COMIENZOS , presentado bajo el lema : Seda.
En la plaza Z, de la ciudad de M, confluyen seis calles trazadas a escuadra y cartabón que albergan viejos edificios llenos de polvo e historias. El 17 de noviembre, una joven amanecía en el número 13. Sus lágrimas, lluvia de abril. Sus ojos, las cascadas con mayor caudal del mundo, en las que solía bañarse con él. Recordaba, mientras desordenaba las sábanas, mientras los delicados haces de luz se colaban tras las ranuras de las persianas, y mientras escuchaba canciones tristes, cada uno de los instantes en los que se despertaba anudada a sus brazos, casi al amanecer, cuando aún seguían los pájaros dormidos sobre los cables de la luz, y la noche estaba terminando su último sueño. Era una chica difícil de entender, como los mejores libros, esos que se leen lento, desglosando cada frase, cada palabra, como si fuera el último verso de un poema de Neruda, o saboreando cada página, como se saborean los besos de despedida, en una estación de tren. Era una chica, bastante impredecible, le encantaba el café por las noches, aunque no durmiera, ella siempre fue más de soñar. Utilizaba el peine para despeinarse, pintaba nubes de colores, abría siempre el paquete de cigarrillos del revés, y coleccionaba risas. Dos noches antes dijo adiós al que creía el amor de su vida, y acostumbrarse a su ausencia, era el problema más difícil que había intentado resolver nunca. Y eso que su vida era un constante ir y venir de problemas, que en cierto modo, ella se buscaba. Parece que le gustaba navegar y sobrevivir día tras día a su propio caos. La sensación de sentirse superviviente, era tan necesaria para ella, como lo es el Sol para la Luna. Pero hay veces en las que el salvavidas es incapaz de aguantar otro naufragio más. Decidió salir de aquel tóxico desamparo -le gustaba tanto, y le hacía tanto daño - en el que llevaba viviendo aquellos dos días. Cogió el abrigo más fino de su armario, abrió la puerta del piso -ahora tan enorme-, y con los cascos puestos y la frase de aquella canción saliendo de sus labios cortados, bajaba las escaleras. Por cada peldaño que bajaba un recuerdo nuevo volvía a su cabeza, demasiado enredada entre
palabras, momentos y besos enterrados. Pensó que lo mejor era evadirse un poco de aquel lugar, que le transportaba a días felices, y noches largas. “Non, rien de rien, non, je ne regrette rien Ni le bien qu'on m'a fait, ni le mal Tout ca m'est bien egal.”
En ese mismo momento, en la calle S, las naranjas de la frutería de la esquina brillaban más que nunca. Era un día de viento. Se colaba por debajo de los manteles del restaurante de enfrente, haciendo bailar todas las copas. El camarero contemplaba el panorama con una sonrisa, le encantaba apreciar las pequeñas cosas como esas. Era bastante despistado, la peor cualidad que puede tener un camarero. Esa era la explicación por la que no duraba más de dos o tres meses en cada restaurante, pero a él no le importaba, prefería seguir viendo cómo las copas subían y bajaban, volaban y caían. Prefería observar las líneas que dibujaban los aviones, ver como un niño da un helado a su perro, el gesto humilde con que un vagabundo recoge cada día a la misma hora la naranja que le regalan, y cómo las parejas discuten y al final hacen las paces. Le encanta intentar adivinar qué es lo que va a pedirle la gente, cómo serán sus padres, su primer amor, su película favorita. Él disfrutaba observando, lo de ser camarero era una excusa, en realidad era un artista de lo invisible para ojos ignorantes. Su estudio estaba en un ático con paredes de papel frente a las vistas más feas de toda la ciudad. Se dedicaba en secreto a la fotografía, era capaz de captar las cosas más sencillas y más bonitas que podía haber. Era de los que piensan, no tenía duda, que en la sencillez, está la belleza. Guardaba momentos, que resultarían insignificantes para cualquiera menos para él. Sus fotos eran fuego y hielo a la vez, eran como contemplar una tormenta de nieve en el mes de Julio. Parecían imposibles, pero transmitían tanto, que llegaban hasta quemar, casi se sentían incluso con los ojos cerrados. Nunca se las mostraba a nadie, porque pensaba que estaba exponiendo su alma, y no soportaba aquella sensación de desnudez. Seguramente, si las expusiera, sería un hombre rico. Evidentemente no lo era, pero seguía sonriendo, con una libreta en una mano, la bandeja en la otra, y la cámara debajo de la barra entre vasos de cristal, copas y cubiertos. Contemplaba las naranjas del frutero de la esquina de enfrente cuando le llegó, seguramente sólo adivinó, un susurro lejano que traía música.
