EL JUICIO UNA MIRADA CRÍTICA AL PROCESO Y A SU SENTENCIA QUE MARCARÁN EL DESTINO DE CATALUNYA Y DE ESPAÑA
Iñigo Sáenz de Ugarte
La mirada crítica y objetiva a un juicio cuyo desarrollo y sentencia afectarán a la vida política del país, y no solo a la relación entre España y Catalunya. El Juicio es mucho más que una serie de crónicas de lo ocurrido en el intento de encontrar solución al problema de Catalunya mediante el recurso al Código Penal. Iñigo Sáenz de Ugarte observa todo lo que pasa, pero con la distancia de un periodista experimentado que no toma partido más que por el derecho y la justicia. El otro gran valor de este libro es su capacidad sintética. El autor jamás se pierde en detalles sin importancia, pero los señala y amplifica para ponerlos al desnudo con el único objetivo de que demuestren la verdad jurídica y política de lo que ha ocurrido en esta causa de la Sala Segunda del Tribunal Supremo. Desde el comienzo, el relato de Iñigo Sáenz de Ugarte se vuelve adictivo. La inteligencia de su mirada le permite no ser neutral, y no mirar tampoco desde los intereses representados en esta tragicomedia española: desde los de una justicia poco imparcial hasta los de un Estado impotente y cerril, y un independentismo cegato e ingenuo. ACERCA DEL AUTOR Iñigo Sáenz de Ugarte (Vitoria, 1963) es periodista y miembro fundador de la redacción de eldiario.es, del que es subdirector. Ha sido corresponsal en Jerusalén para la Cadena SER, y en Londres para Público, del que fue redactor jefe de Internacional. Trabajó varios años en Informativos Telecinco, donde fue editor de informativos y cubrió noticias en países como Israel, Palestina, Irak y Afganistán, entre otros. Escribe el blog Guerra Eterna desde 2003, fundamentalmente sobre política internacional. ACERCA DE LA OBRA «Sáenz de Ugarte escribe con una perspectiva de conjunto realmente necesaria para aportar sensatez a un debate que hasta ahora ha resultado muy poco analítico y demasiado visceral. Su carácter singular en semejante contexto es el mejor motivo para leer este libro.» Joaquim Bosch, en el prólogo
El Juicio Una mirada crítica al proceso y a su sentencia que marcarán el destino de Catalunya y de España
Iñigo Sáenz de Ugarte Prólogo de Joaquim Bosch
© 2019, Iñigo Sáenz de Ugarte Primera edición: octubre de 2019 © de esta edición: 2019, Roca Editorial de Libros, S.L. Av. Marquès de l’Argentera 17, pral. 08003 Barcelona actualidad@rocaeditorial.com www.rocalibros.com www.eldiario.es Impreso por QPPRINT Miquel Torelló i Pagès, 4-6 Molins de Rei 08750 Barcelona ISBN: 978-84-17167-37-0 Depósito legal: B-22268-2019 Código IBIC: JP Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
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Prólogo
Como diría Santiago Rusiñol, cuando alguien pide justicia, lo que está reclamando realmente es que le den la razón. En un proceso judicial las razones suelen ser contrapuestas, por lo que solo un órgano judicial está legitimado para aplicar el ordenamiento jurídico. El juicio contra los dirigentes independentistas catalanes ha sido quizás el que más pasiones ha despertado en toda nuestra historia democrática. Para ello contaba con todos los ingredientes, entre ellos la intervención de los principales agentes políticos del país, el incremento de preocupantes fobias territoriales, los riesgos de ruptura de la unidad de España o la privación de libertad de cargos públicos de notable relevancia. Así pues, no nos puede sorprender que este juicio se haya visto acompañado por la algarabía ciudadana, el barullo mediático y los alegatos públicos sin matices (ciegamente a favor o en contra de la condena de los acusados). Entre tantas visiones parciales, la voz del periodista Iñigo Sáenz de Ugarte ha representado una de las escasas excepciones que han intentado explicar con rigor, independencia y ecuanimidad lo que se debatía en esta vista oral. Y esa atinada perspectiva también le ha permitido alcanzar conclusiones acertadas sobre la sentencia. De manera admirable, este libro traslada a la sociedad su labor como testimonio periodístico de alto nivel, para propiciarnos reflexiones muy oportunas. El autor desarrolla una incisiva crónica judicial de las sucesivas sesiones, con ritmo vibrante, que refleja fielmente las posiciones de las partes durante esa fase final pública del proceso. Y sabe traducir el lenguaje jurídico de forma que sea comprensible para los lectores. Sin embargo, no se limita a desempeñar una función meramente notarial, sino que utiliza todo tipo de
