'Botchan', Natsume Soseki (Sushi Books, 2016) Muestra

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Natsume Soseki

Botchan



1 Desde niño, siempre he tenido una temeridad innata que me viene de familia y que no ha hecho más que crearme problemas. Cuando iba a la escuela primaria salté desde la ventana de un primer piso y estuve una semana sin poder andar. Habrá quien pregunte por qué hice algo tan insensato. Pero lo cierto es que no hubo ninguna razón especial. Estaba yo asomado a una de las ventanas del nuevo edificio de la escuela, cuando un compañero de la clase se metió conmigo diciéndome que por mucho que hiciera el gallito en realidad no era más que un cobarde y no sería capaz de saltar desde allí. Tuve que volver a mi casa a hombros del conserje. Mi padre se puso furioso y me dijo que no entendía cómo alguien podía quedarse sin andar simplemente por haberse caído desde un primer piso. Le respondí que la próxima vez que saltase no me volvería a ocurrir. Otro día estaba yo jugando con el reflejo que el sol producía en el filo de una hermosa navaja importada que me había regalado un familiar, cuando uno de mis amigos dijo: –Sí, brillará mucho, pero seguro que no corta nada. –¡Cómo que no! –le respondí–. Te demostraré que pode cortar cualquier cosa. Entonces me desafió a que me cortase un dedo. –Un dedo no es nada. ¡Mira! –y le di un corte en diagonal a mi pulgar derecho. Por fortuna, la navaja era pequeña y mi hueso estaba fuerte y sano, por lo que aún hoy conservo el dedo, pero tendré una cicatriz hasta el día de mi muerte. 7


En la parte más al este de nuestro jardín, a unos veinte pasos, se extendía un pequeño huerto en pendiente con un castaño justo en medio. Este castaño era más importante para mí que la vida misma. Cuando llegaba la época de las castañas, nada más levantarme, salía corriendo por la puerta trasera para coger las que habían caído en el suelo y luego me las comía en la escuela. Por la parte oeste del jardín el castaño lindaba con la casa de un prestamista llamado Yamashiro-ya, el cual tenía un hijo de unos trece o catorce años llamado Kantaro. Kantaro era un gallina, pero eso no le impedía saltar la valla de bambú y entrar en nuestro jardín para robarnos las castañas. Un atardecer me escondí en la penumbra, al lado de una puerta, y conseguí pillarlo. Al ver que no tenía escapatoria se lanzó contra mí con todo su ímpetu. Kantaro tenía dos años más que yo y, aunque era un gallina, tenía mucha fuerza. Intentó darme un golpe en el pecho con su cabezón plano, pero lo único que consiguió fue meterlo dentro de la manga colgante de mi kimono. Yo no podía usar el brazo para sacar su cabeza de allí, así que comencé a sacudirla arriba y abajo, mientras Kantaro continuaba oscilando con fuerza hacia los lados. Al final, cuando notó que se iba a asfixiar, me dio un mordisco en el brazo. Me dolió tanto que lo empujé contra la cerca, lo levanté y lo eché fuera. La propiedad de los Yamashiro-ya estaba casi dos metros por debajo de la nuestra. En su caída, Kantaro rompió un trozo de la cerca y se golpeó con la cabeza contra el suelo mientras lanzaba un patético gemido. También me arrancó la manga del kimono, con lo que por fin pude liberar el brazo. Cuando mi madre se fue a disculpar a casa de los Yamashiro-ya esa misma noche, aprovechó para recuperar la manga. 8


