Ideas para parecer feliz, Nando Abad

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IDEAS PARA PARECER FELIZ Nando Abad CUANDO TENÍAN CATORCE AÑOS NO SABÍAN NADA DE LA VIDA. AHORA TIENEN CASI CUARENTA Y SABEN UN POCO MENOS.

En 1997 eran amigos y compañeros de clase en un instituto de Alcorcón. Cinco lustros después son casi desconocidos, pero han puesto fecha para reencontrarse en una cena. Mirar al pasado ayuda a reconocer las miserias presentes y es lo que les ocurre a los siete protagonistas. Las semanas previas al reencuentro se convierten en una contrarreloj patética y divertidísima para tapar sus vergüenzas. Es difícil en unos días ser menos viejo, quitarse la celulitis o tener un trabajo mejor valorado, pero nadie quiere echarse a llorar cuando le pregunten: «¿Y a ti qué tal te va?». La novela viaja entre 1997 y 2022 para dibujarnos mejor a ese grupo de adultos desorientados, ridículos y atascados en sus supuestos fracasos. Solo Vero, a la que apodaban la Rara, es diferente a todos. Ella es fuerte, divertida, independiente y la única que se enfrenta a un problema grave de verdad. Una novela de humor hilarante y gamberra, pero también una reflexión existencial sobre el pasado y sobre las cosas que nos hacen infelices, que a menudo, aunque parezcan dramas, no están tan lejos de la comedia. ACERCA DEL AUTOR Nando Abad es guionista, creador de comedias de televisión y escritor. En su trayectoria destaca haber sido guionista de 7 vidas, guionista y coproductor ejecutivo de la comedia Aída, guionista y uno de los creadores de la serie El Pueblo y autor de la novela Lo que jode encontrarte un calcetín desparejado, publicada también por Roca Editorial. Nació en Madrid en 1979 y se crio en Alcorcón. Después de licenciarse en Comunicación Audiovisual, comenzó la carrera de Psicología compaginándola con empleos como comercial de una compañía de fibra óptica, vigilante de seguridad o speaker de eventos y de un equipo de fútbol. En 2004 cursó un máster en creatividad y guiones de televisión y desde entonces lleva escribiendo humor de forma ininterrumpida. Ha firmado como guionista más de un centenar de capítulos de diferentes comedias emitidas en prime time. Ha sido docente en másteres de guion y en cursos sobre humor de diferentes universidades. En 2009 fue uno de los ganadores del premio al mejor guion de la Academia de Televisión. ACERCA DE LA OBRA «La vida no es tanto lo que te pasa, sino aquello de lo que eres capaz de reírte. Este libro logra que te rías de todo y, al terminarlo, te darás cuenta de que, de alguna manera, también te has estado riendo de ti mismo.» Txemi Terroso, jefe de Cultura de La Sexta


A Julitilla y Dieguinchín


1 Vero, 2022

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« oder, dos de cinco», pensó al ver al tipo sentado frente a una botella de agua con gas. Vero no era nada superficial, lo que más le importaba era el sentido del humor, pero todo el mundo tiene ciertos prejuicios físicos o estéticos. En su caso, eran cinco las cosas que no so­ portaba en la apariencia de un chico: escote masculino, dientes sucios, barba y cejas extremadamente perfiladas, hombros to­ boganeros y camiseta de equipo de fútbol. Por escote masculino se refería a esas camisetas muy ce­ ñidas, con cuello de pico, que llevan tipos musculados que quieren sugerir de forma elegante el canalillo de su pectoral hipertrofiado. Suelen tener las mangas muy cortas para que los bíceps luzcan en todo su esplendor y no parecen dejar mucho espacio para que respire el sobaquillo. Son indudable­ mente feas e incómodas, pero, según Vero, cumplen una es­ tupenda función como detector de narcisistas gilipollas. Ella estaba convencida de que ningún tipo con escote masculino era capaz de encadenar tres oraciones subordinadas sin rozar el ictus. En cuanto a los dientes sucios, la segunda de sus líneas rojas, Vero trataba de ser comprensiva. Intentaba escudar al dueño en malos genes, poco tiempo para la limpieza bucal, pé­ sima elección de pasta de dientes o adicción a la nicotina. No podía reprochar nada ideológicamente a una mala dentadura, pero era incapaz de dejar de mirarla. Aunque el chico fuera un adonis, si sus dientes estaban sucios, los ojos de Verónica se

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quedaban encallados ahí, fijos en el sarro. Poco a poco desapa­ recían los ojos del dueño, su pelo, su tórax, y acababa todo él convertido únicamente en una boca enorme, en un desagrada­ ble almacén de paluegos. Las barbas y cejas meticulosas y excesivamente perfiladas no le daban asco, pero sí le inquietaban. Había que estar a me­ nos de un metro para comprobar que no habían sido pintadas con un Edding 850. Y que de cerca eran peor. Parecía que todos y cada uno de los pelillos habían sido arrancados, recortados o indultados mediante un riguroso estudio vomitivamente geométrico. ¿Cuántos espejos y cuánto tiempo libre tendría el portador? ¿Trataría su pelo púbico con el mismo esmero? ¿Ha­ ría él mismo ese trabajo de ingeniería o tendría tres delinean­ tes subcontratados para depilarle las cejas mientras dormía? Vero no encontraba respuestas a todo, pero estaba convencida de que jamás llevaría una barba así alguien que formara parte del pequeño universo de los no mamarrachos. Los hombros toboganeros eran aquellos que formaban un ángulo de cuarenta y cinco grados respecto a la horizontal. El tipo de hombros que, si los hubiera tenido un pirata, habría obligado a su loro a construir un andamio para poder posarse. A Verónica le generaban un sentimiento ambivalente. Por un lado, denotaban falta de ejercicio físico, y para ella no hacer deporte era sin duda una virtud, pero, por otro, le causaban una enorme desazón. Todo el rato tenía el pálpito de que al tipo se le iba a deslizar la chaqueta hasta el suelo por falta de apoyo, como si alguien sin orejas se pusiera gafas. Además, si un día necesitaba llorar sobre un hombro, no quería dejar el suelo empapado. Su último prejuicio estético tenía que ver con los chicos que llevaban camisetas de fútbol para ir por la calle o a tomar algo. «¿Por qué? —se preguntaba—. Vale, sí, te gusta el fútbol, pero ¿eso qué tiene que ver? ¿Si te gustara nadar, vendrías a la cita con un gorro de látex y un bañador turbo?» Para Verónica solo los menores de ocho años tenían legitimidad moral para disfrazarse de sus hobbies. Si a un crío de siete le gustan las pelis del Oeste, puede permitirse salir a la calle con gorro y pistolas de juguete. Un adulto, no. Si te disfrazas de Benzema