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recursos, sobre todo una marcada ironía con la que consigue un distanciamiento muy bien logrado de las solemnidades que albergan los vetustos muros del Tribunal Supremo. Además, Sáenz de Ugarte acierta al utilizar alusiones cinematográficas especialmente sugestivas. Y en su relato destacan las comparaciones y metáforas vinculadas a la dura esgrima procesal que se constató en algunos interrogatorios, con abundantes referencias a duelos, escenas pugilísticas o situaciones bélicas. Toda narración de calidad se apoya en unos personajes singulares. Y el autor traza cuidadosamente sus siluetas. No lo lleva a cabo con una descripción de sus trayectorias o con una mirada personal sobre lo que representan. Al contrario, nos muestra en acción a los protagonistas y podemos entender sus rasgos característicos a través de sus actos en el propio juicio. Así podemos percibir con claridad el papel central para dirigir los debates de la figura omnipresente del magistrado Manuel Marchena, presidente del tribunal. Quedan también muy acentuados los perfiles de los fiscales y de los abogados defensores, de los principales acusados y de los testigos más significados. Incluso, a través de menciones ajenas, sobrevuela durante las sesiones de forma constante la alargada sombra de Carles Puigdemont, el gran ausente de este juicio. Iñigo Sáenz de Ugarte nos presenta una trama dinámica, con conflictos al principio contenidos que progresivamente se van agudizando. La lógica contraposición entre acusaciones y defensas. La contienda verbal entre miembros de la Guardia Civil y de los Mossos d’Esquadra. Y, sobre todo, las crecientes tensiones entre los letrados de los acusados y el magistrado Manuel Marchena, al que acaban acusando de parcialidad, por no permitir la exhibición de imágenes durante las declaraciones; los abogados defensores también le reprochan la práctica de un doble rasero en su permisividad ante las respuestas de los testigos, que beneficiaría a la acusación. A lo largo de las sesiones se evidencian las dificultades para que se pueda probar la concurrencia del delito de rebelión, el gran caballo de batalla del Ministerio Fiscal. Este tipo penal exige un alzamiento violento para declarar la independencia de una parte del país. La acusación de la fiscalía generó bastantes dudas entre los juristas españoles, pero también en otros países europeos. No quedó determinado en el juicio cómo y cuándo
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habría tenido lugar el alzamiento. Por otro lado, la violencia debe estar dirigida directamente a la finalidad de conseguir un estado independiente, ha de revestir cierta trascendencia para imponer ese objetivo y debe poder ser atribuida a los acusados. Sin embargo, como refiere el autor, a lo largo de las sesiones se fueron sucediendo los interrogatorios sobre episodios violentos más bien periféricos, de escasa magnitud y de cuestionable imputación a los dirigentes independentistas. Los incidentes de la concentración ante la Conselleria de Hacienda del 20 de septiembre de 2017, al igual que los enfrentamientos durante la celebración posterior del referéndum del 1 de octubre, parecían responder más a la idea de desobediencia política que a la noción de una sublevación violenta. La circunstancia de que se produjeran agresiones o daños puntuales no implicaba que fueran de una entidad cualitativa ni cuantitativa que pudiera representar un delito de rebelión. El encaje parecía muy forzado, a la vista del desarrollo del juicio. Todas estas insuficiencias probatorias, detectadas durante el juicio, se han visto reflejadas en el análisis final que realiza el autor de una sentencia que excluye de manera terminante la concurrencia de rebelión, pero califica como sedición lo ocurrido en esas dos fechas clave. Desde su perspectiva privilegiada en la propia sala de vistas del Tribunal Supremo, el autor describe de manera elocuente los trucos en los interrogatorios, las argucias en los enfoques, las estrategias procesales, las tentativas de las partes por conducir los hechos al terreno que pueda resultar más favorable. Por un lado, el autor subraya los intentos de las acusaciones para acreditar el delito de rebelión y otras infracciones penales, a veces desde visiones casi apocalípticas, poco acordes con los hechos ocurridos. Por otro lado, también resalta los afanes de minimización de los hechos por parte de las defensas, empeñadas en mostrar situaciones de conflicto indiscutible como una especie de reivindicación lúdica. Al final, como se apunta en las últimas páginas, la sentencia se ha fundamentado de manera jurídicamente discutible en el delito de sedición, a petición de la Abogacía del Estado, aunque también incluye condenas por malversación y por de sobediencia. Sáenz de Ugarte constata la dureza de las penas y la posible colisión con el derecho fundamental de manifes-
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tación, que será una cuestión esencial a analizar por la jurisdicción europea. También relata la incómoda situación en la que queda la Fiscalía y el desconcierto de los sectores más conservadores del país, ante el descarte categórico por parte del Tribunal Supremo de las teorías de la rebelión, del alzamiento violento y del golpe de Estado. No resulta difícil observar entre líneas algunas de las preocupaciones del autor. El absurdo de pensar que un conflicto territorial de tan amplias dimensiones puede resolverse por vías exclusivamente penales, sin intervención de mecanismos de negociación política. Los riesgos ante reacciones estatales desproporcionadas, a menudo surgidas desde la precipitación, el cortoplacismo y la presión de determinados sectores. Los callejones sin salida a los que lleva el unilateralismo soberanista, al negarse a