En todos los frentes Clarissa Ward
Traducción de Santiago del Rey
EN TODOS LOS FRENTES Clarissa Ward
LAS MEMORIAS DE LA REPORTERA ESTRELLA DE LA CNN QUE NARRÓ AL MUNDO LA CAÍDA DE KABUL
Clarissa Ward es una reportera de guerra que ha ganado premios importantes por su trabajo en conflictos en Siria, Egipto, Afganistán, y fue la periodista que cubrió la caída de Kabul. En todos los frentes es el relato fascinante de su trabajo durante años desde la primera línea. Con su profunda empatía, encuentra la forma de contar las historias más difíciles. Tras una infancia privilegiada y solitaria, Ward se convirtió en corresponsal de guerra después de la tragedia del 11-S. Desde sus inicios, estuvo destinada con los marines durante la guerra de Irak, y luego en otros países árabes. Pero si hay un lugar donde Ward ha dejado su huella es la Siria devastada por la guerra, conflicto que ha cubierto ampliamente. Se infiltró varias veces con los rebeldes sirios e investigó sobre los extremistas occidentales que se sienten atraídos por ISIS. También ha informado del mandato de Bashar al-Asad sin miedo. En 2018 asumió nuevos retos para la CNN y fue madre. Esta es la historia inolvidable de una periodista extraordinaria y de un mundo cambiante. ACERCA DE LA AUTORA Clarissa Ward es una reconocida reportera de conflictos, jefa de corresponsales internacionales de la CNN. Habla siete idiomas, ha sido reportera en Siria, Egipto y ha trabajado desde Bagdad, Beirut, Pekín y Moscú. Ha visto y documentado el violento cambio del mundo desde muy cerca. Con su fuerte empatía y su increíble valentía, Ward encuentra la manera de contar las historias más duras. Ha ganado múltiples premios como el Peabody, a la excelencia en el periodismo, y el Murrow, al mejor trabajo de periodismo fuera de Estados Unidos. ACERCA DE LA OBRA «En todos los frentes es fascinante, conmovedora, entretenida y heroica.» Anderson Cooper, autor de Dispatches from the Edge «Los lectores interesados en historias verídicas de intrépidas reporteras quedarán cautivados por este relato fascinante.» Library Journal «Un inteligente relato sobre los atractivos y las trampas del periodismo de guerra.» Kirkus Reviews «Ward expone en estas apasionantes memorias su trayectoria a menudo desgarradora. Los lectores obtendrán como mínimo una comprensión básica de múltiples conflictos internacionales.» Booklist
A mi madre, que insistió con razón en que este libro debería estar dedicado a ella. Y a mis queridos Ezra y Caspar.
Prefacio
Permanecimos aparcados en silencio frente al lúgubre bloque
de apartamentos. Miré mi reloj. Las 07.40. —¿Es demasiado pronto para intentarlo ahora? —le pregunté a mi compañera Dasha Tarasova, que estaba sentada delante. Habíamos pasado los últimos veinte minutos esperando frente al domicilio de Oleg Tayakin, un agente encubierto de los servicios de seguridad rusos, más conocidos como FSB. Tayakin no era el típico espía ni un mero comparsa. Formaba parte de un grupo de élite que, según se creía, había envenenado al líder de la oposición Alexéi Navalni unos cuatro meses atrás. Navalni es el líder de facto de la oposición en Rusia, en la medida en que puede existir una oposición real en ese país. Enérgico y carismático, saltó a la fama en 2011 con una serie de audaces revelaciones sobre la corrupción de los dirigentes rusos emitidas desde su canal de YouTube. En 2016 desplegó un dron sobre la lujosa hacienda rural del entonces primer ministro Dmitri Medvéded, solo dos días antes de las elecciones parlamentarias. Mientras que la mayoría de los rusos se alimentaba de la información suministrada por la televisión estatal, la joven generación empezó a prestar atención a estas revelaciones. Los largos años de nepotismo combinados con un costoso aventurismo internacional habían llevado a la economía del país a un punto muerto. Las oportunidades escaseaban y la paciencia se estaba agotando.
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En apariencia el Kremlin fingía despreocupación. Pero cuando Navalni anunció su intención de presentarse a las elecciones presidenciales de 2018, se le prohibió rápidamente concurrir como candidato, con el pretexto de una falsa acusación criminal formulada previamente contra él. Aun así, él continuó su campaña anticorrupción. Nosotros habíamos sabido que el FSB ruso (la encarnación moderna de la sección doméstica de la KGB soviética) había creado en secreto una subunidad de agentes con conocimientos especializados sobre toxinas y agentes nerviosos, y que llevaban más de tres años rastreando a Navalni y siguiéndole en más de treinta viajes a lo largo del país. El 20 de agosto de 2020, Navalni estaba volviendo en avión a Moscú desde la ciudad siberiana de Tomsk. Subió al aparato en perfectas condiciones, pero al cabo de unos minutos de despegar se sintió repentinamente enfermo. Fue al baño y vio que estaba chorreando de sudor. «Salí del baño, me acerqué al asistente de vuelo y le dije: “Me han envenado, voy a morir”. Y luego me tumbé a sus pies, agonizando», me explicó más tarde. Durante las seis semanas anteriores, nosotros habíamos estado investigando a los agentes implicados en esta operación. Ahora había llegado al fin la hora de confrontar a uno de ellos. Así que permanecimos allí, en aquel tranquilo suburbio de Moscú, en la oscuridad de una mañana nevada de invierno, cuando todavía estábamos en plena pandemia de COVID-19, esperando el momento oportuno. —De acuerdo, vamos —dijo Dasha. Miré a Jeff Kehl, el cámara, que había conectado una pequeña cámara Osmo a su iPhone y ya estaba emitiendo en directo a la central de la CNN en Atlanta. Con esta precaución, si por algún motivo Tayakin le arrebataba el teléfono, las imágenes que hubiéramos grabado ya estarían a salvo. Jeff se ajustó los auriculares y asintió. Abrí la puerta del coche y salí al aire gélido. Jeff rodeó el co-
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che hasta mi lado para filmarme en el momento de entrar. «Estamos ahora en la casa de uno de los miembros del equipo del FSB y vamos a ver qué tiene que decirnos», dije, y acto seguido caminé hacia la entrada del bloque de apartamentos. Dasha pulsó el interfono. Yo noté una opresión bien conocida en el estómago. Enfrentarse a un supuesto asesino amparado por el Estado no era la cosa más demencial que había hecho en mi carrera, pero sí estaba entre las primeras. A aquellas alturas, ya habíamos repasado el plan una docena de veces. Habíamos llegado a la conclusión de que era poco probable que los servicios de seguridad tomaran represalias contra nosotros. Resultaría demasiado burdo, demasiado obvio, sobre todo una vez que nuestro reportaje sobre cómo Navalni había sido envenenado por la unidad del FSB hubiera sido emitido, cosa que sucedería en un par de horas. Dasha llamó al interfono varias veces antes de que oyéramos por fin la voz de una mujer. —Disculpe que la moleste, pero ¿está Oleg Borisovich, por favor? —preguntó Dasha en ruso. Hubo un momento de silencio y luego, milagrosamente, una serie de pitidos que indicaban que la mujer nos había abierto la puerta. El olor a moho y el tono verde desvaído de las paredes del edificio me resultaban conocidos por los años que había pasado en Rusia al principio de mi carrera. Dasha subió ágilmente las escaleras delante de mí. Yo me mareé de repente. Inspiré hondo y me esforcé en mantenerme concentrada. En el tercer piso, Dasha se dirigió a la puerta y yo la seguí, todavía aturdida. Él estaba allí con una camiseta de camuflaje y unos shorts, presumiblemente su atuendo para dormir. Supe inmediatamente que era Tayakin. Llevaba más de un mes estudiando su rostro. La cabeza pelada, la marca distintiva de nacimiento justo por debajo de la narina izquierda. El corazón me martilleó en el pecho al empezar a hablarle. —Zdravstvuyte, Oleg Borisovich? —le saludé, tal como ha-