Pero eso no fue todo. Recuerdo también cuando junto a Kaneko, el hijo del carpintero, y Kaku, el hijo del pescadero, arruiné el huerto de zanahorias de Mosaku. Este había dejado paja amontonada en el trozo de tierra donde las había plantado, para así protegerlas del frío. Y a nosotros se nos ocurrió utilizarlo como si fuera un ring de sumo. Pasamos la mitad del día peleando, y cuando por fin acabamos, nos dimos cuenta de que las zanahorias se habían echado a perder. También recuerdo aquella vez que debí atenerme a las consecuencias de atascar el canal de riego del arrozal de los Furukawa. Tenían en su huerta una gruesa caña de bambú enterrada por donde salía el agua necesaria para regar el arrozal. Yo no sabía para qué servía aquello, así que un buen día lo obstruí con piedras y palos hasta que dejó de salir agua. Más tarde, cuando estábamos cenando en casa, se presentó el señor Furukawa chillando, con la cara colorada por la cólera. Recuerdo que mis padres tuvieron que darle dinero para arreglar el asunto. Mi padre nunca se mostraba cariñoso conmigo. Y mi madre siempre prefirió a mi hermano mayor. Era un muchacho muy pálido, y le gustaba actuar en obras de teatro, especialmente haciendo papeles femeninos de kabuki. Cada vez que mi padre me miraba decía que era un desgraciado y que nunca llegaría a nada. A mi madre le preocupaba mi futuro por lo traste que era. La verdad es que siempre fui un caso perdido. Era lógico que mi futuro fuera preocupante. Lo mejor que se puede decir de mí es que no estuve nunca en la cárcel. Dos o tres días antes de morir mi madre, me hice daño en la espalda contra la esquina del horno mientras daba volteretas en la cocina. Resultó muy doloroso. Mi madre se enfadó mucho y me dijo que no quería verme 9


más, así que tuve que marcharme unos días a casa de unos parientes. Poco después nos llegó la noticia de que había muerto mi madre. Nunca pensé que iba a fallecer tan enseguida. Volví para casa arrepentido, pensando que si supiese que estaba tan enferma seguramente me portaría mejor. Mi hermano me dijo que yo era la desgracia de la familia, y que si nuestra madre había muerto de una manera tan fulminante había sido por mi culpa. Aquello me enfadó tanto que le di una buena bofetada, algo que sólo empeoró las cosas. Tras la muerte de nuestra madre, volví a casa con mi padre y con mi hermano. Nuestro padre era un holgazán, pero eso no le impedía repetir, como si fuera un estribillo cada vez que me veía, que yo era un desgraciado. Aún hoy no entiendo a qué se refería. Como padre, siempre me pareció un tipo raro. Mi hermano aspiraba a ser un hombre de negocios y se pasaba el tiempo estudiando inglés. Era retorcido y amanerado de nacimiento, y nunca llegamos a llevarnos bien. Cada diez días, más o menos, teníamos una pelea. Una vez jugando al shogi1 me hizo trampas y cuando me vio en apuros se puso a ridiculizarme. Me enfadé tanto que cogí una de las piezas y se la estampé entre los ojos, haciéndole algo de sangre. Entonces fue a acusarme ante nuestro padre, y este me dijo que me iba desheredar. Yo estaba seguro de que lo haría, pero Kiyo, la mujer que nos cuidaba desde hacía casi diez años, intercedió por mí y le suplicó entre lágrimas y sollozos que no me desheredase. A pesar de eso, no sentía miedo de mi padre, aunque sí recuerdo que Kiyo me inspiraba lástima. Según

1 Ajedrez japonés. (Todas las notas son del traductor.)

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había entendido, perteneció a una familia de renombre que se había arruinado al caer el antiguo régimen feudal. Como consecuencia de eso, se vio obligada a trabajar de criada. Tenía entonces la edad de una abuela. No sé por qué, pero el destino quiso que esta vieja dama se encariñase con mucho conmigo. Era algo sorprendente. Tres días antes de morir, mi madre estaba harta de mí, mi padre no sabía qué hacer conmigo y para los vecinos era un insensato. Kiyo, por el contrario, salía en mi defensa ciegamente. Por mi parte, como me había resignado a que nadie sintiera ninguna simpatía por mí, aceptaba que se comportaran con la mayor de las indiferencias y por eso desconfiaba de las personas que me trataban bien, incluida Kiyo. A veces, cuando estábamos solos en la cocina, me decía: –Tienes un temperamento decente y bueno, un carácter noble. Pero yo no la entendía. Pensaba que, si de verdad tuviera un carácter noble, los demás ya lo habrían notado y me tratarían bien. Cada vez que ella me decía esto, yo le contestaba que no me gustaban los cumplidos. –¿Ves como sí tienes un buen corazón? –me decía entonces ella mirándome con ternura. A mí me parecía que Kiyo no estaba realmente orgullosa de mí, sino de una versión mía que ella misma había creado en su cabeza. Era algo misterioso. Tras la muerte de mi madre, Kiyo me dio todo su cariño. A veces, en mi inocencia infantil, me resultaba extraño que se encariñase tanto conmigo. Me habría gustado que parase, porque me daba un poco de pena. Pero ella seguía acariciándome. De vez en cuando, incluso se gastaba su propio dinero para comprarme dulces. En las noches frías, cuando ya me había acostado, entraba en mi 11


