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CAPÍTULO 1

El Jefe, yo y el Hudson Queen Para los que no me conocéis, debo contaros antes de nada que no soy un ser humano. Soy un simio antropoide. Les he oído a los científicos que pertenezco a la especie Gorilla gorilla graueri. Casi todos mis congéneres viven en África, en el corazón de la jungla, a lo largo del río Congo. Probablemente sea de allí de donde provengo yo también. 37


Cómo vine a parar entre los humanos, no lo sé. Y seguramente nunca lo sabré. Debió de suceder cuando yo era muy pequeña. Quizás fueron cazadores o indígenas los que me atraparon y vendieron luego a otros. Mi primer recuerdo es estar sentada en un frío suelo de piedra con una cadena alrededor del cuello. Puede haber sido en la ciudad de Estambul, pero no estoy segura del todo. Desde entonces vivo en el mundo de los humanos. He aprendido cómo piensan y entiendo lo que dicen. He aprendido a leer y a escribir. He aprendido a robar y a engañar. He aprendido lo que es la codicia. Y lo que es la crueldad. He tenido muchos dueños, y a la mayoría prefiero olvidarlos. No sé cuál de ellos me puso mi nombre, ni por qué. En todo caso, me llamo Sally Jones.

Muchos creen que el Jefe es ahora mi dueño. Pero el Jefe no es de esos que quieren poseer a otros. Él y yo somos compañeros. Amigos. El verdadero nombre del Jefe es Henry Koskela. Nos encontramos por primera vez hace muchos años, cuando yo iba de polizona en un vapor de carga que se llamaba Otago. La tripulación me descubrió y el capitán ordenó

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que me lanzaran al mar. Entonces el jefe de máquinas intercedió y me salvó la vida. Era “el Jefe”. Un par de años más tarde coincidimos otra vez por casualidad, esta vez en los barrios portuarios de Singapur. Por aquel entonces yo estaba gravemente enferma, atada a un poste que había ante un bar ruinoso. El Jefe me reconoció y me compró al propietario. Luego me llevó al barco en que trabajaba y me dio comida y medicinas. Era la segunda vez que me salvaba la vida. Cuando me fui recuperando, tuve que empezar a ayudar al Jefe en distintas labores de la sala de máquinas. Me gustaba el trabajo, y gracias al Jefe también adquirí habilidad. Todo lo que sé de marinería y motores de barco lo he aprendido de él. Desde entonces estamos juntos, el Jefe y yo. Navegamos desde el Sudeste asiático hasta llegar, finalmente, a América. En Nueva York compramos un carguero, el Hudson Queen, y con él transportamos distintos cargamentos a lo largo de las costas de América, África y Europa. Nos apañábamos solos y ganábamos lo suficiente para mantener la embarcación en buen estado. Era una buena vida. No me imagino otra mejor. Espero que vuelva a ser así nuevamente.

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Pero todo cambió hace unos cuatro años. Fue entonces cuando comenzaron las desgracias del Jefe y las mías. Durante todo ese verano habíamos navegado por aguas británicas. Al llegar el otoño decidimos ir en busca de latitudes más cálidas para evitar las tormentas invernales del mar del Norte. En Londres recibimos un cargamento de conservas que debíamos transportar a las Azores, un grupo de islas en medio del Atlántico. Al principio el viaje iba bien. Hacía buen tiempo, con vientos suaves. Pero una mañana se acabó nuestra suerte. Chocamos con una ballena. La ballena salió ilesa, pero el Hudson Queen recibió un golpe tan fuerte que el timón se torció. Mientras intentábamos reparar los daños, el tiempo cambió y se levantó un fuerte vendaval. El Hudson Queen se fue a la deriva. De no ser por el ancla flotante estaríamos perdidos. Sólo cuando el viento se calmó pudimos montar un timón de emergencia. Pusimos rumbo hacia tierras portuguesas y buscamos un puerto de refugio en Lisboa. Una vez que hubimos descargado, pusimos el Hudson Queen en dique seco para poder reparar el timón. La reparación llevó dos semanas y consumió todos nuestros ahorros. El Jefe recorrió las oficinas de las compañías transportistas para intentar conseguir un nuevo cargamento para el Hudson Queen, pero sin resultado. En los muelles ya había muchos otros buques de carga con las bodegas vacías que esperaban mejores tiempos. 40


Pasaron varias semanas. Permanecer en tierra nunca es divertido. Sin embargo, uno puede quedarse estancado en peores puertos que el de Lisboa. Los sábados solíamos viajar en tranvía por la ciudad. Unos tranvías tan bonitos como los de Lisboa no se encuentran en ningún otro lugar. ¡Ni siquiera en San Francisco! Nuestro amarradero en el puerto quedaba debajo del barrio de la Alfama. La Alfama es una zona pobre de la ciudad, dormida de día y llena de peligros por la noche. Allí vive gente de toda clase. Nadie se sorprende al ver a los gemelos siameses que venden cordones de zapatos en la calle de São Pedro. Ni tampoco a los Bailarines del Diablo de la Costa de la Pimienta que se reúnen en los oscuros callejones cuando la luna está en cuarto menguante. En la Alfama no se asombran ni de ver a un gorila vestido con ropa de trabajo. Y eso es bueno. Por las noches íbamos, por lo general, al bar O Pelicano. Muchos marineros lo frecuentan cuando están en Lisboa. Este garito queda en la Rua do Salvador, una calle estrecha y lúgubre donde rara vez entran los rayos del sol. El propietario se llama senhor Baptista. Fue cocinero en los barcos de la naviera Transbrasil, y siempre invita a la gente de mar a un vaso de aguardiente antes de la comida. El aguardiente es una bebida destilada, así que a mí solían darme un vaso de leche. 41


Guardo muy buenos recuerdos de nuestras noches en O Pelicano. Pero también uno malo. Fue en O Pelicano donde nos topamos con Afonso Morro por primera vez.