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bía hecho Dasha, empleando su patronímico, que es la forma educada de dirigirse a alguien en ruso. Apartó los ojos de mí rápidamente al ver el iPhone de Jeff y se apresuró a cerrar la puerta. Pero no la cerró del todo y yo percibí su presencia al otro lado, aguardando a ver qué quería, así que proseguí. —Menya zovut Clarissa Ward, ya rabotayu v CNN. —Me llamo Clarissa Ward, trabajo para la CNN. ¿Puedo hacerle un par de preguntas?—. Mozhno vam sprashovat, eta vasha commanda otravila Navalny? —¿Fue su equipo el que envenenó a Navalni? En cuanto salió de mis labios el nombre de Navalni, la puerta se cerró violentamente. —¿Tiene algún comentario que hacer? —pregunté. Silencio. Me volví hacia la cámara. —No parece que quiera hablar con nosotros. Permanecimos esperando otro minuto. —¿Le llamamos? —sugirió Dasha. Sacó su teléfono y marcó el número. Increíblemente, él respondió. —Disculpe que le moleste, pero estamos frente a su puerta —le dijo. La comunicación se cortó. Para entonces, ya era evidente que estábamos tentando a la suerte. —Salgamos de aquí —dije. Nuestro reportaje fue noticia en todo el mundo. Era uno de esos raros y excitantes momentos en los que puedes, como corresponsal internacional, confrontar a alguien situado en una posición de poder con el crimen que ha cometido. La victoria resultaba especialmente gratificante porque abrirse paso en la información internacional durante el caos de la presidencia de Trump se había vuelto extremadamente difícil. Toda la atención mundial estaba comprensiblemente centrada en Washington. Ni siquiera el ISIS y la amenaza del terrorismo, que había sido el tema principal del periodismo internacional después
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del 11-S, parecía tan alarmante como la labor destructiva que se estaba realizando en la Casa Blanca. El nuevo enemigo era más difícil de precisar. Uno de los mayores peligros de esta nueva etapa era la asombrosa cantidad de desinformación y mentiras descaradas, de hecho propagadas en las redes sociales por diversos actores —con frecuencia por el propio presidente Trump—, y la disposición de un número creciente de personas a hacerlas suyas. La existencia misma de la verdad estaba siendo cada vez más cuestionada en todo el mundo. Con frecuencia me venía a la memoria una cita de Hannah Arendt: «El sujeto ideal del poder totalitario no es el nazi convencido o el comunista entregado a la causa, sino la gente para quien la distinción entre realidad y ficción, entre verdadero y falso, ya no existe». A mí me parecía que nunca había habido un momento más importante para ser periodista. Y sin embargo, muchas de las habilidades que había perfeccionado cubriendo crisis y conflictos por todo el mundo parecían inadecuadas para detener esa avalancha de falsedades. Con este fin, empecé a trabajar en una serie de reportajes de investigación con mis colegas Tim Lister y Sebastian Shukla. El periodismo de investigación es siempre excitante y humillante a la vez. Requiere una profunda concentración y unas reservas de paciencia que no parecen concordar con el ritmo frenético de las noticias. La probabilidad de acabar en un callejón sin salida era tan alta como la de hacer algún descubrimiento importante. Yo era plenamente consciente de mi deplorable ignorancia respecto a los instrumentos con los que la tecnología podía ayudarnos a destapar verdades y exigir responsabilidades. Aun así, nunca me había sentido tan entusiasmada ante las oportunidades que esos instrumentos proporcionaban. Como Estados Unidos descubrió durante y después de las elecciones de 2016, pocos países utilizaban la desinformación con tanta osadía como Rusia. Antes de las elecciones de 2020, Seb, Tim y yo empezamos a indagar en lo que los rusos planea-
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ban. Trabajamos con un par de investigadores de primera categoría de la CNN, Katie Polglase y Gianluca Mezzofiore, así como con académicos de la Universidad Clemson. Grupos de trabajo de Facebook y Twitter contribuyeron a corroborar nuestros hallazgos. Para un reportaje de esta complejidad, la carga de la prueba era elevada y la colaboración resultaba esencial. Nuestro equipo se reunía en una oficina desocupada, y yo observaba maravillada cómo Gianluca y Katie nos explicaban sus últimos descubrimientos, garabateados en una pizarra blanca cada vez más embarullada. Finalmente, fuimos capaces de destapar la existencia de una nueva factoría rusa de troles, subcontratada en Ghana, un país de África Occidental, y disfrazada como una ONG, que se dedicaba activamente a bombardear a los votantes afroamericanos con contenidos conflictivos e incendiarios. Tras el éxito de nuestra investigación de Ghana, Seb y Tim se dirigieron al grupo de investigación Bellingcat para ver si estarían dispuestos a trabajar conjuntamente en un proyecto. Yo admiraba el trabajo de ese grupo desde hacía años. Este colectivo de investigadores tanto remunerados como voluntarios había sido fundado por un británico, Eliot Higgins, que se había hecho un nombre cubriendo durante años el conflicto de Siria desde su portátil en Leicester, en el Reino Unido. Higgins se había acabado convirtiendo en un experto en el suministro de armas y empleaba sofisticadas técnicas de código abierto para abrir grietas en las mentiras oficiales del régimen sirio de Bashar al-Asad. El grupo Bellingcat había logrado identificar a los separatistas prorrusos de Ucrania que abatieron el vuelo MH17 de Malasia Airlines. Pero fue la identificación de los agentes rusos que habían viajado a Salisbury, en el Reino Unido, para envenenar al antiguo agente doble Sergéi Skripal lo que catapultó el prestigio del colectivo. Cuando los datos digitales no acababan de proporcionar un cuadro completo, Bellingcat recurría a los alijos de datos personales, desde manifiestos de vuelo y números de pasaporte hasta
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metadatos de telefonía móvil, que podían adquirirse fácilmente en el mercado negro ruso. Estas bases de datos filtradas por los registros gubernamentales eran conocidas como probiv, un término de jerga rusa con frecuencia traducido como «consulta». Las probiv eran básicamente un subproducto de la endémica corrupción y la laxa protección de datos en Rusia. «Si el gobierno intenta ocultar sus delitos —explicó después al Washington Post Christo Grozev, el jefe de las investigaciones rusas de Bellingcat—, y la única forma de demostrar esos crímenes de Estado es adquiriendo datos, nosotros consideramos que se trata de un recurso éticamente justificado.» Un mes después de dirigirnos al grupo, recibimos una llamada de Christo. «Sé quién envenenó a Navalni», nos dijo, captando de inmediato toda nuestra atención. Navalni, en efecto, había sido envenenado con un agente nervioso letal de la familia Novichok. Si el vuelo de Tomsk hubiera continuado hasta Moscú, que quedaba a tres horas, habría muerto casi con toda seguridad. Pero la rápida reacción del piloto le salvó. El vuelo fue desviado a la ciudad de Omsk, donde los médicos le administraron rápidamente atropina, un antídoto de gran eficacia. Tras un par de días de negociaciones, Navalni, para entonces en coma, fue trasladado al hospital Charité de Berlín, donde las autoridades alemanas revelaron que se habían encontrado restos de Novichock en su organismo. Los miembros del equipo de Navalni habían conseguido meter a escondidas en la ambulancia aérea que lo trasladó a Berlín varios objetos de la habitación del hotel de Tomsk: botellas de agua, una toalla y un cepillo de dientes. La presencia de restos de Novichok sería confirmada más tarde por laboratorios independientes de Suiza y Francia. Aquel era el intento de asesinato más audaz y descarado que yo había visto en Rusia. Y si se tiene en cuenta que el líder de la oposición Borís Nemtsov había sido asesinado a tiros pocos años atrás en un puente situado justo frente al Kremlin, el listón ya estaba bastante alto.
