La trama, Jean Hanff Korelitz

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La trama Jean Hanff Korelitz

Traducción de Librada Piñero


LA TRAMA Jean Hanff Korelitz BEST SELLER DE THE NEW YORK TIMES. ENTRE LAS 10 MEJORES NOVELAS DEL AÑO PARA PEOPLE, TONIGHT SHOW, WASHINGTON POST, NEW YORK POST, AMAZON, ENTERTAINMENT WEEKLY Y OPRAH, ENTRE MUCHOS OTROS. PRÓXIMAMENTE UNA SERIE DE TELEVISIÓN PROTAGONIZADA POR MAHERSHALA ALI.

Jacob Finch Bonner, Jake, fue un joven y prometedor escritor cuya primera novela cosechó un considerable éxito. Hoy en día da clases en un programa de escritura de tercera categoría y lucha por mantener la poca dignidad que le queda; no ha escrito, y mucho menos publicado, nada decente en años. Cuando Evan Parker, su alumno más arrogante, le dice a Jake que no necesita de su ayuda para continuar con su novela porque considera que la trama del libro que está escribiendo es magnífica, Jake cree que es el típico narcisista aficionado. Pero entonces…, escucha la trama. Jake retoma su carrera, que sigue en decadencia, y se prepara para la publicación de la primera novela de Evan Parker, pero eso nunca sucede. Jake descubre que su antiguo alumno ha muerto, presumiblemente sin haber completado su libro, y hace lo que cualquier escritor que se precie haría con una historia como esa, una historia que es absolutamente necesario contar. ACERCA DE LA AUTORA Jean Hanff Korelitz es una autora best seller de The New York Times con varias novelas que han sido llevadas al cine durante los últimos años, entre las que destaca You Should Have Known (que se emite en HBO Max como The Undoing, protagonizada por Nicole Kidman, Hugh Grant y Donald Sutherland). Su empresa Bookthewriter alberga grupos de lectura en

los que se debate con los autores de nuevos libros. Vive en la ciudad de Nueva York con su esposo, el poeta irlandés Paul Muldoon. ACERCA DE LA OBRA «Una de las mejores novelas que he leído sobre escritores y escritura.» Stephen King «La trama está tan bien elaborada y es tan convincente que es casi imposible dejar de leer. Inteligente y escalofriante, te atrapa desde el primer capítulo y no te deja ir hasta su sorprendente e impresionante final.» Greer Hendricks y Sarah Pekkanen


A Laurie Eustis


Los buenos escritores toman prestado, los grandes escritores roban. T. S. Eliot (posiblemente robado de Oscar Wilde)


PRIMERA PARTE


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Cualquiera puede ser escritor

J acob Finch Bonner, el en su día prometedor autor de la «Nueva y

Destacada» (según el suplemento literario de The New York Times) novela La invención de la maravilla, entró en el despacho que le habían asignado en la segunda planta del Richard Peng Hall, dejó su destartalada cartera de cuero sobre la mesa vacía y miró a su alrededor con algo parecido a la desesperación. Aquel despacho, el cuarto que tenía en el Richard Peng Hall en otros tantos años, no suponía una gran mejora respecto a los tres anteriores, pero al menos la ventana que había detrás de la mesa daba a un camino arbolado de aire vagamente universitario, a diferencia del aparcamiento del segundo y tercer año y el contenedor de basura del primero (cuando, irónicamente, había estado mucho más cerca de la cumbre de su fama literaria, fuera la que fuese, y podría haber esperado algo más bonito). Lo único de aquella habitación que tenía algo de naturaleza literaria propiamente dicha, algo de calidez, era la destartalada cartera que Jake llevaba a todas partes desde hacía años y que utilizaba para transportar su portátil y, aquel día en concreto, las muestras de escritura de sus alumnos, que no tardarían en llegar. La había comprado en un mercadillo poco antes de que se publicara su primera novela, y lo había hecho con cierta conciencia de escritor: «¡Aclamado joven novelista continúa llevando la vieja cartera de cuero que utilizó durante sus años de lucha!». Cualquier esperanza residual de convertirse en aquella persona hacía mucho que había desaparecido. Y, aunque no hubiera sido así, no había manera de justificar el gasto de una cartera nueva. Ya no. El Richard Peng Hall era una incorporación que se había hecho en la década de 1960 al campus de Ripley, una construcción sin nin-

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gún encanto hecha de bloques de hormigón blancos situada detrás del gimnasio y junto a unos dormitorios universitarios montados para cuando el Ripley College empezó a admitir mujeres en 1966 (aspecto en el que tuvo el mérito de ser pionero). Richard Peng había sido un estudiante de ingeniería de Hong Kong y, aunque probablemente debiera su fortuna final más a la escuela a la que había ido después del Ripley College, el Instituto Tecnológico de Massachusetts, MIT, dicha institución se había negado a construir un Richard Peng Hall, al menos por el volumen de la donación que él tenía en mente. El propósito original del edificio de Ripley había sido alojar el programa de ingeniería, y aún conservaba el aire característico de un edificio de ciencias, con su vestíbulo lleno de ventanas en el que nunca se sentaba nadie, sus pasillos largos y vacíos y aquellos desmoralizadores bloques de hormigón. Pero cuando Ripley se deshizo de la ingeniería en 2005 (de hecho se deshizo de todos sus programas de ciencias y de todos sus programas de ciencias sociales) y se dedicó, en palabras de su desesperada junta de supervisores, «al estudio y la práctica de las artes y las humanidades en un mundo que las infravalora y necesita cada vez más», el Richard Peng Hall fue reasignado al programa de máster en Bellas Artes de Ficción, Poesía y No Ficción Personal (Memorias), de baja residencia. Así habían llegado los escritores al Richard Peng Hall, en el campus del Ripley College, en aquel extraño rincón del norte de Vermont, lo bastante cerca del legendario «Reino del Noreste» como para conservar algún rastro de su perceptible singularidad (la zona había sido hogar de un pequeño pero resistente culto cristiano desde la década de 1970), aunque no tan lejos de Burlington y Hannover como para poder considerarse el quinto pino. Por supuesto, en la universidad se había enseñado escritura creativa desde la década de 1950, pero nunca de forma seria, y mucho menos innovadora. Las instituciones educativas nacionales, que estaban preocupadas por su supervivencia, fueron añadiendo cosas a sus planes de estudios a medida que la cultura cambiaba a su alrededor y los estudiantes empezaban a «hacer demandas», a su manera eternamente estudiantil: estudios sobre la mujer, estudios afroamericanos, un centro informático donde realmente se reconociera que los ordenadores eran, bueno, «importantes». Pero cuando Ripley atravesó su gran crisis a finales de la década de 1980, y cuando la universidad adoptó una mirada sobria y profundamente preo-


