Mi amigo del alma, Julie Barton

Mi amigo del alma Cómo mi perro me salvó de la depresión

Julie Barton

Traducción de Genís Monrabà

MI AMIGO DEL ALMA. CÓMO MI PERRO ME SALVÓ DE LA DEPRESIÓN Julie Barton

«ESTE LIBRO SIMPLEMENTE TIENE QUE SER VUESTRA PRÓXIMA LECTURA.» CHERYL STRAYED, AUTORA DEL BEST SELLER MUNDIAL SALVAJE

Con tan solo veintidós años Julie Barton se desmayó en el suelo de la cocina en su casa de Manhattan. Hacía un año que se había graduado en la universidad y sufría una depresión muy severa. Gracias a una extraña llamada telefónica, su madre viajó desde Ohio a Nueva York y se la llevó a casa.

Perseguida por los recuerdos problemáticos de su niñez, Julie continuó inmersa en una profunda depresión que casi la llevó al suicidio. Psiquiatras, terapeutas y su propia familia trataron de intervenir, pero nada ni nadie era capaz de conectar con ella, hasta que un día decidió adoptar a un cachorro golden retriever al que bautizó como Bunker Hill.

Este libro muestra la angustia de la depresión, el lento camino para la recuperación, la belleza del perdón y el maravilloso camino en el que los animales pueden ayudar a sanar hasta los corazones y las mentes más destrozadas.

ACERCA DE LA AUTORA Julie Barton vive en Carolina del Norte con su esposo, sus dos hijas y una pequeña manada de mascotas.

ACERCA DE LA OBRA «Mi amigo del alma nos ofrece una cuidadosa apreciación mesurada sobre la vida, en la que cada paso adelante es una victoria. La historia de Barton y su vida con Bunker es realmente conmovedora y es una muestra de la habilidad que tienen las mascotas para hacer mejores nuestras vidas.»

San Francisco Book Review «Una historia conmovedora sobre la depresión y cómo los perros pueden salvarnos de nosotros mismos.»

Kirkus Reviews «Hay momentos en los que otra criatura es capaz de llevar el peso de nuestra vida hasta que somos capaces de hacerlo por nosotros mismos. Este libro es la muestra de que esta afirmación no solo es posible, sino de que también puede convertirse en un asunto de vida o muerte.»

Laura Munson

Para Greg, mamá y papá, y por siempre jamás, para Bunker

La función vital que desempeñan las mascotas en este mundo no ha sido totalmente reconocida.

Mantienen sanas a millones de personas.

Cuando acaricias a un perro o escuchas a un gato ronronear, los pensamientos pueden desaparecer un instante y surge un espacio de quietud dentro de ti, una puerta hacia el ser.

Eckhart Tolle

Hay que escuchar por tanto con el oído del alma, pues esa es la misión del cuento.

Clarissa Pinkola Estés

Prólogo

E stoy segura de que, cuando estaba en mi peor momento, el

universo envió un remedio en forma de perro. Algunas perso­ nas creen que es una broma, una ocurrencia infantil, extrava­ gante o ridícula. Es normal. Sin embargo, otras asienten por­ que saben exactamente de lo que hablo.

Me he pasado estos últimos años escribiendo sobre mi que­ rido Bunker. He escrito este libro para compartir un pedazo de su sabiduría. Porque, realmente, Bunker fue como una medi­ cina para mí.

Gracias por confiar en mí para este viaje. Sin importar si es un perro, un gato, un caballo o cualquier otro animal, espero que puedas reconocerte a ti mismo y a tu querida mascota en las páginas que siguen. Esta es mi historia, pero estoy conven­ cida de que, si has elegido este libro, también es la tuya.

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primera parte

Boiling Point Nueva York, 16 de abril de 1996

A penas seis calles separaban mi apartamento de la esta­

ción de metro, pero no estaba segura de lograrlo. Me con­ centré en el suelo: los raíles adosados en el pavimento, los chicles pisados de la calle 86, el remolino de agua sucia en la esquina de la avenida Lexington. Llevaba casi un año vivien­ do en Manhattan; llegué una semana después de graduarme en Ohio. Durante ese año fui la asistente de un editor en el SoHo. Mi nombre apareció en los créditos de dos libros. Mi jefe solía decir que era la mejor asistente que había tenido.

