HA VUELTO Autor: Timur Vermes ISBN: 9788432220364 Generado con: QualityEbook v0.68 Generado por: Selubri, 15/09/2013
HA VUELTO Timur Vermes
DESPERTAR EN ALEMANIA LO que más me sorprendió fue el pueblo. Yo, desde luego, hice lo humanamente posible por destruir todo lo que le permitiera seguir viviendo en este suelo profanado por el enemigo. Puentes, centrales eléctricas, carreteras, estaciones de ferrocarril: ordené destruirlo todo. Ésa fue la orden que di. ¿Cuándo? En marzo, y creo que me expresé con claridad a este respecto. Había que destruir todos los servicios de abastecimiento, las empresas de distribución de agua, las instalaciones telefónicas, las granjas agrícolas, los bienes materiales uno por uno, todo, y con eso quise decir ni más ni menos que «todo». En estas cosas hay que poner mucho cuidado, tratándose de una orden como ésa no puede quedar un resquicio de duda; ya se sabe que luego, llegado el momento, el soldado raso, al que, como es lógico, en su sector del frente le falta la visión, la información sobre los aspectos estratégicos y tácticos, ese soldado entonces va y dice: «Pero bueno, ¿tengo que prender fuego de verdad a este…, a este, pongamos como ejemplo, a este quiosco? ¿Es que no puede caer en manos del enemigo? ¿Es realmente una cosa tan horrible que caiga en manos del enemigo?» ¡Pues sí, es horrible! ¡El enemigo también lee los periódicos! Y trafica con ellos; se servirá del quiosco, de todo lo que encuentre, para atacarnos. Hay que destruir, repito, todos los bienes materiales, no sólo las casas, también las puertas. Y los picaportes. Y luego también los tornillos, y no sólo los grandes. Hay que desatornillar los tornillos y deformarlos sin piedad. Y la puerta hay que pulverizarla, convertirla en serrín. Y después, reducirla a cenizas. Porque de lo contrario el enemigo, inexorablemente, entrará y saldrá por esa puerta como le venga en gana. Pero con un picaporte roto, con tornillos deformados y un montón de cenizas: ¡ahí quiero ver cómo se divierte el señor Churchill! En cualquier caso, estas exigencias son la brutal consecuencia de la guerra, eso lo he tenido siempre muy claro, por tanto mi orden no podía haber sido distinta, aunque la razón de fondo de tal orden fuese diferente. Al menos en sus orígenes. Era ya innegable que el Pueblo Alemán, en la lucha épica con el inglés, con el bolchevismo, con el imperialismo, había resultado vencido, y por tanto, lo digo con toda claridad, había perdido el derecho a seguir existiendo, ni siquiera en el primitivo estadio de pueblo cazador y recolector. Así perdió también el derecho a poseer empresas de suministro hidráulico, puentes y caminos. Y también picaportes. Por ese motivo di esa orden, y un poco además para llevar las cosas a término, porque, como es natural, de vez en cuando me paseaba un poco por delante y por los alrededores de la Cancillería del Reich, y a uno no le queda otro remedio que aceptar las cosas como son: con sus fortines volantes, el americano y el inglés habían aligerado considerablemente, a lo largo de todo el territorio, el volumen de trabajo que implicaba mi orden. Después, evidentemente, no pude controlar con todo detalle cómo se llevó a cabo la orden. Es fácil imaginar que tenía mucho que hacer conteniendo al americano por el oeste, rechazando al ruso por el este, continuando con el desarrollo urbanístico de la capital del mundo, Germania, etcétera, pero, en mi opinión, la Wehrmacht tendría que haber acabado con el resto de los picaportes. Y entonces, propiamente, este pueblo debería haber dejado de existir. Sin embargo, como ahora compruebo, aquí sigue. Eso me resulta bastante incomprensible. Por otra parte: yo también sigo aquí, y eso tampoco lo entiendo.