aceptar un ordenamiento jurídico que es la base de toda sociedad democrática, sin perjuicio de las reformas que se deban abordar. Todas estas efusiones están reflejadas en el libro. Resultan contrarrestadas con perspicacia, solidez informativa y racionalidad intelectual. También se detecta la convicción de que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos se pronunciará necesariamente sobre bastantes de las decisiones más controvertidas que se han adoptado a lo largo del procedimiento. Cabe añadir los aspectos positivos que trae consigo el hecho de pertenecer nuestro país a los organismos europeos ante situaciones internas de extremada crispación cívica, política e institucional. Sin duda, la revisión que pueda efectuar la jurisdicción europea se abordará en un contexto más desapasionado. Estas páginas de Iñigo Sáenz de Ugarte no solo son una excelente crónica judicial. También se trata de una obra imprescindible para captar todo lo que ha rodeado la mayor crisis constitucional de nuestro país en este siglo. Aporta una perspectiva de conjunto realmente necesaria para aportar sensatez a un debate que hasta ahora ha resultado muy poco analítico y demasiado visceral. Su carácter singular en semejante contexto es el mejor motivo para leer este libro. Joaquim Bosch
Introducción
«Justicia» y «libertad» son palabras que los políticos repiten hasta la exasperación. En los últimos años, y a causa de la crisis de Catalunya, se han unido otras como «Estado de derecho» y «Constitución». Los conceptos que políticos y periodistas utilizan con profusión tienen a veces un periodo de caducidad de veinticuatro horas o menos. En otros casos, se insiste en ellos con tanta frecuencia que no es raro que terminen perdiendo su significado o que este quede alterado en función de los intereses particulares de quienes los emplean. En un tribunal de justicia, las palabras importan. Las que enarbolan fiscales y abogados defensores. Las que esgrimen acusados y testigos. Y al final, por encima de todas ellas, las que redacten los jueces en la sentencia. Con estas últimas, se cierra toda discusión a partir de los hechos probados que aparezcan reflejados en el texto. No es lo que ocurrirá con la sentencia de la causa especial 3/20907/2017 que se inició en el Tribunal Supremo el 12 de febrero de 2019. Lo que podríamos llamar el «juicio del procés» puso en el banquillo de los acusados a doce personas, de las que nueve estaban en prisión preventiva. Oriol Junqueras, Raül Romeva, Joaquim Forn, Jordi Turull, Josep Rull, Jordi Sànchez, Carme Forcadell, Jordi Cuixart y Dolors Bassa eran los presos preventivos. Los otros acusados eran Meritxell Borràs, Carles Mundó y Santi Vila. Todos ellos ocuparon sus puestos como presuntos responsables del proceso político que tenía como objetivo, nunca culminado, crear una república catalana separada de España. Esta introducción está escrita antes de conocer la sentencia. Solo el epílogo fue escrito después de su publicación el 14 de octubre. Tampoco se han alterado las crónicas que componen
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este libro, publicadas en eldiario.es, una vez conocido el veredicto. Sí ha habido correcciones de estilo, una vez terminado el juicio; se han ampliado unas pocas transcripciones de frases que habían quedado incompletas y se ha escrito algún capítulo más sobre un par de sesiones a las que no pude asistir por esa mala costumbre del periodismo de hacer varias cosas al mismo tiempo. En esos casos, he utilizado como base las grabaciones de las sesiones, además de crónicas publicadas en eldiario.es y otros medios. No sé si con éxito, pero una de mis prioridades ha sido siempre no dar por hecho al lector que yo sabía o intuía cuál iba a ser el desenlace. Porque, aunque nadie lo diría al leer lo que publican los medios de comunicación, los periodistas no podemos ver el futuro. Y mira que lo intentamos, casi siempre con resultados nada brillantes. El mayor ejercicio especulativo reside en algo que debe estar en una crónica judicial: intentar descubrir la solidez o la debilidad de los argumentos que presentan las acusaciones y las defensas; si puede ser, al contrastarlos con hechos conocidos. La sentencia no cerrará el procés. Es algo que ya sabíamos el 12 de febrero. No es solo porque las defensas recurrirán el fallo ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. La justicia tiene un gran poder, pero no el de clausurar debates políticos arraigados en la sociedad y ante los que no hay soluciones fáciles. Solamente está en condiciones de establecer la responsabilidad de unas personas que han sido acusadas de cometer delitos concretos. Lo que sí podemos decir de este juicio y de su sentencia es que tendrán una enorme influencia en el debate político de los próximos años y, en definitiva, en el destino de Catalunya y de España. Por último, quiero agradecer el trabajo de edición hecho para este libro por Enrique Murillo. Y a dos compañeros de redacción, Pedro Águeda y Oriol Solé, que también cubrieron el juicio y cuya opinión siempre fue valiosa. Y a toda la redacción de eldiario.es, sin cuyo trabajo no existiría ese medio y, por tanto, este libro.