Ganaba suficiente dinero como para pagar a tiempo el alqui­ ler y las facturas. Además, tenía buenos amigos y unos padres que me apoyaban porque querían que triunfara. Y estaba a punto de sufrir una crisis nerviosa.

A pocas calles de distancia de la estación de metro, regre­ saron esos malditos pensamientos: «Ponte delante de ese taxi que acelera por la avenida Lexington. Quédate quieta frente a ese autobús que se acerca». No eran voces en mi cabeza, eran terribles pensamientos que no sabía controlar.

Si te hubieras cruzado conmigo por la calle, habrías visto una veinteañera fatigada. Seguramente, habrías pensado que estaba indispuesta o que no había comido nada saludable en meses, quizá más bien esto último. Soy alta, y solía llevar una

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camiseta holgada que combinaba con una larga falda negra y mis Doc Martens con puntera de acero. Mi pelo, que antes era rubio y me cubría la mitad de la espalda, estaba cortado por debajo de las orejas y lucía un color castaño que parecía más bien grisáceo en el reflejo de las vitrinas de las tiendas. Era el resultado de una desafortunada visita a la farmacia y de un tinte de tres dólares.

Doblé por la esquina de la calle 82 y pasé por delante del edificio de ladrillo rojo y enormes ventanas que servía de es­ cuela, pero donde rara vez había visto niños. Subí las esca­ leras del portal, crucé las dos puertas de seguridad, abrí las cuatro cerraduras de mi puerta y luego entré en mi aparta­ mento arrastrando los pies. Por fin, sola. Cerré la puerta con llave. El apartamento olía a leche agria y polvo. En realidad, para ser mi primer apartamento después de la universidad, no estaba tan mal: dos pequeñas habitaciones conectadas por una empinada escalera de madera. En la parte de arriba había una pequeña cocina con paredes de ladrillo visto, y en la de abajo se las habían arreglado para meter un pequeño baño y un dormitorio, siempre húmedos y sombríos, con las venta­ nas situadas apenas a un metro y medio de altura, y que solo permitían ver las piernas y los pies de la gente que paseaba por la calle.

El salón estaba sin amueblar, más allá del equipo de músi­ ca que tenía desde mi época del instituto. A su lado, había una montaña de CD y casetes apilados: Van Morrison, Ani Di­ Franco, Tori Amos, Big Star, Ella Fitzgerald, Metallica. Escu­ char esta música era la única compañía que tenía durante las horas más oscuras, porque, en silencio, solo podía escuchar los pensamientos de mi cabeza. Pensamientos que no cues­ tionaba y aparecían sin previo aviso. Pensamientos que decían que era inútil, estúpida, fea y débil. Que me decían que todo lo hacía mal. Que estar viva era un error.

Puse el agua a hervir para hacer pasta: encendí el hornillo

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eléctrico, llené la olla con agua y la puse en el fogón. Puede parecer un acto rutinario, pero para mí suponía un esfuer­ zo descomunal. Últimamente, las tareas sencillas se habían vuelto harto complicadas. Ponerse los zapatos. Abrocharse la camisa. Levantarse por la mañana. Me quedé delante del fue­ go con los ojos cerrados.

Luego me senté en el suelo con una cuchara de madera en la mano. No puedo asegurar que fuera consciente de lo que estaba haciendo, pero me acuerdo de todo, si eso significa algo. El agua empezó a hervir. Las gotitas de agua que salían despedidas estallaban y chisporroteaban en el hornillo eléc­ trico. Parpadeé, apoyé la palma de la mano en el suelo pol­ voriento y me eché en las baldosas rayadas de la cocina. Mi párpado izquierdo temblaba.

Me sentía como un robot con poca batería o una marione­ ta a la que le habían cortado los hilos. Debía llamar a alguien.

Necesitaba ayuda. Algo andaba muy mal. Aún era capaz de darme cuenta de que el suelo de la cocina era un lugar muy extraño para pasar la noche. Entonces me percaté de que en la puerta de la nevera había una vieja mancha de salsa ma­ rrón, una gota reseca e inmóvil. Me fijé porque esa mancha no debería estar ahí, ese no era su lugar. Y ese tampoco era mi lugar. Me desvanecí con la cabeza recostada en el brazo, y un espasmo recorrió mi espalda.