La tr a ma cupada sobre lo que podría ser necesario para sobrevivir institucionalmente, ¡sorpresa!, fue la escritura creativa la que marcó el camino más optimista. Y así lanzó su primer (y todavía único) programa de posgrado, los Simposios de Ripley en Escritura Creativa, y durante los años siguientes los Simposios básicamente se fueron comiendo el resto de la universidad hasta que todo lo que quedó fue su programa de baja residencia, mucho más complaciente para los estudiantes que no podían dejarlo todo por un máster en Bellas Artes de dos años. ¡Y no debía esperarse eso de ellos! Escribir, según el brillante folleto de Ripley y su muy seductora página web, no era una actividad elitista inalcanzable para todos salvo unos pocos afortunados. Por el contrario, cada persona tenía una voz única y una historia que nadie más podía contar. Y cualquiera, sobre todo con la guía y el apoyo de los Simposios de Ripley, podía ser escritor. Lo único que Jacob Finch Bonner había querido ser siempre era escritor. Siempre, siempre, siempre, desde los suburbios de Long Island, el último lugar del mundo de donde debería proceder un artista serio de cualquier tipo, pero donde, no obstante, había sido condenado a criarse como hijo único de un abogado fiscal y una orientadora académica de la escuela secundaria. El motivo por el que había añadido su estrella al pequeño y solitario estante de la biblioteca local donde se leía ¡escritores de long island! era una incógnita, pero no pasó desapercibido en casa del joven escritor. Su padre (el abogado fiscal) había sido contundente en sus objeciones (¡Los escritores no ganaban dinero! A excepción de Sidney Sheldon. ¿Acaso Jake afirmaba ser el próximo Sidney Sheldon?) Y su madre (la orientadora académica) había considerado oportuno recordarle, constantemente, su puntuación en el mejor de los casos mediocre en el examen de aptitud verbal. (Fue muy embarazoso para Jake conseguir hacerlo mejor en aptitud matemática que en verbal.) Habían sido desafíos difíciles de salvar, pero ¿qué artista no tenía retos que superar? Durante su infancia había leído con obstinación (y cabía señalar que ya de un modo competitivo y codicioso), saliéndose del plan de estudios obligatorio, saltándose la porquería adolescente habitual para investigar el campo emergente de sus rivales futuros. Después se había ido a Wesleyan a estudiar escritura creativa y se había relacionado con un grupo reducido de protonovelistas y escritores de relatos cortos tan tremendamente competitivos como él.

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Muchos eran los sueños del joven Jacob Finch Bonner en lo tocante a la ficción que escribiría algún día. (En realidad, el «Bonner» no era del todo auténtico: el bisabuelo paterno de Jake había sustituido Bonner por Bernstein hacía aproximadamente un siglo. Pero tampoco lo era el «Finch», que el propio Jake había añadido en el instituto como homenaje a la novela que había despertado su amor por la ficción.) A veces, con los libros que le gustaban especialmente, imaginaba que en realidad los había escrito él y que concedía entrevistas a críticos o reseñadores para hablar de ellos (desviando siempre con humildad los elogios del entrevistador), o que leía fragmentos ante públicos numerosos y ávidos en una librería o un auditorio lleno de localidades ocupadas. Imaginaba su propia fotografía en la solapa de una edición en tapa dura (tomando el ya anticuado modelo del escritor inclinado sobre una máquina de escribir o del escritor con pipa) y demasiado a menudo pensaba en sentarse a una mesa a firmar ejemplares para una larga cola de lectores. «Gracias —entonaría amablemente a cada hombre o mujer—. Es muy amable por su parte. Sí, también es uno de mis favoritos.» No era exactamente cierto que Jake no pensara nunca en escribir realmente sus novelas futuras. Entendía que los libros no se escribían solos, y que habría de trabajar de veras la imaginación, la tenacidad y la habilidad para acabar trayendo al mundo sus propios libros. También entendía que el campo no estaba vacío: había mucha gente joven como él que sentía lo mismo sobre los libros y que quería escribirlos algún día, e incluso era posible que algunos de ellos tuvieran aún más talento natural que él, o una imaginación más robusta, o simplemente mayor voluntad de acabar el trabajo. Estas ideas no le complacían demasiado, pero, en su favor, él conocía su propia mente. Sabía que no se sacaría la certificación para enseñar lengua en la escuela pública («si aquello de la escritura no salía bien») ni haría el examen de ingreso a la Facultad de Derecho («¿por qué no?»). Sabía que había elegido su calle y había empezado a nadar, y no dejaría de nadar hasta que tuviera su propio libro en las manos, momento en el que el mundo seguramente se habría enterado de lo que él sabía desde hacía muchos años: Que era escritor. Un gran escritor. Al menos esa había sido la intención. Estaban a finales de junio y en Vermont llevaba lloviendo buena parte de la semana cuando Jake abrió la puerta de su nuevo despacho


