Xosé Ramón Pena
La batalla del paraíso triste
“… Entré en aquel café huyendo de la llovizna que me empapaba de arriba abajo; por fuera, y desde la cabeza hasta los pies, pero también que me embebía por dentro, goteando como estaba el resbalar de la desazón y la desesperanza…”, escribe Fernando Pena Freitas en sus notas y apuntes. Según él mismo relata, se había levantado temprano, impulsado por una repentina resolución que le había nacido entre las últimas brumas del sueño y las primeras luces de la vigilia. Sin embargo, mal había acabado de vestirse aún, cuando se dejó caer como un fardo en la silla, incapaz ya de vislumbrar si esa otra potencia, el súbito arrebato del ánimo, había surgido desde la garantía de una voluntad lúcida o apenas había sido producto de un delirio pasajero. En todo caso, lo que sí estaba claro es que debía esperar en la habitación a que la señora Clarinda terminase sus labores y él sintiese cómo cerraba tras ella la rechinante puerta de la pensión antes de salir a la calle, hacia las compras y los recados de la mañana. La patrona le había pedido por adelantado el pago de dos meses, pero aquello no le había importado, tanto daban unos cuantos billetes de más. Por otra parte, y después de todo, ¿cuánto tiempo iba a permanecer allí? Eso era lo que realmente había pensado al entrar en la pensión. Pero ahora iba camino ya de cumplir otros treinta días, y con los escudos que le quedaban tan sólo podría subsistir quince más, acaso veinte… Le quedaban también, eso sí, los francos que escondía para adquirir el cada vez más remoto pasaje; pero echar mano de ellos, 7
como supremo recurso, significaría renunciar a cualquier nuevo horizonte, consentir en el infortunio y pudrirse allí, Dios sabía hasta cuándo: anclado en aquella especie de playa de todos los naufragios en la que se estaba convirtiendo Lisboa a medida que las bombas infestaban Europa, al mismo tiempo que, uno tras otro, los estados del viejo continente ardían en las llamas de una infinita hoguera que se extendía desde las aguas heladas de Noruega hasta los acantilados mediterráneos; desde los tejados inflamados de Londres hasta las encaladas islas del mar Egeo. “… Fue en ese mismo café –sigue narrando Fernando Pena Freitas– donde encontré por primera vez al mayor Vitorino Pimenta… Aquella mañana de finales del mes de octubre de 1940, cuando por fin tuve la certeza de que la señora Clarinda ya no estaba en la pensión, volví en mí mismo. Intenté arreglarme un poco la ropa delante del espejo, me peiné el pelo, ya excesivamente largo, compuse el sombrero y bajé rápido, y casi sin pisar los escalones, las escaleras que daban a la calle. Allí fuera –continúa Freitas– sentí que los húmedos dedos de la mañana se posaban sobre mis mejillas mal barbeadas. Por un momento pensé en volver arriba e intentar coger un paraguas, pero me decidí por acomodar las solapas de la chaqueta y afrontar el frío y la naciente llovizna a buen paso, a pesar de no llevar ninguna dirección concreta; de hecho, entrar en aquel café a la orilla de los muelles fue apenas una casualidad, yo había emprendido el camino del Cais do Sodré como podía haber tomado otro cualquiera. Bueno; en realidad, otro cualquiera no. Desde que había llegado a Lisboa, hacía ya casi tres meses, había buscado a diario los mejores lugares en los cuales podía pasar inadvertido; no obstante, a pesar de todas 8
