Noa Pérez González
El ocaso de la familia Portela
Para todos aquellos que comparten mis orĂgenes, entre el bien y el mal. Para mis padres, que labraron en nosotros tantas promesas.
Las primas Portela Hubo una vez seis primas apellidadas Portela. Antonia, Clara María y sus primas hermanas Malvina, Maripili, Sofi y yo, la más joven de todas ellas, Guadalupe Portela, teníamos muchas cosas en común, además del parentesco y del uniforme de cuadros azul marino de las monjas de la Enseñanza. Aquel uniforme sobrio que vestimos durante nuestra infancia se complementaba con un pequeño sombrero adornado con un lazo de raso, también de color azul. Y la falda plisada contaba además con un delicado prendedor de plata, que cerraba púdicamente su abertura, a la altura de la media pierna. Esta vestimenta era contemplada con atentas miradas, en las que se juntaban en proporciones casi iguales la envidia y el sarcasmo por parte de la mayoría de las alumnas de los otros colegios religiosos de la ciudad. En estos centros habían adoptado hacía ya algún tiempo modelos más modernos importados de América, para el corte de sus uniformes marrones, de aire militar. Era verdad que la moda, en la vieja institución de piedra gris, se había quedado irremediablemente estancada a principios del siglo pasado, mucho antes del comienzo de la guerra. Y algunas de sus maestras más vetustas todavía llevaban el hábito blanco, la gran cruz de madera, suspendida del rosario de cuentas negras, al cuello, y una enorme toca cubriéndoles la cabeza. 9
Las chicas de los últimos cursos transmitían cada año a las generaciones más jóvenes un espantoso secreto sobre las monjas de la Enseñanza: debajo de su toca de blancura sin mácula, casi todas las hermanas estaban calvas. Y las alumnas, obligadas a recoger con esmero sus largas melenas los días lectivos, maduraban meditando en que, para servir bien a Dios, las maestras habían renunciado al más preciado atributo de su feminidad, convirtiéndose así en horripilantes sirvientas asexuadas. Las religiosas de misteriosos cráneos rasurados, por su parte, medían la belleza de sus discípulas con un patrón propio, el de la escultura de la Virgen María que presidía la escuela desde el día de su apertura, en el año 1923, en el umbral de la puerta principal. De todas las pupilas, las únicas que habían rivalizado verdaderamente con la faz beatífica de la santa, por su reconocida hermosura, en tantos lustros que llevaban educando a las chicas de las mejores familias de la comarca, habían sido las dos hermanas Vilanova Portela, Antonia y Clara María, de rostros limpios como una mañana de viento. Antonia y Clara María, las dos, eran de las alumnas más aplicadas, y siendo hijas nada más y nada menos que de un secretario del Ministerio de Industria y Comercio, que cada año hacía una cuantiosa donación para el comedor escolar, las monjas siempre se disputaban entre ellas el placer de tenerlas en sus clases el siguiente curso. Cuando yo empecé la enseñanza primaria, a las primas mayores, a Antonia, a Clara María, a Malvina y a Maripili, ya empezaban a brotarles las yemas de los pechos por debajo de sus jerséis nuevos, de cuello de cisne, que todavía no abultaban. En el cónclave anterior al inicio de las clases, las mamás de todas ellas, y también la mía, habían decidido que desde ese año vestirían 10
medias caladas y no calcetines altos como los nuestros, sus hermanas pequeñas. Aquellas prendas ya habían sido hechas a ganchillo por las Portela, previsoramente, durante todo aquel verano, en el tedio de las sobremesas. Al llegar al fin septiembre, y verlas a las cuatro con las medias puestas, Sofi y yo no pudimos reprimir una punzada de envidia, tan aguda como si hubiera sido afilada con un esmeril. Las seis niñas compartíamos además, a nuestro pesar, numerosas comidas familiares en las que, tal y como al tío Francisco le gustaba decir, nos reuníamos con la Santísima Trinidad. Con este curioso apodo era conocido el único hermano varón de la familia, Pascoal, el primogénito, que nunca se perdía