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para quedar con una chica, te falta un hervor. Y eso, más que una línea roja, era una tarjeta roja. «Joder, dos de cinco», pensó Vero al ver al tipo sentado fren­ te a una botella de agua con gas. Y esas dos eran escote mascu­ lino y barba y cejas perfiladas. Ella no era nada exigente con la apariencia física, y menos ahora que ya tenía treinta y nueve años, pero, para cinco detallitos que le repateaban, considera­ ba desmoralizador e injusto que su cita a ciegas acumulara un cuarenta por ciento. Miró en el resto de las mesas para ver si había otro tipo moreno, con camiseta roja y bebiendo agua, es decir, cumpliendo la descripción que le había dado su compañe­ ra de curro y eventual celestina. «Yo creo que pegáis mucho», le había dicho la muy hija de puta. Y Verónica, con sus gafas de pasta, su bolso con forma de radiocasete y su camiseta de Rick y Morty, anotó mentalmente la necesidad de recomendarle un optometrista a su amiga. El tipo estaba centrado en su móvil y Vero, por un momen­ to, pensó en darse la vuelta y marcharse. Pero no, al menos debía darle una oportunidad. ¿Quién podía asegurar que tras esos pectorales de gorila no estaba acurrucado el sensible cora­ zón de Kafka? ¿Quién aseveraría que no guardaba el cerebro de Hawking tras esas cejas de masajista tailandesa? Verónica se acercó a él con la misma cara con la que un niño, animado por su madre, va a probar un nuevo plato de verduras. —¿Ignacio? —Sí. Verónica, ¿verdad? Vero pudo percibir la clásica mirada en tres tiempos de los tíos. Un segundo a la cara, un segundo a las tetas y un segundo a las caderas para volver a la cara rápidamente como si no se hubiera notado el escaneo. El gesto de Ignacio, después de darle los dos besos de rigor, también era el de un niño al que le han servido unas acelgas. —¿Qué quieres tomar? —preguntó él al acercarse el cama­ rero. —Una caña, por favor. —Una caña, por favor —repitió Ignacio como si la voz de ella no fuera audible para el gremio de la hostelería.

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Vero pedía cerveza siempre que quedaba con alguien, pero variaba el tamaño del recipiente según lo que calculaba que iba a durar la cita. Si era muy optimista, podía pedirse una jarra. Si veía posibilidades, una jarrita o un doble. En esta ocasión pidió una caña porque el concepto «chupito de cerveza» podía ser demasiado alternativo. —Bueno, ¿qué te ha contado Marisa de mí? ¿Me imagina­ bas así? —dijo Ignacio refiriéndose con «así» a «un semidiós tremendamente atractivo». —Me ha contado poca cosa, pero no, no te imaginaba así —dijo Vero refiriéndose con «así» a «un mamotreto pánfilo con brazos como jamones de Teruel». —A mí me dijo que eras una tía guay, pero… Te voy a ser sincero desde el principio, ¿vale? Te imaginaba más… de otra forma. Más como yo. Más… No pensaba que vistieras rollo friki, por ejemplo. —No te creas que me gusta cómo visto, pero es que empecé a comprarme ropa así desde adolescente. Y cambiar de tribu es caro. ¿Tú sabes lo que cuesta comprar todas las prendas de cero? ¿Y si no elijo bien? Ahora, por ejemplo, me gustaría ha­ cerme lolaila, neonazi o pija, pero, claro, si cambio, tengo que estar segura de que ya va a ser mi personalidad definitiva. De­ bería haber una especie de renting, algo para probar un año. ¿Quieres ser choni? Toma todo esto y dentro de doce meses prorrogas o cambias a emo. Si no, sale todo muy caro. Excepto el naturismo. Ahí ahorras, pero pasas frío. Verónica adoraba bromear y jugar con las palabras, pero frente a ella, donde debería haber una sonrisa, solo encontró una cara de haba. —Eh… Ya… —balbuceó Ignacio para romper el silencio—. Yo es que suelo ir más de sport. —De sport escotado, dilo todo. Cómodo y sexi. El caradehabismo de Ignacio fue interrumpido por el ruido de una silla. En la mesa de al lado se estaba sentando un chico delgaducho de pelo rizado y aspecto despistado. —A ver, no hablo de la ropa solo —retomó Ignacio—. Y te lo digo con respeto. Es que mi prototipo es más chicas de mi estilo. Chicas que se cuidan.


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Vero sonrió. Ignacio había sido desagradable y eso había abierto la veda para empezar a vacilarle. —Yo me cuido mucho, Ignacio. Jamás voy en coche sin cinturón de seguridad y el butano lo compruebo siempre dos veces. —Me refería a… —Cuando el coronavirus, no salía sin el bote de gel hi­ droalcohólico —continuó ajena a la interrupción—. Y soy muy concienzuda con la desinfección de las heridas. No reparo en gastos con el Betadine. Al chico de la otra mesa se le escapó una sonrisa que pro­ vocó desconcierto en Ignacio y complicidad en Vero, quien lamentó que no hubiera sido él su cita. Tenía aspecto de ser majo, divertido y, a falta de examinarle la dentadura como a un caballo no regalado, estaba libre de sus cinco prejuicios físicos. —Me refería al tema gimnasio —pudo por fin retomar él—. Yo trabajo en un gimnasio y… ese es un poco más mi mundo. No te ofendas, estás bien y tal, pero suelo estar ro­ deado de otro tipo de chicas y… Pero vamos, que como amiga ningún problema. —¿En serio va a acabar así esta apasionada historia de amor? —preguntó ella divirtiéndose y tratando de divertir al vecino de la otra mesa—. Si solo es por el tema gimnasio, podemos arreglarlo. Me puedo apuntar a uno. Me gustaría ir a la clase esa que monta mucha gente en unas bicis que no se mueven. Me parece un inventazo, así puedes no ver cosas. Ojalá un día inventen el coche estático. Clases de gimnasio, en grupo con catorce Seat Toledo. El chico de al lado, como ella había deseado, volvió a dejar escapar una risilla. —Gracias. Alguien me entiende —dijo ella casi sin gi­ rarse. —¿Le conoces? —preguntó Ignacio. —Vamos al mismo club. Es un sitio donde nos reunimos gente con cejas normales. El chico escupió su cerveza de la risa. Ignacio lo miró a él y a Verónica tratando de averiguar qué se estaba perdiendo. Algo

