Rodrigo Obreque - Daniel Carrillo - José Luis Gómez - Nicolás Gutiérrez Fotografías de Alejandro Sotomayor
LA ELABORACIÓN Y PUBLICACIÓN DE ESTE LIBRO FUE FINANCIADA POR:
“Concurso de Proyectos de Fortalecimiento de la Identidad Regional” Secretaría Regional Ministerial de Gobierno División de Organizaciones Sociales Región de los Ríos
COORDINADOR DEL PROYECTO:
Rodrigo Obreque Echeverría
EJECUTORES:
Rodrigo Obreque Echeverría Daniel Carrillo Monsálvez José Luis Gómez Guenchor Nicolás Gutiérrez Obreque
FOTOGRAFÍAS:
Alejandro Sotomayor Pino
DISEÑO Y DIAGRAMACIÓN:
Rodrigo Medina Ordóñez Alejandro Báez Peña
Impreso en Imprenta América (Valdivia, Chile) en diciembre de 2008
Índice Prólogo
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Faumelisa Manquepillán Calfuleo (Lanco) Una mujer que escribe para seguir soñando
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Sigisfredo Vega Sobarzo (Valdivia) Lobo de mar anclado en la ciudad
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Juvenal Flores Noche (Futrono) El arriero que Neruda olvidó
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Sonia Ojeda Gaete (La Unión) Con el lino en el corazón
53
Egidio Duath Catrilaf (Panguipulli) El campesino que estrechó la mano de Allende y Pinochet
65
Víctor Barriga Jara (Paillaco) Vitoco corazón de balón
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Yerson Santibáñez Cuyán (Lago Ranco) Tócala de nuevo, Yerson (tu triste ranchera)
89
Florencio Pérez Castillo (Los Lagos) El hombre que sueña con trenes
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Florentina Martin Tureo (Mariquina) Antigua vida suya
113
Dennis García Risco (Corral) Conmigo nadie puede (o Cómo hacerse inmortal al ritmo del bongó)
125
Carmen Gloria Collado Araya (Río Bueno) El futuro se teje con las hebras del pasado
137
Jorge Gutiérrez Álvarez (Máfil) El ahijado de Alessandri ya no puede cantar
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Enrique San Juan von Stillfried (Valdivia) Los caballeros sí tienen memoria
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Prólogo Son apenas un puñado: trece granos de arena en la enorme playa de Los Ríos. Historias como las que presentamos en este libro hay muchas en cada rincón de nuestra región. En la cordillera de Los Andes y en la de la Costa, en la ribera de ríos y lagos, en el campo, en la ciudad, en el borde del mar y de los acantilados, existen personas anónimas y otras no tanto, que tendrían algo (o mucho) que decir si les diéramos la oportunidad de contarnos sus vidas. Las historias aquí relatadas pertenecen a trece mujeres y hombres que reflejan el espíritu soñador y tenaz que caracteriza a los habitantes de Los Ríos. Algunas de estas personas nacieron y crecieron en esta región; otras llegaron más tarde, luego de vivir por años en lugares que ya no sienten tan suyos. La mayoría de estos perfiles fue escrita durante el otoño de este año, 2008. Tal vez es por eso que al leer sus líneas se percibe un olor a tierra mojada, a pasto tierno, a río revuelto. A través de estos perfiles queremos rendir un homenaje a nuestro pasado y a nuestro futuro. También a nuestro presente. Pero por sobre todo, a los habitantes de esta región: al loco que besa en la boca a un lobo marino, al niño que perdió a sus hermanos en un naufragio, a la unionina que por más de 30 años estampó géneros de lino, al periodista de mil batallas, al hombre que creció pateando una pelota de cuero en una cancha de tierra, al ex ferroviario que cuando duerme sueña con trenes, al cantautor que fue ahijado de un Presidente y cantó en el Festival de la Una, al arriero que conoció a Neruda y al que Neruda desconoció, al percusionista que sin saber nadar sobrevivió al maremoto, al campesino que estrechó la mano de Allende y Pinochet, a la anciana de sangre holandesa que ya no ve ni tampoco recuerda, pero que tiene a su familia para que recuerde por ella, a la diseñadora mapuche criada en una mansión y a la poetisa que fue parida en una ruca. A la gente de Los Ríos.
Rodrigo Obreque Echeverría
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Faumelisa Manquepillรกn Calfuleo
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FAUMELISA MANQUEPILLÁN CALFULEO - LANCO
Gente de Los Ríos
LANCO
Faumelisa Manquepillán Calfuleo
Una mujer que escribe para seguir soñando La nieta del último cacique de Pukiñe nunca aprendió mapundungún y terminó por enamorarse de la poesía mientras cuidaba niños ajenos, en una ciudad donde se sentía como una liebre perdida. Por Daniel Carrillo Monsálvez
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FAUMELISA MANQUEPILLÁN CALFULEO - LANCO
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EL GRITO
L
as tres palabras la congelaron. Combinadas se hicieron sentir en los oídos de la joven Faumelisa como si fueran la receta de una infusión amarga o el oscuro conjuro del desprecio. -¡India boca chueca!- escuchó que le gritaban desde una sala del segundo piso de su liceo, el Fray Camilo Henríquez de Lanco. Alumna de primer año medio, recién había salido de clases y caminaba a tomar el bus que la llevaría hasta el kilómetro 14 del camino a Panguipulli. La garita de madera levantada en ese sitio era el hito de partida de una caminata de unos 20 minutos hasta su casa en Pukiñe -“Los Primeros”, en castellano- recorrido que en invierno el barro podía convertir en una travesía casi interminable. Esa tarde, las sílabas lanzadas desde lo alto terminaron por hacer dudar a sus pies y finalmente la detuvieron antes de llegar a la esquina. Sintió ganas de llorar, al tiempo que se agolpaban en su cabeza imágenes de su familia en el campo, de los juegos con sus primos y hermanos y de los gestos cariñosos de su abuelo Francisco Calfuleo, el último cacique de ese territorio, que su estirpe ha habitado desde que el hombre tiene memoria. “No soy india, soy mapuche”, se dijo hacia adentro la frágil Faumelisa, sin contestar la afrenta, extrañando por contraste los delicados mimos de su tata Francisco, que trataba como reinas a todas las mujercitas de la casa. Estática, la morena y delgaducha quinceañera de larga trenza negra, levantó la vista y descubrió que aquella frase rabiosa e hiriente había salido de la boca de una muchacha que la conocía desde hacía varios años, ya que su madre trabajaba con la suya como cocinera en la escuela rural ubicada frente a su vivienda y levantada gracias a la iniciativa de su familia. Nunca lograría explicarse el motivo preciso de aquel incidente, pero sin conocer aún la palabra discriminación, sintió que en ese momento algo se había roto, mostrándole que su origen la había hecho diferente. “Ese día me dije que iba a hacer algo para que los no mapuches no trataran mal a mis hermanos. Fui escribiendo, pensando en que quizás podía hacer algo para que esto no les pasara a los otros niños.
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Fue duro, además de que yo era la primera que iba al colegio y después de mí venía un montón de niños, mis hermanitos...
LA MUDEZ Faumelisa vio olas en el campo y no les tuvo miedo. Se acercó a ellas, las acarició con sus manos diminutas y terminó abrazándolas, tumbándose sobre sus crestas, nadando a su manera con su cabello mecido por el viento, mientras el sol de primavera las hacía amarillear con un brillo parecido al del oro. Invitó a sus primos también, a sus hermanos, en total una docena de muchachos y chicas que finalmente terminaron a su lado, revolcándose en medio de ese mar inventado y tibio, de aroma dulzón y que en cada embestida les robaba carcajadas, no sólo por lo alegres y libres que se sentían, sino que también por las cosquillas que los granos les provocaban en sus pequeños cuerpos. Pero de pronto una nube de palabras se propagó por el campo y terminó con el jolgorio y las jugarretas. Era la oscuridad de ese lenguaje extraño que sólo le escuchaba pronunciar a la gente mayor cuando se sentaba frente al fogón a hablar de alguna preocupación o cuando, casi secretamente, una de sus abuelas se lo cantaba al oído para dormirla. La voz era la del cacique Francisco, que con un tono severo lo derramaba como una sombra sobre la siembra de trigo nuevo. El reto, eso sí, no iba dirigido a ellos, que sin conocer el significado de esos vocablos salieron de todas maneras corriendo a esconderse entre las quilas y las colas de zorro, en los graneros o en alguno de los galpones donde se juntaban las manzanas para la chicha. El anciano retaba en mapudungún a sus hijos e hijas, por no fijarse en lo que estaban haciendo sus críos. Para Faumelisa, o Febita, como la llamaban de cariño en su casa aplicando un diminutivo a su bíblico segundo nombre, esa fue una lección importante. Y a pesar de sus inocentes cinco años, nunca más se olvidó de que al final son los padres los responsables de advertir a los niños sobre lo bueno y lo malo, porque éstos por sí solos no siempre saben distinguir entre lo uno y lo otro. Esa fue una de las primeras enseñanzas que recibió de él, a sus ojos un viejo sabio y cariñoso que acostumbraba tomar en brazos a los más chicos para contarles historias, pero que sin embargo apenas les entregó un par de palabras en lengua mapuche a sus hijos y por ningún motivo quiso que la siguiente generación conociera el idioma de sus antepasados. Así, sus descendientes fueron creciendo silenciados de origen, oyendo apenas el mapudungún a hurtadillas, casi entrecortado, cuando el anciano lo hablaba con los más antiguos o cuando estaba muy enojado.
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“Yo tenía claro que era algo como prohibido, pero en el sentido de que se nos estaba protegiendo, porque no querían que sus chicos fueran discriminados hablando dos idiomas, pero mal hablados. Lamentablemente él y mis padres pensaron eso. Y por ese motivo siempre he sentido que soy muda de mi lengua de origen y que de alguna forma tengo que sacar esa mudez hacia fuera, esculpiendo la piedra, picando la madera, buscando quizás un silencio que habla”.
CUADERNOS, CAMBIOS Faumelisa estira sus manos atraída por el colorado de las manzanas que ya van madurando en uno de los cientos de árboles que crecen en las tierras de los Calfuleo, hectáreas y más hectáreas de terreno en donde hijos, nietos y primos viven como vecinos. Nacida un mes después del gran terremoto de mayo de 1960, Faumelisa Febe Manquepillán Calfuleo es apenas una guagua de dos años, elevada con seguridad hacia las ramas del manzano por los fornidos brazos de su tío Juan, en una escena que será la primera que guarde íntegra en su memoria. Tan temprana conciencia de sí misma la hará dudar y preguntarse casi 50 años más tarde si lo que entiende por recuerdos infantiles no son más que capítulos felices de un libro de cuentos que alguna niña imaginó en las horas huérfanas del campo. Capítulos en donde, por cierto, el escenario principal es la casa del abuelo, centro de reunión de sus diez hijos desparramados por los cerros cercanos y de sus más de 40 nietos. Con fogón y piso de tierra, era una gran casona flanqueada por bodegas y graneros en donde los niños solían arrancar del calor del verano metiéndose en las tinajas repletas de trigo. Dentro de la vivienda, las esposas del cacique Francisco Calfuleo compartían las labores domésticas y a los ojos de Faumelisa se veían casi como dos hermanas, sobre todo cuando discutían. Su ñaña (abuela) se llamaba Fernanda Puchi, descendiente italiana sin sangre mapuche, al contrario de la otra mujer de su abuelo, Lorenza, quien a pesar de no tener lazos sanguíneos ejerció una importante influencia sobre ella, a quien tomaba en brazos para cantarle en mapudungún, la lengua prohibida. Fernanda Puchi, por su parte, la atendió en el parto y le escogió el nombre Faumelisa en recuerdo de una amiga ya entrada en años que vivía en Lanco, y Febe, por una mujer muy bondadosa que encontró en las páginas de la Biblia. Sus primeros años los vivió en medio de un ambiente de tranquilidad y holgura, rodeada casi completamente por sus parientes. El único contacto externo era el que tenía con los hijos de algunos huincas que llegaban por temporadas a trabajar al campo de su abuelo y con otros mapuches sin tierra que se construyeron una casa cerca de
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la suya y también labraban los terrenos del cacique. Despierta, aunque no muy extrovertida, la niña fue de a poco interesándose por eventos a simple vista corrientes, pero que ella percibía como casi mágicos. Así, al igual como una vez los trigales le parecieron el océano, la lluvia, la luna o las estaciones del año comenzaron a ser redibujadas en su cabeza de formas muy especiales. En sus oídos, al mismo tiempo, se iban grabando frases y entonaciones que la gente mayor ocupaba al romancear, práctica que se acostumbró a seguir con mucha atención. Eso, hasta cuando su padre llegó de Lanco con un diminuto receptor marca Sandelar, que la convirtió en fanática de los radioteatros de la Radio Portales, entre ellos uno de futbolistas llamado “La Pichanga”, que la hacía reír a carcajadas. “Eran divertidísimos y los escuchábamos con toda la familia, era como leer escuchando las voces”, recuerda Faumelisa, cuya imaginación ya de por sí activa, comenzó a recibir otro tipo de estímulos que finalmente terminarían plasmándose en versos durante sus años escolares. Éstos comenzaron en una precaria y desvencijada escuela particular que funcionaba en un fundo cercano, en el sector de Lumaco. Sin embargo, el mal estado en que se encontraban sus dependencias empujó a su padre, Laureano Manquepillán, a gestionar con la Municipalidad de Lanco la construcción de un nuevo establecimiento, el cual finalmente fue instalado frente a su casa, en unos terrenos donados por su progenitor. Ahí Faumelisa cursó el segundo año básico, luego de un debut no muy promisorio en la anterior escuela subvencionada, en donde le costó bastante aprender las primeras letras. Y es que los castigos que la profesora propinaba a las niñas un poco mayores que ella y que aún no sabían leer, terminaron intimidándola y le provocaron un temor a asistir al colegio. La nueva escuelita vino a remediar en parte eso, aunque la muchacha nunca llegó a ser una alumna brillante. A los ocho o nueve años aprendió finalmente a escribir y casi paralelamente garabateó sus primeros poemas, inspirada por unos dípticos de Gabriela Mistral que su profesora, Eliana Montero, les llevó a la clase. De a poco se volvió literariamente tan prolífica que hasta les escribía versos a sus compañeras, cuando les daban de tarea escribir alguna poesía. Su maestra se daba cuenta de esto, pero no decía nada. Sólo le colocaba un siete a ella y al resto una calificación inferior, pero no insuficiente. “Ella veía mis cosas y le gustaban, pero eso era todo, nunca me dijo o me instó a que fuera poeta”. Pese a su avidez por las letras, el estudio nunca logró entusiasmarla demasiado. Distraerse jugando, en cambio, estuvo siempre entre sus prioridades. Una opción era saltar la cuerda, para lo cual recogía juncos gruesos y largos para fabricar el lazo.
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Si no, estaba la payaya, juego tradicional mapuche que consiste en echarse un montón de piedras en las manos y lanzarlas, tratando de agarrar el mayor número de ellas para ganar. En su casa, el pasatiempo preferido era jugar con sus amigas a la visita, entretención en la que afloraba nuevamente la veta creativa de Faumelisa, que iba inventando situaciones e incluso cambiaba su nombre y el de lo demás participantes. Hilando la ropa para ella y sus hermanos -que sumaron nueve, su mamá Doraliza la observaba moviendo sin descanso los pies frente a la rueca. Ésta había sido fabricada por su esposo, el artesano y carpintero Laureano Manquepillán, quien por esos años las vendía como pan caliente en Pukiñe y otras localidades cercanas desde donde también le encargaban yugos, cucharones y canastos de pil pil boque. A la larga, a quien la máquina de hilar no le trajo buena suerte fue a su propia esposa, que debido al constante movimiento de los pedales comenzó a sentir dolores en sus extremidades que la obligaron a abandonar definitivamente ese tipo de labores. Sólo continuó cosiendo calzones, enaguas y refajos de moletón -un género como la franela-, ropa interior que Faumelisa vestía para ir al colegio. En esos tiempos aún no debía usar uniforme escolar y prefería caminar descalza, sin miedo ni respeto por la recurrente lluvia que anegaba el campo en invierno. A pesar de las inundaciones, ella salía a recorrerlo junto a sus hermanos más chicos, con quienes se regocijaba recogiendo los agónicos y resbaladizos peces que quedaban revolcándose sobre el barro de la pampa. Obviamente los sabañones en los pies no tardaban mucho en aparecer, siendo el único remedio para combatirlos el abrigarse y estar un buen rato en un asiento frente al brasero. Esos minutos de quietud echaban a andar la mente de Faumelisa, que llenaba cuaderno tras cuaderno con versos sencillos y comúnmente plagados de faltas de ortografía, muchos de los cuales con el pasar de los años terminaron en la basura o más cruelmente entre las mismas llamas del brasero. En paralelo, su vida también iba rápidamente quemándose en etapas, empujándola a cambios radicales, como el que vivió a los 13 años, cuando por primera vez franqueó los límites de Pukiñe para viajar diariamente a Lanco y cursar el séptimo año básico. En el pueblo se sintió extraña y fuera de lugar, sobre todo en el curso al que la asignaron, donde le pareció que se había reunido todo el “jet set lanquino”, siendo ella la única mapuche. “Les costaba decir mi apellido, les costaba mi nombre un poco, y como yo era del campo mi forma de ser era diferente y hablaba un poco más lento. De todas formas me empecé a hacer amiga de algunos. Pero lo que más recuerdo de ese cambio fue cuando una vez una niña me gritó 'india boca chueca' desde el segundo piso del liceo. Eso creo que no lo voy a olvidar nunca...
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SUEÑOS Como un ciego, Laureano Manquepillán camina a tientas entre los ulmos y tineos de una montaña virgen. Busca instintivamente a su pequeña hija Faumelisa, la segunda mujercita que dio a luz su esposa, pero la única que les queda con vida. La primogénita, que su suegra bautizó como Rubí Estela, se perdió en el mismo monte y murió cuando apenas tenía nueves meses. Faumelisa llegó dos años después y ahora también estaba desaparecida. Sin dejar que el cansancio hiciera mella de sus pasos, aunque desesperado y sudando, Laureano llegó hasta la orilla de una laguna cuya belleza sobrenatural lo obligó a detenerse. Impresionado, se quedó observando largamente - casi como hipnotizado por el verdor húmedo que dormía bajo sus pies- la mágica textura esponjosa del pasto que contorneaba el agua. De pronto, el trinar de unos pájaros minúsculos le hizo levantar la vista hasta el centro de la laguna, en donde encontró a Faumelisa apoyada sobre un tronco y engalanada con un largo vestido azul lleno de flores. “Si miraba hacia los alrededores se veía igual que como cuando cae una helada, había brillos en las hojas de los árboles y todo estaba quieto, ni siquiera había viento. Mi hija estaba encantada, parecía diferente a una forma humana, era casi como divina”. El sueño aquel dejó muy preocupado a Laureano, quien recordaba haber protagonizado una trama similar junto a Rubí pocas semanas antes de que falleciera de bronconeumonía. La única diferencia fue que esa noche despertó sin haberla podido hallar, contraste que no logró impedir que su preocupación mudara en pánico cuando Faumelisa cayó gravemente enferma un par de días después. Invadida por una dolencia de origen desconocido, la niña quedó con la boca torcida debido a una parálisis facial. Con puras agüitas y emplastos de hierbas su abuela logró sanarla, aunque sin evitar que quedara con secuelas visibles en sus labios. Superado este susto, su padre se convenció de que el sueño había sido premonitorio de buenas noticias que, 40 años más tarde, cree haber conseguido descifrar. “Yo pienso que a lo mejor eso era lo que yo soñaba, que al final ella iba ser una mujer de mucha importancia en la familia, que se iba a destacar e iba a estar mucho más allá de nosotros, como una artesana reconocida en la piedra, la madera y la ñocha y que además de eso escribió un libro”.
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ESCAPE Con su rostro moreno entristecido por una sombra de palidez, Faumelisa se pasea de un lado a otro con un bebé en los brazos. Le canta, le habla, le repite una y cien veces su nombre: Laura. Pero el llanto de la recién nacida no se duerme, su tos no se calma, su fiebre no se apaga. La joven está sola y no sabe qué hacer. Si abraza con más fuerza a su hija siente un ardor en el pecho que la aterra. Si calla esperando que el silencio traiga la calma, la sibilante respiración de la niña se agudiza, obligándola a retomar los cantos para no desbordar de angustia. A los 18 años, Faumelisa finalmente ve morir en sus brazos a la pequeña Laura. “Aún me duele mucho, porque a lo mejor si hubiera tenido un poquito de supervisión mi guagua sería hoy una señorita. Pero como yo era una cabra chica no me di cuenta, no sabía qué hacer. Es algo que no se lo doy a nadie: casarse a la fuerza y estar aparte de todas las personas grandes en una casa sola”. Producto de la bronconeumonía, Laura alcanzó a cumplir sólo un mes y medio acompañando la vida de casada de su madre, que nunca tuvo un pololo mapuche ni jamás escribió una carta de amor. “No fue por algo que me hubiera propuesto, sino que simplemente no se dio no más”. Tras un par de amoríos adolescentes, conoció en Lanco al hombre con quien debió contraer matrimonio tras quedar embarazada. Su padre pidió la hora en el Registro Civil, completó los trámites e incluso organizó la fiesta. No quería una madre soltera en su casa, por lo cual no importaron las pataletas de Faumelisa, que se casó convencida de que su relación no iba a funcionar. Y así fue. La muerte de la primogénita terminó por decidir su alejamiento de Pedro, con quien no había logrado consolidar una buena convivencia, sufriendo incluso maltratos. “Yo me escapo toda herida / de centenares de lluvias / he recogido mis banderas, / del barro en donde las dejaste. / He enterrado mis ciudades, / he escondido la escultura de mi cuerpo / para que no la destruyas. / He dormido con los ojos abiertos / y mis alas prontas /a emprender la fuga / he gemido de dolor bajo tu cuerpo / mi yo se ha ido sin mí / desde tu alero. / Yo me escapo de la sombra de tu puño / quiero huir de tu espacio de quebrantos / para liberarme de tus proyectiles de espermios / que me siguen, que me acosan / que me punzan, que me muerden / que me succionan, que me besan / que me lamen, que me abrazan / para lograr habitarme, / y apoderarse de mi mente y de mi cuerpo / para siempre”. (“El Escape”, publicado en “Hilando la memoria / 7 mujeres mapuche”).
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CARIÑO AJENO Déjà vu. Faumelisa se pasea de un lado a otro con un bebé en los brazos. Le canta, le habla, le repite una y cien veces su nombre… Sin embargo, al contrario que Laura, el niño al que ahora toma la temperatura, da remedios puntualmente y cambia pañales no tiene la piel morena y ni siquiera el cabello negro. Apenas con el segundo medio bajo el brazo y sintiéndose como una liebre que se pierde en la ciudad, Faumelisa llegó a Santiago en busca de un trabajo. La recibieron unos parientes en San Bernardo, quienes rápidamente le consiguieron un empleo como asesora del hogar de una familia de profesionales de clase media alta. Durante los primeros meses la experiencia fue positiva, pero a medida que pasaban los días la vida en la capital comenzó a dolerle. “Me parecía que mis ojos chocaban en el cemento y que mi espíritu también lo hacía”. En esos pensamientos estaba cuando, tras casi un año de separación, su esposo llegó a buscarla, arrepentido y asegurando que había cambiado. No tardaron en reiniciar la relación y se fueron a vivir juntos arrendando dos piezas inmensas en una antigua casona del paradero 18 de Gran Avenida, donde actualmente funciona una especie de mercado persa. Con prostitutas y travestis como vecinos, en ese lugar comenzó a crecer Cristian, el hijo mayor de Faumelisa, que actualmente tiene 25 años y por cuyo cuidado Febe debió renunciar al trabajo. Para la madre, el conocer y compartir con otra clase de gente le permitió comprobar que muchas personas, aparte de los mapuches, eran marginadas y estigmatizadas. “A mí ellos no me discriminaban, me querían muchísimo. Ahí también fui como dándome cuenta de la otra parte de la sociedad, con mi hijo al hombro y mi marido curado, muy alcohólico y con malos tratos”. Luego de dos años de vida en pareja, la promesa de cambio de Pedro no se cumplió y su esposa se separó definitivamente de él, regresando con su hijo al sur, a Pukiñe. Faumelisa se hizo cargo del kiosco de golosinas que tenía su papá, pero al cabo de unos tres años, debido a la estrechez económica que estaba viviendo, optó por volver a trabajar como nana en Santiago. Regresó a la capital decidida a entender un poco más a la gente y a buscar alguna forma de ir aprendiendo. Se empleó como asesora puertas adentro para el cuidado de niños en una casa en Las Condes, donde aprovechaba cada minuto libre para leer alguno de los volúmenes de la biblioteca de sus patrones, a veces en el baño o escondiéndolos bajo su almohada, para hojearlos por la noche.
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Con este furtivo placer Faumelisa compensaba el dolor que le provocaba el haber tenido que separarse de su hijo -que quedó en el campo al cuidado de la abuela Doraliza- y en su lugar tener que entregar cuidado y afecto a niños ajenos. “Además que las labores domésticas nunca me gustaron y era como estar presa en una casa donde tienes que levantarte y acostarte a cierta hora para hacer trabajos que nunca me gustaron. Era un suplicio”. Después de unos siete años como empleada, Febe emprendió el regreso definitivo a su tierra con el objetivo principal de estar al lado de su hijo y trabajar en el campo.
UNAS VERSEADAS “¡Ay no me quiten la tarde, / ni mediodía ni noche, / si en madrugada despierto recordando algún dolor, / querré yo seguir soñando, / porque soñar es mejor”. Apagado el último verso de “Sueños de Mujer”, campesinos, mapuches y autoridades que repletaban la sede social de Lumaco se quedaron mudos por unos segundos, como tomando aire tras el paso de una tormenta. Una tanda de aplausos interminables rompió de golpe ese silencio, mientras Faumelisa, aún algo temblorosa, doblaba entre sus manos las hojas de cuaderno donde había escrito los poemas que leyó esa tarde. Diez días antes, casualmente, la incipiente poetisa se había encontrado con Sergio Compayante, organizador de la Muestra Cultural Mapuche, quien la invitó a mostrar algunos objetos originarios. Justo Faumelisa le había hecho unas muñecas con ropa tradicional mapuche a Fernanda, su segunda hija, así que se comprometió a participar con ellas en la exposición. “Voy a llevarte unas muñecas y a echarte unas verseadas”, le anunció, dando así, a los 38 años, el primer paso para empezar a compartir su poesía. “A veces escribo riendo mucho o llorando mucho, a veces me cuesta mostrar lo que he escrito, porque primero tengo que trabajarlo mucho yo, porque tengo que trabajarlo dentro de mí primero, es demasiado fuerte lo que me nace y me costó empezar a compartir mi poesía. Algunos versos se fueron perdiendo, porque a veces llenaba cuadernos y los dejaba tirados por ahí, no todos los rescaté”. Ese día en la muestra cultural no sólo le pidieron que hiciera más muñecas -vendió las ocho que había terminado-, sino que siguiera escribiendo. Tras ese tímido y poco preparado debut artístico, las invitaciones para exponer sus artesanías -canastos y trabajos en piedra y madera que incluso se han ido a Europa- y recitar se fueron haciendo habituales. Y pasado casi un año, el 2000, un ataque de risa y llanto la
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obligó a dejar el pan a medias en el horno, luego de darle una vuelta en su cabeza al anuncio que había recibido dos días antes: se había ganado un proyecto de Orígenes por un millón de pesos para editar su primer libro. “Eso era como cumplir un sueño, el sueño de cualquier mujer mapuche que escribe, una cuestión maravillosa (...)Yo, mujer campesina mapuche, sacando un libro... me puse a llorar con las manos en la masa”. Tras la publicación de “Sueños de mujer”, Faumelisa ha sido incluida en diversas antologías, tanto en Chile como España. Su arte la ha llevado incluso hasta Estados Unidos, pero tanto viaje no ha conseguido que quiera alejarse de su Pukiñe natal, donde vive junto a sus hijos, a menos de 100 metros de la casa de sus padres.
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Eusebio Sigisfredo Vega Sobarzo
Lobo de mar anclado en la ciudad Los años lo arrinconaron junto al río, en el muelle fluvial. Allí se quedó después de ir y venir acumulando vasos vacíos, peleas callejeras, cárceles y soledad. Pero no se quedó botado para siempre: los lobos marinos hicieron parte de su colonia a “El Loco Vega”, quizás a sabiendas de que sería el más surrealista y sentimental de los suyos. Por Nicolás Gutiérrez Obreque
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EUSEBIO SIGISFREDO VEGA SOBARZO - VALDIVIA
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omo si fuera un capo de la mafia, avanza escoltado. Escoltado, como si se tratara del jefe de algún escuadrón militar que lleva un séquito detrás, o como si fuera el líder de una retreta que paraliza un pueblo escondido durante un día que podría ser 21 de mayo o 19 de septiembre. O aniversario de un cuerpo de bomberos. O día del Carabinero. Días como cualquiera y como ninguno. Como cualquiera, porque es un mediodía tranquilo y no se celebra nada especial. Pero un día de 1989 que transcurre sin novedad, puede pasar a ser peculiar cuando se ve caminar a un tipo enjuto, de baja estatura, nariz pequeña y piel enrojecida con un séquito de animales a sus espaldas. La escena se ha repetido un par de veces antes. El tipo entra en el pueblo de Llifén, camina por sus terrosas calles y arrastra un variopinto contingente: un caballo, dos perros, una gallina que revolotea, un gallo -de pelea, dicen los que saben- y un chancho que decide quedarse atrás hasta perderse. De a poco, con los días, las señoras que suelen apostarse en las ventanas en espera de la cocción del almuerzo, ven la escena como algo normal. Dejan de preguntarse por qué los animales siguen al tipo y claudican ante lo que él mismo afirma, apenas puede conversarles: “yo tengo un don”. Una mañana, diecinueve años más tarde, el mismo tipo anda sin escolta y luce un sombrero plateado con letras negras. Hace un alto en su trabajo para describir esa escena de entrada triunfal e insiste: “lo mío es un don”. Insiste, aunque a algunos la frase les suene gastada. El relato de ese antiguo pasaje y la categórica afirmación corren por cuenta de Eusebio Sigisfredo Vega Sobarzo. El Loco o El Sige, suelen llamarlo. Él prefiere ser conocido como “El domador de lobos marinos”. Acercarse a la Feria Fluvial de Valdivia significa imbuirse en una bocanada de olores. Pescados del día y de días atrás. Agua. Verduras. Mariscos. Como tratando de pasar inadvertido, corre el olor agrio de una caja de vino o una cerveza escondida en una escalinata, cortesía de algún locatario. Aquí, cada quién tiene su visión sobre Sigisfredo. Unos dicen que lo suyo es el cuento, el “tollo”, contar fantasías. Sobre todo si la historias tienen que ver con las palabras “domador” y “lobos marinos”. Y es que así como se dice -o se canta- que en los ríos valdivianos se baña la luna, aún más real es que desde mediados de los '70, una pequeña colonia de lobos oscuros, robustos y hambrientos llegó hasta el sector que comprende el muelle Schuster y el mercado para mojarse en los bordes de la ciudad.
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Los locatarios, transeúntes, trabajadores del sector y otros, se acostumbraron -y aprendieron- a verlos y tenerlos cerca. Algunos decidieron a alimentarlos. Quienes los ignoraban o detestaban, vieron cómo el número de lobos aumentó con los años y cómo se ganaron espacio en la lista de atractivos para los visitantes. Y fue Sigisfredo quien se decidió a cortejarlos uno a uno, como si se tratase de conquistar a una mujer. Con el tiempo, logró acuñar para sí el pomposo título de encantador y maestro de las fieras. Panchito fue el nombre con que bautizó al primer robusto visitante que entabló relación con él. Y, desde entonces, antes y después, oír y tomar atención de la historia relatada por el mismo Sigisfredo Vega, significa saltar de año en año, de imprecisión en imprecisión, de márgenes de error inmedibles a historias condimentadas con surrealismo. Como aquella de la entrada a Llifén.
CHISTE REPETIDO “Allá está, el del gorrito cuático”, dice un hombre que ofrece paseos en lancha por los ríos. Mientras indica con un dedo, Sigisfredo está en lo suyo: moverse como un trompo y gritar a viva voz en busca de clientes que compren los pescados que él mismo limpia y filetea, y aprovechar de juntar los restos de éstos para dárselos a los lobos al fin de la jornada. - Venga nomás, mírelas, les tengo estas ballenas de siete kilos. Mírelas…, mire, mire... y si viene a comprarla antes de las dos, le regalo un lobo. SIEEEERRA FREEEEESCAAAA!- grita y cambia de volumen de voz y de interlocutor. Mientras algún cliente se esfuma tímido, él sigue su discurso con otro que se queda mirándolo fijo. Toma un par de trozos de sierra, los mete en la bolsa y cobra. De pronto, se da vuelta para gritar otra vez: - Golooooso, te me habías perdido hartos días- grita, lanzando un beso al aire. Goloso y Mañoso descansan a tres metros de él y son dos lobos marinos de los suyos. Dos de los casi treinta que pululan, según la época, por la orilla del mercado fluvial. Están instalados justo detrás del puesto en que Sigisfredo trabaja hoy. A ratos, les lanza algún trozo de pescado, al tiempo en que dice: “Éstos no me comen cualquier cosa. Éste -Goloso- prefiere el salmón”. Mientras, Mapache y Pela´o permanecen impasibles sobre una balsa de madera que en 2006 donó una empresa local cuando el séquito del Loco Vega se amplió y los lobos dejaron de posar sus carnosos cuerpos en la zona donde está la feria. Cien metros hacia el norte de la costanera, sin reja de por medio, no tuvieron empacho en “echarse” sobre la calle y sorprender a más de algún incauto que vio a los animales tomando una siesta en pleno helipuerto.
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Una de las trabajadoras de la feria sacude un balde con agua. “Si me cae agua en la boca, te denuncio a derechos humanos”, vuelve a gritar Sigisfredo y, acto seguido, corre a hablarle a un turista. Le ofrece que se acerque con él a darle comida al lobo mientras le toman una foto. Le asegura que si se acerca con él, el lobo abrirá sus fauces y el turista podrá darle un trozo de pescado sin correr riesgo alguno. Todo a cambio de una propina a discreción del “consumidor”. - Le doy cien por ciento seguridad, si está llenito. Ya se comió a otros tres turistas antes que a usted, así es que no va a pasar nada. El turista se ríe junto a unos transeúntes. Los demás, los que están a diario en el mercado, no mueven un solo músculo de sus caras. El chiste parece ser repetido.
