El Arte de la ficción

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WALTER BESANT / HENRY JAMES / ROBERT LOUIS STEVENSON

El arte de la ficción

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO 2012


EL ARTE DE LA CONVERSACIÓN La historia no ficticia de El arte de la ficción comienza el 25 de abril de 1884 en la Royal Institution de Londres. Walter Besant (1836- 1901), un narrador prolífico entonces en el apogeo de su popularidad, imparte una conferencia que será recogida en un fascículo y comentada con amplitud en la prensa. A sus 48 años, la mitad de ellos dedicados con éxito al ejercicio de la narrativa, asevera con cautela, como si fuera una herejía, que “la ficción es un arte”. Hoy sorprende que en la época y en el país de William Thackeray, de Charles Dickens, de Wilkie Collins, de George Elliot y de Anthony Trollope, un autor serio se sintiera obligado a defender a los novelistas en su condición de artistas. Besant nos hace ver, sin embargo, que en la Inglaterra de fines del siglo XIX, a diferencia de lo que sucede por ejemplo en el México de principios del XXI, los escritores no recibían premios ni otros estímulos monetarios, no tenían asociaciones gremiales como la Academia de la Lengua y no podían refugiarse en las universidades, pues el estudio de las letras modernas y contemporáneas no se había incluido aún en el currículo de la educación superior. La versión original de “El arte de la ficción” adopta con bonhomía no exenta de candor la forma de una carta admonitoria a un joven novelista. Con la autoridad de un experimentado escritor y lector, Besant ofrece al eventual aprendiz una serie de reglas prácticas del buen novelar. Cabe resumirlas en el siguiente octálogo del narrador: 1) describe nada más las realidades que conozcas por experiencia propia; 2) observa el mundo y a la gente con la máxima atención; 3) selecciona los detalles imprescindibles para tu asunto y elimina los demás; 4) presenta dramáticamente los hechos; 5) traza los personajes con claridad y firmeza; 6) ten fe en la historia que cuentas; 7) persigue un propósito moral consciente, aunque sin caer en la prédica, y 8) por encima de cualquier otra cosa, busca la belleza del estilo. Se puede objetar algunas de estas recetas, en especial la séptima. Se puede, incluso, escarnecer la formulación de un recetario para el sano ejercicio de la narrativa. Resulta en cambio muy difícil discrepar de la advertencia que hace Besant más adelante, en el sentido de que el relato “lo es todo”. La ficción sin aventura, insiste, es imposible. Y la aventura se encuentra no pocas veces en las vidas de apariencia más monótona. Nadie sabe para qué trabaja. Con el fin de ilustrar el fenómeno comprobable de que la calidad narrativa no siempre lleva consigo el éxito de ventas, el conferenciante mencionó sin nombrarlo a un diestro novelista cuyo “valor monetario en el mercado es considerablemente inferior al de muchos otros cuyo genio no es la mitad de grande, pero cuya popularidad es doble”. También incluyó, de paso entre los narradores con futuro promisorio, a cierto “Louis Stevenson”. Ambos autores, lo mismo el genial innombrado que el debutante del nombre trunco, decidieron salir al quite. Una conferencia, y no su profusa obra novelística, le abrió así al incauto Besant la puerta de servicio de la posteridad. El segundo y central capítulo de “El arte de la ficción” aparece en la entrega correspondiente a septiembre de 1884 del londinense Longman's Magazine. Henry James (1843- 1916), establecido en Inglaterra una década antes, se pone el saco del genio admirado pero no siempre leído por sus contemporáneos para replicarle a Walter Besant en sus mismos términos y con el mismo título de su disertación. La réplica no es ajena, con toda probabilidad, a un artículo distribuido ese verano en la Pall Mall Gazette de Londres en el cual, al apoyar las ideas de Besant, el hoy también olvidado crítico Andrew Young descalifica los inconsútiles relatos de “ninfas bostonianas” debidos obviamente, aunque


no lo diga con todas sus letras, al propio James. El hecho es que éste, quien a sus 41 años había publicado tempranas obras maestras como El americano (1887), Washington Square (1880) y Retrato de una dama (1881), asume a su vez el compromiso de defender la seriedad artística del novelista. James dice creer, como Besant, que la misión del novelista es “representar la vida”. No está, empero, de acuerdo con su antecesor en que se pueda definir con facilidad “cómo debe ser la buena novela”. La única obligación de esta forma narrativa, señala con rotundidad, es “que sea interesante”. Para serlo, más que obedecer una serie de reglas, tiene que gozar de “perfecta libertad”. El arte de la ficción ha de burlarse de los preceptos, emplearlos en su beneficio hasta donde le resulten útiles y desecharlos sin miramientos cuando le estorben. Las ideas que dan pie a la preceptiva de Besant son, desde el punto de vista no explícito de James, simplistas y aun ingenuas. Es cierto que el arte de la ficción describe realidades, pero no sin interpretarlas incesantemente en el proceso mismo de la descripción. Es cierto que se funda en la experiencia, pero ésta incluye la capacidad de “adivinar lo no visto a partir de lo visto", vale decir, de imaginar. Una novela no es la vida calcada con minucia y selectividad, sino “una impresión personal y directa de la vida". Cuanto más intensa sea la impresión, tanto más artística será la ficción. Sólo después de percibir y comprender esta intensidad podemos evaluar la ejecución, que es “lo más personal” del autor. La “virtud suprema” del arte de la ficción, según lo entiende James, consiste en crear “la ilusión de la vida”: en producir, no meramente reproducir, “el aire de la realidad” mediante la máxima “solidez de especificación”. Sin menoscabo de su naturaleza originaria de artefacto, una novela lograda “es un ser vivo, uno y continuo, como cualquier otro organismo”. Besant se equivoca al prescribirle un “propósito moral consciente”. El artista de la ficción debe ser sincero, no edificante. Debe captar “el color de la vida misma”, no colorearla con miras a la buena educación del prójimo. Su “propósito menos peligroso es el de hacer una obra perfecta”. No hay tampoco un asunto preferente para el arte de la ficción. La “prueba última y primitiva” de una narración es el gusto, que favorece unos temas y tiende a excluir otros según la naturaleza de cada escritor y lector. Pero el argumento no existe aparte del resto de la novela, que es un todo orgánico. El relato de aventuras más o menos fantásticas o de intrigas generalmente amorosas que en inglés se llama romance y la novela psicológica no se contraponen. “¿Qué es el personaje”, se pregunta James, “sino la determinación del incidente? ¿Qué es el incidente sino la ilustración del personaje?” La respuesta lo lleva a aclarar, por la vía palpable del ejemplo, que pese a su natural inclinación por una historia de índole intimista como la contada en Chérie de Edmond de Goncourt, él se queda con la tumultuosa Isla del Tesoro aparecida también el año anterior. El tercer capítulo de El arte de la ficción se publicó a finales de 1884, asimismo en el Longman s Magazine. Robert Louis Stevenson (1850-1894), radicado pocos meses antes en Bournemouth, donde emprenderá la etapa más productiva de su breve vida, se aventura a terciar en la discusión. A sus 34 años es conocido sobre todo como autor de libros de viajes y, gracias precisamente a La Isla del Tesoro , de relatos de aventuras (romances). Pese a ser distinto en todo a Henry James, tiene por él una honda admiración y la circunstancia le resulta propicia para entablar un público diálogo con el Maestro. Con insolente ironía, Stevenson le da a su contrarréplica el título de “Una humilde amonestación’’. Su


alegato esgrime el arma punzante del sentido común. Es impropio, arguye con tino, hablar del “arte de la ficción” como hacen Besant y James. Pues “la ficción es un elemento que está en todas las artes salvo la arquitectura”. Hay ficción en prosa y en verso. La hay, incluso, en la poesía lírica. Por lo demás, una narración no siempre se refiere a hechos ficticios: ahí están la historia y la biografía para corroborar que los procedimientos narrativos no son exclusividad de la ficción. Lo correcto, en literatura, es hablar del “arte de la narrativa ficticia en prosa". Besant propone, según ya se dijo, que el novelista describa la realidad confome a la experiencia inmediata: su posición, en la jerga filosófica, es la de un realista ingenuo. James ve en la novela una impresión personal y directa de la vida: es en cierto modo un idealista, pero su idealismo está atemperado al estilo kantiano por la trascendencia artística de la subjetividad. Stevenson, por su parte, se revela como un nominalista, convencido de que el mundo se reduce a la palabra que lo mienta. La literatura, afirma con lógica intachable, “no imita la vida sino el habla; no los hechos del destino humano, sino el énfasis y las supresiones con que el actor humano habla de ellos”. Se antoja añadir, llevando el razonamiento a sus últimas consecuencias, que la novela no es sólo ni acaso primordialmente imitación del habla sino también de otras novelas que imitan otras novelas anteriores que imitan otras, y así hasta la Odiseay los pasajes narrativos de la Biblia. De tales honduras metafísicas Stevenson extrae un silogismo irrebatible. Su premisa mayor: que “la novela, que es un arte, existe no por sus similitudes con la vida, sino por su inconmensurable diferencia de la vida, diferencia planeada y significativa”. La menor: que “la vida del hombre no es el tema de las novelas, sino el inagotable depósito del que hay que seleccionar los temas”. La conclusión se presenta como un consejo al imaginario joven aprendiz a quien también fingieron dirigirse Besant y James: “que tenga siempre presente que su novela no es una transcripción de la vida a la que se debe juzgar por su exactitud, sino una simplificación de algún lado o aspecto de la vida, que se sostendrá o caerá por su simplicidad significativa". El 8 de diciembre de 1884 Robert Louis Stevenson le escribió una carta a Henry James para disculparse por “no haber sido ni veraz ni cortés con él” en “Una humilde amonestación”. Stevenson aludía sin duda a las muchas páginas del ensayo en que increpa a James para manifestar, a veces irónicamente, su desacuerdo. La disculpa no implicaba, empero, un escarmiento. En la misma carta, y acaso con mayor impertinencia, se atreve a pedirle al maestro que, para complacer a un admirador suyo”, escriba una narración en que “disponga a sus personajes y agudice sus incidentes como si estuvieran en un episodio de las antiguas (y así llamadas) novelas de aventuras”. Las teorías literarias de los escritores suelen ser menos una propuesta racional para el entendimiento de la literatura ajena que una justificación tenaz para la obra propia. James no accedió a la ultrajante petición de escribir a la manera de Stevenson. En cambio, sutil y ambiguo como un personaje de James, viajó para visitar a Stevenson en su residencia de Bournemoth. Al llamar a la puerta lo confundieron con un vendedor: incidente que, según el trazo del personaje, podía dar origen lo mismo a una novela psicológica de James que a una romance de Stevenson. Ambos, sabiamente, se abstuvieron de ejecutar la suya. En vez de practicar a expensas del otro el arte elusivo de la ficción o, según se vea, de la narrativa ficticia en prosa, decidieron de consuno dedicarse de ahí' en adelante, de viva voz o por escrito, al arte originario del que toda literatura deriva y en el que desemboca toda literatura: el arte no ficticio y casi siempre amistoso de la conversación.


Ă lvaro Uribe


EL ARTE DE LA FICCIÓN Esta noche deseo considerar la ficción como una de las bellas artes. Para hacerlo, y antes de hacerlo, he de plantear ciertas proposiciones. No son nuevas, no es probable que se las discuta y, sin embargo, nunca han sido tan generalmente recibidas que formen parte, por decirlo así, del espíritu nacional. Estas proposiciones son tres, aunque las dos últimas brotan directamente de la primera. Son: 1. Que la ficción es un arte, íntegramente digno de ser llamado hermano e igual a las artes de la pintura, escultura, música y poesía; es decir, su ámbito es tan ilimitado, tan vastas sus posibilidades, tan dignas de admiración sus excelencias, como se puedan atribuir a cualquiera de sus artes hermanas. 2. Que es un arte que, como ellas, es gobernado y dirigido por leyes generales; y que puede decirse que estas leyes se pueden establecer y enseñar con tanta precisión y exactitud como las leyes de la armonía, la perspectiva y la proporción. 3. Que, como las otras bellas artes, la ficción está tan alejada de las artes simplemente mecánicas, que ninguna ley o regla puede enseñarla a aquellos que no han sido dotados con los talentos naturales y necesarios. Estas son las tres proposiciones que he de elucidar. De allí se sigue, como corolario y deducción evidente que, una vez admitidas estas proposiciones, aquéllos que siguen y profesan el arte de la ficción deben ser reconocidos como artistas, en el sentido más estricto de la palabra, tanto como aquellos que han deleitado y elevado a la humanidad por medio de la música y la pintura, y que los grandes maestros de la ficción deben ser colocados en el mismo nivel que los grandes maestros en las otras artes. Dicho de otra manera, quiero decir que donde se alcanza el punto más alto, o el que parece el punto más alto posible en este arte, el hombre que lo ha alcanzado es uno de los más grandes hombres del mundo. No puedo suponer que haya alguien en esta sala que se niegue a admitir estas proposiciones; por lo contrario, a la mayoría le parecerán evidentes; y sin embargo, la aplicación de la teoría a la práctica, del principio a la persona, puede ser más difícil. Por ejemplo, tan ilimitada es la admiración a los grandes maestros como Rafael o Mozart, que si alguien sugiriera que se debía colocar a Thackeray al lado de ellos, al mismo nivel y como su igual, la mayoría se escandalizaría un poco. No estoy sugiriendo que el arte de Thackeray sea comparado al de Rafael, o que exista alguna similitud en la obra de uno y de otro; tan sólo digo que, siendo la ficción un arte, y la pintura otro arte, hermano suyo, son iguales quienes alcanzan la más alta distinción posible en uno y otro. Sin embargo, salgamos de esta habitación, hacia las multitudes que nunca han considerado que un novelista sea, en realidad, un artista. A ellas, la afirmación de que debe considerarse que un gran novelista ocupa el mismo nivel que un gran músico, un gran pintor o un gran poeta parecería, al principio, algo ridículo y hasta penoso. Considérese por un momento cómo el mundo en general considera al novelista. A sus ojos, es una persona que cuenta relatos, así como solía ver al actor como un hombre que aparecía en un escenario para hacer reír al público, y al músico como el hombre que tocaba el violín para que bailara la gente. Éste es el antiguo modo de pensar, y la mayoría de la gente piensa, al principio, como se le ha enseñado a pensar; y luego, como ver pensar a los demás. Por consiguiente, es muy fácil comprender por qué el arte de escribir novelas ha sido siempre menospreciado por las masas en general. En primer lugar, aunque los hombres más importantes de cada una de las demás ramas del Arte, en cada


departamento de la ciencia y en todo tipo de profesión, reciben su parte de las distinciones nacionales habituales, nadie ha oído hablar de que se rindan honores a los novelistas. Ni Thackeray ni Dickens recibieron, hasta donde yo sé, un título nobiliario; y ningún rey, reina o príncipe, en cualquier país del mundo, tiene de ellos la menor noticia. No estoy diciendo que estarían mejor con este tipo de reconocimiento, pero su falta demuestra claramente, a aquellos que copian sus opiniones de las de los demás, que no forman una clase digna de honores especiales. Asimismo, en la actual boga que ha alcanzado todo tipo de arte -de tal manera que encontramos por doquier, en cada casa, actores, pintores, grabadores, escultores, modeladores, músicos y cantantes aficionados, todos ellos muy serios en sus aspiraciones- sólo los novelistas aficionados consideran que su arte se aprende por intuición. En tercer lugar, los novelistas no se asocian como lo hacen los pintores; no celebran exposiciones anuales, cenas o conversazioni; no ponen iniciales detrás de su nombre. No tienen presidente ni academia, y no parecen desear que se les trate como seguidores de un arte especial. No estoy diciendo que esto sea un error, o que mucho ganaría el arte si todos los novelistas de Inglaterra fueran invitados a la corte y crearan una Real Academia. Pero sí digo que por esas tres razones es fácil comprender cómo el mundo en general ni siquiera sospecha que la escritura de novelas sea una de las bellas artes, y por qué consideran con cierto desdén hace relatos. Se trata, como lo reconozco, de un desdén benigno... incluso de un desdén afectuoso; es el desdén que el hombre práctico siente por el soñador, el fuerte por el débil, el que puede hacer las cosas por el que sólo puede mirar y charlar. La opinión general -la filistea- que se tiene de la profesión es, ante todo, que no es tal que deban abrazarla un sabio y un hombre de opiniones serias: narrar relatos no va con una mente bien equilibrada; al que escribe relatos no se le debe atender sobre temas importantes. El mismísimo día de hoy existen miles de personas que nunca comprenderán cómo el autor de Coningsby y de Vivían Grey puede ser considerado como un verdadero estadista... toda la bibliografía sobre Disraeli, hasta las caricaturas, expresa el sentimiento popular de que un novelista no debe presumir también de estadista: se siente que el intelecto de un novelista -si es que lo tiene, lo cual es dudoso- debe ser uno de los más frívolos y ligeros; ¿cómo se puede confiar en que un hombre cuya mente está siempre ocupada con los amores de Coridón y Amarilis se forme una opinión sobre asuntos prácticos? Cuando Thackeray se atrevió a postularse por la ciudad de Oxford, ya sabemos lo que sucedió. El creyó que su fracaso era porque la gente de Oxford nunca había oído hablar de él; yo no pienso así. Creo que fue porque se susurraba, de casa en casa, de tienda en tienda y se mencionaba en las sacristías, que aquel señor llegado de Londres, que les pedía sus votos, no era más que un vulgar novelista. Con esta gente no se debe confundir otra clase de personas, no tan numerosa, que están dispuestas a reconocer que la ficción es -en cierto sentido condicionado- un arte. Pero lo hacen como concesión a la vanidad de sus seguidores, y no están dispuestos, en absoluto, a reconocer que se trata de un arte de primera fila. ¿Cómo puede ser un arte, preguntan, que no tiene conferenciantes ni maestros, ni escuela, ni colegio, ni academia, ni reglas reconocidas, ni libros de texto, y que no se enseña en ninguna universidad? Ni siquiera en las universidades alemanas, que enseñan todo lo demás, hay profesores de ficción, y ni un solo novelista, hasta donde yo sé, ha pretendido jamás revelar sus misterios, ni ha hablado de ellos como una cosa que pueda enseñarse. Por consiguiente, es claro (seguirán arguyendo), el arte que se requiere para formar y escribir un relato puede y debe ser dominado sin estudio alguno, pues no existen materiales para uso de sus estudiantes. Hasta puede adquirirse, quizás, inconscientemente o por imitación. Esta idea -lamento decirlo- prevalece grandemente entre la mayoría de quienes prueban


