EL ESTADO ELÉCTRICO
Simon Stålenhag
En 1997 una adolescente huida y su robot de juguete amarillo viajan hacia el oeste por un Estados Unidos extraño. Los restos de gigantescos drones de combate afean el paisaje, amontonados junto con la basura desechada de una sociedad consumista y tecnológica en decadencia. Conforme se acercan con su coche al borde del continente, el mundo al otro lado de la ventanilla parece deshacerse a mayor velocidad, como si en algún punto del horizonte el núcleo hueco de la civilización por fin se hubiera hundido. ACERCA DEL AUTOR Simon Stålenhag es el autor de fama internacional, diseñador conceptual y artista responsable de Historias del Bucle (Tales from the Loop). La gran originalidad de sus imágenes e historias, que retratan fenómenos ilusorios de ciencia ficción en paisajes mundanos e hiperrealistas de Escandinavia, han convertido a Stålenhag en uno de los narradores visuales más solicitados del mundo. En El estado eléctrico dirige sus creaciones distópicas hacia Estados Unidos. ACERCA DE LA OBRA «Retrofuturismo basado en la cultura pop de los 90 en Estados Unidos. Una premisa que, unida al sublime arte realista, hace de este libro una maravilla. La historia, aunque escueta, está bien desarrollada, y es clara y concisa.» Stefan N., en Amazon.com «Es el segundo libro que me compro de este autor y me gusta aún más que el primero…MA-RA-VI-LLO-SO.» Mariano P. M., en Amazon.com
EL ESTADO ELÉCTRICO Simon Stålenhag Traducción de Julia Osuna Aguilar
Nos pondrán en una vía de tren nos lo harán pagar bien por reírnos en sus caras y vivir a nuestra manera. Hay vacío tras sus ojos Hay polvo en sus corazones Solo quieren quitarnos a todos y hacernos pedazos dejándonos fuera. Ama a mi manera, es una nueva carretera Voy allá donde me lleva mi cabeza. Así que trágate todas las lágrimas, amor mío Y ponte la cara nueva No se puede ganar o perder sin ni siquiera probar a correr…
The Psychedelic Furs. De «Love My Way» del elepé Forever Now (1982)
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Fueron los pilotos de los drones quienes libraron y ganaron la guerra, hombres y mujeres desde salas de operaciones, lejos de los campos de batalla donde máquinas no tripuladas luchaban entre sí en una partida de un juego de estrategia que duró siete años. Los pilotos del ejército federal habían llevado una buena vida en flamantes barrios residenciales donde podían elegir entre treinta variedades de cereales en el camino de casa al trabajo. Ensalzamos la tecnología de los drones porque evitaba el derroche inútil de vidas. Hubo daños colaterales de dos tipos: los civiles que tuvieron la mala suerte de verse atrapados en fuego cruzado y los hijos de los pilotos federales, quienes, como tributo a las divinidades de la tecnología defensiva, nacieron todos muertos.
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DESIERTO DE MOJAVE, PACÍFICA, EE. UU. PRIMAVERA DE 1997
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Mayo es la época del polvo. Las bocanadas de viento se levantan y amainan entre la neblina, arrastrando tras de sí enormes capas de tierra parduzca que borbotea y crepita por el paisaje. Repta por el suelo y sisea entre los arbustos de gobernadora, y sigue y sigue hasta amontonarse en dunas y ondas que se hinchan y se desplazan sin ser vistas y crecen con la estática constante. En otros tiempos advertían a los fareros de que no escuchasen el mar demasiado tiempo: podían perder la cabeza y escuchar voces en la estática. Como si contuviera un código, un código que podía, en cuanto la mente lo detectaba, conjurar para siempre demonios de las profundidades.
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Ya ni siquiera escuchaba el viento. Me dolían los hombros por el peso de la escopeta y los pies se me movían mecánicamente, como si no fueran míos. En la cabeza los pensamientos formaban meandros que desembocaban en ensoñaciones: pensaba en Ted bajo la sombrilla en Soest, podía verlo allí tendido con enormes pájaros de colores en los brazos, soñando con algo. Se le movía la boca. Noté algo blando en la mía. Me detuve y escupí un grumo gris de saliva granulosa. Skip se me acercó y se quedó mirando el grumo en el suelo. Parecía una oruga velluda. Lo aplasté con el pie e intenté restregarlo por la arena, pero lo único que conseguí fue darle vueltas hasta convertirlo en un espagueti alargado. Skip se me quedó mirando. Es el polvo, le dije. Saqué la botella del agua de la mochila, me enjuagué la boca y escupí varias veces. Cuando volví a ponerme la mochila, vi algo a lo lejos. Había un trozo de tela rosa sobresaliendo de una duna, ondeando en el aire como un pequeño paracaídas. Me acerqué y lo moví con el pie. Eran unas bragas.