LAS FANGOSAS AGUAS DE LA INFANCIA Sigisfredo nació en 1951, en Valdivia, y creció en el sector llamado antiguamente como El Pantano, situado entre las calles Aníbal Pinto, Santa María y 8 de octubre, donde estaban los terrenos que pertenecieron a su padre, Eusebio Vega. Al muelle Schuster llegó a los 7 años. Cuando Panchito hizo su aparición en 1976, Sigisfredo ya se había “chantado”. Se casó en 1971, apenas cumplió los 20 años, y decidió dejar atrás casi un lustro de “andar torranteando”. En aquellos años previos al matrimonio, el Sige se dedicó a la calle. A las veredas de Valdivia, Concepción y Santiago. A hurtar, a cantar boleros y recitar poesías en las micros y a ser boxeador defendiendo los colores del Ejército, en una breve pero intensa permanencia bajo sus filas. - Pero siempre he vuelto al muelle- repite Sigisfredo, como si se tratara de un sino. Cuando tenía seis años, su padre falleció y dejó algunas decenas de hijos vivos. Entre 37 y 35, calcula. - Mi padre fue uno de los pioneros… porque Pantano le llamaban, porque eso era pura murra…Yo casi no conocí a mi padre, tenía seis cuando él murió. Los Vega teníamos todo Santa María, 8 de octubre, era todo de los Vega… Mi padre empezó a regalar las tierras...relata a saltos, perdiendo a ratos la mirada en el televisor instalado en la barra del Olympia -su local favorito-, sorbiendo del vaso de malta que tiene en la mesa. Sigisfredo nació de la relación que su padre tuvo a los 70 años con una empleada de su casa, una adolescente de 14. De ahí nacieron siete hijos, los que una vez fallecido el padre quedaron a cargo de Magnolia Vega, hija de otro matrimonio del septuagenario y que decidió asumir el cuidado de sus medio hermanos cuando la madre biológica volvió a emparejarse. Sige habla siempre con un tono de voz que en otras personas podría ser triste, y que es acorde a la oblicuidad de sus ojos. Ríe muy
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poco, mientras sostiene la voz; suena casi indolente cuando dice que de niño tuvo una vida “siempre aporreada”. “Desde los siete años me venía a dormir acá al muelle. Mi hermana, la que nos crió, nos mandaba a vender empanadas, piñones, helados. Así es que estaba todo el día trabajando, trabajando. También me iba a vender ropa camino a La Unión”. Estudió en la Escuela 16, en una casa que estaba en calle Aníbal Pinto, donde en 2005 se instaló un servicentro. Cuando estaba en cuarto básico, la escuela se trasladó al establecimiento que hoy se llama Carlos Brándago. “Ahí duré como quince días…”, dice. Quince días que terminaron de un puñetazo. Con la mano cerrada, Sigisfredo mandó guarda abajo por la escalera a un compañero. Al ver la letalidad de su derecha, salió arrancando. Mientras corría, chocó con la directora, a quien también botó. Fue el fin de sus días escolares.
SIGISFREDO SUPERSTAR De pie, justo frente al Paseo Libertad, hace su última tarea previa a sentarnos para dar curso a una de nuestras largas conversaciones. Hace un gesto llamando a guardar silencio, mientras se concentra y saca pan molido de su bolsillo para tirárselo a unas palomas. Les habla. Las acaricia con las palabras. Tal como hace con los lobos, les cobra sentimientos. “Hace días que no me venías a ver”, le dice a una. Sólo después de cumplir esa misión, se larga a relatar el por qué el Loco Vega es una marca registrada en Valdivia. Entusiasmado, como pocas veces, me cuenta que su relación con los lobos lo hizo famoso. Que le han hecho documentales, que turistas hasta de Albania han regresado para verlo y tomarse fotos con él. El Mercurio, The Clinic y una serie de otras publicaciones han sabido de sus besos a las fieras. Ese día, dirá por primera vez -de una veintena- que su comunicación con los animales es única. Un don. Y también, de sus palabras se desprende que el apodo de loco no es una característica que él haya tratado de cultivar. Da a entender que fue su opción confiar en los animales como si fuesen su familia. Después de “chantarse”, de separarse de su mujer, de verse obligado a olvidar a sus hijos, no fue la alternativa que le quedó: escogió quedarse al lado de perros, palomas y sus queridos lobos marinos.
¿NO SERÁ ÉSTA MI BENDICIÓN? Es día lunes post Semana Santa de 2008 y en el mercado fluvial varios puestos permanecen vacíos, mientras los locatarios que sí asistieron a trabajar ordenan con letargo, casi con desgano, los productos que tendrán a la venta.
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Sigisfredo no se ve por lado alguno, pese a que a esa hora suele estar instalado en el lugar. No trabaja en ningún puesto de forma fija. Se ofrece para ayudar a cualquiera de los locatarios para filetear y vender el pescado. “Así me hago las monedas”, me contó un día. Hay mañanas en que algunos locatarios prefieren no darle trabajo. Cuando llega con signos de haber bebido, es mejor no entregarle un cuchillo, para evitar el riesgo de que termine cortando en lonjas sus propias manos en vez del pescado. Y también es mejor tenerlo lejos para que no espante a los clientes. Días después, cuando le hice notar su ausencia, me explicó que había viajado a Temuco a ver a su hermana Magnolia, la mujer que lo crió y que hoy batalla contra un cáncer. - La Semana Santa es complicada en mi familia. Cuatro hermanos se me han muerto en esas fechas-, dice y hace una pausa. Cambia el semblante para seguir con otra parte de su historia. - Yo esto lo he contado en varios canales de televisión. Hay una equivocación: Panchito no fue el primero (en llegar a la Costanera). Pancho fue el primer lobo que yo subí. Cuando venían los humanos, el lobo bajaba. Cuatro o cinco lobos llegaban a la orilla. Cuando venía temporada, llegaban siete u ocho y pasaban derecho a buscar comida. “De repente dije, ´¿Y por qué no poh?´, y agarré unas cabezas de jurel… el lobo tiene un oído desarrollado (…) De repente, me puse en una esquina. No había rejas ni nada de lo que hay ahora. Y empecé a tirarle pues… Con fuerza, cosa de que escucharan”. Primer mito derribado: Panchito no fue el primero. Segundo mito: “Dicen que Pancho llegó aquí vieeeejo, y de a ´onde poh, Pancho llegó nuevito”. Según El Loco, Panchito tenía tres años cuando llegó al mercado fluvial. Corría el año 1976. Murió 20 años más tarde. - Ese niño me costó. Ése me salió duro. Costó que perdiera el miedo a los humanos. ¿Subís o no subís? Le tiré las cabezas de jurel al agua al principio, después en la orilla, hasta que subió. Y ahí pensé '¿no será ésta mi bendición?' Así fue hasta el quinto día. El sexto dije ´o todo o nada'. Se acercó sigilosamente, con una gran cabeza de jurel. “Como era grande, si trataba de atacarme, alcanzaba a reaccionar”. Después de esa gran prueba, todo se volvió más fácil.
YO HACÍA LLORAR A MEDIO MUNDO Innumerables detenciones policiales. Periplos por esquinas frías y noches de hambre en el muelle. Sucesos que se atropellan, todos ocurridos antes de que Sigisfredo cumpliera los 18, edad en la que dice que se “chantó”. - Siempre me traían de vuelta para acá otra vez, después de estar preso. Mi hermana era la que me sacaba.
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“A los 18 llegué al lugar de donde nunca debí haber salido: la iglesia cristiana (sic). Empiezo a cantar y recorro diferentes lugares. Me buscan para que vaya a cantar, hasta hoy. Yo le canto a Dios nomás, para que no se me enoje. Aún ahora, para Semana Santa, yo tenía que ir a cantar a Neuquén, pero no pude por plata”. Antes de dedicarse a cantar “sólo para Dios”, Sige ya había cultivado por años su afición a la música. O más bien al “torranteo” musical. A hacerlas de buscavidas cantando canciones no muy religiosas a bordo de pisaderas de micros o parado en las esquinas. El repertorio estaba compuesto por boleros y rancheras, siempre de temáticas lacrimógenas. “Yo hacía llorar a mediomundo poh, igual que con los poemas poh, todos se iban llorando (…) En Santiago cantaba en las micros, en ese tiempo puros cebolleros nomás. Me conocían (los choferes), me llevaban pa' la Alameda, ahí, sentado en la escalerita de atrás, donde andábamos todos los torrantitos poh”. “Después, de más grande, empecé a aprender instrumentos. La verdad es que Dios me dio una voz hermosa, pero yo no sé notas. En la escuela en Santiago aprendí un poco de guitarra, pero sé lo básico nomás”. Del repertorio que entonaba en su época de “torrante” prefiere no acordarse. Ni siquiera cantar una línea de aquellas canciones sufridas, que hablan sobre la vida en los bajos fondos. “Yo ahora le canto a Dios nomás”. Se niega a cantar, sin ser rotundo. Insiste en que él le canta a Dios. Y cantarle a Dios en una mesa con un par de botellones al medio, podría enojarlo, al parecer. Tampoco quiere declamar poemas, ni entonar algún bolero que pueda hacer llorar a los presentes. Más adelante, tal vez. Pero cuando le pregunto por los nombres de las canciones que interpretaba “torranteando”, deja escapar la primera sonrisa maliciosa en más de una hora: responde con el nombre de lo que, parece, fue un súper éxito en su carrera, inolvidable per se gracias a su nombre: - ¿Qué boleros cantaba? Puros raaaaascas poh, como “Qué linda es la Peni”.
¿NO ME HA VISTO EN INTERNET? Una de nuestras citas había quedado concertada para las dos de la tarde. Al llegar a la feria fluvial, Sigisfredo no está ni se oye el “cró, cró, cró” con el que llama a los lobos. “¿Usted no me ha visto en Internet? Búsqueme nomás”, me dijo un día. Ante su ausencia, decidí hacerle caso. Al poner su nombre en Google, la mayor parte de las referencias tienen que ver con el 10 de septiembre de 2005, el día en que Sebastián Piñera, en plena campaña presidencial, se acercó más de lo recomendable al Goloso. Sin embargo, hay un registro que lo muestra de cuerpo entero. En su diálogo está el corazón, la esencia de la conversación que cualquier
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transeúnte puede entablar con El Loco. El único video del Sige en la red es cortesía de Youtube y de un usuario llamado “Danalere”, que publicó el registro de un día cualquiera, sospecho que entre 2006 y 2007. - Está loco este huevón, está loco- dice la voz masculina de quien sujeta la cámara, que graba desde un costado de la Feria Fluvial. El huevón que está loco besa a un lobo marino. - ¡Si le dicen el loco, poh!- responde un trabajador de la feria. Carcajadas detrás de cámara. El huevón loco se acerca hasta el lugar desde donde es grabado. - Oiga, ¿y cómo le dicen a usted? - El domador- afirma con total determinación. - ¿Domador de qué? - De lobos - ¿Y cómo domina a estas bestias? - ¡Hacen ya 20 años que trabajo con ellos poh! Empecé con Panchito, se me murió en 2000… en junio. Ahora ya tengo 54, tengo al Pitufo, al Pone, el Muñeco, al Colo Colo, al … Pitufo… - ¿Y cómo lo hace para domarlos? - Hay que tener paciencia, entregarles amor. Los meses más difíciles son junio y julio. - ¿Por qué? - La escasez de comida. Ahora yo pensaba en junio, julio, tener unos 40 y ya tengo 54 en estos meses, o sea ya me pasé de la cuota… Los periodistas vienen de fuera, de Concepción, Santiago, de todas partes y me dicen ¿y cómo lo hace usted? - ¿Alguna vez le han hecho daño? - Sííí, tengo marcas. Todo tiene su precio. Yo tengo marcas aquí de un colmillo (muestra su pierna), aquí también tengo uno (muestra su pómulo derecho), al darle besos. - ¿Y le da besos? - ¿No veee que lo besé recién? Yo les doy besos a todos, los llamo a todos, y los abraaazo y los acaricio, y por eso la gente me pregunta '¿cómo puede usted distinguir un lobo de otro?' Cada cual tiene una característica diferente. Yo por la trompa los conozco. El Pela´o, por ejemplo, ese que está ahí, fíjese el pelo cómo lo tiene. La Presidenta Bachelet se llevó una foto preciosa con el Moquillento, porque ese vive con las narices corriendo. El dueño del registro audiovisual también se entera de que Sebastián Piñera “me miró como si fuera un estropajo” aquel día en que Goloso casi lo muerde y que “se corrió de venir, después de haber dicho que yo le había preparado el lobo. De a dónde, si yo no sabía”. Sigisfredo se olvida de contarle que aquella cicatriz que un colmillo le dejó en el rostro “fue un día en que yo me acerqué estando más o menos copeteado, y eso no es culpa del lobo”. Lo que jamás se olvida de repetir es de los tesoros que echa en falta: una hoja de un texto escolar de séptimo básico, donde aparecía él nadando con los lobos, y una foto publicada el año 2000 en la portada del diario El Mercurio, en la que está besando a Panchito en la boca.
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CUANDO YA ME EMPIECE A QUEDAR SOLO Cada vez que nos juntamos, el Sige se encargó de pedirme ayuda para conseguir la foto de El Mercurio. Una vez dijo que se la habían robado desde su casa. Otra, que la perdió en un restaurante. La imagen fue tomada en febrero, cuatro meses antes de que Panchito desapareciera y fuera dado por muerto. El compromiso para sostener la larga seguidilla de conversaciones, fue conseguir esa fotografía. Sigisfredo vive en una mediagua en calle Bulnes, sin más compañía que media docena de perros. Se separó de su esposa María Angélica Osorio en 1973. Se casó a los 20 años; ella tenía 17. Tuvieron dos hijos: Jacqueline Liliana y Eusebio Agustín, los que nacieron con once meses de diferencia. Durante el tiempo en que permaneció casado, trabajó en la sección de Anatomía del hoy desaparecido Hospital Kennedy. Dice haberse separado de María Angélica porque “era muy niña”. Otra razón que esgrimió para explicar el quiebre, fue haber descubierto que ella regaló a un hijo nacido de una relación anterior, algo inconcebible para Sigisfredo. Cuando se separaron, él se quedó con la tutela de Jacqueline (quien hoy tiene 35 años), mientras que el niño partió con su esposa. Pero pronto dejaría de ver a su hija. Su versión dice que una de sus hermanas, que viajaría por una larga temporada a Canadá con su marido, se llevaría a Jacqueline de viaje. “Me hicieron firmar, engañado, un papel en que yo le entregaba la tuición a ella. Después me enteré que dejaron a mi hija botada en Santiago, vagando. Nunca se la llevaron”. Dolida, Jacqueline no ha querido volver a ver a su padre. La hermana que se la llevó, que hoy vive en Valparaíso, tampoco ha vuelto a dirigirle la palabra a Sigisfredo. Eusebio Agustín tiene un año menos que Jacqueline, y hace siete visitó a su padre en Valdivia. Tuvieron tiempo de abrazarse y conversar. Mantuvieron contacto telefónico mientras Sige tuvo un celular, que luego perdió. María Angélica vive en la capital. Una vez que volvió a la soltería, permaneció dos meses preso en el Cendyr, a inicios de la Dictadura, un tema del que poco le gusta hablar. Al ser liberado, regresó al muelle y no se ha vuelto a mover de allí. “Se me murió mi mamita”, me dice Sige haciendo un puchero el día de julio en que lo busqué para entregarle la fotografía que tanto ansiaba. Se refiere a su hermana Magnolia, la que lo crió desde los seis años y que finalmente falleció a causa del cáncer. Nos saludamos con un abrazo y me dice que, temporalmente, su trabajo no consistirá en domar lobos. En menos de lo que dura un suspiro, llena de palomas el anfiteatro del Paseo Libertad, gritando fuerte “cui cuí- cui cuí”. Las sostiene de a tres o cuatro en sus manos y brazos, dándoles pan molido. Una decena de niños, que por esos días están en vacaciones de invierno, se acercan a darle de comer a las aves, ayudados por Sige, quien recibe propinas de los padres. “En julio, el tema de los lobos es
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muy malo. No tengo plata para comprarles comida y ellos andan muy hambrientos: si quedan con hambre, lo muerden a uno”. Dice además que las propinas de la época están siendo escuálidas; hay pocos turistas. En ese momento, recuerdo lo que me dijo otro día: los europeos son generosos; los argentinos e israelitas, los más amarretes. “Un ratito nomás, que tengo que seguir trabajando”, dice cuando le pido acercarse a un lado. Le entrego la foto envuelta en nylon y, por una fracción de segundo, esboza una sonrisa que se convierte en lágrimas. “¡Ésta es la que yo quería! Así estaba cuando yo lo vi la última vez. Un imbécil lo había atacado”, agrega, sin despegar la mirada de la imagen de Panchito, que luce una cicatriz bajo el hocico. Me pide que lo espere. Con la foto aún envuelta, comienza a perderse por el fondo de la feria fluvial, mostrándola en cada uno de los locales. “Ahora sí que no me la roba nadie”, va repitiendo mientras zigzaguea el paso, mostrando a quienquiera la fotografía que, para él, es un retrato familiar.
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El arriero que Neruda olvidó Corría el año 1949 cuando Juvenal y otros tres arrieros ayudaron a un hombre que se hacía llamar Antonio Ruiz a cruzar la Cordillera de Los Andes, hacia Argentina. Después supieron que su verdadero nombre era Pablo Neruda. Este episodio de la vida del poeta fue conocido en todo el mundo, pero el nombre de uno de los arrieros nunca fue mencionado por el vate: el del protagonista de esta historia. Por Rodrigo Obreque Echeverría
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ablo se llamó primero Neftalí, pero cuando Juvenal lo conoció, en el verano de 1949, se hacía llamar Antonio. Juvenal siempre se ha llamado Juvenal. “Juvenal Flores Noches, para servirle”, le dijo, estirando su mano derecha, el día en que los presentaron. “Antonio Ruiz Legarreta, mucho gusto”, le contestó el forastero, bautizado al nacer como Neftalí Reyes Basoalto y rebautizado como Pablo Neruda al nacer en él su alma de poeta. Por esa época, cuando Juvenal Flores lo conoció, Neruda había cambiado su identidad por la de Antonio Ruiz y se hacía pasar por un ornitólogo. Realmente parecía otra persona: se había dejado crecer la barba al punto que cubría gran parte de su rostro, usaba lentes, un sombrero e incluso tenía una cédula de identificación falsa. Debió tomar esos resguardos para evitar ser detenido por la policía civil, que lo perseguía por todo el territorio nacional por órdenes directas del entonces Presidente Gabriel González Videla. Neruda, uno de los más ilustres militantes del Partido Comunista, vivía en la clandestinidad desde febrero de 1948, luego de que criticara a González Videla a través de una carta publicada en un diario venezolano y también en un discurso que pronunció en el Senado, denunciándolo por instaurar la censura en Chile, disolver los sindicatos de trabajadores y trasladar a campos de concentración a los opositores a su régimen. El Partido Comunista había sido clave en la llegada al poder de González Videla en 1946, y Neruda tuvo un papel preponderante en la campaña presidencial, como jefe de propaganda de su candidatura. Pero las cosas cambiaron un año más tarde, ya que ante el inicio de la Guerra Fría y convencido de que la Tercera Guerra Mundial estaba próxima a detonarse, el Presidente radical decidió ponerse del lado de los Estados Unidos y desligarse de sus antiguos aliados comunistas, promulgando la Ley de Defensa de la Democracia, conocida por sus detractores como la “ley maldita”, que prohibió en nuestro país la existencia del Partido Comunista e inició la persecución de sus partidarios. Neruda, que era senador y había sido elegido democráticamente, fue desaforado y, a solicitud del Ministerio del Interior, la Corte de Apelaciones de Santiago dictó una orden de captura en su contra. Para
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evitar que lo detuviesen, se mantuvo oculto en Santiago, Pirque, Isla Negra y Valparaíso, en al menos once casas de amigos, conocidos y admiradores, hasta que el Partido Comunista decidió que debía salir del país para denunciar en el extranjero los abusos y excesos cometidos por el Gobierno. Él era una voz autorizada para hacerlo. El plan urdido por los dirigentes comunistas para que Neruda abandonara el país fue el que le permitió a Juvenal Flores estrechar la mano del poeta. Aunque, en realidad, a quien Juvenal conoció fue a Antonio Ruiz, el ornitólogo. El encuentro entre ambos tuvo lugar en febrero de 1949 en la hacienda Hueinahue, en el sector precordillerano del mismo nombre, ubicado en el lado oriente del lago Maihue, en la comuna de Futrono. El poeta-ornitólogo llegó hasta allí tras cruzar en auto desde Santiago hasta Futrono, luego en lancha por el lago Ranco hasta Llifén, desde Llifén hasta Los Llolles en jeep y después, a bordo de otra embarcación, por el lago Maihue hasta la hacienda Hueinahue. El plan contemplaba que Neruda escapara hacia Argentina los primeros días de marzo, cruzando a caballo la Cordillera de Los Andes a través del paso Lilpela, también conocido como paso de los contrabandistas. En San Martín de Los Andes lo estarían esperando otros camaradas comunistas, que lo transportarían a Buenos Aires. Hueinahue fue el centro de operaciones de esta maniobra secreta. En ese viaje por la cordillera participaron dos amigos del poeta, Víctor Bianchi y Jorge Bellet, y cuatro arrieros que les sirvieron de guías: Juvenal Flores Noches, su hermano Juan -quien lideró la travesía-, Juan González y Juan Vivanco. Es decir, los arrieros eran un Juvenal y tres Juanes. En las crónicas, libros y documentales que existen sobre este viaje -que es considerado muy importante en la vida del poeta, pues en su etapa de clandestinidad trabajó de manera intensa en la escritura del Canto General, una de sus obras mayores- se destaca de manera especial la participación de los tres Juanes, pero ni siquiera se menciona la presencia de Juvenal. La omisión principal -y la primera- fue del propio Neruda.
LA OMISIÓN Estocolmo, 10 de diciembre de 1971. Pablo Neruda recibe el Premio Nobel de Literatura y, en su discurso de agradecimiento, ante la presencia del rey de Suecia, recuerda la peligrosa aventura emprendida veintidós años antes por las agrestes montañas de la Cordillera de Los Andes. “A veces seguíamos una huella delgadísima, dejada quizás por contrabandistas o delincuentes comunes fugitivos, e ignorábamos si muchos de ellos habían perecido, sorprendidos de repente por las glaciales manos del invierno, por las tormentas tremendas de nieve que,
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cuando en los Andes se descargan, envuelven al viajero, lo hunden bajo siete pisos de blancura”, narró Neruda, que vestía un impecable frac. Otro pasaje de su discurso relata un episodio de su periplo en el que los arrieros le salvaron la vida: “Teníamos que cruzar un río. Esas pequeñas vertientes nacidas en las cumbres de los Andes se precipitan, descargan su fuerza vertiginosa y atropelladora, se tornan en cascadas, rompen tierras y rocas con la energía y la velocidad que trajeron de las alturas insignes: pero esa vez encontramos un remanso, un gran espejo de agua, un vado. Los caballos entraron, perdieron pie y nadaron hacia la otra ribera. Pronto mi caballo fue sobrepasado casi totalmente por las aguas, yo comencé a mecerme sin sostén, mis piernas se afanaban al garete, mientras la bestia pugnaba por mantener la cabeza al aire libre. Así cruzamos. Y apenas llegados a la otra orilla, los baqueanos, los campesinos que me acompañaban me preguntaron con cierta sonrisa: - ¿Tuvo mucho miedo? - Mucho, creí que había llegado mi última hora- dije. - Íbamos detrás de usted con el lazo en la mano - me respondieron - Ahí mismo -agregó uno de ellos- cayó mi padre y lo arrastró la corriente. No iba a pasar lo mismo con usted”. Fue un discurso largo, emotivo, apasionante, pero en el que Juvenal Flores no apareció por ningún lado. Su nombre tampoco aparece en el libro “Neruda Clandestino” (Editorial Alfaguara, 2003), del escritor José Miguel Varas, Premio Nacional de Literatura 2006, quien reconstruye en 228 páginas todas las andanzas del poeta durante la época en que fue perseguido, dedicando varios capítulos a su viaje a caballo por la Cordillera de Los Andes, que incluyen testimonios del propio Neruda, de sus compañeros de viaje Víctor Bianchi y Jorge Bellet y del arriero Juan Flores Noches. El documental “Neruda, el Poeta Fugitivo”, del cineasta Manuel Basoalto, sobrino nieto de Neruda, que fue exhibido por TVN el año 2004, tampoco menciona a Juvenal, pero sí a su hermano Juan, quien aparece como entrevistado, relatando detalles del viaje. En la obra se asegura que él es el único sobreviviente de todos los que acompañaron al poeta en su aventura por la cordillera. La afirmación del documental es falsa, pues así como Juan que en realidad se llama Fuenzalida Flores Noches, aunque siempre le han dicho Juan- aún vive, en el sector Folleco, en la comuna de La Unión, con 93 años de edad, Juvenal Flores también está vivo y reside todavía en el sector de Hueinahue, con 95 años que cumplió el viernes 22 de agosto de 2008.
UN HOMBRE “ARREJONADO” El día en que Juvenal conoció a Antonio Ruiz estaba nublado. O tal vez había sol. Quizás llovía. Juvenal no lo recuerda. No puede
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hacerlo, porque está cerca de los cien años y su memoria es frágil, tan frágil como sus piernas, que se mantienen en pie gracias a la complicidad de un bastón de madera. Las arrugas han colonizado su rostro, sus manos y su frente despoblada. Sus ojos parecen azules, pero esa tonalidad se la dan las cataratas que lo tienen casi ciego. Tampoco oye bien. Hay que hablarle fuerte, gritándole, para que entienda lo que se le quiere decir. Así como está, se ve indefenso, pero en sus años mozos se caracterizaba por ser un tipo rudo y desafiante. Se autodefinía como un hombre “arrejonado”, que en la jerga huasa denomina a los campesinos corajudos, valientes. Eran otros tiempos cuando él y su hermano Juan recorrían la hacienda Hueinahue a caballo, siempre armados con cuchillos y escopetas. Jaime Bellet, el amigo de Neruda que participó en el viaje por la cordillera de Los Andes, era el administrador de la hacienda y los llevó hasta allá en la década de los '40 para que custodiaran las faenas forestales de las amenazas de los bandidos, constructores de caminos y de los vecinos del fundo Maihue, que tenían problemas limítrofes con el propietario del predio Hueinahue. Si alguien irrumpía en la hacienda queriendo armar un alboroto, Juvenal imponía respeto cuando se paraba con su metro setenta y su estampa atlética sobre sus botas de cuero y se llevaba la mano a la cintura, casi tocando con la punta de sus dedos el machete que le colgaba del cinto. Ese gesto bastaba para que intimidara a los intrusos. Y si los intrusos no se iban, entonces tenía que usar armas de fuego para ahuyentarlos... Según cuenta el profesor y cronista Ramón Quichiyao, jefe técnico de la escuela José Miguel Balmaceda, de Futrono, y quien además colaboró estrechamente en la producción del documental “Neruda, el poeta fugitivo”, Juvenal Flores y su hermano Juan llegaron a trabajar a Hueinahue “como personal de seguridad, que en ese tiempo era gente de confianza, por si el patrón necesitaba amansar un caballo, comprar bueyes o gente para contratar para una faena caminera”. “A ellos les tocó vivir una época bastante dura, que fue la de la construcción de caminos en la cordillera. Fue una época difícil, porque eso supuso que llegaran trabajadores expertos en hacer caminos, los camineros, que siempre tuvieron fama de peleadores. Generalmente sus diferencias no las resolvían conversando ni menos a puñetes, sino que era a cuchillo. Entonces, para tratar con ese tipo de gente se necesitaba un carácter firme y ellos (los hermanos Flores Noches) tenían que velar porque el camino se hiciera en buenas condiciones y existiera cierta disciplina”, explica Quichiyao. “La palabra es fea, pero... eran matones. Y andaban armados con revólver y escopetas”, agrega. Juvenal nació en 1913 en la comuna de Los Lagos. Allí era conocido por su afición a las carreras a la chilena. Era jinete y le gustaba apostar. También le gustaba el vino, el aguardiente y la chicha con harina
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tostada. Se fue a vivir a Hueinahue cuando tenía poco más de 30 años y allí conoció a Lidia Monsálvez, con quien se casó en 1945 y tuvieron nueve hijos. El padre de Lidia, Ricardo Monsálvez González, también tuvo un rol protagónico en la etapa clandestina de Pablo Neruda, pues le dio alojamiento en su casa durante más de un mes al poeta, aunque creyendo que se trataba del ornitólogo Antonio Ruiz. Incluso le prestó el caballo que Neruda utilizó en su viaje por la cordillera, que se llamaba Moro Azul. Juan Eladio Flores Monsálvez, el menor de los hijos de Lidia y Juvenal, tiene 47 años y vive a cien metros de la casa de sus padres, en Hueinahue. Describe a Juvenal como un padre “serio y estricto. Por ejemplo, teníamos que bajar a pie todos los días a la escuela. Nos demorábamos casi una hora, y si llovía, igual no más. Nos pegaba con la huasca si no le hacíamos caso. Y era medio machista. Todavía es”. Apoyado sobre un portón de madera , Juan recuerda que el mayor dolor de su padre fue la muerte de dos hijos en el lago Maihue, hace más de 25 años. “Debe haber sido el año '80. Cuatro hermanos míos iban cruzando en un bote el día de Navidad, como a las cuatro de la tarde, de vuelta para la casa. Había mucho viento y se dieron vuelta. Murieron ahogados Alberto, que tenía 20 años, y Héctor Alonso, que tenía 18. Nunca pudieron encontrar sus cuerpos. A los otros dos los rescató una persona que los vio desde la orilla”, relata. Juvenal estaba trabajando en esa época en Los Ángeles y, apenas supo de la tragedia, viajó a los funerales. Todos los años recuerdan esta fecha con una ceremonia en el templo evangélico ubicado en el sector bajo de Hueinahue. Juvenal se convirtió a la religión evangélica hace unos diez años. A pesar de su avanzada edad, para el culto que conmemora la muerte de sus hijos vuelve a montar a caballo. Muy despacio, para no caer, siempre acompañado por su hijo Juan, cabalga durante media hora hasta llegar al templo.
EN AVIÓN A SANTIAGO No todos han olvidado, como lo hizo Neruda, el papel que tuvo Juvenal Flores en su huida hacia Argentina. El 12 de julio de 2001, cuando se conmemoraron 97 años del nacimiento del poeta, la Fundación Neruda invitó al arriero a viajar hasta Santiago para participar de la ceremonia, que se realizó en La Chascona, la casa que tuvo Neruda en el barrio Bellavista y que hoy es un museo. El contacto para que Juvenal asistiera se gestó gracias al profesor Ramón Quichiyao, quien fue el primero en reivindicar la participación de Juvenal Flores en el viaje con el poeta a San Martín de Los Andes. En 1982, Quichiyao leyó el libro de Neruda “Confieso que he vivido” y se enteró de la historia de su paso por la cordillera de los
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Andes en 1949 y de la ayuda que le prestaron arrieros de la zona, por lo que se decidió a buscarlos. Ese mismo año averiguó que Neruda, antes de cruzar hacia Argentina, permaneció varias semanas en Hueinahue, así es que viajó hasta allá a investigar y encontró a Juvenal Flores, conversó con él y comprobó que había sido uno de los protagonistas de la historia. También ubicó a su hermano Juan Flores y así logró reconstruir la aventura. Pero no fue sino hasta el año '98 que la hizo pública. La idea de Quichiyao era organizar para el año siguiente un acto para celebrar los 50 años del paso de Neruda por Futrono y para ello solicitó la colaboración de la Fundación Neruda. La institución se interesó y envió como representante al cineasta Manuel Basoalto. A esa ceremonia, que se efectuó el 12 de julio de 1999 y consistió en revivir la travesía hasta San Martín de Los Andes, asistieron también los hermanos Flores. Al conocer en detalle la historia del viaje de su tío abuelo hacia Argentina, a Basoalto le nació la idea de hacer el documental “Neruda, el poeta fugitivo”, para el que Juvenal fue entrevistado el año 2002, pero cuyo material finalmente no fue utilizado en la edición final de la obra. Además, como se dijo anteriormente, el documental no menciona su participación en el viaje y señala que Juan Flores es el único sobreviviente de aquella aventura. Pero la visita de Basoalto a Futrono en 1999 para la ceremonia organizada por Quichiyao permitió que, dos años más tarde, Juvenal Flores concurriera al aniversario 97 del cumpleaños de Neruda. El arriero viajó en avión hasta Santiago y se quedó dos días alojado en un hotel en Providencia. A la cita en La Chascona llegó vestido con un poncho gris y un sombrero. En las fotos publicadas por los diarios nacionales al día siguiente, Juvenal aparece soplando las velas de la torta del cumpleaños del poeta, junto a Juan Agustín Figueroa, presidente de la Fundación Neruda. La escena fue contemplada en directo por los embajadores, políticos, periodistas y ejecutivos de televisión invitados a la ceremonia. Flores también fue entrevistado por medios de comunicación nacionales durante esa visita a Santiago. Estuvo sentado en un set de TVN y en los estudios de Radio Cooperativa. Quichiyao, que acompañó a Flores a la ceremonia de la Fundación Neruda, recuerda que para que Juvenal pudiera asistir, fue necesario pedirle permiso a Lidia, su esposa. “Me llamaron tres días antes de la ceremonia para invitarnos, así es que fui a Hueinahue a avisarle a don Juvenal, lo que es bastante sacrificado, porque hay que llegar a puerto Maqueo en camioneta, después cruzar el lago Maihue en lancha y luego arrendar un caballo para subir hasta donde él vive”, cuenta Quichiyao. Cuando el profesor llegó hasta la casa, Lidia y Juvenal lo invitaron a tomar mate y se produjo el siguiente diálogo: - Sabe, señora Lidia, traigo una invitación para su esposo. No sé si usted le va a dar permiso, porque quizás cómo sería el caballero
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cuando joven, si usted le daba permiso o se mandaba solo -expresa Quichiyao, medio en broma y medio en serio.. - No, no, si nunca se ha mandado solo -le responde Lidia. - La invitación es para que asista al cumpleaños de don Pablo Neruda... - ¿Pero ése caballero no se murió ya? -lo interrumpe Lidia. - Sí, pero es una costumbre que después de muerto igual le celebren el cumpleaños. Juvenal escucha la conversación en silencio, con las manos entrelazadas y mirando de soslayo a su esposa. - ¿Y en qué van a ir? - En avión. - No, no, no. No va en avión. - Pero no se preocupe, si los vuelos demoran apenas dos horas desde Valdivia a Santiago. Allá nos van a llevar a un hotel y va a estar súper cuidado. - Bueno, si usted me lo trae de vuelta, ningún problema. El 12 de julio, en los asientos 1 y 2 del avión, Ramón Quichiyao y Juvenal Flores emprendieron el vuelo hasta Santiago. Antes de despegar, el profesor le preguntó al arriero, que estaba sentado junto a la ventana, si prefería el asiento del pasillo. “No, me dijo, quiero ver cómo se ve pa'bajo”, recuerda Quichiyao.
TRES JUANES Y UN JUVENAL En la cocina a leña se está horneando el pan para el almuerzo. Juvenal tiene las manos apoyadas en la mesa del comedor. Viste un pantalón gris, de tela, chaleco rojo de lana, camisa a cuadros y una parka negra. Tiene el bigote blanco, al igual que el cabello que cubre ambos costados de su cabeza. Los recuerdos que hoy guarda sobre su viaje con Neruda son escasos. Responde con frases cortas a las preguntas sobre el tema. ¿Fue muy sacrificado el viaje? - Sí, porque nos fuimos a pie y a caballo, en parte. ¿Les tocó buen o mal tiempo? - Nos tocó un tiempo malo, estuvo muy helado para allá. ¿Cuánto se demoraron en cruzar? - Dos días nomás. ¿Ustedes sabían que estaban llevando a Pablo Neruda? - No. No sabíamos nada. Don Jorge (Bellet), el patrón, nos dijo que lo cruzáramos, porque era un amigo de él. Después, cuando volvimos, nos dijo quién era en verdad. ¿Y de qué les hablaba Neruda? - No nos conversaba nada. ¿Qué llevaron para comer?