fortuna en el campo de la ficción. Cualquiera, suponen, puede escribir una novela; por consiguiente, ¿por qué no sentarse y escribir una? Yo no estoy dispuesto a decir una sola palabra que pueda desalentar a quienes se sientan atraídos por esta rama de la literatura; por lo contrario, los alentaría de todas las maneras posibles. Empero, desearía que enfocaran su trabajo desde el principio con la misma apreciación seria y grave de su importancia y de sus dificultades con que suele emprenderse el estudio de la música y de la pintura. En pocas palabras, quisiera que desde el principio mismo su espíritu estuviese plenamente poseído por la idea de que la ficción es un arte, y que, como las demás artes, está gobernado por ciertas leyes, métodos y reglas, que lo primero que tienen que hacer es aprenderlos. Así pues, ante todo es un auténtico arte. Y es el más antiguo, porque tal vez se le conoció y practicó mucho antes de que la pintura y sus hermanas estuviesen en existencia o siquiera se pensara en ella; es más antiguo que ninguna de las musas, de cuya compañía ha sido excluido todo el que escribe relatos. Es el arte más extensamente difundido, porque no es desconocido por ninguna raza de hombres bajo el sol, aun cuando los relatos puedan ser siempre los mismos y transmitidos de generación en generación, en la misma forma; es la más religiosa de todas las artes, porque en cada época, hasta la actualidad, sus temas predilectos han sido las vidas, las hazañas y los padecimientos de dioses, diosas, santos y héroes; siempre ha sido el arte más popular, porque no hace falta ni cultura ni educación ni genio natural para comprender y escuchar un relato; es el más moral, porque al mundo siempre se le ha enseñado la poca moral que posee por medio de un relato, fábula, apólogo, parábola y alegoría. Tiene la influencia más difundida, porque se le puede transmitir fácilmente por doquier, hasta regiones en que nunca se han visto pinturas y nunca se ha oído música; tiene la mayor capacidad de enseñanza porque sus lecciones son las más fáciles de aprender y de comprender. Todo esto, que pudo haberse dicho hace miles de años, puede decirse hoy con aún mayor fuerza y verdad. Ese mundo que no existe, sino que es una invención o una imitación, ese mundo en que las sombras y las formas de hombres se mueven ante nuestros ojos como si fueran reales y como si en verdad estuvieran viviendo y hablándonos, es como un gran teatro accesible a todos, de todas las clases, y en cuyo escenario se presentan, a nuestra voluntad, cada vez que deseamos verlas, las obras más bellas; es como debiera ser cada teatro: la escuela en que se aprenden modales: aquí, la mayoría de la humanidad que lee aprende casi todo lo que sabe de vida y de modales, de filosofía y de arte; incluso, de ciencia y de religión. La novela moderna convierte ideas abstractas en modelos vivos; nos da ideas, fortalece nuestra fe, predica una moral más elevada que la que puede verse en el mundo real; despierta las emociones de piedad, admiración y terror; crea y mantiene vivo el sentido de empatía. Es el maestro universal; es el único libro para la gran masa de la humanidad que lee; es el único modo en que la gente puede aprender cómo son otros hombres y mujeres; salva sus vidas del aburrimiento, pone, en sus corazones, pensamientos, deseos, conocimientos y hasta ambiciones: les enseña a hablar, y enriquece su léxico con epigramas, anécdotas e ilustraciones. Es infalible fuente de deleite para millones, que por fortuna no son demasiado críticos. ¡Vaya!, de todos los libros que se toman de los estantes de las bibliotecas públicas, cuatro quintas partes son novelas, y de los que se compran, nueve de cada diez son novelas. Comparadas con esta enorme máquina de influencia popular, ¿qué son todas las demás artes juntas? ¿No podemos alterar la vieja máxima y decir, con verdad: dejemos que haga las leyes aquél que escribe las novelas? En cuanto al ámbito en que se ocupa este arte de la ficción, es, si lo queréis, nada menos que toda la humanidad. El novelista estudia a hombres y mujeres; se preocupa por sus acciones y sus pensamientos, sus errores y sus locuras, su grandeza y su miseria; las incontables formas de la belleza y los modos (en constante variedad) que pueden verse entre ellas; las fuerzas que las mueven; las pasiones, prejuicios,


esperanzas y temores que los impelen, aquí y allá. Y tiene que ver, ante todo y sobre todo, con hombres y mujeres. Por ejemplo, ninguno de los novelistas puede ser llamado pintor paisajista o pintor de marinas o pintor de frutas y flores, salvo en estricta subordinación al grupo de personajes del que está tratando. El paisaje, el mar, el cielo y el aire son simples accesorios presentados con objeto de enmarcar y dar mayor prominencia a las figuras que hay en el escenario. La primerísima regla en la ficción es que el interés humano debe absorber, absolutamente, a todo lo demás. Algunos escritores nunca dan entrada en sus páginas a algo que pueda desviar nuestros pensamientos, ni por un solo momento, de los actores. Cuando, por ejemplo, Charles Reade -¡ay!, hemos de decir el finado Charles Reade, pues ha muerto- cuando este gran maestro de la ficción, en su incomparable relato de El claustro y el corazón, envía a Gerardo y a Dionisio el Borgoñón en ese viaje por Francia, con las menores palabras posibles sugiere las vistas y personas que encuentran en su camino. Y, sin embargo, tan grande es el arte del escritor que, casi sin que nos lo diga, vemos el camino, un simple sendero serpenteando más allá del río y a lo largo de los valles; vemos la floresta silenciosa en que acechan los routiers y los ladrones, la posada de los asaltantes, los comerciantes, campesinos, vagabundos y soldados que por allí pasan a caballo; el escritor no hace una pausa en su relato para describirnos todo esto, y sin embargo lo sentimos: por la simple acción de la pieza y el diálogo, nos sentimos obligados a ver todo el escenario: la vida del siglo XV pasa ante nosotros casi sin palabras que la describan, porque siempre se la mantiene en el trasfondo, de modo que no estorbe a la figura central del joven empleado que va a Roma. Así pues, el interés humano en la ficción debe venir antes que todo lo demás. Es de este mundo, plenamente de este mundo. Al principio, puede parecer como si la limitación de este arte ante las cosas humanas lo colocara en un nivel inferior al de las artes de la pintura y de la música. Empero, no es así. Los formidables temas abordados por los antiguos pintores italianos están, cierto es, fuera del alcance de la ficción. Puede preguntarse si no están, según las ideas modernas, más allá del alcance legítimo de la pintura. Ciertamente, así como no hay nada en toda la creación que sea más digno de ser estudiado y pintado que el rostro y la forma humanos, así también no hay nada más digno de representación que hombres y mujeres en acción y en pasión. El poeta antiguo colocó a los propios dioses en el mismo escenario con las Furias y los Destinos. Luego, tuvimos a santos, confesores y mártires. Después descendimos a los reyes y grandes señores; en nuestros tiempos, el pintor, el poeta y el novelista por igual se contentan con la simple humanidad, ya sea con corona o con harapos. ¿Qué pintura, preguntemos, qué pintura jamás pintada de ángeles y de almas benditas, aun si van subiendo la colina en que se encuentra la Ciudad cuadrada con muralla de jaspe, puede despertar nuestro interés y nuestra simpatía más profundamente que la historia sencilla y sincera, verídica y fielmente narrada, de un amante y de su amada? Por consiguiente, la característica especial de este arte es que, puesto que trata exclusivamente de hombres y mujeres, no sólo requiere de sus seguidores, sino que también crea en sus lectores, ese sentimiento que está destinado a ser el motor más poderoso para impulsar y ensanchar la civilización del mundo. Lo llamamos empatía, pero significa mucho más de lo que antes se entendía por esa palabra. De hecho, significa lo que el profesor Seeley una vez llamó el entusiasmo de la humanidad, y apareció por vez primera, creo yo, hace unos ciento cincuenta años, al surgir la novela moderna. Lo encontrareis, por ejemplo, brillando por su ausencia, en Defoe. La empatía moderna no sólo incluye la capacidad de apiadarnos de los sufrimientos de otros, sino también de comprender sus almas mismas; es la reverencia al hombre, el respeto a su personalidad, el reconocimiento a su individualidad y al valor enorme del hombre, la percepción de la relación de un hombre con otro, sus deberes y responsabilidades. Mediante


la fuerza de esta facultad recién nacida, y con la ayuda y guía de un gran artista, se nos capacita a discernir al hombre verdaderamente indestructible bajo los harapos y la mugre de un paria común, y las posibilidades del más ínfimo hijo del arroyo que, en las calles, roba su pan cotidiano. Sin duda, es maravilloso un arte que capacita a la gente -a toda la gente-, que le da esta capacidad de visión y de sentimiento. La pintura no lo ha hecho y nunca pudo hacerlo; la pintura ha hecho más por la naturaleza que por la humanidad. La escultura no pudo hacerlo, porque trata de situación y de forma, y no de acción. La música no puede hacerlo, porque la música (si la comprendo bien) apela especialmente al individuo centrado en sí mismo y en sus propias aspiraciones. La única rival de la ficción es la poesía, y en este respecto ocupa un lugar inferior, no porque la poesía deje de enseñar y de interpretar, sino porque la ficción es, y deberá serlo siempre, más popular. Asimismo, este arte enseña, como los demás, por medio de supresión y de reticencia. De esa gran procesión de la humanidad, la Comedia humana, que el novelista ve pasar ante sus ojos, se desprenden figuras aisladas, una tras otra, para ser cuestionadas, examinadas, y recibidas o rechazadas. Y este proceso continúa perpetuamente. La humanidad es un campo tan vasto que para todo el que contempla a hombres y mujeres y no se queda sentado en casa haciendo brotar figuras de su propia intimidad, no hay ni puede haber ningún fin o límite a la frescura y el interés de estas figuras. La labor del artista consiste en seleccionar las figuras, en suprimir, en copiar, en agrupar y en elaborar los incidentes que ofrece cada una. La vida cotidiana del mundo no es dramática: es monótona; el novelista la vuelve dramática con sus silencios, sus supresiones y sus exageraciones. Por ejemplo, en la ficción, nadie se comporta exactamente del mismo modo que en la vida real; como en el escenario, si un actor despliega y lee una carta, esta simple acción se hace con una exageración de gesto que llama la atención hacia la cosa y su importancia; y así en la novela, aunque no debe permitirse la entrada a nada que no impulse el relato, así todo lo que ocurre se debe acentuar y, sin embargo, privar de innecesarios detalles accesorios. Los gestos de los personajes en toda coyuntura importante, su aspecto, sus voces pueden ser notados todos ellos si ayudan a imprimir en nosotros la situación. Incluso el clima, el viento y la lluvia, en algunos escritores, aparecen para enfatizar un humor o una pasión de una heroína. Saber cómo emplear artísticamente estos apoyos es para el novelista exactamente lo que para el actor es la correcta presentación de una carta, el desplazamiento de una silla y hasta el modo de quitarse un guante. Una tercera característica de la ficción, que por sí sola debiera bastar para conquistarle un lugar entre las formas más nobles del arte, es que, como la poesía, la pintura y la música, se convierte en un vehículo, no sólo de los mejores pensamientos del escritor, sino también de los del lector, de modo que un novelista puede escribir con verdad y fidelidad pero simplemente, y sin embargo ser comprendido en un sentido mucho más profundo y noble del que apareció en su propio espíritu. Esta capacidad es el supremo don más elevado del poeta. Tiene una visión y ve una cosa claramente, y sin embargo tal vez lejana; otro, que lo lee, queda así capacitado a tener la misma visión, a ver la misma cosa, y sin embargo, más de cerca y más distintamente. Así, para un intelecto inferior, guiar e instruir a uno superior es, sin duda, un gran don, concedido tan sólo a las formas más elevadas del arte, y esto es lo que la mejor ficción hace para sus lectores. Sin embargo, esto es simplemente otra manera de decir que la verdad en la ficción produce efectos similares a los producidos por la verdad en cualquier otro arte. Hasta aquí, pues, he mostrado que este arte de la ficción es la más antigua de todas las artes y la más popular. Que su campo es la humanidad entera; que crea y desarrolla esa empatía que es una especie de segunda vista; que, como todas las demás artes, su función consiste en seleccionar, en suprimir y en


disponer; que sugiere además de narrar. Más podría decirse -mucho más- pero ya se ha dicho bastante para mostrar que en esas características (las principales de cualquier arte) la ficción está exactamente en el mismo nivel que sus hermanas. Permítaseme añadir tan sólo que en este arte, como en las demás, hay y habrá siempre (aunque mucho se haya hecho ya) algo nuevo que descubrir, algo nuevo que expresar, algo nuevo que describir. Los cirujanos disecan el organismo, y explican cada hueso y cada nervio, de modo que el cuerpo de un hombre, considerado como una colección de huesos y de nervios, es, hasta allí, exactamente como el de cualquier otro hombre. Pero el espíritu del hombre no se puede agotar: produce descubrimientos a cada estudiante que tenga paciencia; es absolutamente inagotable; es, para cada uno, un campo fresco y virginal: y el mejor investigador deja a sus sucesores regiones y huellas tan vastos como aquellos que él mismo recorrió. Tal vez, después de todo, el más grande psicólogo no sea el metafísico, sino el novelista. Pasaremos en seguida a hablar de las leyes que gobiernan este arte. Me refiero a esas reglas y principios generales que necesariamente debe adquirir todo escritor de ficción antes de que pueda tener siquiera esperanzas de lograr el éxito. Las reglas no hacen de un hombre un novelista, así como un conocimiento de la gramática no hace que un hombre conozca un idioma, o un conocimiento de la ciencia musical haga que un hombre sea capaz de tocar un instrumento. Y sin embargo, hay que aprender las reglas. Y, hablando de ellas, nos vemos obligados -tan directa es su conexión entre las artes hermanas- a emplear no sólo los mismos términos, sino también a adoptar las mismas reglas que las que imponen los pintores a sus discípulos. Si estas leyes parecen evidentes, es prueba de que se comprenden bien los principios generales del arte. Sin embargo, si consideramos la gran cantidad de obras malas, no artísticas, que cada día se muestran al público, nos inclinamos a pensar que un planteamiento de estos principios acaso no carezca de utilidad. Primero, y ante todo, está la regla de que en ficción carece de valor todo lo que es inventado y no es resultado de experiencia y observación personales. En algunas otras artes, el diseño puede seguir algunos lineamientos que gusten al diseñador: puede ser fantástico, irreal o grotesco; pero en la ficción moderna, cuyo solo fin, objetivo y propósito es retratar a la humanidad y el carácter humano, el diseño debe estar de acuerdo con las costumbres y con la práctica general de hombres y mujeres vivos en cualquier conjunto propuesto de circunstancias y de condiciones. Es decir, los personajes deben ser reales, y como los que podemos encontrar en la vida real o, al menos, haber sido desarrollados naturalmente a partir de personas que cualquiera de nosotros pueda conocer; sus acciones deben ser naturales y coherentes; las condiciones de lugar, de modales y de pensamiento deben proceder de la observación personal. Tomemos un caso extremo: una dama joven criada en una apacible aldea no debe hacer descripciones de la vida en un cuartel; un escritor cuyos amigos y experiencias personales pertenecen a lo que llamamos la baja clase media debe evitar, cuidadosamente, presentar a sus personajes en sociedad; un campesino del sur debe vacilar antes de tratar de reproducir el acento del norte. Ésta es una regla muy sencilla, pero que no debe tener excepción: nunca debe ir más allá de nuestra propia experiencia.1 Recuérdese que la mayoría de la gente que lee novelas y que no sabe nada del arte de escribirlas reconoce, antes que ninguna otra cualidad, la de la fidelidad: evalúa la grandeza de un novelista principalmente por el conocimiento del mundo que aparece en sus paginas; el mayor elogio que se hace de el es que ha tomado de la vida misma su relato. Lo mismo ocurre con un cuadro. Si vais a la Academia cualquier día y escucháis los comentarios de la gente (lo cual es muy instructivo, y se recomienda a los novelistas jóvenes) cobraréis conciencia de que lo único que se busca en un cuadro es la historia que narra, y por lo tanto la fidelidad con que se presenta en la tela. La mayor parte de las otras cualidades del cuadro, así


como las de la novela, todo lo que tiene que ver con la técnica, se le escapa al observador común. Siendo así, lo primero que hay que adquirir es el arte de la descripción. Describir parece fácil; diríase que cualquiera puede describir lo que ve. Pero considerémoslo. ¿Cuánto ve? De todo hay, incluso en una habitación, tal cantidad de cosas que ver: más, muchas más, en el campo y el arbusto, en la montaña y en el bosque; y más allá del arroyo, hay incontables cosas que ver. El ojo inexperto no ve nada, o casi nada. Aquí hay un árbol, allá una flor, y la luz del sol en la colina. Mas para el ojo observador y experimentado, para el ojo inteligente, ante él hay, por doquier, una masa inagotable y desconcertante de cosas que ver. Recuérdese cómo Mr. Jefferies se sienta, ante un seto, con los ojos muy abiertos, para ver aquello que el resto de nosotros nunca soñaría en contemplar. Mucho antes de que haya terminado de narrarnos lo que ha visto, ¡mirad!, tenemos todo un volumen y uno de los más deliciosos volúmenes concebibles. Pero, para el caso, Jefferies es un naturalista profundo. No todos podemos describir a su manera; tampoco debemos intentarlo, por la sencilla razón de que las descripciones de una naturaleza muerta en una novela deben quedar estrictamente subordinadas al interés humano. Pero mientras que Jefferies tiene su seto y su zanja y su arroyo, nosotros tenemos nuestros poblados, nuestras aldeas y nuestras asambleas de hombres y mujeres. Entre todos ellos no sólo debemos observar: debemos seleccionar. Aquí, pues, vemos dos facultades distintas que debe adquirir el aspirante a novelista; a saber, observación y selección. En cuanto al poder de observación, se le puede enseñar a cualquiera por el sencillo método adoptado por Robert Houdin, el prestidigitador francés. Este método consiste en anotar continuamente y en recordar todo tipo de cosas observadas en el curso de un viaje, de un paseo o de los asuntos cotidianos. El aprendiz debe llevar siempre consigo su cuaderno de notas, a los campos, al teatro, a las calles: doquiera que pueda observar al hombre y su modo de ser, o a la Naturaleza y su modo de ser. Al regresar a casa, debe poner sus notas en su diario personal. Hay lugares en que puede ser embarazoso sacar un cuaderno de notas: por ejemplo, en una reunión, o ante una riña callejera; y sin embargo, el que empieza a observar pronto será capaz de recordar todo lo que haya visto y oído hasta que encuentre una oportunidad de anotarlo, de modo que nada se pierda.2 En resumen, los materiales para el novelista no se hallan en los libros en sus estantes, sino en los hombres y las mujeres que encuentra por doquier. Los encontrará donde los encontró Dickens, en las calles atestadas, en trenes, tranvías y ómnibus, ante los escaparates, en iglesias y capillas. Sus materiales están por todas partes: para el novelista no hay nada demasiado bajo, nada demasiado elevado, nada demasiado ruin, nada demasiado noble. La humanidad es como un caleidoscopio, que se puede hacer girar, pero que nunca repetirá la misma imagen: no se la puede agotar. Pero podrá objetarse que los tipos generalmente distintivos han sido ya empleados desde hace largo tiempo. Sí se los ha usado, pero debe consolamos el que nunca se los puede agotar, y que pueden emplearse constantemente, una y otra vez. ¿Podemos alguna vez cansarnos de ellos cuando una mano maestra toma de nuevo a uno de ellos, para darle nueva vida? ¿No deben presentarse más hipócritas porque ya tenemos a Tartufo y a Pecksniff? ¿Hemos de suponer que el viejo avaro, el joven despilfarrador, el jugador, el aventurero, la coqueta, el alcohólico, el soldado de fortuna nunca deberán reaparecer porque ya se les ha tratado? Por lo contrario, mientras el hombre continúe narrando relatos, estos personajes aparecerán una y otra vez y serán tan frescos, cada vez que sean tratados por mano maestra, como si fueran tipos recién descubiertos. Así pues, sólo se puede estar seguro de la fidelidad si se adquiere el arte de la observación, que además nos ayuda a despertar en nuestro espíritu la experiencia acumulada. Yo estoy perfectamente seguro de que la mayoría de los hombres nunca ve nada. He conocido a quienes han andado por todo el


