Theodora Hendrix y el curioso caso del escarabajo maldito, Jordan Kopy

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THEODORA HENDRIX Y EL CURIOSO CASO DEL ESCARABAJO MALDITO Jordan Kopy

SI CREES QUE LOS MONSTRUOS NO EXISTEN, TIENES QUE HABLAR CON THEODORA HENDRIX.

La primera norma de la Montruosa Liga de los Monstruos es mantener a los humanos ajenos a la existencia de los monstruos. Pero cuando el zombi Georgie y Bandido, su inseparable gato, encuentran a un bebé abandonado, no pueden dejarlo a su suerte, ya que sería devorado por los trasgos. Theodora adora su poco convencional vida con Momia, la momia, con Drácula y el resto de los habitantes de la Monstruosa Liga de los Monstruos. Pero cuando la antipática inspectora Shelley intenta separar a su familia, Theodora decide que ha llegado la hora de contraatacar. Pero lo que Theodora no sabe es que una amenaza mayor yace en lo más profundo de la mansión de la MLM. UNA FUERZA MALDITA Y ANTIGUA UNA FUERZA A LA ESPERA DE SER LIBERADA…

ACERCA DE LA AUTORA Jordan Kopy es una neoyorquina que actualmente vive con su marido en Londres. Por el día trabaja en el mundo de las finanzas y por las noches con fantasmas y brujas. Con ilustraciones de Chris Jevons



A mi amable, paciente (¡y atractivo!) marido, Todd Patrick Coletto, que sabe que, cuando estoy escribiendo y digo que solo necesito «cinco minutitos más», en realidad son «cuarenta y cinco», y aun así me sigue queriendo. J.K. A Louise, gracias por todo tu apoyo. C.J. Título original inglés: Theodora Hendrix and the Curious Case of the Cursed Beetle © del texto: 2021, Amanda Kopy Jordan © de las ilustraciones: 2021, Chris Jevons Publicado en acuerdo con Walker Books Limited, Londres SE11 5HJ. Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida, transmitida, difundida o almacenada en un sistema de recuperación de información en cualquier forma o en cualquier medio, gráfico, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopias, cintas y grabaciones sin permiso previo por escrito del editor. Primera edición: mayo de 2022 © de la traducción: 2022, María Angulo Fernández © de esta edición: 2022, Roca Editorial de libros, S.L. Marquès de l’Argentera, 17. Pral. 1.ª 08003 Barcelona actualidad@rocaeditorial.com www.rocalibros.com Impreso por Liberdúplex Printed in Spain – Impreso en España ISBN: 978-84-18557-91-0 Depósito legal: B 6407-2022 Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial. RE57910


JORDAN KOPY Ilustraciones de Chris Jevons Traducción de María Angulo Fernández


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PRÓLOGO Información top-secret Eh, tú. Sí, tú. ¿Estás solo? Compruébalo. Bien, ahora que sabemos que nadie te vigila, voy a compartir contigo información confidencial, no, clasificada, no, ultrasecreta; ni siquiera la reina del Reino Unido o el presidente de Estados Unidos están al corriente de lo que estoy a punto de contarte. Aunque quizá no debería decirte ni pío. Lo último que necesito es que te vayas de la lengua y se lo chives a tus padres, a tu profesora o a tu entrenador de fútbol. Por cierto, el tipo está convencido de que eres la joven promesa del equipo y por eso te obliga a correr alrededor del campo como si no hubiese un mañana o hasta que estás al borde de la extenuación. Es ese momento en el que sientes que