uno de aquellos domingos de los Portela. La gran familia se juntaba a su alrededor, buscando sus bendiciones, y compitiendo descaradamente por adularlo. Estas comidas dominicales trascurrían casi siempre en el ambiente pesado del comedor, en la mansión algo deteriorada de nuestra abuela materna. La abuela Mercedes había repartido la herencia hacía varios años entre sus cinco hijos, tras la muerte de su marido, sobrecogida de improviso, aún en la plenitud de su vida. Y ella, entre todas las fincas, casas, cesiones y arrendamientos, se había quedado tan sólo con su vivienda habitual, en el centro de Vigo, donde había vivido desde que nació. La antigua residencia de los Cabaleiro, en la calle de Soutelo, había sido diseñada por un arquitecto modernista venido de Reus, que había residido durante un tiempo en la ciudad y había intimado con el bisabuelo Florián. El mismo que había reformado el casino y el edificio de la naviera Basili Moroni. El predio de la mansión de la abuela era muy estrecho y la fachada estaba adornada con 11
azulejos con motivos geométricos de color azul, blanco y amarillo. En medio había un balcón suspendido al que sólo le faltaba reverdecer. Esta casona había sido además aportación suya en los esponsales, pues Mercedes, hija de un comerciante, la había heredado por vía paterna. Su marido, el abuelo Elías, que era fuerte como un toro, con su enorme corpachón que avergonzaba en las fiestas del Corpus a los de los gigantes y cabezudos que bailaban por las tabernas, nunca había imaginado que iba a morirse como un párvulo, como una mujer o como un anciano, expirando en su propia cama. Y no había dejado testamento. La mansión estaba asentada al pié de un magnolio de grandes proporciones, y nuestra abuela decía que había sido plantado por su padre, Florián Cabaleiro, cuando ella tenía unos cuatro años. En una ocasión me contó que se acordaba perfectamente de aquel día. El bisabuelo Florián se había puesto unas botas viejas, agarró una pala y le dijo a todos que iba a cavar su tumba. La niña Mercedes observó callada, durante más de una hora, como su padre sacaba paladas de tierra del agujero, con el rostro enrojecido por el esfuerzo, preguntándose en qué momento exacto se moriría. Recordaba que entonces también pensó si encargarían pronto una lápida para su sepulcro, y caviló en que a ella le gustaría que llevara por lo menos un ángel para que cuidara de su alma. La niña Mercedes sentía aversión por el mármol rosado de los cementerios, y esperaba que su madre, la bisabuela Carmen, no escogiera aquel color. Mientras duró el trabajo no perdió de vista a su padre, intrigada por si le cambiarían los rasgos de la cara cuando le llegara la muerte. Sin embargo, después de una media hora, el bisabuelo Florián, sacudiendo la tierra que se 12
pegaba con familiaridad por las arrugas de su cuerpo, salió del agujero a buscar el magnolio para plantarlo. Su aspecto era tan sano como siempre. Mercedes miró fijamente el arbolito y descubrió el engaño. Entonces dio media vuelta y se metió dentro de casa, quizás algo decepcionada. Esa misma noche la abuela Mercedes rezó a Jesusito, que era niño como ella, y le preguntó por qué habría mentido su padre. Y no obtuvo respuesta alguna. Desde ese momento la abuela empezó a descuidar sus rezos. Y el árbol de esta historia, que en mi infancia era casi centenario, se había convertido con el tiempo en el cuartel general de una manada de gatos vagabundos, que trepaban por sus ramas sombrías en busca de gorriones alelados en las horas del mediodía, al calor del sol. Y en la parte trasera del jardín, que daba justo a la calle de Marqués de Valadares, las ramas se asomaban sobre la pared de piedra, adornando con sus magnolias luminosas el corazón negro de la ciudad. Con el fallecimiento repentino del abuelo Elías, muerto al parecer a los cincuenta años de una infección sanguínea, se había marchado también de esta casa la prosperidad. Tan sólo restaban algunos tristes desechos del pasado esplendor, y entre ellos precisamente estaba el magnífico comedor, un poco deslucido. En esta estancia, la madera de castaño había sido finamente trabajada con los motivos vegetales e incluso leoninos en las molduras de los muebles, típicos entonces de las casas adineradas. Y también en el comedor, un gran espejo veneciano, con su marco recubierto de pan de oro, presidía con sus soñadores centelleos dorados las reuniones familiares. Como primogénito, y único varón entre los hermanos Portela, la Santísima Trinidad encabezaba siempre 13
