Gerald Durrell
El paquete parlante
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Este libro está dedicado a mi ahijada Deirdre Alexandra Platt Querida Deirdre: He aquí el libro que te prometí. Espero que te guste. La próxima vez que nos veamos, no vale la pena que me preguntes si todo es verdad, porque juré guardar el secreto. Pero te puedo dar algunas pistas. Por ejemplo, te puedo decir que el primo de Papagayo que vivía en la India era un ave de carne y hueso que no sólo viajaba en Rolls-Royce, sino que también tenía pasaporte internacional. Si alguna vez vas a Grecia, encontrarás a madame Hortense sobre unos raíles, exactamente como la describí, y podrás coger un tren diésel que sube por el valle hasta la entrada misma de Mitología. Finalmente, si consultas un libro de Edward Topsell titulado Historia de los animales cuadrúpedos, verás que, en efecto, las comadrejas eran el remedio contra los basiliscos. Siendo verdad todo esto, ¿cómo no vas a creer el resto? Tu padrino, que te quiere, Gerry
1 El paquete parlante Cuando Simon y Peter aterrizaron en Atenas para pasar una temporada con su prima Penélope y se abrió la puerta del avión, el calor los golpeó como una ola caliente que saliese de un horno, y la intensa luz del sol les hizo entornar los ojos. Acostumbrados al tiempo habitualmente lluvioso y gris de Inglaterra, esto era simplemente espléndido. Con los ojos entornados, los chicos se estiraban y pestañeaban como gatos delante de una chimenea, escuchando extasiados el sonido chispeante y crepitante del griego que la gente hablaba a su alrededor. A primera vista el tío Henry asustaba un poco, porque era bastante grande, como una enorme águila parda, con una nariz descomunal, una mata de pelo blanco y unas manos gigantescas que agitaba sin cesar. Los chicos se preguntaban cómo era posible que alguien con el aspecto del tío Henry pudiera ser el padre de una chica tan guapa como Penélope, que era muy delgada, con grandes ojos verdes y el pelo castaño. –Ah! –dijo el tío Henry, lanzándoles una mirada feroz–. Ya habéis llegado, ¿eh? Bien, bien. Me alegro de veros. Me alegra comprobar que sois un poco menos repulsivos que la última vez que os vi… justo después de que naciéseis. Parecíais dos crías de ratón, rosados y feísimos. –¡Papá! –dijo Penélope–, no seas grosero.
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–¿Grosero? ¿Grosero? –dijo el tío Henry–. No estoy siendo grosero. Sólo digo la verdad. –¿Ese es vuestro equipaje? –preguntó Penélope. –Sí –dijo Peter–. Esas dos maletas y el bote. –¿El bote? –dijo el tío Henry–. ¿Qué bote? –Un bote hinchable que nos regaló papá –explicó Simon. –¡Qué idea tan sensata! –dijo el tío Henry–. ¡Habéis demostrado una gran inteligencia! Los chicos se sintieron muy complacidos y pensaron que quizás en el fondo el tío Henry no era tan malo. Tras recoger el equipaje, lo amontonaron en el maletero del enorme coche abierto del tío Henry, y partieron bajo el sol ardiente por un paisaje en el que empezaron a aparecer plateados olivos y cipreses de color verde oscuro que se alzaban como lanzas contra el cielo azul. La casa del tío Henry era una enorme y destartalada villa, posada en una colina sobre el mar azul, con amplias terrazas a las que les daban sombra unas parras de las que colgaban los racimos de uvas más grandes que habían visto los chicos en sus vidas. La casa tenía las paredes blancas y unas enormes contraventanas verdes que, cuando estaban entornadas, convertían las habitaciones en espacios frescos, sombríos y tan verdosos como un acuario. El cuarto de los chicos era inmenso, con suelo de baldosas y una puerta ventana que daba a la terraza emparrada. –¡Ostras! –dijo Peter, encantado–. ¡Voy a poder coger todas las mañanas un racimo de uvas antes de desayunar! –Y en el huerto hay naranjas, mandarinas e higos –dijo Penélope–, y sandías, albaricoques y melocotones. Estaba sentada en una de las camas, observando cómo los chicos deshacían las maletas.