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alguien quiere arrancarte las piernas y crees que los pulmones te van a estallar. Volviendo al tema, a ninguno les hará ni una pizca de gracia. Mecachis, ya te he contado más de lo que debería. La última vez que nos vimos te revelé un secreto, el secreto más secreto de todos los tiempos: el mundo está habitado por monstruos. Monstruos bondadosos, monstruos malvados, monstruos que se «olvidan» de peinarse y de lavarse los dientes… Eso no es ninguna noticia para ti, pero esto sí: hemos recibido varios informes sobre actividades monstruosas poco habituales en las profundidades de los desiertos egipcios. En esa zona recóndita, en ese mar de dunas de arena, en una aldea tan pequeñita que ni siquiera tiene nombre, han ocurrido varios incidentes inexplicables. De la noche a la mañana, la entrañable colonia de perros que se había ganado el corazón de los vecinos desapareció sin dejar rastro, como si un gigante invisible se hubiera llevado los perros mientras dormían. Esa misma tarde descubrieron que el pozo de agua se había secado, lo cual provocó una mayor consternación entre los aldeanos. De las oscuras profundidades del pozo salían hordas de escarabajos que invadieron la aldea como una

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marea de agua negra y siseante. Y por la noche, bajo un cielo sin estrellas titilantes y con la luna asomándose por el horizonte, un ruido rompió el silencio que reinaba en la aldea. A juzgar por el sonido, parecía que alguien estuviese arrastrando algo muy grande y muy pesado por las callejuelas polvorientas. Nadie se atrevió a salir de la cama para averiguar de qué se trataba, pero por la mañana vieron unas marcas sobre la arena que no dejaban lugar a dudas. Por supuesto, los vecinos no sabían que, bajo sus pies, a varios kilómetros de profundidad, alguien había profanado una antigua tumba que había caído en el olvido y se había llevado no uno ni dos, sino seis sarcófagos. Era la tumba de una criatura tan imponente, tan aterradora y tan formidable que incluso los miembros más valientes de la Monstruosa Liga de los Monstruos (la MLM, para abreviar) preferían no pronunciar su nombre y se referían a ella como el rey Escarabajo. No hace falta decir que la filial londinense de la MLM tenía asuntos más importantes que atender que un monstruo que deambulaba por el rincón más remoto del planeta. Y uno de esos asuntos se llamaba inspectora Mary Shelley, y estaba a punto de llamar a su puerta.

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Todos los habitantes de la mansión de la MLM estaban inquietos. Todos salvo uno, y casualmente era el único habitante mortal: Theodora Hendrix, que no entendía a qué venía tanto alboroto. Después de todo, acababa de enfrentarse a una despiadada arpía que había pretendido convertirla en su mascota personal, a un esquelecuervo ladrón y a un ejército de muertos vivientes, así que la visita de una inspectora le parecía una tontería insignificante. Bendita inocencia humana. No podía estar más equivocada. En fin, supongo que en este momento te estarás preguntando qué tiene que ver todo esto contigo. Agente en prácticas, siento comunicarte que tendrás que averiguarlo tú solito. Por ahora, digamos que estamos investigando un caso. Agente Charles Holmes, Agencia de Espionaje Salvaje de Monstruos

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La cabeza de Anubis Era una de esas tardes grises y deprimentes en las que no te apetece hacer nada, tan solo tumbarte en el sofá. (¿Tus padres te han dicho que el parque está cerrado? Mentira podrida. Les da pereza llevarte, y punto. Ojo, con esto no estoy diciendo que tus padres sean unos vagos…) Y eso era lo que los vecinos de Villamanzana, en Inglaterra, estaban haciendo en ese preciso instante: dormir la siesta plácida y tranquilamente. Ese ambiente aburrido y aletargado se había instalado en todas las casas, excepto en una. Allí dentro reinaba el caos más absoluto. Por fuera parecía una casa o, mejor dicho, una mansión abandonada: las paredes estaban descascaradas, la fachada estaba a punto de desmoronarse y el jardín parecía una parcela de hierbajos. Una ruina, vaya. No era de extrañar que no se hubieran ganado el cariño de los vecinos.