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en su interior le decía que debía enfadarse, pero le faltaban piezas para saber exactamente por qué. Justo en ese momento, una chica se acercó convirtiendo el trío en cuarteto. —David, ¿verdad? El chico desgarbado de la mesa de al lado se levantó a sa­ ludarla limpiándose los restos de cerveza de la barbilla. Ella lo miró arrepintiéndose al instante de haber empleado setenta y tres minutos en vestirse y maquillarse. —Puse más alto que yo —dijo sin andarse con rodeos. —¿Eh? —En mi perfil. Puse que medía uno setenta y siete, abste­ nerse más bajitos. —Puedo ponerme tacones. David la miró buscando una sonrisa cómplice. No la halló y decidió cambiar la suya por un carraspeo. Su cita, tan insen­ sible a la sonrisa como a la carraspera, se giró para que la viera el camarero. Era muy guapa, pero su belleza no era dulce o tierna, sino agresiva. Era una belleza enfadada, dura, como de dominatrix. —Vino tinto, por favor —pidió ella. Ignacio y Vero habían dejado de hablar por unos segun­ dos para convertirse en espectadores, o al menos oyentes, de la otra cita. Las dos mesas estaban separadas por una distancia de sesenta centímetros, el equivalente, para que el lector lo visua­ lice, a una baguette, a dos folios o a cuatro penes y medio es­ tándares. Ignacio, de reojo, miraba a la otra chica como un crío que no puede evitar fijarse en que a su hermano le han dado el mejor trozo de la tarta. Vero, por su parte, no quitaba ojo a David, sin saber por qué le caía tan bien aquel tipo pequeño y despeinado al que casi no conocía. —¿Por qué has elegido este bar? —le preguntó David a su cita estirando el cuello para tratar de ganarle un centímetro a la naturaleza—. ¿Vives por aquí cerca? —Sí —contestó ella mirando hacia un lado. La conversación siguió algunos minutos con desigual apor­ tación a la causa. David puso de su parte sustantivos, adjetivos, verbos, pronombres, preposiciones y un par de simpáticas ono­ matopeyas. Ella únicamente aportó adverbios monosílabos de


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afirmación y negación. Mientras tanto, el cachas escotado de cejas delineadas alternaba miradas a su reloj con tragos a su vaso de agua. Sus escasas conexiones neuronales se pusieron en marcha para sacar un tema de conversación, más por corte­ sía o trámite que por otra cosa, pero antes de que pudiera pre­ guntarle a Vero por su youtuber favorito, ella tomó la palabra dirigiéndose a las dos mesas. —Una cosa, escuchadme los tres: ¿os gustan las comedias románticas? Ignacio, David y la otra chica la miraron con la misma cara que si hubiera sacado una gaita de debajo de la mesa para po­ nerse a tocar el himno de Macedonia. —A mí no —continuó Vero—. A mí me gustan las pelis de Marvel y el cine de los ochenta: Los Goonies, La princesa prometida… Pero he visto varias comedias románticas y no hace falta fijarse mucho para ver que tú y tú —dijo señalando a Ignacio y a la dominatrix— sois los antagonistas. —¿Esta quién es? —preguntó ella. —¿Que somos qué? —preguntó él. —Antagonistas. Los personajes que se oponen a los prota­ gonistas. En las comedias románticas son guapos, con aspecto como de triunfadores, pero caen mal. Como vosotros, que caéis de culo, esto dicho con respeto, ¿eh? La cara de David se debatía entre la caída de mandíbula y la elevación simétrica de cejas típicas de la sorpresa y la curva­ tura de boca y la contracción del músculo orbicular propias de la sonrisa. —¡Te caeré mal a ti, gilipollas! —gritó ella. —A ver, guapa, que ya te digo que a mí no me gustan las comedias románticas —siguió Vero—. No me culpes de sus estereotipos. Yo solo digo que, si esto fuera una, está claro que los que acabaríamos saliendo seríamos él y yo. David te llamas, ¿no? Pues David y yo seríamos los protas, los perdedores, a los que se les coge cariño… Yo lo veo claro, vamos. Pero como no quiero poner en un brete a David, le voy a apuntar aquí mi número, me voy y luego ya que decida él si quiere salir con la antagonista presuntuosa o con la protagonista lista y graciosa. Que tampoco parece que tengas muchas posibilidades con ella,

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a no ser que des el estirón entre caña y caña, así que en el fondo es yo o nada. Bueno, que te dejo mi número y ya está. Hasta luego a los tres. Vero se fue dejando tras de sí el silencio de los dos varones y un exabrupto de la chica: —¡Vete a tomar por culo, payasa! El camarero, alertado por el grito, se quedó mirando a Vero mientras se iba. Ella se despidió amable. —Mi cerveza la paga el antagonista. Buenas tardes.

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2 Vero, curso de 1997

Si eres varón y optas por ejercer la psicología, te dan a ele­

gir entre dos opciones: llevar gafas o llevar barba. No consta que se publicara esa norma en el BOE, pero se podría de­ mostrar empíricamente que nadie ha ejercido nunca en una consulta sin llevar uno de esos dos elementos. En 1997, el psicólogo del instituto de Verónica llevaba ambos (gafas y barba), y las dos eran marrones, feas y hubieran podido es­ tar más limpias. —¿Sabes por qué te han traído a verme? —Porque he matado a dos prejubilados a pedradas. —¿Eh? —Ah, que eso no te lo han contado, pues entonces no lo sé —dijo ella sonriendo. Vero estaba sentada sobre una de sus piernas, en una pos­ tura retorcida de esas que solo pueden poner las adolescentes o los chicles. —¿Me puedes explicar qué es esto? —dijo él tendiéndole diez folios grapados. —Es un cómic. ¿Tienes alguna otra duda que te pueda ayu­ dar a resolver? —Verónica Rusó, esto lo has dibujado tú en clase y es una falta grave de respeto hacia todo el instituto. ¿Te parece bonito caricaturizar así a tu profesor de historia? —Alucino —dijo Vero juguetona. —¿Con qué alucinas? —Dibujo a un calvo obeso, con una nariz horrible y un