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–Aún no puedo creerme que estemos aquí –dijo Simon. –Ni yo –dijo Peter–, si no fuera porque con este calor tiene que ser verdad. Penélope se rió. –Pues puede hacer mucho más calor. –Lo que hay que hacer es bañarse –dijo Peter. –Es lo que pensaba que podíamos hacer esta tarde –dijo Penélope–. Después de comer. Justo aquí abajo hay una playa enorme, perfecta para nadar. –Y podemos llevar el bote –dijo Simon. –¡Estupendo! –dijo Peter–. Haremos un viaje de exploración. De modo que, cuando acabaron de comer, los tres chicos se pusieron sus trajes de baño, cogieron el bote y la bomba para inflarlo, y bajaron por la ladera pedregosa, que olía deliciosamente a tomillo y a mirto, hasta el punto en que la inmensa playa, de una blancura cegadora, se extendía a un lado y al otro hasta donde alcanzaba la vista. El agua azul estaba tranquila como un lago y tan transparente como el cristal. Les costó mucho esfuerzo inflar el bote, y los chicos tuvieron que hacer varias pausas para refrescarse en el mar antes de continuar. Pero por fin quedó inflado y flotando en el agua poco profunda, como una rechoncha nube azul. Subieron a bordo, llevando consigo el equipo de viaje indispensable que Penélope les había insistido que trajeran: una enorme sombrilla de playa y una bolsa con botellas de refresco. Acto seguido, con Simon y Peter a los remos y Penélope en el timón, partieron siguiendo la costa. El sol caía con fuerza, y podían oír el débil canto de las cigarras que llegaba desde los olivos. Cuando habían avanzado un cuarto de milla, más o menos, los chicos dejaron de remar y se enjugaron el sudor de la cara.
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–¡Qué calor! –dijo Peter. –Sí –concordó Simon–. Estoy asado. –Podemos quedarnos ya por aquí –dijo Penélope–. Al fin y al cabo es vuestro primer día, y es cierto que hace calor. ¿Por qué no acampamos en algún sitio? Simon miró por encima del hombro. A unos cientos de metros había un banco de arena largo y bajo que se asomaba desde la playa, formando una minúscula bahía. –¿Qué os parece ese sitio? –sugirió–. Podemos fondear ahí, junto al banco de arena. Remaron hasta la cala y anclaron el bote en el agua tranquila. Luego clavaron la sombrilla (que proyectaba una sombra del tamaño de una seta) y Penélope abrió tres botellas de refresco. Agradeciendo la sombra, se tumbaron y se bebieron los refrescos con avidez. Luego, aturdidos por el calor y exhaustos de tanto remar, los dos chicos se adormilaron, con las cabezas apoyadas en los brazos. Penélope se acabó su refresco y se echó una breve siesta, y después decidió subir a lo alto de la duna para ver cómo era la siguiente parte de la playa. La arena estaba tan caliente que casi no se podía andar, pero llegó a la cumbre de la duna. Ante ella, la playa parecía prolongarse hasta el horizonte, pero a lo lejos el calor producía tal resplandor que en realidad no distinguía nada. Ya iba a volverse a la acogedora sombra del parasol cuando reparó en una cosa que había en el agua. Al principio pensó que era un tronco, pero parecía demasiado grueso incluso sin ramas. Se dirigía a la orilla, impulsado por las diminutas olas creadas por una leve brisa que se había levantado. Poco a poco fue acercándose a la playa, justo delante de donde estaba Penélope, y pudo ver que se trataba de un paquete grande de papel de envolver, atado con