Todos los sonidos se convirtieron en un enorme eco: las bocinas de los coches, el aleteo de las palomas, el ruido de la gente en la calle y el zumbido del refrigerador. Me quedé paralizada, pensando: «Tengo una crisis nerviosa, tengo una crisis nerviosa». Las palabras resonaban rítmicamente en mi cabeza, como un mantra triste. Los pensamientos volvían a la carga: «¡Eres una exagerada! No tienes una crisis nerviosa.

Simplemente, eres una fracasada. Quítate de en medio. Coge una cuerda, átala en algún lugar y cuélgate».

Antes de llegar a Nueva York, nunca había salido de Ohio.

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Estaba muy cansada de los horizontes infinitos y las noches os­ curas y tranquilas del Medio Oeste. Siempre había algo que no encajaba. Durante gran parte de la secundaria y la universidad, pensé que, sencillamente, había nacido en un lugar equivocado.

Miraba mucho la televisión y decidí que yo era una chica de ciudad, no una chica de Ohio. Era solo un error geográfico, no podía culpar a mis padres, casados felizmente. También solía pelearme violentamente con mi hermano, pero pensaba que era normal. Me hicieron falta varios años de terapia para dar­ me cuenta de que me equivocaba.

En primer lugar, mi vida en la ciudad se vio afectada por­ que un conocido me dijo que Will, el chico con el que salía desde el primer año de universidad, se había acostado con al­ guien mientras yo aún estaba graduándome. En teoría, Will quería esperarme para ir a Nueva York, donde empezaríamos una vida juntos. Hablé con él y discutimos durante semanas.

Finalmente, rompimos. Él tocaba en una banda y me dijo que necesitaba centrarse en la música. Yo sabía que era un cliché, pero sufrí mucho con la ruptura. Will era mi punto de apoyo, y ahora estaba sola. Era el tipo de mujer que no podía sentirse realizada si no era amada por un hombre, y ese hombre tenía que ser Will. Solo podía ser él. Los otros hombres me asusta­ ban. Estuve vagando sola por la ciudad sintiendo que, para mí, no habría lugar seguro en el mundo. Más tarde, tras semanas de silencio, Will me llamaría a las tres de la madrugada para saber si podía venir y hablar conmigo. Siempre le decía que sí y me iba a la cama con él. El deseo que me despertaba era tan intenso que podía sentir cómo la piel se me agrietaba. Cuando la relación se deterioró aún más, me sentí insegura emocional­ mente y estuve cerca de desmoronarme.

El shock cultural de la ciudad y la ruptura dejaron al des­ cubierto algo en mí que no funcionaba correctamente. No se trataba de que fuera joven, inexperta, insegura y, además, tu­ viera el corazón roto. No tenía nada que ver con que mi chico

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prefiriera estar con su banda de música y con otra mujer. Había algo oscuro e inmutable que se agitaba dentro de mi cabeza.

Leah, mi compañera de piso, se había ido de Manhattan unas semanas antes de que empezara toda esta historia. En ese momento, estaba segura de que su marcha era culpa mía. Nos habíamos conocido en la universidad, y también compartíamos piso en Nueva York. No éramos las mejores amigas del mundo, pero las circunstancias nos llevaron por el mismo camino. Era hermosa, pequeña, rubia y tenía unos ojos hundidos de color azul celeste. También tenía un novio que se había graduado un año antes que ella y vivía en la ciudad. Asimismo, al cabo de unos meses en Manhattan, también rompieron. Sin embargo, ella parecía estar bien. Siguió adelante con su vida como si la ruptura solo fuera una pérdida para su exnovio. En cambio, cuando Will y yo rompimos, a mí se me fue la cabeza. Me ob­ sesioné con su vida, con lo que hacía y con quién lo hacía. Me convertí en una persona dispersa e inconstante, cualidades te­ rribles para ser una buena amiga.