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12 de febrero Un juicio con la vista puesta en Estrasburgo
Era el primer día del juicio del procés en el Tribunal Supremo y ya muchos estaban pensando en lo que ocurrirá al día siguiente del último recurso que tenga lugar en España. Todo el mundo era consciente de tal cosa. La Sala de lo Penal del Supremo lo es desde hace tiempo. Los abogados de los doce acusados (nueve hombres y tres mujeres; nueve en prisión y tres en libertad) no dejaron de mencionarlo de una u otra manera. Siempre con respeto, nunca como amenaza. Este es un sitio donde te pueden matar, pero antes te dirán que lo van a hacer «con el máximo respeto». Quien resultó más preciso fue el abogado de Jordi Cuixart, Benet Salellas. «Cuando el presidente de Òmnium acuda al Tribunal de Estrasburgo, quien va a ser condenada no va a ser Turquía o Rusia, sino España», dijo. Después citó una reciente sentencia condenatoria del Tribunal Europeo de Derechos Humanos contra el régimen autoritario de Azerbaiyán, cuyo Gobierno detuvo y encarceló a varios dirigentes de la oposición acusándolos de terrorismo. Vino a decir que eso es lo que puede ocurrir a España por un patrón denunciado por las defensas: violación de derechos de los acusados, juicio sin garantías, condena sumaria y, finalmente, derrota en Estrasburgo. Ese fue el argumento principal de las defensas en la primera jornada del juicio, destinada a las cuestiones previas, donde las partes plantean al tribunal que se admitan pruebas que han sido rechazadas o protestan por vulneraciones de derechos du-
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rante la instrucción. Es una forma de prepararse para el día después de la sentencia, cuando haya que ponerse con el recurso. Aquí exponen la munición que tendrán que emplear si vienen mal dadas. Y no pueden dejar nada en el maletín. Son cuestiones netamente jurídicas, pero en este juicio nada es convencional. El clima político se respira por todos los lados. Está en el banquillo de los acusados, en el sumario, en la lista de asistentes del día 1, el 12 de febrero de 2019 (entre los que estaba Quim Torra), en los alegatos de las defensas, en los tuits de los políticos. En la forma en que el Tribunal Supremo gestiona el juicio más complicado que afronta el sistema político de este país desde los años ochenta. El PP alegó en Twitter que este juicio se celebra gracias al Gobierno de Rajoy. Es posible que la Fiscalía y el Tribunal Supremo hayan tenido algo que ver. Lo que es seguro es que si el presidente de la sala, el magistrado Manuel Marchena, vio el mensaje, no le debió de gustar mucho. El tuit del PP viene a confirmar las tesis de los partidos independentistas de que esto es un juicio político promovido por organizaciones políticas para obtener réditos políticos, no un asunto en que se diriman presuntas violaciones del Código Penal. Sin embargo, la política está agazapada en cada rincón de este juicio. Si uno tiene la tentación de olvidarlo, solo tiene que mirar un poco a la derecha (inevitablemente en un extremo) y ver al secretario general de Vox, Javier Ortega Smith, uno de los dos letrados que representan a la acusación popular. La extrema derecha en representación del «pueblo» es una de las grandes cuestiones inauditas de este juicio, y las consecuencias que tendrá no están aún claras desde el punto de vista jurídico. Lo que es indudable es que la vista será una plataforma mediática de primer orden para Vox. Trasladados a prisiones de Madrid, los acusados recibieron el apoyo de familiares y amigos que viajaron desde Catalunya para esta primera jornada. Digamos que el tribunal fue considerado con su situación. Permitió que los que están presos disfrutaran de unos breves segundos para abrazos y besos en la salida. No hubo prisa para sacarlos de la sala. Jordi Cuixart fue el más sonriente de ellos. Durante la vista, no resistía la tentación de mirar atrás para sonreír a los suyos e infundirles ánimos. Oriol Junqueras fue el más sobrio. Saludó a Quim
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Torra de forma bastante seca. Estaba más interesado en dar un beso a su esposa y hablarle un poco al oído. Para que los acusados sean condenados, no valdrá con la cuestionada instrucción del juez Llarena, que la Fiscalía intentará confirmar con pruebas y testimonios en la vista. Por eso, es lógico que las defensas tengan como prioridad restar credibilidad a lo realizado hasta ahora. Se aplicaron a ello desde el primer minuto, hasta el punto de que en la primera intervención escuchada (la de Andreu van den Eynde, abogado de Junqueras) fue como si presentara las conclusiones de toda la defensa, con un discurso apasionado e inevitablemente muy político en el que no faltó una referencia lateral al código samurái. Ahí se comenzó a cuestionar una de las bases del proceso: todo lo que se hizo jurídicamente antes de que la causa llegara al Supremo. Las defensas están escandalizadas por el hecho de que hay una huella digital que se distingue sobre las demás. Es la del teniente coronel de la Guardia Civil Daniel Baena. En esta investigación, «ha firmado nada más y nada menos que treinta y cinco atestados policiales», dijo Olga Arderiu, abogada de Carme Forcadell. Baena era el jefe de la Unidad de Policía Judicial de la Guardia Civil en Catalunya y se responsabilizaba de las investigaciones que surtían a varias instancias judiciales. Además, se le acusó de tener una cuenta anónima en Twitter desde la que atacaba a los políticos independentistas. No es que las defensas estén preocupadas por su hiperactividad, sino que creen que todo el edificio judicial que se les viene encima fue levantado por Baena y por el juez, ya fallecido, del Juzgado número 13 de Barcelona. El anónimo perfil tuitero que se adjudica a Baena llevaba el apodo de Tácito. «Hay que averiguar si el señor Baena es Maquiavelo o Tácito», dijo Arderiu. Las dos alternativas son sospechosas, porque en el fondo quieren decir lo mismo. Arderiu afirmó que las defensas tienen la intención de «poner en duda la credibilidad» del teniente coronel Baena. En una causa que ha contado con una cobertura permanente en los medios de comunicación, aún puede haber sorpresas o pueden surgir con fuerza personajes que solo aparecían citados a partir del quinto párrafo de los artículos.