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un cordel morado. El paquete se detuvo en la playa, y Penélope se disponía a bajar de la duna corriendo para investigar, cuando este habló. –¡Hola! –dijo el paquete, con una voz estridente–. ¡Hola, tierra por fin! ¡Ya iba siendo hora, claro! ¡Tanto sube-baja sube-baja le revuelve a uno las tripas! Penélope se quedó mirando el paquete, sin dar crédito a lo que oía. Parecía un paquete de papel de estraza, grande y absolutamente vulgar, atado con un cordel morado, de un metro de alto y algo más de medio metro de ancho. Su forma recordaba vagamente a la de las colmenas antiguas. –Marearse es horrible –siguió diciendo el paquete–. Mi bisabuela era tan propensa al mareo que muchas veces se mareaba en la bañera. “¿A quién le estará hablando?”, pensó Penélope. “No puede ser a mí.” Justo en ese momento salió otra voz del paquete. Era una voz débil, dulce y tintineante, como el sonido del cencerro de una oveja: –¡Oh, deja de hablar de tu bisabuela y del mareo! –dijo con irritación–. Estoy tan mareada como tú. Lo que quiero saber es qué hacemos ahora. –Hemos llegado –dijo la primera voz, la estridente–, gracias a mi brillante navegación. Ahora esperaremos a que nos rescaten. Penélope consideraba que el paquete era demasiado pequeño para contener a un ser humano, y no digamos a dos; pero era innegable que dos voces salían de él. Todo aquello era muy inquietante, y Penélope pensó que se sentiría más tranquila si Peter y Simon le ayudaban a resolver aquel misterio. Así que se dio la vuelta y bajó corriendo la duna hasta
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la sombrilla donde dormían los chicos, felizmente ajenos a la aventura que estaba empezando. –¡Peter, Simon, despertad, despertad! –dijo Penélope en un susurro, sacudiendo a los chicos–. Despertad, es muy importante. –¿Qué pasa? –preguntó Simon, incorporándose hasta quedar sentado y bostezando, soñoliento. –Dile que se largue –gruñó Peter–. Quiero dormir. Hace mucho calor para jugar. –¡No es un juego! –susurró Penélope, indignada–. Tenéis que levantaros. He encontrado una cosa curiosísima al otro lado del banco de arena. –¿Qué has encontrado? –preguntó Simon, estirándose. –Un paquete –dijo Penélope–. Un paquete muy grande. –Vaya, hombre –gimió Peter–. ¿Y nos despiertas por eso? –¿Qué tiene de especial un paquete? –preguntó Simon. –¿Vosotros habéis encontrado alguna vez un paquete que hable? –preguntó Penélope con tono sarcástico–. No es el tipo de cosas que suele ocurrirme a mí. –¿Que el paquete habla? –farfulló Peter, ya completamente despierto– ¿Que habla? Tú estás imaginándote cosas. Te ha dado una insolación. –¿Un paquete parlante? –dijo Simon–. Debes de estar de broma. –¡No es una broma, y tampoco me ha dado una insolación! –dijo Penélope, enojada–. Es más: habla con dos voces. Los chicos se quedaron mirándola. Resultaba evidente que no era una broma, e igual de evidente que no le había dado una insolación. –¿Estás segura de que no te estás imaginando cosas, Penny? –dijo Simon, intranquilo.
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Penélope pataleó con la rabia. –¡Por supuesto! –susurró con vehemencia–. Sois unos tontos los dos. Es un paquete que tiene dos voces y está hablando solo. Si no me creéis, venid a verlo. No muy convencidos, pues seguían pensando que Penélope podía estar tomándoles el pelo, los chicos la siguieron por la duna. Cuando llegaron a la cumbre, ella puso un dedo sobre los labios y dijo: –Sssh… Entonces se acostó boca abajo y siguió avanzando a rastras. Enseguida tres cabezas, una rubia, otra morena y otra cobriza, se asomaron por encima de la cresta de la duna. Al pie de esta estaba el paquete. A su alrededor rompían olas diminutas, y los chicos lo contemplaron asombrados, porque el paquete había empezado a cantar a dos voces: ¡Qué rica la lunaoria si la pruebo en un pastel! Te da fuerza y energía, no puedes vivir sin él. A la vaca en su prado, al cerdo y al corcel les encanta la luanoria al probarla en un pastel. ¡Qué rica la lunaoria si la pruebo en una torta! El corazón coge fuerza y empuja la sangre en la aorta. Al caballo y al burro su sabor reconforta, mastican con gusto la lunaoria en una torta. ¡Qué rica la lunaoria si la pruebo estofada! Se mire como se mire, como eso no hay nada. La gallina y el pavo le sacan buena tajada; no se sienten satisfechos sin su lunaoria estofada.