La tr a ma en el Richard Peng Hall. Al entrar se dio cuenta de que había dejado huellas de barro por el pasillo y en la habitación, y miró sus pobres zapatillas de correr —que en su día habían sido blancas, pero ahora estaban marrones por la humedad y la suciedad, y que de hecho nunca había usado para correr— y tuvo la sensación de que ya era inútil quitárselas. Se había pasado el largo día conduciendo desde la ciudad con dos bolsas de plástico de Food Emporium llenas de ropa y aquella vieja cartera de cuero en la que llevaba el portátil, casi igual de viejo, que contenía su novela actual, la novela en la que en teoría (por oposición a en la práctica) estaba trabajando, y las carpetas de los trabajos presentados por sus alumnos, y se le ocurrió que cada vez que hacía el viaje hacia el norte en dirección a Ripley llevaba menos cosas. ¿El primer año? Una gran maleta embutida con la mayoría de su ropa (¿quién sabía qué vestuario podría considerarse apropiado para tres semanas en el norte de Vermont, rodeado de estudiantes sin duda aduladores y de otros profesores sin duda envidiosos?) y todos los borradores impresos de su segunda novela, de cuya fecha límite tenía tendencia a quejarse en público. ¿Este año? Solo aquellas dos bolsas de plástico en las que había echado vaqueros y camisas, y el portátil que ahora utilizaba principalmente para pedir la cena y ver YouTube. Si dentro de un año continuaba haciendo aquel trabajo deprimente, probablemente ni siquiera se molestaría en llevar el portátil. No, Jake no estaba deseando que empezara el inminente año académico de los Simposios de Ripley. No estaba ansioso por reunirse con sus colegas aburridos e insoportables, ninguno de ellos escritor a quien admirara verdaderamente, y desde luego no tenía ningunas ganas de fingir entusiasmo por otro batallón de alumnos ansiosos, todos y cada uno de ellos probablemente convencidos de que algún día escribirían, o tal vez habían escrito ya, la Gran Novela Estadounidense. Por encima de todo, no tenía ningunas ganas de fingir que continuaba siendo escritor, y mucho menos un gran escritor. De más estaba decir que Jake no había preparado nada para el trimestre de los Simposios de Ripley que estaba a punto de comenzar. No le sonaba de nada ninguna de las páginas de muestra que había en aquellas carpetas fastidiosamente gruesas. Al empezar en Ripley se había convencido a sí mismo de que «gran profesor» era un complemento meritorio de «gran escritor», y había prestado mucha atención a las muestras de escritura de aquellas personas, que habían desembol-

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sado un buen dinero para estudiar con él. Pero las carpetas que ahora sacaba de su cartera —carpetas que tendría que haber empezado a leer hacía semanas, cuando se las había enviado Ruth Steuben, la extremadamente cáustica encargada de la oficina del Simposio— habían viajado desde el buzón de correo prioritario hasta la cartera de cuero sin sufrir ni una sola vez la indignidad de que las abrieran, por no hablar de que las sometieran a un examen profundo. Ahora Jake las miró amenazante, como si aquellas carpetas fueran las responsables de su procrastinación y de la espantosa noche que, en consecuencia, tenía por delante. Porque, después de todo, ¿qué había que saber de las personas cuyas vidas interiores contenían aquellas carpetas, y que ahora convergían en el norte de Vermont, en las estériles salas de conferencias del Richard Peng Hall, y aquel mismo despacho una vez que comenzaran las reuniones individualizadas dentro de unos pocos días? Aquellos alumnos en concreto, aquellos aprendices apasionados, serían perfectamente idénticos a sus homólogos anteriores de Ripley: profesionales en mitad de su carrera convencidos de que podían producir aventuras de Clive Cussler en masa, o mamás que escribían en blogs sobre sus hijos y no veían por qué eso no les daba derecho a aparecer habitualmente en Good Morning America, o gente que se acababa de jubilar y «volvía a la ficción» (¿seguro que la ficción los había esperado?). Los peores eran los que a Jake le recordaban a sí mismo: «novelistas literarios», absolutamente serios, ardientes de resentimiento hacia cualquiera que hubiera llegado allí primero. A los Clive Cusslers y a las madres blogueras aún se los podía convencer de que Jake era un novelista joven (ahora «tirando a joven»), famoso, o al menos «muy respetado», pero ¿y a los aspirantes a David Foster Wallace y a Donna Tartt que sin duda estaban presentes en la pila de carpetas? No tanto. Aquel grupo sería perfectamente consciente de que Jacob Finch Bonner había disparado a tientas su primer tiro, no había conseguido crear una segunda novela lo bastante buena, ni rastro de una tercera, y había sido enviado al purgatorio especial para escritores que en su momento habían sido prometedores, del que bien pocos salían jamás. (Resulta que era falso que Jake no hubiera producido una tercera novela, pero en este caso la falsedad era preferible a la verdad. De hecho, había habido una tercera novela, e incluso una cuarta, pero aquellos manuscritos, en cuya elaboración había consumido casi cinco años de su vida,


La tr a ma habían sido rechazados por una espectacular diversidad de editores de prestigio en declive, desde el editor «heredado» de La invención de la maravilla hasta la respetable prensa universitaria que había publicado su segundo libro, Reverberaciones, pasando por los numerosos, numerosísimos, certámenes de pequeñas publicaciones enumerados en la parte posterior de Poets & Writers, cuya participación le había costado una pequeña fortuna y que, huelga decirlo, no había conseguido ganar. Habida cuenta de estos datos desmoralizadores, la verdad era que prefería que sus estudiantes creyeran que continuaba esforzándose por hilar aquella mítica y extraordinaria segunda novela.) Incluso sin leer el trabajo de sus nuevos alumnos, Jake tenía la sensación de conocerlos tan íntimamente como había conocido a sus anteriores homólogos, que era más de lo que deseaba. Sabía, por ejemplo, que tenían mucho menos talento del que creían, o que posiblemente eran tan malos como en secreto temían ser. Sabía que querían cosas de él que no estaba del todo preparado para entregar y que de entrada no tenía por qué fingir poseer. También sabía que todos y cada uno de ellos iban a fracasar, y sabía que cuando los dejara al final de aquel período de tres semanas, desaparecerían de su vida y nunca más volvería a pensar en ellos. Que era todo cuanto quería, la verdad. Pero antes tenía que cumplir con la fantasía de Ripley de que todos ellos eran «alumnos» y «profesores» iguales, colegas de arte, cada uno con una voz única y una historia singular que contar, y cada uno igual de merecedor de que le llamaran aquello tan mágico: «escritor». Eran poco más de las siete y continuaba lloviendo. Para cuando conociera a sus nuevos alumnos al día siguiente, en la cena de bienvenida al aire libre, tendría que ser todo sonrisas, todo estímulo personal y rebosar una orientación tan deslumbrante que todos los nuevos miembros del Programa de Máster en Bellas Artes de los Simposios de Ripley pudieran creer que el «talentoso» (Philadelphia Inquirer) y «prometedor» (Boston Globe) autor de La invención de la maravilla estaba preparado para conducirlos hacia el Shangri-La de la Fama Literaria. Por desgracia, el único camino que llevaba de aquí a allí pasaba por aquellas doce carpetas. Encendió la lámpara de escritorio estándar de Richard Peng y se sentó en la silla de oficina estándar de Richard Peng, que emitió un fuerte chirrido cuando lo hizo, y luego pasó un buen rato resiguien-

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Jean Hanf f Korel it z do una línea de mugre por las juntas de los bloques de hormigón de la pared de la puerta de su despacho, demorando hasta el último momento posible la larga y profundamente desagradable velada que estaba a punto de comenzar. ¿Cuántas veces, al rememorar aquella noche, la última noche de un tiempo en el que después siempre pensaría como «antes», desearía no haber estado tan rematadamente, tan condenadamente equivocado? ¿Cuántas veces, a pesar de la asombrosa buena fortuna puesta en marcha por una de aquellas carpetas, desearía haber retrocedido y salido de aquel despacho estéril, haber vuelto sobre sus pasos embarrados por el pasillo, haber regresado a su coche y haber conducido todas aquellas horas de vuelta a Nueva York y a su fracaso personal diario? Demasiadas, daba igual. Ya era muy tarde para eso.