I Capítulo
RECUERDO que me desperté, sería poco después del mediodía. Abrí los ojos, vi el cielo sobre mí. Era azul, con pocas nubes; hacía calor, y supe al momento que el calor era excesivo para abril. Casi se podía decir que era un calor de verano. Había relativo silencio, por encima de mí no se veían aviones enemigos, ni se oían cañonazos, en las proximidades no había impactos de proyectiles ni sirenas de la defensa antiaérea. De lo que también tomé nota: ni Cancillería del Reich ni búnker del Führer. Volví la cabeza, vi que estaba tendido en el suelo de un descampado rodeado de paredes de edificios, construidas con ladrillos y, en parte, pintarrajeadas por gente indeseable; aquello me fastidió instantáneamente y decidí al punto hacer venir al almirante Dönitz1. Al principio hasta pensé, aún medio aletargado, bueno, Dönitz también estará tendido por aquí; después triunfó la disciplina, la lógica, capté enseguida la peculiaridad de la situación. Por lo general no acampo a cielo abierto. Primero reflexioné: ¿qué había hecho la tarde anterior? Queda descartado el abuso de alcohol, puesto que no bebo. Recordé que al final estaba sentado con Eva en un sofá, en un canapé. Recordé también que yo, o que nosotros, estábamos allí con cierta despreocupación; que yo sepa, había decidido dejar descansar un poco, por una vez, los asuntos de Estado, no teníamos más planes para aquella tarde; salir a cenar o al cine o algo por el estilo no entraba en consideración, evidentemente; por fortuna, en aquellos días la oferta recreativa de la capital del Reich, en no poca medida en consonancia con la orden dada por mí, había disminuido considerablemente. No podía decir con seguridad si Stalin llegaría a la ciudad durante los días siguientes; en aquel estadio de la guerra, era imposible excluirlo por completo. Lo que sí podía decir con seguridad era que él buscaría una sala de cinematógrafo aquí tan en vano como en Stalingrado. Creo que luego estuvimos charlando un poco Eva y yo, y le enseñé mi pistola; no me acordaba de más detalles cuando me desperté. También porque me dolía la cabeza. No, pensar en la tarde anterior no me hacía avanzar. Así que decidí pasar a la acción y considerar detalladamente la situación. He aprendido en la vida a observar, a contemplar, a percibir a menudo mínimos detalles que mucha gente con estudios desprecia e incluso ignora. Yo, en cambio, gracias a la férrea disciplina que mantengo desde hace muchos años, puedo decir con la conciencia tranquila que en las crisis tengo más sangre fría, obro con más reflexión, mis sentidos se tornan más agudos. Trabajo con precisión, impasible, como una máquina. Resumo metódicamente las informaciones de las que dispongo: estoy tendido en el suelo. Miro a mi alrededor. A mi lado hay inmundicias, crecen malas hierbas, cañas, hay algún arbusto aquí y allá, también margaritas, dientes de león. Oigo voces, no están demasiado lejos, gritos, el ruido de un rebote continuo. Miro en dirección a los ruidos, vienen de unos chavales que juegan al fútbol. Ya han salido de la infancia, pero aún son demasiado jóvenes para pertenecer a las fuerzas de ataque del pueblo, al Volkssturm 2; supongo que pertenecen a las Juventudes Hitlerianas, pero ahora, evidentemente, no están de servicio, el enemigo parece haber dado una tregua. En las ramas de un árbol se mueve un pájaro, está piando, cantando. Para muchos eso es sólo un signo de contento y alegría, pero en esta insegura situación en la que uno depende de todas las informaciones posibles, por pequeñas que sean, quien conoce la naturaleza y la diaria lucha por la supervivencia puede deducir de
ello que por aquí no hay animales de presa. Justo al lado de mi cabeza se ve un charco, parece que está disminuyendo, seguramente ha llovido hace bastante tiempo, pero no ha vuelto a llover desde entonces. A orillas del charco está tirada mi gorra de visera. Así trabaja mi cabeza acostumbrada a pensar, así trabaja también en este desconcertante momento. Me incorporé. Lo logré sin problemas, moví las piernas, las manos, los dedos, al parecer no tenía lesiones, el examen físico era satisfactorio, por lo visto me encontraba en perfecto estado de salud, a excepción del dolor de cabeza; hasta el temblor de la mano parecía haber cesado casi del todo. Bajé los ojos y miré mi cuerpo. Estaba vestido, llevaba el uniforme, la guerrera militar. Estaba un poco sucia, aunque no demasiado, por tanto no había estado enterrado. Tenía tierra, también migajas de bollos, de pasteles o algo por el estilo. La tela olía intensamente a combustible, tal vez a gasolina, quizá se debía a que a lo mejor Eva había tratado de limpiar mi uniforme, si bien con cantidades exageradas de gasolina: podría creerse que me había volcado encima un bidón entero. Ella no estaba, tampoco parecía andar por allí cerca mi Estado Mayor. Estaba sacudiéndome para quitarme de la guerrera y de las mangas la suciedad más aparatosa, cuando oí una voz. —¡Eh, abuelo, mira pa cá! —¡Ahí va! ¿Qué clase de vejestorio es ése? Al parecer, yo daba una impresión de desvalimiento, los tres jóvenes hitlerianos se habían dado cuenta perfectamente. Interrumpieron su partido de fútbol, se acercaron respetuosamente; era comprensible: encontrarse de pronto en inmediata proximidad del Führer del Reich alemán, en un descampado que por lo general se usa para el deporte y