Me llamo Victoria, Miguel Vasserot

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Me llamo Victoria

Miguel Vasserot


ME LLAMO VICTORIA Miguel Vasserot En el Madrid de 1901, el joven escritor Lorenzo Hernández intenta ganarse la vida redactando ecos de sociedad. Una tarde recibe el encargo de narrar las andanzas de Victoria, una mujer enigmática y seductora de la que todo el mundo habla, pero a la que nadie conoce de verdad. Lo que puede parecer un trabajo más se convierte en un reto personal que arrastrará a este periodista hasta los bajos fondos de una ciudad que encierra muchos secretos. De la mano de Victoria, Lorenzo se adentrará en un mundo en el que políticos, empresarios y adinerados disfrutan de divertidas y excéntricas noches en los locales de lujo de la ciudad, apartados de una realidad lúgubre y decadente que se mueve unas calles más allá del centro. Lorenzo nos permitirá entender cómo era la vida bohemia de esos primeros periodistas que, en sus gacetillas, contaban los cotilleos de la alta sociedad y que, más avanzado el siglo, se convertirían en la prensa amarilla. También descubriremos que no todo se puede contar, y menos aún lo que Victoria plasma en sus notas. ACERCA DEL AUTOR Miguel Vasserot (Almería, 20 de septiembre de 1967). Licenciado en Derecho y en Ciencias Biológicas, es experto universitario en Derecho ambiental y en Derecho penitenciario y abogado en ejercicio desde 1994. Es autor de la novela ¿Serías capaz de quedarte por mí?, publicada en 2015. Ha colaborado como autor en uno de los textos de Genios, el eco fantasma de sus voces, publicada por Edelvives Editorial en 2018. Me llamo Victoria es su última novela.


A mi hermana. Para que la historia sepa lo que te admiro.


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Se llama Victoria.

Parecerá un dato poco importante, un simple nombre, pero no lo es. Lo que voy a contar tiene mucho que ver con saber quién es ella. Algo tan arriesgado para ambos que solo confío en que, cuando se lean estas líneas, ni ella ni yo estemos aún entre los vivos. Debéis entender que a un escritor lo que más le place es disfrutar de su éxito, pero soy consciente de que el Madrid de 1901 donde garabateo letras, releo párrafos, rompo notas, reescribo diálogos y desnudo mi alma en cada gota de tinta… no merece conocer a Victoria. Me llamo Lorenzo Hernández y soy revistero de salones, que es la rimbombante forma de llamar al que redacta los ecos de sociedad en un periódico. Puede considerarse un trabajo mezquino, no lo voy a negar, de la misma forma que defenderé con esta novela que no todo escritor vale para tal cometido. Hay que saber estar cerca de la información, ser hábil con la noticia y, sobre todo, hacer auténticos encajes de palabras para que los protagonistas de una gacetilla no se sientan identificados, y a la vez lograr el efecto contrario en el resto de los lectores. Si alguna vez decidís que esta será vuestra profesión, lo primero que debéis aprender es a guardar secretos, no por ética, que nunca ha existido entre mis colegas, sino para obtener una noticia más suculenta