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El recibimiento del héroe

Para cuando empezó la cena de bienvenida al aire libre, la tarde del

día siguiente, Jake estaba en las últimas: se había arrastrado hasta la reunión de la facultad de aquella mañana tras haber dormido apenas tres horas. Una pequeña victoria de aquel curso había sido que por fin Ruth Steuben iba a librarlo de los alumnos que se consideraban poetas para ponerlos con otros profesores que también se consideraban poetas (Jake no tenía nada de valor que enseñar a los aspirantes a poetas. Por su experiencia, estos a menudo leían ficción, pero los escritores de ficción que decían leer poesía con cierta regularidad eran unos mentirosos), así que al menos podía decirse que la docena de alumnos que le habían asignado eran escritores de prosa. ¡Pero menuda prosa! En su lectura previa, que había durado toda la noche gracias al Red Bull, la perspectiva narrativa saltaba como si el verdadero narrador fuera una pulga, vagando de un personaje a otro, y las historias (¿o… capítulos?) eran a la vez tan flojas y frenéticas que en el peor de los casos no significaban nada y, en el mejor, no lo suficiente. Los tiempos verbales daban bandazos dentro de los párrafos (¡a veces incluso dentro de las oraciones!) y de vez en cuando se utilizaban algunas palabras de un modo que implicaba, sin lugar a dudas, que el escritor no tenía demasiado claro su significado. Gramaticalmente, el peor de ellos hacía que Donald Trump pareciera Stephen Fry y, del resto, la mayoría creaba oraciones que solo podían describirse como… del todo mediocres. Entre aquellas carpetas había hallado el impactante descubrimiento de un cadáver en descomposición en una playa (los pechos del cadáver habían sido incomprensiblemente descritos como «melones maduros»), el relato histriónico de cómo un escritor descubría, a través

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de una prueba de ADN, que era «en parte africano», un estudio de caracteres inerte de una madre y una hija que vivían juntas en una casa antigua, y el comienzo de una novela ambientada en un dique de castores «bosque adentro». Algunas de aquellas muestras no tenían pretensiones literarias especiales y era fácil intervenir en ellas —concretar la trama y corregir la prosa con una subordinación básica bastaría para justificar su sueldo y hacer honor a sus responsabilidades profesionales—, pero las muestras de escritura más tímidamente «literarias» (algunas de ellas, qué ironía, entre las peor escritas) iban a sorberle el alma. Lo sabía. Ya estaba sucediendo. Afortunadamente, la reunión de profesores no fue muy agotadora. (Era posible que Jake incluso hubiera dado una cabezadita rápida mientras Ruth Steuben entonaba su ritual sobre las directrices de Ripley en materia de acoso sexual.) Los profesores que regresaban a los Simposios de Ripley se llevaban razonablemente bien y, si bien Jake no podía decir que se hubiera hecho amigo de verdad de ninguno de ellos, sí que tenía la tradición arraigada de tomarse una cerveza por curso en The Ripley Inn con Bruce O’Reilly, jubilado del Departamento de Inglés de Colby y autor de media docena de novelas publicadas por una editorial independiente de su Maine natal. Aquel año había dos nuevos en la sala de conferencias de la planta baja del Richard Peng: una poeta nerviosa llamada Alice que parecía ser de la misma edad que él y un hombre que se presentó como escritor «multigénero» y que entonó su nombre, Frank Ricardo, de un modo que decididamente implicaba que el resto de ellos lo reconocía, o en todo caso debería reconocerlo. (¿Frank Ricardo? Era cierto que Jake había dejado de prestar mucha atención a otros escritores en la época en que su propia cuarta novela había empezado a recopilar rechazos —básicamente era demasiado doloroso continuar haciéndolo—, pero no creía haber oído hablar de Frank Ricardo.) (¿Había algún Frank Ricardo que hubiera ganado un Premio Nacional del Libro o un Pulitzer? ¿Había algún Frank Ricardo que, con una primera novela surgida de la nada, hubiera alcanzado lo más alto de la lista de superventas de The New York Times a través del boca a boca viral?) Cuando Ruth Steuben hubo acabado su recitar y repasado el horario (diario y semanal, lecturas vespertinas, fechas de entrega de evaluaciones escritas y fechas límite para el jurado de los premios de escritura de final de curso del Simposio), los despidió con un recordatorio sonriente pero firme de que


La tr a ma la cena de bienvenida al aire libre no era opcional para el profesorado. Jake saltó hacia la salida antes de que ninguno de sus compañeros, conocidos o nuevos, pudiera dirigirle la palabra. El piso que había alquilado estaba a unos pocos kilómetros al este de Ripley, para ser exactos en un camino llamado Poverty Lane. Pertenecía a un agricultor local, más concretamente a su viuda, y ofrecía una vista sobre el camino que conducía a un granero medio derruido que en su día había albergado un rebaño lechero. Ahora la viuda arrendaba la tierra a uno de los hermanos de Ruth Steuben y llevaba una guardería en la granja. Se confesaba perpleja por aquello que hacía Jake y que se convertía en libros, o porque se enseñara en Ripley, o porque de hecho alguien pudiera pagar por aprender tal cosa, pero le guardaba el piso desde su primer año; al parecer, ser silencioso, educado y responsable con el alquiler era una combinación demasiado escasa como para no hacerlo. Jake se había acostado sobre las cuatro de la mañana y había dormido hasta diez minutos antes de que empezara la reunión de profesores. No era suficiente. Ahora corrió las cortinas y volvió a dormirse para despertarse a las cinco y empezar a recomponer su cara de juego para el inicio oficial del trimestre de Ripley. La barbacoa se llevó a cabo en los prados de la universidad, rodeados por los primeros edificios de la institución, que, a diferencia del Richard Peng Hall, tenían un aspecto tranquilizadoramente universitario y eran realmente muy bonitos. Jake puso pollo y pan de maíz en un plato de cartón y metió la mano en una de las neveras para coger una botella de Heineken, pero mientras lo hacía, un cuerpo se inclinó contra él y un antebrazo largo y profusamente cubierto de pelo rubio le desvió de su trayectoria. —Perdona, tío —dijo el desconocido justo al agarrar la botella de cerveza que iba a coger Jake y sacarla del agua. —No pasa nada —dijo Jake automáticamente. Qué situación tan patética. Le hizo pensar en aquellas viñetas de culturismo que aparecían en la parte trasera de los cómics antiguos: un matón da una patada a la arena en la cara de un enclenque de cuarenta y cuatro kilos. ¿Qué iba a hacer al respecto? Convertirse en un matón musculado, por supuesto. El tipo —de estatura media, de un rubio medio y de hombros anchos— ya se había dado la vuelta y abría el tapón de rosca de la botella para llevársela a la boca. Jake no alcanzaba a verle la cara a aquel gilipollas.