Me levanté del suelo sin poder ver nada. Todo aparecía teñido de un gris apagado. Acerqué las manos hacia mi ros­ tro para comprobar si había perdido la visión, y mis dedos apenas aparecieron entre una espesa bruma. Expectoré con fuerza. Mis pulmones parecían estar repletos de algodón ca­ liente; algo estaba quemándose. Intenté mover el brazo, y los nudillos de la mano golpearon contra la nevera. Ahí seguía esa mancha, tan fuera de lugar.

Olía a humo. Me arrastré desde el refrigerador hasta el hornillo eléctrico, resoplando. Si el apartamento hubiese teni­ do una alarma de humo que funcionara, se habría disparado.

Apagué el hornillo y escuché los crujidos de la olla antes de echarme otra vez al suelo y caer en la oscuridad.

Cuando desperté, el sol lucía resplandeciente y se escucha­ ban las bocinas de los coches. Era la mañana siguiente.

«Mi casa, tengo que llamar a mi casa.»

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Me descubrí llorando entre una fina capa de humo. Había pasado la noche en el suelo de la cocina. Tosí y recuperé el aliento. Mis dientes rechinaban, y me invadió una pena tan profunda que podía pulverizarme y desintegrarme en millo­ nes de partículas diminutas. El terrible e indescriptible sen­ timiento que había permanecido oculto bajo mi piel durante tanto tiempo había salido a la luz. Mientras lloraba, aparecie­ ron esos pensamientos: «Eres una estúpida. Levántate y ve a trabajar como hacen todos los demás. ¿Qué te hace pensar que eres tan especial como para estar tumbada en el suelo todo el día?».

Me desperté otra vez, sin tener conciencia de haberme dor­ mido. Me arrastré por el suelo, ayudándome con los codos y parándome de vez en cuando para llorar y toser. Y, de nuevo, me dormí. El sueño fue una bendición, estaba muy cansada.

A media mañana, cuando el humo casi se había disipado completamente, logré alcanzar el teléfono. Me dormí con el aparato pegado a mi pecho, y me desperté con el ruido del au­ ricular al salir de su soporte. Presioné el botón de llamada, es­ cuché el tono y marqué el número del trabajo de mi madre. Era maestra de secundaria. Rara vez la llamaba a la escuela, pero le dejé un mensaje a la secretaria: «Por favor, dile que llame a su hija, es una urgencia».

Cuando el teléfono sonó, estaba despierta.

—Mamá —dije con la voz ronca por el humo.

—Julie, ¿qué ocurre? —dijo.

Esperó mi respuesta y, casi al borde del pánico, repitió: —¿Julie?

El tono de su voz fue como una panacea. Alguien se preo­ cupaba por mí. Gracias a Dios era importante para alguien.

—Me ha pasado algo —contesté ahogándome en un fuer­ te sollozo—. Creo que he tenido una crisis nerviosa… o algo parecido.

Estaba sola en un apartamento prácticamente vacío, con el

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pelo enmarañado, los ojos hundidos y las piernas que no se mantenían en pie. Sentía una opresión en el pecho. Quería po­ ner fin a todo esto, que mi vida terminara.

—Voy a buscarte —dijo mi madre—. Voy a por el coche.

Estaré ahí dentro de nueve horas. Vas a volver a casa.

Solté el auricular, que cayó el suelo.

—Gracias, mamá —susurré antes de caer dormida de nuevo.

Más adelante, mi madre me dijo que fue a la oficina del di­ rector de la escuela y le dijo: «Tengo que irme. Es una urgencia familiar». Se fue corriendo a casa, puso en una bolsa cuatro co­ sas y empezó el trayecto de nueve horas que separa Columbia, Ohio, de Manhattan. Estaba tan preocupada que se mantuvo despierta hasta la mitad de camino a Pensilvania, donde se que­ dó dormida al volante y tuvo que tomar la primera salida de la autopista para registrarse en un motel, dormir con la ropa que llevaba puesta y llamarme a las siete de la mañana para decirme que estaría en mi apartamento antes del mediodía. «Vas a volver a casa», dijo de nuevo. No estaba en condiciones de discutírselo.

Tenía veintidós años, hacía un año que me había graduado y tenía la cabeza llena de sueños que era incapaz de cumplir.