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- Carne cocida y pan ¿Y para beber? - Llevábamos café, en un termo. A los pocos minutos de iniciar esta entrevista, Flores se ve cansado y se le nota incómodo: le cuesta escuchar las preguntas. Su esposa, Lidia, responde por él algunas consultas, pero desconoce detalles del viaje. Juvenal no sabe que Neruda nunca habló de él en sus memorias ni que la historia oficial, la que dio la vuelta al mundo, sólo rescata la presencia de los tres Juanes en el viaje por la cordillera de Los Andes. Aunque si lo supiera, probablemente no le importaría. Hace siete años, cuando viajó a Santiago al aniversario del nacimiento del poeta, en el programa “La mañana en Cooperativa” dejó un testimonio de su experiencia con el hombre que se hacía llamar Antonio Ruiz. “(Él) consiguió que mi suegro (Ricardo Monsálvez) lo tuviera en su casa. Era vecino mío. Todos los días lo veía, pero no sabía quién era (...) Nos dijo: prepárense con los caballos, porque yo voy a traer la montura. ¡Y nosotros llevamos los mejores caballos! (...) Había harta nieve y mucho peligro. En cierta parte había que pasar a pie, pero él no quiso desmontar. Dijo: mejor pásenme así no más, con caballo (...) Nos había dicho que no íbamos a pasar, pero nosotros conocíamos bien la pasada y él estaba muy contento cuando llegamos”. Juan Flores, el hermano de Juvenal que en realidad se llama Fuenzalida, el arriero que estuvo a cargo de la travesía por la cordillera y le enseñó a cabalgar a Neruda, cuenta en el libro “Un camino en la selva, un paso a la libertad” (Pentagrama Editores, 2003), de Ramón Quichiyao, que “mi hermano Juvenal nos acompañó en el viaje, para llevar los caballos de tiro. Recuerdo que salimos con noche de Hueinahue, nos fuimos por el cerro. Los otros salieron más tarde, en la lancha de la empresa. Allá al otro lado, entre la desembocadura del río Blanco y el cerro de Arquilhue, nos reunimos y desde ahí nos fuimos directo a las termas de Chihuío. ¡Putas que sufrieron en la cabalgata!, con decirle que en el vado del río Curriñe casi se nos fue al agua don Antonio”. Juan Flores relata que esa noche la pasaron en Chihuío. Los viajeros eran, además de Neruda y los hermanos Flores, los amigos del poeta Víctor Bianchi (funcionario del Ministerio de Tierras) y Jorge Bellet (el administrador de la hacienda Hueinahue) y el arriero Juan González, “que conocía muy bien el paso de Lipela”, según describe Juan Flores. En Chihuío se les unió el tercer Juan, de apellido Vivanco, “que era el más vivo para andar en la cordillera. Era tan vivo Vivanco, que sabía distinguir las huellas de un puma de otro puma hembra”, agrega Flores. Y continúa: “Juan Vivanco siempre fue adelante, seguía el patrón (Bellet) y el otro caballero (Bianchi), y don Antonio y yo apegado a su tranco; más atrás Juvenal con los caballos de tiro y Juan González que vigilaba a uno y otro lado. Así marchamos hasta llegar a la Argentina. ¡Qué lindo viaje hicimos! Lo malo fue que don Antonio se nos quedó en San Martín...”
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Los caballos de tiro que llevaba Juvenal eran animales “de repuesto” y tenían la misión de transportar las provisiones. Ramón Quichiyao cree que Neruda no menciona en sus memorias a este arriero porque “para la historia, para la literatura, para la parte anecdótica era mejor dejar a los tres Juanes que incorporar a un cuarto arriero que se llame Juvenal. Era más pintoresco y a favor de las coincidencias. De hecho, hay una anécdota que cuenta Bianchi, que describe que en un momento del viaje en que necesitaba algo, dijo 'oye Juan, pásame tal cosa' y los tres Juanes se dieron vuelta en sus caballos al mismo tiempo”. Al llegar a San Martín de Los Andes dos días después de haber iniciado la travesía, Neruda se encontró con los camaradas que debían trasladarlo hasta Buenos Aires. Desde allí partió a Montevideo y luego a París, donde reapareció públicamente el 25 de abril de 1949, en el Primer Congreso por la Paz. Juvenal Flores, en cambio, regresó a Hueinahue a respirar el olor de la madera cortada. A hacerle frente con su machete y su revólver a los camineros y bandoleros que osaban ingresar a la hacienda. A cabalgar por la montaña bajo la lluvia, la nieve o el sol. A criar a sus nueve hijos. A continuar con su vida anónima hasta que la muerte lo separe de la cordillera.
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Con el lino en el corazón La historia de Sonia Ojeda Gaete está ligada estrechamente a Linos La Unión, la desaparecida industria que vivió su apogeo en las décadas del '60 al '80. En su memoria quedaron grabados a fuego aquellos años en los que trabajó en las secciones de ventas y estampado.
Por José Luis Gómez Guenchor
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na infortunada circunstancia obligó a Sonia Ojeda Gaete (71 años) a ingresar a trabajar a Linos La Unión la mañana del 05 de septiembre de 1965. En ese entonces, su esposo, Luis Alberto Muñoz Brandau, se encontraba hospitalizado en Santiago a causa de una enfermedad al pulmón, por la que tuvo que ser intervenido quirúrgicamente. “Mi marido trabajaba en la sección embalaje de Linos y vivíamos en esta casa que pertenecía a la empresa. Para tener derecho a la casa tuve que empezar a trabajar... Me costó harto, porque había una persona que me hacía la guerra para quedarse con ella”, recuerda Sonia. Lo que para otras mujeres podía significar un castigo divino en esa época -dejar a su familia para trabajar fuera de casa-, para Sonia fue una bendición: ese trabajo le permitió dar sustento a la familia con la que vivía en La Unión y que estaba compuesta por sus tres pequeños hijos -un niño de cinco y dos niñas de cuatro y dos años - y su suegra, a los que se sumaron posteriormente “tres sobrinos de las mismas edades de mis hijos”. Cómodamente arrellanada en el negro sofá del living-comedor de su casa ubicada en el pasaje Wolf von Gersdorff de la población Linos, Sonia -con un particular movimiento de cabeza que siempre ha tenido y que se ha hecho más notorio con los años- rememora ese primer día: “Ingresé a trabajar a las ocho de la mañana a la sala de ventas. En esa época se acercaba la temporada de verano, en la que Linos tenía hartas ventas y el personal se hacía poco. Fue un día de sol, pero hubo un poco de neblina durante la mañana”. Vestida con una blusa celeste y un suéter café que contrasta con su pelo cano y su rostro curtido por los años, Sonia recuerda que ese día se levantó a las siete de la mañana, dejó el fuego prendido y a los niños durmiendo. Al desayuno tomó un café acompañado con dos rebanadas de pan casero cubiertas con mermelada de mosqueta. De su casa a la empresa -que se ubica a una muy corta distancia, en la hoy intersección de avenida Augusto Grob con calle Juan Fischer- demoró cinco minutos. Con el ímpetu de la juventud, recuerdo hoy, salió corriendo y en cuanto ingresó al trabajo todo le fue fácil. En esos años la población Linos era diferente. La avenida Augusto Grob no era una calle y lo único que había era un camino de piedra y una pasarela peatonal donde actualmente se ubica el puente 21 de Mayo. “Lo demás eran murras por ambos lados”, asegura.
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Lo primero que hizo en el trabajo fue revisar los colores y los precios. Y a eso de las nueve de la mañana llegaron los primeros clientes. Tuvo que ayudar a mostrarles los géneros y medir la cantidad de lino que solicitaban los clientes, muchos de ellos pudientes turistas que alababan estas nobles telas y sus peculiares diseños. Todo marchó sobre ruedas en el día de su estreno. Sólo hubo un bemol. “Me mandaron a la bodega a buscar un género verde palta, entonces yo miré un verde, pero resultó que el color que me pedían era medio café. ¡No lo encontré nunca! -rompe en carcajadas-. Así es que tuve que preguntarle a la más antigua en la sala de ventas”. De la una a las dos de la tarde almorzó en su casa junto a sus pequeños. Luego continuó trabajando hasta las siete. Con una alegría que le inundaba el alma, al salir de la empresa vio a sus niños “que me estaban esperando paraítos (sic) en la ventana”. Esa escena se repetiría durante todos los días a la hora en que salía del trabajo y cesaría recién cuando sus hijos se fueron convirtiendo en unos adolescentes. Dos años permaneció en el departamento de ventas, para luego ingresar a la sección de estampado. Sonia se hizo cargo de la “cocina”, donde preparaba en baldes de 12 kilos las pastas que se utilizaban para estampar el lino. Allí “siempre fui 'Sonia La Única', pues hasta que terminé mi trabajo, no tuve reemplazante”, cuenta. El material que preparaba era usado por los operarios de los tres turnos, durante las 24 horas en que funcionaba esta empresa en sus tiempos de máximo esplendor. “Revolvía más de cien kilos diarios de pastas durante las ocho horas en las que trabajaba”, relata. Su turno partía a las seis de la mañana y finalizaba a las dos de la tarde. Esto le acomodaba, pues las tardes podía dedicarlas a sus hijos. Provista de baldes, cucharones de madera, un guardapolvo celeste y una mascarilla blanca, Sonia preparaba una sustancia que incluía colorantes de un peso atómico muy alto y espesantes que ayudaban a la fijación. Según explica el ex gerente de Linos, Erico Opligger Grollmus, “ella trataba de llevar a la tela los colores que se habían obtenido en los diseños en papel”. También se preocupaba de que no hubieran descalces -que se producen cuando los colores no quedan dentro de la figura en forma exacta- en el sistema de estampado a la leonesa que poseía Linos, y que era el más primitivo que existía por esos años. Sonia precisa que los colorantes y los espesantes que usaba eran en polvo. El modus operandi era el siguiente: primero se preparaba el “copaje”, que era una pasta blanca incolora espesa, con la cual se elaboraban los colores, dependiendo de los tonos que se querían estampar. “Todo era cosa de gramos”, asegura. Precisamente por eso es que tenía dos pesas en su puesto de trabajo: una para los gramos y otra para los kilos. Con el tiempo, fabricó un muestrario donde especificaba, de acuerdo a los diseños a estampar, la cantidad de pasta necesaria para preparar cada color. “Para cada diseño tenía mis recetas, con la cantidad
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para un mesón. Entonces hablábamos de una 'mesonada' o dos 'mesonadas'”. Mientras detalla esto, trae dos inmensos papelógrafos elaborados sobre un papel café, que guarda en el segundo piso de su casa. Son recuerdos de trabajos que sus nietos hicieron otrora en el colegio, para explicar con fotos, breves textos, trozos de tela, retazos de lino hilado, semillas y plantas, todo el proceso de cultivo y elaboración de este exquisito producto local. La importante labor que desempeñaba en Linos La Unión la hacía feliz y le permitió, en 1969, comprar la casa de la población Linos en la que vive actualmente, y que terminó de pagar en la década de los ochenta. Las cuotas del dividendo se las descontaban por planilla. Y si bien la casa tiene el número 13, ella cree que la suerte siempre ha estado de su lado. Claro que su vida también estuvo teñida con dolor durante sus primeros años en Linos La Unión: debido a la enfermedad que lo aquejaba, su esposo jubiló por invalidez absoluta y, tras una larga agonía, falleció en 1975, cuando tenía 45 años. A Sonia, una mujer de baja estatura (mide 150 centímetros), hija de un agricultor y una dueña de casa, y que cursó hasta segundo humanidades en el Liceo de La Unión, le correspondió desde entonces ser padre y madre para sus hijos. Tampoco fue fácil para Sonia la época de la Unidad Popular. Sin ambages, reconoce que nunca fue partidaria de la UP, “porque no me gustaba, había mucha prepotencia en la fábrica. Cuando se la tomaron, nadie podía mirar al otro sin (decir) una mala palabra”, confiesa. El ex gerente Erico Opligger coincide con Sonia y recuerda que el 9 de septiembre de 1973, dos días antes del golpe militar, “nos echaron a 220 (trabajadores) porque no pensábamos como los de la UP, y se equivocaron, porque todos los que no pensábamos como ellos éramos los técnicos”. Opligger narra que en 1974 las autoridades militares llamaron al accionista mayoritario de la empresa, Wolf von Gersdorff -quien había vendido Linos a la Corporación de Fomento de la Producción (Corfo)-, para que volviera a hacerse cargo de la industria. Sin embargo -de acuerdo a lo que relata el libro “La Unión desde 1792 hasta el 2007”, del cronista local Ricardo Preisler-, Von Gersdorff vendió sus acciones a la familia Grez, de Santiago. “De ahí para adelante, Linos se fue para arriba otra vez, hasta que cerró”, dice Opligger.
POR SUS FRUTOS LA CONOCERÉIS Actualmente, Sonia vive con su hija Doris (46 años), su yerno Enrique (51) y sus dos nietos -Nicolás, de 18, y Julio, de 20-. Su casa, al igual que las otras de la población, es pareada, tiene dos pisos y un subterráneo, el cimiento es de concreto, el forro interior es de madera y el exterior, de tejuelas de alerce pintadas de color ladrillo en el segundo
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piso. El techo es de zinc. A la hora de describir a su madre, Doris Mariela Muñoz Ojeda larga un profundo suspiro y confiesa de entrada: “Me voy a quedar corta”. Y luego menciona sus cualidades: mamá completa, esforzada, trabajadora, servicial, buena esposa, hija y nuera, respetuosa, metódica, ordenada, muy limpia y sin vicios. “Siendo viuda temprana, nos sacó adelante a sus tres hijos”, subraya. Doris trabaja en una casa de reposo que atiende a adultos mayores en Osorno. Su hermana Viviana (44) es dueña de casa en esta misma ciudad y su hermano mayor, Juan Luis (47), es inspector en la Escuela 1 de La Unión. Doris también destaca que Sonia es una mujer sana y activa, que camina rápido y que, a su edad, sigue yendo al centro a pie, aunque le quede lejos. Y no duda en reconocer que su madre es reservada y no llora con facilidad, pues “la vida la fue endureciendo”. Su vecina Cecilia Cristina Muñoz Uribe, quien también trabajó en Linos, coincide con Doris en que Sonia es reservada y además “era generosa, buena compañera y no se metía en ningún problema. En ella siempre vi la puntualidad de llegar al trabajo y el levantarse bien temprano”. A su turno, el yerno de Sonia, Enrique Fulnier (51), hace énfasis en que es una persona tranquila, amable, cariñosa y amante de sus hijos y nietos. “Casi nunca la he visto enojada y no llora, aunque tenga una pena muy grande”, señala. Más allá de sus luces y sombras, lo que está claro es que Sonia -como muchos habitantes de esta ciudad- logró forjar su propio destino gracias al empuje de Linos La Unión, empresa cuyos orígenes rememora el libro “La Unión desde 1792 hasta el 2007”. La publicación de Ricardo Preisler cuenta que “la Sociedad de Lino funcionó durante más de 73 años. Creada por don Augusto Grob Westermeir el día 09 de noviembre de 1932, quien adquirió personalmente las máquinas hilanderas en Irlanda y Checoslovaquia. Su actividad inicial consistió en producir materia prima, o sea, fibra de lino para mercados en Brasil y Argentina. Poseía oficinas y fábricas en Purranque, Río Negro, Casma, Llanquihue y Fresia, donde se procedía a la desfibración del lino”. El libro cuenta que en 1941 se instaló la hilandería en La Unión, inaugurándose solemnemente el día 27 de septiembre, con la asistencia de ministros y altos funcionarios del gobierno de la época. El texto añade que en sus momentos de auge, Linos La Unión dio trabajo a más de 400 obreros y 30 empleados. Algunos unioninos discrepan con el libro y plantean que esta cantidad habría sido mayor, y ascendería a 500 personas. Independiente de la cifra, queda en evidencia que este emprendimiento es el resultado de la colonización alemana que llegó en los albores de La Unión. Con una prodigiosa memoria, Preisler (86) explica que el pueblo creció con la llegada de los alemanes, algunos de los cuales se instalaron en 1852 en la Pampa Negrón, frente al río Bueno. Pero como el lugar era muy improductivo y además los colonos
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sufrieron bandidaje, se trasladaron a la ciudad, donde ejercieron sus oficios de carniceros, zapateros, sombrereros, comerciantes, sastres y boticarios, dando así un importante impulso a la comuna.
EN LA EDAD DORADA Sonia recuerda con detalle un día de trabajo durante la época dorada de Linos La Unión, en el invierno del año '67. Un día que no fue muy diferente de otros, pero que quedó grabado en su memoria con extraordinaria nitidez. Aquel día ingresó a las seis de la mañana y no se detuvo en sus labores hasta que terminó de preparar un color en la sección de estampado. Mientras ese color se oreaba -para poder pasar a otro-, ella y sus compañeros tomaron colación en la misma sección, en la cual había cuatro mesones de 36 metros de largo por dos de ancho, donde estampaban los diseños sobre las telas de lino. La colación consistió en un pan francés con miel y un café con leche. En la sección trabajaban doce personas: un jefe, la “cocinera”, el dibujante y los estampadores. Al llegar al trabajo, el jefe de sección le mostró los diseños y la cantidad de metros a estampar. Para saber la cantidad de colores que debía preparar, Sonia se orientó por el libro de recetas que ella misma había fabricado. Ese día, como todos los de ese año, visitó la sección a las ocho en punto el gerente de la empresa, Pedro Benckel, “un alemán de un metro ochenta de estatura”, según lo describe Sonia. - Buenas días señora, ¿cómo estamos?¿tiene problemas? saludó a Sonia, la primera trabajadora con la que se encontraba al ingresar a la sección. Tal vez fue su amabilidad lo que hizo que este momento permaneciera imborrable en su memoria. Esa mañana, como en otras oportunidades, ella aprovechó de pedirle un anticipo a ese hombre poderoso, pero cordial. “Este gerente me tenía harta buena”, recuerda. También le tenía aprecio el ex gerente Erico Opligger, que guarda una muy buena impresión suya. La describe como “una mujer de mucho esfuerzo, que tenía a cargo prácticamente toda la sección estampado, a excepción de todo lo que era la programación y obtención de las 'chaulonas' o marcos para estampar, que lo hacía otra persona con conocimientos más técnicos”. Asegura que durante los 25 años en que ella estuvo a su cargo, nunca debió llamarle la atención, porque hacía el trabajo con mucho agrado. De esos años de esplendor, el ex gerente explica que Linos producía entre cinco y seis mil metros semanales en las cuatro mesas de estampado. Opligger -quien aún conserva en su escritorio la rueca que aparece en la conocida imagen corporativa de Linos- agrega que esta industria llegó a exportar 60 toneladas de hilado anuales. Asimismo, cuenta que esta empresa vendió sus productos en Chile y los exportó
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a Brasil, Alemania, Bélgica, Francia, Polonia, Hungría y Japón. Este técnico textil e ingeniero en ejecución textil explica que el proceso de fabricación del lino comienza con el cultivo de esta planta, cuyo nombre científico es Linum usitatissimum, que posee flores celestes o blancas y puede llegar a medir un metro y 20 centímetros de alto. Es sabido que después de tantos años de próspero desarrollo, Linos se convirtió en una industria asociada íntimamente a La Unión, ciudad que fue bautizada así -según indica Ricardo Preisler-, por el encuentro entre los ríos Llollelhue y Radimadi. De acuerdo al libro del cronista, el 9 de diciembre de 1890 se le confiere a La Unión el título de ciudad. El desarrollo de La Unión ha estado ligado, además de a Linos La Unión, a varias otras empresas, de las cuales algunas han desaparecido. El auge industrial que experimentó esta ciudad se debe en gran parte a sus molinos (Grob, Hoppe y Zarges), a la industria láctea (COLUN), al banco Osorno y La Unión, las minas de carbón de Catamutún, barracas, maestranzas, fábricas de cerveza y alcohol de trigo húmedo, curtiembres, un desaparecido ferrocarril y el puerto de Trumao. Su relación con el trabajo llega a ser tan estrecha que el molino Grob -hoy en manos de Carozzi- mantiene la tradición de hacer ulular una sirena todos los días a las siete de la mañana.
LA HORA DEL ADIÓS Cuando en el año 2004 los dueños de Linos La Unión volvieron a colocar a un gerente argentino -cuyo nombre y apellido Sonia prefiere no recordar- al mando de la empresa, ella tuvo un presentimiento: “Éste viene a cerrar Linos otra vez”. Al volver a verlo, casi se lo dice en la cara, pero se contuvo. La ex funcionaria explica que fue este mismo ejecutivo el que cerró por primera vez la fábrica, en 1998. De él guarda los peores recuerdos. Cuando habla de él, lo hace vagamente y con desprecio, destacando su prepotencia y su falta de conocimientos. Al reasumir sus funciones este gerente, Sonia, que en 1999 había sido recontratada por media jornada al reabrirse la fábrica, supo que las cosas no irían bien para ella. Su temor se materializó en octubre de ese año, un día en que estaba en la sala de corte y la mandaron a buscar de gerencia, junto con otras tres mujeres. - Señora Sonia, ya no va a haber más trabajo, necesito que me firme aquí -le dijo el gerente argentino. - Claro, ningún problema -le respondió Sonia mientras firmaba su finiquito, en el que se especificaba el dinero que recibiría, en cuotas, por sus últimos cinco años de servicio. En ese minuto, no se imaginó que éste sería el último adiós y la debacle definitiva de Linos. El cierre definitivo de la empresa se produjo el martes 15 de marzo de 2005. La decisión fue tomada por la familia Grez Moura, dueños de la fábrica desde mediados de los años 90, quienes se hicieron cargo del negocio luego del cierre temporal (entre 1995 y 1997) de la entonces
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Textil Austral. A mediados de diciembre de 2005 se efectuó el remate de las máquinas agrícolas utilizadas para la producción de lino, así como las de hilandería, tejeduría y tintorería, y de las marcas Textil Austral y Linos La Unión. Pero Sonia no se quedó durmiendo en los laureles tras su despido. Ya en 1998 había participado, junto con otros funcionarios y con la ayuda del ex senador Gabriel Valdés, en la creación de una microempresa de estampados de lino que nació en 1998 y funcionó hasta hace un año atrás. Actualmente -marzo de 2008- sólo se dedica a las tareas propias de su hogar: hacer fuego, cocinar, lavar y planchar. Y también aprovecha de viajar gracias a una programa de su caja de compensación. Mientras tanto, las ex dependencias de Linos se encuentran divididas por un muro que separa a sus dos propietarios: COLUN -que posee la sección estampado, que está a punto de ser demolida- y Carozzi -que es dueña de gran parte de estas edificaciones que se ubican en la zona aledaña al molino Grob-. Estos edificios están vacíos, sin maquinarias, sin luz eléctrica. En las amplias, oscuras y polvorientas salas sólo se escuchan los ecos de quienes ingresan, al tiempo que se ven en los cielos rasos algunos cables y tubos fluorescentes a punto de caer. Por fuera se observa la particular arquitectura de estos edificios, además de algunos letreros que indican el nombre de las secciones. Sonia no había ingresado a estas dependencias desde el 2004. Hoy lo hace, y aunque se emociona un poco al visitar la fábrica, se mantiene firme y no llora. Quizá intuye que aunque la gente olvide lo que ella hizo alguna vez con tanta pasión, igualmente su legado de esfuerzo quedará. De hecho, su nieto mayor, Julio Enrique Fulnier Muñoz (20), que vive con ella, saca algunas lecciones de su esforzada historia: “Uno no necesita de otra persona para seguir adelante, uno se las puede barajar solo. Y por mayor sufrimiento que uno tenga, siempre hay que hacer la vista gorda y tratar de surgir, salir del hoyo”. Fulnier Muñoz egresó en marzo de 2008 del Servicio Militar en el Regimiento de Artillería Nº2 Maturana, de La Unión. Sus planes para el futuro son trabajar y al mismo tiempo postular a la Escuela de Carabineros, o a Gendarmería, o bien dar la Prueba de Selección Universitaria para ingresar a la carrera de Agronomía. Así, los hijos y nietos de Linos La Unión comienzan a emprender nuevos horizontes, mientras la ciudad sigue su rumbo, ahora como capital de la provincia del Ranco. Y aunque el tiempo pase y aparezcan nuevas y pujantes empresas en La Unión, Sonia siempre llevará en el corazón a Linos, una marca grabada a fuego en la memoria colectiva del sur de Chile.
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El campesino que estrechó la mano de Allende y Pinochet Socialista y jefe de predio del fundo Neltume al momento del golpe militar, las torturas que sufrió no lograron borrar su amor por el Ejército. Allí aprendió lecciones “cruciales” mientras hizo el servicio militar, como buscarse a una esposa profesora. Por Daniel Carrillo Monsálvez
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a pose de Egidio Duath desentona. Su sonrisa ingenua y las manos a la cadera le dan un aire de niño en travesura que contrasta con la impronta marcial de su boina negra, su camisa arremangada a lo Che Guevara y sus botas de factura militar. No mira hacia la cámara. Tiene los ojos perdidos en alguien o algo que pasa, pero se ve contento. Alegre de haber recorrido por primera vez los casi 900 kilómetros que separan Santiago de la precordillera de Panguipulli, de donde sólo se había movido para hacer, gustoso, el Servicio Militar. Esto, en Valdivia y Punta Arenas. Y es que, en el fondo, el destino lo puso ahí y él no hizo más que colocar su mejor cara. Una constante que se repetirá a lo largo de su vida, a ratos con vientos muy contrarios, que harán incluso chocar la ingenuidad bonachona de su rostro con el índice acusador de la traición. Volviendo a la fotografía, que atesora con romanticismo, se ve a su espalda uno de los coloridos tapices populares que adornaban las paredes del llamado Edificio UNCTAD III. La imponente estructura rebautizada como Diego Portales en diciembre del 73-, estaba recién terminada para acoger a los asistentes a la Tercera Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo, realizada en la capital en septiembre de 1972. Como delegado de la región y representante del Complejo Maderero y Forestal Panguipulli, escuchó con emoción las palabras de Salvador Allende y sintió fortalecido su compromiso político. “Entré como militante al Partido Socialista durante los primeros meses de 1972. Me llamó la atención que siempre se hablaba mucho de la sociedad, que el trabajador tenía que defender sus derechos y para eso tenían que estar organizados, y como sindicatos y partidos podían tener fuerza para hacer sus reclamos ante los patrones y las autoridades. Si es socialismo es bueno, dije, pensando entre mí, porque nunca va haber nadie más grande que el otro, todo va a ser equitativo”. La figura del líder de la Unidad Popular (UP) no era nueva para este joven de 24 años, criado en el monte y que poco tiempo antes había sido elegido jefe de predio del Fundo Neltume, uno de los más importantes del Complejo Forestal, llegando a tener a su cargo a cerca de 700 personas.
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Allí le había correspondido recibir ese mismo año al “compañero Presidente” en la que fue su primera visita a la zona de Panguipulli como recuerda Egidio-, en donde bullía por aquellos días uno de los experimentos económico-sociales más recordados de la llamada revolución “con vino tinto y empanadas”, impulsada por la UP. Según rememora, Allende fue invitado por los trabajadores madereros y a él le tocó acompañarlo como parte de su escolta. “Fue bonita la experiencia que he pasado, a pesar de que me crié en la montaña. Por eso yo a cualquier joven le digo que no se sienta nunca humillado, si no ha estudiado no importa, le digo que trate de salir adelante, de superarse, uno no debe quedarse. Yo estudié hasta sexto de Preparatoria, he pasado por tantas cosas, tantos cargos, he tenido plata, no he tenido plata también, he pasado por situaciones bien difíciles y he sabido enfrentarlas”, reflexiona. Así, campesinas y acostumbradas al frío de los bosques, sus manos estrecharon las de la más alta autoridad del país, algo que se repetiría unos años más tarde, en un contexto distinto, con el general Augusto Pinochet. Sin embargo, producto de las torturas recibidas tras la caída de la UP, las palmas de Egidio ya no volverían a ser las mismas que saludaron a Allende.
LECCIONES Como el mayor de siete hermanos, Esteban Egidio Duath Catrilaf siempre supo cómo rebuscárselas. Nació el 2 de septiembre de 1948 en un hogar campesino del Fundo Punir, en la comuna de Panguipulli. Se crió en lago Neltume y en 1961 se trasladó con su familia al sector cordillerano de Remeco, donde su padre era capataz de montaña. Tenía a cargo unos 30 obreros a los que su hijo no tardó mucho en unirse, dejando de lado sus estudios apenas al sexto año. El trabajo era duro, ya que consistía en hacer caminos para el traslado de la madera. “Se traían los rollizos de raulí con un carro maderero o con tres o cuatro yuntas de bueyes”, precisa. Pero el adolescente, criado con pancutras, concones, catutos y trigo mote, resistía sin demasiadas complicaciones a la rudeza de la faena. Además, ante cualquier dolencia, su madre tenía a mano todo el botiquín de la naturaleza panguipullense, con el matico para sanar las heridas, el palo santo para los machucones, la triaca para bajar la fiebre y, con la infalibilidad de lo etéreo, el canelo y la nalca para espantar los malos espíritus. A los 17 años Egidio entró a trabajar en la fábrica de puertas y ventanas de Neltume y posteriormente le correspondió hacer el Servicio Militar, su verdadera escuela de la vida, de la cual recordó enseñanzas cruciales para los momentos más difíciles.
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“Me tocó en Valdivia y posteriormente en Punta Arenas. De allá volví con otra mentalidad, con otra formación. Me sirvió mucho como campesino, porque se sabe que el que vive en la montaña está aislado de las comunicaciones, está aislado del país y el resto del mundo, yo no estaba enterado de nada. No teníamos ni radio”. Una de las lecciones que primero aplicó fue la de “buscar una mujer que fuera más que él”. Le bastó dejar colgada en el salón de su casa una foto suya con uniforme de conscripto para conseguirlo. Mientras él trabajaba en la fábrica de Neltume, sus padres ofrecían pensión en su vivienda de Remeco. Por esos días llegó a vivir con ellos una joven profesora llamada Eliana María Sepúlveda, la tercera maestra que pasaba por ahí y, finalmente para el primogénito, la vencida. “Siempre digo que me enamoré de la foto. Egidio llegaba los domingos a visitar a sus papás. Era muy joven, simpático, muy bueno para conquistar a las mujeres. Él estaba esperando a la profesora que llegara, porque habían venido dos antes que yo y no le habían gustado, según lo que me contaba mi suegra”. Así las cosas, el pololeo fue rápido y se casaron en julio de 1972 en Chol Chol, Provincia de Cautín, en La Araucanía, donde residía la familia de la novia. Fue un casamiento mapuche y la vaquilla entregada por Egidio estaba preñada, hecho que fue celebrado como señal de buena fortuna y anuncio de que el primer hijo de la pareja sería varón. Aquel presagio se cumplió al año siguiente y tuvo por nombre Álex. Respecto al primer vaticinio -el de la suerte-, el joven matrimonio alimentaría grandes dudas, sobre todo durante los meses grises de angustia que golpearon con violencia a su hogar y a la localidad completa.
COMPLEJA VIDA Antes de 1970, ser obrero en Neltume significaba vivir en una apremiante lucha por la subsistencia. Las condiciones de vida eran precarias, como las propias viviendas que, según testimonios de la época, eran fabricadas con los desechos de las industrias forestales que operaban en la localidad. Casi encarcelados entre la dureza del clima y la subordinación absoluta a los terratenientes, en medio de un entramado donde la autoridad civil y también Carabineros actuaban bajo la venia de los patrones, intentar alzar la voz para los obreros era muy similar a un suicidio. “Antes del Complejo Maderero los patrones tenían un camión llamado El Número Nueve, que era el terror de los trabajadores. Estaba a disposición de los grandes empresarios y si un trabajador reclamaba sus derechos era expulsado, lo echaban de Neltume a bordo de ese camión y lo dejaban botado en la playa de Choshuenco. Cuando estos obreros reclamaban su sueldo, les decían El Nueve está disponible,
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como símbolo de prepotencia”, cuenta Juan Vásquez, concejal por Panguipulli, quien trabajó en el complejo. Un quiebre en esta historia lo marcó la huelga de 48 horas realizada en noviembre de 1969 por el Sindicato de Trabajadores de Neltume, integrado por alrededor de 650 socios. Tras ella se lograron mejoras salariales y la entrega de bonos, pero lo más significativo fue que cimentó el camino para que se profundizara una seguidilla de tomas de predios, con el apoyo de cuadros campesinos y mapuches del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (Mir), liderados por el mítico estudiante de Agronomía de la Universidad Austral, José Gregorio Liendo, más conocido como el “Comandante Pepe”. El universitario, que cursó hasta el tercer año de su carrera, siendo compañero de jóvenes que llegaron a ser académicos de la UACh, como Luigi Ciampi y Peter Seeman, se convirtió en un ícono querido por los habitantes de la montaña. Y a pesar de su apelativo militar y los seis meses de entrenamiento que tuvo en Cuba, no se recuerda que haya participado en enfrentamientos durante las innumerables tomas que protagonizó, a diferencia, por ejemplo, de lo ocurrido más al sur, como en Llanquihue. Esto se explicaría principalmente porque se trataba de terrenos forestales cordilleranos, habitados casi todos sólo por sus cuidadores, que rápidamente se plegaban a las ocupaciones. “Me tocó participar en la toma del Fundo Neltume. Posteriormente los propios trabajadores tuvieron que elegir una persona que lo administrara. Yo era el tercer candidato, el más joven, tenía apenas 22 años, pero había madurado temprano gracias al trabajo con mi padre”, recuerda Egidio, quien se impuso por 400 votos contra 300. En cuanto a la figura del “Comandante Pepe”, con quien compartió de cerca, asegura que no fue un guerrillero, sino que un muchacho idealista, con quien casi tenía la misma edad. Finalmente, en octubre de 1971, los predios tomados pasaron a formar el Complejo Maderero y Forestal Panguipulli, empresa estatal administrada entre los trabajadores y CORFO. Ésta llegó a abarcar más de 400 mil hectáreas y unos 3.600 trabajadores a lo largo de la precordillera valdiviana, extendiéndose por seis comunas de la actual Región de Los Ríos. Con una administración de corte colectivista, para los marxistas que seguían de cerca el proceso en esa época, la nueva sociedad condenaba inexorablemente al desuso las palabras “patrón” y “explotación”. Más allá de la actividad política, Egidio ya en ese tiempo era conocido por su entusiasmo como segundo comandante de la Defensa Civil y también como bombero, aunque eran más las ganas que el conocimiento que tenía para hacerse cargo, prácticamente asumiendo como gerente, de la producción de Neltume. “Algunas cosas las sabía, pero al final fue la propia gente, los capataces y los trabajadores los que me enseñaron cómo se hacía el
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terciado, las puertas, las ventanas, cómo se manejaba un taller mecánico y con cuánta gente había que contar para no sobrepasarse”. Según señala el edil Vásquez, Egidio “hacía lo que podía y ayudó a mucha gente durante el gobierno de la UP, por ejemplo, disparaba vales de reparación de casas como cualquier persona que quería que su prójimo viviera mejor”. Sin embargo, a pesar de estar en una situación que podría denominarse privilegiada, su esposa recuerda que el ejercicio de ese alto cargo fue duro y tuvo altos costos desde el punto de vista familiar. “Mucha gente se le vino encima, lo criticaban, fue una época muy difícil como familia y también en nuestra relación de pareja. Pasaba mucho tiempo dedicado a su trabajo y a la política más que nada, vivía mucho en reuniones y yo estaba sola, lo esperaba con la comida servida y se echaba a perder si no llegaba”.