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—He visto una araña del tamaño de una rueda subiendo los escalones de la entrada. Así, como lo oyes —dijo la señora Vecina Chismosa sin apartar la mirada del inmenso portón de la casa, que estaba cubierto por un velo de telarañas. Se le pusieron los pelos de punta. —Uy, eso no es nada —contestó la señora Quejica de Enfrente—. Ayer una de esas gárgolas, un esperpento con cuernos, se cayó del tejado —explicó. Prefirió no mencionar que también había oído a la gárgola decir: «Es la última vez que dejo que Bob me eche una mano con la chimenea». (Nunca dejarán de asombrarme todas las patrañas que se inventan los humanos para seguir fingiendo que los monstruos no existen, ¡menuda imaginación!) —¿Qué clase de personas vivirían en un lugar así? —añadió la señora Quejica de Enfrente. Ninguna persona en su sano juicio viviría ahí

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y, a decir verdad, ninguna persona vivía ahí, tan solo los miembros de la MLM londinense. Y en ese preciso momento, y a diferencia de esas vecinas metomentodo, estaban muy pero que muy ocupados. En la cocina, Guillermina, la bruja residente, estaba sudando la gota gorda mientras removía un brebaje que desprendía un ligero olor a salvia. En el ático, el fantasma operístico, Fígaro, practicaba sus escalas con la dulce melodía de un xilófono de fondo. El xilófono estaba hecho de dientes de cocodrilo, por cierto. En el torreón más alto, Drácula, el vampiro más infame, leía una carta bajo una nube

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ondeante de murciélagos. En el papel que sujetaba con esas manos frías y blanquecinas se distinguían las iniciales S.C. Y aquí es donde empieza nuestra historia, en el salón rompemaldiciones antiguas. El salón rompemaldiciones antiguas era espeluznante, incluso para una mansión encantada. Aquella escalofriante estancia parecía una jaula de oro inmensa: las paredes, desprovistas de ventanas, estaban grabadas con jeroglíficos egipcios y decoradas con todo tipo de armas, y alrededor de la sala se advertían decenas de sarcófagos pintados. Un imponente jaguar de mármol presidía una de las esquinas y soltaba un rugido estremecedor cuando creía que había demasiado silencio y tranquilidad. En la otra punta, Momia, la momia, trabajaba frente a un escritorio construido con los colmillos de un mamut lanudo. Y a su lado, estaba una niña de diez años con ojos de color verde hierba y una melena rizada y pelirroja que pedía un buen cepillado a gritos. Y esa niña se llamaba Theodora Hendrix, por supuesto. Theodora era el motivo principal por el que la MLM estaba siendo investigada: diez años antes, los monstruos la encontraron abandonada en un cementerio y la adoptaron, quebrantando así la Norma Número Uno de la sede

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central de la MLM: Mantener a los humanos ajenos a la existencia de los monstruos. Lo mantuvieron en secreto y no sufrieron represalias, pero entonces una arpía llamada Hilda los amenazó con revelar su secreto. Y la MLM londinense no tuvo más remedio que tomar cartas en el asunto. Tras una sincera confesión, se entregaron a la sede


central. Por suerte, no fueron condenados. La sede central consideró que, a pesar de haberse saltado a la torera la

Norma Número Uno, los monstruos habían cumplido la Norma Número Dos: Proteger a los humanos de los monstruos malos. Sin embargo, la sede central no se fiaba de los ellos y, para asegurarse de que no volvían a infringir ninguna otra norma, envió a la inspectora, cuya llegada era inminente. Pero en esos momentos a Theodora le importaba un rábano la inspectora y la investigación. Lo único que le preocupaba era lo que tenía delante de sus narices, algo siniestro, no, sobrecogedor, no, terrorífico. (Si eres un pelín aprensivo, te sugiero que te saltes un par de páginas y te ahorres el mal trago.) Encima del escritorio había una estatuilla de cerámica con la cabeza de un chacal y el cuerpo de un hombre. Medía unos veinticinco centímetros, le brillaban los ojos y de su boca salía un zarcillo de humo verde esmeralda.

