La casa de Bernarda Alba zombi - Nicolás Martínez Cerezo

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Cartel de Nicolás Martínez Cerezo para promocionar la compañía La Barraca durante su primera gira en el verano de 1932

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LA BARRACA DE NICOLร S Una breve historia de la primera representaciรณn de La Casa de Bernarda Alba

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Crímenes literarios El texto de La casa de Bernarda Alba zombi se hizo público por primera vez en el año 2009 a través de foros literarios digitales relacionados con el terror o con el género fantástico. Nunca esperamos, por ello, que nuestra tesis sobre la autoría de la obra fuese a causar ninguna polémica entre los lectores. Después de todo, ¿a quién le importa Pepín Bello? Y lo que es más: esos friquis que ven películas de George Romero, ¿de verdad que saben distinguir entre Lorca y Camarón? Nadie se imaginó que el asunto fuese a traer tanta cola. Después de todo, Lorca tiene muchísimas obras, la mayoría buenísimas; y no solo de teatro: también de poesía. Así que, una obra más, una obra menos… No pensamos que nadie se fuera a enfadar por ello; al menos, no demasiado. Pero lo cierto es que nos pusieron de vuelta y media. Ian Gibson, por ejemplo, nos acusó de haber inventado una «mística del perdedor» cuando aseguramos que Pepín Bello fue el verdadero autor la primera versión de La casa de Bernarda Alba. «Un crimen típicamente postmoderno», dijo Gibson de nuestra edición crítica, «arrebatar parte de su gloria al literato de mérito para dársela al segundón, al que siempre sale en el fondo de las fotos. No es un acto de justicia lo que hay tras la estrategia de venerar a Brod por encima de Kafka, o en preferir a Zelda antes que a Scott. Al contrario, porque glorificar al actor de reparto tiene la misma agenda oculta que Operación Triunfo: hacernos creer que cualquiera puede ser relevante, que basta con estar ahí, en cualquier esquina del encuadre para que alguien se fije en nosotros. La fama tiene hoy en día el valor que hace quinien120


tos años tenía la mar. Quien, por aquel entonces, sentía el deseo de lanzarse hacia lo desconocido, se enrolaba en un barco; pero quien hoy en día tiene ese mismo apetito, lo que hace es lanzarse al ruedo de la celebridad» (Gibson, 2009). Las palabras del más célebre estudioso de Lorca fueron duras y, sin embargo, certeras. ¿Cómo negar su pertinencia en los tiempos que corren? Sin embargo, Gibson se olvidaba de algo muy importante, porque nuestro descubrimiento sobre Lorca no fue el único que, en aquellos años, vino a conmocionar el medio cultural. En una carta publicada en el diario El País, Andrés Sorel recordaba al historiador británico que, en el año 2008, el Museo del Prado había hecho un descubrimiento parecido, pues una de las joyas de la institución, el lienzo El coloso, resultó no ser obra de Goya, como se había creído hasta ahora, sino de un desconocido Asensio Julià (Sorel, 2010). Y es que el perdedor o el segundón resulta ser, a veces, el verdadero protagonista, en la vida y en los realities. No obstante, en honor a míster Gibson y para darle todo su crédito, ha llegado el momento de que hagamos una confesión. Pese a estar convencidos de que Pepín Bello es el verdadero responsable del «manuscrito z», lo cierto es que las pruebas que presentamos en su momento (y que aún siguen expuestas en la introducción) no dejaban de ser circunstanciales: Una máquina de escribir rota, la existencia previa de los «putrefactos» en el imaginario de Bello, unas declaraciones de Dalí en las que revelaba que él ya conocía el «manuscrito z»… El cadáver estaba caliente y parecía que habíamos cogido al asesino con el puñal en la mano. Pero nada más lejos de la realidad. Los buenos detectives saben que cuando las pistas apuntan de una manera demasiado inequívoca hacia una persona, sin que entre las pruebas o las declaraciones aparezcan los efectos del olvido o del error policial, entonces existe un buen número de posibilidades de que las evidencias hayan sido colocadas a propósito por el principal interesado para que las encontremos. ¿Fuimos objeto de una broma urdida por el propio Pepín Bello? ¿Y si hubiese sido él mismo quien colocó en su casa aquella mancha de sangre en forma de manuscrito? Esa era la duda que nos asaltó después de haber puesto en manos del público 121