DE SOCIALISTA LE QUEDÓ UN VINILO La fotografía de Egidio vestido a lo Che Guevara -o, si se quiere, a lo “Comandante Pepe”-, sonriente y con las manos en la cintura, no fue la única que quedó de recuerdo de aquella histórica conferencia de la UNCTAD. Así lo sabría él y varios neltuminos un año más tarde, cuando los militares llegaron preguntando por Esteban Duath con una imagen en la que su cabeza aparecía enmarcada por un círculo negro. “El día del Golpe estábamos trabajando, tirábamos líneas de teléfono desde Choshuenco a Neltume. A mí me agarraron en el cruce del lago Neltume, ya antes habían pasado a mi casa. Me llevaron a Choshuenco”, recuerda. En esa ocasión estuvo detenido tres días. “La primera noche escuché en la radio de los Carabineros que hablaban de la captura de un dirigente, que era yo, y que en la frontera estaba el Comandante Pepe fuertemente armado llamando a más jóvenes para atrincherarse y enfrentar a los militares. Eso era totalmente falso. Además, pedían un avión para bombardear Neltume. Como a las tres de la mañana de esa misma noche escuché unos balazos y gritos a orillas del lago en Choshuenco. No supe bien a cuántos mataron”. Adolorido, sin los cordones de sus zapatos y con una manta de castilla y un pequeño bolso de ropa, Egidio fue dejado en libertad en las afueras del retén cerca de las once de la noche. En esas condiciones debía recorrer los 15 kilómetros que lo separaban de su casa. De inmediato, acordándose de lo que había aprendido de sus superiores como conscripto, tuvo la convicción de que le esperaba una emboscada, ya que a la medianoche lo iba a encontrar el toque de queda, con lo cual su sentencia de muerte quedaba firmada. Sin otra opción, caminó apegado a la orilla del camino y muy atento a cualquier luz o movimiento. Cuando veía algún vehículo acercarse,
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se lanzaba hacia un costado con la manta y se quedaba tendido, muy quieto, echando mano nuevamente a lo que le enseñaron en el regimiento. A duras penas, cerca de las tres de la madrugada, el recién liberado llegó a casa. Halló a su esposa avivando el fuego de la chimenea con libros y documentación política, como el volumen de registro de los militantes del PS en Neltume y algunos carnés de afiliados. Tras esta purga forzada, Egidio aún no se logra explicar cómo se salvó, entre diarios y trastos viejos, su preciado vinilo de las Juventudes Socialistas, que todavía se escucha.
RECLUTA AGRADECIDO Según indica Egidio, a él ya le habían contado lo que vendría, mucho antes del 11 de septiembre de 1973, pero nunca pensó en tomar algún tipo de resguardo. Dice que un antiguo subgerente -“un amigo muy leal”-, hermano del entonces coronel Julio Canessa, cuyas tropas sitiaron La Moneda, le confidenció lo que se estaba urdiendo y cómo terminaría el sueño -o la pesadilla, como se mire- de la vía chilena al socialismo. A pesar de su grado de compromiso político y el importante puesto que ostentaba dentro de la organización del Complejo -que sería satanizado luego por la dictadura- Egidio sostiene que no tenía grandes temores, ya que “nunca había hecho nada malo” y fue uno de los que no apoyó el intento de asalto al retén, enfrentamiento sin bajas ni heridos, pero por el cual fue fusilado Liendo junto a otras 11 personas. Además, como le gusta enfatizar, “si bien yo era de izquierda, conversaba con todos, con los Patria y Libertad, con los de derecha. No soy de esos fanáticos, tengo mi color político, pero al otro también se lo respeto”. A lo anterior, Egidio sumaba la buena relación que mantenía con los Carabineros de la zona. No obstante todo esto, los comandos del Ejército de Chile, ése al que aún le guarda gratitud eterna en su corazón de montañés, no tuvieron miramientos con este agradecido ex recluta. “Golpeaban con los fusiles por la espalda, quedé complicado de la columna y los riñones. A uno lo maltrataban mucho, también sicológicamente. Me daban golpes y patadas, quedé con secuelas en los testículos, igual me pusieron corriente en la mano”, reconoce, sin querer ahondar más en los castigos. “Cada vez que pasaba alguna cosa o encontraban a alguien en la cordillera a él lo tomaban preso generalmente junto a otras cinco personas. Cada cosa que pasaba y los llevaban los boinas negras a un calabozo donde los torturaban. Se veían verdes, con rabia, con mucho dolor”, agrega su esposa. Apenas alcanzaba a recuperarse un poco de los maltratos, tomando agua de cáscaras de palo santo, para que le “corrieran” los machucones, cuando sentía los bruscos frenazos de los jeeps militares
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afuera de su casa, generalmente pasada la medianoche. De ahí, a apurarse en abrir la puerta, mientras por la ventana se alcanzaba a distinguir el brillo de los cañones, amenazantes. Esta rutina del terror duró cerca de tres años. “Preguntaban si venía gente de la cordillera, si los alimentábamos. Se dejaban caer entre la una y las cuatro de la mañana, revisaban debajo del catre. Yo no tenía idea de nada y si hubiera sabido tampoco habría estado diciendo. Por ser jefe de predio pensaban que manejaba información, que sabía de todos, por eso me dieron duro, pero como yo estaba preparado militarmente me salvé. A uno le enseñan cómo lo torturan. Lo que me enseñaron a mí era lo que me estaban preguntando y aunque hubiese sabido no iba a decir, porque o sino para ellos hubiera sido cómplice”. A pesar de todos los golpes, Egidio decidió no moverse de Neltume, incluso desoyendo los deseos de su esposa, quien sí reconoce haber odiado por muchos años a los militares. “Yo estaba embarazada, esperando a mi segunda hija en ese tiempo (...) Hubo tanto abuso con gente humilde, trabajadora, que no tenía nada que ver (...) Pero Egidio siempre habló bien del Ejército, porque en él tuvo las mejores lecciones para su vida”. Cuando los castigos físicos cesaron, fue el turno de las humillaciones. La familia fue sacada de la casa patronal que ocupaba hacia una precaria vivienda que, como había permanecido por años sin moradores, estaba llena de chinches. El ex jefe de predio, en tanto, siguió trabajando en la forestal, de nuevo en manos privadas, ahora como cobrador de la micro de la empresa. “Era para reírse de él, pero siempre dijo que aunque lo mandaran a sacar el pichí lo iba a hacer, no se iba a ir de Neltume. Mi esposo nunca dejó de hacer el trabajo que le mandaran”. Lo dicho por su señora lo confirmó años más tarde inapelablemente, mientras se desempeñaba como técnico eléctrico de la maderera Emasa y un suboficial le solicitó una “paleteada” que aún no se olvida en Neltume. “Venía Pinochet y me pidió que los sacara del paso, como locutor del acto que había en la escuela”. “Nadie lo quería recibir y él lo hizo muy bien, porque sabía todo el protocolo de las autoridades del Ejército”, agrega su mujer. Como el propio Egidio reconoce, después de eso muchos comenzaron a pensar que se había “dado vuelta para el lado de los milicos”, algo que a la larga cree que hasta pudo haberle pesado para no recibir los beneficios de la Comisión Valech, como torturado político. Eso sí, anteriormente, para no perjudicar a un hijo adoptivo que abrazó la carrera de las armas, él mismo desistió de hacer sus trámites para acceder a reparaciones como exonerado político. “No había nada que hacer, siendo funcionario no me podía negar. Pero yo siempre fui un opositor, uno de los primeros en trabajar acá en la campaña del No. Si en mi casa fueron las primeras reuniones políticas, con Gabriel Valdés, que llamó a levantar las barreras”, asegura,
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enfatizando que buscó a sus ex compañeros del PS poco antes del 80, “pero no querían más guerra”. Por lo mismo, sostiene, derivó hacia la Democracia Cristiana y, tras el plebiscito, trabajó por la candidatura de Patricio Aylwin para Presidente y de Andrés Sandoval para alcalde de Panguipulli. Instalado en el municipio, el edil falangista lo nombró delegado municipal en Neltume, uno de los tantos cargos que el ex jefe de predio ha ocupado durante su vida. Entre ellos dirigente vecinal, de centro de padres, del comité de agua potable, del club deportivo Asoden, labores por las cuales en febrero recibió un reconocimiento a su trayectoria. Esto, además de otros premios y la medalla por sus 25 años como bombero. En los 80 tuvo el primer teléfono público del sector y aún trabaja en su centro de llamados. Pero lo que le quita el sueño ahora es su local de comidas típicas, que espera tener abierto ya este verano (2009), con el aporte de un Capital Semilla de Sercotec. Su carta incluirá churrasco de jabalí, huevos de campo, sopaipillas, empanadas, catutos con miel de ulmo, mudai y jugo de ciruela y manzana. Para concretar su proyecto trabaja a puro ñeque, habilitando él mismo las instalaciones de madera rústica. Y es que como primogénito de una familia de Remeco, Egidio de verdad ha sabido rebuscárselas en la vida.
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Vitoco corazón de balón Una familia de hombres fanáticos del fútbol y mujeres que los soportan con los dientes apretados, es un lugar común. Distinto es cuando los hilos que unen el cuero del balón son tan fuertes como para unir al protagonista de esta historia, a sus hijos, sus padres y sus cuñados en torno a un club amateur. Todo, mientras la pelota gira. Por Nicolás Gutiérrez Obreque
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icar rápido, explotar, tragar aire sin atorarse y llegar a la línea y arreglárselas para golpear el balón sin detenerse, sin parar un segundo para no demorar en enviarlo al corazón del área y que el centrodelantero haga lo que le corresponde. Y después, retroceder, volver a la mitad de la cancha - o un poco más adelantecon un trote lento pero ágil, calmado pero con ímpetu y sin que se note el desgaste, que no parezca que correr de pronto unos pocos metros va provocando con los años un cansancio cada vez más difícil de superar en pocos instantes. En sus 71 años de vida, Vitoco ha luchado contra la línea de fondo y la del costado. Le ha sobrado y le ha faltado fuelle para correr por la orilla de canchas que, por mucho que estén en el sur, rara vez lucen el verde pasto que cunde en los predios cercanos. Con suerte, los estoperoles de los zapatos logran enterrarse en un sector de la cancha en que lo más parecido al pasto son algunas ortigas. Y con suerte, va a lograr sacar el centro si el barro de la esquina es benevolente con él. Y si es que no resbala en esa esquina fangosa y la tarde está iluminada para él, llegará a marcarlo un rival de aquellos más parecidos a un matón con camiseta y short que se habrá lanzado en tacle deslizante cuando él ya ha enganchado hacia afuera, ha alzado la vista y entregado un pase elegante que termina en gol y que saca aplausos de la concurrencia dedicados a él, al de la camiseta siete, al puntero derecho Tuvo tardes de gloria y de las otras. Tuvo que guardar la plata del club, comprar las camisetas, prestar chuteadores, luchar contra los años y los kilos de más; hubo días de asados post partido, de copas, de muchas copas y de tener que vivir las peripecias y los relegamientos del amante. Víctor Barriga fue un futbolista amateur que le sacó brillo al adjetivo -“amateur”-, cuya traducción al castellano (“amante”) suele tener una connotación pasional y marginal, clandestino en su actuar. Digamos, una acepción bien resumida en el concepto del “patas negras”. Y ese “patas negras” pasional, marginal y clandestino no está lejos del que pasa sus horas en canchas incrustadas en descampados. Es también pasional, porque el correr de la pelota suele desatar impensados impulsos, y es además marginal y clandestino, al estilo “patas negras”, porque el jugador amateur siempre será el segundón,
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el busquilla y el impetuoso que verá de lejos y por televisión cómo otros, los profesionales (los que se dicen y los que lo son), llenan sus billeteras jugando en latitudes lejanas, pisan el césped con zapatos nuevos cada dos o tres partidos y se sacan la camiseta - de tela suave y de marca conocida - tras marcar un gol para mostrar al público que ruge, su nombre estampado arriba del número. “Hasta que me aburrí”, dice Vitoco sin perder la sonrisa. Y describe su aburrimiento con mucha menos cursilería que con la que están escritos los párrafos anteriores a éste. “Jugué hasta los 45 años, y de ahí no me gustó jugar más, porque a veces salía muy cabreado: algunos corríamos más y otros no se sacrificaban”. A esas alturas mediados de los ´80 - actuaba por la categoría Senior del Deportivo Escuela Superior, el club que su padre ayudó a fundar, y del cual Víctor además de ser mediocampista, era el tesorero.
SAQUE DE META Paillaco se erige a un costado de dos carreteras como un pequeño y cuidado arbusto que no deja advertir sus espinas a primera vista. Desde la Ruta 5 se ve tranquilo, taciturno. Tal como lo ven los pasajeros de los autos que transitan por los caminos aledaños, que sólo ven el pueblo al pasar, el pueblo los ve fluir a ellos y parece guardar para sí los secretos de todo lo que ha logrado registrar. Mientras sus 30 mil habitantes mantienen ciertas esperanzas de que la nueva región traiga consigo algún remezón positivo para la ciudad, sus calles siguen cargando con el peso de estar tan cerca de Valdivia, pero que su comuna continúe relegada como un pequeño satélite de la ciudad mayor. Víctor Barriga Jara, Vitoco, siempre fue fácilmente reconocible en el pueblo. Primero fue “el hijo del carabinero”, cuando su padre inició esa carrera en Paillaco. Luego de deambular junto con su familia por toda la región, pues su padre prestó servicios en varias comunas, a los 17 años regresó a su natal Paillaco para ser el “hijo del dueño de la funeraria”, negocio en el que Carlos Segundo Barriga decidió ganarse la vida cuando se retiró de Carabineros. A los veinte años, Vitoco fue ayudante de su padre en el oficio funerario, al tiempo en que se hacía de amigos y recuperaba los lazos perdidos en sus años de ausencia, matando las tardes de fin de semana jugando al fútbol. Gracias a este deporte conoció -aunque varios años después- a su esposa, Ana María Kunstmann, quien era la hermana de tres de sus compañeros del Deportivo Escuela Superior. Con ella se instaló a vivir en la misma manzana en que vivían su padre, sus tíos y más tarde sus cuñados, entre las calles Rodríguez y Bilbao. Y como ser jugador y dirigente ad honorem de un club de fútbol amateur no son actividades que sirvan para parar la olla, cuando se casó su sustento familiar pasó a ser el punto de encuentro de otros
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jugadores aficionados, y aficionados también a otras jugadas: la botillería del centro del pueblo, denominada sin más aspavientos que “Depósito de Vinos y Licores”. De su infancia, lo que más recuerda Vitoco fue la gran cantidad de veces que se mudó de ciudad. “Como mi papá fue carabinero, por su trabajo recorrimos varias partes, siempre cambiándome de escuela. Lo que más duramos en un solo lugar fueron dos años, que fue en San José, cuando yo ya era grande y estaba estudiando en Valdivia. Él empezó aquí mismo, en Paillaco, de ahí estuvo en Catamutún, de ahí se fue a La Unión, de La Unión a Río Bueno, de Río Bueno a Cruceros. Después nos fuimos a Los Lagos; cuando ascendió a sargento lo mandaron a Osorno, donde quedó como agregado, porque la familia se quedó en Los Lagos. En esos tiempos (años 40), como la economía estaba mala, el gobierno no tuvo plata para llevarnos a todos para allá. Al poco tiempo se devolvió a Los Lagos con nosotros”. Todos esos saltos y movimientos se sucedieron en poco más de diez años. Carlos Segundo Barriga y Nimia Jara Barra peregrinaron esa década junto a sus hijos Olga, Víctor, Lucía y Hugo, nacidos en ese orden. Víctor, que nació en 1937, dejó los estudios 16 años después, tras cursar el 2° año de humanidades y estudiar cuatro años en Valdivia, en el Liceo de Hombres. Fue en 1944 cuando Carlos, el padre de Víctor, se involucró circunstancialmente en un hecho que no revistió mayor trascendencia en esos días, pero que cambiaría sus tardes -y, por ende, también las de sus hijos y nietos- cuando diez años después regresó a radicarse definitivamente al pueblo. Una tarde de 1944, en la plaza de Paillaco, Carlos se reunió con su gran amigo Arcadio Latorre, además de César Villanueva y Manuel Toro. Para entonces, en la liga local jugaban sólo cuatro equipos, por lo que Latorre, dispuesto a hacer historia, propuso crear un nuevo club, ligado a la escuela básica hoy llamada Olegario Morales, en la que él trabajaba. El club fue bautizado con el nombre que por ese entonces llevaba el establecimiento educacional: Deportivo Escuela Superior. Al equipo, jugadores no le faltaron. Alumnos y ex alumnos de la escuela se integraron. Pero los continuos cambios de ciudad hicieron que Carlos Segundo y sus hijos estuvieran ausentes de esa primera parte de la historia del club que él mismo fundó. Es más: en su preadolescencia, Víctor destinó sus fines de semana y sus vacaciones para viajar a su ciudad natal a representar a Paillaco Atlético, el primer club en el que se inscribió y con el que incluso alcanzó a enfrentar a Escuela Superior. Hasta que una coincidencia lo vistió de camiseta roja y pantalón azul, colores tradicionales del Escuela. “Cuando me fui a hacer el servicio militar a Valdivia, venía harto menos a Paillaco, así es que me inscribí en el Ferroviario de Valdivia. Después volví a vivir acá, pero como mi pase quedó en Valdivia, Paillaco Atlético tenía que pedirlo. No lo hicieron nunca y del Escuela me ofrecieron pedirlo, así es que como les llegó, me puse a jugar enseguida por ellos”,
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cuenta Vitoco sobre cómo el destino lo unió al equipo fundado por su padre.
FUERA DE JUEGO Luego de hacer el servicio militar en el Regimiento Caupolicán, en Valdivia, Víctor postuló a Carabineros, “pero no quedé por el porte”. Luego intentó ingresar a la Armada, pero tampoco tuvo éxito: “Me fui a la casa de un tío en Puerto Montt para ver si podía entrar en la guardia marina, pero habían cerrado recién las contrataciones”. Estaba escrito que el único uniforme que llegaría a vestir de adulto, sería el del equipo de fútbol del Deportivo Escuela Superior. Fue entonces cuando comenzó a trabajar con su padre en el negocio funerario, hasta que un día, cuando tenía 25 años, su espíritu aventurero le exigió independencia. Partió entonces a Comodoro Rivadavia, en el sur de Argentina, donde trabajó dos años como obrero en la empresa Cime, fabricante de salas de bombas para la extracción del petróleo. “Estuve primero en Caleta Olivia, llegué allá justo para el mundial del ´62. Trabajé con un buzo que ponía muertos en las cañerías que iban al mar, mientras nosotros le dábamos aire. Éramos varios en un campamento, pero un solo argentino y todo el resto chilenos. Mire esta foto donde salimos maltratándonos”, dice, mientras extiende su brazo y muestra una imagen en que media docena de comensales posan junto a un apetecible asado de cordero, que aún no ha sido tocado. “En ese tiempo, mi mamá también estaba en Argentina, pero en Tandil, en el norte. Los dos eran paillaquinos y no se conocían. Mis tíos aún no los habían presentado”, irrumpe Carlos Barriga Kunstmann, el segundo de los cuatro hijos de Víctor. Con 33 años, parece haber guardado con esmero todo recuerdo de su infancia, incluidas las historias contadas por sus familiares mayores. Actúa como “pepe grillo” de su padre, y se encarga de estimular su relato, ya que un problema de audición deja a Víctor, a ratos, fuera de las conversaciones. Vitoco se casó a la misma edad que hoy tiene su hijo. Una soltería larga para esa época, en la que casi todos se casaban bastante más jóvenes. “¡Para qué te voy a contar de aquellos años!”, remata sin entrar en detalles de cómo fue esa vida sin pareja ni hijos.
MESA REDONDA “Mire ésta… era rápido, y eso que estaba gordo”. La foto que exhibe Vitoco en el living de su casa, lo muestra posando por una selección de Paillaco que jugó un campeonato nacional de fútbol amateur. “Y bueno, nos eliminaron altiro, jajaja. Jugamos en Osorno, en la cancha de Rahue”.
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Él y su hijo Carlos toman con cuidado las fotos y las copas que tienen guardadas en casa. Hacen un pin-pón contando anécdotas con cada registro que recogen. Alfredo, el hijo menor, que tiene 17, baja desde el segundo piso a ver de qué se trata el barullo, mientras José Alfredo Kunstmann, hermano de la fallecida esposa de Víctor, entra con la intención de buscar algo y partir enseguida. Pero también se entrampa en la revisión de recuerdos. Actualmente, sólo Alfredo es jugador activo del Escuela Superior, en la serie Primera Infantil. Pero las viejas glorias del club no dejarán pasar la oportunidad de contar lo suyo. “Pensar que yo tengo todas estas fotos en mi casa, de clubes, de selecciones. Tengo que darme el tiempo de escanearlas algún día”, dice Carlos. “Yo jugué acá hasta hace dos años, antes de irme a vivir a San José -continúa Carlos-. Los partidos eran aquí al frente (cerca de la casa de su padre), en el estadio Municipal. Pero antes, mucho antes, había una cancha detrás de donde hoy está el cementerio. De chiquititos íbamos a ver los partidos, mi abuelo nos llevaba, porque era fanático”. José Alfredo Kunstmann, además de ser uno de los responsables del flechazo que “matrimonió” a su hermana con Vitoco, fue compañero de juego de Víctor. Dice que alcanzó a verlo jugar “cuando ya estaba más viejito, porque soy menor (por 14 años). Mi hermano mayor, el Vicho, él sí alcanzó a coincidir con él (…) Jugamos un par de partidos juntos nomás. Había buen fútbol acá en Paillaco antes del ´70. En esa época se dieron los equipos más grandes que tuvo Paillaco. ¡La selección que fue al nacional, la de esa foto!”, dice, indicando un retrato. Con la imagen en la mano, José Alfredo sigue el relato: “Mira a éste, no sé si tú lo ubicas, es el Ángel Martí, el de la ferretería, ha sido uno de los máximos arqueros de los últimos tiempos en Paillaco, por lo menos de los que yo he visto (…) Esta cancha de tierra que tú ves, en ese tiempo era muy mala, muy mala. Pero hoy, yo creo que en el sur no hay otra que tenga tan buen drenaje como la de acá. Puede llover hasta las doce del día y a las dos de la tarde ya no tiene nada de agua”. El fútbol de esos años y su estilo de juego, tenían implicancias similares a las de hoy. Palabras de Vitoco: “Había que jugar con inteligencia en ese tiempo, eso iba en cada uno. Pero era como en todos lados, se veían jugadores técnicos y de los otros…” - ¿Te acuerdas Víctor cuando en el año noventa y tanto casi salimos campeones provinciales? -interrumpe de pronto José Alfredo. - Claro, yo ahí ya era presidente del Deportivo; fuimos finalistas. Ahí estábamos todos peleados con nuestras mujeres, porque nos íbamos a jugar los días domingo. Nos tocó ir a Panguipulli, Lanco, Futrono, La Unión, Río Bueno. Las señoras querían ir a veranear y nosotros nos íbamos con el equipo. Y las celebraciones… - … Ésas eran impajaritables. - Y bien regadas. Si todos los muchachos tenían buenos empleos.
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- Años atrás, dicen que había unos jugadores bien peleadores. Unos a los que los expulsaban harto -arremete Carlos, cambiando el tema, guiñando un ojo para dejar en evidencia a su tío José Alfredo, quien jugó de delantero y defensa. Y que en ambos lados de la cancha era corto de genio. - Bahhh -suelta José Alfredo con indiferencia, antes de justificarse-. Una sola vez me expulsaron, pero por harto tiempo eso sí. Es que yo hice un foul y le fui a reclamar al árbitro. Le dije que cómo me iba a cobrar a mí… - Pero con otras palabras, jajaja. - Claaro. Bueno, después de eso estuve como tres años sin jugar. Igual nomás ganamos ese día, aunque nos echaron a tres.
LAS FALTANTES A LA MESA “Yo estoy en la selección de Paillaco, juego de '11'. Ayer fue el primer entrenamiento, porque nos estamos preparando para los Juegos de La Araucanía”. Alfredo Barriga, el menor de los hijos de Vitoco, se apura en contar ese logro deportivo cuando consigue entrar en la conversación. Y es que se ha dedicado principalmente a escuchar, quedando relegado del diálogo. Alfredo no fue testigo de gran parte de lo que oye, aunque le hubiese gustado. Quienes hubiesen preferido no presenciar ni saber tanta historia teñida de balón y tierra, son las mujeres de la familia Barriga. Ellas no pidieron tener el privilegio de ver todo de cerca, pero igual estuvieron allí. No les quedó otra opción que lidiar con una familia futbolera. Por todo lo que le tocó observar y oír, quien mejor podría hacer de comentarista deportivo hoy, mientras todos se sientan a ver fotografías y a quitarle el polvo a las copas y medallas, sería Ana María Kunstmann, la esposa de Víctor Barriga, fallecida en 2005. Toda su familia la recuerda por su generosidad y su habilidad en la cocina. “Su forma de expresar cariño y bienvenida, era a través de la comida”, cuenta Ana, una de las dos hijas del matrimonio. “La casa era como un centro de reunión, siempre estaba llena de gente. Pero en los últimos tiempos mi mamá comenzó a complicarse, porque mi papá ya estaba entrado en años y estuvo un poco enfermo -prosigue Ana-. Cuando ella vio que mi papá se desgastaba, empezó a decirle ´¿no habrá alguien que tome la responsabilidad, que reparta instrucciones a la gente nueva?'. Demoró harto en salirse de la directiva del equipo”. Lucía Barriga es la hermana menor de Víctor y una “Tía”, con mayúsculas, para sus sobrinos. Soltera y sin hijos, es ella quien los consiente, los lleva de vacaciones y quien se encargó de cuidarlos mientras Vitoco y Ana María trabajaban. No escatima en palabras para elogiar a su cuñada: “Era una mujer muy noble, muy buena madre, muy
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buena cocinera. A la gente que pasaba y pedía, lo que menos les ofrecía era comida”. Ana Barriga se calza sin problemas la anti-camiseta que significa en su casa hacerle la cruz al balompié. Es ella la que más evita estar cerca de los hombres cuando el nombre del Deportivo Escuela Superior entra al ruedo. “Es que era una cosa de todos los domingos, los hombres pasaban metidos en todo lo que organizaban. Si hay un deporte que a mí no me gusta, ése es el fútbol”. Eso sí, Ana reconoce que su padre ha sido un eterno obrero del club. El mismo reconocimiento hace su tía Lucía a su padre -Carlos, el fundador del club, papá de Vitoco-, a quien sindica como el artífice de la vena pelotera de los hombres de la familia y el más fanático de todos los Barriga. “Él era quien acompañaba siempre a ese Deportivo. Donde iba el “Escuela”, a Valdivia, Panguipulli, La Unión, partía él con su amigo Arcadio. Los demás lo fueron siguiendo”.
LA SANGRE TIRA (O EL NUDO INVISIBLE) Una vez que Vitoco cerró el “Depósito de Vinos y Licores”, se asoció con su cuñado José Alfredo para producir chicha y sidra. A eso se dedica todavía. En verano, compran las cosechas de manzana de quintas vecinas y fabrican el brebaje de forma artesanal, con máquinas que compraron hace casi una década. En el patio que comparten las casas de Víctor, Lucía y su hermano Hugo, que abarca el corazón de la manzana (no de la que hacen chicha, claro está) donde estaba la residencia paterna, descansa algo más que la historia reciente de la familia. Allí no sólo están los rastros de la botillería que Víctor instaló a un costado de su casa, o algunas partes de una carroza que avanzaba a tracción equina cuando los clientes de la Funeraria Barriga la solicitaban. Hay allí otros recuerdos todavía más valiosos y también algunos tristes, como el accidente en el que Víctor perdió un dedo trabajando en ese lugar, una mala anécdota que hoy no le arruga ni una comisura del rostro. Los recuerdos valiosos tienen que ver con las reuniones familiares que constantemente se realizaban y para las que Ana María Kunstmann preparaba unas empanadas “incomparables”, según cuenta su hijo Carlos. En esas reuniones se contaban anécdotas y, por supuesto, se hablaba de fútbol. En la actualidad, cuando los Barriga se juntan, también hay empanadas: Ana y Patricia aprendieron la receta de su madre. Y, por supuesto, tampoco faltan las anécdotas ni las bromas. Esta tarde, por ejemplo, Hugo Barriga ríe de buena gana cuando señala que si sus sobrinos eran titulares indiscutidos del Deportivo Escuela Superior, era porque “los técnicos estaban influenciados por el presidente (su hermano Vitoco), que no sólo era dueño de la pelota de cuero… también era dueño de la pelota de cinco litros”. La conversación con los Barriga parece una partida de naipes,
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en la que todos sacan cartas de pintas nuevas, pero conocidas, y cada cual celebra la nueva jugada del otro. Por eso, cuando recuerdan que en la botillería muchas veces Vitoco debió atender toda la noche en pleno toque de queda a sus familiares, que no se querían ir después de varios “vasos del estribo”, y que la señora Ana María los ayudaba a componer el cuerpo con sopas y dulces, ningún detalle olerá a sacar trapos al sol o a dejar en evidencia a uno de los presentes. Incluso, llega a sonar pueril cuando Víctor cuenta que la mesa del comedor que su mujer usaba los domingos para vender sus exquisitas empanadas, y que otros días sólo era la mesa de la tertulia de los clientes del expendio, en plena dictadura también se transformaba en un cine poco digno, en el que los espectadores eran él y los hombres de su familia. “Un día llegó uno con un telón y un aparato para ver películas, antes de que existieran los VHS. Tiraba el telón en la pared y ahí empezamos a ver películas de cowboys”, relata. Al poco tiempo, los vaqueros se transformaron en mujeres de cuerpos sinuosos y sin ropa, interactuando con pistoleros sin atuendo. “Cuando las mujeres se dieron cuenta de que sus maridos veían estas películas, los venían a sacar de un ala”, cuenta. Las carcajadas obligan a los presentes a agitar la cabeza y recordar alguna escena matrimonial un poco escandalosa. La sangre de los Barriga tira, y es por eso que son todos tan unidos. Según Lucía, su hermano Vitoco fue en extremo apegado a su madre, y tal vez haya sido ésa la causa de su prolongada soltería, “hasta que mi cuñada lo cazó”. Él heredó la generosidad materna y se dedicó junto a su esposa a criar a Juan Latorre, el hijo mayor de Arcadio, el mejor amigo de su padre. Juan, que tiene la misma edad que Patricia (37), la hija mayor de Víctor y Ana María, trabaja en Puerto Montt, pero cada fin de semana libre viaja a Paillaco. Según Carlos, entre ellos y su hermano de crianza sólo había una diferencia: “Nosotros somos del Colo y él es Chuncho”. José Alfredo Kunstmann vive hoy en la casa de su cuñado. El otro Alfredo, el hijo de 17 años de Vitoco, pasa largas horas donde su tía Lucía, que queda a pocos pasos de su casa, de la que sale poco. Carlos Barriga Kunstmann vive en San José de la Mariquina, pero regresa cada sábado a Paillaco con su esposa y sus dos hijos para ver a su padre. Ana viaja todos los días de Paillaco a Osorno, donde ejerce como profesora de Anatomía en una universidad. Cuando tuvo que partir por sus estudios a una pasantía de tres semanas a Francia, no hizo más que extrañar su casa. Es decir, a todos los Barriga les gusta estar cerca del nido. Tratar de explicarlo o sacar conclusiones, otra vez nos pone al borde de la cursilería y el lugar común. Pero, como los antiguos balones, los que no tenían 32 cascos ni eran sintéticos, los Barriga parecen una bola de cuero bien curtido, cosido y ajustado. Ajustados y cosidos a sí mismos.
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Yerson Santibáñez Cuyán
Tócala de nuevo, Yerson (tu triste ranchera) Perdió a sus dos hermanos mayores en el naufragio de una lancha en el lago Maihue. Ese día, un domingo 27 de noviembre de 2005, en su corazón de niño se abrió una herida. Una herida profunda, que comenzó a cicatrizar cuando encontró una terapia para aliviar el dolor: la música. Por Rodrigo Obreque Echeverría
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s una noche de sábado estrellada y silenciosa en Rupumeica Bajo, como acostumbran ser las noches primaverales en esta aislada localidad rural de la comuna de Lago Ranco. Los integrantes de la familia Santibáñez Cuyán acaban de cenar tallarines con jurel en lata y pan amasado. Están sentados alrededor de la mesa, atentos a los acordes de la guitarra con la que Yerson Eliecer, el tercer hijo, rompe el silencio en la mediagua. Afuera, los perros se han cansado de ladrar y los caballos duermen en el cerro. También duermen las ovejas, apiñadas en el corral que está enfrente de la mediagua. Están cantando a la luz de las velas, porque la electricidad llegará recién en dos años más a Rupumeica Bajo. A esta hora, poco menos de las diez, la familia comparte junta sus últimos momentos: mañana al mediodía los dos hijos mayores, Nicolás Samuel e Iván Osiel, partirán de regreso al internado en Futrono. La madre tiene en brazos a Cristián Orlando, el cuarto hijo. El padre mira a toda su prole con orgullo. Está sentado en una silla de madera, con las manos bajo sus piernas, como si quisiera protegerlas del frío. La tetera hierve en la cocina a leña. En la mesa, el mate y la bombilla esperan por el agua. Lo que sucederá mañana domingo -la tragedia-, les será anunciado a los Santibáñez Cuyán esta noche por intermedio de la letra de El santo varón de Galilea, una alabanza evangélica que suelen cantar en el templo y también en las veladas familiares. Pero no será sino hasta dentro de unos días que advertirán lo premonitorio del mensaje. El reloj marca las diez cuando Yerson entona los versos presagiosos: “De aquel Santo Varón de Galilea / hablarte quiero yo en esta ocasión / Él vino para darte vida nueva...” - Así no es, Yerson. Pucha que erís charro. La canción dice: Él vino para darte vida ETERNA / Él vino para darte salvación / Tan sólo está esperando que le atiendas / y que le abras tu cansado corazón lo corrige Iván. - Si triste tú caminas por la vida / no olvides que alguien va cerca de ti / Él cuida de las aves y las flores / y ahora cuidará también de ti / No olvides que Él pagó todas tus culpas / con su preciosa sangre carmesí -entona Nicolás, completando el verso. La alabanza no describe literalmente lo que ocurrirá al día siguiente, y es por eso que Orlando -el padre-, Cristina -la madre- y Yerson no han sabido descifrar lo que luego les parecerá tan evidente. La letra no dice que mañana, domingo 27 de noviembre de 2005, a las dos y media de la tarde, el sol se esconderá tras nubarrones cargados
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de lluvia y desde los cerros bajará el implacable viento puelche a agitar la quietud del lago Maihue. No advierte que la frágil lancha en la que Nicolás e Iván cruzarán el lago para ir a clases naufragará y morirán ahogados junto con otras 15 personas. Tampoco habla de la tristeza ni del desconsuelo que están por venir, ni de cómo Yerson compondrá rancheras que intentarán aliviar, al menos en parte, la pena suya y la de sus padres. “En ese instante no nos dimos cuenta de que la canción estaba anunciando la tragedia, pero ahora sabemos que así fue. Si nos hubiésemos dado cuenta, tal vez la podríamos haber evitado”, dirá Cristina dos años y medio después, todavía inconsolable, mientras lava con agua fría los aceitosos platos del almuerzo en la tarde de un viernes de otoño.