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Lo frustrante cuando estás cubriendo como periodista esta clase de crímenes horribles es que, a partir de un cierto nivel, resulta imposible demostrar quién es el responsable. Todo el mundo especula e intuye quién ha sido, pero en la mayoría de los casos los rusos, los sirios o quienquiera que sea pueden encogerse de hombros y decir: «Nosotros no fuimos». Y es extraordinariamente difícil probar lo contrario. Tim y Seb fueron a Viena para empezar a trabajar con Crhisto. Escucharon sus explicaciones sobre una masa enorme de datos y analizaron con él distintos escenarios posibles. Yo permanecí en Londres, de baja maternal tras el nacimiento de mi segundo hijo, Caspar. Intenté mantenerme al día sobre sus progresos mediante llamadas regulares con Signal, una aplicación de mensajes encriptados. Estábamos en pleno confinamiento por la pandemia y trabajar en casa en compañía de un niño de dos años y un bebé de seis meses resultaba todo un reto, incluso con el apoyo de una niñera maravillosa. Un día me llamaron mientras estaba llevando a Caspar arriba para que hiciera la siesta. Me senté en las escaleras, meciéndolo sobre una rodilla y sujetando el teléfono entre el hombro y la oreja. Tim me estaba hablando de unos viajes a Sochi que algunos agentes del equipo de toxinas habían hecho durante el verano. Esa localidad turística era de hecho el cuartel general de muchos funcionarios del Kremlin y del propio presidente Putin en los meses cálidos y durante gran parte del confinamiento. —¿Tenemos alguna idea de con quién iba a reunirse Tayakin allí? —pregunté. Una taladradora neumática volvió a sonar al otro lado de la calle, vibrando en mi cabeza. Inspiré hondo y procuré desconectar de ese ruido. Caspar empezó a retorcerse sin parar. Yo movía la rodilla más deprisa y le hacía morisquetas silenciosas mientras trataba de concentrarme en la respuesta de Tim. Justo en ese momento, Caspar empezó a llorar. No con esa clase de gimoteo que podía aplacarse poniéndole el chupete, sino con unos tremendos alaridos.
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—Lo siento, chicos —balbucí. —Te comprendo perfectamente. Hablamos luego —dijo Tim. —Te volveré a llamar cuando lo haya calmado —prometí. Colgué y miré fijamente a Caspar—. ¿En serio, amiguito? Mamá tiene que hacer su trabajo. Una semana después tomé un vuelo a Alemania para entrevistar a Navalni. Durante el despegue sentí una punzada de alegría al verme libre de los niños y poder concentrarme en el trabajo…, seguida de una punzada de culpa y tristeza porque los echaba de menos. A aquellas alturas ya me había acostumbrado a estas ráfagas de sentimientos encontrados. En nuestra conversación, me impresionó la actitud desafiante de Navalni. Era un hombre carismático, con unos ojos azules de acero y un retorcido sentido del humor. Entendí por qué el Krem lin se sentía amenazado. Navalni tenía críticos tanto en el establishment pro-Putin como entre la intelectualidad liberal, pero nadie le discutía su determinación implacable y obstinada. Hacia el final de la entrevista, le pregunté si pensaba volver a Rusia. Él no vaciló. —Volveré —respondió. Yo había oído a muchos políticos proclamar audazmente que estaban dispuestos a sacrificarse por el bien de su país. Esto era distinto. Me di cuenta de que decía la verdad y me impresionó su valentía. Él me explicó a continuación su razonamiento. Era totalmente consciente de los riesgos, pero convertirse en un político exiliado en Europa significaba volverse irrelevante para el pueblo ruso. Y añadió: «Jamás le haría ese favor a Putin». Nuestro reportaje junto a Bellingcat tuvo un enorme éxito. Incluso el presidente Putin respondió a las acusaciones en su conferencia de prensa anual, diciendo que era normal que el FSB siguiera a Navalni, puesto que trabajaba con los servicios de inteligencia occidentales, pero que eso no significaba que lo hubieran envenenado. Cuatro días más tarde, Navalni contraatacó difundiendo un vídeo explosivo en el cual él mismo le arrancaba una confesión
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a uno de los agentes implicados en una conversación telefónica, haciéndose pasar por el asistente de un alto miembro del consejo de seguridad nacional ruso. El agente embaucado reveló cómo habían rociado su ropa interior con Novichok. Pese a haber humillado a algunas de las personas más poderosas y peligrosas de Rusia, Navalni cumplió su palabra y volvió a Moscú el 17 de enero de 2012. Fue detenido de inmediato y, mientras escribo esto, condenado a más de dos años y medio en una colonia penitenciaria.
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Prólogo
Noviembre de 2011 Damasco, Siria
M iré a la multitud de dolientes que avanzaba hacia mí. Ha-
bía un ataúd sostenido en alto que millares de manos tocaban y bendecían a medida que bajaba oscilando por la calle. Pese al fresco de la tarde, los hombres que lo llevaban sudaban profusamente, rodeados por todas partes por manifestantes que entonaban cánticos. Algunos habían visto que yo trataba de seguir el cortejo con mi cámara y se apartaron para despejarme el camino. Querían que su historia de resistencia fuera contada. Forcejeé entre el gentío y me subí a la plataforma de una camioneta aparcada unos metros por delante del ataúd, que estaba envuelto en la bandera de la revolución siria (tres estrellas rojas, en lugar de las dos estrellas verdes de la bandera oficial). —No puedo pifiar esta toma, no puedo pifiarla —me dije a mí misma entre dientes. En el ataúd había un chico de dieciséis años al que las fuerzas de seguridad sirias habían matado a tiros el día antes. Él se había convertido en el último mártir de la revuelta contra el régimen del presidente Bashar al-Asad. Inspiré hondo y coloqué en equilibrio la pequeña cámara compacta para turista sobre la cabina de la camioneta, procurando mantener completamente inmóviles mis manos mientras se aproximaba el ataúd. Ahora veía la cara del joven muer-