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que sutilmente camuflaréis en el nombre de un perfume o en la descripción de un banquete de aristócratas en la que revelaréis que aquella está poniendo los cuernos al noble de turno sin que él lo sospeche. Visto veintitrés años, de los que Madrid me ha amamantado los seis últimos. No he sido justo con esta ciudad, pero ella tampoco lo ha sido conmigo. He robado y engañado, he peregrinado por comedores de pobres y me he escapado de tantas casas de hospedaje que a veces olvido las calles por las que no puedo transitar en busca de habitación. No quiso la universidad abrirme sus puertas por llevar los bolsillos vacíos, y solo mi habilidad en el trazo de las letras me permitió ponerme a trabajar de calígrafo en el registro del distrito de Hospicio. Pronto descubrí que mi ilusión era la de ser un bohemio más, codearme con Sawa o Dicenta en sus tertulias vespertinas, compartir con ellos mis pensamientos e irme de borrachera con Palomero después de reír sus ocurrencias en el café del Diván, El Gato Negro o el Levante. Si lograba sentarme con ellos, quedaba relegado en la silla más alejada junto a mi amigo Paco, de forma que lo único que hacíamos en común era beber vinos de barrica y fumar pitillos, que en eso sí que dejaban de ningunearme porque, inocentemente, ofrecía los míos hasta agotarlos. Me sentía afortunado con solo escucharlos debatir de política, pedir la comanda en verso y reivindicar el puesto de más valiente al defender en sus artículos las luchas sociales y las proclamas anticlericales. Esa Gente Nueva, como les gustaba llamarse, era lo que deseaba ser yo, pero los cuentos que regalé, y que tanto me costó imprimir y encuadernar, no parecieron llegar a la altura de estos literatos de buena cuna y mejor pluma. Recuerdo aquella tarde en la que, ufano, les iba haciendo entrega de mi trabajo titulado La princesa fea, que a mí me


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parecía la mejor obra escrita del pasado siglo. De los doce ejemplares que repartí, siete quedaron en las mesas cuando, a las tres de la madrugada, se marcharon los últimos, y otros dos los encontré en el perchero de la entrada. Confío en que los tres restantes estén hoy en la librería de alguno de estos periodistas, a la espera de ser leídos, y me busquen entonces para darme la enhorabuena. Me di cuenta, tras muchas tardes de desperdicio buscando su atención, de que me faltaba experiencia para alternar con ellos, porque hasta sus trajes y su manera de vivir formaban parte de su idiosincrasia, y yo, a su lado, era un pardillo. Casi todos iban vestidos de forma destartalada, diría que hasta sucia; presumían de melenas, de beber hasta marearse o de acostarse a las seis o las siete de la mañana. No penséis por ello que eran ociosos ni simples vivalavida; bajo esa pátina de descuido podían presumir de estudios universitarios, de publicar novelas y poesía, de dominar varios idiomas, de haber viajado por medio mundo y de haber conseguido, en definitiva, que los periódicos republicanos, anticlericales e independientes, y las revistas cómicas o satíricas, se mataran por conseguir sus firmas. El que ahora os escribe nunca tuvo ninguna de esas virtudes ni conocimientos; aunque compartía esa imagen de muerto de hambre, en mi caso por necesidad, no por elección. Tuve que mendigar trabajo al comienzo. Sí, he dicho «mendigar», que es un verbo muy bohemio, y no perderé la oportunidad de reivindicar mi origen humilde como un escollo al que no tuvo que enfrentarse el resto de los escritores. No me importó llamar a la puerta de diarios conservadores, como La Época, El Siglo y La Unión Católica, ni buscar un hueco en los de ideas liberales, como El Globo y El Español. Visité los periódicos republicanos, los carlistas, los cristianos y los integristas, y no dejé de plantarme en cada entrada de los que se hacían llamar independientes, ya