LA TRAGEDIA El culto evangélico empezó hace apenas diez minutos y Yerson ha salido del templo en tres ocasiones. Su madre, que está sentada en la segunda fila, lo mira de reojo. Le sorprende que su hijo esté tan inquieto. Tiene 11 años y siempre se ha caracterizado por ser un niño más bien tranquilo, pero hoy no deja de moverse de un lado para el otro. El pastor está terminando la oración inicial cuando Yerson vuelve a entrar. En su rostro se lee, como si estuviese escrito con letras mayúsculas, que algo grave ha ocurrido. Tropieza con los fieles en su intento de acercarse hasta Cristina. Cuando lo consigue, le grita entre sollozos: “¡Mamá, mamá, están diciendo que la lancha se hundió!” Un año más tarde, Yerson compondrá la ranchera Sólo recuerdos quedaron, que evoca este doloroso momento: “En la iglesia de Rupumeica / ahí me encontraba yo / cuando alguien a mí me dijo / la lancha recién se hundió / Todo había empezado / en una preciosa oración / Sólo quedaron lamentos / y desesperación”. El templo queda vacío en cosa de minutos. La mayoría de los feligreses atina a correr hacia la playa, bajo una lluvia incesante. Cristina toma de la mano a Tatán (Cristián, el cuarto hijo) y emprende el mismo camino. Yerson corre en la dirección opuesta. Va a su casa a buscar los caballos para luego recoger a su madre, pues la playa queda a una hora de distancia desde la iglesia. Cuando Yerson llega al lago ya están allí los 250 habitantes de Rupumeica Bajo, incluido su padre, Orlando, que cabalga por la orilla con desesperación. En la delgada arena, que en algunos puntos se ha convertido en barro, no son pocos los que han apoyado sus rodillas para no caer, mientras lloran amargamente. Otros se abrazan y lamentan, intentando vanamente consolarse. Otros gritan su desdicha a todo pulmón, con la secreta esperanza de que el tiempo retroceda y todo esto no sea más que un mal sueño, o una pesadilla. Pero el fuerte viento les retorna sus gemidos convertidos en una bofetada, que los devuelve
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a la realidad. Otros, que empujaron sus botes hacia el agua resueltos a hacerle frente al temporal, luchan en el lago por rescatar a los 33 pasajeros que viajaban en la lancha, la mayoría con lazos familiares o afectivos entre sí, la mayoría niños como Iván y Nicolás, la mayoría paralizados por el miedo, la mayoría sabiendo que la muerte los está acechando, la mayoría rindiéndose ante el frío del lago, todos sin un chaleco salvavidas que les permita albergar una esperanza de escapar con vida. Yerson abraza a su madre y a Tatán, y con sus ojos nublados y el corazón oprimido se queda contemplando cómo poco a poco los cuerpos de los pasajeros de la lancha naufragada van llegando a tierra firme. A algunos los traen vivos, a otros muertos, a otros a medio camino. Otros se han ido al fondo del lago. Entre los fallecidos aparece Angélica Cuyán, tía de Yerson, hermana de su madre. De sus hermanos Iván y Nicolás, ni un rastro. Varios días después de este domingo, el Maihue devolverá un zapato de Nicolás, y luego su cuerpo será rescatado desde el fondo del lago. Pero el de Iván, al igual que el de César Quinillao, otro joven de Rupumeica, nunca podrá ser encontrado.
LA PRIMERA RANCHERA La guitarra está desafinada, pero Yerson parece no percibirlo. Comienza a rasguear por inercia, con la vista fija en la ventana del comedor que da hacia el patio. Sus pensamientos están en otra parte, lejos de esta habitación. Han pasado ya diez meses desde la tragedia y la ausencia de sus hermanos muertos se le hace insoportable. Todavía los ve correr detrás de una pelota de fútbol por las pampas de Rupumeica Bajo. Los escucha reír. Los recuerda al partir de casa el domingo de la tragedia, con sus mochilas al hombro. Los huele, los toca, los abraza, los empuja, los extraña... Estos recuerdos lo llenan de nostalgia. Antes de secar sus lágrimas, improvisa unos acordes con su guitarra. De pronto, el rasgueo se convierte en melodía; su nostalgia, en versos, y su llanto, en canto. “Quiero contarles la historia / que ocurrió en el lago Maihue / Una terrible tragedia / que me hace recordarme / La muerte de mis hermanos / y todos mis familiares”, entona al ritmo de una ranchera triste. Sus padres y Tatán no están en la casa, así es que Yerson puede cantar a todo volumen los versos que surgen desde lo más profundo de su dolor: “Todo se había profetizado / lo que iba a suceder / La advertencia divina / que nadie quiso entender”, alcanza a soltar, antes de que el llanto explote con el ímpetu de la lava de un volcán en erupción. Yerson bautizó esta ranchera como La historia del lago Maihue. Fue la primera canción que compuso, y luego siguieron una decena de
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rancheras y alabanzas evangélicas, todas relacionadas con la tragedia. Al principio, a su madre no le gustaba que la cantara. “Le pedía que no lo hiciera, porque me daba mucha pena”, confiesa Cristina. Hoy, cada vez que los Santibáñez Cuyán reciben visitas, Yerson entona sus canciones. Y entonces, como si fuese una terapia colectiva para el tratamiento de su pena, todos lloran. Incluido su padre, Orlando, un hombre de baja estatura, pero de temple duro. De esa casta de hombres que reciben los golpes en una mejilla y no ponen la otra, sino que los devuelven con la mano empuñada, sin importar quién esté al frente.
LAS NOTICIAS Es la víspera del primer aniversario de la tragedia y hasta Rupumeica Bajo han llegado equipos periodísticos de los principales medios de comunicación nacionales y locales, para documentar cómo los habitantes de esta localidad sobrellevan su dolor. Una parada obligatoria es en la casa de los Santibáñez Cuyán. - Vamos, Yerson, toca de nuevo tu ranchera -le piden los camarógrafos tras escucharla por primera vez, seguros de que esta imagen les gustará a sus editores. Días después, los noticieros de televisión mostrarán a Yerson cantando La historia del lago Maihue, y todo Chile se conmoverá al verlo llorar. Algunos diarios publicarán parte de la letra y contarán la triste historia de este niño. La prensa también recogerá la opinión de su padre, quien una vez más dirá que la tragedia pudo evitarse si las autoridades de la comuna de Lago Ranco hubiesen atendido sus reclamos por el estado de la lancha, que hizo por escrito un mes antes del naufragio. Todas las noticias sobre la tragedia están grabadas en una cinta VHS, que Yerson revisa cada cierto tiempo. Hoy está viendo el programa El Termómetro, de Chilevisión, al que fue invitado su padre para hablar sobre el naufragio. Yerson estuvo también ese día en el estudio, en compañía de su madre y del pequeño Tatán. El canal les pagó los pasajes en avión hasta Santiago y los alojó durante cuatro noches en un hotel. Minutos antes del programa, el conductor de El Termómetro, Matías del Río, invitó a ambos hermanos al casino del canal. “Nos compró bebidas y galletas y nos pidió que no hiciéramos ruido”, cuenta Yerson. Cuando el programa terminó “nos felicitó porque estuvimos tranquilos. Pensó que íbamos a hacer desorden”.
LA CONSUELO 17 Los pasajeros de la micro saltan de sus asientos cada vez que
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una rueda tropieza con una piedra o cuando el conductor no alcanza a evadir uno de los cientos -tal vez miles- de hoyos que tiene el camino entre Futrono y Puerto Maqueo. Yerson vigila con atención los bultos que viajan en la parte trasera. Le preocupa que el saco de harina que le encargó su madre pueda romperse o que las bebidas de dos litros exploten con tanto brinco. Tras dos horas de viaje, la carga llega a Puerto Maqueo sin novedades. Yerson respira aliviado. Con mucho esfuerzo, traslada sus provisiones hasta la orilla del lago Maihue. A lo lejos se divisa la lancha Consuelo 17, que viene a recoger a los pasajeros de la micro. Esta embarcación fue bautizada así por los familiares de las 17 víctimas de la tragedia. A diferencia de la que naufragó, la Consuelo 17 es bastante segura y muchísimo más amplia. Es marzo de 2008. Han pasado dos años y medio desde la tragedia. Yerson embarca el saco de harina y luego se devuelve a la orilla a buscar dos pack de bebidas, que arrastra a duras penas, uno en cada mano. Sus uñas lucen negras y sus dedos están rasmillados. Viste un ancho polerón gris y un jockey que lo hace ver más niño de lo que en realidad es: el 11 de julio cumplirá 14 años. El sol pega con bravura en la cubierta de la Consuelo 17 y sobre el cuello desnudo de Yerson. Su piel es blanca y su rostro, pecoso. Su nariz es pequeña y sus labios son medianamente gruesos. Sólo su pelo liso y tieso y sus ojos oscuros y ligeramente achinados, lo asemejan con el común de los habitantes de Rupumeica Bajo. Es la sangre Cuyán que corre por sus venas, la sangre mapuche que heredó de su madre. Cuando la lancha se aproxima al lugar de la tragedia, Yerson se apega a una baranda e inclina su cabeza hacia abajo, paseando sus ojos por el lago, como si estuviera buscando a Iván. Hubo un tiempo en el que su madre no podía cruzar el lago sin romper en llanto, recordando al hijo que nunca fue encontrado. Fue en la misma época en la que Yerson despertaba por las noches sollozando sin control, en el internado de la escuela de Curriñe. Su padre lo retiró de clases antes de que terminara el año. La sirena de la lancha anuncia su llegada a Rupumeica Bajo. Yerson levanta la cabeza, pero no divisa a Orlando. Luego recuerda lo que su padre le dijo el miércoles, antes de que él partiera a Futrono a comprar las provisiones: - Hijo, no podré esperarte el viernes en la playa. El patrón nos mandó a aserrar madera en el fundo Carrán. - No te preocupes, papá, yo me las arreglo. - Le pediré a don Octavio Quinillao que te ayude a subir las cosas hasta la casa en su yunta de bueyes. Precisamente, a escasos metros de la orilla, apoyado en una carreta, don Octavio le hace señas. Yerson levanta sus pack de bebidas y, haciendo un esfuerzo supremo, desciende de la lancha.
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LA ALABANZA - Ya poh, Tatán, ponte Rambo IV, mejor, si ésta ya la hemos visto mucho -le reclama Yerson a su hermano, que tiene el control remoto del DVD en la mano. - Pero yo quiero ver Rambo I, poh gancho. Si Rambo IV también la he visto. - Na' que ver, si no la has visto ná -vuelve a la carga Yerson. - Sí la he visto. Es donde Rambo sale guatón. Yerson se encoge de hombros. Tatán se concentra en la pantalla y suelta una carcajada cada vez que el personaje de Stallone da muerte a un enemigo. O sea, se deleita durante toda la película. Desde que llegó la electricidad a Rupumeica Bajo, en septiembre de 2007, la principal entretención en la casa de los Santibáñez Cuyán es ver películas en el DVD, porque el televisor no logra sintonizar los canales de televisión abierta. Si fuese así, Tatán, que tiene 5 años (nació en septiembre de 2002), estaría entretenido viendo Los Padrinos Mágicos, Los Pulentos o alguna otra serie para niños de su edad. Pero en su casa sólo hay películas de acción, principalmente western. Cuando no ven balaceras, los Santibáñez Cuyán se sientan en el comedor a mirar videos musicales, donde las rancheras son el plato fuerte. Es la música mexicana la principal inspiración que ha tenido Yerson para componer, junto con las alabanzas evangélicas. Fue precisamente en la iglesia donde aprendió a tocar la guitarra, mirando y ensayando, sin que nadie le enseñara. Al ver su padre que tenía facilidad para la música, le compró un órgano que le costó $170 mil, más de lo que suele ganar en un mes como jornalero en faenas forestales. “A pesar de nuestra pobreza, hemos hecho el esfuerzo para que él tenga lo que quiere. A lo mejor puede ser un músico algún día”, dice Orlando. No es el único que ve potencial en Yerson. También lo ven sus vecinos, sus familiares y los periodistas que lo han oído cantar. Les sorprenden las letras de sus canciones, que reflejan con simpleza un dolor que resume el de toda la comunidad de Rupumeica Bajo. El primero en darse cuenta de este potencial fue un reportero de la radio Diferencia de Paillaco, que registró en una pequeña grabadora la voz de Yerson cantando El santo varón de Galilea, la alabanza que según los Santibáñez Cuyán anunció la tragedia. La grabación se emite regularmente en esta emisora, a solicitud de los propios habitantes de Rupumeica y de otros sectores lacustres. Los últimos versos de esta canción, Yerson los entona llorando.
EL INTRUSO Es la noche del viernes 1 de mayo de 2008 y a Cristina le cuesta conciliar el sueño. Un visitante que no fue invitado, un intruso que llegó por su cuenta hace ya una semana, amenaza con dejarla nuevamente
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sin dormir. Orlando y Yerson roncan desde hace un buen rato. Quince días atrás Yerson comenzó a trabajar en el fundo Carrán, en la cosecha de papas. Quiere ahorrar dinero para comprarse una bicicleta, zapatillas, una cámara fotográfica... todos los objetos con que sueña un niño de su edad. Desde entonces, se levanta a las cinco de la mañana, va a la letrina que está afuera de la casa, se lava a la rápida en la cocina y media hora más tarde está listo para iniciar el viaje. Junto con su padre, camina una hora para llegar a la playa de Rupumeica Bajo. Si llueve, demoran un poco más, pues a esa hora está oscuro y deben cuidar sus pasos. En la arena los espera un bote, que padre e hijo empujan hasta el lago. Después, Orlando debe remar media hora para desembarcar en Carrán, y luego caminan otros 45 minutos para llegar hasta el campamento forestal. Una vez allí, cerca de las siete y media, recién toman desayuno. Ocho horas después inician el viaje de regreso a casa. Llegan a las 6 y media de la tarde, justo a tiempo para que Yerson tome once y parta a clases a la escuela nocturna. Esta rutina le ha producido tal nivel de agotamiento a Yerson, que por eso esta noche no ha advertido la presencia del visitante que no deja dormir a su madre. El intruso es ruidoso. Trepa por las vigas de la mediagua y a veces, desde los pilares del techo, asoma su cola o sus orejas. En dos días más, el intruso será apresado cuando intente comer el queso que Orlando ha dejado sobre una trampa. Cristina quemará al intruso en el mismo hoyo donde incineran la basura, junto al corral de las ovejas, pues de esa forma se conjuran las brujerías. “Este ratón lo mandó un hombre que es casi familiar mío cuenta Cristina-, para no dejarnos dormir. A Yerson ya le habían hecho una brujería antes, poco después de la muerte de Iván y Nicolás. Fue una mujer que vive en Maihue y que quería que también se muriera, según me dijo un pastor evangélico que tuvo una revelación. Por eso Yerson no podía dormir y andaba deprimido. Pero a la mujer se le dio vuelta el maleficio. Estuvo enferma harto tiempo y hace poco se murió. Y eso que era joven”. La noche de la muerte del intruso, Cristina dormirá de corrido.
EL FUTURO John ha empezado a llorar con tanta fuerza, que Cristina debe dejar de freír sopaipillas en la cocina a leña para tomarlo en brazos. Al niño no le gusta estar sentado en el coche, aunque Tatán baile a su lado y lo cubra de besos o Yerson le haga cosquillas en sus pies regordetes. Desde que John Isaac nació, en julio de 2007, los Santibáñez Cuyán han vuelto a sonreír. “El dolor por la muerte de nuestros hijos no pasará nunca, pero gracias a nuestra fe en Dios estamos mejor. Yo antes pensaba en matarme, pero ahora ya no pienso eso. Debo luchar por mi
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familia”, señala Orlando. Su sueño es encontrar un trabajo estable en Futrono o Los Lagos, para llevarse a su familia desde Rupumeica Bajo. Se puso un plazo para partir: cuando Yerson, que este año 2008 cursa séptimo básico, entre a la enseñanza media. “La idea es que él siga sus estudios para que no sea igual que yo, que tengo que andar mandado. Me gustaría que fuera a la universidad”. A Yerson, acostumbrado a las cámaras de televisión que cada cierto tiempo llegan a entrevistarlo, le gusta el periodismo. Claro que la música tiene prioridad en su vida. “Me gustaría cantar alabanzas evangélicas o rancheras”, dice, mientras sus dedos dibujan sobre el teclado las notas de La historia del lago Maihue. “Un 27 de noviembre del 2005 / Una terrible tragedia / que me hace recordarme / la muerte de mis hermanos / y todos mis familiares...”, canta Yerson con voz melancólica. John se ha quedado dormido en el coche. Cristina recién terminó de freír y está de pie junto a la cocina a leña. Tatán, sentado al lado de Yerson, rasguea las cuerdas de una guitarra pequeña. Orlando tiene los ojos fijos en la pared y mueve los labios, como si estuviese cantando. O tal vez canta, pero no se escucha.
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FLORENCIO PÉREZ CASTILLO - LOS LAGOS
LOS LAGOS
Florencio Pérez Castillo
El hombre que sueña con trenes El ex jefe de estación de Los Lagos comparte un trozo maravilloso de la historia ferroviaria de la Región de Los Ríos. La suya es una historia de esfuerzo, responsabilidad y vocación de servicio. Por José Luis Gómez Guenchor
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lorencio del Carmen Pérez Castillo (71) vive en Los Lagos, al lado de la estación de trenes y de las líneas del ferrocarril por donde aún pasan esos metálicos y estruendosos caballos de metal que él tan bien conoce. En su mente y en su corazón quedaron grabados a fuego todos esos años en que trabajó en la Empresa de Ferrocarriles del Estado, en la que hizo carrera y llegó a ser jefe de estación en Río Negro y Los Lagos, donde jubiló. Reconoce que en la noche no se despierta cuando pasa un tren, aunque su amplia casa de un piso tiembla, mientras las locomotoras emiten su particular aviso con el objeto de evitar indeseados accidentes en la línea. Lo que sí le sucede en la noche -al igual que a otros ferroviarioses que sueña con trenes, pasándose unas películas que mezclan la ficción con la realidad, tal como lo harían los mejores cuentos de Cortázar. Son las siete de la mañana, pero Florencio está atrasado. Corre, corre, corre hasta llegar al trabajo. Allí se encuentra con el jefe de estación, da rápidas explicaciones y, como un rayo, se instala en la boletería. Pero las cosas no le resultan fáciles, porque hay gente esperando ser atendida y él no encuentra los boletos. El tren se acerca. Suda la gota gorda. Sin embargo, y por fortuna, todo queda en su inconsciente. Porque esto era sólo un sueño. Florencio Pérez ingresó en abril de 1955 como alumno practicante de administrativo a la bodega de carga de la estación de Los Lagos. En aquella época el jefe de bodega era Daniel Narváez y el jefe de estación, Oscar Durán Gómez. Acababa de salir del Servicio Militar, el que hizo como estudiante entre enero y marzo. El año anterior había terminado el cuarto medio en el Liceo Industrial de Valdivia, donde siguió la especialidad de electricidad, la cual nunca ejerció. El primer día de trabajo llegó a las nueve en punto de una neblinosa y gris mañana. Le presentaron al encargado de bodega, quien muy cordialmente le dijo: “Qué bien que quieras empezar a trabajar. Voy a tratar de ayudarte con los jefes para que puedan conocerte y lograr apoyo para que te acepten como aspirante y puedas así dar tu examen”.
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Según rememora el ferroviario: “Estaba como un pollito ahí. Sólo le dije que sí, que quería trabajar. Sin hablar mucho, porque en esa época uno hablaba lo estrictamente necesario nomás. Me dijeron quédate aquí, ve ésto. Me senté en la oficina y me puse a leer y ver cómo era el movimiento, al lado del mismo jefe que atendía público. Estuve así los primeros días”. Las bodegas se ubicaban donde se encuentra hoy la pequeña estación de Los Lagos. Era una bodega grande, de unos 50 por 20 metros aproximadamente, de acuerdo a lo que indica don Florencio. Era una edificación de un piso, con techo zinc oxidado y paredes de madera pintadas de color plomo. Tenía andenes por ambos lados y portones grandes con corredera para poder ingresar y sacar la mercadería. Al mediodía fue a almorzar a la casa de un tío, lugar donde residía y que se ubicaba en calle Baquedano, más o menos a ocho cuadras de la estación. Tras esa primera jornada, volvió contento a su casa. “Mi deseo era ingresar a Ferrocarriles porque conocí a un maquinista que era amigo de mi padre y él me insinuó incluso antes de que entrara a tracción. Cuando estaba en el regimiento en Valdivia me llamaron para que fuera a dar un examen de admisión a Temuco. En el examen teórico que me hicieron no anduve bien y ese día no estaba mi cuña”. Ya inserto en su nuevo trabajo, tuvo que cumplir el horario normal, en la mañana de ocho a doce y de dos a seis de la tarde. Sin embargo, a veces el horario se extendía porque llegaban trenes de carga que pasaban más tarde y había que atenderlos. Posteriormente dio el examen, el cual aprobó, siendo aceptado como aspirante con goce de sueldo. Esto significaba que no era todavía administrativo de planta, sino que un aspirante a reemplazante. “Como aspirante suplente, uno pasa por distintas labores. En esa época había boletero, 'movilizador' y conductor de carga o pasajeros. Como aspirante me tocó salir a la Cuarta Zona de Ferrocarriles, que iba de Temuco a Puerto Montt. Nos tocó muchas veces ir a trabajar a Hualpín, Teodoro Schmidt, al ramal Freire-Cunco, Loncoche, ramal a Villarrica, ramal Lago Ranco, subramal Cruce a Puyehue y el ramal de Los Lagos a Riñihue”.
UN MUNDO POR DESCUBRIR Para quienes no conocen demasiado la jerga ferroviaria, Florencio explica que un “movilizador” tenía por misión entregar la vía libre para que un tren pueda viajar de una estación a otra, lo que se coordinaba con una central telefónica ubicada en Valdivia y también con un sistema propio de selectores. En tanto, el “cambiador” tenía que “ir a recibir el tren para hacerlo entrar a la estación”. Sobre las características de los trenes, indica que en los '90 corrían locomotoras a diésel en el tramo Temuco-Puerto Montt, mientras que de Temuco a Santiago éstas eran eléctricas. Ello era muy diferente
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de los años en que él ingresó a Ferrocarriles, ya que en los '50 todas las máquinas eran a vapor. Respecto de los diversos tipos de trenes, señala que en los noventa corría un rápido de pasajeros de Santiago a Puerto Montt. Era un tren con salón, coche dormitorio, coche comedor -a cargo de un concesionario- y primera clase numerado, con reserva de pasajes y un valor más económico. El coche salón tenía una capacidad de 80 asientos reclinables, los cuales eran más cómodos y utilizados por personas con más recursos. En general viajaban tres salones, tres de primera, más dos dormitorios y un comedor. En total nueve o diez piezas, pero cuando había mayor demanda de pasajes se le agregaban más coches. Mientras relata esto, se escucha el insistente pitido de un tren muy cerca de su casa. Había también un tren expreso de Santiago a Puerto Montt, prosigue. Llevaba primera -más cómoda- y segunda clase sin numerar. “La gente no se confundía con el nombre de las clases. En cada coche andaba un asistente que se preocupaba de ver esto y además el conductor revisaba los pasajes”. El expreso a veces andaba hasta con quince carros. Pasaba todos los días, uno para el sur y otro hacia el norte. Asimismo, había un tren local, que corría entre Valdivia y Osorno, y hacía servicio de pasajeros, con dos vueltas: una en la mañana y otra en la tarde. Se les conocía por sus números: 19 y 20. Llevaba cinco coches y tenía dos clases: segunda y primera, sin reserva de pasajes. Pasaba los miércoles y domingo, en que transportaba a los estudiantes que tenían rebaja de un 50 por ciento Igualmente existían el X3 y el X4, trenes de carga que hacían largos recorridos con carros completos que pasaban todos los días, hacia el sur y hacia el norte. Llevaban un máximo de 30 carros. Cuando empezó a trabajar, en los '50, había trenes “sobornaleros” que corrieron hasta los '80 y que pasaban todos los días, con diez a quince carros. Cuando apareció la carretera se eliminó este tren. Incluso corrían “sobornaleros” entre Valdivia y Puerto Montt, y entre Valdivia y el ramal Lago Ranco. Estos trenes traían toda clase de mercadería en los carros y sus principales clientes eran los comerciantes. En esa época los X3 y X4 se llamaban “ganaderos” y tenían diversos números, como 305, 306, 201 ó 202. Transportaban ganado; unos en la mañana y otros en la tarde. Los carros iban repletos de carga. También había un tren local y rápido que se llamaba “flecha” y se caracterizaba por tener locomotora a ambos lados y doble tracción. Era tan exacto que la gente, cuando pasaba, colocaba el reloj a la hora. Otro tren que recuerda Florencio era uno que corría de Talcahuano a Osorno y viceversa. Pasaba todos los días en la mañana. En los '50 -dice- las locomotoras a vapor pasaban a Los Lagos a reabastecerse de carbón, desde depósitos donde se almacenaba el mineral, que era traído de Lota o de más al norte. “Me llamaban la atención los trenes por haber sido campesino,
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llegar a un pueblo y verlos”, explica, tras describir las diferentes máquinas que recuerda. A Los Lagos, el ferrocarril llegó en 1894, dándole un gran impulso a la ciudad. La Empresa de Ferrocarriles del Estado levantó un terraplén y construyó un sistema de alcantarillado para la evacuación de las aguas al río. Con estas obras se logró secar la actual zona céntrica de Los Lagos.
EX JEFE DE ESTACIÓN El apasionado trabajador nació en el sector rural de El Trébol, a 16 kilómetros de Los Lagos. Su padre administraba un fundo del Servicio de Seguro Social y su madre era dueña de casa. Ambos fallecieron. En total son siete hermanos; todos hombres. Él es el segundo. “El primero vive en Santiago y trabaja en la construcción, el otro que sigue después de mí fue profesor y jubiló como director de un liceo de Talcahuano, otro jubiló recién del INP, otro también trabaja en la construcción y el último se fue a la Escuela de Especialidades de Aviación de El Bosque, donde jubiló en el área mecánica”. Después de haber trabajado como jefe de estación en Río Negro entre 1975 y 1988, Florencio regresó a cumplir este mismo rol en Los Lagos. Comenzó a ejercer esta labor en enero de 1989 y, según cuenta, fue bien recibido por los clientes, quienes ya lo conocían. Un año después, coincidiendo con el regreso de la democracia, ya estaba consolidado en el cargo de jefe de estación en Los Lagos. Aún eran tiempos de gran movimiento ferroviario. Especialmente en el período estival, cuando el sol de enero atraía a muchos turistas que veraneaban en los alrededores. Además, se despachaban enormes cantidades de trigo cultivado en la zona. En ese tiempo trabajaba junto a un “cambiador” y un “movilizador”. Su jornada partía a las siete de la mañana y terminaba a las nueve de la noche. “Trabajábamos como mínimo doce horas; uno vivía en la estación. Además, ser jefe de estación tenía el grado nomás, porque había más obligaciones que antes”, como por ejemplo trabajar también de “movilizador”, boletero, “cambiador”, bodeguero o “equipajero”. Su casa se ubicada -al igual que hoy- cerca de la estación, frente el céntrico hotel Roger, en calle Patricio Lynch. “Uno salía antes de las siete, volvía al mediodía de carrerita a tragar y después, a la pega. Era complicado y bien sacrificado”. Sin embargo, el sacrificio tenía su recompensa, ya que Ferrocarriles en esa época había mejorado bastante sus condiciones salariales, a raíz de la lucha que habían dado los sindicatos. Pese a ello, sólo tenía cuatro días de descanso al mes. Aunque debía cumplir diversas labores, Florencio seguía siendo
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el jefe de estación, una verdadera autoridad en la comuna. “Me lo tomé con humildad, nunca fui prepotente con nadie y siempre fui un servidor público”, confiesa, y al mismo tiempo recuerda que siempre tuvo una buena relación con los clientes e incluso hay personas a las que ahora encuentra en la calle y aún lo saludan con amabilidad. Jubiló en ese cargo en 1995.
EL ENTORNO DE FLORENCIO Florencio Pérez está casado con María Luisa Salas Chávez (58 años), quien manifiesta que su marido era una persona responsable en su trabajo y leal con sus compañeros de labores. “Cuando lo persiguieron una vez, él nunca se vendió y siempre fue leal a sus principios. Tampoco trabajó por ganar más dinero. A él le ofrecieron un cargo político, pero lo rechazó”. Su esposa agrega que es un buen padre y se caracteriza por ser cariñoso con sus hijas. “Como papá es súper preocupado y entrega todo”, manifiesta su hija Alicia Pérez (23), estudiante de Enfermería en la UACh, quien describe a su padre como una persona sencilla, humilde, amable y sociable. Un ferroviario que trabajó con Florencio cuando fue jefe de estación, Bernabé José Mora Pereda (62), recuerda que su ex jefe era una persona correcta en el trabajo, tenía buen genio y mantenía la humildad. “Era deportista -todavía lo es- y no era bueno para la fiesta”, asegura. El funcionario de la Municipalidad de Los Lagos Eugenio Fernando Urra (65), amigo de Florencio, recuerda que “lo conozco desde al año '65. En ese tiempo trabajaba como administrativo y empezó a hacer carrera hasta llegar a jefe de estación. Él no fue el último jefe de estación de Los Lagos, pero los que lo siguieron después trabajaron en épocas en que había menos movimiento”. Encargado de la Recursos Humanos en la Dirección de Control del municipio, Urra destaca que don Florencio fue “un jefe de estación memorable, pues hubo muchos, pero él marcó un hito. Tiene una voluntad de oro, buen carácter, es buena persona y le gusta ayudar, colaborar. Además, es muy deportista. Yo lo conocí jugando fútbol aquí y fue dirigente por muchos años de asociaciones y clubes deportivos. Más encima participa en la parte social de la Iglesia Católica”. En su opinión, “ojalá hubiesen dos o tres Florencio Pérez, por el entusiasmo y energía que irradia”.
DE TRENES Y NOSTALGIA Es junio de 2008. Ha llovido y los días son helados, aunque
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igual el sol se ha dejado ver. Florencio sigue activo y cumple con pasión su rol de presidente del Club Deportivo Atlético Los Lagos. También colabora una tarde a la semana con el Servicio Social de la Parroquia de Los Lagos. Ahí ayuda en el desarrollo de talleres para personas de escasos recursos, a quienes también socorren con alimentos que los voluntarios reúnen. Aunque se declara independiente, se siente más cercano a la izquierda. “Porque uno como ferroviario ve muchos casos de gente con problemas y siente el deseo de ayudar. Porque había personas que viajaban en los trenes y no tenían plata ni para el pasaje. Entonces uno tenía que buscar los medios o incluso uno mismo poner un par de pesos”. Actualmente vive sólo con su señora, pues su hija de 33 años y sus dos nietos se encuentran en Osorno, otra hija de 33 se fue a Francia y la menor, de 23, estudia en Valdivia. Su casa se ha ido quedando en silencio, situación que no le acomoda a este hombre acostumbrado a los ruidos. De hecho, extraña el sonido de las máquinas marchando por los rieles y del silbato que anunciaba las salidas y las llegadas de los trenes. “Uno se enamora de su empresa y al estar al lado de la línea uno siente nostalgia por el tren”, dice. Sentado cómodamente en uno de los pálidos sillones de su casa, Florencio recuerda que en su etapa laboral tuvo problemas con sus compañeros de trabajo, porque... no era bueno para el trago. “Siempre me dejaban de lado porque yo no compartía mucho... Porque me gustaba ser responsable dentro de mi servicio”. Entre las diversas anécdotas que lo marcaron rememora dos. Cuando estaba de jefe de estación en Río Negro tuvo que ayudar a descarrilar unos carros descontrolados que venían de la estación de Corte Alto, cerca de Purranque. “¡Peligró mi vida!”, confiesa. Otra anécdota menos grave le sucedió en Los Lagos. “Una vez estaba con mi 'cambiador' en la noche, esperando un tren. Jugábamos a los naipes en una salita y teníamos anunciada la llegada de dos trenes, uno de cada lado. Nos entusiasmamos mucho con el juego y se nos acercaron los trenes. Cada uno tuvo que partir para un lado para desviarlos”. Luego de esa emergencia le hizo una promesa al “cambiador”: “No juego nunca más'”. Los años han pasado y de su alegre época ferroviaria sólo le quedan recuerdos. Ya nada es como antes. Ahora por Los Lagos sólo pasan trenes de vez en cuando y la empresa de ferrocarriles construyó una pequeña estación frente a la plaza, donde hay sólo un guardia. “Es una pena ver cómo se van deteriorando los ferrocarriles, los trenes, y se ve que es difícil recuperarlos por el alto costo, a pesar de que sería muy útil para el país. Se viene un temporal, se corta la Ruta 5 y quedamos aislados. Antes era la alternativa y ahora no. También hay carga que es importante transportarla por ferrocarriles, porque destruye mucho la carretera”.
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Al escuchar la pasión con que Florencio habla de la época dorada de los trenes, uno termina enamorándose de sus nostálgicos relatos. Y va surgiendo internamente la idea de que la historia ferroviaria de Los Lagos podría ser aprovechada como un capital turístico, pues queda la impresión de que esta comuna muestra al visitante mucho menos de lo que realmente tiene para ofrecer. Y así llega uno a la conclusión de que Los Lagos es pura humildad, igual que Florencio Pérez, el hombre que sueña con trenes.
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Antigua vida suya Con la harina tostada como clave de su longevidad, esta anciana se empina sobre los 100 años con un origen lleno de incógnitas, que se mezcla con llamativos capítulos de la historia de Mariquina. Por Daniel Carrillo Monsálvez
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umida cada día un poco más en el silencio, Florentina Martin hace caer un barniz de enigma sobre todo lo que la rodea. Color sepia, este esmalte imaginario se confunde con la humedad de su casa, cercana al río Lingue, a un costado de la ruta que une San José de la Mariquina y Mehuín. Alguna vez claras, sus pupilas ya se impregnaron de aquel tinte indescifrable de quienes ya parecen mirar sólo hacia adentro, hacia el pasado. Frente a ellas el mundo, el pequeño mundo que conforman su hija Rosa, su nieta Fátima, su yerno Fidel y su bisnieta Rayén, parece moverse en cámara lenta, despacio, como casi al borde del letargo, del adormecimiento. Y es que a sus 102 años, los días avanzan para Florentina con si fuesen una interminable sucesión de sueños. A ratos da la impresión de que hubiera vuelto a la cuna. Quienes la cuidan procuran levantarla durante el día, si es que el frío lo permite, y dejarla sentada cerca del fuego, bien arropada con chalecos de lana, gorro y un chal que la cubre desde los hombros hasta los pies. Junto con mantenerla “activa”, la idea es que no despierte tanto durante la noche, donde a menudo llama a su hija Rosa, a quien le pide que prenda la luz o que le lleve una taza de leche. Todo esto, con palabras que suenan quejumbrosas y casi enmudecidas por el cansancio, en ocasiones apenas audibles y que sólo sus cercanos reconocen. Sílabas que, justamente, traen a la mente un bebé que ensaya sus primeros parlamentos. Claro que, a pesar de estar fuera de la cama, por lo general ella vuelve a dormirse, como si el manto que la envuelve no fuera más que una red mágica que, con porfía, la lleva de regreso al territorio inasible de los sueños. Con más de un siglo de vivencias en su cabeza, a la larga quizás nace de ella misma la inclinación a cerrar los ojos y abandonarse a los ronquidos.