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to: una cara tersa y gris, con los ojos cerrados y los labios apenas entreabiertos. Y al cabo de un momento desapareció, arrastrado por la riada de dolientes enfurecidos. Yo estaba sola en Damasco en mi primera misión de corresponsal de la CBS News. Como ciudadana de doble nacionalidad con pasaporte británico, había obtenido un visado de turista, pero mi productor no lo había conseguido. Y tampoco me acompañaba un cámara. Personalmente, tenía poca experiencia en la filmación de vídeo y no subestimaba los peligros de embarcarme en una misión semejante. A un periodista que viajaba solo se le podía hacer desaparecer fácilmente. Pero yo había estado en Siria en muchas ocasiones, hablaba el suficiente árabe para moverme por mi cuenta y ardía en deseos de cubrir aquella revuelta en rápida expansión que estaba alcanzando su punto álgido en otoño de 2011. Los activistas de la oposición me habían traído al inmenso suburbio de Douma para cubrir el funeral. No había resultado fácil. Había tenido que pasar unos días en Damasco antes de conseguir escabullirme del hotel y de la omnipresente policía secreta para poder contactar con ellos. Ahora acudían centenares de personas de todas direcciones. Las mujeres desfilaban juntas al final de la procesión. Hileras e hileras de ellas agitaban pancartas con eslóganes exigiendo justicia y el derrocamiento del régimen de Bashar al-Asad. Alguien empezó a tocar un tambor y la muchedumbre subió a hombros a un chico para que dirigiese los cánticos. «Ah, Bashar, mentiroso —coreaba el chico—, vete al infierno con tus discursos. La libertad está al llegar.» «Yalla irhal, ya Bashar», gritaba la gente, dando palmadas rítmicamente. «¡Fuera, Bashar!» Ese cántico se había convertido en el himno de la revolución, una revolución que había cobrado fuerza en los suburbios de Damasco, así como en Homs y en Hama, y que constituía una auténtica amenaza para el gobierno de Asad. Contemplé la oleada de gente que cantaba y lanzaba víto-
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res, alzando sus teléfonos móviles para captar imágenes de la protesta y transmitirlas por las redes sociales. El aire nítido de noviembre vibraba con la energía y la excitación de sus voces. Envalentonados por su propia audacia, se volvían cada vez más ruidosos, y sus palmadas resonaban de forma atronadora. Yo seguía el ritmo con el pie. Era algo electrizante. «Bashar, que te jodan a ti y a todos los que te aplauden.» Esos manifestantes habían estado aguardando su momento desde la Primavera Árabe que se había desarrollado ese mismo año, derribando dictaduras de largas décadas en Túnez, Egipto y Libia. En aquellos días, Asad había declarado al Wall Street Journal: «Esto es Oriente Medio, donde cada semana tienes algo nuevo». Sin embargo, él había predicho confiadamente que la vorágine no afectaría a su país. Al contrario, estimularía las reformas. Los hechos demostrarían espectacularmente que se equivocaba en ambas cosas. El 6 de marzo de 2011, unos adolescentes inspirados por la ola de protestas que se extendía por toda la región habían sido detenidos por pintar con espray «As-Sha’ab yurid isqat an-nizam!» (¡El pueblo quiere la caída del régimen!) por las paredes de Daraa, una deteriorada población agrícola cerca de la frontera jordana. Aquella era la consigna de las revoluciones de Egipto y Libia y provocó rápidamente las represalias de las fuerzas de seguridad locales. Cuando los jóvenes fueron puestos en libertad dos semanas después, vivos pero gravemente maltratados, sus familias airadas marcharon hacia la casa del gobernador para exigir justicia. Fueron recibidos con una lluvia de balas. Tres de los manifestantes murieron. Acababa de dar comienzo la revuelta. Ahora se había formado una pauta regular. El funeral de alguien asesinado por el régimen se convertía en una protesta contra el régimen. Las fuerzas de seguridad llegaban en masa y abrían fuego, y al día siguiente se celebraba un funeral aún más multitudinario. En aquel mes de noviembre, había todos los días decenas de funerales similares a lo largo del país.
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Contemplé al gentío coreando «hurriya, hurriya» (libertad, libertad) una y otra vez. Esgrimían pancartas reclamando una zona de exclusión aérea para impedir que Asad asesinara a su propio pueblo. Meses atrás, habían visto cómo los jets occidentales salvaban a los libios de Bengasi del avance de las fuerzas de Gadafi, así que creían que Occidente haría lo mismo por ellos. Qué amarga decepción habrían de llevarse. En ese momento, sin embargo, yo sentía un vértigo de temor y excitación. Las manifestaciones como aquella se convertían a menudo en objetivo de las milicias pro-Asad, tristemente famosas por su desalmada crueldad. Conocidos como shabiha, un término derivado de «fantasma» en árabe, esos hombres iban vestidos de paisanos y aparentemente surgían de la nada. La gente vivía atemorizada no solo por las brutales palizas que repartían, sino porque actuaban como informadores y señalaban al régimen qué familias estaban implicadas en el movimiento de protesta. A diferencia de lo que ocurría con los militares, nunca sabías si los shabiha estaban ahí o no. En tales circunstancias, hablar con un reportero occidental podía suponer una sentencia de muerte. Y sin embargo, aquí en Douma, en cuanto la gente veía que yo era periodista, quería contarme su historia. A mí me maravilló su valentía. Un hombre me había parado en la calle cuando yo pasaba con mi cámara. Hablaba algo de inglés, así que me detuve para grabar una entrevista. —Por favor —me imploró—, esto es la Siria real. —Su voz temblaba de emoción—. Si viene conmigo, verá cuerpos de verdad. No son estatuas, no son muñecos. Son cuerpos de verdad. Un grupo me guio hasta un pequeño cementerio destinado a aquellos que habían sido asesinados durante la revuelta. Los llamaban shuhada, mártires, y había unos sesenta enterrados en pulcras hileras. Una fotografía de un chico joven me sonrió desde una de las lápidas. Yo pensé en las palabras que me había dicho el hombre: «No son muñecos». Cada shaheed (cada mártir en particular) dejaba a muchas
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personas afligidas. El día antes del funeral me habían presentado a un sastre que estaba sentado en un taburete y sollozaba silenciosamente con los ojos fijos en el suelo, mientras me explicaba la muerte de su hijo. Hablaba en voz tan baja que tuve que aguzar el oído para captar los detalles. Su hijo había asistido a una manifestación en la universidad. Habían llegado las fuerzas de seguridad y habían empezado a disparar. Su hijo… Se interrumpió y su cuerpo se sacudió suavemente entre sollozos. Miré sus manos, que se movían sin parar de miedo y de dolor. Yo deseaba cogerlas y estrecharlas entre las mías, dejar la cámara un minuto y actuar como un ser humano. Pero sabía que la única forma de ayudarle era encargarme de que la gente pudiera escuchar su historia. Le animé a continuar: «Wa ba’dayn?». ¿Y qué pasó entonces? Su hijo recibió un disparo en el estómago, en los escalones de la universidad, prosiguió. En el hospital no quisieron atenderlo porque temían las represalias de las fuerzas del gobierno. Murió desangrado. La voz del hombre se quebró. Era algo desgarrador, pero yo mantuve la toma, aguanté mientras él se secaba los ojos.