mundo sin ver nada: no, nada en absoluto. Emerson dice, muy ciertamente, que un viajero nunca se lleva nada de un lugar excepto lo que ya llevó consigo. Ahora bien, la observación de las cosas que nos rodean no es parte de la ordinaria vida profesional y comercial. No tiene nada que ver con el éxito y con hacer dinero. De modo que no nos han enseñado a observar. Y sin embargo, es muy fácil sacudir a la gente, haciéndole abrir los ojos. Por ejemplo, algunos recordamos la época en que Kingsley asombró a todos con sus descripciones de las maravillas que pueden verse en la playa y que se pueden sacar de todo estanque. Entonces, todo el mundo empezó a hablar de las algas y a capturar tritones y a conservar renacuajos en tanquecillos. No fue más que una moda, que ya pasó; pero le hizo bien a la gente, porque le hizo comprender, acaso por vez primera, que hay mucho más que ver que lo que nota el ojo distraído. En la actualidad, la lección que necesitamos no es que el mundo está lleno de los seres más extraños y maravillosos, todos los cuales se devoran perpetuamente, sino que el mundo está lleno de los más maravillosos hombres y mujeres, ninguno de los cuales es malvado o común, sino cuya propia personalidad es cosa grande y notable, digna del estudio más serio. Hay, pues, abundantes materiales aguardando ser abordados por cualquiera que tenga el ingenio necesario para verlas yaciendo a sus pies y a su alrededor. El siguiente requerimiento es la capacidad de selección. ¿Se la puede enseñar? Creo que no, al menos no sé cómo, si no es mediante la lectura. En todo arte, la selección exige ese tipo de especial propiedad para el arte que está incluida en el muy desprestigiado término genio. En la ficción, la capacidad de selección exige una gran parte de sentido dramático. Quienes ya poseen esta facultad no se equivocarán si tienen en mente la sencilla regla de que no se debe dar entrada a nada que no impulse el relato, muestre a los personajes, ponga en mayor relieve las fuerzas ocultas que actúan sobre ellos, sus emociones, sus pasiones y sus intenciones. Todas las descripciones que estorban a la acción en lugar de ayudarla, todos los episodios de cualquier índole, toda conversación que no haga avanzar el relato o mostrar a los personajes, deberán ser rígidamente suprimidos. Directamente conectada con la selección está la presentación dramática. En una situación dada, el primer cuidado del escritor deberá ser presentarla tan dramáticamente, es decir, tan enérgicamente como sea posible. El agrupamiento y la disposición del cuadro, la debida subordinación de la descripción al diálogo, la rapidez de la acción: esas cosas, que se sugieren por sí solas al ojo experimentado, merecen ser cuidadosamente consideradas por el principiante. De hecho, una novela es como una obra de teatro: se la puede dividir en escenas y actos, cuadros y situaciones, separadas por el fin del capítulo en lugar del telón: el escritor es el dramaturgo, el director de escena, el decorador, el actor y el carpintero, todo en uno solo; su único oficio consiste en ver que ninguna de las escenas flaquee o decaiga: ni por un momento debe dejar de considerar cómo se está viendo la pieza desde enfrente. La siguiente regla sencilla es que el trazo de cada figura debe tener lineamientos claros y, aun cuando sea sólo esbozado, se le deberá trazar sin vacilación. Esto solamente puede lograrse cuando el propio escritor ve con claridad sus figuras. Los personajes en la ficción no deben brotar -esto debe comprenderse bien- como Minerva, directamente del cerebro. Crecen: a veces con lentitud, a veces con rapidez. Desde el momento mismo de su concepción, es decir desde el primer momento de ser vistos y captados, se desarrollan continuamente y casi sin esfuerzo mental. Si no crecen y se vuelven cada vez más claros, vale más dejarlos de lado inmediatamente y olvidarlos lo antes posible, porque son prueba de que el autor no comprende el personaje que él mismo se ha esforzado por crear. Tener en las manos un ser creado a medias, sin capacidad de terminarlo, debe de ser algo realmente horrible. La única salida


consiste en matarlo y enterrarlo al punto. Siempre he pensado, por ejemplo, que la figura de Daniel Deronda (cuyo retrato, aunque borroso e incierto, fue trazado con el más asombroso cuidado y con interminables toques y retoques) debió de ser, al menos para George Eliot, una especie de terrible espectro velado, siempre en su cerebro, siempre, al parecer, a punto de revelar sus verdaderos rasgos y su espíritu, pero sin hacerlo nunca, de modo que al final George Eliot nunca percibió con claridad qué tipo de hombre era, ni cuál era su verdadero carácter. Desde luego, lo que el autor no puede poner, el lector no puede comprenderlo. Por otra parte, ¡cuán posible, cuán capaz de desarrollo y cuán real se vuelve una auténtica figura, bien comprendida por su creador, y realmente pintada! ¿No sabemos lo que dirían y pensarían tales personajes en todas las circunstancias concebibles? Podemos vestirlos a nuestro antojo; podemos colocarlos en cualesquiera circunstancias de la vida; podemos confiar siempre en ellos porque nunca nos fallarán, nunca nos decepcionarán, nunca cambiarán, porque los hemos comprendido tan profundamente. Tan bien los conocemos que se convierten en nuestros consejeros, nuestros guías y nuestros mejores amigos, en quienes podemos ver nuestros modelos, nuestros pensamientos y nuestras acciones. El escritor que ha logrado dar vida verdadera, clara, distinta, de modo que todos puedan comprenderla, a una sola figura de un verdadero hombre o una mujer, ha añadido otro ejemplar u otra advertencia a la humanidad. Nada, pues -y se debe insistir en esto como algo de la mayor importanciadebe empezarse a escribir hasta que los personajes estén tan claros y nítidos en el cerebro, tan bien conocidos, que desempeñarán sus partes, adaptarán su diálogo y sus acciones a cualesquiera situaciones en que puedan encontrarse, con sólo que les sean apropiadas. Desde luego, el trazo claro y firme es mejor cuando se logra con menos toques, y la mayor parte de las figuras de ficción -en lo que se diferencia de la pintura, en la que todo debe estar acabado- no requieren, para darles claridad, más que una media docena de renglones audaces y comprensibles. En cuanto a los métodos de transmitir una clara comprensión de un personaje, en realidad hay muchos. El primero y más fácil consiste en hacerlo claro por razón de algún manierismo o peculiaridad personal, algún truco del habla o del porte. Este es el peor modo, como en general puede decirse siempre del más fácil. Otro método sencillo consiste en describir extensamente al personaje. También éste método es malo, por tedioso. En cambio, si usted lee una página o dos de algún buen escritor, descubrirá que primero hace inteligible al personaje mediante unas cuantas palabras, y luego le permite revelarse a sí mismo en acción y en diálogo. Por otra parte, nada es más opuesto al arte que estar llamando constantemente la atención en un diálogo a un gesto o a una mirada, a la risa o a las lágrimas. La situación generalmente no requiere tal explicación: en algunas escenas bien conocidas, que podría yo citar, no hay una sola palabra que subraye o explique la actitud, la manera y la apariencia de los parlantes, y sin embargo son tan inteligibles como si se les hubiese anotado y descrito. El arte supremo es el que lleva consigo al lector y le hace ver, sin tener que decírselo, las expresiones cambiantes, los gestos de los personajes, y oír los variados tonos de sus voces. Es como si cerráramos los ojos en el teatro y sin embargo continuásemos viendo a los actores en el escenario, además de escuchar sus voces. El único escritor que puede hacer esto es el que hace que sus personajes sean inteligibles desde el principio mismo, los hace presentarse al lector en esbozos claros y luego, con cada renglón adicional completa la figura, llena el rostro y hace que sus criaturas crezcan, pasando del simple esbozo hasta la figura cada vez más perfecta y redondeada. La claridad de trazo, que incluye la claridad de visión, también ayuda a producir una impresión directa de propósito. En cuanto los actores, en el relato, se vuelven reales en la mente del narrador y no antes, el relato mismo se vuelve real para él. Más aun, se siente impelido directamente, con vehemencia,


a narrarlo, y se siente movido a contarlo de la manera mejor y más directa, la más dramática, la más auténtica posible. En realidad, sólo cuando el escritor cree en su propia historia, y sabe que es cierta cada palabra, y siente que de alguna manera ha aprendido de todos los personajes la historia secreta de su propia parte en ella, es cuando en realidad puede empezar a escribirla.3 Hemos visto cómo, a veces, incluso de mano experimentada, aparece una obra viciada por el fatal defecto de que el escritor no cree en su propia historia. Cuando esto ocurre, generalmente descubrimos, tras una investigación, que al menos una causa del fracaso es que los personajes, o algunos de ellos, son borrosos e inciertos. Asimismo, la moderna novela inglesa, en cualquiera de sus formas, casi siempre comienza con un consciente propósito moral. Cuando no es así, tan acostumbrados estamos a esperarlo, que sentimos como que ha habido un rebajamiento del arte. Afortunadamente, en este país no es posible para cualquiera manchar y difamar a la humanidad y seguir siendo llamado artista. El desarrollo de la empatía moderna, el creciente respeto al individuo, el amor cada vez mayor a las cosas bellas y la apreciación de las vidas que son bellas gracias a la devoción, al desinterés y al sentido de responsabilidad personal entre las razas de habla inglesa, la profunda religión de nuestro pueblo aun en tiempos de duda, son, todas ellas, fuerzas que actúan poderosamente sobre el artista así como sobre sus lectores, y que dan a su obra, quiéralo o no, un propósito moral tan claramente marcado que se ha convertido prácticamente en una ley de la ficción inglesa. Debemos reconocer que esto es algo verdaderamente admirable, y gran causa para congratularse. Al mismo tiempo, permítasenos pensar que la novela que es una prédica es la menos deseable de todas, y regocijarnos sinceramente de que haya pasado de moda la antigua novela religiosa, escrita en interés del alto clero o el bajo clero o de cualquier clero. Luego, exactamente como en la pintura y la escultura, también en la ficción no sólo deben observarse la fidelidad, la verdad y la armonía, sino también la belleza del estilo. Es casi imposible exagerar el valor de un trabajo cuidadoso, es decir, del estilo. Todos -sin excepción- los grandes maestros de la ficción han reconocido esta verdad. Difícil seria encontrar en alguno de ellos una sola página que no haya sido cuidadosa y hasta elaboradamente trabajada. Creo que no hay un solo punto al que los críticos de novelas deban atribuir mayor importancia que a éste, porque es un punto que los novelistas jóvenes corren el riesgo de desconocer. No debe haber en una novela, como tampoco en un poema, una sola frase descuidadamente redactada, una sola oración que no se haya meditado bien. Considere el lector, si gusta, cualquiera de las grandes escenas de la ficción: ¡Cuánto de su efecto se debe al estilo, a las frases equilibradas, a las palabras mismas empleadas por el narrador! Sin embargo, éste sólo es otro punto de similitud entre la ficción y sus hermanas las otras artes. Ya sé que existe el peligro de prestar demasiada atención al estilo, a expensas de la situación, cayendo así en la pedantería, en las modas y manierismos del momento. Esto ciertamente es un peligro. Al mismo tiempo, a veces parece, al leer ese inglés descuidado y negligente que a menudo se considera apropiado para la narrativa, que es casi imposible exagerar la importancia del estilo. Consolémonos pensando que ninguna reputación digna de ese nombre puede conquistarse sin atender al estilo, y que no hay estilo, por muy rudo que sea, que no pueda hacerse bello a base de atención y trabajo. “¿Cuántas veces?”, preguntó una vez un escritor a una muchacha que fue a enseñarle sus primeros esfuerzos, en demanda de su consejo y critica, “¿cuántas veces ha usted reescrito esta página?” Ella confesó que la había escrito de una vez por todas, que nunca había vuelto a leerla y que no tenia la menor idea de que existiera algo llamado estilo. ¿No es presuntuoso en el sumo grado creer que lo que se ha producido sin esfuerzo, reflexión o trabajo pueda causar algún placer al lector?


De hecho cada escena, por poco importante que sea, debe ser completa y cuidadosamente terminada. No debe haber cosas inconclusas, ni el menor signo de cansancio o de prisa; nada de chapucerías. El autor debe amar tanto su obra que se complazca tiernamente en cada una de sus partes, y ser literalmente incapaz de enviar una sola pagina de ella sin los toques finales. Todos recordamos ese tipo de novela en que cada escena lleva la huella de la prisa y la chapucería. Resumamos estas pocas leyes preliminares y generales. El arte de la ficción requiere ante todo el poder de descripción, verdad y fidelidad, observación, selección, claridad de concepción y de línea, agrupamiento dramático, propósito directo, una profunda fe de parte del narrador en la realidad de su historia, y belleza en el acabado. Además, es un arte que exige de quienes lo practican seriamente, que estén ocupados estudiando sin cesar los modos de la humanidad, las leyes sociales, las religiones, filosofías, tendencias, pensamientos, prejuicios y supersticiones de hombres y mujeres. Deben considerar todas las fuerzas que puedan descubrir, que actúan sobre clases e individuos; deberán estar siempre tratando de ponerse en el lugar de otro. Deberán ser inquisitivos y tan alerta como detectives, tan desconfiados como un penalista, tan ávidos de conocimiento como un físico y, con ello, plenamente poseídos de ese espíritu al que nada le parece bajo, nada le parece despreciable, nada le parece indigno de estudio, siempre que pertenezca a la naturaleza humana. Repito que presento estas leyes como tal vez evidentes. Si lo son, muchas novelas que diariamente se presentan al crítico están escritas con voluntario descuido y desobediencia de ellas. Pero en realidad no son tan evidentes; quienes aspiran a ser artistas en la ficción casi invariablemente comienzan sin la menor comprensión de estas leyes. De allí los lamentables fracasos tempranos, el desperdicio de buen material y el bajo nivel de un arte con el cual se contentan, demasiado a menudo, el escritor principiante y el lector principiante. Estoy seguro de que si estas leyes fuesen mejor conocidas y más generalmente estudiadas, una gran proporción de las obras malas de las que se quejan nuestros críticos no se podrían producir. Y tengo grandes esperanzas de que un efecto del establecimiento de la recién fundada Sociedad de Autores será evitar que los jóvenes escritores de ficción se apresuren a entrar en prensa, ayudarlos en el recto entendimiento de su arte y de sus principios, y guiarlos a la verdadera práctica de estos principios mientras aún son jóvenes, fuerte su imaginación y no desperdiciada su experiencia personal en absurdos fracasos. Después de todos estos estudios preliminares viene el punto más importante de todos: el relato. Según afirma cierta escuela, no es necesario un argumento: todos los relatos, dice, se han narrado ya; no queda más lugar para la invención: ya nadie desea escuchar un argumento. Oímos este tipo de afirmación con el mismo asombro que nos provoca una nueva moda, monstruosa, que cambia la bella figura de la mujer en algo grotesco y antinatural. Los hombres se dicen estas cosas con toda gravedad unos a otros, en especial los que no tienen ninguna historia que contar: otros los escuchan gravemente. Del mismo modo, las mujeres se ponen con igual gravedad las modas más ridículas, y se miran unas a otras sin reírse ni ocultarse la cara de vergüenza. Si pensamos un poco, ésta es una teoría sumamente extraña y extraordinaria: que sigamos interesándonos en la ficción y dejemos de interesamos en el relato. Hemos estado preparándonos todo el tiempo para narrar el relato, y de pronto aparece esta nueva escuela para explicarnos que no queda ningún argumento que narrar. ¡Vaya, el relato lo es todo! No puedo concebir un mundo que siga adelante sin narraciones, las más poderosas de ellas con incidentes y alegría y pathos, lágrimas y risas, y la emoción de preguntarse qué irá a pasar. Por fortuna, estos nuevos teóricos se contradicen, porque les resulta imposible escribir una novela que no contenga un relato, aunque sólo sea


una minucia. La ficción sin aventura -un drama sin argumento- una novela sin sorpresas: la cosa es tan imposible como una vida sin incertidumbre. 4 Hablemos, pues, del argumento. Y en esto, teoría y enseñanza no pueden ir más allá. Para cada arte existe una ciencia correspondiente que se puede enseñar. Hemos estado hablando de la ciencia correspondiente. Pero el arte mismo no se puede enseñar ni comunicar. Si lo tiene un hombre, él, de algún modo, bien o mal, pronto o lentamente, lo sacará a luz. Si no lo tiene, jamás podrá aprenderlo. Aquí, pues, supongamos que hemos de vérnoslas con un hombre para quien la invención de relatos es parte de su naturaleza. También supongamos que ha dominado las leyes de su arte y que ya está impaciente por aplicarlas. A ese hombre sólo podemos recomendarle que, con el mayor cuidado y atención, analice y examine la construcción de ciertas obras, reconocidas como de la primera fila en materia de ficción. Entre ellas, para no hablar de Scott, deberá prestar especial atención, desde el punto de vista constructivo, a los verdaderamente admirables relatos cortos de Charles Reade, al Silas Marner de George Eliot, la más perfecta de las novelas inglesas, a La letra escarlata, de Hawthorne, a Elsie Vennerde Holmes, a. Loma, Doone de Blackmore o a La hija de Heth, de Black. No deberá sentarse a leerlas “por seguir el argumento”, como dice la gente sin ojo crítico: deberá leerlas lenta y cuidadosamente, tal vez, incluso, hacia atrás, para descubrir por sí mismo cómo el autor formó la novela, y de cuál germen o concepción original brotó. Permítaseme tomar otra novela de otro escritor para ilustrar lo que digo. Es El agente confidencial de James Payn, obra que muestra, si se me permite decirlo, un poder constructivo del orden más elevado. Sin duda, todos han leído ese relato. Como sabéis, trata del robo de un diamante. Al inexperto podría parecerle que las historias de robos ya han sido narradas ad nauseam. Pero el hombre experimentado sabe lo suyo: sabe que en sus manos cada relato se vuelve nuevo, porque puede colocarlo en su escenario con nuevos incidentes, nuevas condiciones y nuevos actores. Así, Payn conecta sus diamantes con tres o cuatro familias absolutamente ordinarias: no busca personajes extraños y excéntricos, sino que aprovecha a la gente que ve a su alrededor, gente común, de clase media, a la que pertenece la mayoría de nosotros. No trata de mostrar que estas personas son más listas, más cultas, o en algún otro respecto distintas de como en realidad son, salvo que algunas de ellas hablan un poco mejor de lo que probablemente lo harían en la vida real. Es decir, en el diálogo ha ejercido el arte de la selección. Ahora, en este tranquilo hogar de vejez y juventud, de amor y felicidad, ocurre una cosa tremenda: el joven esposo se desvanece, en circunstancias que dan margen a las más horribles sospechas. Cómo este acontecimiento actúa sobre la familia y sobre sus amigos; cómo la confianza de uno, puesta a prueba, se desploma, y cómo la de otro se sostiene firme; cómo la verdad se va descubriendo gradualmente, y cómo se pone en claro la inocencia del sospechoso: todo esto debe ser cuidadosamente examinado por el estudiante como lección de construcción y andamiaje. Esperemos que no se olvide de la otra lección que le enseñó esta novela, que es el arte de narrar un argumento seleccionando los actores y empleando hábilmente los materiales simples y comunes que a nuestro alrededor yacen por doquier, al alcance de nuestras manos. Estoy perfectamente seguro de que la lección más importante que puede sacarse del estudio de casi todos nuestros novelistas modernos es que la aventura, el pathos, la amenidad y el interés pueden encontrarse mucho mejor en vidas que parecen monótonas y entre personas que al principio parecen fuera del ámbito de lo novelesco, de la excentricidad y peculiaridad de modales, o de violentos y extremos reveses y accidentes de fortuna. Éste es, en realidad, tan sólo otro aspecto del valor más alto que hemos aprendido a atribuir a la vida individual. Hay otra cosa que debe aprender el estudiante del arte. Que no sólo crea en su propio relato antes de