estas juntas en la magnífica mesa ovalada, equilibrada sobre dos patas, que se abrían al llegar al suelo como dos enormes trébedes. Él se sentaba flanqueado día tras día por el tío Luís y por mi padre, Alberto, los dos cuñados de más edad, que estaban acompañados en las sillas contiguas por sus respectivas señoras. Los altos peinados propios de la década hacían aparentar a las damas una mayor estatura, pero las mujeres Portela siempre fueron pequeñas. Y la Santísima Trinidad, que les sacaba a todos una cabeza por lo menos, reinaba indiscutiblemente en aquellos encuentros sobre la familia política y sobre las cuatro hermanas. Aquel soberano despótico, coronado por su tonsura, imponía su parecer desde aquella mesa tan encerada, dictando órdenes y haciendo cumplir así su voluntad hasta en los asuntos más triviales. En frente de él se sentaba su madre, la abuela Mercedes. Yo la recuerdo como una viuda seca, que siempre estaba temiéndose que su hijo Pascoal o alguna de sus cuatro hijas le pidieran prestado de nuevo más dinero. La anciana se consumía sólo con imaginárselo, puesto que tenía los ahorros contados y recontados, para llevar a término una vejez tranquila. Y prácticamente desaparecía replegándose sobre sí misma en su sillón verde, entreteniéndose con la calceta. Y de esta manera la abuela permanecía toda la tarde, semioculta por un mantón que malamente la calentaba, y que aliviaba sólo en parte el dolor de sus pobres huesos, a aquellas alturas de la vida tan descalcificados que un niño pequeño habría sido capaz de quebrarlos con sus manos. Muy pocas veces hablaba con nosotros. La abuela Mercedes desconfiaba de que, con alguna maniobra inesperada, sus descendientes la despojaran del refugio apacible de su mansión y nos trataba con rencor. Y eso 14
era así, pensaba ella entre suspiros mal disimulados, mientras terminaba de tomarse la infusión de melisa que aromatizaba la sala con su aroma a limón, aunque había repartido entre los suyos casas y tierras esparcidas por el Baixo Miño, lo suficiente como para contentar a un conde. Pero ellos siempre querían más. No en vano los Portela tenían una buena posición social, y un patrimonio que a ella le había costado mucho trabajo mantener durante toda su vida. Porque su Elías, Dios lo tenga en su gloria, siempre había sido de buen comer y de poco pensar, y su corpachón de gigante no había plato que lo saciara ni mujer que le bastara. Y los amoríos ya se sabe que salen caros. Hoy estoy por afirmar que el misterioso mal que atacó al abuelo Elías, y lo llevó al ataúd, fue derivado de una enfermedad de transmisión sexual. He leído en algún lado que uno de los médicos que lo trató fue un reputado urólogo vigués, el doctor Claudio Sabarís, que era especialista en las llamadas “dolencias secretas” y que tenía su gabinete en la calle de A Falperra. A este consultorio el enfermo acudió en más de una ocasión, reconocen sus hijos, por problemas de vesícula. Los problemas, para Elías, surgieron llegados los cincuenta años. A aquel hombretón, entonces, se le dio por preferir que lo halagaran las viudas, más sabias y maternales a la hora de preparar sus suculentos guisos y de dedicarle otros cuidados, en lugar de seguir desvirgando jovencitas, de esas que apenas sabían recalentar un café y que siempre pedían algo a cambio de sus vaginas doloridas. Una de estas mujeres experimentadas, una que quizás le hacía relamerse por sus potajes y por sus muslos resplandecientes, sirviendo a veces segundo plato, lo contagió posiblemente de sífilis, o de otra enfermedad venérea. 15