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Las bragas rosas se habían volado del cofre de techo de un Oldsmobile negro que había en un aparcamiento cercano. El cofre estaba abierto y expuesto al viento y el asfalto se había llenado de ropa. Salvo por el polvo que lo cubría, el coche parecía en buen estado: sin ruedas pinchadas o faros rotos y con las ventanillas intactas. Daba la impresión de ser un modelo caro y se veía que sus dueños, tirados de cualquier manera al lado en la arena, eran una pareja de ancianos. En la parte de atrás había dos cajas alargadas de cartón y los asientos estaban llenos de bolitas de poliestireno. Aparte de eso, el interior del coche estaba impecable, muy cuidado. Rebusqué en los bolsillos de la pareja con la esperanza de encontrar algo de dinero suelto. La mujer no llevaba nada encima, pero en el bolsillo izquierdo del hombre, en cambio, encontré las llaves del coche y un sobre doblado. El sobre contenía el plano de una ciudad con algunas notas, un billete de diez dólares, un recibo por dos Sentre Stimulus VRE y lo que parecían dos visados de entrada en Canadá. Me senté al volante, metí la llave en el contacto y la giré. El coche emitió un zumbido electrónico, carraspeó y arrancó. El salpicadero se iluminó con símbolos digitales, un reloj artificial repicó y un texto verde pasó por una pantallita que había bajo el indicador de velocidad: BUENAS TARDES. Me incliné y besé el volante y comprendí que, con suerte, aquel sería el último coche que tendría que conducir para llegar al Pacífico.
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Walter, una vez me preguntaste para qué lo necesitaban… al chico, me refiero. Me da miedo parecer una loca si lo digo en voz alta. ¿Cómo podría explicártelo? ¿Tú sabes cómo funciona el cerebro? ¿Tienes claro qué sabemos sobre el funcionamiento del cerebro y la consciencia? Me refiero a los humanos. Y no hablo de ningún rollo macabeo en plan new age, te hablo de la suma del conocimiento cosechado por científicos concienzudos a lo largo de trescientos años de arduos experimentos y de comprobar teorías desde el escepticismo. Te hablo de los conocimientos que se obtienen de hurgar, literalmente, en la cabeza de la gente, de estudiar el comportamiento humano y llevar a cabo experimentos para llegar a la verdad, y distinguir eso de todos los embustes sobre el cerebro y la consciencia que no tienen sustento alguno en la realidad. Te estoy hablando de la comprensión del cerebro que ha derivado en cosas como la guerra neuronal, la red neurográfica o los Sentre Stimulus VRE. ¿Cuánto sabes realmente sobre eso? Me imagino que sigues teniendo la típica visión sobre el tema que se tenía en el siglo xx: de una forma u otra, el Ser se sitúa en el cerebro, como un pequeño piloto en una cabina tras los ojos. Crees que es una mezcla de recuerdos y emociones y cosas que te hacen llorar, y que seguramente todo eso esté también dentro de tu cerebro, porque sería raro que estuviese dentro de tu corazón, que te han enseñado que no es más que un músculo. Pero al mismo tiempo te cuesta hacerte a la idea de que todo lo que eres, todas tus ideas y vivencias, el conocimiento, los gustos y las opiniones tengan que existir dentro de tu cráneo. Así que tiendes a no pararte a pensar mucho en esas historias y piensas «seguramente la cosa tenga más miga», y te contentas con una imagen difusa de un Algo gaseoso y transparente flotando a tu alrededor en un vacío indefinido. Tal vez ni siquiera lo expreses en palabras, pero ambos sabemos que estás pensando en un alma arquetípica. Crees en un fantasma invisible.