empezar a narrarlo, sino que recuerde que al narrar, como al dar limosna, un rostro sonriente obra maravillas, y la animación ayuda mucho al narrador y complace al que le escucha. No quisiéramos que el novelista hiciese continuos esfuerzos por mostrarse cómico, pero que no nos narre su historia con ojos llenos de tristeza, con rostro pesaroso y voz entrecortada. Su relato puede ser trágico, pero el continuo pesar es un error en el arte, incluso en la tragedia. Si su relato es una comedia, razón de más para contarla alegremente y con brillantez. Por último que nos la narre sin evidente esfuerzo: sin tratar de mostrar su sagacidad, su ingenio, su capacidad de hacer chistes y su cultura. Sin embargo podrá poner en su obra, sin tacañería ni mesura, todo lo que sepa, todo lo que haya visto, todo lo que haya observado y todo lo que recuerde: todo lo que haya en él, de nobleza, simpatía y entusiasmo. Que no se ahorre nada, sino que vierta todo lo que tiene, con plena confianza de que su pozo no se secará y de que las fuentes de la fantasía y la imaginación volverán a brotar, aun cuando parezcan haberse agotado en este esfuerzo particular. Aquí, por tanto, podemos dejar al estudiante de este arte (véase el Apéndice). A él le tocará demostrar si hace bien en seguir adelante. De una cosa alentadora puede estar seguro; en el arte de la ficción, más que en ningún otro, es fácil obtener reconocimiento, mucho más fácil que en ninguna de las artes hermanas. Por ejemplo, en la escuela inglesa de pintura ya hay tantos buenos practicantes que es sumamente difícil conquistar una posición reconocida; en el teatro casi no hay manera de lograr que se presente una obra, a pesar de nuestros treinta teatros de Londres; en la poesía, parece casi imposible encontrar un público aun si se ha llegado a la segunda fila; pero en materia de ficción, toda la raza de habla inglesa está siempre impaciente por dar la bienvenida a un recién llegado; la obra buena es reconocida instantáneamente, y el único peligro es que la universal demanda de más pueda conducir a una producción apresurada e inmadura. No estoy diciendo que el fácil reconocimiento traerá pronto consigo un gran éxito pecuniario. Lamentablemente, en los últimos tiempos ha surgido la mala costumbre de medir el éxito, en demasía, por el dinero que parece producir. Recuérdese que no siempre es la voz del pueblo la que elige al mejor, y aunque las más de las veces ocurre que un novelista de éxito obtiene una gran venta de sus obras, también puede ocurrir que el arte de un gran escritor sea de tal tipo que nunca llegue a ser verdaderamente popular. Entre nosotros ha habido dos o tres de tales escritores. Un caso nos vendría aquí a la mente a casi todos. Es el de un hombre cuyos libros están llenos de sabiduría, experiencia y gracia: cuyos personajes han sido admirablemente estudiados en la vida, cuyas tramas son ingeniosas, frescas sus situaciones y extremadamente ingeniosos sus diálogos. Y sin embargo, nunca ha sido muy popular y, estoy seguro, jamás lo será. Casi podemos asegurar que el valor monetario de este escritor en el mercado es considerablemente inferior al de muchos otros cuyo genio no es ni la mitad de grande, pero cuya popularidad es doble. De modo que la incapacidad de complacer al gusto popular no siempre implica una falla del arte. ¿Cómo, entonces, hemos de saber, cuando la gente no pide más de su obra, si en realidad un autor ha fracasado o no? Creo que deberá saber que no ha logrado gustar, sin necesidad de que se le diga. Si un hombre canta una canción podrá saber en un momento, desde antes de terminarla, si ha complacido a su público. De igual modo, si un hombre escribe una novela, podrá saber por las críticas de los periódicos, leyendo entre las líneas de lo que sus amigos le dicen, por la expresión de sus ojos, o por su propia conciencia interna, si ha triunfado o fallado. Y en este último caso, deberá encontrar lo antes posible las causas. El dramaturgo infortunado puede quejarse de que su obra fue mal montada y mal actuada. No así el novelista, porque es seguro que no será mal leído. Por consiguiente, si un novelista falla al principio, podrá estar seguro de su propia culpa. Y si, en un segundo intento, no puede enmendar las cosas, en el futuro deberá guardar silencio. Cada vez nos asombra más ver los repetidos esfuerzos de escritores cuyos amigos debieron hacerles comprender que no tienen la menor oportunidad de triunfar a


menos que desaprendan todo lo que han aprendido y vuelvan a empezar basándose en métodos enteramente distintos y con algún conocimiento de la ciencia. Éste puede ser un golpe cruel, después de todo el esfuerzo necesario para escribir así sea una mala novela, después de toda la dificultad de lograr que se publique, y luego verla caer, desdeñada, abortada, considerada apenas digna de dedicarle palabras de desprecio. Si la decepción conduce al examen y a la enmienda, podrá resultar la mayor bendición. Pero el que falla dos veces probablemente merece fracasar, porque no ha aprendido nada y es incapaz de aprender nada de las lecciones de su primer fracaso. Permítaseme decir una palabra acerca del actual estado de este arte, el más delicioso, en Inglaterra. Recuérdese que en cada arte, escasean los grandes maestros. Tal vez aparezcan uno o dos en un siglo: no debemos esperar más. Hasta puede ocurrir que esos escritores modernos nuestros que hemos convenido en llamar grandes maestros tengan que bajar de rango en la posteridad, que tendrá grandes maestros propios. Sin embargo, yo me inclino a pensar que a algunos de los novelistas del siglo XIX nunca se les permitirá morir, aunque puedan ser recordados principalmente por un libro: que Thackeray será rememorado por su Feria de vanidades, Dickens por David Copperfield, George Meredith por su Ordeal of Richard Feverel, George Eliot por Silas Marner, Charles Reade por su Cloister and the Hearth y Blackmore por su Lorna Doone. Por otra parte, sin pensar ni preocuparnos mucho por el veredicto de la posteridad, que no nos importa nada comparado con el de nuestros contemporáneos, reconocemos que es muy mal año, en realidad, aquél en que no hemos producido alguna obra buena, una obra de muy alta calidad, si no una obra inmortal. Una exposición de las novelas del año generalmente mostrará dos o tres, al menos, de las que el país pueda declararse razonablemente orgulloso. ¿Muestra la Academia Real de Artes, cada año, más de dos o tres cuadros, no cuadros inmortales, pero sí cuadros de los que podemos estar, asimismo, razonablemente orgullosos? Cierto es que nos gustaría ver publicar menos novelas malas, así como exponer menos cuadros malos; el nivel de la obra que está en el límite entre el éxito y el fracaso debiera ser más alto. Al mismo tiempo, estoy segurísimo y cierto de que nunca ha habido una época en que se produjeran mejores obras de ficción, por hombres tanto como por mujeres. Un arte no está declinando sino avanzando cuando se le cultiva con principios ciertos, y no falsos ni convencionales. Preguntémonos si no podemos estar llenos de esperanzas para el futuro, cuando mujeres como la señora Oliphant y la señora Thackeray Ritchie escriben para nosotros, cuando hombres como Meredith, Blackmore, Black, Payn, Wilkie Collins y Hardy siguen en su apogeo, y hombres como Louis Stevenson, Christie Murray, Clark Russel y Hermán Merivale acaban de empezar. Creo que la ficción y, en realidad, todo trabajo imaginario del futuro estará más lleno de interés humano que en el pasado; los viejos relatos -no cabe duda de que seguirán siendo los viejos relatos- serán adaptados a personajes que hasta hace poco sólo se empleaban con fines de contraste; el drama de la vida que antes se limitaba a reyes y príncipes será actuado por figuras tomadas también de las grandes y esforzadas masas desconocidas. Los reyes y los grandes señores son principalmente pintorescos e interesantes por razón de sus bellos atuendos y por una creencia tradicional en su gran poder. El atuendo ciertamente no es un punto fuerte de las esferas inferiores, pero creo que no lo echaremos de menos, y cada vez que vayamos en busca de nuestro material, sea entre las altas o las bajas esferas, podremos estar seguros de encontrar por doquier amor, sacrificio y devoción como virtudes, y también egoísmo, astucia y traición como vicios. Con todos ellos y sus infinitas combinaciones y cambios muy pobre, en realidad, será el novelista que no pueda urdir un relato. Por último, dije al principio que pediré a los lectores acordar a los novelistas su reconocimiento


como artistas. Pero después de lo que se ha dicho, siento que insistir en ello sólo sería una repetición de lo pasado. Por consiguiente, aunque no todo el que escribe novelas puede llegar al primero, o incluso al segundo rango, doquiera que encontréis una obra buena y fiel, con verdad, simpatía y calidad de propósito, os pido dar al autor de esa obra vuestro elogio como artista -artista como los demás-, el elogio que tan fácilmente acordáis al estudiante serio de cualquier otro arte. En cuando a los grandes maestros del arte -Fielding, Scott, Dickens, Thackeray, Víctor Hugo-, me siento irritado cuando los críticos empiezan a analizarlos, compararlos y evaluarlos: no hay nada, creo yo, que se les deba dar sino admiración, que es inexpresable, y gratitud, que es silenciosa. Este silencio resulta más elocuente que ninguna palabra sobre lo grande, sobre lo bella que es la ficción como arte. APÉNDICE Me han pedido no dejar en este punto al novelista joven. Por tanto, permítaseme aventurar unas cuantas palabras de consejo. Lo hago sin disculpas porque como casi todos los que escriben, cada semana recibo cartas de jóvenes principiantes que buscan asesoramiento y guía. A todos ellos les recomiendo considerar las reglas que he enumerado y, ante todo, poner atención a la verdad, la realidad y el estilo. Cierta vez se me pidió leer el manuscrito de una novela escrita por una joven. La obra era precipitada, chapucera e irreal: de hecho, tenía todas las fallas. Y sin embargo, había en ella algo que me hizo pensar que la dama podía abrigar esperanzas. Por tanto, le escribí señalándole las faltas, sin ahorrárselas. Añadí que no se desalentara, sino que volviera a comenzar y preparara con el debido cuidado el argumento de una novela, llena de personajes debidamente pensados, y entonces le daría todo nuevo consejo del que fuera capaz. Al día siguiente me mandó cinco argumentos. Desde entonces, no he vuelto a oír de ella, y espero que haya renunciado a un arte cuyos elementos mismos no pudo comprender. Permítaseme suponer, pues, que el escritor ha terminado su novela. Aquí empieza la “dificultad”, como dicen los norteamericanos. Y en este punto, podría tener cierta utilidad mi consejo. Recuérdese que todos los editores están ávidos de recibir buenas obras: están dispuestos a considerar con todo cuidado los manuscritos; casi todas las editoriales pagan a personas en cuyo juicio confían, reconocidos literatos, para que lean y “prueben” por ellos; por tanto, es un consejo sencillo y obvio que el escritor debe enviar su obra a alguna buena editorial, y es perfectamente seguro que si la obra es buena, será aceptada y publicada. Existe, como he dicho en la conferencia, poco o ningún riesgo, aun para un escritor desconocido, si su novela es realmente buena. Pero, aun así, la primera obra casi siempre contiene muestras de inmadurez y errores que le impiden ser realmente buena. Las más de las veces, está en el límite, no tan buena que haga deseable su publicación por una empresa que sólo emite buenas obras, o que a todas luces sea seguro pagar sus gastos. ¿Qué hacer, entonces? Yo recomendaría al autor que nunca, por alguna consideración de vanidad o exceso de confianza, pague dinero aun editor por publicar su libro. Hay ciertas editoriales (no las mejores) que producen cantidades anuales de novelas, casi todas ellas pagadas por el autor, porque no son lo bastante buenas para cubrir sus propios gastos. Así pues, no engroséis las filas de quienes dan al enemigo razones para blasfemar contra este arte. Negaos absolutamente a publicar en esas condiciones ignominiosas. Recordad que pediros dinero para pagar los gastos de publicación es como deciros que la obra no es digna de ser publicada. Si habéis probado ante la media docena de las mejores editoriales y habéis sido rechazados por todas, comprended que la obra no funcionará. Entonces, si podéis, buscad el consejo de algún hombre de letras experimentado, y reflexionad sobre su juicio.


Si no podéis, reconsiderad entonces todo el relato desde el principio, con especial referencia a las reglas que he mencionado. De ser necesario, reescribidlo todo. O, de ser necesario, echad todo al fuego y, sin desalentaros, volved a comenzar con otro relato mejor. No aspiréis a presentar una trama absolutamente nueva. No podréis hacerlo. Pero perseverad, si sentís que la raíz del problema está en vosotros, hasta que vuestra obra sea aceptada; y nunca, nunca, NUNCA paguéis por publicar una novela. Permítaseme terminar con una pequeña anécdota personal. Hace muchos años había un joven de veinticuatro o veinticinco años, que ardientemente deseaba, por encima de todo, ser novelista. Pasó un par de años dedicando todas sus horas libres a una novela sobre la vida moderna. Se tomaba inmensos trabajos, reescribió algunas de las escenas media docena de veces, y no ahorró esfuerzo ni pensamiento para hacerla lo mejor que pudiera. Cuando finalmente sintió que ya no podía hacer más con ella, la enrolló y la envió a un amigo con la solicitud de que la pusiese, anónimamente, en manos del señor Macmillan. Este señor la leyó cuidadosamente y envió al autor, también por medio del amigo, su opinión. El lector no firmó su opinión, pero era un hombre de Cambridge, un crítico con buen criterio, un hombre de buen gusto, un hombre bondadoso, y que había sido (si es que había dejado de serlo) matemático. Estas cosas eran evidentes por su escritura, así como por la redacción de su veredicto. Éste era en el sentido de que la novela no debía ser publicada, por ciertas razones que procedía a explicar. Pero planteó sus objeciones con gran consideración al autor, señalándole para alentarlo los que le parecieron puntos prometedores, sugiriendo ciertas reglas prácticas de construcción que habían sido violadas, y mostrando dónde el desconocimiento del arte y la poca experiencia de la vida habían causado tales fallas que hacían indeseable para el autor, así como imposible para el editor prestigiado, publicar la obra. El escritor, tras los primeros pesares del desengaño, cobró ánimo y empezó a reflexionar en las lecciones que contenía esa opinión. El joven se ha vuelto novelista “a su manera”, y aprovecha esta oportunidad para dar sus más sinceras gracias al señor Macmillan por su bondad al negarse a publicar una novela inmadura, y a su anónimo crítico por esa carta inapreciable. ¡Ojalá todos los dictaminadores de las editoriales fueran como ese lector, tan concienzudos y bondadosos, y tan dispuestos a salvar a los principiantes de publicar obras malas!

Walter Besant Traducción Juan José Utrilla Revisión literaria de Álvaro Uribe


NOTAS

1A esta regla se le ha objetado que, en caso de seguirla, excluiría por completo la novela histórica. Nada de eso. El interés de la novela histórica, como el de cualquier otra novela, depende de la experiencia y del conocimiento que el escritor tenga de la humanidad, pues hombres y mujeres han sido muy similares en todos los tiempos. No es el escenario el que consideramos, tanto como las acciones de los personajes. El entorno en una novela histórica a menudo es absurdo, incorrecto e incongruente. Pero el interés humano, la habilidad y el conocimiento de personajes que muestra el autor, nos hacen olvidar los errores del ambiente. Por ejemplo, Romola es, sin duda, una gran novela, no porque contenga una reproducción fiel y, por tanto, valiosa de la vida florentina en los principios del Renacimiento, pues no lo hace; tampoco porque nos dé las ideas de la época, pues tampoco lo hace; los personajes, especialmente la heroína, están llenos de ideas del siglo XIX: pero es grande como estudio de personajes. Por otra parte, en El claustro y el corazón tenemos en realidad una descripción de la época y de sus ideas, tomadas en conjunto, a veces casi literalmente, de las páginas del hombre que más fielmente las representa: Erasmo. Así pues, he aquí una regla para el que escribe novelas históricas: cuando debe describir, debe tomar prestado. Si se objeta, asimismo, que debe hacer lo mismo con la vida contemporánea, yo respondo que podrá hacerlo, si quiere, pero que seguramente será descubierto por algún error, omisión o confusión causados por su ignorancia. No cabe duda de que las mismas fallas son perpetradas por el novelista histórico; pero esas no se descubren tan fácilmente, salvo por un arqueólogo. Desde luego, el que desee reproducir un tiempo pasado no debe recurrir a los poetas, a los teólogos y a los historiadores tanto como a la literatura familiar, a las cartas, comedias, cuentos, ensayos y periódicos. [regresar] 2Encarecidamente recomiendo a quienes deseen estudiar este arte empezar por la práctica diaria en la descripción de cosas, incluso de cosas comunes, que hayan observado, anotando conversaciones y haciendo retratos literarios de sus amigos. Encontrarán que esta práctica les dará firmeza de toque, prontitud de observación, capacidad de captar los detalles importantes y, en lo tocante al diálogo, prontitud para notar lo que carece de importancia. La práctica y el estudio preliminares de esta índole también harán ahorrar una gran cantidad de material valioso, que se desperdicia al ser prematuramente puesto en una novela escrita antes de haber adquirido los elementos del arte. [regresar] 3Casi nada es más importante que esto: creer en el propio relato. Por tanto, el estudiante debe recordar que a menos que los personajes existan y se muevan en su cerebro, todos ellos separados, distintos, vivos y perpetuamente entregados a la acción del relato -a veces a una parte, a veces a otra, e incluso en escenas y lugares que se deben omitir- de no ser así no tiene nada que narrar y más le vale dejarlo. No creo que en general se comprenda que hay miles de escenas que pertenecen al relato y que nunca salen del cerebro de su autor. Algunas de ellas pueden ser muy hermosas y conmovedoras. Pero no hay espacio para todas, y el escritor tiene que elegir. [regresar] 4Una persona me pregunta por carta si no me gusta la obra de Mr. Howells. Por supuesto, no puede dejar de gustarme. Pero no se puede evitar la comparación de su obra con la de su coterráneo, Nathaniel Hawthorne, que al encanto de su estilo añade el interés de un relato novelesco y emocionante. [regresar]