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que eran los más audaces en la contratación de jóvenes. Si no lograba entrevistarme con uno de sus redactores, dejaba en el buzón mis cuartillas con los ecos de sociedad, los sucesos del día y una súplica al pie para que se pusieran en contacto conmigo. Tenía la obligada cautela de no confundir las versiones de un mismo asunto de interés, ya fuera defendiendo al obispo de turno por su esfuerzo en el reparto de pan o criticando su fariseísmo al preocuparse más por la nueva saya de la Virgen, hecha con seda e hilo de oro, que por los niños que duermen en la calle. Poco a poco, algunas de mis gacetillas funcionaron, aunque fueran firmadas por redactores consagrados de El Liberal, El Heraldo de Madrid o El País que compraban mis artículos por un mísero duro, es decir, la vigésima parte de lo que cobraba por cada uno de ellos cualquier periodista conocido. Con mis primeros ingresos me fui a imprimir una acreditación de prensa que me permitiera entrar por la cara en los estrenos de los teatros, las fiestas de postín y cualquier acontecimiento donde se reuniera lo más granado de la ciudad. En los tugurios no hacía falta ese salvoconducto. Aprendí con rapidez que mi trabajo empezaba cuando el sol se ponía y los cafés, las botillerías, las tabernas y las mejores casas de citas de Madrid encendían sus luces. Ese era el momento para rondar con sigilo a la búsqueda de confidencias y, entonces, estrechar manos, saludar por doquier, dar recuerdos de quien no me los había encargado y, como buen periodista, beber y disfrutar de largas veladas para informar a las suscriptoras de un periódico sobre los cotilleos, la moda recién llegada de París, las frivolidades y las letras más atrevidas que he escuchado en los cuplés. Una red de informadores me cuenta qué fiesta ha merecido la visita oculta de su alteza real, qué político se ha ido de borrachera y ha revelado más de lo que debía, o


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qué confidencia de amoríos están a punto de descubrir mis competidores. Mi mejor virtud es que redacto esa chabacanería de críticas y secretos como si el propio Lord Byron se hubiera reencarnado en mí. No he conseguido aún alcanzar el nivel de periodista con nómina, lo que me permitiría sentarme junto al resto de los redactores en la sede del periódico. Me fascinaba la redacción de El País, con sus grandes lámparas blancas que iluminaban dos mesas de madera unidas para dar cabida a veinte compañeros. Cuando iba a negociar allí con Vázquez, aguardaba apoyado en una pared revestida de un horroroso papel pintado. Al cerrar los ojos me llegaban dos olores que me daban la vida: uno era el de la tinta de la prensa, que resonaba desde la sala de la rotativa, y el otro, el del papel, el simple papel. Un ruido metálico continuo surgía del listón del que colgaban los periódicos de la competencia, los últimos telegramas recibidos y alguna caricatura hecha por el gracioso de turno. Las estanterías estaban repletas de libros, plumas, lápices, tinteros y diccionarios de varios idiomas, y si miraba a la derecha, veía un mapa del mundo lleno de alfileres con el nombre de los reporteros que cubrían las noticias en el extranjero. Encima de la mesa había cafés a medio consumir y pruebas de imprenta rasgadas. Un cartel advertía de la prohibición de fumar, aunque el humo que llegaba desde una habitación trasera demostraba que obedientes no eran. Vázquez aprovechaba mi visita para escribir con tiza en el cartelón la portada del día siguiente. Como estaba harto de recibir insultos, y alguna que otra pedrada, al colocarla en un sitio visible junto a la enorme puerta principal, prefería que fuera yo quien asumiera el riesgo; con tal de que me compraran una gacetilla hacía lo que me pidieran, hasta ir a por bocadillos. Mientras lo veía marcando bien las letras, yo seguía con la espalda apoyada en la pared, la

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cuartilla de mi escrito en la mano, y recibía la misma atención que el perchero o las papeleras. La imaginación me llevaba a ser uno de ellos y me veía allí sentado, enfrascado en mi tarea justo en el momento en que el director se me acercaba a preguntarme por el artículo del día siguiente, que firmaría bajo el seudónimo Leal y Sincero, que en mis sueños era tan conocido como la faz del rey niño en los duros a los que nos referíamos como pelones.

Debo reconocer que Victoria no quiso que fuera yo quien escribiera este relato, pero es que, como ocurre la mayoría de las veces en la vida, ni nos esperamos lo que nos viene ni nos viene lo que esperamos. 14


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Estaba sentado en una mísera tasca, junto al parque del