las precauciones, estaba corriendo el riesgo evidente de que mi fortuna, por llamarle de alguna manera, fuese a concluir de forma repentina al doblar cualquier esquina o atravesar una calle. Y no estaba muy claro, desde luego, que algunos de mis conciudadanos se fuesen a alegrar especialmente ante un reencuentro semejante…” –Con permiso. ¿Puedo echarle un vistazo a su periódico? El desconocido repitió sin éxito su pregunta. Hubo en él un gesto de extrañeza y estuvo a punto de formularla por tercera vez, aumentando el tono de voz. –Vaya, en fin… Excusez-moi, monsieur. Parlez-vous français? Fernando Pena Freitas reconstruyó la escena: realmente era a él a quien se estaban dirigiendo. Alzó los ojos y estuvo a punto de frotárselos; a causa del humo, estaba sintiendo en ellos un leve escozor. –Oh, pardon!, excusez-moi. Mais oui, je parle français. Una sonrisa jovial se dibujó en el rostro del otro. Freitas lo contempló con curiosidad. A primera vista, le pareció que se podía tratar de algún funcionario de mediana relevancia… o tal vez de alguien que trabajaba en el mundo de la banca, en una compañía naviera. –Ya me parecía a mí que no era usted de los nuestros. Ah, no, por favor, no me interprete mal, monsieur –se atropelló en las palabras, buscando las fórmulas de cortesía; sacó un pañuelo del bolsillo y se secó ligeramente la frente antes de continuar–. Cómo le diría yo… Simplemente ocurre que, a veces, creo poseer una especial capacidad para reconocer a los extranjeros; quiero decir, en aquellos casos en los que la persona, por sus características físicas, la ropa… podría pasar perfectamente por portugués. 9
–¿Le parece a usted, entonces, que tengo aspecto de haber nacido aquí, en Portugal? –Monsieur, por favor, no se lo tome a mal. Quiero decir que hay personas que delatan a las claras sus orígenes; tal parece evidente que su cuna no sea Lisboa o, qué se yo, pongamos Porto o Coímbra… Pero hay otros casos en los que la presencia racial no se muestra tan expresa. A esos es a los que me refiero. Mi pequeña capacidad, por llamarle de algún modo, y si es que de verdad la poseo, consiste en saber discriminar quién llega realmente de fuera de nuestras fronteras y quién, por el contrario, desciende de aquellos varones ilustres que se habían ido más allá de la Trapobana, como escribió el poeta. La última frase era de una ampulosidad tal que Freitas estuvo a punto de soltar una carcajada. No obstante, fue capaz de realizar un esfuerzo de contención. –Excusez-moi, mais je ne comprends pas. Le poète?… –Camões, el gran Luís de Camões, el autor de la obra más excelsa y universal que han dado las letras portuguesas –el desconocido se acarició levemente el bigote corto y espeso, las canas superaban ya el color castaño original–. Quiero decir, Los lusiadas. –Los lusiadas. –Mais oui. Los lusiadas, bien sûr. Se expresaba en un francés muy formal, pero fluido. Fernando Freitas lo volvió a contemplar lentamente… Calculó que debían de estar muy próximos en cuanto a la edad de ambos: cuarenta o cuarenta y pocos… bastante bien llevados, a pesar de la exageración en la apariencia de gravedad y en el otro del evidente exceso de peso. La cabeza rotunda, peinados con afectado esmero los cabellos menguados, de camino hacia el gris ceniza, se apostaba, sin acudir apenas a la transición del cuello, 10
sobre la largura del cuerpo ligeramente abombado. El desconocido acompañaba el discurrir de las palabras con el leve apoyo de las manos cortas y gruesas… Freitas contempló entonces cómo se acomodaba en la silla y estiraba las mangas de la chaqueta de un traje bien cortado, gris oscuro, sobre la camisa blanca y la corbata de listas de discreto granate. Luego, sacó nuevamente el pañuelo del bolsillo y se secó unas inexistentes gotas de sudor sobre la frente. El gesto vino a confirmar la sensación de teatralidad que Freitas estaba sintiendo de modo creciente, se preguntó hasta cuándo. Pero su interlocutor le volvía a sonreír. –Pero, antes de nada más, permita usted que me presente y sepa disculpar la descortesía de no haberlo hecho ya de primeras –extendió la mano–. Vitorino Tavares Pimenta, de profesión industrial, para servirle. –Marcel Gailly, mucho gusto. Habla usted muy bien el francés. –¡Ah, qué más quisiera yo, monsieur! Infelizmente, ya casi he olvidado todo lo que me enseñaron en su día, en fin… Y usted, por su parte, ¿no habla un poquito de portugués? Por lo menos, sí que lo entiende; lo digo por el periódico, claro. –Lo comprendo un poco y también soy capaz de leerlo. En cuanto a hablarlo… eso ya es otra cosa. –Ah, óptimo, óptimo… ¿Y el motivo de su visita a nuestro país es…? Freitas dejó que los ojos se le girasen hacia el espejo historiado, que estaba colgado en la pared de enfrente. El retrato que el cristal le devolvió no tenía duda: el cabello, ya escaseando y ahora demasiado largo y grasiento, le oscilaba entre el castaño de otrora y la evidencia de las primeras canas; la cara se mostraba pálida, con la barba 11