“Ni le bien qu'on m'a fait, ni le mal Tout ça m'est bien egal Non, rien de rien, non, je ne regrette rien.”
Un minuto más tarde, donde se juntan la calle S y la calle Z, un hombre salía de una pastelería del barrio. El olor del pan recién hecho por las mañanas hacía que la vida fuese un poco más llevadera. Apoyada en la misma pared de siempre se encontraba aquella mujer de pelo lacio que con sólo una guitarra y su voz como equipaje, hacía que cada transeúnte que la escuchaba hiciese el mejor viaje de su vida. Sin planos ni mapas. El hombre salía todas las mañanas de su casa, con la única intención de oír aquella voz. Con la intención de intentar que la apestosa y monótona rutina cobrara cierto interés y le subiese el nivel de adrenalina de su cuerpo. Ese día, lo consiguió antes que nunca. La canción que cantaba la muchacha, en francés, le trasladó inmediatamente a París, al viaje ya lejano con su mujer. Nunca va a dejar de recordar las calles de París, sus edificios, cada parada del metro, los pintores, los bailes en la calle junto al Sena, el olor dulzón a crepes de los puestecillos y las golondrinas paradas frente a la catedral. Era verano, hacía calor y la magia los rodeaba a cada paso que daban como una niebla caliente. Todo gracias a ella, pensó. Diez años de su vida con ella, pero hacía ya cinco que, de pronto, dejó de ser una persona de carne y hueso para convertirse en un recuerdo que todavía no había conseguido aparcar, que todavía continuaba anclado en el centro de su memoria, que todavía seguía volando entre abrazos en el viaje de vuelta a casa. Tras ese flash, el hombre, continuó andando, tarareando la canción. Cualquier otra persona intentaría ahuyentar el recuerdo de aquellas noches en Francia. Sin embargo, él era un masoca, se lo decían y él lo aceptaba sin rechistar. No le importaba recordar, a pesar de los estragos que siempre le dejaba aquel ejercicio doloroso. Cada vez que la pensaba era como si un huracán le revolviese por dentro, y dejara su vida hecha ruinas. “Non, rien de rien, non, je ne regrette rien Ni le bien qu'on m'a fait, ni le mal
En la plaza Z, donde se unen todas las calles, se cruzaron dos personas, y dos miradas. Unos ojos negros de mujer con rímel dibujando líneas en su cara y los ojos grises de un hombre sumido en el recuerdo. No supieron muy bien lo que sintieron en ese momento, o más bien, no saben cómo explicarlo. Fue algo indescriptible, como las pocas imágenes que valen más que mil palabras. Fue como si una explosión los trasladara a otro lugar,
en el que no existía nada más que ellos y el silencio cobrara importancia en cada pausa de aquella canción. Ambos la estaban escuchando en su máquina y en su corazón exactamente al mismo tiempo sin saberlo. La voz repetía sonidos ásperos, enérgicos y extrañamente armónicos a la vez. Ella se dio cuenta primero. Se paró y le miró con curiosidad. Las probabilidades de que aquello estuviese ocurriendo eran tan remotas… Pero ambos habían leído muchas historias y habían escuchado muchas veces que las cosas aparentemente imposibles, suceden. No se sabe por qué, pero suceden. -¿ Edith Piaf? - Edith Piaf. - Pensaba que las casualidades no existían. - Yo tampoco- dijo ella levantando los cascos-. Ni le bien qu'on m'a fait, ni le mal Tout ça m'est bien egal