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—Señor Bonner. Jake se enderezó. A su lado había una mujer. Era la nueva de la reunión de profesores de aquella mañana. Alice nosequé. La nerviosa. —Hola. Alice, ¿verdad? —Alice Logan, sí. Solo quería decirle cuánto me gusta su trabajo. Jake sintió, y notó, la sensación física que generalmente acompañaba a aquella frase, que todavía escuchaba de vez en cuando. En aquel contexto, «trabajo» solo podía significar La invención de la maravilla, una novela tranquila ambientada en su Long Island natal y en la que aparecía un joven llamado Arthur. Este, cuya fascinación por la vida y las ideas de Isaac Newton proporciona un eje a la novela y una resistencia contra el caos cuando su hermano muere repentinamente, no representaba, rotundamente no, al propio Jake de más joven. (Jake no tenía hermanos y había tenido que investigar mucho para crear un personaje conocedor de la vida y las ideas de Isaac Newton.) La invención de la maravilla la habían leído en el momento de su publicación —y, suponía, todavía la leían de vez en cuando— personas a las que importaba la ficción y hacia dónde se dirigía. Ni una sola vez había utilizado alguien la frase «Me gusta su trabajo» para referirse a Reverberaciones (una colección de relatos cortos que su primer editor había rechazado y que la Diadem Press de la Universidad Estatal de Nueva York —¡una editorial universitaria muy respetada!— había relanzado como «una novela en relatos cortos enlazados»), a pesar de que innumerables ejemplares habían sido enviados diligentemente para que se hicieran reseñas (con resultado de cero). Debería haber sido agradable cuando todavía sucedía, pero por alguna razón no lo era. Por algún motivo le hacía sentir muy mal. Aunque, la verdad, ¿no le pasaba eso con todo? Se dirigieron hacia una de las mesas de pícnic y se sentaron. Tras el robo de la Heineken, Jake había olvidado coger otra bebida. —Era tan potente... —dijo ella, retomando desde donde lo había dejado—. Y cuando la escribió usted tenía… ¿qué? ¿Veinticinco años? —Por ahí andaría, sí. —Bueno, pues me dejó impresionada. —Gracias, es muy amable por su parte. —Estaba haciendo el máster en Bellas Artes cuando la leí. De hecho, creo que hicimos el mismo máster, aunque no coincidimos. —Ah…


La tr a ma El máster de Jake, y al parecer el de Alice, no había sido aquel nuevo tipo «de baja residencia», sino el más clásico de «abandona tu vida y dedícate por completo al arte durante dos años seguidos», y, francamente, también era un máster mucho más prestigioso que el de Ripley. Vinculado a una universidad del Medio Oeste, durante mucho tiempo aquel máster había formado a poetas y a novelistas de gran importancia para las letras estadounidenses, y costaba tanto entrar en él que Jake había tardado tres años en conseguirlo (tiempo durante el cual había visto que aceptaban a ciertos amigos y conocidos con menos talento que él). Había pasado aquellos años viviendo en un piso microscópico de Queens y trabajando para una agencia literaria que tenía especial interés en la ciencia ficción y la fantasía. Estos géneros, que personalmente nunca le habían llamado la atención, parecían atraer a un alto cociente de… —bueno, ¿por qué no hablar claro?— locos entre los aspirantes a escritor de su grupo; no es que Jake tuviera nada con que compararlo, puesto que todo el mundo en las muy distinguidas agencias literarias a las que se había presentado tras licenciarse en la universidad se había negado a hacer uso de sus talentos. Ficciones Fantásticas S. R. L., una tienda regentada por dos hombres en Hell's Kitchen (de hecho en la diminuta trastienda del piso en forma de tubo que los propietarios tenían en Hell's Kitchen), tenía una lista de clientes de unos cuarenta escritores, la mayoría de los cuales se iban a agencias más grandes en cuanto conseguían algo de éxito profesional. El trabajo de Jake había consistido en hacer que el abogado persiguiera a aquellos escritores ingratos, disuadir a los autores de sus intentos no solicitados de describir por teléfono sus series de diez novelas (escritas o no) y, sobre todo, leer un manuscrito tras otro sobre realidades distópicas alternativas en planetas lejanos, sistemas penales oscuros muy por debajo de la superficie de la tierra y organizaciones de rebeldes posapocalípticos empeñados en derrocar a sádicos señores de la guerra. Una vez realmente había logrado dar con una perspectiva emocionante para sus jefes: una novela sobre una joven valiente que se escapa de un planeta que es una colonia penal a bordo de una especie de nave de la basura intergaláctica, y entre esa basura descubre una población mutante que ella transforma en un ejército vengativo y al que finalmente conduce a la batalla. Tenía un potencial definido, pero los dos fracasados que le habían contratado dejaron pudrir el manuscrito en su escritorio durante meses, ignorando sus recordatorios. Al fi-