La casa de Bernarda Alba zombi y lo cierto es que, sin tener a nuestro alcance un foro apropiado donde rectificar o matizar nuestras palabras, empezamos a sentirnos, ¿por qué no decirlo ya?, empezamos a sentirnos culpables. ¿Qué derecho teníamos de arrebatarle la gloria a Lorca? ¿Nos parecía bonito enriquecernos a su costa? ¿Afirmar que sus mejores ideas las había tomado de otro? ¿Acaso no bastaba con matarlo una vez? Lo cierto es que nada de esto debería habernos preocupado, porque en el caso de que nos hubiéramos dejado engañar por Pepín y el «manuscrito z» fuera una falsificación, entonces por lo menos, éste no dejaría de tener un cierto valor postmoderno, sobre como sobre cómo la re-contextualización de una obra literaria y su autor pueden afectar al significado de esta. No, la verdad es que no teníamos miedo de haber hecho daño a Lorca, y menos aún a sus herederos ahora que los derechos de autor han expirado. Pero sí nos causaba un cierto reconcomio el estar creando falsas ilusiones en los lectores. ¿Y si Pepín no era el gran autor que estábamos diciendo que era? ¿Qué derecho teníamos a crear un héroe falso para los niños españoles? Y si resultaba que al final no era el autor de La casa de Bernarda Alba, ¿qué decirles a la gente de Nintendo? ¿Que el videojuego más vendido en España está basado en una licencia falsa? Esto era precisamente lo que nos quitaba el sueño, pero es que, además, empezamos a sentirnos un poco utilizados al ver que medios como El País se empezaban a hacer eco de nuestro descubrimiento (Mañana, 2010). Éramos muy conscientes de una cosa. Existía la posibilidad de que Pepín Bello nos estuviera utilizando post mortem para pasar a la historia como un autor de verdad.

El testigo sorpresa ¿Era Pepín lo que decía ser, o estábamos, por el contrario, ante la más pérfida mente maestra que jamás habían dado las letras españolas? Como suele ser costumbre en este tipo de historias, el testigo que tiene en sus manos la pista para resolver el miste122


Anuncio del estreno de “La casa de Bernarda Alba� publicado en 1936, con la guerra ya comenzada

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rio, aparece siempre en el último momento, abriendo de par en par las puertas del juzgado. Y eso fue precisamente lo que nos ocurrió cuando nos empeñamos en averiguar la verdad sobre todo este asunto. Aunque, para ser sinceros, tampoco es que nos empeñáramos demasiado. Hicimos el descubrimiento por casualidad. Jorge de Barnola, principal responsable de la edición del «manuscrito z», se encontraba en la Biblioteca Nacional trabajando en su nuevo proyecto, probar que William Faulkner era, en realidad, catalán, cuando, al hojear viejas publicaciones de la Guerra Civil con el fin de estudiar la vinculación del escritor de Mataró con el bando republicano, descubrió, en la portada de la revista El mono azul, un cartel de la primera representación de La casa de Bernarda Alba en 1936.

—Pero, ¡cómo! —oigo que grita Ian Gibson.

Eso que acaban de escuchar ustedes es un puñetazo encima de una mesa. Y no es de extrañar, porque los especialistas en la obra de Lorca, como Gibson, saben muy bien que La casa de Bernarda Alba no se representó hasta 1945, en la Argentina, gracias a Margarita Xirgú. «¿A quién quieren engañar ahora estos farsantes?», escribe furioso el historiador británico, dispuesto a enviar esta carta a El País si es necesario. Pero lo cierto es que ahí está la revista de Alberti, El mono azul, con la Guerra Civil apenas empezada y el nombre de Bernarda Alba asomándose por primera vez a nuestra querida España. Sorprendente, lo es; no vamos a acusar a nadie de incrédulo por no creerse lo que decimos. Dé usted también un puñetazo sobre la mesa, querido lector. Pero hay una cosa aún más extraña que la fecha del cartel: su contenido. La imagen elegida para promocionar la obra es la de Adela, que asoma la cabeza por una ventana sumida en el llanto. Hasta aquí, todo normal. Sin embargo, lejos del realismo que caracteriza la versión clásica de Bernarda Alba, en este cartel no vemos que una reja andaluza separe a Adela de la calle, ni que su casa sea una de esas típicas viviendas encaladas en la que siempre nos hemos imaginado encerrada a la familia Alba. No, en el cartel publicado por El mono azul, la casa de Bernarda Alba no es más que una calavera y, por 124