crecida; los ojos, en un devenir lagrimoso, llorosos, de almendra cenicienta; en cuanto al traje, confirmó que resultaba de un beis demasiado fino para una jornada de otoño como aquella; la corbata tenía el lazo mal hecho… Marcel Gailly, eso era lo que había respondido… Sintió que a él sí que le sudaba la frente. Y también las manos… Tenía que ponerle fin cuanto antes a aquella especie de interrogatorio. –¡No me diga más! ¡En la época en la que estamos, todos los extranjeros quieren hacer negocios en Portugal! Vaya; todos los extranjeros no, claro; también están… en fin, quiero decir que, infelizmente, tenemos a los refugiados y… –hubo un leve gesto de contrariedad en las mejillas afligidas–. Y procede usted… Quiero decir, y disculpe otra vez mi falta de tacto. Como habla usted francés, me preguntaba si… –No se apure, comprendo su pregunta, señor Pimenta. Soy suizo. –Por favor, no me malinterprete, monsieur Gailly, de ningún modo querría… Pero es que preguntarle en estos tiempos a un francés… En fin, esta guerra… Pero, vaya, así que es usted suizo. Suizo… óptimo, óptimo… Freitas se dio cuenta de que no debería prolongar aquella conversación. Hizo un ligero ademán de levantarse de la silla. –Discúlpeme usted ahora, señor Pimenta, pero lo cierto es que me tengo que marchar, se me ha hecho un poco tarde y… –¡Claro, claro! Pero… vea usted: está lloviendo con más fuerza y observo que no lleva paraguas. Permítame, entonces, que lo acompañe, no puedo dejarlo caminar así por esas nuestras calles. Por lo menos, no hasta que aparezca un tranvía o, mejor aún, hasta que consigamos 12
un taxi… Si me disculpa otra nueva indiscreción, no lleva usted la ropa más adecuada para el tiempo que hace. Claro es que, viniendo de Suiza… ¡qué le voy a contar yo de miedos a los elementos de la naturaleza! Pero sé que en el extranjero la gente piensa que Lisboa, por estar en el sur, tiene un clima mucho más cálido y, claro, sí que lo tenemos en verano, hace un calor enorme, pegajoso. Sin ir más lejos, yo, en mi casa, por ejemplo… vaya, es que nos ahogamos en ciertas fechas. Pero lo que es en invierno, e incluso ahora, en estos meses de otoño, vienen días en los que se le mete a uno en el cuerpo esta llovizna, esta niebla… –No se preocupe –Freitas hizo un segundo ademán de levantarse; sin embargo, permaneció en el asiento–. La verdad es que no voy demasiado lejos. –En ese caso, insisto de nuevo. Permita que lo acompañe con mi paraguas hasta que demos con un taxi. No puedo dejar de ningún modo que pille usted una mojadura. ¿Qué dirían de la hospitalidad portuguesa, entonces? –engoló la voz–. ¿Qué les iría a contar usted a su esposa, a sus familiares y amigos, cuando regrese a Ginebra? Estaba seguro de que no se iba a poder librar tan fácilmente. Cerró los ojos y optó por resignarse a lo que todavía quedase de interrogatorio. –En realidad –Freitas consultó el reloj–, creo que ya es muy tarde para lo que pensaba hacer… En fin; supongo que tampoco pasará nada extraño si me tomo una mañana, o media mañana, para mí… –¡Ah, pues naturalmente que no, monsieur Gailly! Además, hoy es sábado, ¿no? Si no se trata de algo muy urgente y si tiene pensado permanecer todavía unos días entre nosotros… Le aconsejo que aproveche para gozar 13