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huevo fuera y tú das por hecho que es Antonio. ¿Esa es la ima­ gen que tienes de él? —En la quinta viñeta le llaman Antonio. —¡Es uno de los nombres más comunes de España! Por favor, yo adoro y respeto a mi profesor de historia. ¿Cómo le iba a dibujar así? —¿Te crees muy graciosa? —Tengo mi chispilla. —Pasa a la siguiente página. Esa de rizos que habla de Pé­ rez Galdós ¿tampoco es tu profesora de Literatura? —Claro que no. —Por favor, Verónica, si hasta le has hecho el culo de pollo. —A lo mejor tienes más información que yo de cómo es el cuerpo de mis profesores, pero me parece feo que lo compartas conmigo. Solo soy una niña de catorce años. Me estás haciendo sentir incómoda. —¡Ya está bien! —gritó el psicólogo—. Ya está bien —re­ pitió sin gritar para moderar su tono—. En este tebeo sale todo el claustro, y se ha estado fotocopiando entre alumnos. ¿Tam­ poco soy yo el que se está comiendo un excremento de perro en la página ocho? —¿Tú comes excrementos de perro? —¡Por supuesto que no! —Entonces no sé por qué te das por aludido. —¿Cuál es mi mote entre los alumnos? —dijo él conte­ niendo la rabia. —Brad Pitt. —¡Mi mote es Comemierda! —gritó dejando de contener­ la—. Me apellido Comerda y me llamáis Comemierda. Lo sé perfectamente. —¿Seguro? Yo siempre me he referido a ti como Brad Pitt. Pero si prefieres el otro… —¡Trae aquí! —dijo el psicólogo arrebatándole los folios y tratando de calmarse—. Vero, eres muy inteligente, pero es inadmisible que siempre te rías de todo y vayas a tu bola. Eli­ ge: o te expulsamos tres días por esto o lo tiro a cambio de que hablemos sin bromitas. —¿De qué quieres hablar? —acató ella.


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—Caes bien a tus compañeros, pero prefieres estar siempre sola en el patio, a tu rollo. Te burlas de tus profesores, te burlas de mí… ¿Por qué ese empeño en llamar la atención, en ser diferente? —¿Diferente a quién? —A los demás. —A lo mejor son ellos los que se empeñan en ser diferentes a mí. Yo no les quitaría ojo por si acaso. El psicólogo abrió su libreta y apuntó algo con rictus serio. Podría pensarse que era una frase que condensaba la psique de su interlocutora, pero en realidad escribió una alineación histórica del Barça, la de 1992. Sus pacientes, siempre estu­ diantes, se hacían más pequeños cuando pensaban que estaba anotando algo sobre ellos y él lo usaba como estrategia y para ganar tiempo. Tras finalizar la v de Stoichkov, sintiendo que había recuperado su posición de superioridad, tomó la pala­ bra. —La adolescencia es una época difícil, Verónica, y a veces se necesita demasiado gustar a otros. Y cuando eso no ocurre, salen corazas o mecanismos de defensa. Reírse de todo a veces es una coraza. Si no, explícamelo tú, ¿por qué no te tomas nada en serio? —¿Y por qué me lo iba a tomar en serio? Somos monos que se han puesto de pie. Monos parlanchines. Al final todo es gracioso si le quitas importancia, Brad. —¿Y te parece bien quitarle importancia, por ejemplo, a los estudios? —dijo él mesándose la barba sucia y marrón—. Es tu futuro. Pierdes el tiempo en dibujar chorradas cuando podrías esforzarte en subir más tu media para poder ser ingeniera, em­ presaria o algo importante. ¿Qué quieres hacer de mayor? —Dibujar chorradas. —Hemos dicho que hablaríamos con sinceridad. —Es verdad, de mayor me gustaría dibujar. ¿Por qué tengo que esforzarme en ser empresaria si no me apetece? —Porque si uno no es ambicioso y no se esfuerza, no con­ sigue nada. En los próximos años se decidirá tu vida, tu trabajo, las cosas que podrás comprar… ¿No te gustaría tener una casa bonita de mayor, un cochazo, que la gente te admire…?

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—Me da un poco igual. No necesito ser la mejor en nada. Estoy bien. —¿Y también estás bien sola? Porque en el patio siempre estás aislada. ¿La amistad tampoco te importa? ¿Es demasiado vulgar para ti tener amigas? —Disfruto más leyendo algún cómic a mi bola que hablan­ do de peinados. ¿También te vas a meter con lo que hago en el recreo? —No, pero creo que te iría mejor en general si fueras una niña más normal. Vero sonrió mirando hacia la ventana. —Antes hemos hablado de tu mote, ¿sabes cuál es el mío? —No. —La Rara —dijo Vero con una gran sonrisa—. Y estoy muy a gusto siendo la Rara. El psicólogo volvió a escribir, esta vez la alineación de la selección en Italia 90. —Puedes irte ya —dijo cuando aún no había llegado a Martín Vázquez—. Y que sepas que estás expulsada tres días. Verónica se levantó sonriente y se llevó la mano a la frente como si fuera un soldado. —A sus órdenes, Comemierda.


3 Mike, 2022

Todas las personas cumplen años de forma regular y pre­

decible. En concreto, una vez al año y siempre el mismo día. Cuando llega ese momento, se suma una sola unidad a la edad, es decir, nunca se cumplen dos, tres o quince años de golpe. Pa­ rece, a priori, un sistema matemático exacto que no deja lugar a las sorpresas. Sin embargo, el ser humano es un animalillo ocupado y despistado que a veces se pierde con eso de los nú­ meros. Sin ir más lejos, Miguel, quien, a sus treinta y nueve años, acababa de darse cuenta de que ya no tenía veinte. Le ocurrió en el ascensor de su casa, volviendo del tra­ bajo. En el espejo vio a un tipo con traje, gabardina, ojeras y un maletín. «¿Soy yo ese señor?», pensó sin saber muy bien cuándo había dejado de ser Mike para convertirse en Don Miguel. Tuvo la sensación de estar viviendo un flash forward, como si le hubieran arrancado de su juventud para dejarlo tirado en ese ascensor, con esa gabardina triste, esas ojeras tristes y ese maletín triste. Si hacía un esfuerzo nemotécnico, podía recordar pasos intermedios: la carrera, el primer tra­ bajo, la boda, los niños, más trabajo… Sin duda había estado presente en esos últimos veinte años, pero no podía despren­ derse de un extraño halo onírico, como si todo hubiera pasado a cámara rápida. Don Miguel, cárcel de Mike y jefe comercial de una com­ pañía de seguros, abrió la puerta de su casa. Si el tipo del espejo le pareció un extraño, le ocurrió lo mismo con los muebles de la entrada, con la tarima flotante, con el cuadro de la pared. Sus