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RELATIVIDAD A pesar del aire de quietud que rodea la centenaria figura de Florentina, su vida no avanza con la parsimonia que aparenta. Ocupada desde pequeña en las labores del campo y después también en la crianza de sus 12 hijos, la anciana nunca tuvo noticias de Einstein ni de la relatividad del tiempo. Pero sin duda el paso de nuevos 365 días, que para su pequeña bisnieta aún deben asemejarse mucho a la idea de la eternidad, para ella pueden transcurrir a la velocidad con que se pierde un suspiro en el aire. O con la brevedad de esas “pestañadas” que acostumbra dar de rato en rato frente al fuego, acomodada en su silla de ruedas que ocupa desde que dejó de caminar, más o menos cuando pasó la barrera de los cien años. Sintiendo las horas como si fueran apenas minutos, la bisabuela va acomodando sus gestos al silencio y tiende a quedarse dormida restregándose las manos, juntándolas como en una oración o como quien se masajea los dedos después de haber escrito demasiado o simplemente para desentumecerlos. Así, con su piel arrugada, que semeja un pergamino en que ya se hace muy difícil seguir leyendo, o un calendario de años demasiado remotos, finalmente termina por dejar que sea su hija Rosa quien recuerde por ella.
MISTERIOS Si bien Florentina pasó toda su vida en el sector costero de Mariquina, primero en Tringlo, donde nació el 8 de agosto de 1906, y hasta hoy en Piutril, la historia de su sangre dice que no pertenece por completo a ninguna parte. Más bien, hacia atrás todo indica que quizás fue un accidente que ella naciera en el lugar en que lo hizo. Por un lado, siempre despertó la atención con la historia de su mamá, María Tránsito Tureo, relato que le gustaba compartir con sus parientes y vecinos en torno a unas sopaipillas y un mate humeante. Más que algunas certezas, la narración dejaba siempre abierto un cúmulo de interrogantes, sobre todo entre sus hijos, que oyeron más de una vez la intrigante historia. Según esta trama, la semilla de Florentina provenía de Coihueco, una localidad rural ubicada en las cercanías de Panguipulli. Desde ahí, el papá de María Tránsito acostumbraba realizar una larga travesía, una o dos veces al año, hasta la costa de Mariquina. En una carreta, transportaba piñones que luego intercambiaba por pescados, mariscos y cochayuyo con los lugareños de Mehuín y sus alrededores. De cuánto tardaba su periplo, de aproximadamente 100 kilómetros, no existen antecedentes precisos.
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Más o menos tuvieron que haber sido unos 10 días de viaje los que debía cubrir este negociante entre Coihueco y Mehuín. Esto, echando un vistazo a lo que relata el expedicionario alemán Paul Treutler, quien en 1859 viajó a Valdivia para seguir tras las riquezas que suponía se encontraban en Villarrica. El viaje entre la ciudad del Calle Calle y Trailafquén (como se conocía entonces al lago Calafquén, cerca de Panguipulli), lo ocupó desde el 3 de diciembre hasta cerca del 14 del mismo mes, orillando el río Cruces. Así las cosas, por esa época el recorrido hecho por este hombre cuyo nombre ya ha sido olvidado, el abuelo materno de Florentina, era una verdadera travesía, cubriendo una ruta que no figura destacada como un gran pasadizo de intercambio comercial, aunque sí es consignado dentro de la historia territorial mapuche como el llamado “eje Mariquina-Panguipulli”. Dentro de este marco, este hombre hacía el recorrido junto a su pequeña hija María Tránsito, que en ese tiempo no debió haber superado los 10 años de edad. La historia, traspasada a su descendencia y nunca olvidada por Florentina, plantea que luego de un par de viajes el padre terminó perdiendo a la muchacha. Como explica Rosa Nahuelpán, hija de Florentina, simplemente la muchacha fue arrebatada de los brazos de su papá por un grupo de habitantes costeros. El motivo aún es un misterio y todo indica que difícilmente podrá ser esclarecido. Se comenta que tal vez los lugareños le tomaron un inusitado cariño a la pequeña o que ésta poseía una belleza digna de un cuento de hadas. Tampoco puede pasarse por alto aquí la leyenda o la anécdota rescatada por historiadores locales respecto del longevo Ignacio Martin, quien llegó a vivir 130 años. Luego de haber enviudado, comenzó a echar de menos la presencia femenina en su hogar, sintiendo el fuerte deseo de volver a tener una dueña de casa. Según narra la Historia de San José de la Mariquina (15511900), de Paulo Pedersen, el anciano pidió encarecidamente que le buscaran una mujer para casarse con ella. La urgencia del encargo quedaría al descubierto al día siguiente, cuando Ignacio Martin fallece, viudo y sin llegar a conocer a una añorada nueva esposa. ¿Sería aquella pequeña niña retenida contra su voluntad, en el fondo secuestrada, la prometida de este anciano personaje, a quien finalmente no alcanzó a conocer en vida? A estas alturas Florentina ya no puede dar luces sobre este episodio, aunque el apellido aquel (Martin), el más común del sector costero de Mariquina, aparezca engarzado directamente en esta historia. Esto, porque alrededor de los 16 años, María Tránsito Tureo -la niña secuestrada- contrajo matrimonio con José Martin, un viudo
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miembro del clan que presumiblemente le impidió regresar junto a su padre hasta Coihueco y cuyos integrantes finalmente terminaron por criarla. El único fruto de esa unión fue Florentina y el jefe de familia murió al poco tiempo de casados. Viuda, María Tránsito volvió a casarse, nuevamente con un hombre que había perdido a su esposa: Andrés Rapimán, residente en Tringlo.
OJOS CLAROS Si ya la historia de su madre, presuntamente secuestrada durante la infancia, muestra qué tan abrupta fue la llegada de sus raíces al territorio que ha habitado por más de 102 años, la historia de la otra rama de su ascendencia reconfirma lo accidentado del origen de Florentina. Y sería a esta simiente a la cual más terminaría debiendo la muchacha, ya que de ella heredó su tez blanca y sus ojos claros, a pesar de ser mapuche. Esta realidad de los indígenas rubios tiene un origen más remoto, ubicado cerca de 1643, luego de que corsarios holandeses se tomaran Valdivia, al mando de Elias Herknraus. Éstos se movilizaron hacia el Valle de Mariquina para conseguir provisiones, pero fueron boicoteados por los caciques del Aillarehue, liderados por Juan Manqueante. Sin poder abastecerse, un número no determinado de tripulantes desertó, atemorizado por la que parecía una segura condena a morir de hambre. En este trance, los holandeses despertaron la compasión de los mapuches, quienes les dieron asilo, produciéndose gracias a este contacto la primera oleada de mestizaje. Más al norte, frente a Puerto Saavedra, el naufragio de un barco francés, con una considerable cantidad de mujeres, entre ellas varias monjas, también entregó su cuota a esta mezcla de razas. Pero el origen más certero de los Martin data de 1780, año en el que un bergantín holandés sucumbió a la altura de Chan Chan. Por milagro, aferrados a maderos, sobrevivieron tres tripulantes. Uno de ellos fue José, quien estaba destinado a propagar el legendario apellido por las tierras de Mariquina. Los marineros fueron acogidos por la comunidad indígena de Chan Chan de la Costa, Alepue y Mehuín y pasados tres meses de permanencia en la zona, se marcharon con rumbo hacia el norte y un destino incierto. Antes, sin embargo, Martin tuvo relaciones clandestinas con una doncella mapuche, a quien dejó embarazada. Como pudo, la joven ocultó su estado de gravidez hasta que el nacimiento volvió inútil cualquier artificio. Y es que algo no cuadraba entre los mapuches al ver la figura
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del varoncito, sobre todo por su tez clara, su cabello rubio y sus ojos azules. La joven madre se vio obligada a huir con su guagua en brazos, dado que su familia quería matar a la criatura, que sentían como demasiado ajena. En su huida, llegó hasta el fuerte Cruces, sitio donde fue recibida por el comandante del Castillo San Luis de Alba. El recién nacido fue bautizado con el mismo nombre que su padre, que quizás no tuvo la menor idea de su existencia. A medida que fue creciendo, recibió educación de parte de los capellanes del castillo y los misioneros. Imposible que un personaje de origen tan novelesco como José Martín hijo no ocupara papeles relevantes dentro de la historia de Mariquina. Así, por ejemplo, en 1820 fue escogido como intérprete en el parlamento entre el coronel Jorge Beauchef y el cacique principal de Alepue, Andrés Lien. Tras morir, a los 126 años, los libros le guardarían también un espacio a su nieto Ignacio, el viudo cuya anécdota de ansias nupciales previas a la muerte hace que los caminos terminen por cruzarse más todavía en este entramado, del cual Florentina fue actriz contemplativa, casi sólo de a oídas.
UN AÑO MÁS Una de las imágenes más lindas que Florentina aún tiene grabadas en su mente es la de su cumpleaños número cien. Como nunca, prácticamente la mayoría de su descendencia se reunió junto a ella, en un improvisado centro de eventos habilitado con latas a un costado de su casa en Piutril, bajo el cual se juntaron más de 150 personas. Ella fue el centro de atracción de aquella jornada, volviendo a los tiempos de su infancia, donde creció como hija única. La fiesta fue en grande e incluso llegó el alcalde de Mariquina, Erwin Pacheco, quien hizo una costumbre aparecer en los cumpleaños de ancianos longevos. En septiembre de 2008 también la visitó el gobernador de Valdivia, Christian Cayuqueo, quien la destacó como un ejemplo durante la celebración del Día de la Mujer Indígena. En medio de la fiesta por su centenario, Florentina, ya afectada por los achaques de la edad, quizás no lograba explicarse al cien por ciento tanto alboroto, aunque recuerdan que casi se amaneció conversando con los invitados. Algo imposible en su último cumpleaños, ya que un par de años más tarde casi no escucha ni ve. Respecto de las claves de su larga vida, sus cercanos la atribuyen principalmente a su dieta, marcada por alimentos naturales.
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En ella no podía faltar el llamado “pavo” de harina tostada con leche, ni tampoco las tortillas al rescoldo, consumidas directamente desde el fogón. Ese tipo de tradiciones, sencillas, las fue enseñando también a sus retoños, junto a la artesanía típica de la zona: los objetos decorativos y la cestería hecha con voqui pil pil. Esto, además del “laboreado” en lana, con telar de palo del cual salían ponchos y mantas, y la greda, que sus manos conocieron en sus años formativos. Respecto de esos años, quienes viven con ella recuerdan que asistió al colegio de las monjitas en San José y de ahí fue llevada por curas franciscanos hasta el Colegio San Rafael, en Valdivia. En dicho establecimiento aprendió las letras y a escribir su nombre. “Firmaba y leía un poco. Sus lecturas eran libritos de los católicos, la historia sagrada, pero más leía el papá”, precisa su hija Rosa. Rápido, Florentina fue creciendo, con rasgos que evidenciaban la herencia europea de los Martin: piel blanca, casi pálida, ojos “tirados” a claro y pelo algo rubio. Como se acostumbraba en la época, y más aún en el campo, el matrimonio no tardó en llegar. Su único compañero para toda la vida fue el agricultor originario de Yeco, Sabino Nahuelpán, quien en edad la superaba por una década. Además del trabajo del campo, el marido de Florentina era “negociante”, moviéndose a caballo entre San José y Los Lagos para vender productos del mar. Luego fueron llegando los hijos, que terminaron sumando doce. “Había un poco de escasez, pero ellos eran harto alentados y siempre nos aseguraban lo mínimo”, indica su hija Rosa, que nació en 1950. Hasta antes del maremoto del '60, vivieron en dos casas, una de paja y otra de madera. En la primera estaba el fogón y se utilizaba como cocina y comedor. La segunda era el dormitorio y estaba ubicada a unos 20 metros de la de material más ligero. Con respecto a la crianza, la ahora centenaria anciana se preocupó bastante de la limpieza y de la educación de sus hijos, que estudiaron en la escuela rural del sector y en San José. Ellos la escuchaban hablar casi siempre “en lengua” (mapudungún), idioma que aprendieron, pero fueron olvidando cuando entraron a estudiar en el colegio. Como padres, Sabino y Florentina eran muy estrictos, y sobre todo a ella le gustaba el orden, por lo cual primaba la obediencia y de lo contrario no tardaba en llegar una cachetada o un varillazo. La pareja fue siempre bien unida y nunca se les vio pelear. Pasaron por momentos difíciles, como el del gran terremoto, cuyo tsunami posterior dejó la vega y las viviendas bajo el agua y generó la división obligada de la familia. Algunos huyeron al sector de Yeco y otros hacia Tringlo. Los primeros estuvieron un par de semanas sin tener noticias de sus padres, aunque la separación forzada de los Nahuelpán Martin se extendió por varios meses.
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Consiguiendo madera por aquí y por allá, finalmente lograron levantar una nueva casa, emplazada eso sí no tan cerca del río, sino aledaña al actual camino entre San José y Mehuín. De esta forma, paso a paso, pudieron volver a la normalidad de la vida campesina que siempre llevaron, la que comenzaba a latir temprano, a eso de las seis de la mañana, cuando todavía en medio de la oscuridad y la fría brisa los mayores se levantaban a sacar leche de animales que criaban a medias. Una parte del producto se destinaba a la venta y la otra iba al consumo familiar. De ahí se preparaba el desayuno, cuya carta era la misma cada día: tortillas y harina tostada en piedra. Luego se proseguían las labores agrícolas, con las siembras de papas, porotos y zanahorias y la crianza de uno que otro pollo y chanchos. Claro que había temporadas en que la tierra no daba, “la semilla se terminaba”, contingencia que Sabino debía superar echando mano a los negocitos que salía a hacer en su caballo. La historia fue así hasta que los hijos comenzaron a desperdigarse por el país y Sabino terminó por enfermarse de arteriosclerosis. Esta dolencia lo hacía despertar en medio de la noche y a veces hasta arrancarse de la casa, por lo cual Florentina debía salir en su búsqueda, aunque fuera justo en medio de la tormenta o de fríos indescriptibles. Lo peor era que a ratos la desconocía e incluso se enojaba con ella, retándola. Todo esto fue complicando la salud de la mujer, deterioro que tuvo su punto cúlmine con la muerte de Sabino, a mediados de los 80. Muy afectada emocionalmente, sobre todo por la larga convivencia que tuvieron y lo bueno de la relación, que terminó de forma amarga producto de la pérdida de memoria, Florentina terminó encerrándose en sí misma. Esto, junto al cansino paso de los años, fue encaneciendo sus cabellos, encorvando su figura, casi encogiéndola y arrugando su piel que había brillado siempre tan clara. Y tras pasar la barrera del siglo, las palabras fueron haciéndose cada vez más ajenas a sus labios, hasta terminar convertida en una adusta aliada del silencio, impregnada de pasado en cada uno de sus gestos, de sus respiraciones. Una mujer que ya casi ni siquiera ve pasar el tiempo, por lo rápido de su fuga, y que también dejó de responder preguntas. La principal debió haber sido la siguiente: ¿Por qué si siempre lo tuvo en mente e incluso lo comentaba con sus hijos, nunca se atrevió a regresar a Coihueco, en Panguipulli? Ese fue el lugar donde se inició todo. Donde un hombre regresó un día sin su hija, a quien sin explicación perdió para siempre.
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DENNIS GARCÍA RISCO - CORRAL
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Conmigo nadie puede (o Cómo hacerse inmortal al ritmo del bongó) Las olas quisieron llevárselo un día de 1960 -el domingo del maremoto- y él les ganó el round a punta de manotazos ciegos. Después de semejante triunfo, este músico se ha dedicado a coquetearle a la tragedia y a guiñarle el ojo a los límites, como un gato que se arriesga sabiendo que tiene seis vidas más en su cuenta de ahorro. Por Nicolás Gutiérrez Obreque
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ntes de que los discos de vinilo pasaran a la obsolescencia y que sólo una minoría enérgica y romántica mantuviera el culto a los surcos y al zumbido de la aguja recorriendo cada diminuta zanja del acetato, eran cientos los músicos que preparaban sus instrumentos, sus chaquetas, corbatas y zapatos tanto como quienes se aprestaban a gastar sus suelas bailando al ritmo del swing, del mambo, del chachachá y del rock and roll que ellos interpretarían en vivo. Mientras el vinilo solía reservarse para ser reproducido en las radios y en los tocadiscos caseros para una escucha íntima, en los 50' y los 60' las orquestas estaban lejos de ser reemplazadas por un disc jockey que, en silencio - a diferencia de la radio-, se dedicara a poner el volumen al máximo con el fin de paliar la ausencia de una banda en vivo. “Todos bailaban esos ritmos y había tenidas especiales para cada uno”. Ellos, Dennis García junto a sus compañeros, preparaban su repertorio y su look para salir a conquistar el escenario, no sin dejar atrás el cansancio de cualquier noche anterior, cuyos cigarros y vasos podrían haber sido dejados de lado bien entrada la mañana. Eran tiempos en que la vida diurna y nocturna corría a saltos discretos, como un Long Play de 45 revoluciones por minuto. De la mano de su bongó y sus tumbadoras, Dennis García le tomó el pulso a golpe y verso a la vida de Corral, una ciudad que durante la primera mitad del siglo veinte solía ser “un Santiago chico, un Valdivia chico, un Temuco chico”. Hasta que el pick up del tocadiscos saltó, comenzó a picotear el acetato del vinilo como si se tratara de uno de 78 revoluciones, los vasos empezaron a sonar como si hubiese mil brindis al unísono, hasta el punto de quebrarse, y el pueblo fue cubierto por un manto de agua y sal que quiso llevarse a Dennis a seguir la fiesta con las sirenas. Afortunadamente, a él los únicos terremotos capaces de hacerlo tambalear, son los de pipeño y helado de piña.
PARA QUÉ VER TELEVISIÓN Los tres están sentados en la barra del local riéndose a carcajadas, sin
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más compañía. Acaba de terminar un partido en el Canal del Fútbol y ellos no se dan por enterados. Orlando se pone de pie y le dice algo a su esposa, que se pierde en el fondo, detrás del mesón donde ambos atienden a sus clientes del restaurant “Miramar”. A esa hora, cinco de la tarde de un sábado, los dos comensales son viejos conocidos: uno de ellos es Dennis García; el otro, un tal Amado Osorio. Mientras Orlando seca un vaso, Amado y Dennis dicen que están tomando Coca Cola. Pero los cigarros apagados en un cenicero y las risitas acaloradas los delatan. La jornada terminará cerca de la medianoche con otro comensal - que se une más tarde a la juergaque deberá ser llevado en andas por los presentes. Todos son ex músicos y colegas de Dennis, quien carga en el cuerpo con el peso de haber seguido largas giras por Santiago, Concepción, Chiloé y Valdivia tocando con bandas como La Guaraní (“era tipo Los Panchos: guitarras, bongó y tres cantantes”), Los Ases del Ritmo y el Trío Cubo. - Que le cuente cómo se salvó arriba de los techos este otro. Si ya está acostumbrado a chamullar -dice Orlando-. Cuéntale cómo era Corral antes, con 20 mil habitantes y cómo llegó a quedar casi vacío después del terremoto. Y dile también que teníamos una banda. - ¿Cómo se llamaban? - Los “Donde me invitan boys”. Todos se ríen aparatosamente y piden otra corrida. Mientras, en el Canal del Fútbol se ve el spot de un programa de deportes extremos en que un grupo de surfistas se desliza sobre olas de aguas celestes. Todos dan la espalda al televisor, ignorándolo. Para qué ver la tele, si ellos sí que saben de olas. Para qué, si a Dennis le bastaron unas horas para hacer una hazaña parecida, sin siquiera saber nadar.
RITMO Y JUVENTUD “Yo escucho radio, me gusta la radio. Todos los días la prendo después de almuerzo”. Enciende el hervidor eléctrico y aprovecha de bajar el volumen para dejar la música sólo como un leve murmullo ambiental. “Yo antes escuchaba los bailables de los sábados y domingos. Escuchaba la Corporación, La Minería, la Colo Colo, de esos años poh. Transmitían directamente del Centro de Baile de Santiago, tocaban la Ritmo y Juventud, la Cubanacán. ¡Y los tangos!, Alfredo De Angelis, Miguel Caló venían desde Argentina especialmente a tocar a las radios de Santiago. Bueeenos, de los que ya no existen”, relata Dennis mientras llena las tazas con agua. A sus 74 años dice que ya no le queda nada por vivir. Engañosamente. Quiere hacer creer que vive los días desanimado y solo en la casa que heredó de sus padres, que fueron dueños de la pulpería del pueblo. Le gusta contar historias como si fuera él uno de los locutores que oía cuando era niño y la lluvia lo obligaba a quedarse en la casa con sus dos hermanas, Diana (seis años mayor) y Magaly (diez años
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menor). Por eso, antes de hablar de terremotos, antes de hablar de catástrofes y casas flotando y todo aquello de lo que el mundo ya se enteró, él prefiere hablar de lo que quedó en la trastienda. Así es que ajustamos la aguja y dejamos el LP en la primera canción. “Este pueblo era un ir y venir, todos los negocios llenos. Los restoranes llenos, porque había poder adquisitivo, dinero para gastar y ése era el sistema. Los días viernes, sábado y domingo los bailes estaban llenos, los hoteles llenos. Uno iba a Valdivia a comprar a las casas comerciales de la época y todo el mundo vivía feliz y tranquilo. Era otro sistema de vida, era más hogareño, habían malones, ¡los famosos malones! en esos años con la música que era la autoridad de ese tiempo, vale decir, el bolero, el chachachá, la rumba, el mambo, y después el rock and roll. Todo un quehacer musical que cambió la etapa de los sesenta hacia delante”. Su infancia la vivió jugando a los cowboys, las escondidas y las “pillás” en las calles cercanas a lo que fue el almacén “Rancagua”, el gran abastecedor de abarrotes que tuvo Corral durante décadas, y que era de propiedad de sus padres. En la segunda calle de Corral Bajo, don Luis García y su esposa, Adela Risco, se encargaban no sólo de atender al público local, sino también de proveer a las embarcaciones que recalaban en el puerto. Sus hijos Diana, Dennis y Magaly crecieron en una época en que el aire marino y la tranquilidad pueblerina llevaban el pulso de la vida como un dulce swing. “Había tiempo para todo, la juventud que teníamos nosotros fue maravillosa. Íbamos al cine, a las clases, hacíamos las tareas. En septiembre era la época de los volantines, las fiestas típicas de aquí de la zona del sur de Chile, entonces era otro quehacer. Celebrando la llegada de la primavera, salía toda la gente a la calle con mucho optimismo. Así era nuestra infancia, los padres trabajando en sus quehaceres y uno estudiando”. Estudiando, pero sin fanatismos. Al menos en el caso de Dennis. De adolescente dejó Corral para estudiar en el colegio Salesiano y en el Liceo de Hombres, donde estuvo interno por largas temporadas. Repitió “muy pocos cursos” y no terminó el colegio, el que abandonó definitivamente a los 22 años, seducido por un amor de verano. Desde los 18, comenzó a pasar las horas de vacaciones con un juguete prestado. “En esa época conocí a la famosa orquesta de aquí, que eran Los Ases del Ritmo. Cuando ellos no tenían actuaciones, me prestaban las percusiones y ahí empecé. Estuve como un año encerrado aprendiendo”.
EL CONSERJE Y EL MARINO Las calles están vacías y las pendientes en bajada que dan al puerto permiten ver el agua calma de la bahía. La gente llega al muelle a goteras y las lanchas parten semivacías hacia Niebla. Mientras tanto,
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Dennis García mete un palo en la cocina a leña de su casa, tapizada de pósteres y calendarios con señoritas ligeras de ropa en poses sugerentes, la mayoría sacados del diario La Cuarta (“un huevón de por allá me los junta”, se apura en aclarar). Al salir a la calle, Dennis se transforma en “Densi”, apodo con el que es conocido. Los pocos parroquianos que decidieron no tomar la siesta post- almuerzo de un día domingo, lo saludan con cariño, le gritan de lejos para bromear. Por años, “Densi” fue guía turístico del fuerte San Sebastián de Corral, y ése es el personaje que adopta para salir a mostrar el pueblo. Cuenta sus historias, paso a paso, con las vías solitarias como escenario y en las que se mueve como si fuera el conserje de la comuna. Pareciera que si un día todo el mundo se fuera de Corral, sería él el encargado de ver que no quede nadie y poner el candado por fuera. Pasa frente a la municipalidad, al restaurante Miramar, al kiosko, al gimnasio municipal, al cuartel de bomberos donde animaba fiestas cuando éste tenía un salón. Llega hasta la segunda calle de Corral bajo, donde carraspea para aclarar su voz y largarse a contar. “Estábamos almorzando en la casa ese día feriado, cuando empieza el movimiento telúrico grado 10. Los cables de la luz chicoteaban y los terrenos se abrían y se tragaban la gente”. Todo el mundo se movía erráticamente, mientras Dennis no dejaba de lado su pose omnipotente, juvenil, audaz. El pánico cundía y él internamente trataba de bajarle las revoluciones al incipiente miedo. Por eso, cuando su padre se dio cuenta de que su esposa y su hija Magaly habían salido de la casa y lo mandó en busca de ellas, Dennis partió sin despeinarse demasiado. “En un intertanto se desaparece mi madre con la Magaly, y mi viejo, el Luis, me dice ¡anda a ver qué pasó con el resto de la familia! Yo con 26 años era aquí te las traigo…. Y yo en vez de ir por el camino de Valdivia, me pasé por el paseo Paul Harris sin saber que venían las marejadas”. La valentía con que avanzaba ni siquiera le dio tiempo de teñirse de arrepentimiento para dar paso al miedo. La aguja se cambió de surco, el disco saltó y cayó por la otra cara y justo encontró a García tratando de saber cómo llevar un ritmo endemoniado, trágico, ilegible. “Iba caminando por ahí y me tomaron las marejadas, que me llevaron mar afuera”. Aún preso de la resaca de la noche anterior, la de un celebrado 21 de mayo, se encadenó a la resaca marina que arrastró con fiereza a un jovencito que jamás había nadado. “Y viera cómo pasaban las casas, y la gente gritando, y a las mujeres se les trancan las puertas y las ventanas y se ponen a gritar y no hacen ninguna cosa. ¡No hacen nada, no atinan a ná! ¡Y qué iban a hacer! Si no es película la cosa. Lo que pasa es que el sistema nervioso no responde, las piernas no responden y si no responde el sistema nervioso uno ta' entrega'o, ¿qué va a hacer?” Mientras veía pasar murallas, casas, planchas de zinc y personas que manoteaban tan desesperadas como él, logró ver, atragantado de agua, a su salvavidas providencial.
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Walter Norman era un marino de origen alemán al que Dennis había visto un par de veces antes. Fue él quien, mientras vio al músico escalando techos y chiflando a quien viera pasar, despavorido sobre una ola monstruosa, las ofició de instructor en medio del pánico de un hombre que más se movía en aguas espirituosas que en las marinas. “Estuve como 6 horas agarra'o de techos y palos. Todos chiflándose unos a otros. De repente me encuentro con una persona en la inmensidad del mar y era don Walter Norman, que era práctico de la Armada. Yo no lo conocía, si aquí éramos 20 mil personas, y me hablaba, me decía cosas y yo no le entendía, con la desesperación, y ya estaba con hipotermia, seis, siete horas en el mar es cosa seria. Este caballero me hablaba y no le entendía na' poh. Y cómo le iba a entender si era alemán, era medio mutro… Me decía ¡mantente!, ¡relájese! De repente nos acercamos arriba de un techo y le hicimos pelea a las marejadas”. A duras penas, Dennis lograba entender las instrucciones de Walter Norman. Y a duras penas, se sostenía en pie para ir contrapesando una plancha de zinc que usaron como balsa. “Se veían las corrientes submarinas y el techo y nosotros ibamos pa' un la'o y pa' otro, por Mancera, cerca del fuerte San Sebastián, donde nos llevara, por todos lados. Y en una de esas el techo tocó el muelle de pasajeros de Corral, que a esas alturas era pura chatarra. Ahí aproveché de salir y después los del salvataje bajaron y lacearon y sacaron a Norman. Eso ya era de noche. Estuve como 7 horas. Este caballero tenía entre 75 y 80 años y yo no sabía nadar, le hacía el quite a las palizadas, el resto de palos, a los pisos. Si yo me salvé gracias a él, que me dio las indicaciones”. Después del traumático capítulo de sobrevivencia, Dennis partió a los cerros, donde estaba el resto de su familia. Perdió el rastro de Walter Norman tras su rescate y sólo supo, años más tarde, que el marino alemán salvó con vida, pero murió tiempo después. El largo abrazo y el agradecimiento que Dennis le tenía preparados, quedaron archivados como una deuda eterna.
AÑOS DE BOLEROS Y PÉRDIDAS “Yo creo que fue un milagro, porque murieron muchos marinos experimentados. Fue para que alguien le contara a las generaciones siguientes cómo era un maremoto”. Así explica Dennis su sobrevivencia. Como repiten quienes han estado cerca de morir, dice que vio pasar toda su vida en pequeñas fracciones de tiempo. “Se te pasa en un segundo la niñez, la adolescencia, todo poh. En una tragedia, cuando te agarra el agua, las marejadas, empezai' a hacer un balance de la vida, pero rápido, porque te vai a morir”. Con 26 años, emigró a Valdivia junto a sus padres y su hermana Magaly, quien desde entonces se resiste a volver a Corral. “Vivimos un
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año en Valdivia y en ese tiempo yo conocí al que fue mi marido. Regresamos al pueblo y él me fue a buscar para casarnos. Nunca más quise volver, hace más de 45 años que no voy porque no me gusta cruzar en lancha y sentir al lado el agua que corre”, confiesa la mujer que por años ha sido el cable a tierra, la apoderada, la tutora de un Dennis que, al ver en sus manos la segunda oportunidad que le brindó la vida, volvió a su carrera en la bohemia e intentó, sin suerte, emparejarse y vivir en familia. El matrimonio de Luis García y Adela Risco vivió en Valdivia de sus ahorros y se instaló en una casa de calle Cochrane. Mientras Magaly iniciaba su romance con Roger García, el padre de sus dos hijos, Dennis pasaba las noches en el Millaray, local que funcionaba en el edificio Prales. El Madrigué, también en el centro de la ciudad, la Hostería de Castro y boites de Temuco igual supieron de sus percusiones. A mediados de la década de los '60 fue reclutado para ser parte de la banda de Ramón Aguilera, el legendario rey del bolero, y vivió largas temporadas de gira. Paralelamente, estuvo emparejado casi una década con Ida Alvarado, madre de su única hija, Loreto, quien falleció en 1994 en un accidente automovilístico. Hablar de ella con Dennis muestra la que tal vez es la única zona oscura y triste de su vida. Vivió con su hija hasta que ella tuvo 15 años, edad en la que partió con su madre a la capital. En los años siguientes, el músico no perdió oportunidad de pasar por Santiago para compartir con ella. Los años difíciles se sucedieron para Dennis. En 1968 perdió a su madre, quien falleció de cáncer. Hasta 1972, acompañó a su padre para seguir trabajando en la casa donde refundaron el almacén “Rancagua” tras la estadía en Valdivia, un inmueble que compró don Luis a una familia alemana que emigró del pueblo tras el terremoto, y en el que Dennis vive hasta hoy.