EL ARTE DE LA FICCIÓN No habría debido poner un título tan general a estas pocas observaciones, inevitablemente incompletas, acerca de un tema cuya plena consideración nos llevaría lejos, si no creyera yo haber encontrado un pretexto para mi temeridad en el interesante artículo recién publicado bajo su nombre por Walter Besant. La conferencia del señor Besant ante la Royal Institution -la forma original de su artículo- parece indicar que muchas personas están interesadas en el arte de la ficción, y que no son tan indiferentes a esas observaciones como quienes lo practican pueden tratar de hacer creer. Por tanto, me apresuro a no desperdiciar el beneficio de esta favorable asociación, y a introducir unas cuantas palabras, aprovechando la atención que seguramente ha despertado el señor Besant. Hay algo muy alentador en el hecho de que diera forma a algunas de sus ideas sobre el misterio de la narrativa. Es una prueba de vida y de curiosidad: curiosidad de parte de la hermandad de los novelistas así como de parte de sus lectores. Hace muy poco tiempo podría haberse supuesto que la novela inglesa no era lo que los franceses llaman discutable. No tenía el aire de poseer una teoría, una convicción, una conciencia de sí misma; de ser la expresión de una fe artística, el resultado de elección y de comparación. No diré, por ello, que necesariamente estaba peor: se necesita mucho más valor que el que yo poseo para insinuar que la forma de la novela como la vieron (por ejemplo) Dickens y Thackeray tuviese el defecto de ser incompleta. Sin embargo, era naive (si puedo ayudarme con otro término francés); evidentemente, si estaba destinada a sufrir de algún modo por haber perdido su naiveté, hoy tiene la idea de compensarlo con las correspondientes ventajas. Durante el periodo al que he aludido había, en el extranjero, una confortable y benigna sensación de que una novela es una novela, como un budín es un budín, y que lo único que tenemos que hacer con él es comérnoslo. Pero en un año o dos, por una razón o por otra, ha habido señales de retorno de la animación: al parecer, la época de la discusión ha empezado, hasta cierto punto. El arte vive de la discusión, del experimento, de la curiosidad, de la variedad de los intentos, del Íntercambio de opiniones y de la comparación de puntos de vista; y existe la suposición de que los tiempos en que nadie tiene nada particular que decir sobre él y no hay ninguna razón para mostrar su práctica o su preferencia, aunque puedan ser épocas de honor, no son épocas de desarrollo: son épocas, posiblemente, de cierta monotonía. La triunfante práctica de cualquier arte es un espectáculo delicioso, pero también la teoría es interesante; y aun cuando ha habido mucho de la última sin la primera, sospecho que nunca ha habido un auténtico éxito que no haya tenido un latente núcleo de convicción. Discusión, sugestión, formulación: estas cosas son fertilizantes cuando son francas y sinceras. El señor Besant ha puesto un ejemplo excelente al decir lo que piensa, por su parte, acerca del modo en que se debe escribir ficción, así como acerca del modo en que se le debe publicar; pues su idea del “arte”, puesta en un apéndice, también cubre esto. Otros que trabajan en el mismo campo recogerán sin duda el argumento, lo presentarán a la luz de su propia experiencia, y el efecto será, seguramente, hacer que nuestro interés en la novela sea un poco más de lo que, por cierto tiempo, amenazó con dejar de ser: un interés serio, activo, inquisitivo, bajo cuya protección este delicioso estudio pueda, en momentos de confianza, aventurarse a decir un poco más de lo que piensa de sí mismo. Debe tomarse en serio, para que el público también lo tome así. La antigua superstición acerca de que la ficción era “malvada” sin duda ha desaparecido en Inglaterra; pero su espíritu se conserva en cierta mirada oblicua dirigida a cualquier relato que no reconozca, más o menos, que no pasa de ser una broma. Hasta la más jocosa novela siente, en cierto grado, el peso de la proscripción que en algún tiempo se dejó caer contra la ligereza literaria; la jocularidad no siempre logra pasar por ortodoxia. Se sigue


esperando -aunque tal vez haya quien se avergüence de decirlo- que una producción que, después de todo, no es más que “hacer creer” (pues, ¿qué otra cosa es una “narración”?) debe, hasta cierto grado, dar disculpas: debe renunciar a la pretensión de intentar, realmente, representar la vida. Esto es algo que, desde luego, se niega a hacer cualquier relato consciente hecho con sensatez, pues pronto nota que la tolerancia que se le da, con esa condición, no es más que un intento de sofocarlo, disfrazado en forma de generosidad. La antigua hostilidad evangélica a la novela, tan explícita como estrecha, y que la consideraba tan poco favorable a nuestra parte inmortal como una obra de teatro, en realidad resultaba menos insultante. La única razón de la existencia de una novela es que sí intenta representar la vida. Cuando abandone este intento, el mismo intento que vemos en la tela del pintor, habrá llegado a un punto muy extraño. No se espera del cuadro que se humille para que se le perdone; y la analogía entre el arte del pintor y el arte del novelista es, hasta donde pueda yo verla, muy completa. Su inspiración es la misma, su proceso (tomando en cuenta la distinta calidad del vehículo) es el mismo, y su éxito es el mismo. Pueden aprender uno del otro, pueden explicarse y sostenerse el uno al otro. Su causa es la misma, y el honor del uno es el honor del otro. Los mahometanos piensan que un cuadro es algo impuro, pero hace ya mucho tiempo que ningún cristiano lo cree así, y por ello es tanto más extraño que en la mentalidad cristiana, las huellas (por muy disimuladas que estén) de una desconfianza del arte hermano prevalezcan hasta hoy día. La única manera efectiva de acabar con esto consiste en subrayar la analogía a que acabo de aludir: insistir en el hecho de que así como la pintura es realidad, así la novela es historia. Esa es la única descripción general (que le hace justicia) que podemos dar de la novela. Pero también a la historia se le permite representar la vida; no se espera de ella, como de la pintura, que ofrezca disculpas. El tema de la ficción está almacenado, de manera similar, en documentos y registros, y si no se rinde (como dicen en California); sin duda deberá hablar con seguridad, con el tono del historiador. Ciertos novelistas consumados tienen la costumbre de rendirse, lo que debe hacer brotar las lágrimas a los ojos de quienes toman en serio su ficción. Recientemente, leyendo muchas páginas de Anthony Trollope, me asombró su falta de discreción a este respecto. En una digresión, un paréntesis o un “aparte”, reconoce al lector que él y este confiado amigo sólo “están haciendo creer”. También reconoce que los hechos que narra no ocurrieron en realidad y que puede dar a su narración cualquier giro que más guste al lector. Semejante traición a un oficio sagrado me parece, lo confieso, un terrible crimen; es lo que yo llamo la actitud de disculpa, y me escandaliza tanto en Trollope como me habría escandalizado en Gibbon o en Macaulay. Implica que el novelista está menos ocupado en buscar la verdad (la verdad, desde luego, que él supone, las premisas que debemos concederle, cualesquiera que sean) que el historiador y, al hacerlo se priva, de un solo plumazo, de todo espacio para maniobrar. Representar e ilustrar el pasado, las acciones de los hombres, es la tarea de cualquiera de estos escritores, y la única diferencia que puedo ver, en proporción a su éxito, es en honor del novelista, consistiendo, como consiste, en haber tenido mayor dificultad para recabar su evidencia, que tanto dista de ser puramente literaria. Me parece a mí que esto le vale una recomendación, el hecho de que tenga tanto en común, a la vez, con el filósofo y con el pintor; esta doble analogía es una herencia magnífica. De todo esto es evidente que el señor Besant se siente satisfecho cuando insiste en de que la ficción es una de las bellas artes, que merece todos los honores y emolumentos que hasta hoy se han reservado a la triunfal profesión de la música, la poesía, la pintura y la arquitectura. Imposible sería insistir demasiado en tan importante verdad, y el lugar que el señor Besant exige para la labor del novelista puede ser representado, un poco menos abstractamente, diciendo que no sólo pide que se le llame artística, sino que también se le llame, en realidad, muy artística. Es excelente que haya tocado esta nota, pues al hacerlo indica que había necesidad de ella, que su proposición puede ser, para muchos, una


novedad. Nos frotamos los ojos ante la sola idea; pero el resto del ensayo del señor Besant confirma esta revelación. En realidad, sospecho que sería posible confirmarla aun más, y que no estaríamos muy equivocados al decir que además de las personas a quienes nunca se les ha ocurrido que una novela debe ser artística, hay muchas otras que, si se les impusiera este principio, se llenarían de una indefinible desconfianza. Les parecería difícil explicar su repugnancia, pero ésta actuaría fuertemente para ponerlos en guardia. En nuestras comunidades protestantes, donde tantas cosas han dado giros extraños, se supone en ciertos círculos que el “arte” ejerce cierto vago efecto dañino sobre quienes le dan importancia, le atribuyen peso en la balanza. Se supone que, de alguna manera misteriosa, es algo opuesto a la moral, a la diversión, a la instrucción. Cuando se encarna en la obra del pintor (¡el escultor es otra cosa!) sabemos lo que es: está allí, ante nosotros, con toda la honradez del rosa y el verde y un marco dorado. A la primera mirada se puede ver lo peor que tiene, y se puede estar en guardia. Pero cuando se introduce en la literatura, se vuelve algo insidioso: hay peligro de dañarnos sin darnos cuenta. La literatura debe ser instructiva o divertida, y en muchas cabezas existe la impresión de que estas preocupaciones artísticas, la búsqueda de forma, no contribuyen a ninguno de sus dos fines, y de hecho les estorban. Son demasiado frívolas para ser edificantes, y demasiado serias para ser divertidas; y además son pedantes, paradójicas y superfluas. Eso, creo yo, representa el modo en que el pensamiento latente de muchas personas que leen novelas como ejercicio ligero se explicaría si supiera articularse. Sostendrían, desde luego, que una novela debe ser “buena”, pero interpretarían este término a su propia manera, la que en realidad variaría considerablemente de un crítico a otro. Diríase que ser buena significa representar personajes virtuosos y con aspiraciones, colocados en lugares prominentes. Otro diría que depende de un “final feliz", de una distribución, al final, de premios, pensiones, maridos, esposas, bebés, millones, párrafos anexos y observaciones alegres. Otro más diría que significa estar llena de incidentes y de movimiento, de tal modo que deseemos saltar hacia adelante para ver quién era el misterioso extranjero y si se pudo encontrar el testamento robado, y no dejarnos distraer de este placer por algún aburrido análisis o “descripción”. Pero todos ellos convendrían en que la idea “artística” les quitaría algo de su diversión. Uno diría que ese ideal artístico es el responsable de todas las descripciones, y otro lo vería revelado en una falta de simpatía. Su hostilidad al final feliz sería evidente y, en algunos casos, incluso, haría del todo imposible cualquier final. El “final” de la novela es, para muchos, como el de una buena cena, un postre y helados, y el artista de ficción es considerado como una especie de médico entrometido que nos borra todo buen sabor. Por ello, es cierto que esta concepción que el señor Besant tiene de la novela como forma superior se encuentra no sólo con una negativa, sino con una positiva indiferencia. Poco importa que como obra de arte sea parte grande o pequeña de su esencia el aportar finales felices, personajes simpáticos y un tono objetivo, como si se tratara de un trabajo de mecánica: la asociación de ideas, por muy incongruentes que sean, fácilmente podría ser excesiva, si a veces no se levantara una voz elocuente para llamar la atención hacia el hecho de que es una rama al mismo tiempo tan libre y tan seria de la literatura como cualquier otra. Ciertamente, a veces se puede dudar de esto, dado el enorme número de obras de ficción que apelan a la credulidad de nuestra generación, pues fácilmente parecería que no puede tener gran profundidad un artículo producido tan pronta y fácilmente. Debe reconocerse que las buenas novelas se ven muy comprometidas por las malas, y que esta disciplina, en general, sufre un descrédito por su apiñamiento. Creo, sin embargo, que este daño es sólo superficial y que la superabundancia de la ficción escrita no prueba nada contra el principio mismo. Se ha vulgarizado hoy, como cualquier otro tipo de literatura, como cualquier otra cosa, y ha demostrado ser (más que otros géneros) accesible a la vulgarización. Pero existe tanta diferencia como hubo siempre entre una novela buena y una mala: la mala es barrida junto


con las telas pintarrajeadas y los mármoles estropeados, hasta algún limbo que no visita nadie, o hasta algún infinito depósito de basura, más allá de los confines del mundo, y la buena subsiste y emite su luz y estimula nuestro deseo de perfección. Como me tomaré la libertad de no hacer más que una sola crítica a Besant, cuyo tono está lleno de amor a su arte, más vale que la haga ya de una vez. Me parece que está errado al tratar de decir tan definitivamente, y de antemano, cómo deberá ser la buena novela. Indicar el peligro de semejante error ha sido el propósito de estas pocas páginas; sugerir que ciertas tradiciones sobre el tema, aplicadas apriori, ya tienen mucho de qué responder, y que la buena salud de un arte que tan inmediatamente pretende reproducir la vida tiene que exigir una perfecta libertad. Vive de su ejercicio, y el significado mismo de ejercicio es libertad. La única obligación que de antemano podemos exigir a una novela, sin incurrir en la acusación de ser arbitrarios, es que sea interesante. Esa responsabilidad general recae sobre ella, pero es la única que puedo imaginar. Las maneras en que está en libertad para lograr este resultado (interesarnos) me parecen innumerables, y tales que sólo podrán sufrir si se las indica o se las encierra por prescripción. Son tan variadas como el temperamento del hombre, y triunfan en proporción a lo que revelan de un espíritu particular, diferente de otros. Una novela, en su definición más general, es una impresión personal y directa de la vida: eso, para empezar, constituye su valor, que es mayor o menor según la intensidad de la impresión. Pero no habrá intensidad alguna, y por tanto no habrá valor, a menos que haya libertad para sentir y decir. El trazar una línea que debe seguirse, un tono que debe adoptarse, una forma que debe llenarse, es una limitación de esa libertad y una supresión precisamente de aquello que más excita nuestra curiosidad. La forma, me parece a mí, debe apreciarse después del hecho: entonces el autor hizo ya su elección, ya indicó su norma; entonces podemos seguir líneas y direcciones y comparar tonos y semejanzas. Entonces, en una palabra, podemos gozar de uno de los placeres más encantadores, podemos estimar la calidad, podemos aplicar la prueba de la ejecución. La ejecución corresponde exclusivamente al autor; es lo más personal que tiene, y podemos evaluarlo por ello. La ventaja, el lujo, así como el tormento y la responsabilidad del novelista, consisten en que no tiene límite lo que pueda intentar como ejecutante: no hay límite a sus posibles experimentos, esfuerzos, descubrimientos, triunfos. Es aquí especialmente donde trabaja, paso a paso, como su hermano del pincel, de quien siempre podemos decir que ha pintado su cuadro del modo que mejor conoce. La manera es el secreto, que no tiene que ser celosamente guardado; no puede revelarlo como algo general aunque quiera; trabajo le costaría enseñarlo a otros. Digo esto con el claro recuerdo de haber insistido en lo común del método del artista que pinta un cuadro y del artista que escribe una novela. El pintor sí puede enseñar los rudimentos de su práctica, y es posible, gracias al estudio de obras buenas (dada por sentada su aptitud) aprender a pintar y aprender a escribir. Y sin embargo, no deja de ser cierto, sin perjuicio de este rapprochement, que el artista literario se vería obligado a decir a su discípulo mucho más que el otro: “Ah, bueno, ¡debes hacerlo como puedas!" Es cuestión de grado, cuestión de delicadeza. Si hay ciencias exactas, también hay artes exactas y la gramática de la pintura es tanto más definida que marca una diferencia. A pesar de todo, debo añadir que si el señor Besant dice al comienzo de su ensayo que “las leyes de la ficción se pueden establecer y enseñar con tanta precisión y exactitud como las leyes de la armonía, la perspectiva y la proporción”, mitiga lo que podría parecer una extravagancia, aplicando su observación a unas leyes “generales”, y expresando la mayor parte de estas reglas de un modo con el que, ciertamente, sería descortés no estar de acuerdo. Que el novelista debe escribir basándose en su experiencia; que sus “personajes deben ser reales, y como los que pueden encontrarse en la vida real”; que “una damita educada en una apacible aldea debe evitar las descripciones de la vida del cuartel”; y que “un escritor cuyos amigos y experiencias personales pertenecen a la baja clase media debe evitar, cuidadosamente,


presentar a sus personajes en la alta sociedad”; que deben ponerse las notas en un cuaderno común; que sus figuras deben ser claras en sus trazos, y que hacerlas claras mediante algún truco del habla o del porte es un mal método, y que “describirlas extensamente” es aun peor; que la ficción inglesa debe tener un “propósito moral consciente”; que es “casi imposible exagerar el valor de un trabajo cuidadoso... es decir, de estilo”; que “el punto más importante de todos es el relato”, que “el relato es todo”: éstos son principios con la mayoría de los cuales seguramente es imposible no simpatizar. La observación acerca del escritor de la baja clase media y de que conoce su lugar tal vez resulte un tanto desalentadora; mas, en el resto, tendría yo dificultad para disentir de cualquiera de esas recomendaciones. Al mismo tiempo, me resulta positivamente difícil asentir a todas ellas, con la excepción, tal vez, de la orden de poner nuestras notas en un cuaderno común. Me parece a mí que difícilmente tienen la cualidad que Besant atribuye a las reglas del novelista: la “precisión y exactitud” de “las leyes de la armonía, perspectiva y proporción". Son sugestivas, y hasta inspiradoras, pero no son exactas, aunque, sin duda, lo son tanto como el caso lo admite: lo cual es una prueba de esa libertad de interpretación que acabo de defender. Pues el valor de estas diferentes prescripciones -tan bellas y tan vagas- está, íntegramente, en el significado que les atribuimos. Los personajes y la situación que nos parecen reales serán los que nos conmuevan y nos interesen más, pero es muy difícil fijar la medida de la realidad. La realidad de Don Quijote o del señor Micawber es un matiz muy delicado; es una realidad tan coloreada por la visión del autor que, por muy vívida que sea, vacilaríamos en proponerla como modelo: quedaríamos expuestos a algunas preguntas muy embarazosas de parte de un discípulo. Huelga decir que no escribirá usted una buena novela a menos que posea el sentido de la realidad; pero difícil sería darle a usted una receta para dar a luz ese sentido. La humanidad es inmensa, y la realidad posee una miríada de formas; lo más que podemos afirmar es que algunas de las flores de la ficción tienen el olor de esa realidad, y que otras no lo tienen; en cuanto a decir por adelantado cómo debe usted componer su ramillete, es otra cosa. Es por igual excelente e inconcluyente decir que se debe escribir a partir de la experiencia; a nuestro supuesto aspirante tal declaración le parecería una burla. ¿Qué tipo de experiencia se pretende tener, y dónde comienza y termina? La experiencia nunca es limitada, y nunca es completa. Es una sensibilidad inmensa, una especie de enorme telaraña con los hilos más finos suspendidos en la cámara de la conciencia, y que atrapan, en su tejido, toda partícula transmitida por el aire. Es la atmósfera misma de la mente; y cuando la mente es imaginativa -mucho más cuando resulta ser la de un hombre de genio-, adopta las más tenues sugestiones de vida, convierte en revelaciones las pulsaciones mismas del aire. La damita que vive en una aldea sólo tiene que ser una damisela a quien nada se le pierde de vista para que sea totalmente injusto (me parece a mí) declararle que no debe tener nada que decir acerca de los militares. Con ayuda de la imaginación se han visto milagros más grandes que el de que ella diga la verdad acerca de algunos de esos señores. Recuerdo a una novelista inglesa, mujer de genio, quien me dijo que la apreciaban tanto por la impresión que había logrado dar en uno de sus relatos acerca de la naturaleza como del modo de vida de la juventud protestante francesa. Le habían preguntado dónde había aprendido tanto acerca de este ser tan recóndito, y la habían felicitado por haber tenido esas peculiares oportunidades. Esas oportunidades consistían en que una vez, en París, al subir una escalera pasó frente a una puerta abierta en que, en el hogar de un pasteur, estaban sentados a la mesa, tras los restos de una comida, algunos de los jóvenes protestantes. Ese atisbo formó un cuadro; duró sólo un momento, pero ese momento fue una experiencia. Ella había recibido su impresión personal directa, y con ella construyó un tipo. Sabía lo que era la juventud, y sabía lo que es el protestantismo; también tuvo la ventaja de haber visto lo que era ser francés, por lo que convirtió estas ideas en una imagen concreta y produjo una realidad. Sin embargo, ante todo, ella tenía la bendita facultad del que cuando recibe uno da diez, y que para el artista es mucho mayor fuente de fuerza que ningún accidente de residencia o de lugar en la escala social. La capacidad de