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hijos dormían ya, pero en el sofá, viendo un programa de coci­ na, estaban su mujer y su suegra, que había venido de Murcia para pasar unos meses con ellos. —¿Has tenido buen día? —le preguntó su esposa. —No. Odio mi trabajo —dijo él sin saber muy bien por qué había dicho eso. Ella respondió con un sonido gutural que podría traducirse como: «No creo que hayas dicho eso en serio, pero en cualquier caso ahora mismo no puedo mantener una conversación al res­ pecto, porque un cocinero buenorro está a punto de probar la sopa de remolacha de una actriz acabada». Mientras eso ocurría en la tele, provocando la risa de hie­ na de la suegra de Miguel, él se quedó mirando a las dos. Y comprobó, todavía en el mismo estado confuso, que su mujer estaba evolucionando en su madre. No evolucionando en el sentido de mejorar, sino en el sentido Pokémon. Su mujer, con la que se casó catorce años antes, se había convertido en lo que entonces era su suegra, mientras que su suegra había evolucionado en otra cosa más desagradable, que, previsible­ mente, sería en lo que se convertiría su mujer al cabo de dos o tres décadas, o, lo que es lo mismo, dentro de un ratito. Y las vio a las dos mirando la tele con la misma barbilla, la misma nariz y tuvo la misma confusa sensación que al ver al señor ojeroso del espejo del ascensor. —¿Qué mira este? —No sé, mamá. ¿Qué miras, Miguel? La respuesta sincera hubiera sido: «El paso del tiempo, la in­ so­­portable levedad de la existencia, el río de Heráclito y la horri­ ble bata de tu madre». —Nada, que… Estaba con mis cosas —farfulló casi para sí. —¿Qué ha dicho? —preguntó la suegra. —Vocaliza, Miguel. —Que estoy cansado, Mari Carmen. Me voy a dormir. Miguel pasó por la habitación de sus hijos para darles un beso como solía hacer cada noche. Los dos, cada uno en su cama, estaban durmiendo de lado mirando a la pared. Tal vez ver sus caras le habría sacado de ese extraño letargo, pero solo


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pudo ver sus cuerpos. Y le parecieron largos. Extremadamente largos. Tuvo la sensación de que las piernas de la pequeña, de nueve años, se extendían hacia el final de su camita como solo saben extenderse las piernas de un pívot de los Oklahoma City Thunder. Con el mayor era aún más exagerado. Estaba cerca de sus pies y sintió que la cabeza del muchacho quedaba tan lejos que casi se veía borrosa, con bruma, perdida en el hori­ zonte. ¿Cuándo habían crecido tanto? ¿Por la mañana eran así de altos? Le dio un beso en la cocorota a cada uno de los dos gigantes y salió del cuarto. Su cuerpo, al desvestirse, también le resultó desconoci­ do. Sin duda, Don Miguel era más peludo, más blancucho y menos fibroso que Mike. Todo, desde los muebles hasta su aspecto, era igual que el día anterior, pero él lo veía diferen­ te, como si acabara de darse cuenta de todo. Hay gente a la que le pasa al jubilarse, al ver una foto antigua o al cumplir cuarenta, pero a Miguel le ocurrió en el ascensor, de golpe y sin avisar. Los años se cumplen de forma regular, predecible y matemática, pero a él le acababan de caer décadas sobre la espalda. Para viajar al pasado, el cuerpo necesita un DeLorean, un condensador de fluzo y una gran descarga de energía. A la mente, en cambio, le basta con cerrar los ojos. Miguel, ya con su pijama de señor y aún exhausto, buscó refugio en su ado­ lescencia. Se recordó con veinte años, con dieciséis, con cator­ ce. Se recordó jugando al fútbol, en clase, con sus amigos y, sobre todo, al lado de Ire. Y se le vino a la cabeza una frase de una canción de Serrat: «Creo que entonces era feliz». Irene fue su primer amor y también el penúltimo. Empe­ zaron a salir en la ESO, cuando a ella la apodaban la Barbie, y terminó siete años después, por la distancia, cuando Ire estaba estudiando en Barcelona. Desde entonces habían transcurrido seis mil seiscientos cuarenta y tres días, algunos de ellos tan parecidos entre sí que parecían no haber existido. Otras veces la había recordado y había pensado en ella, pero nunca fue tan fuerte como en ese momento. Mike e Ire le parecían de pronto una sociedad irrompible, un pack inseparable, como si el mis­ mo homicida que destruyó al primero la hubiera matado tam­

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bién a ella. Y no era un crimen difícil de resolver. En el Cluedo edición vida real el asesino nunca es el Profesor Mora con un candelabro. Siempre, o casi siempre, es el tiempo. Y precisamente el tiempo es también el protagonista de la búsqueda de la felicidad. Cuando no la encuentras en el pre­ sente, la buscas en el futuro. Si tampoco la intuyes en el futuro, solo te queda mirar al pasado. Se parece mucho a un juego de trileros en el que la bolita es la felicidad y los tres cubiletes los maneja Dios o Yahvé o Alá o la Pachamama. Miguel levantó el cubilete del presente y no había nada. Tampoco en el del futu­ ro. La bolita estaba escondida en el del pasado y, sentados sobre ella, sonreían Mike e Ire. Se tumbó en la cama y buscó entre sus fotos de Facebook la primera que subió, la más antigua. Sabía perfectamente cuál era y se quedó triste mirándola. La imagen tenía más de tres lustros y salían la Barbie y él en Barcelona, en la última visita que le hizo. En la segunda fotografía ya no estaba ella, ni en la tercera, ni en ninguna más de los cientos que venían después. Tuvo que ser ahí, entre la primera y la segunda, cuando tam­ bién se esfumó Mike. El perfil de Ire llevaba unos seis años sin actualizarse, pero tenía unas decenas de fotos que Miguel repasó como si entraran en un examen. Solo había una en la que estaban etiquetados los dos. Era una antigua, del insti, de 1997. La había digitalizado y subido un excompañero y allí aparecían todos los de clase: la Rara, Mike, Rodri, Anacrís, Ire, Alexis… La puerta de la habita­ ción se abrió y entró su mujer. —¿No duermes? —Sí, sí, estaba mirando las noticias. —¿Y qué dicen? —Conflictos bélicos —improvisó él. —¿Dónde? —¿Dónde no? La guerra es un monstruo, Mari Carmen. Mari Carmen no pudo seguir preguntando porque la ima­ gen de su próxima evolución Pokémon, con bata de boatiné, se asomó por la puerta. —Hija, ¿qué me has puesto en este papel? Que estoy sin las gafas.