Oeste, aguardando la llegada de Antonio Palomero. Me había pedido que nos viéramos a las cinco de la tarde, aunque eran ya las seis y yo seguía solo. Este compañero era bien conocido, no solo por sus maravillosos artículos en los que siempre defendía a los desfavorecidos, sino por su participación en las tertulias, donde nunca pasaba desapercibido. Si lograba coincidir con él, yo intentaba absorber desde la distancia esa cadencia perfecta de su voz, algo que nunca conseguí emular. Antonio Palomero era risueño, divertido, hábil en la palabra, y no dejaba títere con cabeza cuando se organizaban las batallas de versos en las que siempre salía victorioso frente al resto de los bohemios, que terminaban por levantar los vasos en señal de derrota. Había logrado publicar en la mayoría de los periódicos de la ciudad, aunque a juzgar por su imagen, ese trabajo no parecía revertir en la mejora de su pinta de golfo callejero. Una nube de humo atravesó el umbral y llegó hasta mí. —Hombre, Lorenzo, ¿cómo estás? —saludó de forma amigable. —A su espera, don Antonio. —Me levanté cortésmente. Un camarero se nos acercó y se fue con el encargo de

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llevarnos dos vasos y una botella de aguardiente. No tardó en dejarlos con sonoros golpes en la mesa desconchada. Mi anterior consumición no pareció del agrado de mi acompañante. —No me digas que eso era café. —Señaló la taza vacía. —Bueno, es que me gusta el café; por la tarde lo prefiero. —Intenté disculparme como si fuera un delito. Llenó el vaso que tenía junto a mí. —Pues, jovencito, nosotros tomamos algo que nos alegre el alma; si hay que mezclarlo con pólvora, se mezcla, pero que raspe la garganta —dijo con el primer vaso alzado a la espera de un brindis. Juntamos los cristales y desaparecieron los líquidos de un trago. Antonio Palomero era un tipo al que no podría describir sin errar en algún detalle. Su cabeza siempre sobrepasaba la de los demás, y llevaba parte del cinturón colgando debido a la delgadez de sus caderas. De lejos parecería una farola de la que sobresalían dos brazos enclenques. Los huesos se le llegaban a marcar en la mandíbula, que movía de forma incómoda por la dentadura postiza a la que, seguro, aún no estaba acostumbrado. Su piel era la típica de un rubio de nacimiento que había ido perdiendo todo el pelo, y en la cara aguantaba una barba quemada por el sol y poco poblada. Los más de treinta años que llevaba a sus espaldas se habían convertido en cuarenta o cincuenta, porque un cuerpo tan seco, frágil, calvo y con piorrea no bastaba como despensa para tanta cantidad de tabaco y alcohol. De nuevo, esa voz ronca como surgida de una cueva y con pausada cadencia rompió el silencio: —Vas a escribir esto. Como que me llamo Antonio que lo vas a escribir tú —afirmó mientras depositaba en la mesa una agenda granate. El breve intervalo que duró mi mirada helada a esa


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agenda le bastó para tomarse otro trago, y se sirvió el tercero para seguir con el monólogo: —Estas notas están llenas de vicios y perversiones, y no tengo ganas de visitar otra vez la cárcel, que todavía me duele la espalda de las hostias que me dieron. —Apagó el cigarrillo y encendió otro sin pausa—. Este mundo es una mierda, no te voy a mentir, una mierda tan grande como tu cara de susto, pero algo me dice que lo vas a hacer bien. —Marcaba cada pausa con el pitillo en la boca—. He buscado el cuento que me diste hace años. —¿Usted lo leyó? ¿Le gustó? —Ni usted, ni don ni, mucho menos, señor. A mí me tratas como a uno más, que si he venido hasta aquí es para hablar con un amigo, no con un pelele. —Otro trago dentro. Esta vez me llenó el vaso y lo imité—. Ni me ha gustado ni le gustaría a ningún niño de buena madre. ¡Que pusiste una princesa fea! «Fea como un pimiento», creo recordar que la describiste. ¿Cómo se te ocurre? —Pensaba que sería original, como un alegato contra la belleza. La mirada de desprecio que me dirigió hizo que comprendiera sus siguientes palabras: —Lorenzo, de verdad, ¿tú crees que lo que debemos hacer con nuestras letras es luchar para que las feas sean las protagonistas de un cuento? A ver si al final me arrepiento de haber venido… ¿No te parece suficiente lo que pasa a nuestro alrededor? Mira allí. Señaló a una joven a la que podíamos ver por la ventana y siguió con su diatriba sin prestarme atención. Le hablaba a ella, a esa mujer destartalada, de movimientos exagerados y ebrios que se exhibía sin recato a los señores con los que se cruzaba. —¿La ves? —Sí, claro.