- Yo tampoco me arrepiento de nada. Creo que nadie debería hacerlo. - Pues yo quizás sí. Una vez ,tal vez, no tuve suficiente valor, o no se… - Todo lo que nos sucede será por algún motivo. Es nuestra biografía. - ¿Qué significa para ti la canción? - Resume mi mejor viaje, un viaje a París, con la mujer que quería. Sigo queriéndola pero ella a mí, al parecer, ya no. ¿Por qué la escuchas tú? - También fue la banda sonora de mis mejores días. Me he propuesto no dejar de escucharla hasta que no me digan nada sus palabras. Hasta el día en que las oiga y ya no me traigan ni recuerdos. Es un ejercicio mental, más que otra cosa. -Quizás a mí también me sirva. Lo consideraré un regalo. - Tal vez te acabes por convencer. -En cualquier caso , si no lamento nada ni me arrepiento de nada también voy a aceptar tu sugerencia. Rien de rien. Y me gustaría corresponderte siguiendo esta conversación
en esa terraza. Y ahora quien invita seré yo. - No tengo ningún plan, así que acepto tu invitación. Desde la entrada del bar el camarero divisa a dos personas que deciden sentarse. Como él esperaba, el hombre y la mujer se sentaron en la pequeña mesa situada en el ángulo perfecto en el que el sol les bañaba en ese día de noviembre. Le hacía gracia ver cómo la gente buscaba el sol. No sabía muy bien qué les unía, pero tenía claro que no eran ni amigos, ni amantes, ni pareja, al menos en ese preciso momento. Pensó, mientras se dirigía a servirles, en la foto tan bonita que hacían juntos. Con esa cálida luz, enfocando sus caras de comprensión. Ella, con la mirada perdida, intentando buscar una salida de emergencias en los ojos de él. Escondía sus finas manos tras las mangas del jersey, tenía las piernas cruzadas, las agujas de su reloj paradas y la sonrisa despeinada. Él tenía los ojos vidriosos y las manos entrelazadas. No dejaba de humedecerse los labios, y de colocarse continuamente el gorro, que intentaba guardar el equilibrio necesario para no caerse. Eran peculiares y algo disparatados pero , joder , qué foto más bonita componía aquella pareja tan poco usual. Ahí, simplemente sentados en la mesa, disfrutando de todo, tranquilos, como saboreando sus escasas palabras y los largos silencios. Algo les unía, a pesar de la distancia con la que actuaban. -Buenos días, ¿qué desean tomar?,¿una infusión, un wisky, un refresco, un chupito de Vodka? - Dos cafés solos, por favor. El camarero, mientras preparaba el café, seguía maravillado, pensando en la historia de ese día. Una de las miles de historias que suceden en la plaza. No sabía si era una historia con planteamiento, nudo y desenlace, o solo una introducción infinita, pero lo que sí que sabía era cuanto le gustaría volver a ver a aquellas personas, otro día cualquiera, de otro mes cualquiera, sentados en la misma mesa. Cada día que volviesen a su bar, haría una foto más bonita que la vez anterior, porque si seguían viniendo su historia sería también cada día más hermosa. El camarero puso los dos cafés sobre la mesa sin dejar de sonreír. Luego entró al bar medio vacío, recogió la cámara de detrás de la barra, se acercó a la ventana y ajustó los dispositivos. Allí estaban, veía sus espaldas rectas, sus cuellos
tersos y las cabezas inclinadas discretamente, atentamente, una junto a la otra, mirándose probablemente, escuchándose sin duda, prestándose la atención que la gente pone cuando espera que pase algo importante. Encuadró los cuerpos con las mesas, tuvo la certeza de que nadie le miraba, y , menos aún, aquellos dos que charlaban ya como verdaderos cómplices. Entonces apretó el botón. En la plaza Z, de la ciudad de M, confluyen seis calles trazadas a escuadra y cartabón que albergan viejos edificios llenos de polvo e historias. El 17 de Noviembre del año siguiente, una joven amanecía en el número 13, anudada a los brazos de él. Salieron al balcón abrazados sin emitir palabra, a contemplar juntos a los pájaros dormidos, aún dispuestos sobre los cables de la luz, y a la noche despertándose de su último sueño. De fondo, sonaba Sabina.
Por Mariana Fuente del Prisco