Desde entonces, he aprendido a llamar a ese sentimiento «de­ presión», pero, en ese momento, no tenía ningún nombre para ello. Era como una presencia, como un hechizo que se había apoderado de mí. Lo notaba en el pecho, y me decía que le hiciera un favor a todo el mundo y me apartara de en medio.

Hasta donde tengo conocimiento, según la American Ken­ nel Club (AKC) y sus viejos registros, el día en que la tristeza se apoderó de mí fue el mismo día de primavera en que nació Bunker Hill. Era un cachorro de golden retriever que nació en una pequeña granja familiar del centro de Ohio. Era uno de los siete cachorros de la camada, ni el más grande ni el más peque­ ño. Llegó a esta vida en una lavandería, envuelto entre toallas

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viejas que olían a humedad y a perro mojado. Allí también ha­ bía una mujer, aunque Bunker no pudo verla u oírla; solo pudo oler su piel. Bunker llegó al mundo indefenso, prácticamente inerte hasta que su mamá, grande, rojiza, cariñosa y obediente, lo lamió para dejarlo limpio y él pudo tomar su primer aliento.

Era el segundo macho de la camada, una masa peluda de anhe­ los y necesidades. Era ciego, sordo y no tenía dientes. No podía regular la temperatura de su cuerpo ni valerse por sí mismo sin la ayuda de su madre. No era más que un inquieto cachorro con forma de gusano, con los ojos cerrados y las orejas dimi­ nutas. Buscó desesperadamente a su madre, para alimentarse, calentarse y encontrar cariño.

Igual que yo.

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Una persona muy especial Ohio, otoño, 1982

T odavía conservo el diario que mis padres me regalaron

cuando cumplí nueve años. Es uno de los primeros lugares donde busqué mensajes de mi infancia después de mi crisis en Nueva York. El diario se llamaba «Una persona muy especial: yo desde los pies a la cabeza». En la portada, de un amarillo lustroso, había un niño que sostenía un pincel en la mano.

Después de que el último invitado abandonara mi fiesta de cumpleaños, subí corriendo a mi habitación para empezar a rellenar los recuadros en blanco que describían al titular del diario. Me acurruqué en la cama y escribí que mi pelo era de color «pajizo» y que mis ojos eran como «brownies». Puse que mi color favorito era el verde, que mis programas de te­ levisión preferidos eran Fama y Los pitufos, y que los libros que más me gustaban eran La telaraña de Carlota y El viento en los sauces. También escribí que en los días de lluvia me gustaba escribir y dormir.

En los recuadros donde se preguntaba por los sentimien­ tos, escribí: «Tengo muchos sentimientos distintos». También rellené los demás espacios en blanco: Soy muy feliz cuando «mi padre es feliz».

Estoy muy triste cuando «estoy sola».

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julie barton Me enfado cuando «mi hermano me molesta».

Y me siento realmente herida cuando «mi hermano me hace daño».

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Dibujé una pequeña cara triste con dos lágrimas que salían de unos ojos amoratados y añadí: «Puedo contar hasta ocho sin parpadear, mi perro es hermoso y los moratones son feos».

Por aquel entonces tenía muchos moratones, la mayoría en los brazos. Los antebrazos eran el lugar favorito de mi hermano para golpearme, pero también tenía marcas en las piernas, donde acostumbraba a darme patadas o arrojarme una silla para que tropezara. Sus ataques empezaron de for­ ma esporádica; la mayoría de las veces ocurrían cuando está­ bamos solos. Cuando mis padres no estaban cerca, me decía: «Eres una fracasada. Mira lo fea que eres». A veces, fingía que me daba un puñetazo y se reía de mí cuando yo intenta­ ba protegerme. Esos falsos puñetazos me dejaban nerviosa y asustada.

Muchos hermanos mayores son crueles y mezquinos. No creo que fuera nada especial que mi hermano me llamara zo­ rra, puta, fracasada, idiota, fea o friki. Además, también me golpeaba sin piedad. Me escupía en la cara, me tiraba del pelo, me perseguía con cuchillos. Yo no sabía que Clay también estaba sufriendo. Simplemente, pensaba que así se compor­ taban los hermanos mayores. No era consciente de que las ausencias de nuestro padre le afectaban o de que la desco­ nexión emocional de nuestra madre lo dejaba totalmente des­ amparado. Lo único que sabía era que me odiaba, que nada de lo que hacía le parecía bien. Mi casa no era un lugar seguro.