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–Ahí tenéis –susurró Penélope, triunfal–. Lo que os dije. –Es increíble –dijo Peter–. ¿Qué creéis que será? ¿Una pareja de enanos? –Tendrían que ser enanos muy pequeños para caber ahí –dijo Penélope. –Bueno, no podremos saber lo que es –dijo Simon, pragmático– hasta que lo desenvolvamos. –¿Cómo sabes si le va a gustar que lo desenvolvamos? –preguntó Peter, preocupado. –Antes mencionó algo sobre que lo rescatasen –dijo Penélope. –Pues preguntémosle –dijo Simon–. Por lo menos habla nuestro idioma. Bajó por la duna a grandes zancadas, seguido por los otros, y se acercó al paquete, que seguía cantando, ajeno a su presencia. ¡Qué rica la lunaoria si la pruebo en mermelada! Es tan buena y deliciosa que sin ella no soy nada. El barbero y la doctora, el cantero y la criada no podrían vivir sin su lunaoria en mermelada. Simon se aclaró la garganta. –Perdone –dijo–, lamento interrumpirlo, pero… ¡Qué rica la lunaoria si la tomo en una sopa! A la ballena y al pingüino, al delfín y a la marsopa, al capitán en la proa y al marinero en la popa les encanta la lunaoria si se la toman en sopa. –Perdone –repitió Simon, mucho más alto.
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El paquete dejó de cantar y hubo un silencio. –¿Qué ha sido eso? –preguntó por fin la voz tintineante, en un débil y asustado susurro. –Una voz –dijo la voz estridente–. Estoy casi seguro de que era una voz, a menos, claro, que fuese un trueno o un tifón o un maremoto, o quizás un terremoto, o… –¡PERDONE! –dijo Simon, esta vez muy alto–. ¿Quieren que los desenvolvamos? –Ahí tienes –dijo la voz estridente–. Ya te dije que era una voz. Una voz que se ofrece a desenvolvernos. Qué amable. ¿Le decimos que sí? –Sí, claro –dijo la voz tintineante–. Llevamos muchísimo tiempo a oscuras. –Muy bien –dijo la voz estridente–. Puede desenvolvernos. Los chicos se congregaron alrededor del paquete. Simon sacó su navaja y cortó con cuidado el grueso cordel morado que lo rodeaba, y a continuación se pusieron a quitar el papel. Cuando los chicos retiraron el papel, quedó al descubierto lo que parecía ser una enorme cubretetera acolchada, con un tupido bordado en hilo de oro que hacía un dibujo de hojas y flores. –Eh… ¿quieren que retiremos la… la… cubretetera? –preguntó Simon. –¿La cubretetera? –preguntó la voz estridente con indignación–. ¿La cubretetera, voz ignorante? No es una cubretetera. Es una cubierta contra los vientos nocturnos y las inclemencias del tiempo, hecha de auténtica seda de oruga arco iris. Eso es lo que es. –Ah –dijo Simon–. Lo siento. Bueno, lo que sea, ¿quieren que la retiremos?
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–Desde luego –dijo la voz estridente–. No escatime esfuerzos por llevar a buen término este rescate. En lo alto de la cubretetera había una especie de lazo trenzado, y, tirando de él, Simon levantó toda la cubierta. Debajo había una enorme jaula, dorada y abovedada, pero totalmente distinta de cualquier otra jaula que hubiesen visto los chicos, pues estaba amueblada con muebles en miniatura extremadamente elegantes. Además de dos perchas de cedro y un columpio, había una hermosa cama con dosel y cortinas de terciopelo rojo, cubierta con una colcha de patchwork muy bien cosida, hecha de minúsculos trozos de sedas y damascos multicolores, una pequeña mesa de comedor estilo Luis XV con su silla y un elegante armarito con el frente de cristal lleno de bonitas porcelanas pintadas a mano. Había también un espejo de cuerpo entero con marco dorado y un cepillo y un peine de marfil colgados a su lado, y una chaiselongue muy cómoda tapizada de