que venía de los angostos callejones; la muesca en el diente; los ojos abiertos, blancos, duros de sol; el chascar de la espuela o el trote de las cabalgaduras. Deprisa. Que se despeje el saloncito para después de la rogativa. La tensa calma de las calles, mientras me sacaban, casi a rastras, del cuarto de costuras, ella se quedaba allí, asida al vergajo, mordiéndose las uñas, removiendo cajones, y los niños, fuera, corrían con su iluminación en la cara, con los nudillos marcados de zarzas, los dedos ocre o cobre de resinas y tierra, de vida y flor de lino, entre las viejas formas que reaparecen o vuelven a desaparecer con las brumas de la tarde, en el agua empecinada y remansada del Liñares. Meto los pies en la orilla, cierro los párpados y todavía me parece oírlo bajar, con sus pupilas grandes, un poco caídas, negras y avellana, a Cantareiro, el burro suelto de Dimas; su cabeceo de pezuña o de yugo por los solitarios, aún no amanecidos prados, ajeno a los tropeles, a las botas, a los látigos, como si no fuesen con él. Hasta que se lo llevaron. A la fuerza. Porque era ya como la azada, la campana, la pipa del aguador o el canasto. Algo del pueblo, aunque anduviese suelto. Alrededor de las diez, o las once, con las chimeneas todavía humeando, por las huertas del río, entre los tremedales, al son de la marcha prusiana, aprendida de 11


tocarla en las bandas, en los himnos y en los pasacalles que tanto corrían en aquellos meses, desde que los periódicos habían dado lo de la derrota de los Coraceros y las habían puesto de moda, venía a salir a la plaza, frente a la torre del campanario. Al mediodía, con el sol ya en lo alto, se detenía, arrimaba las crines al poste de telégrafos, se rascaba el recuerdo de comezón que le habían dejado en el regazo la esterilla de acarrear o las anteojeras que ya no llevaba. A ver, Cantareiro –enseñándole una col–, arriba, arriba; ve a la de Coraceros. Y Cantareiro levantaba la pezuña izquierda, la herradura ya gastada, invadida de recrecimientos, de pelaje; daba unos golpes en los cascos y hacía las tres notas de la marcha prusiana como riendo, sacando el diente, levantando el hocico, fijo en los movimiento de la mano y de la col. Enseguida, continuaba su camino, una por las zanahorias de la tienda; otra porque se hacía a la idea de que Dimas, el carretero, todavía vivía y caminaba a su lado con los dos canastos, aunque a veces se diese cuenta y soltase, extrañado, un rebuzno en el silencio caluroso de la mañana o de la tarde. Las marchas prusianas, las marchas imperiales que sonaban por todas partes, desde hacía un par de años, entre el zarandeo de las carretas, la fragancia de la pólvora y las secas tardes; una música como sacada del rasgar de las pieles, de los metales viejos; una música de sable, de brida o de metralla. Había una fuente, en la plaza grande, pasando la calleja de don Nicolás, que llevaba al caserón, en la que Cantareiro solía beber; donde nosotras íbamos a hacer corro y a meternos, a veces, con él. Éramos niñas. Ya se sabe: el nácar quemado de la inocencia. Las ventanas ver12


des. Las calles encaladas, blancas. Las bolitas de anís. Las faldas cortas y las rodillas quebradas. Jugábamos, como conchas esparcidas por las aceras, entre los grumos de sol, paja y tierra, indiferentes a unos acontecimientos que ni aún ahora, cuando vengo y piso el suelo viejo, entupido de imágenes, llego a comprender del todo. Veo las formas, cierro los párpados, oigo las voces. El vértigo con el que todo ha ido cambiando. Otras caras. Otros tiempos. Pero todavía, bajo el inmutable polvo, noto como, en realidad, algunas de ellas perduran; quieren repetirse. Alguien había dicho aquello de que el presente es sólo un dedo que asoma del pasado. Ya no me quedaban muchos días en el aula de costura. Creo que fueron un par de semanas o así. A ella tampoco. Doña Benita se había involucrado demasiado –quizás– como para que unos u otros lo hubiesen pasado por alto, y la veíamos tensa, preocupada, atenta al mínimo movimiento, rumor, cerca de la habitación: la instrucción de niñas, una de las pocas que había entonces, y que los de las Juntas le habían prometido mejorar. Más espacio, muebles, mesas, sillas y, sobre todo, libros. Libros, cuadernos, papel. Para que pudiésemos aprender a escribir. Todas sabréis leer y entender las cosas –nos decía. La distante, misteriosa letra de escritura. Ninguna sabía. Creo que, con excepción de la tendera y –así, así– la Chiva, ninguna mujer había aprendido a leer, y mucho menos a escribir en todo el pueblo. Es la llave de las cosas, niñas –repetía, con voz ceremonial, doña Benita–. La llave de las cosas, de la luz, de vuestra felicidad. Y yo seguía las evoluciones de su mano como si se tratase del vuelo de un pájaro, mientras trazaba aquellas elegantes as, aquellas majestuosas emes, aquel girar del quinqué y 13


la plumilla, de la tinta añil sobre las pautas. Si sigues así, dentro de poco te vas a poner adelantada. Me incitaba, con un toquecito en la nuca y, entre vainica y vainica, me dejaba usar ya el tintero, las hojas de pauta y el papel secante. El cuarto de costura estaba en una casita baja, próxima a la iglesia de San Paio. Era una sala blanca, soleada, a la que llegaba el aroma de los campos. Aprenderán la instrucción. Ninguna se empleará antes de la edad. Y ella, claro, se unió enseguida.