lo tanto, Adela se asoma al mundo, a España, a través de una cuenca ocular. Seca y muerta como unos ojos sin llanto, o como su amado Pepe el Romano, podrido por dentro antes de tiempo. No queda otra explicación, pues. Bernarda Alba tuvo una primera representación durante la Guerra Civil. Y lo que es más: la versión que se representó tuvo que ser la de La casa de Bernarda Alba zombi. A esta conclusión nos llevó el cartel. Por desgracia, ninguno de los titulares de la revista ni los artículos de su interior se referían a la obra o a su estreno, por lo que no podíamos comprobar directamente nuestras sospechas de que, en realidad, ya se hubiera montado una representación durante ese primer año de la Guerra Civil. Sin embargo, el cartel contenía un dato que, al tirar de él, resultó ser de mucha más utilidad que cualquier documento histórico. El cartel estaba firmado, dejando testimonio del autor de la ilustración. Un solo nombre. Nicolás. Y Nicolás no solo estaba vivo, sino que además, había sido compañero de Lorca en la compañía de teatro, La Barraca. Gracias a él encontramos, por fin, todas las respuestas que necesitábamos. —Lorca estaba totalmente en contra de representar la obra —nos aclaró Nicolás, cuando por fin logramos localizarlo; él había sido testigo presencial de los acontecimientos y, además, se encontraba en condiciones de relatar lo que había ocurrido— Verán, Lorca cambió mucho cuando estalló la guerra. Le entró miedo. No era el Lorca que habíamos conocido: jovial, lenguaraz e insolente. Nos había enseñado esta obra maravillosa, Bernarda Alba, mientras nos encontrábamos de gira durante los primeros meses del 36, y en seguida decidimos que sería nuestra próxima obra, pero de repente, cambió de opinión y decidió dejar La Barraca. Ya estaba todo listo para montar la obra. Yo me encargué de la escenografía, de los decorados y de las ilustraciones de promoción. Y, entonces, Lorca se fue sin dar ninguna explicación. Lo único que nos dijo es que la obra no podía representarse tal y como estaba, que tenía que hacer algunos cambios.

—¿Qué tipo de cambios? 125


Retrato de Lorca como San Sebastiรกn (1937)

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—Los muertos. Quería quitar todo eso de los muertos que regresan al mundo de los vivos. Y especialmente, que Pepe el Romano fuera uno de ellos. Pero, en mi opinión, eso le quitaba fuerza a la obra. Intentamos convencerlo de que no lo hiciera. Mencionó la guerra. Pero le dijimos que, precisamente, la guerra hacía que su obra fuera más necesaria. Cuando la había escrito no sabía que algo así iba a suceder. Después de cinco años de democracia, ¿quién se iba a imaginar que aquello que creímos muerto y enterrado se fuera a levantar de su tumba? Recuerdo que Bernarda Alba me inspiró un dibujo tremendo para uno de sus decorados. Era una de esas tierras vacías y yermas de Granada con un único signo de vida en medio del paisaje: un toro solitario campando por el horizonte mientras de las entrañas del suelo se alzan dos cadáveres. Me parecía que aquella imagen resumía la esencia de lo que era nuestro país. De lo que había sido siempre. Eso era lo que nos había dado Lorca en Bernarda Alba. Una mezcla de tradición y muerte. En La Barraca estábamos todos entusiasmados con la metáfora que se le había ocurrido. Eso de los zombis y las chicas encerradas en casa. Porque eso era España. Pero, en realidad, ese fue siempre el problema de Lorca. Que cuando construía una metáfora, en realidad nunca era una metáfora de verdad. Cuando Lorca se obsesionaba con una imagen es porque esa imagen, por absurda que pareciera, era real. Nicolás Martínez Cerezo sabía bien de lo que estaba hablando ya que, por aquel entonces, se había repartido con José Caballero las labores de diseño y figurinismo en la compañía teatral que creara y dirigiera Federico García Lorca. Nadie mejor que él sabía lo que estaba pasándole por la cabeza a Lorca en aquellos momentos. —Lo que quiero decir es que Lorca tenía un defecto. Todo lo que escribía, se hacía realidad. Por ejemplo, en cuanto estalló la guerra empezó a obsesionarse con fragmentos de algunas de sus obras. Estaba ese poema que decía:

Cuando se hundieron las formas puras bajo el cri cri de las margaritas comprendí que me habían asesinado. Recorrieron los cafés y los cementerios y las iglesias, 127


Abrieron los toneles y los armarios, destrozaron tres esqueletos para arrancar sus dientes de oro. Ya no me encontraron ¿No me encontraron? No. No me encontraron.