terciopelo azul marino, y al lado un clavicémbalo de palisandro. Cómodamente sentado en la chaise-longue estaba el papagayo más extraordinario que los chicos hubiesen visto en su vida. Tenía un plumaje morado, dorado, verde, azul y rosa, que refulgía, brillaba y resplandecía como un ópalo. El pico era grande, liso y curvado –tan negro que parecía tallado en carbón–, y los ojos eran del color de la vincapervinca. Pero lo más sorprendente del papagayo eran las plumas, pues, en lugar de ser lisas, cada una de ellas sobresalía y se rizaba, como el pelo de un caniche. Esto le daba el aspecto de un árbol de extraño colorido en primavera, en el momento en que se abren los capullos. Llevaba un bonete de seda verde, con una larga borla negra, también de seda. Al lado de la chaiselongue en la que se recostaba el papagayo había una mesita,
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y sobre ella otra jaula, pero esta era diminuta, del tamaño de un dedal, y en su interior estaba sentada una araña dorada y reluciente, con una cruz verde jade en la espalda. Era evidente que la voz tintineante pertenecía a la araña y la estridente al papagayo. –¡Así que era esto! –dijo Peter. –¿Esto? –dijo el papagayo, incorporándose indignado–. ¿Esto? –¡Un papagayo! –dijo Penélope, encantada. –Era sólo un papagayo, un vulgar papagayo parlante –dijo Simon. –¿Cómo no se nos ocurrió? –¡VAMOS A VER! –dijo el papagayo en un tono tan alto y feroz que los chicos se callaron–. Vamos a ver –continuó, en un tono más moderado, tras conseguir que le prestasen atención–. A ver si corregimos eso de “un” papagayo, ¿de acuerdo? –Lo siento –dijo Penélope–. No era nuestra intención ofenderte. –Pues lo habéis hecho –dijo el papagayo. –Pero eres un papagayo, ¿no? –preguntó Peter. –¡Y dale! –dijo el papagayo enfadado–. Seguimos con lo de un papagayo. No soy “un” papagayo, son “EL” papagayo. –Perdona, pero creo que no te entendemos –dijo Penélope, desconcertada. –Cualquiera, o mejor dicho cualquier papagayo, puede ser “un” papagayo –explicó el papagayo–. Pero yo soy “el” Papagayo. Debería bastar con las iniciales para que os dieseis cuenta. –¿Las iniciales? ¿Qué iniciales? –preguntó Simon, despistado.
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–Las mías –dijo el papagayo–. Haces unas preguntas completamente ridículas. –Pero, ¿qué iniciales son? –preguntó Penélope. –Dedúcelas tú misma –dijo el papagayo–. Me llamo Percival Archibaldo Petronilo Adalberto Godofredo Apolonio Yehudi Olegario. –¡Claro, sale “PAPAGAYO”! –dijo Penélope–. ¡Qué iniciales tan bonitas! –Gracias –dijo el papagayo con modestia–. Por eso no soy “un” papagayo, sino “el” Papagayo. Podéis llamarme Papagayo. –Gracias –dijo Penélope. –Esta de aquí –continuó Papagayo, señalando la jaulita con el ala– es Dulcibella, mi araña cantora. –Encantados –dijeron los chicos. –Encantada –dijo Dulcibella. –Encantado –dijo Papagayo. –Debo decir –dijo Penélope, pensativa– que ya veo por qué eres “el” Papagayo. Es decir, no quiero ser maleducada ni nada parecido, pero hablas mucho mejor que la mayoría de los papagayos. Es decir, de modo más inteligente, no sé si me explico. Es decir, que parece que sabes lo que estás diciendo, mientras que la mayoría de los papagayos no. –Por supuesto –dijo Papagayo–. ¿Y sabéis por qué la mayoría de los papagayos no saben lo que dicen? –¿Por qué? –dijo Simon. –Porque les enseñan a hablar los seres humanos –dijo Papagayo–. Una manera muy reprobable de aprender. –¿Y cómo aprendiste tú? –preguntó Peter. –A mí me enseñó el diccionario –dijo Papagayo con orgullo. –¿Un diccionario? –dijo Penélope, incrédula–. ¿Cómo puede enseñarte un diccionario?