cuarto con una taza calentita de caldo de soba2 que ella había apartado en secreto. Otras veces me compraba una cazuelita de tallarines. Y no sólo cosas de comer. También me regalaba calcetines, lápices, cuadernos y más cosas. Incluso en una ocasión, bastante después, me regaló tres yenes, aunque yo nunca le pedí dinero. Un día se presentó en mi cuarto. –No puedes estar sin dinero; toma esto y gástatelo en lo que quieras –me dijo entregándome tres yenes. Naturalmente le dije que no los necesitaba, pero ella insistió tanto que terminé cogiéndolos. A decir verdad, aquello me hizo mucha ilusión. Me metí los tres billetes de un yen en una bolsa y los escondí en el bolsillo interior de mi kimono. Pero en una ocasión, al ir al retrete, no pude evitar que la bolsa se cayese por el agujero. Sin saber qué hacer, lo único que se me ocurrió fue ir junto a Kiyo y contarle lo sucedido. Enseguida consiguió una caña de bambú y me dijo que ella misma la recuperaría. Al cabo de un rato oí cómo chapoteaba en el pozo, me asomé y vi a Kiyo lavando la bolsa que colgaba de la punta de la caña de bambú. Cuando la abrió, vi que los billetes se habían quedado todos descoloridos y se habían vuelto marrones. Kiyo los puso encima del brasero y cuando ya estuvieron secos, me los devolvió. Me preguntó si creía que habían quedado bien; yo los olí y le respondí que aún olían bastante mal. –Entonces dámelos, que te los cambio –me dijo. No sé qué truco usó, pero el caso es que poco después regresó con unas monedas de plata de un yen. No recuerdo qué fue lo que me compré con aquellos tres yenes. Le

2 Tipo de tallarín japonés de harina de trigo sarraceno, muy consumido.

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prometí que se los devolvería en cuanto pudiera, pero nunca llegué a hacerlo. Me gustaría devolvérselos multiplicados por diez, pero eso ya es imposible. Kiyo siempre me daba regalos cuando no estaban delante ni mi padre ni mi hermano. Y no hay nada que deteste más que recibir algo a escondidas de la gente. Es cierto que no me llevaba bien con mi hermano, pero no me gustaba que ella me regalase golosinas ni lápices de colores sin que él supiera nada. Una vez le pregunté por qué me regalaba cosas a mí sólo y a mi hermano no le daba nada. –No te preocupes, a tu hermano ya le compra cosas vuestro padre y no me necesita –me contestó imperturbable. Aquello era injusto. Nuestro padre podía ser muy testarudo, pero no era un hombre a quien le gustaran esos favoritismos. Ella, por el contrario, tenía esa visión de las cosas, seguramente porque la cegaba el amor. A pesar de haber nacido en una buena familia, no había recibido estudios, así que no había forma de que cambiara de parecer. Pero eso no era todo. La devoción es algo muy peligroso. Kiyo estaba convencida de que en el futuro yo iba a ser un hombre importante, con una carrera ejemplar. Estaba segura también de que mi hermano, que estudiaba sin parar, no tenía ninguna cualidad positiva, si exceptuamos su piel que, decía, era transparente como el cristal. No me quedaba más remedio que rendirme a una abuela como Kiyo. Estaba convencida de que las personas que quería acabarían siendo importantes, y de que las que no le caían bien acabarían fracasando. Yo tampoco tenía mucha idea de lo que quería ser en el futuro. Pero como Kiyo insistía tanto, incluso creí que podía llegar a ser alguien importante. Ahora que lo pienso fue una ton13