—Es de Poeta en Nueva York —continuó Nicolás—, lo había escrito como cinco o seis años antes. No podía quitárselo de la cabeza. Y decía: «me iré, me iré a Granada para que me puedan encontrar». Intentamos convencerle de que no hiciera una locura, de que Madrid era mucho más seguro, pero no hubo manera. Buñuel fue el que más se empeñó. Un día, ya no pudo más y le soltó a Lorca un bofetón. «Aquí no eres nadie», le dijo desesperado, «pero en Granada, te matarán por maricón». No sirvió de nada. Solo después de su muerte, entendimos por qué puso tanto empeño en ir a su encuentro. La noticia llegó dos o tres meses más tarde, cuando estábamos empezando los preparativos para montar Bernarda Alba, en contra de los deseos de Lorca. Oímos que lo habían matado el 19 de agosto. Se me heló la sangre cuando me enteré, porque verán, «Así que pasen cinco años» es el nombre de otra de sus obras. Y siempre repetía uno de los diálogos de esta obra cuando le pedíamos que nos explicara qué quería decir con aquellos versos de Poeta en Nueva York. Era algo que decía uno de sus personajes, el diálogo aquel: «así que pasen cinco años caeremos todos en un pozo sin fondo». Pues bien, cuando nos enteramos de la fecha de su muerte, ese 19 de agosto de 1936, no sé, tuve una corazonada, se me heló la sangre como he dicho, y corrí a abrir el baúl donde guardábamos los libretos de las obras que nos había dejado Lorca. Allí estaba. Así que pasen cinco años. Esta tampoco la habíamos representado nunca. Tampoco había sido publicada por ninguna editorial. Y en la última página del manuscrito figuraba una fecha. La fecha en la que Lorca había terminado de redactarla. 19 de agosto de 1931. Por eso tenía tanta prisa en volver a Granada. Tenía una cita con la muerte a la que no podía faltar. Sí, ese era el problema de Lorca, que todo lo que escribía se hacía realidad; y por eso decidimos cancelar Bernarda Alba: habíamos empezado a matar a nuestros vecinos y a nuestros hermanos, así que lo único que nos faltaba es que estos empezaran a volver de las tumbas. 128


Collage realizado a partir del dibujo original que “inspiró” a Vázquez Las Hermanas Gilda

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Del trabajo de Nicolás para aquel frustrado primer montaje de La casa de Bernarda Alba zombi habían sobrevivido algunas ilustraciones y bocetos que guardaba celosamente en una carpeta de color rojo. Estaba el cartel de la casa calavera; el diseño del toro del que nos había hablado; un figurín de Bernarda Alba, inspirado en la película de Blancanieves estrenada ese mismo año; así como ilustraciones a todo color de varias escenas de la obra con la que hemos decidido acompañar este volumen. Muchas dudas acerca de los accidentados comienzos de la obra magna de Lorca habían quedado, por fin, despejados. Pero quedaba sin resolver la principal cuestión al respecto. ¿Quién era el verdadero autor de la obra? No parecía ser un asunto fácil de abordar. Nicolás, memoria viva de España, saltaba de un tema a otro ahora que habíamos abierto la caja de Pandora. —La sexualidad, esa es la clave —insistió dejándose llevar por sus recuerdos—. Eso es algo que intenté reflejar en los dibujos que hice para la obra. Eros, Thanatos… Ese es el tema principal de nuestra literatura. Y de lo que no es literatura. ¿Conocen Las hermanas Gilda? Una de las obras cumbre del costumbrismo español. Pues bien, Vázquez se inspiró en Bernarda Alba para hacer Las hermanas Gilda. Un día estábamos tomando unas cañas… Mejor dicho, un día estaba invitándole a unas cañas cuando le conté mi teoría de que las hijas de Bernarda Alba son, en realidad, lesbianas. ¿Y sabe lo que hizo después? Pues que empezó a publicar Las hermanas Gilda. ¿Las han leído? Fíjense bien. Lean con atención las primeras entregas. Es un tebeo para niños, pero no es difícil ver entre líneas que esa pareja de hermanas, en realidad, son hermanas y son amantes también. Eso fue lo que hizo Vázquez. Robarme la idea. —¿Dónde pensaban representar Bernarda Alba antes de que Lorca cancelase la producción? —dije para cambiar de tema. —En el Círculo de Bellas Artes, creo recordar —respondió Nicolás, volviendo al asunto que nos interesaba—. Nos patrocinó la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura, la misma que editaba El mono azul. La idea era estrenarla en Madrid y, luego, llevarla más allá de la sierra del Guadarrama en cuanto nuestras tropas fueran entrando, primero en Segovia, luego en Ávila y, más tarde, por todo el Norte. Pero 130