adivinar lo no visto a partir de lo visto, de seguir las implicaciones de las cosas, de juzgar toda la pieza por la simple pauta, la condición de sentir la vida general tan completamente que se está en camino de conocer cualquier rincón particular de ella: casi puede decirse que este conjunto de dones constituye la experiencia, y se manifiesta en el campo y en la ciudad, y en los más diversos peldaños de educación. Si la experiencia consiste en impresiones, puede decirse que las impresiones son experiencia, así como (¿no lo hemos visto?) son el aire mismo que respiramos. Por consiguiente, si yo fuera a decir a un aprendiz: “Escribe a partir de la experiencia y sólo de la experiencia”, sentiría yo que éste era un consejo un tanto desconcertante, si no añadiera inmediatamente: “¡Trata de ser uno de aquellos a quienes nada se les pierde!” Con ello, estoy muy lejos de tratar de minimizar la importancia de la exactitud, de la verdad del detalle. Del gusto del que mejor se puede hablar es del gusto propio y, por tanto me aventuraré a decir que el aire de realidad (solidez de especificación) me parece la virtud suprema de una novela: el mérito del que dependen sumisa y totalmente todos sus otros méritos (incluyendo ese propósito moral consciente del que habla el señor Besant). Si no están allí, no son nada, y si están allí, deben su efecto al éxito con que el autor ha producido la ilusión de vida. El cultivo de este acierto, el estudio de este exquisito proceso forma, en mi opinión, el principio y el fin del arte del novelista. Son su inspiración, su desesperación, su recompensa, su tormento, su deleite. Es aquí, en verdad, donde compite con la vida; es aquí donde compite con su hermano el pintor en su intento de reproducir la apariencia de las cosas, la apariencia que transmite su significado, de captar el color, el relieve, la expresión, la superficie, la sustancia del espectáculo humano. Con respecto a esto, el señor Besant está bien inspirado cuando pide al aprendiz tomar notas. No puede tomar demasiadas, no puede tomar ni siquiera suficientes. Toda vida lo solicita, y “reproducir” la superficie más sencilla, producir la ilusión más momentánea, es cuestión muy complicada. Su problema sería más fácil, y la regla sería más exacta, si el señor Besant hubiese logrado decirle al principiante cuáles notas debe tomar. Pero esto, me temo, nunca podrá aprenderlo en ningún manual; es el asunto de su vida. Tendrá que tomar muchas notas para seleccionar unas cuantas, tendrá que trabajarlas lo mejor que pueda, y hasta los guías y filósofos que más tuvieran que decirle deben dejarlo en paz cuando se llega a la aplicación de los preceptos, así como dejamos al pintor en comunión con su paleta. Que sus personajes “deben ser claros en sus trazos”, como dice Besant: eso lo siente hasta en las puntas de los pies; pero cómo deberá hacerlo es un secreto entre su ángel de la guarda y él. Sería absurdamente sencillo si se le pudiera enseñar que mucha “descripción” los haría así o que, por lo contrario, la falta de descripción y el cultivo del diálogo, o la ausencia del diálogo y la multiplicación del “incidente” fueran a rescatarlo de sus dificultades. Por ejemplo, es muy posible que ese aprendiz tenga una mentalidad para la cual esta extraña y literal oposición de descripción y diálogo, de incidente y descripción, tuviese poco significado y claridad. La gente a menudo habla de estas cosas como si tuviesen una especie de diversidad interna, en lugar de fundirse una en otra cada vez que respiran y ser partes íntimamente asociadas de un esfuerzo general de expresión. No puedo imaginar una composición que exista en una serie de bloques, ni concebir, en alguna novela digna de analizarla, un pasaje de descripción que no sea narrativo en su intención, un pasaje de diálogo que no sea descriptivo en su intención, un toque de verdad de cualquier índole que no comparta la naturaleza del incidente, o un incidente que derive su interés de alguna otra fuente que de la fuente general y única del triunfo de una obra de arte: la de ser ilustrativa. Una novela es un ser vivo, uno y continuo como cualquier otro organismo, y en proporción a su vida se descubrirá, creo yo, que en cada una de sus partes hay algo de cada una de las otras partes. El crítico que en la textura cerrada de una obra terminada pretenda rastrear una geografía de los diversos puntos señalará algunas fronteras tan artificiales, me temo yo, como las más


artificiales que se hayan conocido en la historia. Existe una anticuada distinción entre la novela de personajes y la novela de incidentes, que ha de provocar más de una sonrisa al esforzado fabulista apasionado por su obra. Esa distinción me parece tan poco acertada como la igualmente célebre distinción entre la novela y la romance:1 que responde igualmente poco a cualquier realidad. Existen novelas malas y novelas buenas, así como hay cuadros buenos y cuadros malos. Pero ésta es la única distinción en que encuentro un significado, y tan poco puedo imaginarme el hablar de una novela de personajes como puedo imaginarme hablar de una pintura de personajes. Cuando decimos pintura decimos de personajes, cuando decimos novela decimos de incidente, y esos términos pueden trasponerse a voluntad. ¿Qué es el personajes, sino la determinación del incidente? ¿Qué es el incidente sino la ilustración del personajes? ¿Qué es una pintura o una novela si no es de personajes? ¿Qué más buscamos en ella y en ella encontramos? Es un incidente que una mujer esté de pie con la mano apoyada en una mesa y nos mire de cierta manera; y si eso no es un incidente, creo que será difícil decir qué es. Al mismo tiempo, es una expresión del personajes. Si dice usted que no lo ve (un personajes en eso... allons donc!'), esto es exactamente lo que se ha propuesto enseñarnos el artista que tiene sus razones propias para pensar que él sí lo ve. Cuando un joven decide que, después de todo, no tiene fe suficiente para ingresar en la Iglesia, como lo había planeado, es un incidente, aunque usted no se apresurará a llegar al final del capítulo para ver si tal vez no volvió a cambiar de opinión. No estoy diciendo que éstos sean incidentes extraordinarios o asombrosos. No pretendo calcular el grado de interés que de ellos proceda, pues esto dependerá de la habilidad del pintor. Parece casi pueril decir que algunos incidentes son, intrínsecamente, mucho más importantes que otros, y no necesito tomarme esta precaución después de haber declarado mi simpatía por los más importantes al observar que la única clasificación de la novela que puedo comprender es: la que tiene vida y la que no la tiene. La novela y la romance, la novela de incidente y la de personajes: estas burdas separaciones me parecen haber sido hechas por críticos y lectores para su propia conveniencia y para ayudarlos a salir de sus ocasionales predicamentos, pero tener poca realidad o interés para el productor, desde cuyo punto de vista es desde el cual, desde luego, estamos intentando considerar el arte de la ficción. El caso es el mismo en otra nebulosa categoría que el señor Besant al parecer está dispuesto a poner en pie: el de la “moderna novela inglesa”; a menos que, en realidad, a este respecto haya caído en una accidental confusión de puntos de vista. No está muy claro si intenta que las observaciones en que alude a ella sean didácticas o históricas; tan difícil es suponer que una persona esté intentando escribir una moderna novela inglesa como suponerla escribiendo una antigua novela inglesa: es un marbete que incurre en petición de principio. Se escribe la novela, se pinta el cuadro, con el propio lenguaje y en el propio tiempo, y llamarla moderna inglesa no servirá, ¡ay!, para facilitar la difícil tarea. Tampoco, lamentablemente, servirá llamar romance a esta o aquella obra de un colega artista... a menos que sea, desde luego, simplemente por lo grato de la palabra, como por ejemplo cuando Hawthorne puso este título a su cuento de Blithedale. Los franceses, que han hecho una teoría notablemente completa de la ficción, sólo tienen un nombre para la novela, y no por ello han intentado hacer cosas más pequeñas, que yo pueda ver. No puedo imaginar ninguna obligación que el romancero no tuviera exactamente igual que el novelista; la norma de ejecución es igualmente exigente para cada uno. Desde luego, estamos hablando de la ejecución, que es el único punto de una novela que está abierto a discusión. Tal vez se pierda esto de vista con excesiva frecuencia, sólo para producir interminables confusiones y hablar de distintas cosas. Debemos confiar al artista su tema, su idea, su donnée: nuestra crítica sólo se aplica a lo que hace con ella. Naturalmente, no quiero decir que tenemos la obligación de que nos guste o nos parezca interesante: en el caso de que no sea así, lo que tenemos que hacer es perfectamente sencillo: dejarla en


paz. Podemos creer que, a partir de una cierta idea, ni siquiera el más sincero novelista puede hacer algo bueno, y los hechos pueden justificar perfectamente nuestra creencia; pero la falla habrá sido una falla de ejecución, y es en la ejecución en donde se registra la falla fatal. Si pretendemos respetar en absoluto al artista, habremos de darle libertad de elección, en casos particulares, ante innumerables presuposiciones de que la elección no fructificará. El arte deriva una parte considerable de su benéfico ejercicio del hecho de burlarse de las presuposiciones, y algunos de los más interesantes experimentos de que es capaz se hallan ocultos en el seno de cosas comunes. Gustave Flaubert escribió un cuento acerca de la devoción de una sirvienta a un loro, y la producción, aunque perfectamente terminada, no puede ser llamada un triunfo absoluto. Somos perfectamente libres de encontrarla anodina, pero creo que pudo haber sido interesante; yo, por mi parte, me alegro mucho de que la haya escrito. Es una aportación a nuestro conocimiento de lo que puede hacerse... o no puede hacerse. Iván Turguenev escribió un cuento acerca de un siervo sordomudo y de un perro faldero, y el resultado es conmovedor, amoroso, una pequeña obra maestra. Él tocó la nota de vida donde Flaubert se equivocó: se burló de la presunción y obtuvo un triunfo. Desde luego, nada ocupará jamás el lugar del buen y antiguo sistema de que “nos guste” una obra de arte o de que no nos guste: la más refinada crítica no podrá abolir esa prueba última y primitiva. Menciono esto para prevenirme de la acusación de haber sugerido que no importa la idea, el tema de una novela o de un cuadro. En mi opinión sí importa, y en el más alto grado, y si puedo elevar una plegaria, será para que los artistas sólo seleccionen los temas más ricos. Algunos, como ya me he apresurado a reconocer, son mucho más remunerativos que otros, y sería un mundo muy felizmente ordenado aquel en el cual las personas que intentaran tratarlos estuvieran exentas de confusiones y de errores. Me temo que este feliz estado de cosas sólo llegará el mismo día en que los críticos queden purgados de todo error. Mientras tanto, repito, no juzgamos al artista con justicia si no le decimos: “¡Oh!, le concedo su punto de partida porque si no lo hiciera, parecería yo estar dándole recetas a usted, y Dios me libre de asumir tal responsabilidad. Si pretendo decirle lo que no debe abordar, usted me preguntará, entonces, qué debe abordar. Y en ese caso, quedaré atrapado. Más aun, sólo después de haber aceptado los datos podré empezar a evaluarlo. Yo tengo la norma, el tono; no tengo derecho a manosear su flauta para luego criticar su música. Desde luego, su idea puede no gustarme en absoluto; puede parecerme tonta, o estéril, o sucia; caso en el cual me lavo las manos y le dejo todo a usted. Puedo contentarme con creer que no ha logrado ser interesante pero, desde luego, no haré ningún intento por demostrarlo, y usted será tan indiferente hacia a mí como yo hacia usted. No necesito recordarle que hay toda clase de gustos: ¿quién puede saberlo mejor? A algunas personas, por excelentes razones, no les gusta leer acerca de carpinteros; a otras, por razones aun mejores, no les gusta leer acerca de cortesanas. Muchos ponen objeciones a mencionar siquiera norteamericanos. A otros (creo que principalmente editores) no les gustan los italianos. A algunos lectores no les gustan los temas tranquilos; a otros no les gustan los muy movidos. Algunos gozan con una ilusión completa, otros con la conciencia de grandes concesiones. Así es como escogen sus novelas, y si no les gusta la idea de usted, a fortiori no les gustará su tratamiento”. Así que muy pronto volvemos, como ya lo he dicho, a la cuestión del gusto: a pesar de monsieur Zola, que razona con menos fuerza que como representa, y que no se reconciliará nunca con lo absoluto del gusto, creyendo que hay ciertas cosas que a la gente tienen que gustarles, y que se le puede obligar a gustar de ellas. No puedo imaginarme algo (al menos, en cuestiones de ficción) que a la gente deba gustarle o disgustarle. La selección se encargará de sí misma, pues está respaldada por un motivo


constante. Y ese motivo es, simplemente, la experiencia. Así como la gente siente la vida, así también sentirá el arte que esté más cercano a ella. Esta cercanía de la relación es lo que nunca debemos olvidar cuando hablamos de los esfuerzos de la novela. Muchos hablan de ella como de una forma ficticia y artificial, un producto del ingenio cuya intención es alterar y disponer las cosas que nos rodean, traducirlas a moldes convencionales y tradicionales. Ésta, sin embargo, es una visión del asunto que no nos lleva muy lejos, que condena al arte a una repetición eterna de unos cuantos clichés familiares, que abrevia su desarrollo y nos pone directamente ante un muro. Captar la nota misma y el modo, el extraño ritmo irregular de la vida: tal es el intento cuya fuerza mantiene en pie a la ficción. En la proporción en la que nos ofrece la vida sin un reacomodo, sentimos estar tocando la verdad; en la proporción en que la vemos con reacomodos sentimos que nos están desencaminando con un sustituto, un compromiso y una convención. No es raro oír hablar con extraordinaria seguridad respecto a esta cuestión del reacomodo, de la que a menudo se habla como si fuese la última palabra en el arte. El señor Besant me parece estar en peligro de caer en el gran error al hablar un tanto imprudentemente de “selección”. El arte es esencialmente selección, pero es una selección cuyo principal cuidado es ser típica, ser inclusiva. Para muchas personas, arte significa cristales color de rosa, y la selección significa cortar un ramillete de flores para las señoras. Nos dirán con gran facundia que las consideraciones artísticas no tienen nada que ver con lo desagradable, con lo feo; nos abrumarán con vacuos lugares comunes acerca del ámbito del arte y los límites del arte, hasta que a cambio nos veamos movidos a preguntamos sobre el ámbito y sobre los límites de la ignorancia. Me parece que nadie puede haber hecho seriamente un intento artístico sin cobrar conciencia de un inmenso aumento -una especie de revelación- de la libertad. Percibimos en tal caso -gracias a la luz de un rayo celestial- que el dominio del arte es toda vida, todo sentimiento, toda observación, toda visión. Como tan justamente lo sugiere el señor Besant, es toda la experiencia. Esta respuesta debe bastar para quienes sostienen que no debe tocar las cosas tristes de la vida, que han fijado en su divina inconciencia unas pequeñas inscripciones prohibitivas con letreros, como los que vemos en los jardines públicos: “Prohibido pisar la hierba; prohibido tocar las flores; no se permite introducir perros ni quedarse después de oscurecer; se pide circular por la derecha.” Nuestro imaginario joven aspirante en la línea de la ficción no hará nada sin gusto, ya que en ese caso de poco le serviría su libertad; pues la primera ventaja de su gusto será revelarle lo absurdo de los letreritos y marbetes. Si tiene gusto, debo añadir, desde luego tendrá ingenio, y mi irrespetuosa referencia a esa cualidad no pretendió implicar que sea inútil en la ficción. Pero tan sólo es una ayuda secundaria; la primera es una capacidad de recibir impresiones directas. El señor Besant hace algunas observaciones sobre la cuestión del “argumento”, que no intentaré criticar, aunque me parece que contienen una ambigüedad singular, porque no creo haberlas entendido. No puedo ver lo que significa hablar como si una parte de la novela fuera el argumento y otra parte, por razones míticas, no lo fuera; a menos, en realidad, que esta distinción se haga en un sentido en que es difícil suponer que alguien intente expresar algo. “El argumento”, si representa algo, representa el tema, la idea, la donnée de la novela; y sin duda, no hay “escuela” -el señor Besant habla de una escuela- que exija que una novela deba ser puro tratamiento sin ningún tema. Desde luego, tiene que haber algo que tratar; toda escuela está íntimamente consciente de ello. El sentido de que el argumento es la idea, el punto de partida de la novela, es el único que veo en el cual puede hablarse de algo diferente de su todo orgánico; y puesto que en la proporción en que la obra es lograda la idea la imbuye, la penetra, la informa y la anima, de modo que cada palabra y cada signo de puntuación contribuye directamente a la expresión, en esa misma proporción perdemos nuestro sentido de que el argumento sea una espada que se


pueda sacar más o menos de su funda. El relato y la novela, la idea y la forma, son la aguja y el hilo y nunca oí hablar de un gremio de sastres que recomendara el uso del hilo sin la aguja, o de la aguja sin el hilo. El señor Besant no es el único crítico del que puede observarse que habla como si hubiese ciertas cosas en la vida que constituyen relatos, y ciertas cosas que no. La misma extraña implicación la encuentro en un entretenido artículo de la Pall Mall Gazette, dedicado, precisamente, a la conferencia del señor Besant. “¡El argumento es la cosa!”, dice este elegante escritor como en un tono de oposición a cualquier otra idea. Yo pensaría que lo es, como cualquier pintor que, cuando asoma a lo lejos el momento de acometer su cuadro, se encontrara todavía en busca de un tema... con lo que cualquier artista tardío, no bien decidido en cuanto a su tema, estará cordialmente de acuerdo. Hay algunos temas que nos hablan y otros que no, pero hábil sería el hombre que decidiera dar una regla -un índex expurgatoriuspor la cual el relato y el no-relato debieran conocerse por separado. Es imposible (al menos para mí) imaginar una regla semejante que no sea totalmente arbitraria. Quien escribió en la Pall Mall Gazette opone esta deliciosa (supongo) novela de Margot la Balafrée a ciertos cuentos en los cuales “ninfas bostonianas” parecen haber “rechazado a duques ingleses por razones psicológicas”. No conozco la romance así designada, y apenas puedo perdonar al crítico de Pall Mall2por no mencionar el nombre del autor, pero el título parece referirse a una dama que quedó con una cicatriz tras una aventura heroica. Estoy inconsolable por no haber conocido a tiempo este episodio, pero no puedo ver por qué es una historia cuando el rechazo (o la aceptación) de un duque no lo es, y por qué una razón, psicológica o no, no es un tema cuando una cicatriz sí lo es. Todas ellas son partículas de la vida multitudinaria de que trata la novela, y sin duda ningún dogma que pretenda hacer legal tocar la una e ilegal tocar la otra podrá sostenerse ni por un momento. Es el cuadro especial el que debe sostenerse o caer, según que parezca poseer verdad o no. El señor Besant no aclara el tema, en mi opinión, al insistir en que un argumento debe consistir, bajo pena de no serlo, en “aventuras". ¿Por qué en aventuras, más que en espectáculos atrevidos? Menciona una categoría de cosas imposibles y entre ellas coloca la “ficción sin aventura”. ¿Por qué sin aventura, más que sin matrimonio, o celibato, o parto, o cólera, o hidropesía o jansenismo? Esto me parece llevar de vuelta la novela al triste y pequeño de ser una cosa ingeniosa, artificial; reducir su carácter extenso y libre, de una inmensa y exquisita correspondencia con la vida. Y, ya que se trata de eso, ¿qué es aventura, y por qué signo deberá reconocerla el discípulo que nos está escuchando? Es una aventura -inmensa- para mí escribir este artículo; y para una ninfa bostoniana, rechazar a un duque inglés es una aventura, auque menos emocionante, diría yo, que para un duque inglés ser rechazado por una ninfa bostoniana. En ello veo dramas dentro de dramas, e innumerables puntos de vista. Una razón psicológica es, según mi imaginación, un objeto adorablemente pictórico; captar el tono de su piel: siento que esta idea podría inspirarnos a hacer esfuerzos ticianescos. En suma, hay pocas cosas más emocionantes para mí que una razón psicológica y, sin embargo, lo juro, la novela me parece la más magnífica forma de arte. Acabo de leer, al mismo tiempo, el delicioso relato de La Isla del Tesoro del señor Robert Louis Stevenson, y, de manera menos consecutiva, el último relato de Edmond de Goncourt, titulado Chérie. Una de estas obras trata de asesinatos, misterios, islas de temible renombre, escapes por un pelito, coincidencias milagrosas y doblones enterrados. La otra trata de una chiquilla francesa que vivía en una hermosa casa en París y murió de sensibilidad herida porque nadie quiso casarse con ella. He llamado deliciosa a La Isla del Tesoro porque me parece que logró maravillosamente lo que intentaba; no me atrevo a poner ningún epíteto a Chérie que me parece haber fallado deplorablemente en lo que intentó: es decir, en seguir el desarrollo de la conciencia moral de una niña. Pero una de estas producciones me parece exactamente tan novela como la otra, y que tienen tanto “argumento” una como la otra La conciencia moral de una niña es una parte de la vida tan grande como las islas del Caribe, y uno de estos tipos de geografía tiene esas “sorpresas” de las que habla el señor Besant como el otro. Por mi parte (ya