tería. Una vez le pregunté qué pensaba que podía ser yo de mayor, pero me dio la sensación de que no tenía ni idea. Sólo me dijo que estaba convencida de que andaría en mi propio rickshaw y de que tendría una casa con una magnífica entrada. Además, ella fantaseaba con la idea de venirse conmigo cuando yo me independizase y tuviera mi propia casa. Y me suplicaba una y otra vez que me la llevase. Y de tanto insistir, hasta llegué a creer que tendría mi propia casa y le dije que sí. Kiyo era una mujer con mucha imaginación y no paraba de hacerme preguntas sobre el lugar donde me gustaría vivir, si en Koji-machi o en Azabu; o si me gustaría tener un columpio en el jardín, o si bastaría con tener una habitación occidental en la casa. No hacía más que planificar por su cuenta. Por aquel entonces yo no tenía la menor intención de poseer mi propia casa. Siempre acababa contestándole que no quería nada de eso, que no necesitaba habitaciones de estilo occidental ni japonés. Pero ella volvía a alabarme diciendo que era muy buen muchacho y muy desinteresado. Dijera yo lo que dijese, ella siempre me elogiaba. Después de morir mi madre viví en estas condiciones durante cinco o seis años: con mi padre discutía, con mi hermano me peleaba, y por parte de Kiyo recibía dulces y elogios. No deseaba nada en especial. Me bastaba con lo que tenía. Pensaba que en el resto de las familias la vida sería igual o semejante a la mía. No obstante, como Kiyo no paraba de repetir lo desafortunado que era y la lástima que le daba, creí que, a lo mejor, era verdad. Por lo demás, no tenía ningún tipo de preocupación, excepto que mi padre nunca me dio dinero. Seis años después de la muerte de mi madre, en el mes de enero, mi padre murió de una apoplejía. En abril 14


del mismo año yo acabé mis estudios en una escuela secundaria y mi hermano se graduó en la escuela mercantil en junio. De inmediato consiguió trabajo en una compañía que tenía una filial en Kyushu y fue destinado allí. Yo tenía que continuar con mis estudios en Tokio. Mi hermano me anunció que, antes de marcharse a su nuevo destino, tenía la intención de poner a la venta nuestra casa y arreglar lo relativo a nuestro patrimonio. Yo le dije que por mí podía hacer lo que le diese la gana. Ante todo, no tenía la menor intención de ser una carga para él. Aunque pretendiera ocuparse de mí, las peleas no tardarían en aparecer y él acabaría echándomelo en cara. No estaba dispuesto, aún encima, a agachar la cabeza sólo porque él quisiera ampararme hipócritamente. Así que decidí ganarme la vida, aunque tuviera que trabajar como repartidor de leche. Mi hermano llamó a un hombre que organizaba almonedas y vendió por una miseria todos los cachivaches acumulados por nuestra familia durante generaciones. Y en cuanto a nuestra casa, la vendió a través de un intermediario. Parece ser que sacó mucho dinero, aunque no sé cuánto exactamente. Hacía una semana que yo me había mudado a una pensión de Ogawa-machi, en Kanda, donde esperaba que las cosas retomasen su curso. Kiyo estaba muy disgustada por tener que dejar en manos ajenas el hogar en el que había vivido durante más de una década, pero como no era de su propiedad, no podía hacer nada. No paraba de decirme que si yo fuera algo mayor, podría heredar la casa para mí solo. Si esa fuera la razón por la que no heredé, aún hoy estaría a tiempo de hacerlo, pero Kiyo no sabía cómo funcionaban las cosas en la vida real y pensaba que, al envejecer yo, todo acabaría siendo mío, incluso la casa de mi hermano. 15