LOS ÁNGELES TAMBIÉN SE ESTRESAN Durante los 80' y los 90´, Dennis se dio maña para pasar por estudios de televisión y contar su historia. Don Francisco (“pesado el chuchesumadre”), el programa de Canal 13 “Noche de Ronda”, que conducía Raúl Alcaíno (“simpático el tipo ése”) y La Noche del Mundial de TVN, en su versión 1998 (“me tuvieron como una semana en un hotel a cuerpo de rey”), supieron de la simpatía del corraleño hablando del terremoto. Con su historia, la Compañía de Teatro de la Universidad Austral de Chile montó la obra “Quitalutos: alegoría de una catástrofe”. “Yo creo que si un escritor se dedica a hacer un libro de la vida de García, sería un best seller”, asegura Orlando Oyarzún, acordeonista que solía formar dúo junto a Dennis. Son sus amigos y cercanos los que se han dedicado a
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coleccionar las anécdotas que el propio Dennis deja de contar. “Este hombre ha marcado una época acá. La gente lo conoce y lo quiere, sabe que a veces anda con el tejo pasado o que es medio chamullento, pero casi todo lo que te cuenta es cierto”. “Yo siempre soñé con ser actriz y ser famosa. Pero el que sin querer ha sido famoso es mi hermano. Yo creo que tiene un ángel de la guarda tremendo que debe estar estresado con tanta lesera que hace”, señala Magaly García. “Cuando murió su padre, éste quedó a cargo del negocio y se puso a mandar cartas a los correos sentimentales diciendo que era un comerciante que necesitaba compañía”. Y para alegría de Dennis, las cartas de respuesta llegaron por docenas. “Entre todos los amigos abríamos las cartas y le seleccionábamos las mujeres. Y Densi quedó de conocerse con una mujer de Temuco. Cuando llegó allá, lo estaban esperando con una fiesta y se encontró con una mujer como de tres cuerpos más que él y de 100 kilos”. Sin dejar de reírse, Orlando remata la historia. “Y entremedio, él dijo que iba al baño. Y este salvaje se escapa por la ventana y arranca para venir a contarnos”. Si esta mujer u otra le deseó mal a Dennis entonando la canción que dice “que te parta un rayo, que te mate un tren”, no lo hizo con suficiente esmero. Después de visitar un día a Magaly en Valdivia, Dennis le aseguró a su hermana que partiría de vuelta a Corral. “Yo trabajaba en la Clínica Alemana y un practicante me dice que un hombre aseguraba a pie firme que era mi hermano, y que por favor lo fuera a ver. Yo le dije al niño: ´no puede ser mi hermano, porque ayer se fue a Corral´, pero insistió tanto que fui a una pieza y veo a un tipo vendado entero, con un turbante en la cabeza. ¡Y claro que era él! Nunca se fue de vuelta: partió a tocar con unos amigos a Antilhue y, medio curado, se cayó del tren que iba partiendo”. Dennis se jacta de haber estado 15 años a cargo del fuerte San Sebastián en Corral. “Atendí a más de un millón de personas”. Pero antes de retirarse en 1988, no perdió la oportunidad de subir al columpio a un gringo diciéndole que el sitio histórico era suyo. Ni corto ni perezoso, Dennis además le puso precio y el gringo aceptó hacer el negocio inmobiliario de su vida. El trato estaba cerrado, pero un poco oportuno soplón le contó al turista extranjero que la ganga que le habían ofrecido era una más de las barrabasadas de Dennis García. Él deja que el resto cuente, mientras escucha desde una esquina. Un día, mientras está adolorido por una artrosis en la rodilla, su hermana le sirve la once y se niega a creerse a sí misma la historia de la que fue testigo. Tocan a la puerta de madrugada. El marido de Magaly y sus hijos ya conocen las andanzas del viejo zorro. Magaly se asoma por la ventana. “Vi a un tipo alto, buenmozo, con el bolso de mi hermano. Obviamente me asusté y pensé que le había pasado algo”. Detrás del tipo alto con el bolso en sus manos, aparecen otros
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dos vestidos de negro que sujetan a un Dennis García con bastantes tragos en el cuerpo. “Al lado venían dos más, eran cinco en total. Yo los hice pasar y se sentaron. Mis hijos se despertaron y yo les ofrecí un té a los visitantes para agradecerles que al menos me hubiesen traído a mi hermano”. No sin desconfianza, Magaly retuvo a los desconocidos en su casa para saber cómo y dónde habían encontrado a Dennis. “Yo recién había llegado al barrio, y ellos me dicen que son del comité de seguridad de la calle. Me recitaron todos mis datos y quiénes éramos los integrantes de la casa”. Como es de esperar, Dennis no recuerda dónde se cruzó con los tipos. “Fueron muy amables, se tomaron el té y dijeron que ante cualquier problema nos iban a ayudar. Y que a mi hermano lo habían visto llegar mal y que por eso vinieron a dejarlo”. Asombrada por la diligencia con que actuó el “comité de seguridad”, ella y sus hijos - que también presenciaron la escena- le comentaron a los vecinos la gran ayuda que habían provisto los hombres de la noche anterior. La pieza del puzzle que no calza hasta hoy, es que en la calle Ángel Muñoz de Valdivia jamás existió tal comité, ni los vecinos vieron alguna vez al grupo de hombres con esa descripción. “Con este hombre yo ya no sé qué pensar”, dice Magaly. Su hija Dominique refrenda la historia y se encoge de hombros, como si supiera que difícilmente todo el mundo daría crédito a esa aparición providencial de un grupo de agentes rescatistas de Dennis García. El eterno sobreviviente asiente con la cabeza ante cada pasaje relatado. Dice que recuerda el episodio con lagunas. “Bueno, ahora con su problema a la rodilla y otras cosas, el médico le dijo que va a tener que dejar su vida bohemia. Porque ahora se acuesta cuando le da sueño y come cuando le da hambre. Como si fuera un jovencito”, dice Magaly, con tono aleccionador. Y como diciendo con la mirada que las palabras de su hermana son sólo patrañas, García se da vuelta y prende un cigarro, el tercero en una hora. Aspira hondo. Ya sabe que dándole descanso de unos días a su ángel de la guarda, éste volverá a sus labores habituales y lo ayudará a zafar de una nueva.
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Carmen Gloria Collado Araya
El futuro se teje con las hebras del pasado Nació huinca, o eso le hicieron creer. Creció despreciando a una sirvienta mapuche sin saber que era su madre. Cuarenta años después la buscó para pedirle perdón. Mientras escarbaba el pasado encontró su vocación y el modo de rendirle un homenaje a sus ancestros. Se hizo artesana de textilería indígena. Por Rodrigo Obreque Echeverría
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toño, afuera llueve. Todos duermen en el edificio del Club Alemán de Río Bueno, a un costado de la Plaza de Armas. En realidad, no todos: en el amplio pasillo del segundo piso, una mujer está arrodillada sobre las frías baldosas, rompiéndose la espalda, de cabeza sobre la gigantografía que pinta con motivos zoomorfos y antropomorfos. Carmen Gloria Collado Araya trabaja de noche, todas las noches, durante semanas, cuando debe preparar un desfile de modas. Su trabajo no es sólo alta costura. Es alta cultura. Cultura ancestral. Moda mapuche. ¿Collado Araya? ¿Una huinca diseñando vestimentas mapuches? ¿Tejiendo un küpam (vestido), tiñendo una üquilla (manta), bordando un trarüwe (faja)? ¡Usurpación! El grito en el cielo. No es una usurpadora. Si a un canelo lo arrancan desde el tronco para convertirlo en el bonito chalet de una parcela, seguirá añorando sus raíces. Fue lo que le pasó a Carmen Gloria. Esta fría noche de otoño, ella trabaja en lo que será el mural del escenario de su próximo desfile. Traza, dibuja, pinta con esmalte acrílico y óleo sobre pliegos de cartulinas. Se rompe las rodillas, está de cabeza sobre las baldosas, se arropa la espalda y el resto del cuerpo con los vestidos que ella misma diseñó: un küpam negro, largo, tanto que llega al suelo, unas botas de cuero y gamuza, una üquilla de lana de oveja, teñida con maqui, tejida en telar mapuche. El mural será el más grande que haya hecho. Cuando las cartulinas se ensamblen sobre una estructura metálica, tendrá la altura de un edificio de tres pisos: casi diez metros. Todo ese material jamás entraría en su departamento, al que llama cariñosamente “mi sucurucho”. Por eso trabaja en el pasillo aledaño al sucurucho, de rodillas, de cabeza, todo un año rompiéndose la espalda. El sucurucho es el taller de Carmen Gloria y también su dormitorio-comedor-oficina-probador. Todo lo que posee está guardado en esos 30 metros cuadrados. En la pared de la puerta de entrada, frente a un sofá, cuelgan de una barra de fierro algunas de sus creaciones: vestimentas tradicionales de las mujeres mapuches, pero confeccionadas con una interpretación actual y urbana. Detrás del sofá está su dormitorio, a la derecha el escritorio del computador, más atrás una mesa redonda, pequeña, y tres sillas. No hay cocina. No la necesita. Su dieta se basa
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en ensaladas y sopas para uno. No hay ventanas. Así es mejor; cuando trabaja le da lo mismo si es de día o de noche. Tampoco tiene baño. No le importa, ocupa el del edificio. El sucurucho parece una ruca, y eso le gusta.
EL DESPRECIO DE TERESA El golpe del timbre de hierro retumbó a tal punto en los oídos de Teresa Marín Collío, que no pudo evitar estremecerse. Había logrado controlar con cierto éxito su nerviosismo desde que descendió del tren, pero ahora que estaba frente a la enorme puerta de la casona ya no conseguía disimular su miedo. Pasaron algunos segundos que le parecieron interminables antes de que la puerta se abriera. Teresa bajó los ojos y avanzó hacia el interior con paso trémulo. La jefa de la servidumbre la encomendó a las labores de limpieza. A cambio le ofreció cuatro comidas diarias y una ínfima suma de dinero. Una pequeña habitación, que debía compartir con otra empleada, completó el acuerdo. El trato de palabra no incluía los abusos del patrón. Eso fue una “gentileza” de la casa. La frágil Teresa tenía 14 años cuando dejó Cunco Chico, localidad rural cercana a Temuco, para irse a trabajar a Santiago. Casi no hablaba español. A su padre, Ignacio Marín Quiñehual, inscrito como Marín porque el funcionario público que firmó su certificado de nacimiento no supo escribir el apellido Mañiml, le irritaba que sus hijos no se expresaran en mapudungún. La desobediencia la castigaba con palizas. Como lo hicieron muchas niñas y jóvenes mapuches en la década de los '60, Teresa emigró del campo en 1961 para huir de la hambruna y servir en el hogar de una familia acomodada. No imaginó que en la casona del paradero 18 de Gran Avenida encontraría más penurias que alegrías. No sólo extrañaría los catutos que su madre cocía en el horno de barro, el viento meciendo las copas de los árboles nativos, la risa contagiosa de sus nueve hermanos menores o las tardes de chapoteos en el río Quepe. También extrañaría la seguridad que sentía en su ruca, sobre todo en aquellas noches en que el patrón de la casona, Alfonso, bebía más de la cuenta y la arrastraba a su habitación para echársele encima. En el día, Teresa barría, trapeaba, enceraba y virutillaba. Por las noches temblaba, arrancaba, soportaba y lloraba. Una tarde primaveral, cuando llevaba un año y medio de esta infame rutina, Panchita Collío Calleuqueo, su madre, quizás presintiendo la desdicha de su hija, se plantó ante la puerta de la casona, sacudió con decisión la manija metálica del timbre de hierro y preguntó por ella. - Vengo a ver a la Teresa Mañiml. Soy su madre - le dijo a la sirvienta que la recibió en el vestíbulo. Diez minutos después, la sirvienta regresó con una respuesta que la desoló.
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- Teresa no quiere verte. Pidió que por favor no vuelvas. Panchita se dio media vuelta antes de que la sirvienta notase que sus ojos se humedecían. Deambuló largos minutos por las calles de adoquines que jamás volvería a pisar, antes de abordar el tren para retornar a Cunco Chico. Desde entonces, el recuerdo del desprecio de Teresa se alojó en ella como si fuese un tumor que no le provocó la muerte, pero cuyo dolor nada logró aplacar.
SOBRE LA PASARELA La Unión, agosto de 2003. En el gimnasio de la Escuela de la Cultura, una quinceañera se desplaza por la pasarela vistiendo una ajustada túnica küpam de color fucsia, tejida con lana de alpaca y hebras de seda. Carmen Gloria Collado, micrófono en mano, explica a los asistentes a su desfile qué prendas luce la modelo y la técnica utilizada en su confección. Fotógrafos y camarógrafos captan los delicados movimientos de la joven. A los periodistas y al público les llama la atención que las indumentarias mapuches, que siempre les han parecido extremadamente tradicionales y conservadoras, con un corte vanguardista resalten la feminidad e incluso la sensualidad de las mujeres de esa etnia. Nunca se les habría ocurrido que se podía innovar en sus diseños. No contaban con la astucia de Carmen Gloria Collado. La noticia será portada en El Mercurio y ocupará los titulares de otros diarios y de canales de televisión. Las modelos seleccionadas por Carmen Gloria para sus desfiles son jóvenes descendientes mapuches. Suelen ser treinta, provenientes de distintas comunidades de la región. Hay para todos los gustos: altas, bajas, gruesas, delgadas. Son aficionadas, pero su inexperiencia la suplen con desplante. Desfilan con el cuello erguido y los hombros rectos, orgullosas de la generosa anatomía de su raza. Desinhibidas, a pesar de sus imperfecciones. En cada desfile se exhiben unas 200 prendas hechas a mano y en telar: trajes de noche, vestidos de novia, conjuntos formales y semiformales, confeccionados respetando las técnicas ancestrales de tejido y teñido. Música de trutrukas y kultrunes acompañan el tránsito de las modelos por la pasarela. Cantos poéticos en mapudungún resuenan en el recinto. Los vestuarios son engalanados con finas joyas de plata mapuche, algunas labradas hace más de tres siglos y otras que son reproducciones de las originales. La mayoría de los accesorios pertenecen a la familia de Benjamín Cona, un joyero mapuche que tuvo un papel fundamental en la vida de Carmen Gloria.
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POBRE NIÑA RICA “¿QUÉEEEE?”. Teresa primero soltó un grito y acto seguido soltó el plumero. Cuando le avisaron que su madre la esperaba en el vestíbulo, faltó poco para que se desplomara sobre la alacena que desempolvaba con excesivo cuidado. - No, por favor, dile a mi papai (mamita) que se vaya, que no vuelva -le dijo a la portadora del aviso, cubriéndose el rostro con ambas manos. - Pero cómo no la vas a recibir, si viene de tan lejos. Se ve cansada la pobre. - Dile que no quiero verla. Es que si me ve así le va a dar un ataque... Las náuseas le impidieron a Teresa terminar la frase. Corrió a su dormitorio y desde la ventana vio a su madre alejarse de la casona. Se tendió de espaldas sobre la cama deshecha y cubrió su abdomen con un almohadón. Lloró. Lloró largos minutos. Lloró por horas y enjugó sus lágrimas con el delantal que, pese a su holgura, hacía días revelaba su quinto mes de embarazo. Lloró también durante los meses que sucedieron a este episodio y sólo volvió a sonreír cuando dio a luz, en julio de 1963, a una bebé de ojos rasgados y labios finos, como los suyos, y de tez blanca y voluminosa contextura, como el padre. La niña-madre, Teresa, crió a la niña-hija, Carmen Gloria, sólo un par de semanas. Yolanda, la hermana del patrón de la casona, no iba a tolerar que el “desliz” de Alfonso quedara a la vista de sus influyentes amistades. Aunque le doliera, la niña tenía su sangre, así es que la llevó a vivir a su mansión. El cuidado de Carmen Gloria fue encomendado a Luzmira Araya Araya, la Lucy, ama de llaves y brazo derecho de Yolanda. Ella le dio a la niña el apellido de su esposo muerto y el suyo: Collado Araya. Carmen Gloria creció sin saber quiénes eran sus verdaderos padres, pero nunca le faltó algo en la casa de su tía. El cariño se lo daba su mamá Lucy. Lo material corría por cuenta de Yolanda, una farmacéutica solterona, propietaria de una cadena de boticas. La niña tenía una nana que la bañaba, la vestía, la peinaba y la iba a buscar y a dejar al colegio. Almorzaba y cenaba con Yolanda, siempre en silencio, una en cada extremo de la larga mesa del comedor. Profesores particulares le enseñaron a tocar piano y guitarra y a hablar inglés. Las monjas del Colegio María Auxiliadora la mimaban, pues su tía Yolanda era una de sus principales benefactoras. De Yolanda recibió las mejores ropas, la mejor educación. Jamás una caricia. De su padre, un abogado cincuentón y corpulento, calvo, de ojos azules y dedos grandes, amarillentos por la nicotina de los cigarrillos sin filtro que fumaba asiduamente, recibió menos que eso. Una vez una
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palabra, otra vez un insulto. Alfonso Unda, dice Carmen Gloria que se llamaba su padre.
EL DESPRECIO DE CARMEN GLORIA La mamá Lucy recién le había servido el desayuno a Carmen Gloria cuando Teresa apareció en la cocina. Cada vez que su patrón la enviaba a dejar algún encargo a la casa de Yolanda, se las ingeniaba para ver siquiera unos minutos a su hija. Para ello contaba con la complicidad de Lucy. Esa mañana, Teresa quiso tomar en brazos a Carmen Gloria, que entonces tenía tres años, pero recibió una patada en las costillas que la hizo retroceder. La niña sabría recién varios años después que la joven a la que acababa de golpear la cobijó nueve meses en su vientre. Teresa se acercó de nuevo y le dio un beso en la mejilla, a la fuerza. Carmen Gloria sintió el mal aliento de su madre biológica y la vomitó. “Déjame, hueona llonda”, le gritó. - La niña me odia, señora Lucy, me tiene asco -dijo Teresa, sollozando. Lucy no alcanzó a consolarla, aunque quería, pues Carmen Gloria se lanzó al piso y comenzó a llorar con histeria. Su berrinche atrajo la atención de Yolanda. - ¿Por qué llora la niña? -preguntó la patrona con un vozarrón que anunciaba tormenta. - Ella tiene la culpa, ella fue -acusó Carmen Gloria, apuntando a Teresa. - Mira, india desgraciada, nunca más te acerques a la niña. Yolanda acompañó estas palabras con un golpe en la nuca de Teresa. “Ahora vuélvete a la casa de mi hermano”, añadió. La jaló del cabello y la lanzó a la calle. Apenas Teresa se marchó, Carmen Gloria cesó su llanto.
DISEÑADORA NO, ARTESANA La Presidenta Bachelet tiene ambas manos sobre su corazón y una sonrisa en los labios, en señal de agradecimiento. Está vestida con una ruana -manta con forma de poncho- tejida a telar con lana de guanaco, teñida con maqui y bordada con lana de alpaca por Carmen Gloria Collado. La foto fue tomada durante un acto en La Unión el 16 de marzo de 2007, el día en que se promulgó la ley que creó la Región de Los Ríos. La ruana fue un regalo que le hicieron los alcaldes de la entonces Provincia de Valdivia. La Presidenta se salió del protocolo y se la probó en el mismo instante.
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Quizás sea la persona más ilustre que usa un diseño de Carmen Gloria Collado. Las constantes apariciones en la prensa y el prestigio ganado por la calidad de sus confecciones, sin embargo, no le han asegurado el éxito económico. Tampoco el que, desde agosto de 2005, sus desfiles sean patrocinados por la Comisión Bicentenario de la Presidencia de la República. Todos los meses dedica una semana a recorrer Valdivia, Osorno, Puerto Montt y sus alrededores para vender sus vestuarios, que transporta en bolsas de nylon. También recibe a potenciales compradores en el sucurucho. Los extranjeros son sus mejores clientes. Vive con lo justo, pues las utilidades las reinvierte en materiales para las prendas que exhibe en sus desfiles. Siempre está pensando en sus desfiles. Le queda poco tiempo para hacer negocios. Los negocios no son su fuerte. Su talento está en el diseño de moda mapuche. No le gusta este apelativo: diseñadora de moda mapuche. Artesana indígena, prefiere que le digan.
LA MITAD DE LA VERDAD Una casa de dos pisos. Un árbol frondoso. Un sol asomando por detrás de las montañas. Pintando con lápices de cera sobre un block de dibujo, Carmen Gloria esperaba ansiosa que su mamá Lucy regresara del colegio con su libreta de notas. Al llegar me dará un beso, pensaba, y me felicitará. Estaba segura de ello. Tenía nueve años y era una de las mejores alumnas de su curso. Le sacuden el hombro a Carmen Gloria. Se voltea. Es Ana María, una sobrina adolescente de Yolanda, que ha llegado de visita a la casona. - Tráeme un vaso de agua -le exige Ana María. - Anda tú, no soy tu empleadilla, mierda -responde Carmen Gloria, desafiante, sin despegar los ojos de su dibujo. Ana María enrojece de furia. Sus tacos truenan sobre la madera cuando sube la escalera para ir en busca de su tía, que está leyendo en la biblioteca. - ¿Qué pasa, hijita? - Qué se cree esta cabra de miéchica, tía. No me quiso ir a buscar un vaso de agua y más encima me insultó. Yolanda acomoda los anteojos que están a punto de resbalar de su nariz y da un golpe seco sobre el escritorio con el libro que tiene en sus manos. Baja la escalera con pasos cortos, pero rápidos, y va directo a encarar a Carmen Gloria. “Mira, india chica, anda a buscarle agua a mi sobrina y me traes un vaso a mí, también”, le grita, a la vez que le arrebata de su mano un lápiz de cera. - No voy. No soy empleada de ustedes, vieja hueona. La respuesta no sorprende a Yolanda, acostumbrada a los atrevimientos
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de Carmen Gloria, pero sí la descompone. Levanta el brazo para dejarle caer una palmada sobre la mejilla, pero no alcanza a ejecutar el golpe, pues por detrás suyo emerge la robusta figura de Alfonso, su hermano, con el cinturón en ristre y los ojos desorbitados, dispuesto a castigar la insolencia de la hija que jamás aceptará como tal. Carmen Gloria elude el rigor de la hebilla y se escabulle por debajo de la mesa hacia el depósito de la botica, ubicado detrás de la casa, donde se preparan los macerados para la elaboración de medicamentos. Allí, acorralada en una esquina, recitando un rosario de improperios, le hace frente a sus perseguidores, amenazándolos con arrojarles el frasco con alcohol que tomó de una repisa, si osan acercársele. No se le aproximarán, pero Carmen Gloria aprenderá este día que no es necesario que la golpeen para hacerle daño. - No seas tan arrogante, mocosa, si eres hija de una india -le enrostró Alfonso, ciego de rabia. - Mi mamá Lucy no es ninguna india -replicó Carmen Gloria. - Tú no eres hija de Luzmira, eres hija de la Teresa. Tu madre es una india puta. La revelación la dejó unos segundos sin aliento. “Mentira, mentira”, chilló apenas recobró la respiración. “Mentira, viejo mentiroso”, repitió incansable, hasta que su mamá Lucy llegó del colegio con su libreta de notas y le confirmó a la niña, con un tono apacible y tratando de disimular su angustia, que lo que le habían dicho era cierto. “La Teresa te tuvo en su guatita, pero yo te crié. Las dos somos tus mamitas”, le explicó. Luego la llevó a la cama y la acurrucó hasta que se quedó dormida. Recién entonces, Luzmira, la mamá Lucy, apretó los párpados y dejó salir el llanto.
LA OTRA MITAD DE LA VERDAD Carmen Gloria tenía 15 años cuando conoció la pobreza. Hacía varios años -desde que se enteró de que su verdadera madre era Teresa- que había optado por renunciar a gran parte de los privilegios que le daba Yolanda. Continuó estudiando en el colegio María Auxiliadora, pero no aceptó más sus regalos ni almorzaba con ella en la mesa larga del comedor, sino en la cocina, con su mamá Lucy y el resto de los empleados. Pero la pobreza era otra cosa y la sufrió en carne propia tras la muerte de Yolanda, cuando Alfonso despidió a todos los sirvientes de su hermana. Luzmira y Carmen Gloria se fueron a la casa de Jorge Collado Araya, hijo de Lucy, un auxiliar de farmacia que vivía con su esposa y sus cinco hijos en la Villa Lo Espejo. Allí, Carmen Gloria vio a niños corriendo descalzos. A ancianos durmiendo en la calle. Supo lo que era el frío y el hambre. Y se juramentó que cuando terminara cuarto medio
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estudiaría una carrera universitaria para escapar de esa realidad. Las monjas la ayudaron a cumplir su sueño. La becaron para que terminara la enseñanza media y, una vez licenciada, le consiguieron un cupo en el internado del colegio María Auxiliadora de Punta Arenas, para que viviera allí mientras estudiaba Ingeniería de Ejecución en Química en la Universidad de Magallanes. El día antes de partir al sur, su mamá Lucy le haría una revelación. - Tienes que empezar de cero en Punta Arenas, hija - le dijo-. Quizás en el futuro te vas a encontrar con parte de tu historia y tiene que ser así. Carmen Gloria la miró sin entender de qué le estaba hablando. - Quiero que te vayas tranquila y que no odies más a tu madre, la Teresa. No era una puta. Alfonso Unda la ultrajó cuando tenía 15 años. Él es tu padre. Al día siguiente, Carmen Gloria abordó el avión a Punta Arenas con su mochila en la espalda y un peso extra sobre sus hombros. Un peso que el viento patagónico se encargaría de aliviar.
UNA PROMESA La mamá Lucy agoniza. Presiente que no pasará el invierno. “Carmen Gloria tiene su vida hecha”, susurra Lucy. “Ya es tiempo de que se reencuentre con su verdadera familia”. Carmen Gloria está comprometida con Jorge Morales Magnan, el pololo que tenía antes de irse a Punta Arenas y al que reencontró dos años después, cuando se cambió de la Universidad de Magallanes a la Universidad Técnica del Estado, en Santiago. Desde hace cinco años que trabaja en cosméticos Avon como supervisora de control de calidad; él es funcionario del Banco del Estado. Planean casarse cuando termine el año. Una tarde en que Carmen Gloria la visita, Luzmira le plantea sus inquietudes. - Hija, ya tienes 27 años y pronto formarás una familia, pero tu vida no estará completa hasta que no encuentres a tu madre y le pidas perdón por cómo fuiste con ella cuando niña. - Pero si tú me criaste. Siempre serás mi madre -alcanza a pronunciar Carmen Gloria, antes de que Lucy la interrumpa. - Ella sufrió mucho, hija, y se merece que la busques. Tienes una linda familia en el sur. Yo moriré pronto y no quiero irme sin que me prometas que la encontrarás. - Está bien, mamá, te lo prometo, pero no será de inmediato. Ahora no podría. No quiero. Luzmira recuerda la última vez que supo de Teresa. Fue a fines de 1973, cuando Teresa y su esposo, Roberto Silva, un activista del MIR, deciden huir hacia Argentina. Antes de marcharse, Teresa fue a la casona a despedirse, pero Carmen Gloria, que ya sabía que era su
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madre, se negó a verla. Luzmira sí se reunió con ella. Se abrazaron. Lloraron juntas. Anda tranquila, Teresita, que yo cuidaré a la Carmen. Más adelante, cuando la niña crezca y pueda entender cómo fueron las cosas, sabrá cómo encontrarte. La mamá Lucy fallece en julio. En octubre de ese mismo año, 1990, cumpliendo con lo planeado, Carmen Gloria y Jorge contraen matrimonio. Permanecerán en Santiago hasta 1993, cuando Jorge sea trasladado a la sucursal del banco en Cabildo, en la Región de Valparaíso. A Carmen Gloria le agradará el cambio: renunciará a Avon y se dedicará a descansar. Criará once perros y una decena de gatos. Decorará la casa de estilo mediterráneo que comprará su marido. Plantará flores en el amplio jardín. Pero la inactividad le durará sólo un año. En 1994 adquirirá máquinas de tejido industriales, que comprará a precio de oferta en La Ligua, y se dedicará a diseñar y confeccionar ropa. Serán sus inicios en la moda, aunque pasarán siete años antes de que encuentre su verdadera vocación, el diseño de vestuarios mapuches. No será algo premeditado. Al destino no se le busca. Las raíces indígenas de Carmen Gloria esperarán con paciencia que sus pasos se encaminen hacia ellas. El encuentro se producirá en Villarrica, en el verano del año 2001.
NI CHICHA NI LIMONÁ Carmen Gloria ha tomado una decisión. - Mira, Jorge -le dice con firmeza a su marido-, de ahora en adelante viajaremos juntos a vender mis tejidos. Cada vez que vas solo, lo pasas chancho, pero no cobras ni uno. A Carmen Gloria ya no le divierte lo que viene ocurriendo desde hace cinco años: Jorge sale de vacaciones en el verano y parte al sur con el auto cargado de los chalecos, bufandas y otras prendas que ella ha tejido durante el año. Recorre todas las sucursales del Banco del Estado, hasta Chiloé, y regresa a Cabildo un mes después, con varios kilos de más y miles de anécdotas para contar de sus parrandas sureñas, pero casi sin dinero. En febrero del año 2000 viajan juntos por primera vez y las ventas son excelentes. Pero a Jorge no le agradará destinar sus vacaciones sólo a trabajar. En lo sucesivo, Carmen Gloria empezará a viajar sola al sur y cada vez más seguido. Será en uno de esos periplos que volverá a reencontrarse con sus raíces. El año 2001, en la feria costumbrista de Villarrica, conocerá al joyero mapuche Benjamín Cona y se harán amigos. Sólo amigos, buenos amigos. Amigos del alma. - A ver, Carmen Gloria, ponte estas joyas de mi hermana -le dirá una tarde Benjamín, apoyado en el mesón de su puesto de la feria
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artesanal. Carmen Gloria se colgará del cuello una trapelakucha, adornará su frente con un trarilonko y se mirará al espejo. Lo que verá le cambiará la vida. Por primera vez en su vida se reconocerá como una mujer mapuche. - ¿Sabes, Benjamín? -dirá emocionada, con un hilo de voz-. Siempre pensé que yo no era ni chicha ni limoná. Ahora sé lo que soy: un mudai puro. Esa misma tarde le contará a su amigo la historia de su madre Teresa, a la que despreció cuando era una niña. - Me gustaría encontrarla, Benjamín, pero no sé cómo buscarla, dónde buscarla. - La vas a encontrar, Carmencita, pero todavía no estás preparada. Será cuando Ngenechen (el dios de los mapuches) y la vida lo dispongan.
RÍO BUENO El río la deslumbró. El río y también el puente de la ciudad de Río Bueno. - ¿Te gustaría vivir aquí? ¿Te gustaría que nos viniéramos al sur? -le preguntó Jorge. - Sí, me encantaría -respondió Carmen Gloria, entusiasmada. Para ella, Río Bueno podía significar el renacer de su matrimonio. Sin embargo, la propuesta hecha por Jorge en marzo del año 2000, mientras estaban de visita en casa de unos amigos de él que vivían en esa ciudad, nunca se concretaría. Jorge no dejaría el norte para irse al sur con ella. Carmen Gloria volvió a Río Bueno dos meses después para vender sus tejidos y luego regresó cada vez que pudo. Cuando un par de años después se separó de Jorge -en buenos términos: ella le tiene un cariño infinito, siguen siendo muy amigos y él la apoya económicamente-, ya había decidido que se radicaría allí. Al principio vivió en la casa de Rosita Carrasco. A Rosita y a su marido los conoció el año 2001: fue una amistad a primera vista. La invitaron a vivir con ellos. La acomodaron en una pieza en la que Carmen Gloria hizo sus primeros diseños de textilería indígena. En esa época solía visitar las comunidades mapuches buscando a la familia de su madre, y aprovechaba para observar lo que vestían las mujeres. Todo lo que veía, lo anotaba en una libreta: los colores, las formas, los diseños. Las ñañas (ancianas) le enseñaron a tejer a telar. Preguntó por las técnicas para teñir la lana con raíces, hojas, cenizas, vegetales... Fue a bibliotecas e investigó sobre los atuendos tradicionales mapuches. Aprendió las diferencias entre los vestuarios de las mujeres williches, pewenches, lafkenches y pikunches. En el invierno de 2003, cuando se fue de la casa de Rosita a
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vivir al sucurucho, ya se había transformado en una artesana de textilería mapuche.
EL ABRAZO CON PANCHITA La machi Panchita Collío Calleuqueo avanza hacia la ruca cargando dos bolsas con las mercaderías que acaba de comprar en Temuco. Camina con la espalda recta, aunque ya tiene 86 años. Carmen Gloria, que está sentada adentro de la ruca, la ve venir de lejos y le pide a su tía Ana María, a quien acaba de conocer, que le anuncie su visita para que la noticia no la conmocione. Ana María sale a encontrar a Panchita. Carmen Gloria las observa mientras conversan. Panchita suelta las bolsas y corre a la ruca. - ¡Eres mi Teresa! -susurra con voz temblorosa cuando quedan frente a frente. - No, abuelita, soy Carmen, la hija de Teresa. Apenas dos semanas antes, Carmen Gloria se había enterado de que su abuela estaba viva. Lo supo cuando acudió a los archivos de la Conadi en Temuco y encontró su dirección. Fue un amigo suizo el que la animó a consultar esos archivos. En un caluroso día de enero de 2006, Carmen Gloria, acompañada por su amigo suizo, llega hasta Cunco Chico, donde vive su abuela, dispuesta a reencontrarse con sus raíces. - Soy tu nieta, abuelita. A mi madre todavía no he podido ubicarla. Sólo sé que vive en Argentina. - Pensé que nunca más sabría de ella, mijita. Cuando la encuentres, dile que la amo, que no me importa que en el pasado no haya querido verme. - Esa vez que fuiste a verla a Santiago, abuelita, ella no te recibió porque le dio vergüenza y mucho miedo enfrentarte. Estaba embarazada. Me estaba esperando a mí. Panchita rompió en llanto y abrazó con fuerza a Carmen Gloria. “Yo creí durante todos estos años que ella sentía vergüenza de mí”, le dijo. El amigo suizo contempló la escena desde lejos. Para que nadie lo viera llorar, escondió sus lágrimas cubriéndose el rostro con un pañuelo.
ASÍ LO QUISO NGENECHEN Fue un sábado. El día que Ngenechen dispuso para que Carmen Gloria volviera a ver a su mamá Teresa fue un sábado: el 29 de abril de 2007. Un año antes, en julio de 2006, Carmen Gloria recibió un llamado
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anónimo en su celular. “Tu madre vive en Argentina, en la ciudad de San Martín, en la provincia de Mendoza. Anota su número telefónico”, le dijo una voz de hombre, al otro lado del auricular. Le dictó el número y luego cortó. Carmen Gloria había dejado un mensaje con sus datos en septiembre de 2005 en la sección “Buscamos Saber” de la página web www.archivochile.cl, sitio electrónico del Centro de Estudios Miguel Enríquez (CEME). “Busco a mi madre biológica”, se titulaba el mensaje que dejó Carmen Gloria. Así la ubicaron. Nunca supo quién la llamó. Ese sábado de 2007, Carmen Gloria llegó hasta el hospital Ítalo Perrupato de San Martín de Mendoza para ver a su madre, que se encontraba internada allí por un cáncer hepático. Habían hablado varias veces por teléfono con anterioridad, pero la emoción que pudo sentir Carmen Gloria en aquellos momentos fue nada en comparación con lo que sintió cuando miró a los ojos a Teresa y pudo abrazarla. - Perdóname por haberte despreciado cuando era una niña, mamá -sollozó Carmen Gloria. - No te preocupes, hija, eso es un detalle. Es un milagro que estemos vivos -le contestó Teresa, acariciándole el cabello. Carmen Gloria se quedó tres semanas en San Martín. Todos los días llegaba muy temprano al hospital y se quedaba allí, conversando con su madre hasta bien entrada la tarde, cuando terminaba el horario de visitas. Tuvieron veinte días para conocerse, veinte días para entregarse el cariño que no pudieron darse en los 43 años que estuvieron separadas. El martes 15 de mayo de 2007, cuando faltaba poco para que Carmen Gloria regresara a Río Bueno, llegó hasta la habitación de Teresa la Cónsul Adjunto de Chile en Mendoza, Verónica Chahín, gracias a la gestión del asesor presidencial en asuntos indígenas de la Presidenta Bachelet, Domingo Namuncura. Ante Verónica Chahín, Teresa reconoció a Carmen Gloria como su hija legítima, para lo cual estampó su huella digital en una escritura pública. Un mes después, Teresa falleció.
EL CONQUISTADOR ESPAÑOL Diego Herrero conoció a Carmen Gloria a través de Internet a mediados del año 2007. Él, un arquitecto español aficionado al diseño indígena latinoamericano, la contactó para conocer más sobre su trabajo y se hicieron amigos. Para la Navidad, le envió de regalo una joya. Con ese obsequio, quedó sellado el compromiso: se hicieron novios. Nunca se han visto, pero hablan regularmente por teléfono. Él tenía contemplado viajar a Chile en julio de 2008, pero pospuso su visita porque debía operarse. Vendrá apenas se recupere. Carmen Gloria está ilusionada. Incluso ha pensado que, si la
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relación prospera, podría irse a vivir a España. No todo el año: viajaría regularmente a Chile para trabajar en sus diseños y para ver a su familia en Cunco Chico, a sus amigos, y a Jorge, su ex marido. Siente que ya se reconcilió con sus raíces, que ya unió todas las hebras de su pasado, y que es hora de mirar hacia el futuro. Si se va a España, siempre tendrá un lugar al que volver. El sucurucho la estará esperando en Río Bueno.