de la buena vida de Lisboa; eso, faltaría más, con el permiso de su señora esposa… –No; no estoy casado –concedió Freitas. –¡Ah! ¡Pues ahí sí que no lo puedo felicitar! –Pimenta se volvió a acomodar relajadamente–. Quiero decir que permanecer soltero durante un cierto tiempo es algo lógico, hay que gozar de la vida y de la juventud. No obstante, créame usted: el estado ideal del hombre es el matrimonio. No es que pretenda postularme como ejemplo para nada, pero… sin ir más lejos, aquí donde me tiene, ¡voy ya camino de los veinte años de feliz convivencia! Y con tres hijos, además; todos ellos sanos e inteligentes, gracias a Dios… Por unos instantes, el silencio se instaló entre ambos interlocutores. No obstante, tan sólo fue una falsa impresión. Enseguida, Pimenta volvió a la carga. –¿Y cuánto lleva ya entre nosotros? ¿Va a permanecer aún algunos días más en Lisboa? No sé si ha tenido usted tiempo ya para visitar nuestros monumentos, los lugares turísticos de interés… ¿Le gusta la comida portuguesa? –Freitas concedió en un leve gesto–. ¡Ah, óptimo, óptimo! Verá; no sé si es usted aficionado al teatro, o acaso a algo más ligero, pero puedo recomendarle, si me lo permite, un par de espectáculos que están poniendo ahora mismo en los locales del Parque Mayer, ¿sabe dónde queda? Y también tenemos los cines, naturalmente, y las casas de fados… Claro que lo mejor de todo, por lo menos en mi humilde opinión, está ahora mismo en Belém. Me refiero, desde luego, a la magnífica Exposición del Mundo Portugués que inauguramos en junio. ¿No ha oído hablar de ella? ¡Ay, querido señor mío!, eso sí que es algo excepcional, no se puede marchar de Lisboa sin haber acudido allí. Creo bien que, aunque sea 14
usted extranjero, también se sentirá emocionado cuando vea esos pabellones monumentales: el de la Conquista, el de los Descubrimientos… qué se yo. Tuve la suerte y la honra de haber estado presente en los actos de inauguración, ¡qué maravilla!… Sobre todo, cuando se izó la bandera y un enorme coro inició nuestro Himno Nacional –por un instante cerró los ojos húmedos, Freitas dio por supuesto que el otro se iba a poner en pie e iniciar él mismo las estrofas de A Portuguesa: “Heróis do mar, nobre povo, nação valente, imortal…”–. Pero, vaya… –Es usted realmente muy amable, señor Pimenta –Freitas notó que la frase se le había quedado corta–. Y, desde luego, un auténtico patriota, por lo que veo. –¡Por favor! A su entero servicio, créame… En cuanto a lo de patriota… –volvió a cerrar los ojos, a buen seguro que no le faltaban dotes de actor a aquel sujeto– simplemente amo a mi país. Como imagino que usted habrá de amar igualmente al suyo, monsieur Gailly… En fin, la verdad es que a estas horas de la mañana siempre me entra algo de hambre, no sé si me comprende. ¿Puedo invitarlo? No me diga que no, será todo un placer. En las páginas de lo que pretendió ser su particular depoimento, Fernando Pena Freitas señala que, finalmente, decidió participar en el juego. Si Pimenta resultaba ser apenas quien afirmaba, un industrial excesivamente hablador, histrión y satisfecho de sí mismo, no existía la posibilidad de ninguna pérdida. Pero si, por el contrario, confirmaba esa otra sospecha, que le crecía continuamente a medida que avanzaba la conversación, de encontrarse ante un policía… Entonces estaba también muy seguro de que el tal Pimenta no iba a resultar ser alguien que fuese a liberar tan pronto a una presa. Así pues, resolvió que aceptaba la invitación de la que era 15
objeto y saciar el hambre que lo acosaba desde la muy frugal cena de la noche anterior… Mientras, tras los cristales de aquel café del Cais do Sodré, en la mañana del 26 de octubre de 1940 –Freitas no precisa la fecha, tan sólo apunta que era sábado de finales de ese mismo mes y año, y después de que Hitler y Franco se hubiesen reunido en Hendaya–, Lisboa parecía inundarse en el cierne de una llovizna que, otra vez, había sustituido a la lluvia que caía en los minutos anteriores… A pesar del aguacero, la ciudad bullía. Camino del Cais do Sodré, desde la pensión ruin del Bairro Alto, Fernando Freitas había optado por aventurarse en Baixa. Su primera intención había consistido en acercarse hasta el mercado central, en la Praça da Figueira, y buscar allí alguna cosa, algo con lo que desayunar