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—Pues de eso que acabas de ver escribiré un artículo mañana. —¿De una puta? —pregunté al encender un cigarrillo. —No, torpe. Del viento que la enamora, de las hojas que caen del árbol solo para ella, del suelo frío que la ve pasar, de la cantidad de abrigos inútiles que la rebasan sin que ninguno de ellos repare en que está tiritando. Escribiré de su sonrisa alcohólica, de su miedo a que termine la tarde sin una peseta con que saciar su vicio. —Continuaba con la mirada fija en ella—. Escribiré de su madre, que la imagina trabajando de costurera, o de sus amigas, que la envidian porque se fue del pueblo a servir a la capital. Y también escribiré de ti, de los necios que necesitan un asesinato, una bomba o el incendio de una fábrica para que un suceso les parezca interesante. Hacía años que nadie me humillaba con tanta dulzura y tan bello castigo. Os aseguro que ese día comprendí la diferencia entre un gacetillero y un periodista que, como él, sacaba a la luz a los más olvidados de la sociedad. Si mi maestro, don Antonio Palomero, me desafiaba a escribir una novela, no debía negarme. Asumí su encargo como una orden. —Muy bien, entendido. Haré lo que me pida, aunque me cueste la cárcel. —No tendrás que pagar por ello. Lo escribirás para relegarlo al olvido. Te servirá de práctica, pero no lo publicarás. —¿Por qué? —repliqué ofendido. —Porque publicar una novela sale por más de mil pesetas, y nadie pondrá una perra para que lo acusen de ataque a la moral —dijo con tono risueño y alguna risa exagerada. Ya llevaba como seis vasos en el cuerpo; yo, la mitad—. Ay, jovencito, si fumas pitillos de a real es porque no tienes para pagar más que el café que te estabas tomando. —Rico no soy.


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—Gracias por confirmármelo. —Volvió a reír por la obviedad—. Esto —cogió la agenda en la mano— es un simple dietario, ahora hace falta hilar la historia y escribir una buena novela. —Pero ¿no puede hacerlo usted mejor? —Sin duda, mucho mejor que tú, pero Victoria —sonrió con picardía— lo entenderá. Yo estoy…, ¿cómo decirlo?, ensimismado con ella. Nadie me ha sorprendido tanto, y eso me impide meterme en su cabeza, que es lo que mejor sabes hacer tú, que escribes para las mujeres en tus gacetillas. —Me guiñó un ojo. —¿Cambio el nombre? Si lo que ha leído le parece muy comprometido, quizá sea mejor inventarse un seudónimo. —Ni se te ocurra: debes ser valiente, es el momento de serlo, amigo. —¿Cómo la describirías? —Estás haciendo trampa y lo sabes. Me la imaginaría sentada en el café de Fornos mirando al infinito. Movería las pestañas de forma armónica, tanto que al cerrar los ojos emitirían un sonido apenas perceptible. Estaría nerviosa; siempre está nerviosa y alerta, y tendría las pupilas inquietas, moviéndolas a derecha e izquierda por si alguien se hubiera percatado de su presencia o la hubieran seguido. Cada cierto tiempo paraba de hablar, daba una calada y seguía con su prosa. Ni siquiera exhalaba el humo. —Victoria llevaría una blusa de cuello alto y tendría las manos cruzadas sobre una falda de gasa azul. Separaría los dedos ostensiblemente, como si le sudaran, que es una forma muy femenina de no bajar la guardia ante los demás. —¿Tanto la conoces? —Tuve que sonreír. Era un auténtico genio. —Es tal como la vi en la verbena de Lavapiés. No podía pasar desapercibida pese al tumulto. —Sigue, por favor.