eso nunca ocurrió. Y, como le decía, hubo cierta discusión sobre el texto. Alberti, nuestro enlace con la Alianza de Intelectuales Antifascistas, guardaba reservas sobre algunas escenas e imágenes como, por ejemplo, aquella en la que un niño bebe agua contaminada de un pozo y se transforma en un muerto viviente, o esa otra en la que se dice de Pepe el Romano que «un clavel de entrañas se le derrama del estómago». Pensaba que ya teníamos suficiente con la que nos estaba cayendo, como para encima ofrecer al público descripciones tan gráficas de cosas que, muy probablemente, habían visto con sus propios ojos.

—¿También él se puso del lado de Lorca?

—Yo diría que fue él quien le convenció de que corrigiera la obra. Que le quitara los muertos vivientes, los evisceramientos, toda la parte divertida.

—¿Y los demás qué opinaban?

—Buñuel era el único que estaba a favor de los zombis.

—¿Y Pepín Bello?

De repente, escuchamos el ruido de los niños saliendo al patio de un colegio cercano a la hora del recreo y, después, nada más que eso. Si fuera de noche se habría escuchado el cri cri de los grillos. El saloncito donde estábamos entrevistando a Nicolás había quedado sumido en un repentino silencio. Nicolás parecía estar más entretenido siguiendo con los ojos el movimiento de una mosca, que interesado por la conversación que, hasta entonces, le había entusiasmado tanto. Y después de haber mencionado el nombre de Pepín, ya fue imposible hacerle retomar el hilo de la historia, por lo que decidimos dejar el resto de la entrevista para otro día.

Viva Pepín La carrera de Nicolás Martínez Cerezo se prolongó mucho más allá de su breve relación con Federico García Lorca y el teatro popular español. Después de la cancelación de aquella primera 131


Bernarda Alba, Nicolás siguió desempeñando sus labores como escenógrafo y figurinista en La Barraca, hasta que, en el año 40, su nombre apareció en la nómina (y, a veces, en el elenco) del Teatro María Guerrero, dirigido entonces por Luis Escobar. —Escobar era hijo del Marqués de Valdeiglesias y la Marquesa de las Marismas y, por lo tanto, estábamos en bandos opuestos. Sin embargo, amaba a Lorca. Yo tenía la única copia de Bernarda Alba que sobrevivió a la guerra. Su lectura le fascinó y me contrató con la esperanza de que algún día pudiéramos montarla.

—¿Durante el franquismo?

—Se sorprenderían... Resulta que Escobar era el Jefe de la Sección de Teatro de la Jefatura de Propaganda del Ministerio de Interior. En cristiano: resulta que, lo crean o no, el mismísimo Marqués de Leguineche era la persona que decidía que obras se estrenaban y cuáles no. El censor teatral supremo. Y resulta que era el mayor fan de Bernarda Alba en todo el país. Le volvía loco. Cuando se acordaba de la obra, rompía en carcajadas de felicidad: «Ji, ji, ji. Muertos vivientes, nenitas encerradas en su casa… ¡y los generales sentados divinamente en sus palcos sin enterarse de nada!». Pero, por supuesto, aquel montaje tampoco llegó a buen puerto. Y, a partir de entonces, la pista de Nicolás empezó a perderse, aunque de algún modo u otro siguió vinculado a las tramoyas teatrales y al mundo de la ilustración. Curiosamente pesó sobre él la misma maldición que pesó sobre la obra Lorca durante el franquismo. Aunque los dibujos de Nicolás tienen una apariencia inocente, como los textos de Lorca, casi infantil podría decirse, y a pesar de que estos tampoco exhibieran un contenido directamente crítico hacia el régimen, pues en realidad siempre se refieren a algo más trascendente o universal, al ver los dibujos de Nicolás o al leer los textos de Lorca, en aquella época y aunque no estuviera expresamente prohibido, uno no podía por menos que mirar hacia uno y otro lado por encima del hombro para asegurarse de que no le estuviera viendo nadie. Había un cierto miedo a detener la mirada en ellos por demasiado tiempo. Como si la longitud de onda de sus colores pudiera meter ideas extrañas en la cabeza de sus lectores. 132