o, por lo menos y como él mismo describe, engañar a un hambre que lo había despertado dos o tres veces a lo largo de la noche abrupta, llena de sueños inconcretos, a medio camino entre la pesadilla y las fantasías sin aparente sentido. Sin embargo, al llegar a la esquina de la plaza, delante del anuncio de una mantequería, un escalofrío inesperado lo golpeó en el pecho, quitándole el aliento. De repente, le vino el presentimiento de que, de un momento a otro, alguien lo iba a llamar por su verdadero nombre; alguien, y no precisamente un alguien amigo, que vendría a recordarle de pronto su impostura, la auténtica lógica de aquellos casi tres meses a la espera de un pasaje imposible hacia el otro lado del océano… En medio de la llovizna, Freitas contempló el bullicio. Camiones y carros con gradas para la carga se aproximaban al mercado de la Praça da Figueira desde todos los puntos de los alrededores, abriéndose paso entre la algazara y con la pretensión de acceder a ese otro barullo de vidrio y de hierro desde el que surgían, 16
ágiles y obstinados, los pregones de las varinas, de los panaderos, de los carboneros y aprendices de cajeros. “… Tenía hambre aquella mañana; incluso mucha hambre –relata Freitas–, así que mastiqué con apetito la fruta seca. Al momento sentí sed. No estaría nada mal un capilé, un jarabe de avenca como el que iban anunciando en el pregón. Rebusqué en el bolsillo y conté las monedas…” Pero, en vez de la calda del capilé, apreció en los labios un sabor salado, como si la lluvia le hubiese aportado gotas de marejada que se internaban, desde los muelles, por las calles adelante… A lo largo de su vida, en marzo le tocaba cumplir los treinta y siete, Fernando Pena Freitas no había frecuentado especialmente la capital; ahora, tras algo más de siete después de su última estancia en ella, notaba una sensación contradictoria: por un lado, había agradecido –si bien no aquel día de octubre, precisamente– la luz y el calor del sol, habitualmente ajenos a los lugares donde había habitado todo ese tiempo. Pero tras la impresión inicial, y a medida que los días se fueron haciendo más cortos y las temperaturas bajaron, fue aprendiendo cómo los edificios, los parques y las fuentes, el ir y venir de la gente… todo aquello se cubría con una confección de cendal detrás de la que se desvanecían, descoloridos, para ofrecer tan sólo la ilusión óptica de su verdadera consistencia. A pesar del miedo a ser reconocido por alguien inamigable, o que simplemente le hiciese preguntas inadecuadas, Freitas había recorrido algunos de los lugares que antaño había conocido en la ciudad. Sin embargo, aquel vagar, aquella espera ansiosa le iba abriendo las puertas de una nueva visión de todo lo que lo rodeaba. Y no era que la sumersión en el tiempo pasado fuese a dar en la carta postal y coloreada 17
de una Lisboa feliz. No se trataba de la reflexión sobre su propio ocurrir o esa otra acerca de las circunstancias que lo asolaban, la política, la guerra… pero tan sólo en los ocres de agonía de la luz del otoño llegaba a comprender Fernando Pena Freitas el verdadero significado, la esencia última que aboyaba, como un espectro, por encima de las apariencias de la idílica toalla de rosas que los actuales gobernantes extendían con empeño desde Alfama hasta Lapa, de Ribeira das Naus a los lindes del Parque Eduardo VII… Cuando la había contemplado de tal modo, la ciudad entera le había parecido a Freitas un territorio de alegrías ausentes, un puro aroma desmayado. Lisboa brotaba en un espacio pobre y diminuto: eso era aquello que de verdad podía percibir. Pero habitaba ahora a finales del mes de octubre de 1940. Europa crepitaba entre las llamas de la guerra y él se había venido a la capital de Portugal con un pasaporte suizo… De nuevo un breve escalofrío fue capaz de ponerlo en alerta. Decidió desandar sus pasos y volvió a buscar la complicidad del Bairro Alto. Pensó en subir a su habitación y coger el paraguas; sin embargo, parecía