Así que mi hermano y yo decidimos tomar caminos diferentes, aunque teníamos que resolver el problema de qué hacer con Kiyo. Estaba claro que la situación de mi hermano no era la más acomodada para llevársela consigo, y ella misma dejó claro que no tenía intención de ir tras él como un perro hasta Kyushu, un lugar tan lejano. Por mi parte, estaba alojado en una pensión barata de la que me podían echar en cualquier momento. Así que ninguno de los dos podíamos ayudarla. Finalmente, decidí preguntarle a Kiyo si quería servir en otra casa, y ella me dio una respuesta decisiva: –Hasta que tú tengas un hogar y una esposa, viviré con mi sobrino. Este sobrino suyo trabajaba de secretario en el juzgado y vivía sin ninguna dificultad. En el pasado ya le había pedido en varias ocasiones que fuese junto a él. Kiyo lo había rechazado aduciendo que prefería quedarse en nuestra casa, aun trabajando de criada, pues ya estaba acostumbrada a nosotros. Esta vez, sin embargo, seguramente pensó que era mejor estar al cuidado de un sobrino que ir a una casa desconocida y trabajar de criada en condiciones totalmente nuevas para ella. A pesar de todo, siguió insistiendo en que debía conseguir mi propia casa y una esposa tan pronto como me fuera posible; entonces ella vendría a cuidarnos. Creo que prefería estar conmigo que con su propio sobrino. Dos días antes de marcharse a Kyushu, mi hermano apareció por la pensión con seiscientos yenes, y me dijo que podía utilizar aquel dinero para algún negocio, para terminar mis estudios o para lo que yo quisiese, pero también me advirtió que después de aquello no me daría nada más. Fue un acto de generosidad digno de admiración, viniendo de quien venía. A decir verdad, no me 16


importaba el dinero, pues sabía que podría salir adelante sin él, pero me gustó el trato tan sencillo que tuvo conmigo, raro en él; cogí el dinero de buena gana y le di las gracias. A continuación, sacó otros cincuenta yenes y me dijo que se los diese a Kiyo, cosa que hice de buen grado. Dos días después me despedí de él en la estación, y desde entonces no lo he vuelto a ver. Acostado en la cama, medité sobre lo que haría con los seiscientos yenes. No me apetecía mucho montar un negocio; sería un lastre para mí y no funcionaría. Además, no creo que pudiera montar nada con sólo seiscientos yenes. Y aunque lo consiguiera, tal como estaba en ese momento, sin estudios, no podría lucirme delante de los clientes, así que saldría perdiendo. Así que nada de negocios. ¡Me gastaría el dinero en mis estudios! Si dividía aquella cantidad en tres partes podría estudiar durante tres años, a razón de doscientos yenes por año. Si me esforzaba durante esos tres años, algo podría hacer. Entonces me puse a pensar qué estudiar. Nunca me había interesado por ninguna materia en concreto. ¡Desde luego, ni hablar de lengua o literatura! Y mucho menos de poesía moderna, que de veinte líneas no entendía ni una. También pensé que, si no me gustaba nada, daba igual lo que estudiara, pero la suerte hizo que pasara un día por delante de la Escuela Superior de Ciencias Físicas, en cuya puerta había un anuncio solicitando estudiantes. Pensé que era cosa del destino. Pedí los papeles y me matriculé inmediatamente. Hoy, cuando pienso en lo que hice, veo que fue uno de esos arrebatos impulsivos que me vienen de familia. Durante los tres años siguientes estudié como uno más en la escuela. Y puedo decir que no destaqué por ser uno de los alumnos más brillantes de la clase. Más bien era de los que se encuentran antes empezando a buscar 17


desde abajo en la lista de notas. Sin embargo, pasados esos tres años, me gradué, por sorprendente que pueda parecer. A mí mismo me pareció algo increíble, pero como no tenía motivos para quejarme, acepté con gusto el diploma. No habían pasado ocho días desde que me gradué cuando me llamó el director de la escuela. Cuando fui a verlo, me dijo que había quedado vacante un puesto de profesor de matemáticas en una escuela secundaria en Shikoku. Aunque el sueldo era de solo cuarenta yenes, me aconsejó que lo intentase. A decir verdad, aunque había estudiado durante tres años, no tenía ninguna intención de ejercer como docente, y menos aún en una aldea. Pero como no tenía ninguna otra expectativa que no fuera ser profesor, al oír la propuesta la acepté sin pensarlo. Fue un mal presagio que se manifestara ese carácter impulsivo heredado de mi familia. Una vez aceptada la oferta, no me quedaba otra opción que incorporarme a mi puesto. Durante tres años había vivido encerrado en un cuchitril y no me había quejado ni una sola vez. Tampoco me había metido en ninguna pelea. Fue una época de mi vida relativamente despreocupada. Pero las cosas habían cambiado y ahora tenía que abandonar la pensión. La única vez en toda mi vida que había salido de Tokio fue cuando fui a Kamakura con los compañeros de clase. Pero esto era otra cosa. Tendría que viajar mucho más lejos. Busqué la aldea de marras en el mapa y vi que se encontraba en la costa, y que era tan pequeña como la punta de una aguja. Seguramente sería un asco de sitio. No sabía nada de ella ni de cómo eran sus habitantes. Tampoco tenía que saberlo. No me preocupaba. Solamente debía ir hasta allí, eso me dije. Pese a todo, me dio un poco de pereza. 18