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–¿Por qué no? –preguntó Papagayo–. El problema que tienen la mayoría de los papagayos, si no todos, es que, como digo, les enseñaron a hablar los humanos. Por eso no saben lo que dicen, porque los humanos nunca les explican lo que les están enseñando. –Nunca se me había ocurrido pensar en eso –dijo Peter. –¿Qué papagayo cabal, sano, normal, inteligente y digno se pasaría todo el día diciendo “lorito bonito” si supiese lo que significa? –preguntó Papagayo, con una voz conmovida por la pasión–. ¿Qué ave decente, honesta, tímida, recatada y pudorosa se dedicaría a invitar a completos desconocidos a “rascar al lorito” si supiese lo que significa? –Visto así casi parece cruel –dijo Penélope, pensativa. –Sí –concordó Simon–, como esas horribles cosas que les enseñan a los niños pequeños: “pepete”, “lela”, “babau” y demás. –¡Exactamente! –dijo Papagayo triunfal–. ¿Qué niño normal andaría por ahí diciéndole “muu” a cada miembro de los ungulados que se encontrase si supiese lo que significa? –¿A cada miembro de qué? –preguntó Peter. –Se refiere a las vacas –dijo Simon, a quien las palabras largas se le daban mejor que a Peter. –No –continuó Papagayo–. La única manera de aprender a hablar es que te enseñe un diccionario, y yo tuve la extraordinaria suerte de que me educase un diccionario grueso, bondadoso y extenso, de hecho, “el” Diccionario. –¿Cómo puede educarte un diccionario? –preguntó Penélope, desconcertada. –En el lugar del que yo vengo se puede –dijo Papagayo–. El Diccionario es el libro más humano de nuestro país, junto con el Gran Libro de los Hechizos y el Herbario de Hepsibar.
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–Creo que no te entiendo –dijo Penélope. –Eres una niña singularmente obtusa y obstinada –dijo Papagayo–, además de inconsecuente, incomprensible e incoherente. –No creo que haya necesidad de ponerse grosero –dijo Peter, que no había entendido la mitad de las palabras, pero a quien no le gustaba cómo sonaban y se sentía en el deber de defender a su prima. –¿Grosero? –dijo Papagayo–. ¿Grosero? No estoy siendo grosero. Sólo estoy sacando algunas palabras a airearse, pobres. Es parte de mi trabajo. –¿Sacar palabras a airearse? –preguntó Simon–. ¿Cómo es posible? –Es el Guardián de las Palabras –dijo de pronto Dulcibella, con su voz sutil y tintineante–. Es un trabajo muy importante. –Cuando necesitemos que nos interrumpas te lo pediremos –dijo Papagayo, mirando a Dulcibella con severidad. –¡Perdón! –dijo Dulcibella, echándose a llorar–. Sólo intentaba ayudar. Sólo intentaba acreditar tus méritos. Sólo intentaba… –¿Quieres callarte de una vez? –rugió Papagayo. –Oh, muy bien –dijo Dulcibella, retirándose al fondo de su jaula y empezando a empolvarse la nariz–. Pues ahora me enfurruño. –Enfurruñarse –dijo Papagayo–: típico de una araña hembra. –¿Qué es eso de sacar las palabras a airearse? –preguntó Simon. –¿Qué significa ser “Guardián de las Palabras”? –preguntó Peter.
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–Bueno –dijo Papagayo–, es todo cierto, pero no lo vayáis contando por ahí. Veréis, en el sitio del que vengo tenemos tres libros que rigen nuestras vidas. Son libros parlantes, por supuesto, no como esos libros aburridos, vetustos y vulgares que tenéis vosotros. Uno es el Gran Libro de los Hechizos, otro es el Herbario de Hepsibar y el tercero es el Diccionario Gigante. A mí me educó el Diccionario, y por lo tanto me convertí en Guardián de las Palabras. –¿Y eso en qué consiste? –preguntó Penélope. –Ah –dijo Papagayo–. Es un trabajo muy importante, te lo aseguro. ¿Sabes cuántas palabras hay en nuestro idioma? –No –respondió Penélope. –Cientos –dijo Peter. –Más bien miles –dijo Simon. –En efecto –dijo Papagayo–. Doscientas mil palabras, para ser exactos. Pues resulta que cada persona media usa las mismas palabras día tras día, todos los santos días. Al llegar a ese punto, los ojos se le llenaron de lágrimas y se sacó de debajo del ala un enorme pañuelo de lunares con el que se sonó el pico. –¡Pues sí! –continuó, con la voz estremecida por los sollozos–. ¿Y qué creéis que les pasa a todas las palabras que no se usan? –¿Qué les pasa? –preguntó Penélope, con los ojos como platos. –Si no se las cuida y se les permite hacer ejercicio, se desvanecen y desaparecen, las pobrecitas –dijo Papagayo–. En eso consiste mi trabajo. Una vez al año me pongo a recitar el Diccionario, para garantizar que todas las palabras hagan un mínimo de ejercicio, aunque a lo largo del año procuro usar todas las que pueda, porque en realidad a las pobres no les