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«Las acusaciones se sustentan únicamente en los atestados policiales», dijo Ana Bernaola, abogada de Jordi Turull. Según esta versión, la Fiscalía solo ha pedido una diligencia, y todas las importantes ya se hicieron en el Juzgado número 13, donde el caso fue cocinado y servido en la mesa con mantel del Tribunal Supremo. «La instrucción ha durado nueve meses, una duración insólita [por corta] en una macrocausa, y se ha hecho así a costa de rechazar las diligencias propuestas por la defensa», dijo un letrado. Algunos abogados de la defensa no estaban personados en el caso abierto en el 13, otros sí, por lo que los primeros llegaron a la conclusión de que la suerte de su cliente estaba casi sellada antes de que ellos se pusieran a trabajar. Será el tribunal el que decida si eso les ha provocado indefensión y, por tanto, materia prima de calidad para un futuro recurso. De nuevo, la vista puesta en Estrasburgo. Desde luego, la Fiscalía se vio muy beneficiada por esa secuencia de acontecimientos que comenzó en el Juzgado número 13 de Barcelona y que ha terminado en el Supremo. Los partidos independentistas no eran los únicos que llevaban mucho tiempo preparando los pasos que debían dar. El abogado de Jordi Sànchez y de dos exconsellers acusados presentó la propuesta con menos posibilidades de sobrevivir al filtro del tribunal: la comparecencia del rey como testigo. Lo hizo con el argumento de que la Fiscalía utilizó en su escrito de acusaciones, «como elemento incriminatorio», el discurso de Felipe VI del 3 de octubre, dos días después del referéndum de independencia. Aquel fue el discurso más político de un monarca español desde la muerte de Franco. El letrado Jordi Pina sabe que va a recibir un «no» como respuesta. Él mismo justificó la negativa al señalar que, si el monarca estima que la ley le permite no declarar, no hay ningún problema. Solo pretende que el tribunal lo solicite. El Supremo no suele ser tan imaginativo en sus decisiones. Lo cierto es que el auto de acusación de la Fiscalía finaliza con un resumen del discurso del rey, antes de incluir, como es habitual, el listado de las penas que se reclaman a cada acusado. Los fiscales decidieron que las palabras del monarca «instando a los poderes del Estado al cumplimiento de sus funciones y a garantizar la convivencia democrática» eran el colofón
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perfecto para su alegato. Como si fueran las instrucciones que el jefe del Estado imparte a una de sus instituciones principales, el Tribunal Supremo. Todo en este juicio tiene que ver con la política.
Cosas que conviene saber Manuel Marchena, canario de sesenta años, es el magistrado que preside el juicio más importante de la historia reciente de España. Lo hace como presidente de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo. Nadie cuestiona su prestigio como jurista, pero es un hecho que se le considera el juez conservador más influyente en la judicatura. Recientemente, esto le jugó una mala pasada. PSOE y PP pactaron su nombre para presidir el nuevo Consejo General del Poder Judicial, pero unos mensajes de WhatsApp del portavoz del PP en el Senado, Ignacio Cosidó, lo hicieron imposible. Cosidó alardeaba ante los senadores de su partido de que el acuerdo permitía al PP controlar la Sala de lo Penal del Supremo. Marchena se vio obligado a renunciar al nombramiento. En privado, es muy posible que echara pestes de la estupidez de Cosidó. Es un magistrado que conoce bien los medios de comunicación: fue miembro del consejo editorial del Grupo Vocento, donde tenía un papel relevante en la redacción de los editoriales de los medios de ese grupo conservador de prensa. Marchena es consciente de que la sentencia debe pasar la criba del TEDH de Estrasburgo. En el juicio insistirá en que el tribunal solo se formará su criterio en función de lo que escuche y vea en el juicio, no de lo que haya ocurrido antes. Por ejemplo, en el Juzgado número 13.