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—¿Quién osa perturbar mis sueños? —exigió saber la diminuta escultura. A Theodora se le pusieron los pelillos de la nuca como escarpias; la estatuilla no había movido la boca y, aun así, su voz retumbó en la sala como si de un coro se tratase. —¿Quién osa perturbar mis sueños? —repitió con tono amenazante. Momia inspiró hondo, estiró la espalda, cuadró los hombros y se retiró un vendaje que se le había soltado detrás de la oreja. —Soy yo, Momia. Te pido mil disculpas, Anubis, pero necesitamos tu ayuda. Y de forma urgente. —Momia, ¿eh? ¿Qué clase de ayuda? Y entonces Momia abrió una cajita preciosa tallada a mano. Su interior, forrado de terciopelo, escondía una sarta de joyas tan brillantes que deslumbraban. Las gemas eran enormes y, al rozarse, emitían el mismo sonido que dos copas de cristal al brindar. —Estas piedras preciosas acaban de llegar a nuestras manos, aunque desconocemos quién las envía. Las examinaremos por si tuviesen propiedades mágicas, pero antes querríamos saber si han sufrido alguna alteración o si les han echado una maldición.

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Momia se tomaba las maldiciones muy en serio. Theodora nunca olvidaría el rapapolvo que le cayó el día en que, sin querer, liberó una maldición. Desde entonces, Momia le tenía terminantemente prohibido poner un pie en el salón rompemaldiciones antiguas, a menos que entrase de la mano de Momia o de cualquier otro monstruo sensato y responsable. Vaya, que solo podía entrar acompañada de Momia porque los demás monstruos se negaban a entrar en esa habitación. —Miau —le decía Bandido, el gato vampiro enmascarado, a su mejor amigo Georgie, el zombi, cada vez que salía el tema. A ver, no hablo gatuno, pero imagino que significaba algo parecido a «Esa sala contiene demasiadas armas y muy pocos ratones. ¡No me da buena espina!». —Eurg —solía responder Georgie con un escalofrío.


—¿Miau? —preguntaba entonces Bandido, lo que se podría traducir por un «No entiendo por qué no te gustan los sarcófagos, Georgie. Son parecidos a los ataúdes, y a ti te encanta echar una cabezadita en los ataúdes. Aun así, hay algo en ese salón que me pone la piel de gallina… Las últimas veces que me he colado allí he tenido la sensación de que alguien me vigilaba, y se supone que está vacío…». Y ahí terminaba la conversación. Intercambiaban una mirada inquieta y daban el tema por zanjado. A Momia, en cambio, ese arsenal de armas no parecía incomodarle en absoluto, ni tampoco la ausencia de ratones fantasma. Y se sentía como pez en el agua rodeada de sarcófagos, puesto que el suyo se encontraba entre la colección. De hecho, para Momia, el salón rompemaldiciones antiguas era uno de sus rincones favoritos de la mansión. El único incordio era aquella estatuilla que daba órdenes a diestro y siniestro. —Ponme el collar —ordenó Anubis con su vozarrón atronador. Theodora no pudo evitar dar un respingo al oír la voz de la criatura de nuevo. Como habrás adivinado, era imposible, ya que la joya estaba pensada para que la llevara un adulto, y no una escultura que no levantaba dos palmos del suelo.

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Momia, haciendo gala de su astucia e ingenio, no comentó nada y se limitó a disponer las piedras preciosas sobre el escritorio formando un círculo. Y en el centro de ese círculo brillante, Anubis. De repente se escuchó un chasquido, como un disparo, no, como un cañonazo. Momia ni siquiera pestañeó, pero Theodora pegó un brinco sobre la silla. Poco a poco, fue levantando la mirada y lo que vio la dejó estupefacta: la cabeza de Anubis ya no estaba unida a su cuerpo. La cabeza de la estatuilla estaba boca abajo y, entre sus afilados dientes, sujetaba un rubí brillante y plano. ¡Boom! Otro balazo y esa cabecita de chacal se retorció y en esta ocasión se abalanzó sobre un zafiro deslumbrante. (¿Estás bien? ¿Se te ha revuelto el estómago? Si pretendes trabajar en nuestra agencia, siento decirte que vas a tener que acostumbrarte.) —Las piedras no han sido alteradas, ni modificadas