Tampoco fue de gran ayuda que yo fuera una niña con una gran sensibilidad. Creía que mis peluches tenían sentimien­ tos y, por eso, les leía los libros de Beatrix Potter cuando los acostaba en la cama.

En una ocasión, Clay me empujó con tanta violencia que reboté contra el muro de nuestro lavadero y me golpeé la

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cabeza contra las bisagras de la puerta. Me empujó porque le pregunté demasiadas veces a él y a su amigo quién creían que era la chica más guapa de la revista Sports Ilustrated, en la edición de trajes de baño de 1983, aquella en la que Cheryl Tiegs aparecía en la portada recostada en una cascada con un bañador blanco casi transparente.

Cuando escuchó el impacto, mi padre vino corriendo des­ de su despacho: me encontró inconsciente, tendida en el sue­ lo rodeada de un charco de sangre. Me levanté desorientada mientras mi padre me gritaba; estaba al borde de un ataque de nervios. Me llevó hasta el coche y salimos disparados hacia urgencias, donde la enfermera más encantadora del mundo me sujetó la mano mientras una doctora con el pelo recogido con una coleta me daba cinco puntos de sutura en la cabeza.

Recuerdo que esas dos mujeres resplandecían como ángeles.

Cuando regresamos a casa, mi padre abroncó a mi hermano, en otra habitación, y yo me sentí responsable por ello. Que­ ría que dejara de chillar, porque, más tarde, cuando volviera a su despacho, yo estaría otra vez indefensa ante un enemigo todavía más rabioso.

Cuando la herida cicatrizó, se convirtió en una luna cre­ ciente roja en mi sien derecha, una brecha que lentamente dejaba escapar mi esperanza, mi amor propio y mi fe. He pa­ sado innumerables horas de mi vida intentando resolver la relación con mi hermano, tanto en terapia como por escri­ to. He intentado entender dónde estaban mis padres durante esos ataques y por qué nunca intervinieron.

Mi padre era abogado en un bufete del centro de Colum­ bus y dedicaba muchas horas a su trabajo. Como andábamos escasos de dinero, el trabajo siempre estaba en primer lugar. El estado de ánimo de la familia dependía del estrés que sufría mi padre. Si se avecinaba un gran juicio, no podíamos molestarlo.

Si había perdido su último caso, tampoco. Él no podía perder el tiempo en lo que consideraba que eran disputas normales

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entre hermanos. Era hijo único y no comprendía la intensidad de las peleas entre hijos. Al cabo de unos años, cuando le pre­ gunté por qué nunca intervino, me contestó que pasaba muy poco tiempo con nosotros y que no era muy consciente de que nuestra rivalidad fuera tan nociva.

Mi madre tampoco era capaz de gestionar la situación. Me dijo que, cuando era pequeña, ella y sus hermanas se peleaban por cosas como el secador de pelo, y muy pocas veces llegaban a las manos. Aquel también era un nuevo escenario para ella.

Su enfoque para afrontar la situación consistía en pensar que todo mejoraría con el tiempo. Ese era su razonamiento. En alguna ocasión, incluso se iba de la habitación cuando empe­ zábamos a pelearnos. Cuando fui mayor, me dijo que una vez se escondió debajo de la cama porque nuestra pelea estaba totalmente fuera de control. Me contó que había escuchado en un programa de televisión —quizás, el de Phil Donahue— que los niños se pelean para atraer la atención de sus padres.

Por eso, si los padres no están, no se pelean. No puedo evitar imaginarme a mi madre escondiéndose debajo de la cama y creyendo que hacía lo correcto, mientras mi hermano me gol­ peaba en la habitación de al lado.

Desde un buen principio, me di cuenta de que mis pa­ dres no estaban preparados para lidiar con esta rivalidad en­ tre hermanos. Estaba completamente sola. Ahora sé que las razones por las cuales Clay me hacía daño no tenían nada que ver conmigo. Desde entonces, se ha disculpado, de forma sincera, pero distante. Se siente mal por haberme tratado de ese modo, pero el que él no recuerde muchos de los incidentes que están grabados en mi memoria hace que me pregunte si el trauma que sufrió fue tan profundo que su mente borró los re­ cuerdos, o, peor aún, si yo estoy recordando mal lo que ocurrió.