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CAPÍTULO 2

Morro Esa noche el Jefe y yo habíamos trabajado hasta tarde en la sala de máquinas del Hudson Queen. Recuerdo que llovía cuando bajamos a tierra para cenar. La luz de las farolas de gas del puerto destellaba en el empedrado mojado del muelle. En los callejones estrechos de la Alfama el agua sucia borboteaba en las alcantarillas y pozos de registro. 43


En O Pelicano hacía calor y había humo. Los clientes habituales se apiñaban alrededor de las mesas redondas. Varios de ellos nos saludaban al Jefe y a mí con la cabeza o la mano. Eran marineros y jornaleros del puerto, chicas de la calle de mirada hueca y músicos trasnochados. Una mujer rolliza vestida de negro, que se llamaba Rosa, cantaba un fado sobre amores no correspondidos. Las cantantes de fado son típicas de los barrios bajos de Lisboa. Esa noche había un cliente al que yo no había visto antes. Estaba sentado, él solo, a la mesa más próxima a la puerta, y levantó la cabeza cuando entramos. Tenía un rostro enjuto y pálido, y sus ojos brillaban lúgubres bajo el ala del sombrero. Cuando el senhor Baptista nos llevaba a una mesa libre al fondo del local, pude sentir que nos seguía a mí y al Jefe con la mirada. La mujer del senhor Baptista, la senhora Maria, nos sirvió un cuenco de sopa de tomate con pan a cada uno. Justo habíamos empezado a comer, cuando el solitario hombre se levantó y se acercó a nuestra mesa. Pensé que debía de estar esperando por nosotros. –Me llamo Morro –dijo en voz baja–. Según dicen, tienen ustedes un barco y necesitan trabajo. Primero el Jefe pareció sorprenderse, y luego se alegró. –Así es –dijo–. ¡Siéntese! El hombre que se llamaba Morro lanzó una mirada recelosa a su alrededor y se sentó. 44


–Se trata de unas cajas –dijo, en voz tan baja que el Jefe tuvo que acercarse un poco para poder oírle–. Deben recogerlas en Agiere. Es un pequeño puerto en el río Zézere… Tengo un mapa… Morro sacó de su bolsillo interior un mapa y lo desplegó sobre la mesa. El Jefe examinó el mapa con atención. Yo sabía que lo que le interesaba era la profundidad del río. –Estas últimas semanas ha llovido mucho –dijo Morro–. El nivel de los ríos es alto. No deben tener miedo de encallar. –Depende de lo cargados que vayamos –dijo el Jefe–. ¿De cuántas cajas estamos hablando? ¿Y qué hay en ellas? –Azulejos –dijo Morro–. Es decir, baldosas. Seis cajas, de unos 300 kilos cada una. El Jefe parecía asombrado. –¿Eso es todo? ¿Por qué no lleva las cajas a Lisboa en carro? –Son baldosas muy caras y delicadas –respondió Morro de inmediato, como si estuviese esperando esa pregunta–. Los caminos están en mal estado. No quiero que las baldosas se rompan. Entonces, ¿aceptan el trabajo? –Depende de cuánto pague –dijo el Jefe sonriendo. Morro sacó un sobre y se lo dio al Jefe. El Jefe lo abrió y pasó el pulgar por los billetes que había dentro. Yo noté en su mirada que era más dinero del que se había esperado. 45


–Las cajas deben descargarse aquí, en Lisboa, junto a la estación de Cais do Sodré –dijo Morro–. Si lo hacen en cuatro días recibirán otra suma igual. El rostro del Jefe se iluminó. –De acuerdo, ¡trato hecho! –dijo, y le tendió la mano. Morro la apretó deprisa y se puso de pie enseguida. Sin decir nada más, se abrió camino entre las mesas y desapareció por la puerta perdiéndose en la oscuridad de la noche.

Un par de horas más tarde, el Jefe y yo paseábamos en dirección al puerto, de vuelta al Hudson Queen. Había dejado de llover y una luna difusa aparecía entre los trazos de nubes que flotaban en el cielo. El Jefe estaba de un humor magnífico. Había invitado a una ronda en O Pelicano para celebrar que por fin teníamos trabajo. Un trabajo bien remunerado, además. –¡Nuestra suerte ha cambiado! –dijo cuando llegamos al puerto–. Con este dinero podemos almacenar carbón suficiente para llegar hasta el Mediterráneo. Y allí siempre hay mercancías para un carguero como el Hudson Queen. Yo también quería alegrarme, pero algo me lo impedía. El hombre llamado Morro me había dejado mal cuerpo. Quizás fuese su mirada. Tenía un brillo extraño y febril. Y por su olor sentí que tenía miedo. 46


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