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nal Jake se dio por vencido y, un año después, al leer en Variety que ICM había vendido el libro a Miramax (Sandra Bullock adjunta), recortó cuidadosamente la noticia. Seis meses después, cuando se le presentó su billete de oro para la fiesta del máster en Bellas Artes y dejó el trabajo —Oh, Happy Day!—, colocó el recorte justo en el escritorio de su jefe, encima del manuscrito polvoriento. Había hecho aquello para lo que le habían contratado. Siempre había sabido reconocer una buena trama al verla. A diferencia de muchos de sus compañeros alumnos del máster en Bellas Artes (algunos de los cuales entraban en el programa con publicaciones principalmente en revistas literarias salvo en un caso —afortunadamente el de un poeta y no el de un escritor de ficción— ¡en la maldita New Yorker!), Jake no había desperdiciado ni un momento de aquellos valiosos dos años. Había asistido diligentemente a todos los seminarios, conferencias, lecturas, talleres y reuniones informales con editores y agentes invitados procedentes de Nueva York, y en general se había negado a revolcarse en aquella enfermedad (ficticia): el «bloqueo del escritor». Cuando no estaba en clase o asistiendo como oyente a conferencias en la universidad estaba escribiendo, y en dos años había tecleado un primer borrador de lo que se convertiría en La invención de la maravilla, que presentó como tesis y a todos los premios ofertados por el máster cuyos requisitos cumpliera. La novela ganó uno de ellos y, como consecuencia directa, le consiguió un agente. Resultó que Alice había llegado al campus del Medio Oeste solo unas semanas después de que él lo abandonara. Había estado allí el año siguiente, cuando se publicó la novela de él y se colgó una copia de la portada en el tablón de anuncios de antiguos alumnos. —¡Qué emocionante! Solo un año de diferencia en el máster. —Sí, una pasada. Aquello se quedó entre ellos como algo aburrido y desagradable. Al final Jake dijo: —Así pues, escribe poesía. —Sí. Saqué mi primer poemario el otoño pasado. Universidad de Alabama. —Felicidades. Ojalá leyera más poesía. De hecho no leía nada de poesía, pero deseaba haber deseado leer más poesía, y eso debía de contar algo.


La tr a ma —Ojalá pudiera escribir una novela. —Bueno, tal vez pueda. Ella sacudió la cabeza. Parecía…, era ridículo, pero ¿estaba aquella poeta pálida coqueteando con él? ¿Para qué diablos? —No sabría cómo. A ver, me encanta leer novelas, pero quedo agotada con solo escribir una línea. No puedo imaginarme escribir páginas y más páginas, por no mencionar que los personajes tienen que parecer reales y que la historia ha de sorprender. Es un disparate que la gente pueda hacerlo realmente. ¡Y más de una vez! Porque usted escribió una segunda novela, ¿verdad? «Y una tercera, y una cuarta», pensó Jake. Y una quinta, contando la que tenía en el portátil, que de tan desanimado que estaba ni siquiera había mirado hacía casi un año. Asintió. —Bueno, cuando conseguí este trabajo, usted era la única persona del claustro a quien conocía. Es decir, cuyo trabajo conocía. Supuse que probablemente estaría bien si usted estaba aquí. Jake mordió con cuidado su pan de maíz: estaba seco, como era de esperar. Hacía un par de años que no se encontraba con aquel grado de aprobación literaria, y fue increíble lo rápido que volvieron todas las sensaciones narcóticamente cálidas. ¡Así era que te admirara, y además con consideración, alguien que sabía exactamente lo difícil que era escribir una oración buena y trascendente en prosa! En una ocasión había pensado que su vida estaría llena de encuentros como aquel, no solo con compañeros escritores y lectores devotos (de su obra completa, cada vez mayor y cada vez más profunda), sino con alumnos (quizás, en última instancia, en másteres mucho mejores) emocionados porque les hubieran asignado a Jacob Finch Bonner, el joven novelista en ascenso, como escritor/profesor supervisor. ¡El tipo de profesor con el que te podías tomar una cerveza al acabar el taller! Tampoco es que Jake se hubiera tomado una cerveza con ninguno de sus alumnos. —Bueno, es muy amable por su parte —dijo a Alice con estudiada modestia. —En otoño empiezo como adjunta en Hopkins, pero nunca he dado clase. Puede que me vaya un poco grande. Jake la miró mientras su reserva de buena voluntad, ya de por sí escasa, se agotaba a toda velocidad. Adjunta en la Johns Hopkins no era nada despreciable. Probablemente significara una beca que habría

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ganado tras derrotar a otros cientos de poetas. Ahora se le ocurría que la publicación en la editorial universitaria probablemente fuera también resultado del premio, y casi todo el que salía de un máster en Bellas Artes con un manuscrito se presentaba a todos ellos. Aquella chica, Alice, muy probablemente fuera alguien importante, o al menos lo que pasaba por alguien importante en el mundo de la poesía. Solo de pensarlo se desmoralizaba por completo. —Estoy seguro de que lo hará bien —dijo—. Si duda, simplemente anímeles. Por eso nos pagan tanto. —Sonrió. Se sentía tremendamente incómodo. Al cabo de un momento, Alice esbozó una sonrisa también. Parecía igual de incómoda que él. —Eh, ¿estás utilizando eso? —preguntó una voz. Jake levantó la vista. Quizás no reconociera la cara, larga y estrecha, con cabello rubio cayéndole hacia delante sobre unos ojos caídos por el lagrimal, pero sí que reconoció aquel brazo. Lo siguió hasta el extremo: una uña bastante puntiaguda en un dedo índice extendido. Había un abridor sobre el mantel de plástico de cuadros rojos que cubría la mesa de pícnic. —¿Qué? —preguntó Jake—. Ah, no. —La gente lo está buscando. Se supone que tiene que estar donde las cervezas. La acusación era clara: Jake y Alice, dos personas a todas luces sin importancia, habían privado a aquel talento palpitante de los Simposios de Ripley, y a sus amigos, de poder acceder a la herramienta esencial para abrir botellas, lo que a su vez privaba a aquellos alumnos obviamente talentosos de acceder a la bebida que habían elegido. Ni Alice ni Jake respondieron. —Me lo llevo —dijo el chico rubio, y eso fue lo que hizo. Los dos profesores observaron en silencio: de nuevo aquella espalda, de estatura media, de un rubio medio, de hombros anchos, se dio la vuelta y se fue ofendido, con el abridor blandido en señal de triunfo. —Qué encanto —dijo Alice en primer lugar. El tipo se dirigió a otra mesa, atiborrada, con gente sentada a horcajadas en los extremos de los bancos y en sillas de jardín que habían arrastrado hasta allí. La primera noche del curso y aquel grupo de alumnos nuevos ya se había consolidado claramente como una camarilla alfa y, a juzgar por el recibimiento de héroe que el rubio del abri-