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—resolvió la cabeza de Anubis, que, tras un último estrépito, volvió a acomodarse sobre su cuerpecillo—. Juraría que el collar no está maldito, pero te aconsejo que lo compruebes para estar más seguros. —Perfecto —respondió Momia, aliviada. Anubis no contestó. El brillo de sus ojos se fue apagando, como si se hubiese dormido. —Ahora examinaremos el amuleto —continuó Momia—. Y para eso voy a necesitar tu ayuda, Theodora. —¿En serio? —preguntó Theodora. La propuesta no podía hacerle más ilusión. Si había algo que realmente le apasionaba era ayudar a Momia en el salón rompemaldiciones antiguas; que confiase en ella para una tarea tan importante le hacía sentir mayor, y eso le gustaba. A ver, tenía la «ligera» sospecha de que, en realidad, Momia no necesitaba que le echase una mano (al fin y al cabo, era toda una experta en romper maldiciones; llevaba siglos haciéndolo, desde antes de que Theodora naciese), pero le encantaba pasar tiempo a solas con ella. —Sí, y vas a necesitar esto —dijo Momia, y esbozó una sonrisita misteriosa mientras abría lentamente el primer cajón. Después sacó un objeto que, a simple vista, parecía

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una lupa: una lente grande y circular engastada sobre un mango dorado con varios jeroglíficos tallados. La única diferencia era que el cristal no era totalmente transparente, sino que había algo dentro, un globo ocular azul y brillante, idéntico al que los monstruos utilizaban a modo de timbre (menos mal que la señora Quejica de Enfrente nunca se había percatado de ese pequeño detalle). —Es un expansor de visión —explicó Momia, y se lo ofreció a Theodora—. Sostenlo encima del collar. Si el ojo se tiñe de color rojo, el artefacto está maldito. Y si se tiñe de amarillo, no.

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Theodora siguió las instrucciones al pie de la letra. Sujetó el expansor de visión con las dos manos y, unos segundos después, el ojo se iluminó de color amarillo. El brillo era tan intenso que, por un instante, Theodora pensó tener un sol en miniatura entre sus manos. —Gracias a la oscuridad —murmuró Momia—. Cuando toqué el collar sentí un escalofrío, como si estuviese maldito. —Perdón, señora —llamó una voz profunda y fúnebre desde el umbral de la puerta. Solo podía ser Huesitos, el mayordomo esquelético de la mansión—. Drácula requiere tu presencia en su torre. Momia frunció el ceño. —Voy a ver qué ocurre —dijo, y guardó el collar y el expansor de visión en un cajón del escritorio, uno encima del otro. Se levantó e indicó a Theodora que hiciese lo mismo—. Seguiremos con esto más tarde, ¿de acuerdo? Y justo cuando Theodora y Momia salían a toda prisa del salón, el expansor de visión cambió de color y ese amarillo brillante se transformó en un rojo vívido, un carmesí vibrante y abrasador. Ellas no se dieron cuenta, pero hubo alguien que sí.

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Cambios en la normativa El agudo chirrido de aquel artefacto demoníaco (un despertador, en términos más mundanos) despertó a Theodora. Con los ojos todavía pegados y pálida como un fantasma (¿a qué lumbreras se le ocurrió que las clases debían empezar tan temprano?), rodó por la cama como una croqueta hasta ponerse en pie. Y lo hizo con cuidado, pues no quería molestar a Esquilador, la tarántula parlante que en ese momento roncaba como un lirón con su gorrito de dormir aún puesto. (Me da igual lo elegante o cariñosa que pueda ser una tarántula, jamás permitiría que durmiese en mi almohada.) Theodora se calzó sus pantuflas favoritas de conejitos zombis y se dirigió al baño a paso de tortuga. Adormilada, se lavó la cara y los dientes y se pasó un cepillo por el pelo, de lo que se arrepintió de inmediato. Dos dientes de plástico