Había necesitado semanas de investigación y de llamadas por Skype para contactar con la oposición siria, que a finales de 2011 era hostigada implacablemente por el régimen. Muchos activistas habían sido encerrados en calabozos o simplemente los habían hecho desaparecer. Empezaban a circular historias de terribles abusos y torturas. Durante los primeros días yo había actuado como una turista, que era lo que mi visado decía que debía ser. Luego, una mañana, me puse un velo hiyab y me escabullí del hotel, alejándome de la mirada de los agentes de la policía secreta, que vigilaban fumando un cigarrillo tras otro. De repente, con mi pelo rubio tapado, me volví invisible. La diferencia con los días anteriores, cuando todo el mundo parecía observar a aquella extranjera, era increíble. En mis siguientes misiones en Siria, me puse el hiyab con frecuencia. Desde el punto de vista de la seguridad, reducía
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mi notoriedad considerablemente. Además, me permitía mantenerme en segundo plano y observar discretamente cómo se desarrollaba una escena, en lugar de convertirme yo misma en el centro de atención. Para un reportero de televisión nunca es fácil pasar desapercibido, porque el hecho de llevar una cámara resulta inevitablemente llamativo. Pero cualquier cosa que minimizara mi protagonismo era positiva. Comprobé cuidadosamente que no me seguían mientras zigzagueaba por las calles de la capital siria para reunirme con un activista llamado Hussein. Nos había presentado online otro activista sirio que ejercía de coordinador en Damasco. La noche anterior habíamos estado hablando hasta muy tarde para decidir dónde y cuándo encontrarnos. Acordamos que yo pasaría a buscarlo por Bab Touma, una de las siete entradas de la ciudad vieja, a las ocho de la mañana. Durante los cinco días siguientes, me quedaría con él. Hussein tenía una cara redonda y risueña, con una sombra de barba permanente, y llevaba todos los días los mismos pantalones de chándal y las mismas sandalias de plástico. Parecía un estudiante universitario que hubiera pasado demasiadas noches en vela. Compartía su pequeña casa con patio en la ciudad vieja con una camada de gatitos blancos que se encaramaban sobre él mientras hablábamos y afilaban sus garras ruidosamente en los sofás. Como muchos de los activistas que conocería aquella semana, Hussein estaba ebrio de excitación por el hecho de tomar parte en una revolución. Por las noches, me llevaba a los apartamentos de sus amigos. La mayoría eran cultos y urbanos, una mezcla de musulmanes suníes, cristianos y alauitas. Más adelante, la revuelta adoptaría un tono claramente islamista, pero aquellos eran solo los comienzos embriagadores y estaban llenos de un ardiente idealismo. Yo me sentaba con ellos y los observaba fumar un cigarrillo tras otro mientras peroraban hasta bien entrada la noche sobre cómo sería su revolución. Hablaban con pasión de la libertad, la democracia y los derechos humanos, pero
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incluso entonces notabas que tenían poca comprensión y menos experiencia de los fundamentos e instituciones necesarios para construir y alimentar esos ideales. Hussein me presentó a Razan Zaitouneh, una figura central dentro del movimiento de protesta. Era una mujer alta, pálida y esbelta, con un pelo largo y ondulado de color parduzco, unos ojos azules acuosos y una separación entre los incisivos. Fumaba sin parar mientras hablaba y raramente sonreía. Razan no pertenecía a la misma categoría que Hussein y sus amigos. Ella era una abogada de derechos humanos y había ejercido como activista en Siria muchos años antes del inicio de la Primavera Árabe. Hablaba con una firme convicción y era lo bastante inteligente para saber hasta qué punto eran reales los riesgos. El régimen sirio llevaba un tiempo rastreando sus movimientos y ella vivía ahora escondida para evitar el arresto. —¿Tienes miedo? —le pregunté un día mientras tomábamos un té en el apartamento de Hussein. —¿Y quién no? —respondió con naturalidad, dando una profunda calada a su cigarrillo. Mientras hablaba, acariciaba distraídamente a uno de los gatitos—. Pero debemos continuar. Hemos decidido empezar nuestra revolución. Esto es lo que llevamos soñando desde hace mucho tiempo. Alzó la vista hacia mí y apagó el cigarrillo. —Yalla [Venga], vamos. Razan y Hussein me habían llevado al funeral de Douma y a las protestas que se estaban volviendo cada vez más comunes los viernes, el día sagrado de los musulmanes. Con frecuencia, las manifestaciones surgían en apariencia de la nada, como una «multitud relámpago». Empezaba a sonar un cántico y se juntaba un gran gentío, pero solo para disolverse con la misma rapidez una vez transmitido el mensaje: «Aquí estamos y no nos dejaremos intimidar». Una tarde me llevaron a conocer a una red de médicos que había montado hospitales de campaña subterráneos para atender a los heridos en las protestas. Trepamos por un pasaje oculto en
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una pared que daba a un depósito de suministros médicos. Vendas, antibióticos, jeringas y, lo más espantoso, grapadoras de piel. La valentía y la firmeza de la oposición, que en esta fase evitaba la violencia pese a la brutalidad desplegada por el régimen, resultaban inspiradoras. En una manifestación celebrada una noche, ya muy tarde, en un suburbio de Damasco, dos mujeres jóvenes con la cara cubierta se situaron a mi lado y me dieron una nota. La letra era pulcra e infantil. En la esquina superior izquierda habían dibujado a bolígrafo la bandera de la revolución siria. La nota decía: «No derramamos lágrimas por los mártires, derramamos lágrimas por los cobardes». Aun así, a finales de 2011, las protestas estaban dando paso a la resistencia y empezaba a formarse una insurgencia armada. Solo la fuerza podía oponerse a la fuerza. En el funeral de Douma se me había acercado un hombre con un cartel que decía: «El Ejercito Libre Sirio me representa y me protege». El Ejército Libre Sirio, conocido como FSA, se había formado en el mes de julio y estaba compuesto en gran parte por soldados sirios que habían desertado tras negarse a cumplir la orden de disparar contra el pueblo. Razan y Hussein tenían visiones distintas sobre los comienzos del FSA. Hussein subrayaba que el único papel de la milicia era formar un perímetro alrededor de las manifestaciones para proteger al pueblo: «Supongo que es necesario ahora mismo». Razan era más escéptica; temía que ese grupo acabara cambiando esencialmente el espíritu no violento del movimiento. Su inquietud resultaría ser profética. Ese fue el principio de la militarización del conflicto, algo que Bashar al-Asad acogió con satisfacción. Él se complacía en proclamar que los sirios y el mundo exterior tenían ante sí una elección binaria: o él, o el terrorismo. Y con un cálculo desalmado, aquella primavera liberó a miles de yihadistas encarcelados que se injertarían espontáneamente en el movimiento insurgente y acabarían devorándolo. Una noche, a última hora, Hussein se ofreció a organizarme
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una reunión con miembros del Ejército Libre Sirio. Aunque algunos combatientes del FSA habían sido entrevistados en Homs, ninguno había concedido en Damasco una entrevista frente a las cámaras con un periodista occidental: básicamente porque muy pocos reporteros extranjeros habían logrado entrar en la capital, aparte de un puñado de europeos con visado del régimen. Pero estos tenían asignados escoltas que vigilaban todos sus movimientos y no habían podido acercarse a las protestas. Yo sabía que disponía de una oportunidad única y quería comprobar hasta qué punto era real ese movimiento de resistencia armada. Hussein volvió a llevarme a Douma. Allí me subí a otro coche con un hombre que se disculpó antes de vendarme los ojos. Me dijo que debía asegurarse de que no identificaba la ubicación del piso franco en donde iba a celebrarse la entrevista. A Hussein no le permitieron venir conmigo. Me esforcé por no entrar en pánico mientras el coche serpenteaba por callejas sinuosas. No tenía ni idea de a dónde íbamos. Nos detuvimos tras unos veinte minutos. Sentí el aire fresco en la cara cuando se abrió la puerta. Alguien me guio hasta el interior de una casa, donde por fin me quitaron la venda. De pie frente a mí había como una docena de hombres con uniforme militar que llevaban AK-47 y lanzacohetes RPG y tenían la cara tapada con pañuelos a cuadros llamados keffiyehs. Noté que se me secaba la boca. Yo era muy consciente de hasta qué punto aquellos hombres constituían un objetivo, y casi me esperaba que en cualquier momento irrumpiera un grupo de comandos militares sirios disparando a mansalva. Carraspeé y me presenté, mientras me preguntaba cómo iba a filmar la entrevista. El encuadre debía ser lo bastante amplio como para que salieran todos los hombres, además de mí misma. Ojalá hubiera contado con la ayuda de un cámara provisto de un trípode. Al final le pasé mi cámara al hombre que me había llevado hasta allí y él la colocó en equilibrio sobre un montón de libros en una mesita auxiliar. No iba a resultar una pieza televisiva de producción impecable.