que, en última instancia, se trata, como he dicho, de la preferencia individual), el retrato de la experiencia de la niña tiene la ventaja de que yo puedo por pasos sucesivos (un lujo inmenso, cercano al “placer sensual” del que habla el crítico del señor Besant en Pall Mall) decir sí o no, según el caso, a lo que el artista pone ante mis ojos. Yo, en realidad, sí he sido niño, pero he estado en busca de un tesoro enterrado tan sólo como suposición, y es un simple accidente que a monsieur de Goncourt deba decirle, en su mayor parte, no. Ante George Eliot, cuando pintó ese país con una inteligencia enteramente distinta, siempre digo sí. La parte más interesante de la conferencia del señor Besant es, por desgracia, el más breve de sus pasajes: su muy efímera alusión al “propósito moral consciente de la novela”. Tampoco aquí es muy claro si está registrando un hecho o afirmando un principio. Es una gran lástima que, en este último caso, no haya desarrollado su idea. Esta rama del tema es de inmensa importancia, y las pocas palabras del señor Besant apuntan a consideraciones del más grande alcance, que no se deben desechar a la ligera. Habrá tratado muy superficialmente el arte de la ficción el que no esté dispuesto a seguir punto por punto esas consideraciones, hasta donde lo lleven. Por ello, al comienzo de estas observaciones tuve el cuidado de avisar al lector que mis reflexiones sobre un tema tan grande no pretenden ser exhaustivas. Como el señor Besant, he dejado la cuestión de la moral de la novela para lo último, y al final descubro que se me ha acabado el espacio. Es una cuestión erizada de dificultades, como lo demuestra la primera que encontramos (en forma de una cuestión definida) en el umbral mismo. En semejante análisis, la vaguedad es fatal, y ¿cuál es el significado de su propósito y de su moral consciente? ¿No definiría usted sus términos y nos explicaría cómo (siendo la novela un cuadro) puede un cuadro ser moral o inmoral? Supongamos que desea usted pintar un cuadro moral o esculpir una estatua moral: ¿No nos dirá usted cómo se propone hacerlo? Estamos hablando del arte de la ficción; las cuestiones de arte son cuestiones (en el sentido más lato) de ejecución; las cuestiones de moral son cosas enteramente distintas, y ¿no nos dejará usted ver cómo puede tan fácilmente mezclarlas? Estas cosas son tan claras para el señor Besant que de ellas ha sacado una ley que él ve encarnada en la ficción inglesa, y que es “una cosa verdaderamente admirable y gran motivo de felicitaciones”. Es en realidad un gran motivo de felicitaciones cuando problemas tan espinosos se vuelven tan tersos como la seda. Añadiré que en la medida en que el señor Besant percibe que, de hecho, la ficción inglesa ha enfocado preponderantemente estas delicadas cuestiones, les parecerá a muchos que ha hecho un descubrimiento vano. Habrán quedado positivamente impresionados, al contrario, por la timidez moral del novelista inglés común; con su aversión a enfrentar las dificultades que por todos lados abundan en el tratamiento de la realidad. Puede volverse extremamente tímido (mientras que el cuadro que nos pinta el señor Besant es de audacia), y la característica de su obra, en su mayor parte, es un cauteloso silencio ante ciertos temas. En la novela inglesa (con lo cual quiero decir también, naturalmente, la norteamericana), más que en ninguna otra, existe una diferencia tradicional entre lo que la gente sabe y lo que conviene en admitir que sabe, entre lo que ve y aquello de lo que habla, entre lo que siente como parte de la vida y lo que permite entrar en la literatura. En pocas palabras, hay una gran diferencia entre lo que la gente dice en conversación y lo que dice en letra de imprenta. La esencia de la energía moral consiste en observar todo el campo, y yo me atrevería a invertir directamente la observación del señor Besant y decir, no que la novela inglesa tiene un propósito, sino que tiene una desconfianza. No intentaré averiguar hasta qué punto un propósito en una obra de arte es una fuente de corrupción. El propósito que me parece menos peligroso es el de hacer una obra perfecta En cuanto a nuestra novela, diré por último al respecto que, como la encontramos en la Inglaterra de hoy, me parece dirigida, en alto grado, a “los jóvenes” y que esto, en sí mismo, permite suponer que será bastante tímida. Hay ciertas cosas que en general se conviene en no discutir, ni siquiera


mencionar, ante los jóvenes. Eso está muy bien, pero la falta de discusión no es un buen síntoma de la pasión moral. Me parece, por consiguiente, que el propósito de la novela inglesa -“cosa verdaderamente admirable, y gran motivo de felicitaciones”- es bastante negativo. Hay un punto en que el sentido moral y el sentido artístico casi se juntan; es a la luz de la muy obvia verdad de que la calidad más profunda de una obra de arte será siempre la calidad de la mente que la produjo. En proporción a la finura de tal inteligencia, la novela, el cuadro y la estatua comparten la sustancia de la belleza y la verdad. Estar constituido por tales elementos es, a mi parecer, tener suficiente propósito. Ninguna novela buena procederá de una mente superficial; éste me parece un axioma que, para el artista en materia de ficción, cubrirá todo el terreno moral necesario: si el joven aspirante lo toma a pecho, le iluminará muchos de los misterios del “propósito”. Hay muchas otras cosas útiles que pueden decírsele, pero he llegado al final de mi artículo y sólo puedo tocarlas de paso. El crítico de la Pall Mall Gazette a quien ya he citado, hablando del arte y la ficción, llama la atención hacia el peligro de generalizar. El peligro que tiene en mente es antes bien, me imagino, el de particularizar, pues existen algunas observaciones muy generales que, además de las que aparecen en la sugestiva conferencia del señor Besant, pueden ser dedicadas a un estudiante ingenioso sin temor a descarriarlo. Yo le recordaría, primero, la magnificencia de la forma que se abre ante él, que ofrece a su vista tan pocas restricciones y tan innumerables oportunidades. Las otras artes, en comparación, parecen confinadas y obstaculizadas; las diversas condiciones en que se ejercen son muy rígidas y definidas. Pero la única condición que puedo imaginar que se pone a la composición de las novelas es, como ya lo he dicho, la de ser sincero. Esta libertad es un privilegio espléndido, y la primera razón que debe aprender el joven novelista es ser digno de ella. “Gózala como lo merece”, le diría yo; “toma posesión de ella, explórala hasta el último rincón, publícala, y goza con ella. Toda vida te pertenece, y no escuches ni a quienes quisieran encerrarte en algunos rincones y decirte que sólo aquí y allá habita el arte, ni a quienes quisieran persuadirte de que este mensajero celestial vuela fuera de la vida, respirando un aire finísimo y apartando la cara de la verdad de las cosas. No hay impresión de la vida, no hay manera de verla y de sentirla, a la cual el plan del novelista no pueda ofrecerle un lugar; sólo tenemos que recordar que talentos tan distintos como los de Alejandro Dumas y Jane Austen, de Charles Dickens y Gustave Flaubert han trabajado en este campo con idéntica gloria. No pienses demasiado en optimismo y pesimismo; trata de captar el color de la vida misma. En la Francia de hoy vemos un prodigioso esfuerzo (el de Emilio Zola, cuya obra sólida y seria no puede dejar de mencionar con respeto todo el que explore la capacidad de la novela), vemos un extraordinario esfuerzo viciado por un espíritu de pesimismo sobre una base estrecha. Monsieur Zola es magnífico, pero al lector inglés le parece ignorante; tiene un aire de trabajar en la oscuridad; si tuviese tanta luz como energía, sus resultados serían del más alto valor. En cuanto a las aberraciones del vano optimismo, el terreno (especialmente el de la ficción inglesa) está cubierto de sus frágiles partículas, como de vidrio roto. Y si hemos de sacar conclusiones, que tengan un sabor de un vasto conocimiento. Recuerda que tu primer deber es ser tan completo como sea posible... hacer una obra perfecta. Sé generoso y delicado, y no cejes en el intento.

Henry James Trad. Juan José Utrilla


Revisión literaria de Álvaro Uribe


NOTAS 1De aquí en adelante se usa la palabra romance, y su derivado romancero, para conservar la voz inglesa “romance”, que significa ‘novela de aventuras" más o menos fantásticas o de "de intrigas” (incluso amorosas). (N. del e.). [regresar] 2El critico de la Pall Mall Gazette era Andrew Lang y los relatos de que se burla son de James. (N. del e.) [regresar]


UNA HUMILDE AMONESTACIÓN Hemos gozado recientemente de un placer muy peculiar: el de escuchar con cierto detalle las opiniones del señor Walter Besant y del señor Henry James acerca del arte que practican; dos personas ciertamente de muy distinto calibre: el señor James tan preciso en su trazo, tan audaz en su esgrima, tan escrupuloso en su toque; y el señor Besant tan cordial, tan amistoso, con una vena de ingenio tan persuasiva y humorística; el señor James, el tipo mismo del artista deliberado; el señor Besant, la personificación del buen carácter. Que tales doctores difieran es algo que no provocará gran sorpresa, pero un punto en que parecen estar de acuerdo me llena, lo confieso, de asombro. Pues ambos se contentan con hablar del “arte de la ficción”; y el señor Besant, poniéndose excesivamente atrevido, pasa a oponer este llamado “arte de la ficción” al “arte de la poesía”. Por arte de la poesía no quiere decir nada sino el arte del verso, un arte de artesanía, sólo comparable con el arte de la prosa. Pues ese ardor y altura de sana emoción que todos hemos convenido en llamar el arte de la poesía no es más que una cualidad libertina y vaga y errabunda, presente, a veces, en cualquier arte, y más a menudo ausente de todas ellas; muy pocas veces presente en la prosa de la novela, y con frecuencia ausente en la oda o en la epopeya. En el mismo caso se encuentra la ficción; no es un arte sustantivo, sino un elemento que en gran medida entra en todas las artes salvo en la arquitectura. Homero, Wordsworth, Fidias, Hogarth y Salvini, todos ellos manejan la ficción; y sin embargo yo no supongo que Howard o Salvini, para mencionar sólo a dos, entren en algún grado en el ámbito de la interesante conferencia del señor Besant o en el encantador ensayo del señor James. Así pues, el arte de la ficción considerado como definición es, a la vez, demasiado amplio y demasiado escaso. Permítaseme sugerir otra cosa; permítaseme sugerir que lo que los señores James y Besant tenían en mente no era ni más ni menos que el arte de la narrativa. Pero el señor Besant se afana en hablar sólo de “la moderna novela inglesa”, el eterno ganapán del señor Mudie, y en el autor de la novela más grata de la serie, All sorts and Conditions of Men; ese deseo es bastante natural. Puedo concebir, pues, que se apresuraría a proponer dos adiciones, y que se leería así: el arte de la narrativa ficticia en prosa. Ahora bien, no se puede negar el hecho de que la moderna novela inglesa existe; materialmente, con sus tres volúmenes, sus tipos y sus letras en oro, es fácilmente distinguible de otras formas de literatura; mas, para hablar fructíferamente de cualquier rama del arte es necesario erigir nuestras definiciones sobre algún terreno más fundamental que obligatorio. ¿Por qué, pues, debemos añadir “en prosa”? La Odisea me parece la mejor de todas las romances; La dama del lago se destaca en el segundo orden; y creo que los cuentos y prólogos de Chaucer contienen más de la materia del arte de la moderna novela inglesa que todo el tesoro del señor Mudie. Ya sea que una narración esté escrita en verso blanco o en la estrofa spenseriana, en el largo periodo de Gibbon o en la frase cortada de Charles Reade, los principios del arte de la narrativa deben ser observados por igual. La elección de un estilo noble y ampuloso en prosa afecta la narración del mismo modo, si no en el mismo grado, que la elección de un verso medido; pues ambos implican una síntesis más apretada de los acontecimientos, una clave más alta del diálogo, y un tono más elevado y majestuoso de las palabras. Si vamos a rechazar Don Juan, es difícil ver por qué se ha de incluir Zanoni o (para incluir obras de muy diferente valor) La letra escarlata; y ¿por cuál discriminación ha de abrir usted sus puertas a The Pilgrim’s Progress y cerrárselas a The Faery Queen? Para traer las cosas más cerca de nosotros, le propondré aquí al señor Besant una adivinanza. Una narración llamada El paraíso perdido fue escrita en verso inglés por un tal John Milton; ¿qué era entonces? Luego fue traducida por Chateaubriand, en prosa francesa; ¿y qué fue entonces? Por último, la


traducción francesa fue convertida audazmente en una novela inglesa por algún inspirado compatriota de George Gilfillan (y mío) y, en atención a la claridad, ¿qué fue entonces? Pero, una vez más, ¿por qué hemos de añadir “ficticia”? La razón del porqué es obvia. La razón del porqué no, si bien un poco más recóndita, no carece de peso. El arte de la narrativa, de hecho, es el mismo ya se aplique a la selección e ilustración de una serie de hechos reales o de una serie imaginaria. La Vida de Johnson, de Boswell (obra de arte sagaz e inimitable) debe su éxito a las mismas maniobras técnicas que (digamos) Tom Jones: la clara concepción de ciertas características del hombre, la elección y presentación de ciertos incidentes entre un gran número que se ofrecía, y la invención (sí, invención) y conservación de una cierta clave en el diálogo. En cuál se hicieron estas cosas con más arte -en cuál es mayor el aire de naturaleza-; los lectores lo juzgarán de diferentes maneras. En realidad, el de Boswell es un caso muy especial, y casi genérico; pero todo eso no sólo está en Boswell: está en cada biografía con algo de sal de la vida, está en cada historia en que se presenten hechos y personas, más bien que ideas -en Tácito, en Carlyle, en Michelet, en Macaulay es donde el novelista encontrará muchos de sus propios métodos aprovechados de la manera más notoria y diestra- Además verá que él, quien es libre que tiene el derecho de inventar o de robarse un incidente que faltaba; que tiene el derecho, aun más inapreciable, de la omisión general- es frecuentemente derrotado y, pese a todas sus ventajas, deja una impresión menos clara de realidad y de pasión. El señor James expresa su opinión con el debido fervor por la santidad de la verdad para el novelista; en un examen más minucioso, “verdad" parecerá una palabra de propiedad muy discutible, no sólo para los trabajos del novelista, sino también para los del historiador. Ningún arte -para emplear la valiente frase de James- puede “competir con la vida”; y el arte que intenta hacerlo está condenado a perecer montibus aviis. La vida pasa ante nosotros, infinita en su complicación; acompañada por los meteoros más variados y sorprendentes; atrayendo al mismo tiempo al ojo, al oído, al espíritu- la sede del deslumbramiento-, al tacto -exquisitamente delicado-, y a la barriga, tan imperiosa cuando nos estamos muriendo de hambre. Combina y emplea en su manifestación el método y el material no sólo de un arte, sino de todas las artes. La música sólo consiste en jugar arbitrariamente con unos cuantos de los majestuosos acordes de la vida; la pintura no es más que una sombra de la procesión de luz y de color; la literatura sólo señala secamente esa plétora de incidente, de obligación moral, de virtud, de vicio, de acción, de rapto y de agonía en las que abunda. “Competir con la vida”, cuyo sol no podemos contemplar de frente, cuyas pasiones y enfermedades nos atacan y abruman competir con el sabor del vino, la belleza de la aurora, lo quemante del fuego, la amargura de la muerte y la separación-: he aquí, en realidad, una proyectada escalera al cielo; he aquí, en realidad, trabajos para un Hércules en traje de calle, armado con una pluma y un diccionario para retratar las pasiones, armado con un pequeño cilindro de plomo para pintar el retrato del sol intolerable. Ningún arte es cierto en este sentido: ninguno puede “competir con la vida”; ni siquiera la historia construida en realidad sobre hechos indiscutibles, pero despojados de su vivacidad y de su aguijón; de modo que cuando leemos acerca del saqueo de una ciudad o de la caída de un imperio, nos sorprendemos, y con justicia elogiamos el talento del autor si nuestro pulso se aceleró. Y mirad, una última diferencia: este aceleramiento del pulso es, casi en todos los casos, puramente agradable. Estas fantasmales reproducciones de la experiencia, aun en su forma más aguda, transmiten un decidido placer, mientras que la experiencia misma, en el timón de la vida, puede torturar y herir. ¿Cuál es, entonces, el objeto; cuál es el método de un arte, y cuál es la fuente de su poder? Todo el secreto es que ningún arte “compite con la vida”. El método propio del hombre, ya sea que razone o que esté creando, es cerrar a medias los ojos ante el torbellino y la confusión de la realidad. Las artes, como