el fortalecimiento físico, entre dientes de león y margaritas, es un giro insólito, en el transcurso de su jornada, para el joven que aún no ha alcanzado la madurez; los chicos, sin embargo, vinieron a todo correr, como galgos, dispuestos a ayudar. ¡Los jóvenes son el futuro! Los muchachos se reunieron a mi alrededor, aunque guardando cierta distancia, y me examinaron, tras lo cual el más alto de ellos, por lo visto el jefe de grupo, se dirigió a mí: —¿Tóo bien, jefe? Aunque se preocupaban por mi estado no pude dejar de constatar la completa ausencia del Saludo Alemán, brazo en alto. Sí, claro, la manera de dirigirse a mí, en extremo informal, esa confusión de «jefe» y «Führer», podía ser debida a la sorpresa; en una situación menos desconcertante es posible que hubiera producido hilaridad, aun sin intención, del mismo modo que muchas veces ocurren las más curiosas escenas incluso en medio de las despiadadas tempestades de acero de la trinchera sin embargo, el soldado ha de mostrar, por supuesto, determinados automatismos incluso en medio de situaciones insólitas, ésa es la finalidad de la disciplina militar: si faltan esos automatismos, el ejército, en su totalidad, no vale un pimiento. Me puse de pie; no me resultó muy fácil, al parecer llevaba bastante tiempo tendido en el suelo. No obstante, me alisé la guerrera y limpié someramente las perneras del pantalón con unas ligeras sacudidas. Luego me aclaré la garganta y pregunté al jefe de grupo: —¿Dónde está mi secretario? ¿Dónde está Bormann? 3 —¿Quién es ése? Era inconcebible. —¡Bormann! ¡Martin Bormann! —Ni puta idea. —No me suena. —¿Qué pinta tiene?
—¡La de un jefe de la Cancillería del Reich, por todos los demonios! Había algo absolutamente insólito en todo aquello. Estaba en Berlín, desde luego, pero privado, eso era evidente, de todo el aparato del gobierno. Tenía que regresar con urgencia al búnker y, lo veía clarísimo, aquellos jóvenes no podían prestarme mucha ayuda. Lo primero era encontrar el camino. El insípido descampado en el que me hallaba podía estar en cualquier parte de la ciudad. Pero sólo tenía que salir de allí, llegar a una calle y, como al parecer las hostilidades estaban suspendidas desde hacía algún tiempo, seguramente habría bastantes transeúntes, profesionales, taxistas, que me mostrarían el camino. Probablemente no les parecí lo bastante desvalido a los jóvenes hitlerianos, daban la impresión de querer reanudar su partido de fútbol, en cualquier caso el más alto se dio la vuelta en dirección a sus compañeros, por lo que pude leer su nombre, que su madre había cosido en la camiseta deportiva de colores realmente chillones. —¡Joven hitleriano Ronaldo! ¿Por dónde se sale a la calle? La reacción fue escasa, lamentablemente he de decir que aquella tropa casi ni prestó atención; sin embargo, uno de los dos más pequeños hizo al marcharse un gesto lánguido con el brazo en dirección a una esquina del descampado, en la que, al mirar más de cerca, se descubría en efecto un pasillo. Mentalmente tomé nota con vistas a «despedir a Rust» o «alejar a Rust»; ese hombre era ministro de Educación desde 1933, y precisamente en su campo, el de la enseñanza, no hay lugar para una negligencia tan inconcebible. ¡Cómo va a encontrar un joven soldado el victorioso camino a Moscú, el corazón del bolchevismo, si ni siquiera reconoce a su propio comandante! Me agaché, recogí la gorra, me la puse y caminé con paso firme en la dirección indicada. Primero había que doblar una esquina y luego seguir, entre elevadas tapias, por un angosto pasillo al final del cual brillaba la luz de la calle. Un gato cauteloso pasó a mi lado pegado a la pared, tenía manchas y aspecto descuidado; di otros cuatro o cinco pasos y salí a la calle. Se me cortó la respiración ante la poderosa embestida de luz y color. Recordé haber visto últimamente la ciudad totalmente gris, por el polvo y por el uniforme de los soldados; había además considerables montañas de escombros y daños materiales por todas partes. Ante mí, sin embargo, no había nada semejante. Los escombros habían desaparecido o al menos los habían retirado con todo cuidado, las calles estaban despejadas. En los bordes había numerosos, o más bien innumerables coches multicolores, que serían sin duda automóviles, pero eran más pequeños y tan avanzados parecían que el diseño podría haber estado en gran parte en manos de la fábrica Messerschmitt. Las casas estaban cuidadosamente pintadas con colores muy diversos que me recordaban las golosinas de mi infancia. Confieso que la cabeza me dio vueltas un poco. Buscaba con la mirada algo familiar. Vi un banco deslucido en una franja de césped al otro lado de la calzada, anduve unos cuantos pasos que, no me da vergüenza decirlo, quizá produjeron cierta impresión de inseguridad. Oí un timbrazo, el ruido de la goma que frenaba sobre el asfalto, y luego alguien que vociferaba: —¡Pero bueno, viejo! ¿Aún te tienes en pie? ¿Estás ciego? —Yo…, le ruego que me disculpe… —me oí decir, asustado y aliviado a la vez. A mi lado había un ciclista, esa escena al menos sí me era familiar, doblemente además. Seguíamos en guerra, para protegerse llevaba un casco que, sin duda debido a anteriores ataques, estaba muy deteriorado, o, para hablar con propiedad, completamente agujereado. —Pero ¡con qué pinta vas tú por la calle! —Yo…, perdón, tengo que sentarme.