Desde que vendimos la casa, había ido a ver a Kiyo en varias ocasiones. Su sobrino era más bondadoso de lo que yo había imaginado. Siempre que los iba a visitar me acogía con hospitalidad. Kiyo, por su parte, hacía que me sentase delante de su sobrino y presumía de mí. Una vez incluso vaticinó que, cuando terminase los estudios, poseería una casa en Koji-machi y me haría funcionario. Como seguía empeñada en ver mi vida a su manera, decidiendo y hablando siempre por libre, me hacía sentir incómodo, y a veces me ponía colorado. Y no fue sólo una o dos veces. Cuando contó que de niño me meaba con frecuencia en la cama no sabía dónde meterme. Tampoco sé muy bien qué pensaría su sobrino al oír todo aquello. Como Kiyo era una mujer chapada a la antigua, simplemente pensaba que nuestra relación era como la de un amo con su vasallo en los antiguos tiempos feudales. Ella parecía interpretar que si yo era su amo, también tenía que ser el amo de su sobrino. ¡Pobre! Se hizo oficial mi contrato y llegó el momento de partir. Tres días antes de esa fecha fui a ver a Kiyo, pero estaba en cama, resfriada. Ocupaba un cuarto pequeño de unos cinco metros cuadrados orientado hacia el norte. Nada más verme se levantó rápidamente, como si ya estuviera recuperada, y dijo: –Cuando se comprará su propia casa mi Botchan3? Kiyo pensaba que bastaba con graduarse para que los bolsillos se empezaran a llenar de dinero. Lo que me pareció un disparate fue que me llamara Botchan, igual que cuando era un niño, teniendo en cuenta que ella misma me trataba como a alguien importante. No me iba

3 Botchan en japonés significa ‘señorito’ o ‘niño mimado’.

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a hacer con una casa en tan poco tiempo. Y cuando le conté que me iba a trabajar a provincias, se puso a acariciar una y otra vez su cabello gris cerca de las sienes como si estuviera muy decepcionada. Me dio tanta pena que traté de animarla diciéndole: –Tengo que marcharme, pero enseguida estaré de vuelta. Para el verano que viene te aseguro que estaré aquí. –Y como aun así tenía cara de decepción, le pregunté–: ¿Qué quieres que te traiga cuando vuelva? –Me gustaría probar uno de esos dulces de Echigo que vienen envueltos en hojas de bambú. En mi vida había oído hablar de aquellos dulces, no era algo típico de allí, y por si no era suficiente, Echigo estaba en dirección contraria a donde iba yo. –No creo que haya esos dulces donde voy yo –dije. –¿Hacia dónde vas, entonces? –Hacia el oeste. –¿Está antes o después de Hakone4? Yo ya no supe cómo explicárselo. El día de mi marcha Kiyo vino ya por la mañana temprano y me dio bastante la lata. Me metió en la maleta un neceser con dentífrico, cepillo de dientes y unas toallas que había comprado en una tienda. Le insistí en que no quería nada de aquello, pero no me hizo caso. Salimos hacia la estación en dos rickshaws, me monté en el tren y ella se quedó en el andén, mirándome. Me dijo en voz muy baja: –Puede que sea la última vez que nos veamos. Cúidate mucho.

4 Hakone, a unos 100 km al oeste de Tokio, servía de referencia para sus habitantes. Pero Shikoku está a unos 600 km hacia el suroeste.

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