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Me puse a estudiar el mapa de Skip, con el motor al ralentí. Había dibujado un círculo rojo en el mar, a pocos kilómetros al norte de San Francisco Memorial City, justo delante de un cabo que se adentraba en el mar como un largo dedo. En la punta del cabo había una pequeña población, Point Linden, y Skip la había marcado con un garabato rojo. Sujeto con un clip al borde del mapa, un folleto de una inmobiliaria con información de una casa en el 2139 de Mill Road. No era fácil averiguar dónde estábamos, pero sospechaba que nos encontrábamos en algún punto al oeste de la frontera del estado de Pacífica, cerca de la interestatal 15. Lo más probable era que la mayoría de las carreteras del sureste de Pacífica estuvieran cortadas por el polvo, pero estaba decidida a evitar las ciudades grandes y las zonas con más densidad de población siempre que me fuera posible. Cada cosa a su tiempo. Lo primero era dirigirnos hacia el oeste hasta que encontráramos carreteras mejores. Con suerte, la 395 estaría abierta más al norte y podríamos atravesar las zonas rurales al este de las Sierras Nevadas. Eso haríamos. La interestatal 15 apenas se distinguía bajo una suave capa de polvo y la visibilidad era realmente pobre. Como de vez en cuando aparecían coches abandonados en medio de la carretera, no me atrevía a pasar de cincuenta. Iba incorporada hacia delante, concentrada en distinguir los márgenes de la carretera bajo el polvo, pero no tardé en cansarme. Esa misma tarde se levantó el viento, y la visibilidad era ya tan mala que no nos quedó más remedio que esperar a que amainara la tormenta. Me metí por la primera salida practicable que vi y paré en lo que di por hecho que era un área de descanso. Fuera, el viento azotaba con fuerza los matorrales y una ola de polvo y arena se los tragó hasta dejarme sin visión alguna. Cuando nos dormimos, una oscuridad de aullidos envolvía el coche. Nos mecíamos con el viento y soñé que dormía en la barriga de un gigante.
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Para cuando amaneció, el viento había amainado y al otro lado de la ventanilla había varios patos amarillos enormes. Por un momento pensé que los había traído la tormenta por la noche, pero resultó que en realidad habíamos parado en una especie de campo de tiro y todos los patos estaban acribillados, agujereados por rondas de distintos tipos de calibres grandes. Nos pasamos varias horas explorando el campo de tiro abandonado. Encontramos una caja de herramientas bien surtida, una caja de cartuchos de escopeta medio llena y, sobre un colchón en un cobertizo, vimos algo tendido bocarriba, con la mirada perdida en el techo. Parecía uno casero. Los labios pintados en la cara ancha miraban entreabiertos la oscuridad desde una boca vacía. Solo de pensar en lo que podían haber introducido en ese agujero me hizo estremecerme. Lo cogí con cuidado por el torso, protegiéndome las manos con las mangas de la camiseta, y lo puse de costado. Abrí la trampilla trasera con la ayuda del destornillador de la caja de herramientas y saqué tres baterías de flujo de vanadio de las grandes. Estaban calientes. De vuelta en el coche, estaba a punto de girar la llave en el contacto cuando algo me hizo detenerme. Ese algo estaba reconcomiéndome. Me quité el cinturón de seguridad, cogí la escopeta y me bajé del coche. Le dije a Skip que se quedara allí y cerrara las puertas y luego cerré con mucho cuidado la mía y volví al campo de tiro. Encontré al dueño del robot sexual en una caravana destartalada en la otra punta del recinto. Sin dientes, con barba, le costaba respirar bajo el neuronizador. Tenía el cuerpo chupado y tembloroso, y la caravana apestaba. Un tubo en el brazo serpenteaba por una percha de goteo hasta un depósito enorme que había en el techo y estaba lleno de algo amarillo y viscoso. El anciano estaba totalmente incapacitado y era imposible saber cuánto tiempo llevaba allí. Encontré doscientos dólares enrollados en un bote de cristal debajo de la cama. Los cogí y me fui.
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Título original: Passagen © 2017, Simon Stålenhag y Fria Ligan AB Publicado en acuerdo con Salomonsson Agency. Primera edición en este formato: febrero de 2020 © de la traducción: 2020, Julia Osuna Aguilar © de esta edición: 2020, Roca Editorial de Libros, S.L. Av. Marquès de l’Argentera, 17, pral. 08003 Barcelona actualidad@rocaeditorial.com www.rocalibros.com Impreso por Egedsa ISBN: 978-84-17805-71-5 Código IBIC: FL Depósito legal: B-631-2020 Código producto: RE05715 Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.