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—Un vaso de gañote para continuar. —Hecho. —Si estuviera aquí, miraría de reojo el abrigo que tendría colgado en el perchero de la entrada, y no en vano, porque las solapas de piel de chinchilla lo harían muy apetecible para los rateros que merodean por cualquier café. Llevaría una peluca soberbia que sería la envidia de las parroquianas, lo mismo que el sombrero, del que, seguro, saldrían varias plumas de avestruz. Si me hubiera dejado, te aseguro que entonces la habría enamorado con mis versos —añadió a la vez que soltaba una carcajada. —¿Por qué te abstuviste? —Bajé la mirada. —¡Ay, lo que te queda por aprender de la vida! —Se tragó otro vaso y volvió al principio de la conversación—: Lorenzo, vas a escribir esta novela. —Empujó la agenda hacia mí. —De acuerdo, lo haré —confirmé con voz enérgica. —Ten cuidado; que nadie sepa lo que te traes entre manos. Este siglo ha empezado con más envidias que simpatías. ¡Escúchame bien, jovencito! No digas nada a nadie. —Muy bien, lo haré a escondidas. —Me recuerdas un poco a mí. —¿Sí? —Sí, porque no tienes un pelo de tonto —soltó entre risas mientras observaba mi calva y se tocaba la suya. —Los calvos podemos formar un buen equipo. —Solté esa estupidez porque no se me ocurrió nada más original. —Cuando ibas a las tertulias llevabas gafas, ¿no? —Quería parecer más listo. —Pues ahora que te veo sin ellas, sí que recuerdo tus ojos. Los podría utilizar para cualquier artículo. Los ojos dicen mucho de las personas. —Haré lo mismo con los tuyos en mi próxima columna: se los pondré a cualquier político.


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—No, cabrón, haces eso y te mato —concluyó con una carcajada que ya empezaba a sonar ebria. Estaba a gusto conmigo, decidió seguir con la conversación y pidió otra botella, acompañada de salchichón y aceitunas. Durante una hora estuvimos aprendiz y maestro intercambiando impresiones sobre cómo afrontar el proyecto. Que si el estilo por aquí, que si este asunto debería tratarlo así, pero siempre con la premisa de no copiar a nadie. «Sé tú», me repitió varias veces. Se había metido un frío que calaba los huesos cuando me preguntó si tenía para pagar las comandas. Tal cara debí poner que no tardó en confirmar que, como había previsto, solo llevaba tres reales en el bolsillo. Cogió la agenda, la abrió y anotó algo. La cerró con cuidado y se levantó antes de explicarme cómo resolver el problema: —He pensado una cosa: tú te esperas aquí cinco minutos y luego lees lo que te he dejado dentro. Se acercó a la barra y cruzó unas palabras con un mozo con pinta de asturiano enfadado. Salió rodeado de los mismos humos de tabaco con los que entró. Dejé pasar el tiempo con cierta incomodidad. La cabeza me daba vueltas por las ansias de conocer lo escrito. Entre los vahos del alcohol me imaginaba que sería una recomendación para trabajar en El Liberal o El Nuevo Mundo, o que quisiera presentarme a Galdós o a Valle-Inclán. Al cabo de un minuto subí un escalón más de mi ego de escritor, y ya me veía en la casa del conde Jusepe de Campi, asistiendo a sus tertulias y hablando de tú a tú con Bargiela, Lozano y Pío Baroja. Abrí la agenda para descubrir el regalo que me había hecho: «Corre, maricón. No llevo un real». Tan absorto estuve en mis fantasías que no pude ni imaginar que sería objeto de una broma de Antonio Pa-

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lomero. Siempre las gastaba. La lección de lerdo me hizo sonrojar. Conté hasta diez antes de levantarme y salir de la tasca a la velocidad que me permitían mis patéticas piernas. Tropecé con varias sillas y esquivé a los clientes que giraron la cabeza ante la voz del asturiano, que salió tras de mí. Creo que dejé de correr cuando se me salían los pulmones por la boca. En la mano, una agenda y el encargo de ser yo quien la convirtiera en novela. Empezaría mañana mismo.