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—Que no dejes los dientes en el baño, que te pongas el vasito en tu cuarto. —Si hay hueco de sobra. —Pero ayer Juanito se los puso para grabar un TikTok. —¿Qué es un titó? —Tú déjalas en tu cuarto, mamá. Miguel aprovechó esa breve conversación para hacerse el dormido y no tener que seguir hablando. El único conflicto bélico del que tenía constancia en ese momento se estaba pro­ duciendo dentro de su cabeza. Mike y Don Miguel se peleaban a garrotazos gritando enfadados. —¡No seas niñato y quítatela de la cabeza! —exclamaba el mayor de los dos. —¡Ire es el amor de mi vida! —Pero ¡¿qué dices?! ¡Es pasado! ¡Eso ya no existe! ¡Tu vida es otra! —¡Al menos verla…! —suplicaba Mike—. ¡Necesito verla! —¡Jamás! Miguel trató de frenar la disputa con un Orfidal de los que guardaba en su mesita de noche. —¿Qué haces? —le preguntó Mari Carmen al verle abrir el cajón. —Coger un Orfidal, que no consigo dormir. —Si estabas dormido hace un segundo, que te he hablado y no contestabas. —¿Sí? Puede ser que me haya quedado traspuesto. Pero así duermo mejor. —¿Dónde decías que ha estallado una guerra? —En Islas Feroe —improvisó sin saber por qué. —¿Islas Feroe? —preguntó extrañada. —Buenas noches, Mari Carmen. El medicamento empezó a hacer efecto, pero la pelea entre Mike y Don Miguel continuó. La única diferencia es que ahora hablaban más despacio, como con sueño. —Tieee… neees que olvi… darte de Ire. —Neeece… sito ver… la. —Maa… duuraaa…, giliiii…pooo…lllas.

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El cerebro de Miguel zanjó el debate interno como se sue­ len zanjar los debates internos: con un mecanismo de defensa. —Chicos, chicos, no discutáis. Miguel quiere ver a Ire igual que quiere ver a Rodri, a Alexis o a la Rara. Simplemente quie­ re retomar contacto con sus antiguos amigos. Nada más. La explicación, satisfactoria para ambos bandos, alejaba cualquier posibilidad de culpa y permitió a Miguel, con ayuda del psicofármaco, dormir plácidamente. Al día siguiente, en el descanso del mediodía en la oficina, abrió un chat en Facebook en el que agregó a Ire y a todos los excompañeros de la ESO que tenía en esa red como amigos. «Ey, chicos, cuánto tiempo. Ya es hora de hacer una cenita de reencuentro, ¿no?»

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4 Mike, curso de 1997

En 1997 jugar bien al fútbol era para un niño lo mismo que

el dinero para un adulto: una garantía de estatus, una circuns­ tancia que te permitía ser admirado y envidiado por muy ton­ to, feo y majadero que fueras. Pero Mike, encima, también triunfaba cuando no estaba regateando. Sacaba buenas notas, era popular, atractivo, tenía un montón de juegos de la Mega Drive y le quedaban escasos minutos para empezar a salir con la más guapa de la clase. Si existe una cima para un chaval de tercero de la ESO, ahí estaba Mike, sentado, sonriente y con los cuellos del polo levantados para parecerse a Cantona. Aquel día jugó la pachanga del recreo nervioso, pensando en lo que iba a suceder minutos después, pero eso no le impi­ dió hacer un cañito a uno de sus compañeros. Cuando corría hacia la portería para meter su cuarto gol, otro niño le agarró del polo para frenarle. Penalti claro. La legislación en mate­ ria de fútbol de colegio incluía en esas fechas férreas normas como la Ley de la Botella (el que la tira va a por ella), la Ley del Vaso (el que la tira no hace caso) y la Ley del Penalti (que no rimaba, pero consistía en que el penalti lo tiraba el que lo había provocado). Entre las dos primeras leyes había una contradicción de derecho procesal, pero la tercera era clara, meridiana y contaba con suficiente jurisprudencia. Mike co­ gió carrerilla y tiró el penalti fuerte y raso. Tal vez un portero de verdad lo habría detenido, pero el que resguardaba la por­ tería era un niño con gafitas rojas sujetas con un cordel que giró la cabeza para protegerlas. «¡Golazo!», gritó Mike ejer­

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ciendo de comentarista a la vez que de nueve. Y miró hacia el banco en el que estaban las chicas y señaló a Ire, la Barbie, para dedicárselo. Ella, con la trenza más larga y la falda más corta del colegio, le sonrió como lo hacen los que saben que tienen una sonrisa bonita. —Te lo ha dedicado —le susurró Anacrís. —Ya lo he visto —respondió Ire entre dientes, sonriente. —El gol —le matizó su amiga. —Que ya, coño —respondió sin dejar de sonreír, demos­ trando un nivel medio alto en el arte de la ventriloquia. Mike y sus amigos tenían catorce años. Era su tercer curso en el instituto, pero casi todos se conocían ya del colegio y no se separarían hasta la selectividad. Fueron una de esas genera­ ciones a las que les pilló el cambio del sistema educativo. Llega­ ron a cursar la EGB hasta octavo, pero ahora, en lugar de estar en el antiguo primero de BUP, estudiaban tercero de la ESO. A ellos las siglas les daban igual, que llames al excremento de un perro EP no implica que deje de ser una caca. En el recreo, su clase siempre se apropiaba de la misma parte del patio. Allí se producía una especie de apartheid im­ provisado. La mitad jugaba al fútbol y la otra mitad se sen­ taba en corros a leer la Superpop o la Nuevo Vale, y a inter­ cambiar sobres y cartas con olor a fresa y a mora. Dentro de clase, todos estaban mezclados, pero en el patio estabas en un grupo o en el otro. Para saber cuál te correspondía solo te­ nías que fijarte bien en tu entrepierna. ¿Tenías dos pequeñas esferas carnosas con un saliente alargado que utilizabas para miccionar? Te tocaba jugar al fútbol. ¿Tenías una rajita que albergaba un conducto muscular y membranoso? Te tocaba irte al corro y hacer lo que las demás. Solo dos personas se mantenían alejadas de esos dos universos. Vero, la Rara, que solía quedarse en clase sola dibujando o leyendo, y Edmundo, apodado el Grillo, que a veces se creía Bruce Lee y daba pata­ das a un árbol, a veces paseaba solo mirando al suelo y a veces tiraba piedras a una pared. Unas horas antes, en clase de Matemáticas, había saltado la noticia. Todos sabían que Mike estaba por Ire (como casi to­ dos los chicos) y que ella estaba por Mike (como casi todas las