la aritmética y la geometría, desvían su mirada de la naturaleza cruda, coloreada y móvil que hay a nuestros pies, y en cambio contemplan una cierta abstracción fragmentaria. La geometría nos hablará de un círculo, cosa nunca vista en la naturaleza: si se le pregunta por un círculo verde o un círculo de hierro, se tapa la boca con las manos. Así ocurre en las artes. La pintura, comparando tristemente la luz del sol y el blanco de la nieve, renuncia a la verdad del color, así como ya había abandonado el relieve y el movimiento; y en lugar de competir con la naturaleza, dispone un esquema de tintes armoniosos. La literatura, sobre todo en su modo más típico, el modo de la narrativa, similarmente huye del desafío directo y, en cambio, busca un objetivo independiente y creador. Lo imita todo, pero no imita la vida sino el habla; no los hechos del destino humano, sino el énfasis y las supresiones con que cada actor humano habla de ellas. El verdadero arte que trata directamente de la vida fue el del primer hombre que narró cuentos en torno de una hoguera primitiva. Nuestro arte se ocupa, y tiene que ocuparse, no tanto en hacer ciertas sus historias cuanto en hacerlas típicas; no tanto en captar los lineamientos de cada hecho, sino en guiarlos todos ellos hacia un fin común. Sustituye la plétora de impresiones, todas ellas fuertes pero todas discretas, que presenta la vida, por una cierta serie artificial de impresiones, todas ellas en realidad muy débilmente representadas, pero todas ellas tendientes al mismo efecto, todas elocuentes de la misma idea, todas resonando como notas armoniosas en música o como los tintes graduados de una buena pintura. En todos sus capítulos, en todas sus páginas, en todas sus frases, la novela bien escrita hace eco y repite su único pensamiento creador y determinante; a esto deben contribuir cada incidente y cada personaje; y el estilo debe ir al unísono. Y si en algún lugar aparece una palabra que mira en otra dirección, el libro será más fuerte, más claro y (casi iba a decir) más pleno sin ella. La vida es monstruosa, infinita, ilógica abrupta y conmovedora; una obra de arte, en comparación, es limpia, finita, contenida en sí misma, racional, flotante y castrada. La vida impone mediante su energía bruta, como un trueno inarticulado; el arte atrae al oído, entre los sonidos mucho más fuertes de la experiencia, como un aria artificialmente compuesta por un discreto músico. Una proposición de geometría no compite con la vida; es un paralelo justo y luminoso con una obra de arte. Ambas son razonables, pero infieles al hecho burdo; ambas son inherentes a la naturaleza, pero ninguna de ellas la representa. La novela, que es una obra de arte, existe no por sus similitudes con la vida, que son forzadas y materiales, así como un zapato debe consistir en cuero, sino por su inconmensurable diferencia de la vida, diferencia planeada y significativa, y que es, al mismo tiempo, el método y el significado de la obra. La vida del hombre no es el tema de las novelas, sino el inagotable depósito del que hay que seleccionar los temas; el nombre de éstos es legión; y con cada tema nuevo -pues aquí, una vez más debo diferir, por toda la anchura del cielo, con el señor James-, el verdadero artista variará su método y cambiará su punto de ataque. Lo que en un caso resultó una excelencia, en otro se convertirá en defecto; lo que fue la fuerza en un libro, en el próximo será impertinente o monótono. Primero cada novela, y luego cada clase de novelas existe por sí misma y para sí misma. Tomaré, por ejemplo, tres clases principales, que son bastante distintas: primero, la novela de aventuras, que apela a ciertas tendencias casi sensuales y totalmente ilógicas del hombre; en segundo lugar, la novela de carácter, que apela a nuestra apreciación intelectual de los caprichos del hombre y sus motivos diversos e inconstantes; y en tercer lugar, la novela dramática, que trata el mismo material que el teatro serio, y que apela a nuestra naturaleza emocional y nuestro juicio moral. Empecemos por la novela de aventuras. El señor James se refiere, con singular generosidad de elogios, a un librito acerca de la búsqueda de un tesoro enterrado; pero, de paso, suelta algunas palabras un tanto sorprendentes. En este libro echa de menos lo que llama el “inmenso lujo” de poder pelearse con


su autor. El lujo, para la mayoría de nosotros, consiste en deponer nuestro juicio, dejarnos llevar por el cuento como por una ola, y sólo despertar y empezar a distinguir y a encontrar fallas cuando la pieza ha terminado y hemos dejado el libro. Aun más notable es la razón que da el señor James. No puede criticar al autor, “porque", dice comparándolo con otra obra, “yo he sido niño pero nunca he ido en busca de un tesoro enterrado”. He aquí, en verdad, una caprichosa paradoja; pues si nunca ha ido en busca de un tesoro enterrado, puede demostrarse que nunca ha sido niño. Nunca ha habido un niño (a menos que sea el maestro James) que no haya buscado oro, ni sido pirata, comandante militar y forajido de las montañas; que no haya combatido, no haya sufrido naufragio y prisión, y que no se haya manchado sus manecitas de sangre, valerosamente salvando una batalla perdida y, de manera triunfal, protegido la inocencia y la belleza. En otra parte de su ensayo, el señor James ha protestado, con excelentes razones, contra una concepción demasiado estrecha de la experiencia; para el artista innato, afirma, “los más tenues atisbos de vida” se convierten en revelaciones; y se comprobará, creo yo, en los más de los casos, que el artista escribe con más placer y más efecto acerca de aquellas cosas que sólo ha deseado hacer que sobre las que en realidad ha hecho. El deseo es un telescopio maravilloso, y el mejor observatorio es el más remoto. Ahora bien, aunque es cierto que ni el señor James ni el autor de la obra en cuestión han ido en persona a buscar oro, es probable que ambos hayan ardientemente deseado y cariñosamente imaginado los detalles de semejante vida en sus ensueños infantiles; y el autor, contando con eso, y bien consciente (¡hombre astuto y taimado!) de que esta clase de interés, aunque frecuentemente tratado, encuentra un camino accesible y ya muy recorrido hacia las simpatías del lector, se dedicó a formar y a detallar este sueño juvenil. Para el niño, el carácter es como un libro cerrado; para él, un pirata es una barba, unos pantalones amplios y un generoso complemento de pistolas; el autor, para dar más detalles, y porque él mismo ha crecido ya (más o menos), admitió el carácter, dentro de ciertos límites, en el plan de su obra; pero sólo dentro de ciertos límites. Si las mismas marionetas aparecieran en un plan de otra índole, habría que haberlas trazado con muy diferente propósito; pues en esta elemental novela de aventuras, los personajes deben ser presentados con sólo una clase de cualidades: lo belicoso y lo formidable. Así, mientras parezcan insidiosos en el engaño y fatales en el combate, han servido a su fin. El peligro es la materia de que trata esta clase de novelas; el miedo, la pasión con que ociosamente juguetea; y los personajes están pintados sólo hasta el punto en que tienen el sentido del peligro y provocan la simpatía del temor. Añadir más rasgos, ser demasiado sagaz, hacer correr la liebre de los intereses morales o intelectuales mientras estamos persiguiendo al zorro del interés material, no es enriquecer sino ablandar la historia. El lector estúpido se sentirá ofendido, y el lector sagaz perderá la pista. La novela de carácter tiene esta diferencia de las demás: que no requiere coherencia de la trama, y por esta razón, como en el caso de Gil Blas, a veces se le ha llamado novela de aventuras. Gira sobre los caprichos de sus personajes; desde luego, éstos están encarnados en incidentes, pero los incidentes mismos, siendo simplemente tributarios, no necesitan marchar en procesión y los personajes pueden mostrarse estáticamente. Tal como entran, así pueden salir; deben ser congruentes, pero no necesitan crecer. Aquí, el señor James reconocerá la nota de gran parte de su propia obra: él trata, en su mayor parte, de la estática del personaje, estudiándolos en reposo o apenas moviéndolos suavemente; y, con su habitual delicadeza y su preciso instinto artístico, evita las pasiones más poderosas, que deformarían las actitudes que le gusta estudiar, y cambia a sus modelos, de los humoristas de la vida ordinaria a las fuerzas brutas y tipos escuetos de momentos más emocionales. En su reciente El autor de Beltraffio, de concepción tan justa, tan flexible y limpia en su tratamiento, sí se vale de una pasión fuerte; pero observemos que no se la despliega. Se suprimen hasta en la heroína los efectos de la pasión; y la gran lucha, la verdadera tragedia, la scène à faire, pasa sin ser vista tras una puerta cerrada. Con este fin,


conscientemente o no, se introduce la grata invención del joven visitante: para que el señor James, fiel a su método, pueda evitar la escena de la pasión. Confío en que ningún lector me declarará culpable de menospreciar esta pequeña obra maestra. Simplemente quiero decir que pertenece a una marcada clase de novela, y que habría sido concebida y tratada de manera muy distinta si hubiese pertenecido a esa otra clase marcada, de la que ahora procedo a hablar. Yo encuentro placer en llamar a la novela dramática por ese nombre, porque me permite señalar, de paso, un error de interpretación, extraño y peculiarmente inglés. A veces se supone que la obra de teatro consiste en incidentes. Consiste en la pasión, que da al actor su oportunidad. Y esa pasión debe intensificarse progresivamente, o bien el actor, conforme avanza la obra, será incapaz de llevar a su público de un nivel inferior a uno superior de interés y de emoción. Por consiguiente, una buena obra seria debe fundarse en uno de los apasionados cruces de la vida, en que el deber y la inclinación llegan a enfrentarse noblemente; y lo mismo puede decirse de lo que, por esa razón, llamo la novela dramática. Mostraré unos cuantos especímenes muy dignos todos ellos de nuestra época y nuestro idioma: Rhoda Fleming, de Meredith, ese libro tan bello y doloroso, agotado desde hace tiempo, y buscado en las librerías como si fuera un incunable; Pair of Blue Eyes, de Hardy; y dos de Charles Reade, Griffith Gaunt y The Double Marriage, originalmente intitulado White Lies, y basado (por un accidente extrañamente favorable a mi nomenclatura) en una obra de Maquet, el asociado del gran Dumas. En este tipo de novela hay que abrir violentamente la puerta cerrada de El autor de Beltraffio; la pasión debe aparecer en escena y decir su última palabra; la pasión es el todo y el fin, la trama y la solución, el protagonista y el deus ex machinâ, en uno solo. Los personajes pueden aparecer de cualquier manera en escena: esto no nos importa; lo que sí importa es que, antes de que la dejen, habrán debido ser transfigurados y elevados por encima de sí mismos, por obra de la pasión. Parte del plan pudo haber sido trazarlos con todo detalle; mostrar un personaje íntegramente, y luego ver cómo se funde y cambia en el horno de la emoción. Pero no hay ninguna obligación de esta índole; no se requiere un retrato muy pulido, y nos contentamos con aceptar simples tipos abstractos, si son movidos con fuerza y sinceridad. Una novela de esta clase puede ser grande, y sin embargo no contener una figura individual; y puede ser grande porque muestra el funcionamiento de un corazón perturbado y la expresión impersonal de la pasión; y con un artista de segunda clase es, en realidad, aun más probable que sea grande, cuando el asunto se ha estrechado y toda la fuerza del espíritu del escritor va dirigida exclusivamente a la pasión. Una vez más, a la sutileza que tiene para sí todo el campo en la novela de carácter se le prohíbe toda entrada en este teatro más solemne. Un motivo tirado de los cabellos, una hábil evasión del asunto, un giro ingenioso y no uno apasionado nos ofenden como una falta de sinceridad. Todo debe ser llano, todo debe ser directo hasta el fin. Así es como, en Rhoda Fleming, la señora Lovel provoca ese resentimiento en el lector; sus motivos son demasiado tenues, sus maneras demasiado equívocas para el peso y la fuerza de lo que la rodea. De allí la caldeada indignación del lector cuando Balzac, después de haber comenzado La duquesa de Langeais en los términos de una pasión poderosa si bien un tanto hinchada, corta el nudo al descomponerse el reloj del héroe. Tales personajes e incidentes pertenecen a la novela de carácter; están fuera de lugar en la alta sociedad de las pasiones; cuando se introducen pasiones en el arte con toda su fuerza, esperamos encontrarlas, no desconcertadas y luchando impotentes, como en la vida, sino elevándose por encima de toda circunstancia y actuando como sustitutos del destino. Y es aquí donde puedo imaginarme al señor James interviniendo, con su lucido sentido. A mucho de lo que he dicho creo que podría ponerle objeciones; con mucho estaría de acuerdo, aunque con cierta impaciencia. Puede ser verdad. Pero eso no es lo que él deseaba decir u oír decir. Habló del cuadro


terminado y de su valor, una vez que está hecho; yo, de los pinceles, de la paleta, de la luz del norte. Él expresó sus opiniones en el tono y para el oído de la buena sociedad; yo, en el énfasis y los detalles técnicos del estudiante entrometido. Pero el asunto, podría yo replicar, no consiste simplemente en entretener al público, sino en ofrecer una ayuda útil al escritor joven. Y el escritor joven no será tan ayudado por unos cuadros alegres de lo que un arte puede aspirar a ser en sus mayores alturas, como por una verdadera idea de lo que debe ser en los términos más prosaicos. Lo mejor que podemos decirle es esto: que escoja un motivo, sea de carácter o de pasión; que construya cuidadosamente su trama, de modo que cada incidente sea una ilustración del motivo mismo, y que cada propiedad empleada tenga una cercana relación de congruencia o de contraste; que evite las subtramas, a menos que, como a veces en Shakespeare, la subtrama sea una inversión o un complemento de la intriga principal; que no tolere que su estilo caiga por debajo del nivel del argumento; que afine la clave de la conversación, sin pensar ni una sola vez en cómo hablan los hombres en los locutorios, sino mirando exclusivamente al grado de pasión que tenga que expresar; y que no se permita en la narrativa, ni a ningún personaje en el curso del diálogo, decir una frase que no sea parte integrante de la trama del relato o la discusión del problema en cuestión. Que no lo lamente si esto abrevia su libro; mejor será así; pues añadir material improcedente no es alargar, sino enterrar. Que no le preocupe perderse de mil cualidades si se mantiene inflexiblemente en busca de la que ha elegido. Que no se preocupe demasiado si pierde el tono de la conversación, el punzante detalle material de los modales del día, la reproducción de la atmósfera y del ambiente. Estos elementos no son esenciales: una novela puede ser excelente y sin embargo no tener ninguno de ellos; una pasión o un personaje están tanto mejor pintados cuanto más claramente surjan de las circunstancias materiales. En esta época del detalle, que recuerde las épocas de lo abstracto, los grandes libros del pasado, los hombres valerosos que vivieron antes que Shakespeare y antes que Balzac. Y, en la raíz de todo el asunto, que tenga siempre presente que su novela no es una transcripción de la vida, a la que se deba juzgar por su exactitud, sino una simplificación de algún lado o aspecto de la vida, que se sostendrá o caerá según su significativa simplicidad. Pues aunque en los grandes hombres que trabajan con grandes motivos lo que observamos y admiramos a menudo es su complejidad, sin embargo, por debajo de las apariencias, la verdad permanece inmutable: que la simplificación fue su método, y la simplicidad es su excelencia...

Robert Louis Stevenson Trad. Juan José Utrilla Revisión literaria de Álvaro Uribe


CRONOLOGÍA DE WALTER BESANT 1836 1859 1861 1868 1871 1874 1890 1901

Nace en Portsmouth, Inglaterra, el 14 de agosto. Obtiene su título en Christ’s College, Cambridge, donde había estudiado desde 1855. Se incorpora como profesor de Royal College, en la isla Mauricio, labor que desempeñará hasta 1867. Enfermo, regresa a Londres y publica sus Estudios de poesía francesa. Se inicia el periodo de colaboración con James Rice, con quien escribe Ready-money Mortiboy (1872) y Golden Butterfly (1876). Se casa con Mary Forster-Barham, con quien procrea cuatro hijos. Concluye la novela Blind Love de su amigo Wilkie Collins, quien se hallaba muy mal de salud. Muere en Hampstead, Londres, el 9 de junio.

Bibliografía minima Walter Besant, The Inner House, Londres, Greenhill, 1986; Children of Gibeon, Elibron Classics, 2001; Dorothy Forster, Londres, Lightning Source, 2004.


CRONOLOGÍA DE HENRY JAMES 1843 1862 1863 1869 1875 1876 1915 1916

Nace el 15 de abril en Nueva York. Inicia la carrera de derecho en la Universidad de Harvard. Comienza a publicar cuentos y artículos en revistas estadounidenses. Viaja a Europa, vivió una temporada en París. Se establece en Inglaterra. Se publica su primera novela, Roderick Hudson. Obtiene la nacionalidad inglesa. Muere el 28 de febrero en su casa de campo de Rye, Sussex.

Bibliografía mínima Henry James, La edad ingrata, Barcelona, Seix Barral, 1996; La copa dorada, Barcelona, Alba, 1998; El altar dé los muertos y otros relatos, Madrid, Valdemar, 2000; Retrato de una dama, Barcelona, Ediciones B, 2001; Otra vuelta de tuerca, Madrid, Cátedra, 2005; Washington Square, Madrid, Alianza Editorial, 2005; Las bostonianas, Barcelona. Mondadori, 2006.


CRONOLOGÍA DE ROBERT LOUIS STEVENSON 1850 1867 1873 1875 1876 1879 1880 1882 1883 1884 1886 1887 1889 1894

Nace en Edimburgo, Escocia, el 13 de noviembre. Se inscribe en la Universidad de Edimburgo. Comienzan sus primeros padecimientos pulmonares; conoce a Fanny Sitwell, su primer amor. Termina sus estudios de derecho y empieza a practicar la abogacía. Su salud empeora y viaja a Francia, donde conoce a la estadounidense Frances Osbourne, de quien se enamora profundamente. Viaja a Estados Unidos para casarse con Fanny. Se casa con Frances. Enferma en Marsella y en diciembre viaja a Niza. Es publicada La isla del tesoro. Se traslada a Bournemounth, donde conocerá a Henry James el año siguiente. Se publica El extraño caso del doctor Jeckyll y mister Hyde. Muere su padre; viaja a Nueva Cork. Llega a Honolulu, se instala en Wakikiat y luego en Apia, capital de las islas Samoa. Los paisanos lo conocen como Tusitala (“El que cuenta cuentos”). Muere en Samoa el 3 de diciembre a causa de una hemorragia cerebral.

Bibliografía mínima Robert Louis Stevenson, La flecha negra, Madrid, Planeta, 1994; La isla del tesoro, Madrid, Espasa Calpe, 1998; De vuelta del mar, Madrid, Hiperión, 1999; El extraño caso del doctor Jeckyll y mister Hyde, México, Porrúa, 2000; Los mares del sur, Madrid, Punto de Lectura, 2002; Wiliam Hazlitt y Robert Louis Stevenson, El arte de caminar, México, unam (Pequeños Grandes Ensayos, 11), 2004.


INFORMACIÓN SOBRE LA PUBLICACIÓN


AVISO LEGAL Este texto fue publicado en la colección Pequeños Grandes Ensayos de la Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial de la Universidad Nacional Autónoma de México en 2004 bajo el cuidado editorial de Odette Alonso y Berenice Vadillo. Esta edición fue preparada con la colaboración de la Dirección General de Cómputo y de Tecnologías de Información y Comunicación de la UNAM. La formación fue realizada por René Rivera Sedano y Carolina Silva Bretón. Primera edición electrónica: 2012 © D.R. UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO Ciudad Universitaria, 04510, México, D. F. Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial Prohibida su reproducción parcial o total por cualquier medio sin autorización escrita de su legítimo titular de derechos ISBN de la colección: 978-970-32-0479-1 ISBN de la obra: 978-970-32-3766-1 Hecho en México


DATOS DE LA COLECCIÓN COLECCIÓN PEQUEÑOS GRANDES ENSAYOS DIRECTOR DE LA COLECCIÓN Álvaro Uribe CONSEJO EDITORIAL DE LA COLECCIÓN Sealtiel Alatriste David Turner Barragán Arturo Camilo Ayala Ochoa Elsa Botello López José Emilio Pacheco Antonio Saborit Ernesto de la Torre Villar Juan Villoro Colin White Muller † DIRECTOR FUNDADOR Hernán Lara Zavala Universidad Nacional Autónoma de México Coordinación de Difusión Cultural Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial


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