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13 de febrero Los fiscales del Supremo se calzan los guantes de pegar
Sonó la campana en el ring y el fiscal Javier Zaragoza salió al cuadrilátero golpeándose los puños y con ganas de atizar. No había calentado mucho. Tampoco lo necesitaba. Se había pasado todo el lunes escuchando las alegaciones de las defensas y tenía ganas de devolver cada golpe, corregido y aumentado. Puso el listón tan alto que se podría decir que colocó en una situación delicada a los siete magistrados de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo. Hasta tal punto identificó al Estado con las intenciones de la Fiscalía que, si el tribunal no admite sus calificaciones de delitos o su petición de penas (es decir, no impone una sentencia dura), habrá quien dude de si es la Fiscalía o el Estado quien ha sido derrotado. Un factor más que añadir a la presión ambiental con la que debe trabajar la Sala de lo Penal. Zaragoza no esperó muchos minutos para lanzar el primer directo. «Algunos alegatos de las defensas parecen libelos acusatorios basados en un relato alternativo que presenta una visión distorsionada de los hechos», dijo el fiscal. Miraba especialmente a Andreu van den Eynde, abogado de Junqueras, al que tiene enfrente; es el letrado más duro, el más político, de la otra parte. Van den Eynde le respondía de vez en cuando con una media sonrisa. Las apariencias cuentan en la sala. Más adelante, el fiscal Zaragoza levantó la voz, lo que no es habitual en esta sala, para negar que se hubieran conculcado los derechos de los acusados: «No se ha registrado ningún do-
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micilio de ellos, ningún despacho de ellos, no se ha controlado su teléfono». Por aquello del decoro, no dio golpes en la mesa. Zaragoza dedicó amplio tiempo a refutar la idea de que los nueve acusados están en el banquillo por sus ideas, una denuncia habitual entre los independentistas. A eso lo llamó «falacia de colosales dimensiones». Ser independentista no es delito, dijo. «No es el independentismo lo que se juzga. Son los gravísimos hechos que se produjeron, en su mayoría en septiembre y octubre de 2017, los que son objeto de enjuiciamiento.» Como singular argumento de autoridad, el fiscal se refirió a un editorial de El País (sin dar el nombre del periódico) con una opinión similar a la suya. «No se juzga a dirigentes que pedían libertades, sino a dirigentes que querían anularlas», decía el texto, según él. Los artículos periodísticos de opinión no se suelen citar para reforzar las posiciones propias en los juicios, pero esta vista no es como las demás. Con tantos conceptos políticos en disputa, tenía que ocurrir que Zaragoza también hiciera comentarios que podemos encontrar en un editorial de prensa o un debate parlamentario. Llegó a sostener que «la mayoría silenciosa de Catalunya» en un sesenta por ciento decidió no participar en el referéndum de independencia. Tampoco es frecuente que un fiscal recurra a un ardid retórico tan habitual entre los políticos: afirmar que ellos son los que representan a la mayoría, con independencia de lo que digan los resultados electorales. Como esa mayoría es silenciosa, nadie te puede desmentir. En su contestación a los argumentos de la defensa, Zaragoza hizo un resumen del concepto de derecho a la autodeterminación. Ahí no hubo campo para innovaciones de estilo. Fue muy preciso y acusó a sus rivales de ignorar las resoluciones de la ONU que establecen límites a los países en que se puede aplicar tal derecho, porque se invocó desde 1945 pensando en los lugares que aún no habían sido descolonizados en los imperios británico y francés, sobre todo. Eso descarta, según Zaragoza, «a los Estados con un sistema de autogobierno». Zaragoza tenía dinamita para todos. Sacudió a los catedráticos de derecho penal que firmaron un manifiesto en el que niegan que se produjera el delito de rebelión en el procés. Los despreció diciendo que no son gente que tenga mucha autoridad o prestigio entre los juristas.
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También desdeñó al tribunal de Schleswig-Holstein que negó la entrega de Carles Puigdemont. Está claro que Zaragoza aún sangra por esa herida. Para el fiscal, es intolerable que alguien cuestione la justicia española, pero él sí tiene ideas muy claras sobre lo que debía haber hecho el tribunal alemán. Después intervino otro fiscal, Fidel Cadena. Lo interesante de sus palabras es que, sin que fuera necesario en este momento temprano del juicio, planteó algunas razones por las que se debe condenar a los acusados por el delito de rebelión. Todo ello pasa por una descripción apocalíptica de los acontecimientos de Catalunya el 1-O. Habló de «murallas humanas» que se lanzaron contra las fuerzas de seguridad en una imagen pavorosa muy habitual en las películas de ciencia-ficción. Acusó a los mossos de ponerse «completamente del lado de la rebelión». Hay que deducir que Zaragoza y Cadena no comprenden cómo el exjefe de los Mossos, Josep Lluís Trapero, no haya pasado un año y medio en prisión si esa es la visión que van a dar de la conducta de la policía autonómica en el procés. Al final, va a resultar que Trapero tuvo suerte de que su caso se quedara en la Audiencia Nacional. La jornada del miércoles 13 de febrero ofreció la primera intervención de Vox en el juicio como acusación popular. De entrada, su abogado Pedro Fernández se complicó la vida, decidió comenzar con una cuestión de orden que habría complacido a los votantes del partido y acabó con un golpe de toga en toda la cara. Fernández comunicó al tribunal que un acusado (Jordi Sànchez) llevaba «un adorno que parece ser un lazo amarillo». Lo consideraba una falta de respeto a la justicia. El juez Manuel Marchena podía haber esperado hasta el día siguiente para responder a esta cuestión, junto con sus respuestas a las peticiones de las defensas, pero ya estaba preparado. Anunció que «el Tribunal Supremo hace suya la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos», que en dos sentencias de 2017 y 2018 condenó a Bélgica y Bosnia por no permitir a los acusados de un juicio que llevaran símbolos religiosos. Y para el caso, el argumento valía igual para símbolos religiosos o ideológicos. Si Vox creía que iba a ganar con poco esfuerzo unos cuantos titulares favorables en los medios más hostiles al lazo amarillo,
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Marchena frenó en seco a sus abogados. Los lazos amarillos pueden llenar páginas de periódicos y tertulias de televisión. En un tribunal que lo hace todo pensando en lo que pasará en Estrasburgo, no da ni para que un magistrado levante una ceja. Ustedes pierdan el tiempo con los lazos amarillos, yo me tengo que ocupar de un juicio.