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chicas), pero aquel día él sorprendió con una frase que corrió como la pólvora entre las bocas y las orejas de todos aquellos niños de catorce años. «Mike le va a pedir de salir a Ire en el re­ creo», «Mike le va a pedir de salir a Ire en el recreo», «Mike le va a pedir de salir a Ire en el recreo», «Mike te va a pedir de sa­ lir en el recreo»… Ire, boquiabierta y con los ojos chispeando, preguntó a su vecina de pupitre quién lo había dicho. «¿Quién lo ha dicho?», preguntó esta a su fuente. «¿Quién lo ha di­ cho?», «¿Quién lo ha dicho?», «¿Quién lo ha dicho?»… «Lo ha dicho Mike», «Lo ha dicho Mike», «Lo ha dicho Mike»… «¿Seguro?», «¿Seguro?», «¿Seguro?»… Cuando la noticia le pareció suficientemente fiable y con­ trastada, Ire se acurrucó entre los nervios y la felicidad. Su ma­ dre y ella miraban todas las mañanas el horóscopo en el tele­ texto y aquel día su signo, Aries, tenía tres estrellas en amor. Si hubiera tenido solo una, tal vez le habrían invadido las dudas, pero eran tres, el máximo, y los astros y el teletexto no podían equivocarse. Ese tenía que ser el día. La pachanga de los chicos continuaba y la Barbie esperaba ansiosa el momento en el que su Ken se le acercara. En ese pre­ ciso momento, Martínez, el funcionario que aquella mañana había rellenado al azar la página del horóscopo del teletexto, estaría tomándose, ajeno, un asqueroso cafelito de máquina. Mike no creía mucho en la astrología, si se sabía los signos era solo gracias a la serie Los Caballeros del Zodiaco, pero también pensaba que ese tenía que ser el día. El momento surgió cuan­ do el balón salió rebotado hacia las chicas. —¡Voy yo, voy yo! —le gritó a uno de sus compañeros. Ire, al verlo acercarse, gritó también a sus amigas. —¡Fuera! —Sí, ha sido fuera —respondió una atenta al partido. —¡No! ¡Que os vayáis! —gritó sin dejar de sonreír la ven­ trílocua—. ¡Fuera, fuera, fuera! Las demás chicas, obedientes, se alejaron en diferentes di­ recciones. El balón llegó hasta la Barbie, que lo cogió con las manos, y pocos segundos después se acercó Mike corriendo. —Hola, Ire —dijo él. —Hola —respondió ella.

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Se hizo una breve pausa en la que se miraron con una timi­ dez y un enamoramiento prohibitivos para cualquier diabético. El resto de los niños y niñas los miraban desde lejos adivinan­ do la pregunta que Mike estaba a punto de formular. —Que… que si quieres salir conmigo. —¡Sí! —respondió ella antes de que pronunciara la última sílaba. —Guay. —Sí, guay. —Pues me vuelvo a jugar. —Vale. Y así comenzó todo. Incluso Martínez a veces acierta.

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5 Alexis, 2022

Tenía una moto, tenía una misión y tenía un tiempo límite. Alexis se colocó el cuello de su chaqueta roja, se puso el casco y arrancó su moto dando un acelerón. Para hacerlo más emocio­ nante, solía comenzar tomando una dirección al azar. Sentía el viento, miraba las nubes, disfrutaba cada curva… No era hasta que pillaba el primer semáforo en rojo cuando buscaba en el móvil dónde tenía que hacer la entrega. Ahí llegaba lo diverti­ do. A veces daba la casualidad de que estaba cerca y le sobraba tiempo, pero otras tenía que forzar la máquina al máximo y tratar de ganar segundos en cada recta. Repartir pizzas no es tan diferente de un videojuego y tiene mejores gráficos. Cuando no estaba con la moto, esperaba en el local charlan­ do y riendo con los otros repartidores. Todos eran más jóvenes que él, la mayoría estudiantes, y pocos se quedaban más de unos meses en el puesto. Tal vez la juventud se contagie por aerosoles, porque nadie se hubiera creído que Alexis fuera dos semanas mayor que Mike. Era guapete, tenía una sonrisa gam­ berra y llevaba el pelo rapado por los lados, exactamente igual que veinticinco años antes. Hasta su mirada, todavía infantil y pícara, parecía desmentir a su DNI. Alexis aparcó su moto junto al portal en el que tenía que entregar las pizzas. Antes de sacarlas del cajetín, tomó su mó­ vil para mandarle un emoji a su novia y se sorprendió al ver que tenía un correo electrónico con una notificación de Face­ book. —¿Facebook? —murmuró para sí.

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Alexis utilizaba regularmente Instagram y TikTok. En la primera subía selfis de espejo, fotos con Jenny o primeros pla­ nos de cervezas con filtro Clarendon. En la segunda, los dos gra­ baban divertidas coreografías en pareja o cumplían con los retos de moda. Pero ¿Facebook? ¿La gente seguía usándolo? Él ya ha­ bía borrado la app, así que entró a través del navegador y trató de recordar su contraseña. Probó con la que solía usar, AlexisA­ morJenny000, pero era incorrecta. Después recordó que Face­ book era anterior a Jenny y lo intentó con AlexisAmorVane000 y AlexisAmorAna000, con la que por fin pudo acceder. Vio que le habían incluido en un chat de grupo y se preguntó durante dos coma tres segundos quién coño era Miguel Gutiérrez. —Hostia, Mike —farfulló. La aparición de Facebook sirvió a ciertas generaciones para reencontrar amigos y compañeros. A la clase de Alexis los pilló con veintipocos años y el reencuentro digital se redujo a solici­ tud de amistad, ligero cotilleo de fotos e intercambio breve de mensajes tipo: «Ey, ¿cómo te va?» «Bien, ¿y a ti?». Nadie había dado un paso más hasta que Mike formó el grupo y escribió aquel mensaje que detonó todo: «Ey, chicos, cuánto tiempo. Ya es hora de hacer una cenita de reencuentro, ¿no?». Alexis lo leyó y sonrió como se sonríe cuando un recuerdo agradable te rasca la espalda. Detrás de Mike habían escrito ya otros compañeros. Habían propuesto que cada uno pusiera su número de teléfono para hacer un grupo de WhatsApp y orga­ nizar una cena. Alexis anotó rápido el suyo y pocos segundos después estaba dentro del chat, que ya contaba con una foto de clase como icono. Fueron saludándole los que ya estaban y le pusieron al día de lo que llevaban hablado. Vero, la Rara, había propuesto el restaurante de su padre y estaban votando el día. De momento iba ganando el 17, tres semanas y media después, y Alexis respondió con entusiasmo: «¡Sí, sí, me apunto! Y que vengan las parejas también, ¿no?». En la pantalla apareció un «Miguel escribiendo» duran­ te un tiempo sospechosamente largo. Alexis ignoraba que su excompañero, que solo quería reencontrarse con Ire, debía de estar en ese preciso momento cagándose en todos sus muertos. Antes que su respuesta, llegó la de Rodri: «¡Sí a lo de las pare­


