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Nota del autor
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Unos meses después, el nuevo servicio paralelo europeo estaba listo. Tras una serie de trabajos exitosos bajo la nueva bandera, llegó el que resultaría ser mi último servicio.
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El ataque y secuestro de barcos pesqueros y mercantes en la zona del mar Rojo y en el Índico suponía un incremento en los costes de los fletes y la pérdida de vidas humanas. Los países de la UE estaban decididos a trabajar conjuntamente. Sus servicios de inteligencia localizaron a quien decía ser el portavoz o negociador de los diferentes grupos piratas. Para evitar más ataques a las naves occidentales, acordaron pagar una importante cantidad mensual, equivalente al coste del mantenimiento de una fragata, unos aviones de reconocimiento y un helicóptero como elementos de protección en esa zona.
A pesar del pago puntual del importe, los asaltos y las peticiones de rescate continuaron. Entonces concertaron una entrevista para revisar los términos del acuerdo, dada su ineficacia, frente a uno de los islotes del mar Rojo bien conocidos por los aficionados al submarinismo.
El Comité de Seguridad del Parlamento Europeo encargó esa operación al servicio paralelo. Tras recoger toda la información proporcionada por los servicios de inteligencia, decidieron una acción en tres fases: a) conocer, negociar, comprar o eliminar al intermediario; b) localizar, asaltar y eliminar el despacho financiero que, desde el gran Londres, recibía, repartía y gestionaba las cantidades de los rescates, y c) disponer de un grupo de acción en las inmediaciones del lugar de encuentro con el fin de reaccionar si la entrevista no salía como estaba prevista.
Ultimados los detalles de la operación, el Comité le comunicó al intermediario que enviaría como negociadores a un obispo y a un sacerdote bien conocidos por su mediación en conflictos de colectividades violentas o marginadas.
Demetrio y yo volvimos a vestir los trajes con alzacuellos. Los dos sabíamos algo de latín; Demetrio conocía bien el árabe y varios dialectos de la zona tras muchos años destinado en los equipos de inteligencia en las embajadas de Oriente Próximo. El resto de los participantes ensayaron bien la acción y, ante todo, el enmascaramiento y las coartadas.
Unas semanas después dos lanchas similares se abarloaron frente al islote escogido por Mayhem, quien decía ser el portavoz de los piratas. En una íbamos yo, como obispo, y Demetrio como sacerdote, y en la otra Mayhem con un joven. La entrevista tenía unas pautas bien marcadas: únicamente podían ir dos en cada lancha, solo podíamos hablar en inglés, nos debíamos desnudar, no podíamos llevar ningún equipo o arma, y conversaríamos desde la borda, sin pasar de una a otra lancha.
Mayhem hablaba un inglés fluido, pero se dirigió en árabe a su acompañante, por lo que yo protesté. Lo pactado era el inglés o el silencio. Nos desnudamos los cuatro y, tras la inspección visual, nos colocamos una especie de tanga. Nosotros les entregamos nuestra ropa y ellos nos ofrecieron la suya; colocamos todas las prendas en una red que hundimos en el agua sujeta por un cabo. Los teléfonos, tras las primeras gestiones para la transferencia, permanecerían dentro de unas cajas estancas. Mayhem nos permitió seguir con la cruz colgada del cuello tras haberla sumergido en el agua. El portavoz pirata sometió su collar de oro a la misma operación.
Sentados en la borda de nuestras respectivas lanchas, iniciamos la negociación tras proporcionar a Mayhem —como había exigido— el código para acceder al dinero. Él lo transmitió por su teléfono y tuvimos que esperar la confirmación de que la cantidad se había ingresado en su cuenta.
Frente a nuevos ataques piratas, Mayhem nos ofreció como garantía a su hijo primogénito. Parecía una broma. Era volver a la Edad Media. Pero lo aceptamos porque no existía otra alternativa. El muchacho, de entre veinte y treinta años, pasó a nuestra lancha, donde lo esposamos y lo sujetamos con un cabo para impedir que pudiera huir arrojándose al mar. El muchacho soltó una parrafada en árabe de protesta. Le pedí a Mayhem que tradujera. —Mi hijo protesta por estar esposado. Según él, no es necesario, pues no piensa escapar, le gusta el mundo occidental.
Demetrio se dirigió a mí brevemente en latín: —El muchacho no es su hijo, sino su guardaespaldas.
Mayhem me pidió la traducción de lo dicho por el sacerdote.
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