Igual que a Luis Escobar (Las aventuras de Enrique y Ana, Buenas noches señor monstruo) a Nicolás la fama le llega en la década de los ochenta y en el ámbito de la narrativa infantil

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Es por ello que Nicolás no tiene un nombre asiduo en la prensa cultural hasta la llegada de la democracia. Entonces, sus ilustraciones empiezan a aparecer en La Codorniz y en la revista Semana, aunque es en la editorial Bruguera donde, por fin, Nicolás encontra su verdadero público. Las revistas Zipi y Zape y Pulgarcito publican personajes suyos como Don Marino y su submarino o Maladona, el futbolista chino. Y es que el surrealismo dadaísta de Nicolás ha resultado tener una especial acogida entre los lectores infantiles. ¿Quién podría haber imaginado que el primer creador gráfico de Bernarda Alba se haría célebre, décadas más tarde, con un personaje llamado La gorda de las galaxias? —En realidad, hay detrás de ambos personajes el mismo principio —nos contó Nicolás una semana más tarde, durante nuestra segunda visita a su casa—. Bernarda y La Gordi son personajes telúricos. Fuerzas de la naturaleza. Y la naturaleza puede ser beneficiosa para los seres humanos o, todo lo contrario. Eso es lo que pasa con Bernarda. No sabe cómo canalizar su desbordante poder porque, dentro de la cultura en la que vive, ella y su familia están abocadas a la parálisis. Sin la posibilidad de moverse, sin un lugar adonde ir, todos esos poderes que Bernarda podría haber utilizado para favorecer a sus hijas, los acaba usando para impedir que salgan de casa. La gorda de las galaxias es igual, solo que con una importante diferencia. Ninguna fuerza represiva la afecta, por lo que acaba empleando su talento para ir de un lado a otro del universo ayudando a quien lo necesite. Nos habíamos presentado en casa de Nicolás dispuestos a que nos revelase qué papel había tenido Pepín Bello en la redacción del «manuscrito z», pero hasta el momento solo habíamos conseguido que nos hablase de su carrera como ilustrador. Nos recibió de nuevo en su saloncito; con las paredes cubiertas por sus propios dibujos y la mesa repleta de sus utensilios de trabajo: rotuladores, acuarelas, lápices, papel y una máquina de escribir. Sin embargo, Nicolás no le quitaba ojo a la misteriosa caja de madera, con decenas de signos de interrogación labrados sobre la superficie, que Jorge de Barnola, capitán entre filólogos, había traído consigo durante aquella nueva visita a su 134


casa y que, ni siquiera durante un solo instante, había levantado de su regazo, donde la había mantenido apoyada desde que tomase asiento. Jorge no había abierto la boca desde que hicimos acto de presencia aquella mañana. Tan solo quería ver cuál era la reacción de Nicolás cuando viese el objeto. Pero Nicolás todavía no había dicho nada. Tan solo miraba la caja de reojo de cuando en cuando, nervioso, mientras seguía hablando de sus creaciones. Por la manera en que sus ojos lanzaban dardos a la caja, comprendimos que Nicolás había leído la placa, grabada en plata que llevaba atornillada en la tapa. «No abrir hasta que pasen cien años», decía la placa. Era la caja que los herederos de Pepín Bello habían encontrado a su muerte en su despacho y, como quiera que esperar un siglo para descubrir sus tesoros les pareció un poco inconveniente, la abrieron de inmediato. Dentro de la caja, habían encontrado el «manuscrito z», y pensando que podía tener algún valor editorial, se lo enviaron al profesor Jorge de Barnola, cuyo nombre empezaba a apuntar maneras revisionistas. Los ateneos y los círculos filológicos estaban revolucionados por una serie de artículos en los que abogaba por una ampliación de la Generación del 27, proponiendo la inscripción de nuevos miembros como Ernest Hemingway y, sobre todo, Concha Piquer. —¿Y Pepín Bello? —preguntamos de nuevo a Nicolás, quien miraba fijamente la caja; la cual, evidentemente, había reconocido. —¡Oh! Éramos amigos. Esa caja —dijo Nicolás, quedándose pensativo—, fue el regalo que le hice en su centenario. Por eso la estaba mirando. Nos reuníamos siempre con motivo de nuestros respectivos cumpleaños. Sin abrir aún la boca, Jorge se levantó de su asiento y colocó la caja de madera delante de Nicolás. Desde que entramos aquella segunda vez en la casa, Jorge no le había quitado ojo a la máquina de escribir que Nicolás tenía junto a sus útiles de dibujo. Ya en nuestra visita anterior se había percatado de ella, así que en esta ocasión estaba preparado. Estaba convencido de que aquella era la clave de todo este asunto. Así que, sin mediar 135