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—Estamos luchando contra quienes dejan huérfanos a nuestros hijos y viudas a nuestras esposas —empezó el comandante. Yo pregunté si no le preocupaba que, al militarizar el conflicto, hubiera más víctimas. —Nosotros no hemos escogido la guerra —me dijo—. La guerra nos ha sido impuesta para proteger a nuestro pueblo y nuestro honor. Hablaba con una rigidez formal. Me aseguró que sus hombres habían llevado a cabo ataques contra objetivos militares por toda la capital, el núcleo de la base de poder de Asad, y que en esas operaciones se había incautado armamento. Yo no acababa de entender cómo encajaba aquel contingente de hombres en la jerarquía del FSA, lo cual constituía un indicio precoz de la falta de una estructura coherente en la organización. Cualquier grupo podía pintar un cartel y subir vídeos a YouTube declarando que formaba parte del Ejército Libre de Siria, lo cual no significaba que hubiera comunicación y coordinación entre los distintos grupos. Los movimientos islamistas que acabarían asumiendo la insurgencia eran más disciplinados, más implacables. Cuando ya terminábamos la entrevista, uno de los hombres me indicó que me acercara y me mostró una fotografía de carnet de un niño sonriente de mejillas rollizas y pelo castaño rizado. Su hijo. —Por esto estamos luchando —me dijo con un tono apremiante—. Para poder tener un futuro mejor. —Sus ojos se clavaron directamente en los míos, como si dijera: «¿Lo entiende ahora? ¿Lo comprende?». Asentí lentamente. Su franqueza era evidente. Pero también lo era que ellos no tenían una verdadera estrategia y que se enfrentaban a un enemigo despiadado. Después de una semana en Damasco, yo quería tratar de llegar a Homs, donde la represión había alcanzado su grado más brutal. Envié un mensaje a mis jefes en Nueva York. «No —fue la respuesta inmediata—. Da la impresión de que tienes un material fantástico. No vayas a tentar a la suerte.»
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Tras un tiempo en un lugar peligroso, resulta fácil para un periodista insensibilizarse al riesgo, querer siempre más, no pensar nunca que ya basta con lo que tienes. Dependes de colegas experimentados capaces de frenar tu ambición. Recuerdo que el gran periodista de la CBS Allen Pizzey citaba a un editor de la agencia Reuter en África que ordenaba a sus reporteros que volvieran de las líneas de combate de zonas remotas con un sencillo telegrama: «Muerto no puedes informar». Además de la tentación de conseguir una mejor historia, en aquellos primeros días de la Primavera Árabe existía la esperanza de que fuera posible una realidad mejor. De que el cambio estaba al alcance de la mano. Yo esperaba que mi trabajo pudiera contribuir en una pequeña medida a esa causa, pero en Siria llegaría a darme cuenta de que la idea de «marcar la diferencia» en periodismo es tan seductora como peligrosa. Estimula la soberbia y desplaza el foco del trabajo en sí. Y la realidad es que nosotros no estamos allí para resolver el problema; estamos allí para iluminarlo. En mi última noche en Damasco se produjo un apagón general, uno de los muchos pequeños signos de que no todo iba bien en la capital. Hussein, Razan y yo permanecimos en la oscuridad de la sala de estar. El resplandor del cigarrillo de Razan le iluminaba un poco la cara cada vez que daba una calada. Recordé la mañana en la que le había preguntado si tenía un mensaje para Bashar al-Asad. —¡Vete! —me dijo sencillamente—. Vete ahora, porque tú sabes que al final habrás de irte, pero con más víctimas y más sufrimiento para el pueblo. Así que vete ya y déjanos empezar nuestro nuevo futuro, nuestro nuevo país. Ya nos has sacado bastante la sangre. Pero Asad no se fue. Y menos de dos años después de ese viaje a Damasco, Hussein sería encarcelado y Razan secuestrada por unos hombres armados. Desde entonces, no se ha sabido nada de ninguno de los dos.
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A los ocho años ya había pasado por once niñeras. Miche-
lle, de Singapur, fue despedida porque mi madre creía que estaba trabajando para un servicio de sexo telefónico. A Theresa, de Sudáfrica, la echaron por sacar a mi pajarito, Orchid, al jardín durante una tormenta de nieve porque hacía demasiado ruido con sus gorjeos. Debbie, británica, empezó a salir con mi profesor de tenis en Florida y luego estrelló el BMW de mi madre… Eso fue el remate para ella. A menudo las niñeras simplemente ya no estaban cuando volvía del colegio. Pero la brevedad de su paso por el puesto nunca me inquietó demasiado. Yo siempre me sentía excitada cuando llegaba la nueva. Tuve la suerte de vivir una infancia privilegiada y, a la vez, nada convencional, una experiencia que probablemente me volvió alérgica a la rutina. Quizá no parezca el adiestramiento adecuado para una corresponsal extranjera, pero esa experiencia me enseñó a ser adaptable, autosuficiente y curiosa. Mi preciosa madre, Donna, es una americana bajita con una energía irreprimible y una opinión tajante sobre casi todo. En otra época habrían dicho que era una mujer «formidable». Mientras estaba embarazada de mí, ella repetía que pronto sería madre de un niño al que llamaba «mi Rupert». Así que hubo cierta sorpresa cuando nací el 31 de enero de 1980 en el Queen Charlotte’s Hospital de Londres. Mi padre, Rodney, un apuesto británico de dos metros de
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estatura, es un antiguo banquero de inversiones que remó con el equipo de Cambridge y estudió en la facultad de Derecho de Yale. Adicto al trabajo, es brillante y encantador, gentil y amable. Ambos estaban consagrados a sus carreras profesionales y, después de trasladarnos de Londres a Nueva York, se acabaron separando. Más adelante, cuando yo tenía catorce, mi padre se mudó a Hong Kong, donde vivió más de veinte años. Durante la mayor parte de mi infancia, mis padres tenían otras parejas, aunque se daba por supuesto que esas relaciones eran secundarias y no afectaban al profundo vínculo que compartían y a nuestro pequeño pero sólido núcleo familiar. El divorcio nunca se produjo y todavía hoy siguen casados. Mi madre y yo vivimos en una serie de casas adosadas del Upper East Side de Manhattan que ella compraba, desmantelaba y luego remodelaba y vendía. No eran casas necesariamente pensadas para niños. «No toques las paredes», me gritaba cuando yo subía y bajaba corriendo las escaleras. Ella trabajaba las veinticuatro horas, pero hacía lo posible para llenar mis días con patinaje sobre hielo, ballet y equitación. Aun así, siendo hija única, yo pasaba gran cantidad de tiempo sola, deambulando por la última planta de aquellas casas adosadas de Nueva York. Dedicaba horas a improvisar escenas dramáticas inspiradas en programas de televisión como Divorce Court [Tribunal de Divorcio] en las que yo hacía todos los papeles. («Él es mi hijo, maldita sea, y prefiero que me mate antes que compartir la custodia con ese hombre.» «Bueno, Lydia, quizá si tú no estuvieras tan ocupada acostándose con tu jefe, no nos veríamos en esta situación.» «¡Orden, orden!») Cuando yo tenía ocho años, mi madre anunció de golpe que volvíamos a Londres. En el curso de un año la habían asaltado dos veces en el Upper East Side y ya estaba harta de Nueva York, me dijo, aunque yo sospecho que la verdadera razón era una serie de aventuras tóxicas con hombres que la hacían llorar demasiado. Ella me repitió una y otra vez que mi vida no cambiaría en absoluto. De todos modos, mi padre viajaba regular-