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El ahijado de Alessandri ya no puede cantar Jorge “Caracol” Gutiérrez es conocido en Máfil por su buena voz y porque es ahijado del ex Presidente Jorge Alessandri. El hombre que en 1981 representó a su comuna en el Festival de la Una, hoy tiene 47 años y está retirado de los escenarios, pues el oficio de cantante no le es suficiente para subsistir. Por José Luis Gómez Guenchor
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n medio de las nubes grises del otoño, las castañas caen generosamente sobre las líneas del ferrocarril que dividen en dos a Máfil, la comuna más pequeña de la Región de Los Ríos. En alguna de las cantinas verde agua pululan trabajadores ebrios que disfrutan del fin de semana, mientras la música ranchera y tropical no deja de indicarle al forastero que se encuentra en una zona campesina, donde se puede estacionar un tractor en una calle al lado de la plaza sin que nadie se sorprenda. Es en medio de esta localidad de cansino andar donde se desarrolla la vida de Jorge Arturo Gutiérrez Álvarez (47 años), intérprete y cantautor a quien le ha tocado conocer las dos caras de la vida: el éxito y el aparente olvido, sobre todo en los últimos años. Amado y odiado en el pueblo, “Caracol” -como lo llaman algunos- logró un despegue envidiable cuando se presentó en 1981 en el legendario programa televisivo “El Festival de La Una”, dirigido por el hoy ídolo de la tercera edad, el entrañable Enrique Maluenda. “Soy el único mafileño que estuvo en El Festival de La Una -asegura con orgullo Jorge, comunicando su emoción con la fuerte mirada que lo caracteriza-. Después de eso se me abrieron las puertas”. Con una energía y optimismo a toda prueba, el cantante -quien ha trabajado con diversos estilos, incluido el mexicano, el romántico y el folclórico- recuerda que su vida como artista fue una experiencia bonita que comenzó a refulgir al obtener un segundo lugar en un concurso realizado en Lanco. Ostentando una notable generosidad, Enrique Maluenda -explica- llevó primero al ganador de Lanco y luego al de Máfil, representando ambos artistas a la entonces Región de Los Lagos. “Nos fuimos de noche, en tren, a Santiago. Llegamos en la mañana y nos estaban esperando en la Estación Central. De ahí nos llevaron en taxi directo al canal, donde almorzamos con todos los artistas. Compartimos con Yaco Monti, Loredana Perazzo, Lolo Peña, Horacio Saavedra, Pato Salazar, Don Ramón, Ángela Carrasco y Zalo Reyes”. “Nos preparamos para el ensayo y, si mal no recuerdo, la grabación fue en el mismo día. El programa no se transmitía en directo, si no que se grababa de un día para otro”.
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En la competencia tuvo que medir su talento con representantes de Talca, Rancagua y San Carlos. Aunque le puso todo el empeño a su interpretación de una balada de Miguel Gallardo, finalmente Boris Valdés, de Talca, se quedó con el primer lugar. Pese a todo y luciendo una simpatía a toda prueba, este hombre de 1,76 metros de estatura y pelo cano, celebra haber podido compartir, sin diferencias, con artistas de gran nivel. Asimismo, rememora con nostalgia su estadía esa noche en un “elegante” hotel de Santiago. Según cuenta, compartió habitación con Boris Valdés. “Parecíamos niños chicos saltando de una cama a otra. Fue 'encachao' porque alojamos en un tercer piso. Ahí cantamos 'ajuera', en el balcón, ¡huasos totales! Me acuerdo que él tocaba charango. Para nosotros era una cuestión novedosa, de otro mundo”. Asegura que su boom en Máfil se produjo tras esta presentación televisiva, la que se produjo cuando él tenía unos 17 años y estudiaba en el liceo Gabriela Mistral. Lo felicitaron bastante y se sintió contento, orgulloso. Y lo mejor de todo: “Me llegaron hartas ofertas de trabajo”. De acuerdo a su narración -donde la memoria se mezcla con el olvido-, recorrió casi todo Chile, presentándose en pubs y eventos con gente importante. “Me creía la muerte, un ídolo. Incluso en algunos eventos firmé autógrafos. Por fortuna, nunca me metí al vicio, ni al trago ni a la droga”. Para confirmar su relato, este hombre que también ha compuesto música folclórica, muestra tres añosos recortes de prensa y una miríada de fotografías a color y en blanco y negro, donde aparece cantando en gimnasios, en eventos como el Festival de la Leche de Máfil, o posando junto a famosos como la vedette argentina Beatriz Alegret (pareja en la vida real de Adriano Castillo, el “compadre Moncho” de Los Venegas) o Los Hermanos Campos. Enrique Maluenda, contactado por email para saber si recordaba la visita de Gutiérrez al Festival de La Una, respondió lo siguiente: "Durante el período que animé este gran y querido programa pasaron muchos aficionados y lamentablemente no recuerdo a este participante. Pero si él dice que estuvo, lo más probable es que sea cierto".
AUTODIDACTA Y SOCIABLE Cuando se pregunta en las calles de Máfil por Jorge Gutiérrez, la gente recuerda su fugaz paso por la televisión. En el restaurant “El Campero”, dos obreros un tanto mareados por la cerveza, rememoran su paso por el Festival de La Una y destacan sus cualidades personales que repiten, como un mantra, hasta el cansancio: solidario, educado y amigo de todos. Además, mencionan que tenía una gran voz. Su hermano, Manuel Gutiérrez (52), quien vive en la parte trasera del Liceo Agrícola de Máfil, sostiene que Jorge fue autodidacta, aprendiendo a cantar y tocar guitarra por iniciativa propia cuando era
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un niño. Otra cosa que destaca de su hermano es su buen humor: “Poco se enoja y, además, no es una persona rencorosa”. A su turno, Pedro Matus (65), chofer de ambulancia, recuerda que un día lo vio cantar en una fiesta y le gustó su interpretación. Matus lo conoce de pequeño, al igual que a sus padres, quienes “lo criaron como arbolito derecho. Es un buen cabro, educado, correcto, pintoso, las tiene todas”. Jorge nació en el hospital de San José de La Mariquina. Sus progenitores vivían en el sector campesino de Trentrén. Su padre, Raúl, era un carpintero oriundo de Pitrufquén y su madre, Aurelia, una dueña de casa originaria de Paillaco. En total, su familia estuvo compuesta por quince hermanos, de los cuales sólo quedan vivos siete. Jorge, que tiene una marcada fe católica -“participé en grupos juveniles cristianos”-, fue bautizado así en honor a su padrino, el entonces Presidente Jorge Alessandri Rodríguez. El honor de convertirse en ahijado del Mandatario se lo ganó por el hecho de haber sido el séptimo varón consecutivo que nació del matrimonio Gutiérrez Álvarez, pues existe un decreto que estipula que el séptimo hijo de una saga de siete varones, o la séptima hija de una zaga de siete mujeres, pueden optar a este privilegio. “Cuando era más niño y vivíamos en el sector de Huillón, me llegaba la beca de mi padrino, que consistía en ropa de vestir y zapatos para el colegio. Este beneficio me llegó hasta los 14 años. Luego, en 1981, lo conocí personalmente en su oficina en calle Agustinas, allá en Santiago. Fue idea mía conocerlo... Me dieron diez minutos, lo saludé, él sabía que había un ahijado al cual no conocía y fue bonito”. El multifacético cantautor actualmente vive en una acogedora casa de un piso construida con madera, ubicada en población Alabama, cerca de la línea del tren y del cementerio de Máfil. Allí lleva una tranquila vida familiar junto a su segunda pareja, Alejandra Castillo (25), con quien tiene una hermosa hija de tres años -Enyger- y un bebé que viene en camino. Al mismo tiempo -asegura- mantiene una comunicación cordial con su ex señora y sus dos hijos -Jorge, de 14, y Vanesa, de 12-, quienes se encuentran en San José de La Mariquina. Alejandra Castillo define a Jorge como una persona buena y cariñosa. Agrega que posee una mirada penetrante, es “bueno para la talla”, alegre -“son pocos los malos ratos que se pasan con él”-, saluda a mucha gente en la calle, es bastante sociable, transparente -“es igual afuera y dentro de la casa”-, coqueto y preocupado de su apariencia. “Aquí lo que más se ocupa es la plancha”, confiesa. Su profesor de educación básica, Rubén Castillo, recuerda que Jorge era tranquilo y muy buen alumno, no de puros 7, pero sí de aquellos que promediaban entre 5 y 6. Mientras estudiaba en la Escuela Misional Nº 14 de Máfil (hoy Liceo Santo Cura de Ars), Jorge ya destacaba por ser muy educado y, cómo no, por su voz. “Cantaba música popular de la época; más romántica”, explica, mientras hace memoria y comenta que durante su casamiento en 1964, Jorge interpretó el “Ave María” en
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la misa celebrada en la iglesia parroquial de Máfil. Además, asegura que el artista trabajó con varias orquestas en Valdivia y Loncoche. Coincidiendo con el relato de su profesor, Jorge destaca que fue en la Escuela Misional donde comenzó a cantar a los doce años. Reafirmando lo que dijo su hermano Manuel, aprendió sin ayuda de nadie a cantar y tocar guitarra. Sacaba las canciones a oído y a su manera, aunque le faltaran notas. Vivía en esa época en el sector de Huillón y cantaba esporádicamente, con “una guitarra de palo” que tenía su hermano Alfonso, quien también tocaba este instrumento. “A mi papá le gustaba porque era bonito e innato lo que yo hacía”. Así partió cantando en las veladas y coros de las instituciones educacionales en las que estuvo. Comenzó a ir a festivales cristianos y otros encuentros que se hacían en comunas. Siguió su carrera en pubs, trabajando como artista invitado. Además de cantar, Gutiérrez también desarrolló una veta educativa. El “Charro” Ortiz -reconocido artista de Máfil- recuerda que Jorge, acompañado de su guitarra, enseñaba a cantar en los colegios. De hecho, él estuvo cuando pequeño en una de sus clases en la Escuela Alabama.
NADIE ES PROFETA... Es otoño y el silencio es tal que se escucha hasta el sonido de las hojas de los árboles de la plaza de Máfil. Todo está tranquilo, menos las paredes del living-comedor de la casa de Jorge, quien interpreta apasionadamente el coro de una de sus canciones propias. “Máfil, Máfil, pueblo querido/ Hoy te canto esta canción/ También a los campesinos que siembran la tierra con esfuerzo y amor/ También a los campesinos que siembran la tierra con esfuerzo y amor”, dice el coro de este singular tema. Sin embargo, y pese al entusiasmo, Jorge choca contra la cruenta realidad y despierta del sueño. Cesante desde abril de 2008, confiesa que ha hecho de todo para cumplir con sus: “He dejado la música, porque no da para vivir. Hay que buscar cualquier tipo de trabajo”. Aunque ya no le llueven las ofertas como antes, este mafileño de tomo y lomo se las ingenia para salir adelante, con esa capacidad de superar los fracasos propia sólo de los emprendedores que lo intentan una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, hasta que logran dar con la fórmula ganadora. Entregado al destino, cuenta que ha trabajado como inspector municipal, conserje de un condominio en Valdivia, profesor de guitarra. Ha creado jingles para políticos de diferentes tendencias, cosechado arándanos, limpiado aceras en la carretera y sacado papas, entre otras tareas. También ha trabajado como Viejo Pascuero en la céntrica
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tienda “La Casa Bonita” y como locutor en las radios Madre de Dios y Molino, de San José, y FM Luz, de Los Lagos. Además, ha tenido algunas presentaciones en radio Universal de Loncoche y Genoveva, de Máfil. Otra singular tarea que ha realizado es la de animador en la frutería “El Bodegón” de Máfil, durante Fiestas Patrias, Navidad y Año Nuevo. Recuerda que se le ocurrió ofrecer este singular servicio a este local, le aceptaron la oferta y se instaló con un micrófono y parlantes, a través de los cuales emitió música como si hubiese estado en una radio, e incentivó a los mafileños a comprar. Julio Fuentes, propietario de esta frutería, comenta que Jorge ha realizado un buen trabajo, que ha motivado a la gente. “Canta, anima, entra harta gente y suben las ventas”, asegura Fuentes, quien define al cantante como una persona educada y aterrizada. No obstante, y pese a su aparente inteligencia emocional, hay algo que no le permite a Jorge despegar a paso firme otra vez. En esto, Gutiérrez se parece a a Máfil, una pequeña ciudad que ha tenido momentos mejores y que hoy busca crecer, aunque le cuesta refulgir y atraer el empleo y el dinero que necesita para disminuir sus niveles de pobreza y cesantía.
¿POR QUÉ NO VOLVER A DESPEGAR? En la cocina de la casa de Jorge hay una radio y unos cassettes de Eydie Gorme y Los Panchos, Los Reales del Valle y Los Llaneros de La Frontera. No tiene guitarra y conserva sólo recuerdos de su época de cantante. “Tengo un video con canciones de Máfil. También hice un cassette folclórico donde se dieron a conocer cosas de mi pueblo”, rememora el cantautor, que ahora pasa tiempos de vacas flacas. Sobre las razones de su menor visibilidad, el chofer de ambulancia Pedro Matus cree que “uno tiene que ir a otra parte para poder surgir, porque aquí no tuvo respaldo. De primera tuvo apoyo de la ex alcaldesa María Angélica Fernández; en ese tiempo estuvo cantando y sacó unos cassettes. De ahí ya después 'murió' y no sonó más. Y cuando vio que no le resultaba, se puso a trabajar en otra cosa, porque es un hombre casado”. En esto coincide el “Charro” Ortiz, quien considera que Gutiérrez “estuvo muy metido acá y no trató de salir”. El profesor Rubén Castillo también tiene su opinión: “A mí me gustaría que siga con la onda romántica, porque tiene buenas canciones. Ahí le pega”. Pero hay opiniones menos benignas sobre las razones de su baja popularidad. Una mafileña veinteañera cree que “pasó de moda”, “se descarriló”, cometió algunos errores y “la gente no lo quiere tanto porque hay artistas más buenos como Los Hermanos Sánchez, Los Chicanos de Máfil, Iván Guerrero y Leandro Pérez”.
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Independiente de los aciertos y errores del cantante, su hermano Manuel lo defiende: “Lamentablemente nuestra comuna no le dio el apoyo que necesitaba. Yo creo que se merece más reconocimiento, porque representó a la comuna en El Festival de la Una, por ejemplo”. Y así, mientras su fama decrece y Máfil busca nuevas oportunidades en la joven Región de Los Ríos, el cantante no ceja en su lucha. “No he renunciado, pero si se diera la oportunidad... Prefiero algo bueno o nada, sino trabajar en cualquier cosa”, concluye Jorge, con realismo y orgullo sureño, cual estrella que se apaga lentamente en Máfil.
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Los caballeros sí tienen memoria En Valdivia, cuna de Camilo Henríquez, padre del periodismo nacional, vive uno de sus hijos más ilustres: un hombre de 84 años que dedicó su vida a la labor informativa, que fue un actor clave para que el país conociera los estragos que dejó el terremoto en esta zona y cuya figura es un ejemplo para las nuevas generaciones de periodistas.
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HIJO DE PADRE ESPAÑOL Y MADRE ALEMANA (SU INFANCIA) Por José Luis Gómez Guenchor
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nrique San Juan es valdiviano desde los cuatro años. Esa edad tenía cuando sus padres dejaron Concepción, donde nació en 1924, para trasladarse a la ciudad del río Calle Calle. Según explica, durante gran parte de su infancia vivió en el caserón de sus abuelos en la calle General Lagos, donde actualmente funciona el Centro de Educación Continua de la Universidad Austral de Chile (UACh). “Se hacía mucha vida de clan en esos años”, rememora. Su padre, de origen español -y que tenía el mismo nombre- se dedicaba al comercio: era el dueño de una tienda de vestuario y también fue socio y primer concesionario del Teatro Cervantes, lo que le permitió a Enrique hijo entrar gratis a las funciones de cine. Una regalía importante, que más tarde terminaría por empujarlo al periodismo. Su padre nació en la ciudad española de San Sebastián y fue cónsul de España en Chile hasta que estalló la Guerra Civil en 1939, momento en que dejó este cargo, porque optó por el bando de los nacionales. “Y como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial, mi padre cayó en la lista negra y yo no pude seguir estudiando. Así es que empecé a trabajar y posteriormente me aventuré con negocios en los que nunca me fue bien”, indica.
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Sin embargo, al restablecerse las relaciones diplomáticas entre Chile y España, su padre fue condecorado por el gobierno ibérico por ayudar a mantener unida a la colectividad española en nuestro país. En tanto, su madre, Margoth von Stillfried, de origen alemán, era dueña de casa, una gran cocinera e incluso hizo clases de Economía Doméstica en el Liceo de Niñas. Los Von Stillfried venían de Prusia y traían una historia familiar que don Enrique preferiría no divulgar demasiado. Aunque finalmente confiesa con gran humildad que su abuelo era barón y su madre, baronesa. “Ellos provienen de un pueblo llamado Neurode, en los tiempos en que éste era alemán”. Hace la aclaración, porque actualmente este pueblo se denomina Nova Roda y pertenece a Polonia. Los hermanos de su madre se casaron todos con chilenas, y como consecuencia de ello, esas familias son católicas. “Pero mis tías se casaron con descendientes de alemanes y mi madre con un español. Así, los que tenemos el segundo apellido Von Stillfried somos protestantes luteranos”, explica. San Juan tiene una hermana siete años menor llamada Mónica, quien se casó con un agricultor y vive al interior de Los Lagos. San Juan se detiene a hablar ampliamente sobre General Lagos, el barrio de su infancia, donde jugaba con sus pequeños vecinos al trompo y a elevar volantines. Agrega que “el río era una de nuestras canchas habituales: todos éramos bogadores y nadadores”. Otro lugar que recuerda es el Centro Español -ubicado en Picarte- donde pasó gran parte de su niñez jugando al básquetbol, frontón con paleta y palitroque. Cuando era pequeño su madre le contaba cuentos clásicos. Igualmente, recuerda los cumpleaños, la Navidad -“la fiesta más grande para nosotros en esa época”- y la Pascua de Resurrección. Según dice, al pino navideño le colocaban adornos importados de Alemania, los que se compraban en la Casa Wachsmann y la Casa Schütz, tradicionales locales valdivianos, ya desaparecidos. El octogenario reportero explica que mientras fue estudiante le apasionaban las letras en general y la historia, además de jugar waterpolo. Estudió hasta tercero básico en el Instituto Alemán -ubicado entonces en calle Picarte- y luego se trasladó a la Escuela Anexa al Liceo de Hombres -hoy Armando Robles-, en General Lagos. “Me gustó mucho más y me sentía más cómodo”, confiesa el periodista. Posteriormente, se fue a estudiar al Instituto Nacional Barros Arana en Santiago. San Juan opina que “Valdivia posee una historia subyugante” y, junto con destacar su admiración por el trabajo de recopilación del historiador y sacerdote benedictino Gabriel Guarda, agrega que su afición por la historia se vincula a su disciplinada niñez, cuando observaba impresionado los torreones y los fuertes en Niebla, Mancera, Corral y Amargos. También rememora los tiempos en que la Isla Teja funcionaba como un barrio industrial, impulsado primero por los colonos alemanes
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en la segunda mitad del siglo XIX y, luego, por sus descendientes. Además, recuerda las curtiembres, destilerías y un astillero en General Lagos que emitía un traqueteo de remaches que se escuchaba hasta en el Liceo de Hombres. Para el primer relacionador público que tuvo la Universidad Austral en los tiempos del rector fundador, Eduardo Morales, este pasado industrial de Valdivia se sigue proyectando en el tiempo.
TAMBIÉN QUERÍA SER UN HÉROE (EL PERIODISTA) Por Daniel Carrillo Monsálvez
- Hay un incendio en este momento. Pregúnteme. La prueba no fue complicada para Enrique San Juan, entonces de 23 años, quien llegó entusiasmado hasta el edificio de El Correo de Valdivia luego de leer un aviso que solicitaba reporteros para el diario. Hasta ese momento, 1948, el joven valdiviano se había dedicado sin mayor éxito a actividades tan disímiles como la pesca o la minería. El periodismo siempre le había gustado, un poco inflamada esa atracción por las películas gringas que en ese momento habían puesto de moda la figura del reportero como héroe. Y, como su padre era el concesionario del Teatro Cervantes, el cine nunca le estuvo vedado. Además, San Juan tenía gran afición por la lectura, el hábito de mantenerse siempre informado y una pasión por la historia. Todos esos ingredientes se combinaron en la dosis precisa para que ese día no titubeara ante las instrucciones que le daba Roberto Luna, periodista de origen cauquenino, director de El Correo. Tras hacer las “preguntas de rigor”, el novato subió al segundo piso, se sentó frente a una de las máquinas de escribir de la redacción del periódico y tecleó la que sería su primera crónica. Volvió con la hoja donde Luna, quien la leyó rápido y finalmente le dijo “muy bien”. - ¿Le gustó? - Sí - ¿Cuándo empezamos, entonces? - Mañana. Desde ahí en adelante la suerte de este novel reportero quedó echada, amarrándolo como lúcido testigo de los grandes acontecimientos que vivió Valdivia durante las décadas siguientes. Entre ellos, la creación de la Universidad Austral -que en un principio dividió opiniones entre los valdivianos- y el gran terremoto de 1960, que lo pilló como corresponsal de El Mercurio y de United Press International (UPI). Trabajando seis días a la semana, en jornadas a veces interminables, donde entrevistar a un diputado a las cuatro de la mañana no era nada del otro mundo, San Juan se fue haciendo adicto a ese traqueteo como de metralleta de las sonoras máquinas de escribir
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Underwood, que iban dibujando las noticias en medio de una redacción donde el humo de los cigarrillos se asemejaba a la más densa de las neblinas invernales. “Ese ambiente tenso, el ruido de las máquinas, el teléfono, el apuro, son todas cosas que obviamente ahora echo de menos”, reconoce el octogenario periodista, quien casi todos los días sube hasta el segundo piso de El Diario Austral de Valdivia -sucesor de El Correo- para prácticamente devorarse todos los diarios regionales del sur y también los nacionales. Obviamente las cosas han cambiado bastante desde los tiempos en que él ejerció el periodismo, partiendo por el uso de computadores y cada vez más minúsculas grabadoras. En sus tiempos de hombre de prensa, los únicos implementos imprescindibles fueron el lápiz y su libreta de apuntes, que iba llenando con signos que sólo él lograba descifrar, pero que fueron el único material para cada una de las notas que escribió. La dinámica de trabajo también era diferente. Cada redactor de El Correo tenía asignados ciertos servicios públicos y entidades privadas, como la Cámara de Comercio e Industrias. A San Juan le correspondía reportear Vialidad, la Gobernación Provincial y la Gobernación Marítima, entre otras reparticiones. El método era sencillo: había que hacer una ronda por cada oficina durante la mañana, en busca de las noticias. “Al mediodía te sentabas a redactar algunas informaciones y en la tarde visitabas los servicios que no habías alcanzado. Muchas veces terminábamos a la una de la mañana, cuando el regente de los talleres de imprenta se aparecía en la redacción y empezaba a decir ya, ya, ya niñitos, cerramos en pocos minutos más”. No sólo conoció el mundo del periodismo impreso, ya que tras dejar El Correo, a fines de los 50, emprendió un largo recorrido por radioemisoras valdivianas como Radio Sur, Camilo Henríquez y Torreones. En lo gremial, San Juan figura entre los fundadores del Colegio de Periodistas de Chile. Según recuerda, quien trajo la inquietud a Valdivia fue Orosmel Valenzuela, destacado docente de la Universidad Católica y profesional de diversos medios de comunicación. “Decidimos colaborarle e iniciamos una pelea de meses hasta la primera Convención de Periodistas, congreso que se celebró en Valparaíso y del cual fui delegado, junto a Adolfo Pineda Armstrong. Ahí se decidió darle un empujón más drástico al asunto y vino la formación del Colegio”, rememora. Una de las preocupaciones a nivel local fue la creación de una Escuela de Periodismo en la Universidad Austral, la que finalmente abrió sus puertas en 1989. San Juan comenta que este asunto había suscitado cierta resistencia y cita las palabras del rector delegado Juan Jorge Ebert (1989-1990) cuando le consultó sobre si abriría o no la Escuela: “No, no, me dijo, ya tengo 60 antropólogos tirándome piedras, no quiero agregar 70 periodistas haciendo lo mismo”.
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Militante socialista, este comunicador asegura que el haber pertenecido a un partido político nunca afectó su desempeño periodístico ni cuestionó su credibilidad. Lo que sí, tras el golpe militar de septiembre de 1973, hizo que fuera “pensionista del señor Pinochet”.
ANTES Y DESPUÉS DE LA SIESTA (EL TERREMOTO) Por Nicolás Gutiérrez Obreque
“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Así rezan las siete palabras del mini cuento que el guatemalteco Augusto Monterroso escribió en 1958 para ilustrar quién sabe qué tipo de catástrofe humana, política o natural. Esas mismas siete palabras, pero llevadas a la realidad de Enrique ese día domingo, podrían hablar de un protagonista que tras ver el dinosaurio quiso seguir dando descanso a sus huesos para despertar cuando el dinosaurio ya hubiese hecho lo suyo: correr como un condenado por la ciudad y sacudir a zancadas y coletazos todo lo que tuviera enfrente. Sin embargo, cuando Enrique despertó, despertó CON el dinosaurio. No es que éste “todavía estuviera allí”: venía apareciendo desde quizás qué entrañas intraterrestres. Y como ni los dinosaurios ni los terremotos son cosa de todos los días, él, internamente, le bajó el perfil como si se tratara sólo de una quebrazón de ventanas. “¿Quién me va a querer cambiar los vidrios un día domingo?”, pensó inocentemente. La noche anterior no había dormido porque el trabajo no dejó respiro. Por eso, ese domingo 22 de mayo de 1960, decidió meterse a la cama y descansar algunas horas. “El 21 de mayo hubo un temblor intenso, casi terremoto, en Concepción. Esto significó que trabajamos toda la noche, y a la mañana siguiente, el 22, se inauguraba una población y esa información me tocó cubrirla a mí. Así es que a la una de la tarde estaba totalmente agotado y me acosté a dormir una siesta”. Cuando dieron las tres de la tarde, se sintió un remezón que para él no fue más que un “movimiento intenso”; como la intensidad de éste le sugirió un aviso, le pidió a su esposa que llenara la tina del baño con agua, en caso de que ésta se cortara. Por si acaso, nada más… Diez minutos después, el caos no dio pie a seguridad alguna sobre si hubiese agua más tarde, ni si habrían tinas, ni casas, ni calles. “Ahí me vestí, salí a la calle a ver, y hablando con mi señora me fijé que se había caído la cruz del campanario de la iglesia San Francisco. Mira bien, me dijo ella, si ha caído mucho más que eso. Ahí empecé a darme cuenta de la gravedad del asunto”. En cosa de minutos, la noticia lo rodeaba. Se encontró en medio del acontecimiento, no tuvo que salir a buscarlo. Se convirtió también en un número estadístico dentro de los miles de afectados y
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en el portador de una libreta de apuntes atragantada y lista para contar al mundo lo que estaba pasando, partiendo por el bosquejo de cómo se había transformado su barrio de entonces, cuando vivía frente a la Plazuela Pastene. Montones de ondulamientos de latas, tierra, cables. Antes de que el teléfono dejase de funcionar, llamó a sus parientes para asegurarse de que se encontraban bien. Después de cortar la última llamada, en un tris, las líneas dejaron de marcar, el telégrafo se descompuso y la ciudad entera quedó sin electricidad. El agua que había pedido que su esposa cargara en la tina de su casa sería de ayuda fundamental en los días siguientes. Comenzó a recorrer calles mientras vio que, generosamente, quienes contaban con las entonces lujosas radios a transistor las habían instalado en las esquinas para que todo aquel que se acercara pudiera oír qué pasaba o qué se decía del terremoto. La costanera cada vez cedía más terreno al agua, las líneas férreas estaban dañadas y el hospital colapsaba y no tenía electricidad. Entre los pocos edificios que se mantuvieron indelebles se cuenta el Club de La Unión y algunos aledaños, construidos después del gran incendio de 1910. Al trabajo como periodista, Enrique sumaba el de administrador de la oficina de Lan Chile en el Aeródromo Las Marías. Y la sobrecarga de trabajo circunstancial que significaba decidir quién se subía o abordaba con urgencia los vuelos - que se restablecieron el lunes 23- en pleno caos, se transformó en una ventaja que sumada a la astucia, labraron un trabajo periodístico memorable. En el primer vuelo, la lista preestablecida se respetó a rajatabla. Luego, la prioridad de partida en los aviones fue para mujeres y niños. Entre quienes lograron abordar un vuelo, se encontraba un adolescente a quien Enrique vio con una cámara fotográfica entre su equipaje. “¿Tienes fotos de la catástrofe?” fue la pregunta de cajón. Después del “sí” del joven -“no recuerdo el nombre, pero sí sé que cumplió estrictamente”- vinieron una serie de instrucciones que convirtieron a ambos en los artífices de un acierto. Enrique anotó en un papel la dirección de la agencia United Press y le aseguró al muchacho que si tomaba un taxi en el aeropuerto de Cerrillos rumbo a la agencia, allí le pagarían el vehículo, desarrollarían las fotos, le pagarían por las mejores tomas y luego le alquilarían otro auto que lo llevaría a casa. No volvió a saber del jovencito, pero las fotos estaban el martes en los kioskos. “Gracias a eso hubo fotos de lo que pasó”, rememora con orgullo. Un orgullo que trata de esconder detrás de una alegría que hasta hoy lo sobrepasa, cuando echa un vistazo a una escena que él mismo no vio, pero que le contaron sus colegas. - “Esto, ESTO es periodismo” -dice un tipo que tiene entre sus manos un ejemplar del diario El Mercurio, que contiene un texto de Enrique San Juan acompañado por las fotos del terremoto.
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El tipo no es otro que Alberto “Gato” Gamboa, el reconocido perro de presa de la prensa nacional, un tipo que pese a haber pasado incluso épocas reporteando desde la clandestinidad mientras excavaba los túneles del metro de Santiago, jamás dejó de lado la libreta para correr a estampar sus apuntes con letra imprenta en las páginas del día siguiente; un hombre que hoy suma 80 años en el cuerpo, 60 de periodismo en sus huesos y que ha visto pasar los gobiernos de Chile desde González Videla, pasando por la dictadura de Pinochet - durante la cual fue torturado- hasta llegar al gobierno de Michelle Bachelet. De ese maestro del periodismo provinieron los halagos que recibió Enrique San Juan por su crónica del terremoto. Los días post- terremoto fueron de muchas noches en vela, mucho tabaco, filas de vasos de whisky y vigilias sentado en el bar del Hotel Pedro de Valdivia. “Y tomábamos del bueno, no nos andábamos con chicas. Y con cigarros y whisky… ¿acaso necesitábamos algo más?”, remata con una sonrisa oblicua y pícara.
LOS AÑOS DESPUÉS DEL RETIRO (SU VIDA ACTUAL) Por Rodrigo Obreque Echeverría
Enrique Teófilo San Juan dejó el periodismo cuando ya había cumplido los 80 años, un día que no recuerda del año 2004. Su último trabajo no fue de reportero, sino de periodista de la entonces gobernadora Marta Meza. Cuando ella dejó el cargo, en julio de ese año, Enrique jubiló, y con él jubiló también su máquina de escribir. Y comenzó a fallar su memoria, uno de sus más preciados atributos. “Cuando me fui de la Gobernación, envejecí de golpe. Lo que antes hacía en diez minutos, ahora lo hago en media hora y me sale mal. Mi vida se ha limitado mucho. A veces me cuesta hasta ponerme los calcetines”. Incluso se ha vuelto un mal fisonomista, aunque no al extremo de su abuelo paterno, Isidoro. “Cuando conocía a alguien, mi abuelo repartía sus tarjetas de presentación y atrás escribía: Ruego a Ud. Disculparme si la próxima vez no lo saludo con la afectuosidad que merece, pero resulta que no tengo memoria para las caras”. Su privilegiada memoria ya no es la de antes, cuando solía ser entrevistado para hablar del terremoto, o de la lucha de la provincia de Valdivia por transformarse en región, o de lo mucho que ha cambiado la ciudad desde que él era un niño. Todavía recuerda, y mucho, pero a veces le cuesta evocar nombres, fechas. Lo que no ha perdido es su característica amabilidad, su hablar pausado y reflexivo, y su sentido del humor. Tampoco ha perdido las ganas de fumar, aunque estuvo casi todo el 2007 sin llevarse un cigarrillo a la boca. “En febrero del año
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pasado tuve un problema médico y partí al Servicio de Urgencia del Hospital. A los médicos les llamó la atención mi forma de respirar, me tomaron radiografías y me dejaron una semana internado. Estuve diez meses sin fumar, pero como luego de ese tiempo me sentía igual, volví a fumar. Y lo hice porque es uno de los pocos placeres que puedo darme a esta edad. Por vivir dos meses más, no me voy a privar de eso”. Ya no fuma una cajetilla al día, como lo hacía en la época en que era un periodista activo, sino unos seis o siete cigarrillos “de la marca LM, rojos, que son los más fuertes y que pillo en un kiosco de calle Libertad... no, se llama Independencia. ¿Ves que me falla la memoria? ¡Si no puedo recordar los nombres de las calles!”. Lo que nunca olvida es ir a dejar y a buscar a su nieta menor -tiene siete nietos-, Camila, de siete años, todas las tardes al colegio. “Ahora estoy dedicado a ser abuelo”, señala. Enrique vive en un departamento en la isla Teja con su esposa, Margoth Rufin, con quien lleva más de 50 años de matrimonio. Su tiempo libre, lo dedica a leer y a ver televisión. Esta última afición le hace recordar su niñez, cuando su padre era concesionario del Teatro Cervantes y él soñaba con que al lado de su cama se abriera un hoyito para ver las películas que se proyectaban en el teatro. De alguna manera, ese sueño infantil se ha hecho realidad gracias al televisor instalado en el velador de su dormitorio. “Sí, echo de menos la actividad periodística, pero dame los libros, dame la tele, dame bien de comer...” No termina la frase, pero su sonrisa delata que teniendo lectura, televisión y comida, es feliz. Le faltó agregar los cigarrillos, para que su felicidad sea completa. San Juan y su esposa tuvieron cuatro hijos, uno de los cuales, que era oficial del Comando Aéreo del Ejército, falleció el 18 de diciembre de 1988 en un acto de servicio, al estrellarse en Coyhaique el helicóptero en el que viajaba. Sus funerales fueron en Valdivia, con honores militares, y sus restos fueron sepultados en el Cementerio Alemán. “Su muerte ha sido el momento más dolorosos de toda mi vida”, confiesa San Juan. Uno de los días más felices del último tiempo lo vivió el 2 de octubre de 2007, cuando las doce comunas de la provincia de Valdivia se transformaron en la Región de Los Ríos. Ese día fue a la Costanera a vivir ese momento histórico, por el que él mismo abogó desde la trinchera informativa, y ya en la noche celebró con su familia por el éxito conseguido después de tres décadas de lucha. También tuvo un momento de alegría cuando la Gobernación Provincial de Valdivia instituyó el 11 de julio de este año (2008), para el Día del Periodista, un reconocimiento en su nombre, el que le fue entregado por el gobernador Cristian Cayuqueo en una ceremonia que se efectuó en el Club de La Unión. Este galardón le será otorgado en lo sucesivo a un periodista de la provincia, como reconocimiento a su labor en la prensa informativa. San Juan se emocionó al recibir este premio y al recibir también
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las felicitaciones y el cariño de los jóvenes periodistas presentes, quienes lo ven como un ejemplo a seguir en el ejercicio de la profesión. Para ellos es un honor tener en Valdivia, cuna de Camilo Henríquez, padre del periodismo nacional, a Enrique San Juan von Stillfried, uno de sus hijos más ilustres.
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