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rosa del cepillo se partieron y se quedaron enredados entre su melena rizada. Se encogió de hombros, volvió a su habitación y se vistió para ir a clase. —Buenos días —dijo Momia, que había asomado la cabeza por la puerta—. Oh, ya estás levantada. ¿Te preparo el desayuno? —Sí, por favor —respondió Theodora—, pero antes tengo una lectura pendiente. No seas malpensado, Theodora no había dejado los deberes para el último momento (al menos ese día). Se refería a la lectura de las cartas del torat. Como supongo que recordarás, las cartas del torat, igual que las cartas del tarot, muestran determinados hechos de la vida del lector. A primera vista, las barajas se parecen bastante y, aunque las diferencias sean mínimas, son significativas. En primer lugar, las cartas del torat no las puede leer cualquiera, tan solo el niño para el cual fueron creadas; si la pesada y arrogante de tu hermana Beatriz o el mandón de tu tío Ruperto intentaran leerlas, no podrían. Tan solo verían una baraja de cartas normal y corriente. Pero eso no es todo, las cartas del torat están creadas por rata-tat-tats, unas señoras escurridizas que siempre van a la última moda. Su seña de identidad: unas gafas de pasta enorme y pintalabios rojo.

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Y no hacía mucho las cartas del torat habían revelado un tercer atributo la mar de útil, a la par que misterioso. Las imágenes que mostraban las cartas se habían ido desdibujando y habían empezado a mostrar la silueta del infame esquelecuervo y de la arpía que, más tarde, intentaría secuestrar a Theodora. Gracias a las continuas advertencias de las cartas, Theodora había conseguido cambiar el rumbo de su destino y, cerrado ese capítulo, la baraja había recuperado sus ilustraciones originales. Sin embargo, Theodora le echaba un vistazo de vez en cuando para comprobar que todo seguía en orden. Mezcló bien todas las cartas y, al azar, eligió tres que dispuso una al lado de otra encima de la cama. La primera carta, que representaba el pasado, mostraba una mujer de cabellera dorada que lucía un vestido vaporoso de color azul pastel. —La Señora —susurró—, como siempre. Por mucho que mezclase las cartas, Theodora siempre destapaba la misma carta, la Señora, que simbolizaba misterios y secretos.

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Le iba como anillo al dedo porque, hasta el momento, nadie sabía quiénes eran sus padres biológicos, ni por qué la habían dejado en un cementerio o qué había sido de ellos desde entonces. La segunda carta describía el presente de Theodora. En ella se veía a un hombre plantado en mitad de un campo de girasoles bajo un cielo despejado y un sol brillante. Tenía los brazos extendidos y en una mano sujetaba una varita mágica y en la otra, una espada. —El Mago —adivinó, pensativa—. Ilusionismo. Espejismos. Decepción. En la tercera y última carta, que se refería al futuro, se distinguían seis pájaros negros y blancos apretujados en la parte inferior, y un séptimo posado sobre una rama en la parte superior.

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—Las Siete Urracas. Hurtos. Robos. Saqueos. —Theodora —llamó Momia desde la cocina—. ¡Vas a llegar tarde a clase! —¡Ya vooooy! —respondió Theodora con voz cantarina. Salió disparada hacia el pasillo y se detuvo en lo más alto de la magnífica escalera con cientos de ojos humanos incrustados. Los peldaños de marfil, que segundos antes habían estado ondeando como banderas blancas (una de las muchísimas peculiaridades de la mansión ubicada en el número 13 de la calle San Murciélago), se solidificaron en cuanto percibieron la presencia de Theodora. Bajó los escalones de dos en dos, dando brincos como una cabra montesa y, justo cuando saltó el último escalón, Momia dobló la esquina. —Aquí estás —dijo, y le entregó la mochila y un trozo de tostada untada con mantequilla—. Bandido te está esperando para acompañarte al cole. Si te das prisa, a lo mejor llegas puntual. Y Theodora, compórtate. No quiero más líos, ¿me has oído? Presiento que la jefa de estudios no te va a quitar el ojo de encima después del desastroso incidente con la secretaria —en un minuto te cuento todos los detalles—, y puesto que la inspectora Shelley va a llegar la semana que viene, lo mejor para todos sería

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que la señorita Fantoche se quedase tranquilita en su despacho. Por favor, no le des motivos para que empiece a husmear en nuestros asuntos otra vez. Y la verdad era que a Momia no le fallaba la intuición, porque la señorita Fantoche se había propuesto buscarle las cosquillas a Theodora, y no iba a rendirse tan fácilmente.