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mente a Londres, así que seguiría viéndole. Yo simplemente pasaría de una escuela de élite para señoritas a otra. La gran dama de mi vida londinense era mi abuela paterna: la abuelita Greegs, como yo la llamaba. De un metro ochenta y cinco, era un personaje intimidante, por decirlo suavemente (compadezco al hombre que se atreviera a preguntarle su estatura). Quería con pasión a mi padre, su querido hijito. Intuyendo que mi madre era una mujer tan brillante y complicada como ella, le había tomado una antipatía inmediata. La abuelita Greegs era una pianista de formación clásica que hablaba con fluidez cuatro idiomas y había escrito siete novelas, al menos otras tantas obras teatrales y varios volúmenes de poesía: todo ello inédito. Mi abuelo, John, era un alto oficial del servicio colonial y ambos habían vivido en la Somalia británica y en Singapur durante la mayor parte de la infancia de mi padre. En Singapur, mi abuelo se había enamorado de su secretaria china, Mavis, y la abuelita Greegs lo había aceptado a cambio de que él no pidiera el divorcio. Mi madre me contó que la primera vez que vio a la abuela en Londres fue en un piso de Warwick Square donde vivían los tres. Habían levantado una valla en mitad del apartamento para separar los aposentos de la abuela de los de Mavis y el abuelo. Era un arreglo insólito cuando menos, pero se llevaron bien durante años, con la única condición de que Mavis le cocinara a la abuela un curri enorme cuando recibía invitados. En vista de semejante montaje, quizá no sea del todo sorprendente que, años más tarde, Mavis dejara al abuelo y regresara a Singapur. Al volverse viejo y frágil, él le suplicó a la abuela que se reconciliaran. «Ay, Vivienne —suspiraba—, quiero morir en tus brazos.» «Bueno, John —replicaba ella—, es una pena que no quisieras vivir en ellos.» Al menos una vez por semana yo recorría a pie el breve trecho hasta el dúplex que mi abuela compartía con una joven y sufrida polaca llamada Teresa (en parte protegida, en parte compañera, en parte burro de carga) y con una interminable serie
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de gatos y perros con nombres como Delphinium, Ksenia y Nefertiti. Ella estaba en un sillón junto al piano de cola y, cuando yo entraba y la besaba en ambas mejillas, soltaba un gritito de genuina excitación: «Holaaaa, mi querida niña. Siéntate y cuéntamelo todo». Tras unos dos minutos, me interrumpía. «Querida, ¿te ha estado alimentando tu madre? Tienes un aspecto enfermizo. Necesitas un caldo de carne. ¡Teresa! Tráenos caldo de carne.» Esas palabras me causaban una náusea instantánea. Se trataba de una sencilla receta: agua caliente con una cucharada de un grasiento y pegajoso extracto de carne llamado Bovril. Era un vestigio de los días de racionamiento de la Primera Guerra Mundial y resultaba realmente asqueroso. Por suerte, cuando tuve catorce años, el caldo de carne fue reemplazado por gin-tonics bien cargados, seguidos de un interrogatorio no muy sutil sobre mi madre. «Desde luego ella siempre ha sido una mujer muy difícil. ¿Tú cómo te las arreglas? A la abuelita Greegs puedes contárselo todo. No diré una palabra.» La abuela tenía una inagotable curiosidad por mis pasiones y curiosidades. A mí me interesaba el teatro, así que me llevaba a ver representaciones y se las arreglaba para que pudiera colarme entre bastidores. A mí me interesaba escribir, así que me regalaba cuadernos y bolígrafos y me decía que mis historias eran las más maravillosas que había leído. Incluso apoyaba mis esfuerzos como escultora. Un año le regalé una «taza vikinga» que habíamos hecho en el colegio. Era el objeto más feo que pueda imaginarse, pero ella lo mantuvo en la repisa de la chimenea durante años y declaraba que era «la taza más espléndida» que había visto en su vida. Lo cual contrastaba radicalmente con la actitud de mi madre, que siempre encontraba el modo de esconder las cosas que yo había hecho para ella en clase, o simplemente las volvía a poner en mi habitación. «Lo siento, pero ¿qué puedo hacer con una taza verde limón cuando la cretona de mi habitación es azul?», explicaba; o bien: «Nosotras solo usamos antiguos adornos escandinavos en el árbol de Navidad, querida, ya lo sabes».
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A los diez años me enviaron a un internado de primaria llamado Godstowe, que quedaba a una hora de Londres. Yo sentí una tremenda inquietud ante la perspectiva de que me mandaran allí, entre otras cosas porque mi padre había ido a un internado a los siete años y se había sentido tremendamente desdichado (solo iba a casa una vez al año, en un vapor, para ver a sus padres en Singapur). Mi madre pensaba que los internados lo habían dejado a él y a toda una generación de ingleses emocionalmente lisiados. «Tu padre todavía tenía una mantita infantil cuando lo conocí —decía—. Estaban todos muy reprimidos.» Aun así, ella dejó de lado esta convicción para que yo recibiera la que se consideraba la mejor educación posible. Así que cargó el coche y me llevó a Buckinghamshire. Tengo las fotos de mi primer día en Godstowe y todavía me hacen llorar. Una niña alta y desgarbada de pelo rubio y dientes salidos lleva una larga y rasposa falda gris y un suéter rojo de cuello de pico. Apoya una mano en la cadera y sonríe confiadamente a la cámara. Lo que no se puede ver es el esfuerzo que hace para no llorar, el nudo que tiene en la garganta, la decidida voluntad de no decepcionar a su madre. Yo no entendía por qué me enviaban a un internado, por qué mi madre no me quería en casa, por qué yo no parecía hacerla feliz. ¿Era quizá porque me negaba a llevar faldas y porque odiaba aquella rasposa rebeca de lana austríaca que me había comprado? «Es tirolesa, y muy chic», me decía, exasperada. Esa noche esperé a que todas las chicas del dormitorio se quedaran dormidas y solo entonces me permití llorar sobre la almohada. Mi padre me había dicho que siempre que sintiera nostalgia debía pensar en todas las cosas divertidas que íbamos a hacer en mi próximo fin de semana libre. Yo cerré los ojos y me imaginé que me venía a recoger, que me llevaba en coche a Londres y jugábamos a juegos de letras como siempre hacíamos, y que íbamos juntos a comer zabaglione a nuestro restaurante italiano favorito. Al final, me quedé dormida.