Cosas que conviene saber La pena más grave que solicita la Fiscalía es por rebelión. La Abogacía del Estado, por sedición. Por establecer la diferencia en penas, los fiscales piden veinticinco años de prisión para Oriol Junqueras; en el segundo caso, son doce años. En su escrito de acusación, la Fiscalía define el procés como un «levantamiento generalizado, salpicado de actos de fuerza, agresión y violencia que se estaba desarrollando con el fin de conseguir la secesión». La Abogacía del Estado se refiere a «disturbios», «tumultos» o «incidentes contra el orden público». En cuanto al delito de malversación, la Fiscalía calcula que el dinero presuntamente utilizado con fines ilícitos alcanza los 2,9 millones de euros. Eso incluye novecientos mil euros por el coste de mantener abiertos los colegios y otros locales públicos el día del referéndum. Es difícil saber cómo llega a esa cifra, pues la Administración no suele alquilar los centros escolares para actos privados. La Abogacía del Estado estima que la cantidad gastada o comprometida para el 1-O es de 1,9 millones.
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14 de febrero No es tan fácil interrogar a los políticos, señor fiscal
Los incidentes que ocurrieron ante la Conselleria de Economía, en Barcelona, el 20 de septiembre de 2017 son uno de los hechos que la Fiscalía del Tribunal Supremo pretende explotar para sustanciar la acusación de rebelión. Decenas de miles de manifestantes se congregaron ante el edificio cuando una comisión judicial estaba en su interior registrando despachos de altos cargos detenidos en una operación preventiva contra el referéndum de independencia. En su interrogatorio al exconseller de Interior, Joaquim Forn, el fiscal Fidel Cadena le preguntó cuántas veces había hablado ese día por teléfono con Jordi Sànchez, entonces presidente de la ANC, y que estaba en esos momentos ante el edificio rodeado. «No lo sé, cuatro o cinco veces», respondió Forn. «Dieciocho veces», continuó el fiscal. De forma algo confusa, el exconseller dijo que le estaba induciendo a error, porque una cosa son las llamadas «y otra las veces que hablé con él». Es decir, pudo llamar en varias ocasiones y no lograr contactar con Sànchez. Esas son las situaciones que se crean en un juicio. Son las que buscan los fiscales para evidenciar falsedades o contradicciones de acusados o testigos, o probar que están ocultando algo. En este caso, una supuesta confabulación entre el responsable de una movilización masiva y un miembro del Govern. Pequeños puntos que suman, aunque por sí solos no
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sirvan para demostrar la culpabilidad de nadie. Quizá sean útiles para restar credibilidad al testimonio del acusado a ojos del tribunal. En el relato de la Fiscalía, esos hechos del 20 de septiembre revelan que el plan independentista incluía la intención de provocar incidentes violentos con el fin de ejercer la presión necesaria para conseguir sus fines. Así aparece en el escrito de acusación, pero tendrá que ser demostrado en el juicio con pruebas y testimonios si la Fiscalía quiere obtener las condenas que busca. No valdrá con enunciarlo, como se hace en un artículo de opinión. El fiscal pilló a Forn en el asunto de las llamadas a Sànchez (el conseller dijo varias veces que él no se involucraba en los operativos policiales), pero no mucho más. Comprobó lo complicado que es interrogar a un político, incluso cuando este se encuentra en el banquillo de los acusados. Es algo que conocen muy bien los periodistas. Si no quieren responder a la pregunta, los políticos pueden estar hablando una eternidad sin hacerlo. Forn se escurrió con habilidad, y el fiscal nunca consiguió acorralarlo. Cadena llegó a probar con un chiste cuando preguntó por un contacto con el «delegado del Estado en Catalunya». ¿El delegado del Gobierno?, preguntó Forn. No, se refería a Carles Puigdemont, que era entonces la máxima autoridad del Estado en Catalunya, como presidente de la Generalitat. No quedó claro para qué le servía ese truco al fiscal. El exconseller afrontaba una situación delicada: compatibilizar su apoyo pleno al proyecto independentista con su responsabilidad al frente de uno de los principales puestos del Govern. Precisamente, Forn fue nombrado por Puigdemont conseller de Interior en julio de 2017, en sustitución de Jordi Jané, porque a Forn se le consideraba más fiable políticamente para responsabilizarse de los Mossos en los meses finales del desafío independentista que culminó en el referéndum. Forn declaró que, antes del 1-O, trasladó a todas las instancias las instrucciones de la Fiscalía para impedir que se celebrara el referéndum, ese mismo que él, políticamente, estaba promoviendo. «Desde mi departamento, no se realizó ninguna función a favor del referéndum», dijo. El fiscal no pudo probar lo contrario.