Theodora fue la última en entrar en clase. El resto de los alumnos de 5.º D ya se había sentado frente a su pupitre, incluido su mejor (y único) amigo mortal, Dexter Adebola. Ese muchacho bajito, escuchimizado, con gafas y con cara de no haber roto un plato en su vida era la única persona de toda Villamanzana que sabía que Theodora vivía con una familia de monstruos. La saludó con extraños aspavientos mientras ella se escurría entre las mesas con la esperanza de que la profesora, la señora Aburrinda, no se percatara de su falta de puntualidad. Pero no tuvo esa suerte. —Te salvas por los pelos, Theodora. Llegas casi tarde —anunció la señora Aburrinda sin tan siquiera darse la vuelta. (Me jugaría el pescuezo a que los profesores tienen ojos en la nuca.)

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—Lo siento, señora Aburrinda. —Te sugiero que empieces a cambiar esa fea costumbre de no llegar puntual —respondió la profesora, y dejó la tiza en un pequeño saliente de la pizarra— porque, en un futuro no muy lejano, las consecuencias serán muy estrictas: la señorita Fantoche me ha informado de que va a introducir algunos cambios en la política de puntualidad, con efecto inmediato. Theodora y Dexter intercambiaron una mirada cómplice; eso no auguraba nada bueno. —A partir de ahora, los alumnos que lleguen tarde, aunque sea un solo día, se quedarán castigados después de clase. ¿Ha quedado claro? —preguntó, y lanzó una mirada inquisitiva a toda la clase, deteniéndose una milésima de segundo en Theodora y posándose finalmente en Billy


Ellis, un chaval que tenía la mala costumbre de hurgarse la nariz cuando creía que nadie le estaba mirando. —Sí, señora Aburrinda —respondió la clase a coro. —Bien. Ahora quiero que copiéis los objetivos del día que he escrito en la pizarra. —¿Q-qué te p-parece e-eso? —murmuró Dexter, mientras contoneaba las cejas como si fuesen dos orugas. —Un clásico de Fantoche —farfulló Theodora—. Sacarse normas absurdas de la manga porque le da la gana. La clase se quedó en silencio absoluto. Tan solo se oía el rasguño de los lápices. Unos minutos después, alguien llamó a la puerta y rompió el silencio sepulcral. —Perdón —dijo el señor Jackson, el conserje de la escuela, un viejo cascarrabias—, pero la jefa de


estudios quiere tener una charla con Theodora Hendrix ahora mismo. Entró en el aula arrastrando los pies, con su inseparable cubo y fregona, y le entregó una notita a la señora Aburrinda, que no tardó ni un segundo en desplegar para leer el contenido. —Theodora, al despacho de la jefa de estudios. —Pero ¡si no he hecho nada! —contestó Theodora sin pensar, como si fuese un acto reflejo. (Aunque en esta ocasión, aunque quizá fuese la única, era cierto.) —Eso tendrás que decírselo a la señorita Fantoche —replicó la señora Aburrinda con retintín. Theodora soltó un suspiro de resignación. —Ahora vuelvo —le comentó a Dexter en voz baja. Su amigo estaba hecho un manojo de nervios, igual que ella. Con el corazón amartillándole el pecho, siguió al señor Jackson por el pasillo—. ¿La señorita Fantoche le ha dicho por qué quiere verme con tanta urgencia? —se atrevió a preguntar. —No. Solo sé que las cosas van a cambiar mucho por aquí a partir de ahora. Y tras esa respuesta tan agorera, aporreó la puerta de la jefa de estudios como si quisiera tirarla abajo.

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