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El hecho de que tuviera poco en común con la mayoría de mis compañeras no ayudó mucho. Ellas me miraban burlonamente al ver que saltaba sin control del acento americano al británico. (Es como ser bilingüe, pero de una forma totalmente inútil.) Las chicas de Godstowe estaban locas por los caballos y pasaban sus vacaciones haciendo actividades saludables y educativas con sus familias. Yo estaba más interesada en ponerme piercings en las orejas. Pasaba la mayor parte de mis vacaciones en Estados Unidos con mi madre, tarareando canciones pop como «Just Another Day» de Jon Secada, o «Time», «Love and Tenderness» de Michael Bolton mientras íbamos en coche al centro comercial. Aun así, para entonces ya estaba aprendiendo a encajar casi con cualquiera y en cualquier parte, de manera que compré libros sobre caballos, cabalgué en yincanas y suprimí mi acento americano salvo cuando estaba en Estados Unidos. Las cartas fueron lo único que hicieron soportables los años en Godstowe. Mi padre era un maravilloso corresponsal. Por mucho trabajo que tuviera o por mucho que viajara, yo encontraba cada semana un grueso sobre embutido en mi casillero. Por la noche, sacaba mi linterna y leía sus largas cartas bajo la colcha. La abuelita Greegs también me enviaba misivas regularmente, contándome con detalle las travesuras de sus mascotas. Tras dos años en Godstowe, me aceptaron en Wycombe Abbey, una de las mejores escuelas para señoritas del país. En mi última noche antes de abandonar Godstowe, me metí a hurtadillas en la ducha y me teñí el pelo de un intenso color naranja. Como castigo, no me permitieron asistir a mi propia ceremonia de graduación, cosa que me dio totalmente igual. Me pasé el rato en la enfermería con la hermana tomando té con leche, mirando culebrones australianos y saboreando mi gesto de desafío. Cuando mi madre me recogió más tarde, parecía disgustada, pero no tanto por aquel acto de burda desobediencia. «La verdad, Clarissa —me reprendió—, el naranja no te sienta bien.» Ni por un momento se me ocurriría discutir que tuve una educación privilegiada: un tipo de educación que amenazaba con
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distorsionar una mínima percepción del mundo real. La única disciplina que me imponían mis padres era que sacara sobresalientes. Y no obstante, en esa época nunca me consideré especialmente privilegiada porque solo tenía trece años e ignoraba lo que era un privilegio. En cambio, me consumían todas las angustias que sufre cada adolescente, y mi madre no hacía más que agudizarlas. Yo parecía avergonzarla y ella me avergonzaba a mí constantemente. Me arrastraba a fiestas, refunfuñando: «Por el amor de Dios, ponte un poco de corrector y de colorete; tienes un aspecto cadavérico». Y luego, mientras yo permanecía enfurruñada, susurraba a sus amigos de forma audible: «Está enojada porque aún no le han salido los pechos». Cuando me permitieron dejar el internado con dieciséis años, tenía una tendencia rebelde muy desarrollada. Me hice íntima amiga de un chico increíblemente guapo de mi nuevo colegio de Londres, que era justo lo contrario de todo lo que había conocido hasta entonces. Aidan vivía en una vivienda de protección social y llevaba una gorra de tweed. Era sumamente inteligente y frenéticamente izquierdista, y siempre llevaba bajo el brazo un libro de o sobre Karl Marx. Bebía demasiado y me decía con rabia que mi ignorancia sobre la realidad era «una puta vergüenza». Pero a diferencia de la mayoría de los chicos adolescentes, al menos era interesante y auténtico. En lugar de fumar en cafés de King’s Road con mis refinadas amigas, yo pasaba cada vez más tiempo con él en apestosos pubs anticuados de las zonas menos distinguidas de Londres. Al verla a través de sus ojos, la ciudad se volvió de repente intensa y vibrante, llena de comunidades diferentes con historias y experiencias únicas. Discutíamos acaloradamente durante horas mientras él se lanzaba a demoler las endebles ideas que yo había formulado sobre el mundo. Luego, antes de que tomara el autobús nocturno a casa, me besaba furiosamente contra la pared. Yo tenía claro que quería ir a la universidad en Estados Uni-
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dos. Me irritaba desde hacía mucho la forma que tenían los británicos de comentar con los ojos en blanco lo «americana» que era cuando yo mostraba demasiado entusiasmo o ambición. Por mi parte, había llegado a despreciar el insidioso sistema de clases de Inglaterra. Resultaba difícil escapar de tu burbuja o mantener una conversación que fuera más allá de la charla intrascendente. Con frecuencia me venía a la memoria este pasaje de Retorno a Brideshead, de Evelyn Waugh: «El encanto es la gran plaga de los ingleses. No existe fuera de estas húmedas islas. Ensucia y mata todo lo que toca. Mata el amor; mata el arte». Traté de explicarle esto a mi madre, que se limitaba a poner los ojos en blanco y a decir: «¿Por qué has de ser tan intensa? Resulta aburrido». Me aceptaron en Yale, donde estudié Literatura Comparada y me sumergí en la forma más superficial del autoconocimiento. Me teñí el pelo de rosa, me puse un piercing en la lengua y un botón en el ombligo. Fumaba grandes cantidades de maría y devoraba novelas rusas y películas francesas de la nueva ola. Actué en películas estudiantiles y publiqué una revista con mis amigos. Incluí una columna de sociedad satírica escrita por la abuela Greegs bajo el seudónimo «Lady Lavinia Lunge». Mi idea de ser atrevida durante la universidad era asistir a «fiestas desnudas» en las que te desvestías completamente en la puerta y dejabas la ropa en una bolsa hasta que te ibas. Y entonces, en la primera semana del primer semestre de mi último año, todo cambió. Yo estaba profundamente dormida cuando mi mejor amigo, Ben, me llamó. —Ward, tienes que venir enseguida —dijo—. Un avión acaba de estrellarse contra el World Trade Center. En el apartamento que compartía con otras dos chicas no había televisión, así que me puse algo de ropa y fui al apartamento de Ben. Cuando llegué, ya había una docena de personas congregadas en silencio alrededor de su televisión. Yo me quedé de pie detrás de ellas, tratando de asimilar lo que veía en la pantalla. Ambas torres estaban envueltas en llamas.
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Los siguientes días los pasé en un estado de completo aturdimiento, intentando contactar con mi madre, que estaba sola en su apartamento del Upper East Side de Manhattan, intentando comunicarme con mis amigos íntimos que estudiaban en Columbia, intentando llegar a Nueva York desde New Haven, intentando acercarme al lugar del atentado para asimilar que aquello era real. Las demás horas de vigilia las pasé frente a la televisión, viendo las noticias. Tenía un profundo sentimiento de vergüenza por no haber estado más comprometida, por no haber prestado la debida atención a lo que sucedía en el mundo, por haber vivido tan absorta en mí misma. También tenía una motivación y una claridad mental que no había experimentado nunca. Suena presuntuoso, pero sentía que debía viajar a los frentes de combate, que debía escuchar las historias de la gente que vivía allí y contarlas a la gente de aquí. En ese proceso, confiaba en poder transmitir a la gente de «allí» una idea de cómo era realmente la gente de «aquí». Quería llegar a la raíz de la incomunicación que alimentaba aquella locura, aquella deshumanización mutua. Nosotros no les entendíamos y ellos no nos entendían a nosotros. Eso al menos estaba claro. Recordé una noche, durante la secundaria, cuando estaba con mi mejor amiga, Chiara, en el baño de sus padres, ambas colocadas a tope, hablando de lo que queríamos hacer en la vida. Chiara era por un lado española y por el otro, una mezcla de italiana y americana. Se había criado en el Reino Unido, y las dos teníamos en común la sensación de estar cómodas en cualquier parte, pero sin sentirnos propiamente en nuestro sitio en ninguna. —Yo no puedo crear —le expliqué—. No voy a escribir novelas o rodar películas, ni voy a ser una gran artista. Soy un recipiente. —Busqué las palabras adecuadas en mi obnubilación—. Soy capaz de entender a la gente y de transmitir sus ideas. Soy una comunicadora —dije al fin triunfalmente. Por la mañana, ya del todo sobria, aquello sonaba algo abstracto, pero me siguió pareciendo una especie de epifanía. Y en
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las semanas posteriores al 11-S, lo único que parecía importante o relevante era comunicar. Desde luego, tenía muy poco claro «a dónde» debía ir y quiénes eran «ellos» exactamente. Había en juego una cantidad importante de soberbia por mi parte, y aquello iba a suponer un largo y duro aprendizaje. En aquel entonces no tenía la menor idea de lo que implicaba el periodismo en zonas de conflicto. No comprendía que vivir a caballo entre mundos distintos requeriría demoler gran parte de lo que creía saber sobre la vida, tanto política como personalmente. Que gradual pero indefectiblemente habría un derrumbamiento: un derrumbamiento de mis ideas preconcebidas, de lo que yo creía que sabía sobre la historia y sobre mí misma. No comprendía que se me habría de romper el corazón de cien maneras distintas, que perdería amigos, que vería morir a niños, que llegaría a sentirme como una extraterrestre en mi propia piel. No entendía que el privilegio de presenciar la historia tenía un precio. Pero en aquel momento a mí solo me importaba una cosa: tenía una vocación.
Título original: On All Fronts © 2019, Clarissa Ward Primera edición en este formato: abril de 2022 © de la traducción: 2022, Santiago del Rey © de esta edición: 2022, Roca Editorial de Libros, S. L. Av. Marquès de l’Argentera, 17, pral. 08003 Barcelona actualidad@rocaeditorial.com www.rocalibros.com ISBN: 9788418870651 Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.