Edición de Historia y crítica de la literatura española (1979), dirigida por Francisco Rico

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explicación, Jorge cogió un folio de la mesa, lo introdujo bajo el rodillo de la máquina de escribir y, a continuación, pulsó repetidas veces las teclas «p» y «t», como si estuviera enviando un mensaje telegráfico al pasado. —Esta es la pista que faltaba —sentenció al ver el texto que había quedado impresa en el papel.

En el folio podía leerse claramente «DU BUDA MADRE».

—¡Es la Olympia Modelo 7 con la que se escribió el «manuscrito z»! —sentenció Jorge. —Pepín me regaló esa máquina de escribir hace muchos años —dijo Nicolás en cuanto le pedimos explicaciones—. En recuerdo de cuando nos conocimos, en el año 32, en casa de Ramón Gómez de la Serna. Allí fue donde empezó todo. Allí fue donde nació… La casa de Bernarda Alba. Nos sentamos todos de nuevo para escuchar con atención la historia que Nicolás tenía que contarnos. Intuimos que en ella encontraríamos, por fin, la pieza que faltaba en nuestra investigación. —Gómez de la Serna había vuelto de París, donde había estado viviendo unos años y nos invitó a varios amigos a su torreón de la calle Velázquez para ver una película. Nos hizo entrar en una habitación, toda cubierta de fotos y dibujos, como ésta donde ustedes se encuentran. En el centro había colocado un proyector Agfa de 16 mm. con varios rollos de cinta. El caso es que, durante el tiempo que estuvo en París, Gómez de la Serna había coincidido con Alfonso XIII, quien acababa de empezar su exilio, y era justo él quien le había regalado el proyector; el mismo con el que había proyectado películas sicalípticas en el Tablao del Villa Rosa. Un tiempo más tarde, desde su retiro en Cannes, el ex monarca le envió a Gómez de la Serna su último descubrimiento: varios rollos de una película que le había ganado a un americano en una partida de póker. «No tengo ni idea de lo que es, Ramoncín, pero sé que a ti te gustan las cosas extravagantes», le escribió. Y ya lo creo que le gustó la película. Nos gustó a todos. 137


«Así fue como conocí a Pepín Bello, a Federico García Lorca, a Bela Lugosi y al resto. Viendo aquella película. White Zombie; La legión de los muertos sin alma, se llamaba. Creo que ninguno habíamos visto Drácula todavía y no sabíamos quién era Lugosi, pero el caso es que la película causó una profunda impresión en todos nosotros. Era la primera vez que Gómez de la Serna ponía en marcha el proyector y se le escapó una lágrima cuando acabó la película. Nunca había visto nada parecido. Un terrateniente haitiano invitaba a una joven pareja a su finca para celebrar su matrimonio. Sin embargo, el terrateniente albergaba oscuros designios para la futura esposa: convertirla en zombi mediante vudú, hacerla pasar por muerta y, cuando su viudo volviera a Europa, revivirla para tenerla a su lado para siempre. A Alfonso XIII no le había gustado la película, pues según le había dicho a Gómez de la Serna, le parecía muy poco realista. «¿Cuándo se ha visto que las mujeres no vayan en tetas allí en el Caribe?», argumentó. Sin embargo, a Gómez de la Serna no solo le había encantado sino que, además, el regalo le causó una profunda emoción. No se había imaginado que su antiguo rey tuviera un conocimiento literario tan vasto. De lo contrario, ¿cómo había podido saber que él, Ramón Gómez de la Serna, había escrito unos años antes el primer relato de zombis de la historia, un cuento titulado La mano? Sin duda ese era el motivo por el que le había regalado la película y el proyector. »Pero a quien la película causó una impresión más honda fue a Pepín Bello. No podía quitársela de la cabeza. Y de ahí salió todo: los putrefactos y, luego, la obra de teatro… Todo.» —Así que, ¿fue él quien escribió La casa de Bernarda Alba? —¿Pepín? —dijo Nicolás, extrañado—. Pepín era incapaz de escribir una sola coma por sí mismo. —¿Entonces? —Él solo pasó a limpio el libreto con esta máquina de escribir. La casa de Bernarda Alba zombi la escribimos entre todos. No fue difícil. Pepín tomó la premisa de la película que nos proyectó Gómez de la Serna; una premisa más vieja que el tiempo y en la que, sin embargo, vio reflejada la historia de nuestro 138