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Pasaron las semanas y en la mesa de mi habitación reposaba un cuaderno forrado de cuero granate que me daba pánico abrir. El miedo es el mayor enemigo del escritor. Miedo a no saber cómo empezar, qué decir o cuando terminar. Miedo porque las dudas estaban ya anotadas a mano y mi única responsabilidad era convertirlas en una novela que su protagonista no esperaba que escribiera yo. Me sentía más atrapado que el manoseado pestillo dorado que aseguraba el cierre de esas páginas de tamaño cuartilla. Un golpe en la puerta hizo variar el destino de mi mirada, que llevaba más de una hora clavada en un trozo de cuero con vida propia. Mi casera había decidido que ya era hora de que me levantara: —Lorenzo, que son las doce. Te dejo la palangana con agua fresca. Acuérdate de que me debes dos semanas. Que esta anciana cansada de trabajar subiera los tres pisos de la posada para llegar hasta la planta menos pudiente de su negocio no era normal. Pero ella me quería con locura y yo cumplía mis promesas de pago, aunque fuera con retraso. La calle estaba despierta desde muy temprano. Se oían el trajín de los bazares y el incómodo traqueteo de los carruajes que reventaban los adoquines a su paso. Tenía que


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estar organizándose un tumulto en el almacén de vino Tío Paco. Era habitual que los primeros borrachos fueran a comprar sus botellas a primera hora, pero como en el establecimiento no se fiaba, las discusiones formaban parte del negocio. Abrí la ventana, me asomé y me vertí por la cabeza toda el agua de la palangana. Los gritos de algún viandante ofendido por el chapuzón los oí con la ventana ya cerrada para que no pudiera identificar al causante. Mi habitación no tenía agua corriente; ese lujo estaba fuera de mis posibilidades, lo que no me evitaba imaginarme en uno de los pisos convertidos en hoteles de los barrios de Congreso, Universidad o Chamberí. Si estuviera allí, abriría el grifo y hasta podría beber de él. No escatimaría tampoco en luz eléctrica para iluminar mis escritos sin temor a que una caída del quinqué los destruyera. En vez de una vieja casera, una portera de tetas grandiosas me daría los buenos días, y alguien del servicio prepararía la casa para que estuviera limpia al regresar. Volví a la realidad y miré la habitación que tenía delante. Olía a sueño y a sexo joven. No necesité peinar ningún pelo de mi cabeza. Los había perdido con la misma velocidad con que nacían otros en los lugares más íntimos. Tenía la piel de la cara fina como la de un bebé, y para dar una sensación más culta llevaba un traje blanco que me servía de uniforme y a veces un libro bajo el brazo o algún bastón. El gorro de paja era el detalle final para que siempre supieran que Lorenzo Hernández se estaba acercando. Quería defender esa única forma de vestir como un signo de elegancia y originalidad, pero en verdad no tenía otro traje que ponerme, por lo que a diario le pasaba un cepillo para repetir atuendo con dignidad. Estaba en la puerta, a punto de salir, cuando giré la cabeza y miré la agenda, que pareció dirigirse a mí acu-

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sándome de cobarde. Cerré de un portazo sin abandonar la habitación. Era el momento de empezar. Era el momento de escribir su historia. Era el momento de ser Victoria.

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© 2022, Miguel Vasserot Primera edición en este formato: junio de 2022 © de esta edición: 2022, Roca Editorial de Libros, S. L. Av. Marquès de l’Argentera 17, pral. 08003 Barcelona actualidad@rocaeditorial.com www.rocalibros.com ISBN: 978-84-18870-41-5 Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.


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