Cantareiro y Dimas le habían ido dando aquel barniz arriero, como de apero, al cruce de caminos. Se había oído decir que habían sido carreteadores de pescado, desde los puertos de Arousa hasta las tierras de Ourense, o incluso empleados de los tratantes maragatos, con los que enlazaban a más de cincuenta leguas, como se contaban por aquel entonces, por los senderos de Chantada y Monforte para formar las caravanas del largo comercio, por la vía de Castilla, hacia Madrid o a las Reales Fábricas. –Pero ese es trabajo para jóvenes –decía–; muchas jornadas y noches a la intemperie. Así que un día, monte abajo, viniendo de paso en dirección hacia allá, decidieron quedarse en A Estrada. Dimas carreteaba las calles con las semillas, maderas y frutas; o llevando los fajos a los hilanderos de Tía Escobar y de la Chiva. Cantareiro tiraba y rebuznaba. Y los dos vivían por allí, en alguna parte, en el matorral, bajando y aprovechando lo que saliese, como cualquiera, hasta que Dimas murió y le dejó su itinerario al burro. 14


De manera que todo aquello comenzó, precisamente, mientras Cantareiro bajaba, sin que entonces hubiese imaginado yo el significado de su desarraigado, nostálgico cascar. Era un poco antes de las doce, de la misa de rogativas, mientras el padre Álvaro, Concho Gálvez y El Llano ultimaban el recibimiento en la sacristía. Don Álvaro, cura recto, afilado y ceremonioso, como todos los de parroquia interior, apenas tocado por las pujantes novedades de las que A Estrada, cruce de comercios, presumía por entonces, escuchaba azoradamente, y se persignaba con movimientos netos de la mano. –Por el amor de Dios. ¿Es que ya no os queda ni vergüenza? –Un escarmiento, don Álvaro, es lo que hace falta. Las palabras caían nerviosas, murmuradas, entre las platas y las casullas. –Un escarmiento ejemplar. Concho Gálvez elevaba el mentón. Se le meneaba el copete. Se adelantaba, atento a las órdenes. Fuera, el suelo, el paisaje de labor y de soga ardían polvorientos, como huesos calcinados. –Los tules. Pero, ¿qué soberbia es esa de los tules? ¿Quién os habrá metido esas cosas en la cabeza? Algunos, en las ventanas, enfrente, con las contras entreabiertas, intentaban escrutar. Se movía una cortina, un tapiz, en la brisa , la silueta de una media cara. –Los tules. Quiero que me busquéis los tules inmediatamente. La primera respuesta fue un circunspecto silencio, pero, casi inmediatamente, El Llano recalcó las palabras con una punteada de bastón. –Que ya ni vergüenza os queda. ¿Me oís? –repitió, levantando la voz lo suficiente, de cara a la puerta que 15


daba al altar, para que pudiesen escucharlo en toda la nave, de donde llegaba aquel expectante agitar de los abanicos y los miriñaques; del abanico de la Malsina–. Ya veremos; ya veremos dónde nos lleva todo esto –recalcó, entre dientes, atropellándose, mientras se secaba el prominente sudor, haciendo sonar él también, de una palmada, la mesita sobre la que descansaban los copones, las patenas y los corporales.

Aquellos secos veranos, a los que no dejaba la memoria de traer los duros estiajes. El sol vivo, mudo, terroso que, desde el mediodía, comenzaba a desparramarse por las calles, encendiendo el suelo, las casas blancas, de cal y de sol. Las calles blancas, vacías, de faldar, de herrada y de delantal que desde la tarde del día dos, con los últimos depuestos y los cuadros formados por las plazas, permanecían en el silencioso, callado recelo y que, a pesar de la restitución, de que habían dicho que todo volvía a ser como antes, sin que se buscasen más responsables, por el ir y venir de los carruajes, el castañeteo de las cucharas, o el profundo olor a quemado, hacían que nadie se fiase de nadie. Mientras hablaban, se iban acercando a la puerta que separaba la sacristía del altar, donde ya se juntaban, en grupos, entre dubitativos y expectantes, algunos rostros. Mandó entrar a Lourenzo, el sacristán. Quería verse, y que lo viesen todas las demás corroborado en otra boca. No dejaba de repetir lo de la gravedad. A ver si así despiertan, Lourenzo. Y farfullaba: Libertad, libertad. Pero sin orden qué libertad ni qué ocho cuartos va a haber. Sin respeto. Sin decencia. 16


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