que escampaba cuando se aproximó a los yermos que rodeaban la Rúa do Século. Antes de dejarse llevar cuesta abajo, hacia el río, Fernando Freitas se dijo a si mismo que estaba claro que tenía que salir de una vez de allí, fuese como fuese, ya no podía soportar más la espera. Aquella misma noche tenía concertada una cita con un tal Antonio Boullosa, antiguo contrabandista y, ahora, por lo visto, aplicado proveedor de documentos falsos de calidad para quien no reparase en gastos; no obstante, si de aquello no resultaba una solución concreta, había decidido abandonar Portugal y volver a probar fortuna en España; al fin y al cabo, se le mostraba con nitidez que 18
había sido un completo error decidirse por Lisboa… Tal vez Vigo, o incluso A Coruña, resultasen ser lugares más fáciles para poder poner rumbo hacia América… –Perdón, monsieur Gailly, ¿se encuentra usted bien? –No; quiero decir… Disculpe, señor Pimenta. Me encuentro perfectamente, no se preocupe, tan sólo… Muchas gracias, de todas modos. –Es que… Vaya, como casi no ha probado usted nada y, además, se ha quedado así como… Es decir, si me permite la expresión, y sin ningún ánimo de ofenderlo, naturalmente, como si… en fin, un tanto absorto. –Ya le digo –Freitas forzó la sonrisa– que me encuentro perfectamente. –¡Ay, mi querido señor! –Pimenta dio un trago largo–. A todos nos envuelve alguna vez. ¡Incluso a ustedes, los extranjeros! –¿Qué es lo que nos envuelve, señor Pimenta? –La saudade, mi querido monsieur Gailly, ¡la saudade! ¿Sabe usted de qué le estoy hablando? Se trata de la divina y mítica saudade, la misma esencia de nuestro ser portugués, la grácil pátina que todo lo cubre como un velo de novia… Disculpe, monsieur Gailly, creo que me estoy poniendo romántico, ¡qué barbaridad! Freitas forzó la sonrisa ante esa otra nueva muestra de teatralidad. A ciencia cierta que el tal Pimenta no dejaba de tener su aquel. Realmente, demasiado aquel para un simple policía. –Y bien, monsieur Gailly, ¿cómo juzga usted el transcurso de esta guerra? ¿Piensa, como muchos, que los alemanes están a un paso de la victoria y que los ingleses no tendrán más remedio que pedir la paz? ¿Y qué le parece la actitud del general Franco? ¿Cree que los españoles van a acabar participando en la contienda? 19
–La verdad es que no me intereso mucho por la política –cortó Freitas. –¡Y hace usted muy bien, monsieur! ¿La política? Créame, amigo mío: la política sólo les debería preocupar a los que realmente saben de ella. La política, en mi humilde opinión, es apenas para los entendidos, para aquellos que tienen la enorme vocación de estar al frente de los pueblos, sin importarles las horas de sacrificio que eso comporte ni tan siquiera el premio y los honores que puedan obtener de ello. Desde mi modesto punto de vista –Pimenta había adoptado un aire solemne; mantenía en la mano, sin decidirse, la taza de café con leche–, hay en el mundo demasiada gente que cree saber de política, que considera incluso que las masas pueden participar activamente en ella, en el juego de los partidos y demás. Y vea usted, monsieur Gailly, de ahí proceden muchas de las desgracias de este mundo y, desde luego, esta época tan terrible en la que nos encontramos. Es lo que yo digo: a ver, ¿por qué no les dejamos de una vez la política a aquellos que de verdad poseen la formación necesaria, a aquellos con capacidad, con voluntad de abnegación y de renuncia por el bien de sus compatriotas? –Pimenta dejó la taza sobre la mesa y cogió un trozo de queso, después concluyó con un gesto que buscaba la complicidad de su interlocutor–. Porque por algo avisa ya el viejo dicho: chacun son métier, o, como decimos nosotros: zapatero, a tus zapatos. –Ya le digo que no me intereso mucho por la política, pero… –Freitas se llevó, a su vez, el café con leche a los labios. –¿Pero qué, monsieur Gailly? –Pero eso que usted afirma… No sé… Tal parece que estuviese buscando una justificación para los regímenes dictatoriales. 20