La tr a ma dor estaba recibiendo por parte de sus compañeros de mesa, su amigo el censurador era el epicentro evidente. —Espero que no resulte ser poeta —dijo Alice con un suspiro. «No hay muchas posibilidades de ello», pensó Jake. Todo en aquel chico gritaba escritor de ficción, aunque esa especie se descomponía más o menos uniformemente en las subcategorías: 1. Gran novelista estadounidense. 2. Autor superventas según The New York Times. O aquel híbrido tan raro… 3. Gran novelista estadounidense superventas según The New York Times. En otras palabras, el triunfante salvador del abridor secuestrado podría querer ser Jonathan Franzen o podría querer ser James Patterson, pero desde un punto de vista práctico no había diferencia alguna. Ripley no separaba a los literariamente pretenciosos de los narradores de oficio, lo que significaba que de una forma u otra aquella autoconsiderada leyenda muy probablemente entrara en el seminario de Jake a la mañana siguiente. Y no había nada que él pudiera hacer para evitarlo, maldita sea.

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Y, mira por dónde, allí estaba. A las diez de la mañana siguiente en-

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tró con arrogancia en la Peng-101 (la sala de conferencias de la planta baja) junto con los demás, mirando distraídamente hacia el fondo de la mesa del seminario a la que estaba sentado Jake, sin mostrar el más mínimo reconocimiento por la persona (¡Jacob Finch Bonner!) que era la figura de autoridad evidente en la sala, y se sentó. Cogió la pila de fotocopias que había en el centro de la mesa y Jake vio que echaba un vistazo impasible a las hojas, hacía una mueca de desprecio preventiva y volvía a dejarlas junto a su libreta, su bolígrafo y su botella de agua. (Los Simposios de Ripley repartían las botellas cuando los alumnos se inscribían, en lo que sería el primer y último regalo de cortesía por parte del máster.) Después se puso a hablar en voz alta con su vecino, un señor corpulento de Cape Cod que como mínimo se había presentado a Jake la tarde anterior. Pasaban cinco minutos de la hora cuando dio inicio la clase. Había sido otra mañana húmeda y los alumnos, nueve en total, empezaron a quitarse capas de ropa de abrigo a medida que avanzaba el taller. Jake hizo buena parte en piloto automático: presentarse, esbozar su propia autobiografía (no se detuvo en sus publicaciones; si no les importaban, o si se negaban a tener sus logros en alta estima, prefería no verlo en sus caras), y hablar un poco sobre lo que podía y no podía alcanzarse en un taller de escritura creativa. Estableció unos parámetros optimistas para una práctica adecuada. (¡La norma era la positividad! ¡Debían evitarse los comentarios personales y las ideologías políticas!) Y luego los invitó a cada uno a hablar un poco sobre sí mismos: quiénes eran, qué escribían y cómo esperaban que los Simposios


La tr a ma de Ripley les ayudaran a crecer como escritores. (Esta siempre había sido una forma fiable de agotar buena parte de la clase inaugural. Si no era así, pasarían a las tres muestras de escritura que había fotocopiado para su primer encuentro.) Cuando se trataba de atraer alumnos, Ripley lanzaba una gran red —en los últimos años, al folleto brillante y a la página web se habían unido anuncios en Facebook—, pero, aunque el grupo de solicitantes ciertamente había aumentado, aún no había habido ningún curso en que el número de ellos hubiera sido mayor que el número de plazas. En resumen, cualquiera que quisiera asistir a Ripley, y pudiera permitirse asistir a Ripley, era bienvenido en Ripley. (Por otro lado, no era imposible que te echaran una vez que estabas dentro; esta distinción la habían conseguido unos cuantos estudiantes desde el comienzo de los Simposios, por lo general debido a su actitud extremadamente asquerosa en clase, porque llevaban un arma de fuego o simplemente porque se habían comportado como auténticos chalados.) Como era de prever, el grupo se dividió más o menos uniformemente entre los alumnos que soñaban con ganar premios nacionales del libro y los que soñaban con ver sus libros en un estante giratorio del aeropuerto lleno de obras en rústica, y como Jake no había logrado ninguno de esos objetivos sabía que tenía ciertos desafíos que superar como profesor del grupo. En el taller había no una sino dos mujeres que citaban a Elizabeth Gilbert como inspiración, otra que esperaba escribir una serie de misterio organizada en torno a los «principios numerológicos», un hombre que ya tenía seiscientas páginas de una novela basada en su propia vida (solo había llegado a la adolescencia) y un caballero de Montana que parecía estar escribiendo una nueva versión de Los Miserables, aunque con los «errores» de Victor Hugo corregidos. Para cuando llegaron al salvador del abridor, Jake estaba bastante seguro de que el grupo se había fusionado en torno a la absurdidad de la numeróloga y al pos Victor Hugo, principalmente por la sonrisa burlona del rubio, que apenas disimulaba, aunque no estaba del todo convencido. Mucho dependería de lo que sucediera justo después. El chico se cruzó de brazos. Estaba recostado en su silla, y de alguna manera hacía que aquella postura pareciera cómoda. —Evan Parker —dijo sin preámbulos—. Pero estoy pensando en darle la vuelta para fines profesionales. Jake frunció el ceño.

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—Quieres decir… ¿como un seudónimo? —Por privacidad, sí. Parker Evan. Hizo cuanto pudo por no reírse, ya que la vida de la gran mayoría de los escritores era mucho más privada de lo que probablemente desearan. Quizás a Stephen King o a John Grisham los abordara en el supermercado alguien tembloroso, lápiz y papel en mano, pero para la mayoría de los escritores, incluso para quienes publicaban de forma estable y para los económicamente autosuficientes, la privacidad era atronadora. —¿Y qué tipo de ficción? —No estoy mucho por las etiquetas —dijo Evan Parker/Parker Evan, apartándose aquel mechón de cabello grueso de la frente. Volvió a caerle sobre la cara de inmediato, pero tal vez se tratara de eso—. Solo me importa la historia. O es una buena trama o no lo es. Y si no es una buena trama, por muy bien que se escriba no mejorará. Y si lo es, por muy mal que se escriba no se estropeará. Esta frase bastante notable fue recibida con silencio. —¿Estás escribiendo relatos cortos? ¿O pretendes escribir una novela? —Una novela —dijo secamente, como si Jake dudara de él. Cosa que, para ser justos, era completamente cierta. —Eso es una gran empresa. —Soy consciente de ello —dijo Evan Parker cáusticamente. —Bueno, ¿puedes contarnos algo sobre la novela que te gustaría escribir? Pareció receloso al instante. —¿Qué tipo de «algo»? —Bueno, el escenario, por ejemplo. Los personajes. O una idea general de la trama. ¿Tienes una trama en mente? —Pues sí —respondió Parker, ahora con una hostilidad desbordante—. Prefiero no hablar de ella. —Miró a su alrededor—. En este escenario. Incluso sin mirar a ninguno de ellos directamente, Jake notó la reacción. Todo el mundo parecía estar en el mismo punto muerto, pero solo de él se esperaba una respuesta. —Supongo —dijo Jake— que entonces lo que tendríamos que saber es cómo puedo, cómo puede esta clase, ayudarte a mejorar como escritor. —Ah —dijo Evan Parker/Parker Evan—, la verdad es que no busco mejorar. Soy muy buen escritor y mi novela va por buen camino.