Por eso, a veces recorro con mi dedo la cicatriz con forma de luna creciente en mi sien; es la prueba de que aquello fue real, de que me hicieron daño. En realidad, también es posible que

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hubiera sufrido una depresión a los veintidós años sin ningún trauma infantil a mis espaldas. Sin embargo, también es cierto que la mayoría de las veces, cuando alguien padece una enfer­ medad mental, empieza a desarrollarla en la adolescencia y se le manifiesta cuando se cruza el umbral de los veinte años. Así que mi caso respetaba los plazos.

El día de mi nacimiento, el 1 de octubre de 1973, la Luna estaba en fase creciente. Desde la Tierra podía verse el veinti­ cuatro por ciento de su protuberante superficie. Tenía la misma forma y tamaño que la cicatriz de mi sien. Por eso estoy segura de que este trauma entre hermanos forma parte de la historia que voy a contar. Pero todo esto provoca en mí un tira y afloja emocional que me desestabiliza. Por un lado, siento una pro­ funda compasión por el dolor que estaría sufriendo mi herma­ no, pero, por el otro, una ira terrible que no puedo controlar: ¿por qué nadie me ayudó?

Obviamente, cuando estaba tirada en el suelo de mi apar­ tamento en Manhattan, aún no entendía la gravedad del asunto. Simplemente, creía que era débil y estúpida. Cuando me desmoroné en el suelo, estaba divorciada de mi cerebro (en él solo había un eco metálico, como cuando se corta la comunicación). Me debatía entre expectativas y obligaciones, sin escuchar a la pequeña niña que vivía atrapada bajo ese negro y pesado polvo lunar.

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Cuarto creciente Nueva York, 17 de abril de 1996

M e desperté desorientada. La cabeza me daba vueltas. Tar­ 30

dé varios segundos en darme cuenta de que el teléfono estaba sonando. Me arrastré hasta él y apreté el botón de respuesta: —¿Hola?

—Hola, cariño —dijo mi madre con su tono de voz habi­ tual—. Estoy al este de Harrisburg, Pensilvania. He parado en una gasolinera, llegaré al mediodía.

—Está bien —respondí con voz ronca.

—Nos vemos pronto. Prepara la maleta, te vienes a casa.

Luego colgó, antes de que pudiera preguntarle qué hora era.

Me desperté de nuevo sin saber qué había pasado. Más que dormir, me desmayaba. No podía anticipar cuando iba a dormirme. Podía estar despierta, y un minuto después desper­ tarme sin saber cuánto tiempo había pasado inconsciente. Era un perpetuo estado de confusión. Pero esta vez tenía que ir al baño. Me incorporé lentamente: todo daba vueltas a mi alre­ dedor. En la habitación, que después de que Leah se marchara pretendía usar como sala de estar, tan solo había una cómoda que había recuperado de la calle, y el aparato de teléfono que colgaba de un cable retorcido. La olla se había volcado encima del hornillo y estaba chamuscada; la bolsa de pasta yacía des­ parramada en la encimera.

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Pese a estar sentada, el mareo persistía. Estiré las piernas y relajé las muñecas hasta que el zumbido en mis orejas cesó.

La piel de mis manos chirrió contra el suelo cuando me le­ vanté, tambaleándome como un borracho, con el culo al aire.

Exhausta, me apoyé contra la pared de ladrillo. Los extraños pensamientos que pasaban por mi cabeza decían: «Eres débil y estúpida. Gorda, fea, no puedes hacer nada bien. Todo en este apartamento espera que recojas tus cosas y te largues de aquí». Los pensamientos se convierten en certezas, y real­ mente estaba convencida de que no valía para nada. Creía que los espacios inanimados me odiaban. Este tipo de pensamien­ tos eran tan comunes para mí como cualquier retortijón o dolor muscular. Eran parte de mí.

Finalmente, logré llegar a las escaleras y me metí en el baño con un solo pensamiento en la cabeza: mi madre estaría llamando a la puerta dentro de unas horas. No quería que me viera en ese estado.