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jas!». Después, por fin, la de Mike, que parecía indudable que no servía para ser taquígrafo en el Congreso. «Las que quieran y puedan», escribió a una velocidad de cinco letras por minuto. Después empezaron a hablar de los que aún no se habían unido al grupo. «¿Con nuestra famosa nadie tiene contacto?» «A lo mejor Ire, ¿no?» «Yo la he escrito por Instagram, pero la siguen trescientos mil, no lo ve ni de coña.» Un ligero olor a pepperoni le recordó a Alexis que no podía entretenerse mu­ cho más. Guardó el móvil, sacó las pizzas del cajetín y entró en el portal sonriendo. Le venían grandes recuerdos y se moría de ganas de ver a todos, de recordar coñas y de ver sus caras al conocer a su chica. Al salir del ascensor, llamó al timbre y, mientras esperaba a que le abrieran, volvió a mirar el chat. La conversación había derivado en el tema laboral, en el que se estaban poniendo al día. «Yo soy director comercial en Utrexo», había escrito Mike. «Qué guay. Yo llevo diez años en el Clínico, de cirujano», había respondido Rodri. Alexis no siguió leyendo porque la puerta se abrió. Había cinco chavales de dieciocho a veinte años con música y cerveza. —¡El pizzero! —gritó hacia dentro el que abrió. —Buenas tardes —dijo Alexis. El chico ni le contestó. Cogió las pizzas y se las llevó para la cocina mientras otro se acercaba con un puñado de calderilla hablando a gritos con un tercero. Treinta y dos con quince en monedas son muchas monedas y algunas se cayeron al suelo del rellano. Al chaval no pareció importarle y le cerró la puer­ ta en las narices, casi golpeándolo. Alexis se agachó a reco­ gerlas mientras oía dentro música, gritos y risas. Lo contó, lo guardó en su riñonera y volvió a su moto sin la sonrisa con la que había llegado. Allí se quedó parado unos segundos mirando el resto de los mensajes. «¿Y tú, Alexis? ¿En qué curras?», habían pregunta­ do en el chat. Él no contestó. Guardó el móvil, se puso el casco y arrancó su moto hacia la pizzería para recoger el siguiente reparto. Esta vez no disfrutó de las curvas, ni miró las nubes, ni vivió el trayecto como un videojuego.

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6 Alexis, curso de 1997

Alexis era el más hábil con la cerbatana escolar. Su fabri­

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cación era muy básica, solo había que vaciar la carcasa de un boli Bic y llevar un puñado de arroz en el bolsillo del panta­ lón. Podría haberse usado un Bic naranja, que escribía fino, pero todos preferían el Bic cristal, que escribía normal. El funcionamiento también era sencillo: se metía el granito de arroz dentro y se soplaba con fuerza por el agujero más es­ trecho. Las dianas más comunes para los lanzamientos eran las persianas y la pizarra (buscando un ruido molesto que fastidiara al profesor) o la espalda del Grillo. En esta ocasión, el granito de arroz se estampó en esa úl­ tima diana. El Grillo se giró sin saber muy bien hacia quién dirigir su enfado, sin saber a quién pegar entre clase y clase. Alexis miró a su compañero de pupitre, buscando, sin hallar­ la, una risa cómplice. —¿Qué te pasa, tío? —susurró mientras el de mates es­ cribía una ecuación en la pizarra. —Que mi viejo me ha pillado tu disquete, tío, y lo ha bo­ rrado. —Tío, vete a tomar por culo. —¿Qué pasa, tíos? —susurró Rodri girándose. —Que le han borrado mi disquete guarro, tío. —Que este finde me tocaba a mí. Vete a tomar por culo, tío. —Eso le he dicho yo. —¿Y no lo tienes en el disco duro? —preguntó culpable.


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—Qué va, tío, me lo grabó mi primo, que tiene Internet. —¡Silencio ahí atrás! —gritó el profesor. En aquel disquete había nueve fotos, cuatro de una rubia (blonde4.bmp) y cinco de una pelirroja (redhead00.bmp), que casi todos los niños de esa clase serían capaces de recordar veinticinco años después. Esas dos mujeres, que ahora proba­ blemente fueran dos señoras canosas de Utah y Connecticut, vivían su jubilación ajenas a la huella que dejaron en aquellos niños. Si los primeros amores no se olvidan, las primeras pa­ jillas tampoco. —Ya que estáis con ganas de charla —continuó el profe­ sor—, que salga uno de vosotros a la pizarra. —¡Yo! —dijo Alexis levantando la mano. —Tú no, que sabes hacerla, que salga tu compañero. Alexis lamentó no ser el elegido. Aparte de las cerbatanas con Bic normal y de los disquetes con rubias y pelirrojas, las matemáticas eran su gran afición. Tenía facilidad y las dis­ frutaba. Se echó hacia atrás en su silla y observó con cierta superioridad a su compañero, que sostenía la tiza inmóvil mi­ rando al encerado. —Va, que solo es una pizarra —le dijo el profesor—, no es un póster de esos del ojo mágico, que solo te falta ponerte bizco. En aquel lejano 1997, no hay que olvidarlo, un profesor podía ser sarcástico, o incluso borde, sin que en el chat de pa­ dres de WhatsApp organizaran un Change.org. —Venga, Alexis, sal tú —dijo el profesor viendo que ni el otro iba a despejar la X ni la X tenía intención de despejarse sola. El futuro repartidor de pizzas salió a la pizarra y cogió la tiza decidido. Era guapete, tenía una sonrisa gamberra y llevaba el pelo rapado por los lados, exactamente igual que veinticinco años después. Resolvió la ecuación con rapidez y orgullo y volvió a su silla sin esperar siquiera a que el profesor le confirmara que estaba bien. En las asignaturas de letras no iba tan sobrado como en las de ciencias, pero no le importaba, estaba absolutamente seguro de que sería inge­ niero como su padre.

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Justo cuando terminaba de sentarse, sonó la campana que anunciaba el comienzo del recreo. Como siempre, las chicas guardaron cuidadosas sus bolis en los estuches y sus cuader­ nos en las cajoneras. Los chicos, en cambio, salieron escope­ tados, como toros en un encierro, compitiendo por llegar los primeros al patio. —¡Maricón el último! —gritó Rodri.

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© 2022, Nando Abad Primera edición en este formato: abril de 2022 © de esta edición: 2022, Roca Editorial de Libros, S. L. Av. Marquès de l’Argentera 17, pral. 08003 Barcelona actualidad@rocaeditorial.com www.rocalibros.com ISBN: 9788418870637 Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.


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