La tr a ma Y de hecho, para ser sincero, ni siquiera estoy seguro de que se pueda enseñar a escribir. Ni siquiera el mejor profesor. Jake notó la ola de consternación dando vueltas alrededor de la mesa del seminario. Lo más probable era que más de uno de sus nuevos alumnos estuviera considerando el dinero que había desperdiciado en la matrícula. —Bueno, obviamente no estoy de acuerdo con eso —dijo, haciendo un esfuerzo por reírse. —¡Definitivamente espero que no! —dijo el hombre de Cape Cod. —Tengo curiosidad —dijo la mujer de la derecha de Jake, que estaba escribiendo unas «memorias noveladas» sobre su infancia en los suburbios de Cleveland—. ¿Por qué vienes a un máster en Bellas Artes si no crees que se pueda enseñar a escribir? ¿Por qué no vas y escribes tu libro por tu cuenta? —Bueno... —Evan Parker/Parker Evan se encogió de hombros—. Obviamente no estoy en contra de este tipo de cosas. No hay consenso en que funcione, eso es todo. Ya estoy escribiendo mi libro y sé lo bueno que es. Pero he pensado que, aunque el máster en sí no vaya a ayudarme, no diré que no a un título. Más letras después de tu nombre nunca están de más, ¿verdad? Y cabe la posibilidad de que así consiga un agente. Todo el mundo se quedó en silencio un rato. Un buen número de alumnos parecían nuevamente distraídos por las muestras de escritura grapadas que tenían ante ellos. —Me alegra saber que estás bien avanzado en tu proyecto —dijo finalmente Jake— y espero que podamos ser para ti un recurso y un sistema de apoyo. Una cosa que sabemos con seguridad es que los escritores siempre se han ayudado unos a otros, tanto si comparten programa de estudios formal como si no. Todos entendemos que escribir es una actividad solitaria. Hacemos nuestro trabajo en privado, sin teleconferencias ni reuniones de puesta en común, sin ejercicios de formación de equipos, solo nosotros en una habitación, en soledad. Quizás por eso nuestra tradición de compartir nuestro trabajo con compañeros escritores haya evolucionado como lo ha hecho. Siempre ha habido grupos de nosotros que se han reunido y han leído su trabajo en voz alta o han compartido manuscritos. Y no solo por la compañía o el sentido de comunidad, sino porque de hecho necesitamos otra visión de nuestra obra. Necesitamos saber qué funciona y, lo que

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es más importante, qué no funciona, y la mayoría de las veces no podemos confiar en nosotros mismos para saberlo. Por mucho éxito que tenga un autor, independientemente del baremo por el que se mida el éxito, me apuesto lo que sea a que tiene un lector en el que confía que lee la obra antes que su agente o su editor. Y solo para añadir una capa de pragmatismo a todo esto, ahora tenemos una industria editorial en la que el papel tradicional del «editor» se ve reducido. Hoy en día, los editores quieren un libro que pueda pasar directamente a producción, o lo más parecido a eso que sea posible, de manera que si crees que Maxwell Perkins está esperando a que le llegue a la mesa tu manuscrito en desarrollo para poder arremangarse y transformarlo en El gran Gatsby, sepas que eso hace mucho que no pasa. Para tristeza suya, aunque no para su sorpresa, vio que el nombre «Maxwell Perkins» no les resultaba familiar. —En otras palabras, si somos sensatos buscaremos a esos lectores y los invitaremos a formar parte de nuestro proceso, que es lo que todos estamos haciendo aquí en Ripley. Podéis hacerlo tan formal o informal como queráis, pero creo que nuestro papel en este grupo es añadir lo que podamos al trabajo de nuestros compañeros escritores y abrirnos a su consejo todo lo posible. Y eso me incluye a mí, por cierto. No tengo intención de quitarle tiempo a la clase con mi propia obra, pero espero aprender mucho de los escritores que hay en esta sala, tanto por el trabajo que estáis haciendo en vuestros propios proyectos como por los ojos, oídos y conocimientos que aportáis al trabajo de vuestros compañeros. Evan Parker/Parker Evan no había dejado de sonreír ni un momento durante aquel discurso semiapasionado. Ahora añadió una sacudida de cabeza para subrayar lo entretenido que estaba. —Estoy encantado de dar mi opinión sobre la obra de todos —di­ jo—. Pero no esperes que cambie lo que estoy haciendo por los ojos, los oídos o las narices, para el caso, de nadie. Sé lo que tengo aquí. No creo que haya nadie en el mundo, por pésimo escritor que sea, capaz de estropear una trama como la mía. Y eso es todo cuanto voy a decir. Y dicho esto, se cruzó de brazos y cerró la boca con fuerza, como para asegurarse de que ninguna otra porción de sabiduría se le escapara por entre los labios. La gran novela en desarrollo de Evan Parker/Parker Evan estaba a salvo de los ojos, los oídos y las narices inferiores del taller de prosa de ficción del primer curso del Simposio de Ripley.


Título original: The Plot © 2021, Jean Hanff Korelitz Primera edición en este formato: mayo de 2022 © de la traducción: 2022, Librada Piñero © de esta edición: 2022, Roca Editorial de Libros, S. L. Av. Marquès de l’Argentera 17, pral. 08003 Barcelona actualidad@rocaeditorial.com www.rocalibros.com ISBN: 9788418870668 Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.


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