Cuando me metí en la ducha, el agua que cayó en mi ros­ tro fue como la caricia de un ángel. Resultó tan agradable que empecé a llorar. Luego el llanto se volvió extraño: sincopado y chillón. ¿Qué clase de persona se imagina que el agua es un ángel que le acaricia el pelo con sus dedos? Yo conocía la respuesta: una persona enferma. Una persona que estaba destinada a llevar toda su vida un abrigo hecho con bolsas de basura, unos pantalones empapados de orina y un carrito de la compra donde guardar sus pertenencias.

En algún recóndito lugar de mi mente encontré a mi yo verdadero, ese pequeño pedazo de alma inmaculada, y noté que se estaba rindiendo. Todo lo que pude escuchar bajo el agua fue: «Déjalo estar. No te resistas. Es demasiado duro. Es el momento de irse».

Y eso hice. Me senté en el suelo de la ducha y empecé a berrear. No sabía qué me estaba pasando. Sí, había roto con mi novio, aborrecía mi trabajo y mis amigos estaban hartos

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de mi mal humor. Pero esos problemas no justificaban este tipo de agonía. Empezaba a contemplar con cierto alivio ter­ minar con mi vida.

Durante años me había dedicado a construir una barrera emocional para defenderme del dolor. Sin embargo, después de la universidad, había surgido una grieta insalvable en el muro. La luna estaba creciendo. Odiaba que me mirara cual­ quier persona. Coger el metro para ir al trabajo todos los días era una tortura, pues todo el mundo me miraba. Todos los ojos me observaban, y los horribles pensamientos de mi cabeza me convencían de que todos lo hacían con asco.

Me despertó el timbre de la puerta. Me había vuelto a dor­ mir sin darme cuenta, iba a la deriva como un astronauta sin cable de seguridad. Me estremecí. No era capaz de mantenerme caliente envuelta en mi vieja y áspera toalla de baño estampada con veleros azules y rojos.

El timbre de la puerta volvió a sonar, implacable. Me in­ corporé, con mi pesado cuerpo desnudo, y subí las escaleras agarrando por el pecho la húmeda toalla. El timbre sonó.

Quise gritar que ya iba, pero no tenía suficiente aire, fuerza o voluntad.

Presioné el botón para abrir la puerta principal y, casi con los ojos cerrados, abrí las cuatro cerraduras de la puerta de entrada. Sabía que ese momento era un punto de inflexión.

Cuando mi madre entrara en el apartamento, me rendiría y re­ gresaría a Ohio. Dejaría atrás cualquier esperanza de recuperar a Will, el hombre que creía necesitar. Renunciaría a una vida en Nueva York. Quizás incluso a mi propia vida.

El 17 de abril de 1996, el segundo día de vida de Bunker y el segundo día que pasé en el suelo de mi apartamento, hubo un eclipse solar parcial. La Luna pasó entre la Tierra y el Sol, y obstruyó la luz que procedía del astro. Aunque estos

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eclipses solo son visibles desde los lugares más remotos del hemisferio sur, la Luna, siempre mi aliada, bloqueaba el Sol y alimentaba la oscuridad.

No había luz para mí. Tampoco para Bunker, que aún era incapaz de abrir los ojos. Sus ojos eran como dos clavijas mo­ viéndose por una cuenca cerrada. La oscuridad era nuestro lu­ gar de comunión, nuestro punto de encuentro. No lo sabíamos, pero fue en el preciso instante en el que la luna se deslizó sobre el sol cuando empezábamos el largo y difícil descenso que pre­ cedería a nuestra futura y luminosa unión.

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Título original en inglés: Dog Medicine: How My Dog Saved Me from Myself © 2015, Julie Barton Primera edición en este formato: octubre de 2021 Publicado en acuerdo con Marly Rusoff & Associates, Inc. de Bronxville, Nueva York, EE. UU. © de la traducción: 2021, Genís Monrabà © de esta edición: 2021, Roca Editorial de Libros, S. L. Av. Marquès de l’Argentera 17, pral.

08003 Barcelona actualidad@rocaeditorial.com www.rocalibros.com ISBN: 9788418870088 Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.