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Esa situación tipo doctor Jekyll y mister Hyde obligaba a dejar sin contestar algunas preguntas o a que flotaran en la ambigüedad. «Estábamos convencidos de que había base legal para celebrar el referéndum», dijo Forn. El fiscal le recordó que los autos del Tribunal Constitucional advertían a los miembros del Govern sobre las responsabilidades penales en que incurrirían si continuaban con sus planes. Era una forma de decirle a Forn que no debía sorprenderse de haber acabado en prisión y ahora ante el Supremo. En otros momentos, el fiscal fue demasiado lejos. Forn le acusó de hacer «relatos peliculeros» sobre la salida accidentada de la funcionaria judicial tras el registro a la Conselleria de Economía. Fue por la noche y a través de un teatro adyacente. «Saltó un muro de metro y medio», explicó Forn. El fiscal Cadena dijo antes que había salido «por los tejados». Casi como en las películas de James Bond. Aún peor lo hizo Cadena al citar un informe de los Mossos anterior al 1-O, cuya traducción del catalán de la primera frase en otro informe policial fue contestada por la defensa. Varios minutos se consumieron en la discusión de algo que aparecía como «el referéndum se ha de celebrar el 1 de octubre» (lo que suena como una orden) y que, en realidad, era el simple enunciado de un hecho: «El referéndum se celebrará el 1 de octubre». El presidente del tribunal tuvo que intervenir para que dejaran de dar vueltas sobre esa primera traducción, que, además, el fiscal no podía respaldar. La defensa no se lo iba a poner fácil. Esa no es su función en un juicio. Por la mañana, en el arranque del juicio propiamente dicho, el interrogatorio de Oriol Junqueras se convirtió en un hecho políticamente llamativo, pero mucho menos notable desde el punto de vista penal. El exvicepresident tomó una decisión a la que tiene derecho, pero que es sumamente arriesgada para su destino personal. Optó por no declarar ante las acusaciones y hacerlo solo ante su abogado, protegido por preguntas amables y generales con las que vendió su discurso político. Los jueces saben que eso es un derecho de cualquier acusado que hay que respetar (el magistrado Marchena lo comentó más de una vez), pero muchos de ellos ya empiezan a sospechar del acusado que no se atreve a responder a las preguntas del fiscal.
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Junqueras, que se identificó como preso político ante el tribunal, dio la impresión de inmolarse en pro de la causa, más allá de las consecuencias penales que tenga que sufrir. «Lo seguiremos intentando sea cual sea el resultado de este proceso», dijo refiriéndose a sus ideas independentistas, unas palabras que sonaron como un desafío al tribunal. Es algo que políticamente no se le puede negar. No es lo que un abogado recomendaría en estos momentos a un cliente al que los fiscales piden veinticinco años de prisión. El discurso de Junqueras tuvo sin duda impacto político en Catalunya (y en Bélgica, donde vive Puigdemont), pero dejó bastante fríos a los siete magistrados de la Sala de lo Penal, que lo escucharon impertérritos. Junqueras tenía muchas ganas de hablar, hasta el punto de que soltó un «lástima, ahora que íbamos lanzados» cuando Marchena anunció un descanso. Sí que estaba lanzado. El siempre sobrio líder de ERC se transformó en alguien que hablaba moviendo los brazos, expansivo, a veces riéndose; en general, disfrutando de la situación. «Es que llevo un año sin poder hablar», se disculpó poco antes. Obviamente, Junqueras no se autoincriminó («nunca, nunca, nunca, nunca hemos avalado ninguna actuación violenta»). «Planteamos un diálogo al Gobierno central», dijo, pero solo recibieron «una silla vacía». Nunca se destinaron fondos públicos al referéndum. Eso por la vía de los hechos imputados. Por la profesión de fe independentista, Junqueras no se movió un centímetro: «La independencia de Catalunya es legítima. ¿Dónde se prohíbe? ¿Dónde se dice que es delito?». En su empeño por salvarse, Joaquim Forn ofreció después un mensaje distinto. Nunca hubo declaración de independencia. La declaración parlamentaria del 27 de octubre no fue «el nacimiento de un nuevo Estado». El Govern no tomó ninguna decisión para desarrollar la independencia ni para cumplir la ley de transitoriedad aprobada antes por el Parlament. «Anunciar el resultado era una forma de forzar una negociación con el Estado», argumentó. Algo así como una simple baza negociadora. De creer a Forn, habría que pensar que nada ocurrió después del 1 de octubre de 2017 y que todo fue una ficción. Lo que sucede es que Forn solo está pensando en su futuro personal y en el de su familia después de la sentencia, algo
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muy comprensible. Junqueras está más preocupado por otras cosas, por su partido y por su idea de Catalunya. Por eso parece dispuesto a pagar el precio necesario, y puede ser muy alto. A fin de cuentas, en este juicio, no se dirime solo el futuro de doce acusados.
Cosas que conviene saber Antes del juicio, Oriol Junqueras había dejado claras sus escasas esperanzas en el Tribunal Supremo, lo que ayuda a entender por qué solo quiso responder a las preguntas de su abogado. «El nuestro no será un juicio justo, porque hasta ahora no lo ha sido, ni en el procedimiento ni durante la instrucción», dijo en enero en una entrevista en El País. «Me gustaría responder que sí, pero a estas alturas sería muy ingenuo por mi parte», declaró en su respuesta a eldiario.es, también en enero, a la pregunta de si creía que tendría un juicio justo.