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basta con una salida anual. Se aburren mucho, ahí sentadas entre las páginas. –El tiempo pasa –contestó de pronto Dulcibella. –Pensaba que estabas enfurruñada –dijo Papagayo, lanzándole una mirada asesina. –Ya se me ha pasado –dijo Dulcibella–. He estado enfurruñada muy a gusto, pero el tiempo pasa. –¿Qué quieres decir con eso de que el tiempo pasa? –dijo Papagayo con irritación. –Pues que no queremos pasarnos todo el día aquí sentados mientras tú nos das conferencias sobre las palabras –dijo la araña–. Es hora de que volvamos. Recuerda que tenemos mucho que hacer. –¡Tenemos mucho que hacer! ¡Tenemos mucho que hacer! ¡Esa ha sido buena! –dijo Papagayo, enojado–. Lo único que haces es estar todo el día sentada en tu jaula, cantando y enfurruñándote, y a mí es a quien le toca planearlo todo, tomar las decisiones importantes, hacer esta magistral exhibición de valor y astucia… –No me parece que haya sido muy astuto conseguir que nos desterrasen a los dos –lo interrumpió Dulcibella, sorbiéndose los mocos–. Desde luego no es lo que yo entiendo por astucia. –¡Muy bien, muy bien, échame la culpa a mí! –gritó Papagayo–. ¿Cómo iba a saber que nos atacarían de noche, eh? ¿Cómo iba a saber que los sapos nos meterían en un vulgar paquete de papel de estraza y nos tirarían al río, eh? Cualquiera que te oyese pensaría que animé yo a los basiliscos a tomar el país, so… estúpida y anacrónica araña cantora, so… –¡Me voy enfurruñar! –gritó Dulcibella, empezando a sollozar–. ¡Voy a estar enfurruñada durante una hora! Nues-
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tro contrato no te permite insultarme más de una vez a la semana, y hoy ya lo has hecho dos veces. –De acuerdo, de acuerdo –dijo Papagayo, con tono arrepentido–. Lo siento. Venga, si no te enfurruñas, cuando volvamos, te daré una empanadilla de moscardón. –¿Me lo prometes? –preguntó Dulcibella. –Sí, sí, te lo prometo –dijo Papagayo, irritado. –¿Y no podría ser una empanadilla de moscardón y un suflé de saltamontes? –preguntó Dulcibella, con mimos. –No, no puede ser –dijo Papagayo secamente. –Vaya –suspiró la araña, y se puso a empolvarse la nariz de nuevo, tarareando en voz baja. –¿Qué es todo eso de los sapos? –preguntó Peter, asombrado. –¿Y de los basiliscos –dijo Penélope–. ¿Qué son? –¿Qué país han tomado? –preguntó Simon. –¿Y por qué os han desterrado? –preguntó Penélope. –¡Silencio! –gritó Papagayo–. ¡Silencio, silencio, silencio! Los chicos se callaron. –Muy bien –dijo Papagayo–. Antes de nada, ¿podéis desatar la puerta, por favor? Simon se apresuró a sacar la navaja, cortó el cordel morado que ataba la puerta y la abrió. –Gracias –dijo Papagayo, al tiempo que salía y subía a lo alto de la jaula. –Ten cuidado de no enfriarte ahí fuera –gritó Dulcibella–. No te has puesto la capa. Papagayo la ignoró. Se ajustó con cuidado el bonete, que durante la ascensión se le había ladeado sobre un ojo, e inspeccionó a los chicos. –Bueno –dijo por fin–. Así que queréis saber las respuestas a todas esas preguntas, ¿eh?
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–Sí, por favor –dijo Penélope. –¿Puedo confiar en vosotros? –preguntó Papagayo. –Por supuesto que sí –dijo Simon, ofendido. –De acuerdo –dijo Papagayo–. Lo que os voy a contar es estrictamente confidencial, ¿entendéis? No le digáis ni una palabra a nadie. Los chicos prometieron solemnemente que no divulgarían nada de lo que les dijese Papagayo y se acomodaron alrededor de la jaula para escuchar.
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