país. La novia secuestrada y encerrada en la prisión de una casa. A eso le añadimos los zombis y el resto vino sobre rodado. Solo tuvimos que abrir los ojos, aguzar los oídos y escribir sobre lo que habíamos visto y oído. A Buñuel se le ocurrió ambientar la historia en la España profunda; Dalí introdujo la trama de la rivalidad entre hermanas, inspirándose en la que mantenía con la suya, Anna María; y a mí… bueno, a mí se me ocurrió aprovechar también el elemento fantástico de la película. Al principio, lo de los zombis iba a ser una especie de broma. Me hacía gracia eso de que los muertos campearan por tierras y calles, sin que para los vivos esto causara gran sorpresa o se saliera de lo común. De hecho, así eran las cosas en realidad. España ha sido siempre muy de mezclar lo muerto con lo vivo. ¿En cuántos pueblos de La Mancha siguen las mujeres limpiando las tumbas de sus maridos? Lo zombi encajaba perfectamente bien con la historia de aquellas mujeres. No estábamos haciendo nada original. Nos pusimos a contar la historia de nuestras hermanas, de nuestras primas, de nuestras madres. La historia de cualquier mujer. Una historia constituida por ausencias. No tuvimos que inventar nada. Y, sin embargo, nos faltaba algo, pero Pepín fue el único que se dio cuenta de ello. Nos faltaba un personaje. El más importante de todos: el autor. «Fue entonces cuando elegimos a Lorca. No podía ser otro. Con él al mando, todo lo que la obra tenía de anecdótico se volvió trascendente. Bernarda Alba, que en realidad era un personaje inspirado en la estanquera de la calle Serrano a la que Pepín solía comprarle sus puros, una mujer vulgar e ignorante como tantas otras, se convirtió, al estar firmada por Lorca, en un símbolo único, en la única bandera verdadera de nuestro país. Prestándonos su nombre, Lorca nos ofreció el sacrificio definitivo: convertirse en un instrumento para reflejar nuestra cultura, un espejo de lo que somos que solo pudo alcanzar la perfección con su muerte. Él lo entendió mejor que nadie, en cuanto leyó el libreto de la obra que escribimos entre todos. Entendió que debía ser su autor. Y entendió que, igual que ocurría con otras de sus obras y poemas, sus imágenes acabarían haciéndose realidad. Por eso volvió a Granada, como los zombis de Bernarda Alba. Porque Lorca supo que estaba llamado a ser el muerto viviente más famoso de la historia de España. » 139


Ante ello solo quedaba agachar la cabeza y asentir, quizá, ante lo que en su momento dijera Ian Gibson sobre la fama. Para el común de los mortales, para gente como Nicolás, como nosotros, como quizá también para alguien tan humilde como Gibson, la fama no es más que la aventura: el único territorio virgen que queda por explorar. Pero quien conoce la fama de verdad sabe que no hay en ella nada nuevo que descubrir. Quien consigue lo que consiguió Lorca, es decir: convertirse, dentro de las páginas de la Historia, en eso que solo los grandes personajes de la literatura son dentro de las novelas; quien realmente consigue eso que solo consiguió Lorca, sabe que cuando uno lee un libro, cuando uno ve una película, no importa quién sea el autor. Porque, cuando uno mira, siempre se ve a sí mismo.

Y en la imagen de uno, en la imagen de Lorca: todos.

Hemeroteca GIBSON, Ian (2009) El Estado debe buscar de una vez a Federico García Lorca, en El País, 30/12/2009 SOREL, Andrés (2010) «Cartas al director», en El País, 4/1/2010 MAÑANA, Carmen (2010) «Clásicos en la batidora», en El País, 20/3/2010

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Lorca in the sky with diamonds

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