—Lo que tendrías más bien es que acostarte. ¡Y además por una buena temporada! Me puse a salvo en el banco del parque; seguramente estaba un poco pálido cuando me dejé caer sobre él. Ese hombre, más bien joven, tampoco parecía haberme reconocido. Tampoco saludó con el brazo en alto; su reacción parecía ser la de quien ha medio atropellado a un transeúnte cualquiera. Y con esa negligencia actuaban todos: a mi lado pasó un señor mayor que me miró con cara de asombro; luego una voluminosa señora con un cochecito infantil futurista: otro elemento familiar, pero eso no logró ofrecer una mejor perspectiva a mi desesperada situación. Me levanté, me acerqué a ella con una actitud que trataba de parecer enérgica. —Perdone, puede que le extrañe, pero…, necesito saber con urgencia el camino más corto a la Cancillería del Reich. —¿Actúa usted en el programa de Stefan Raab? —¿Cómo? —¿O es el actor ese, Kerkeling, disfrazado? ¿O sale en el programa de Harald Schmidt? Seguramente fue el nerviosismo el que me hizo perder un poco la contención y agarrarla por el brazo. —¡Haga un esfuerzo, señora! ¡Tiene usted obligaciones como miembro de la comunidad del pueblo! ¡Estamos en guerra! ¿Qué cree que hará el ruso con usted si llega hasta aquí? ¿Cree que el ruso pondrá la mirada en su hijo y dirá, uy, uy, una apetitosa muchachita alemana, pero por el niño dejaré en el pantalón mis bajos instintos? En estos días, en estos momentos, está en juego la perpetuación del Pueblo Alemán, la pureza de la sangre, la supervivencia de la humanidad. ¿Quiere hacerse responsable ante la historia del final de la civilización, sólo porque, con su increíble estulticia, no está dispuesta a explicar al Führer del Reich alemán cómo se llega a su cancillería? Ya casi no me sorprendió que no hubiese la menor reacción a mis palabras. Aquella retrasada mental liberó de un tirón su brazo de mi mano, me miró estupefacta y se llevó a la sien el dedo índice, con el que ejecutó varios movimientos circulares, un gesto de clara reprobación. Era innegable, algo estaba fuera de control. A mí no se me trataba ya como a un general en jefe, como a un Führer del Reich. Los jóvenes futbolistas, el señor mayor, el ciclista, la mujer con el cochecito infantil: no podía ser casualidad. Mi siguiente impulso fue dar parte a los órganos de seguridad, para que todo volviera a su ser. Sin embargo, me contuve. No estaba demasiado al corriente de mi situación. Necesitaba más información. Mi mente, que trabajaba otra vez metódicamente, recapituló el estado de cosas. Estaba en Alemania, en Berlín, aunque en un Berlín completamente ajeno. Esa Alemania era distinta, pero en algunas cosas tenía semejanzas con el Reich que conocía: seguía habiendo ciclistas, automóviles, por tanto habría también periódicos. Miré a mi alrededor. Debajo de mi banco asomaba, en efecto, algo que parecía un periódico, aunque estaba impreso de un modo un poco dispendioso. La hoja era en color, para mí algo completamente nuevo, se llamaba Media Markt; por mucho que me empeñaba no recordaba haber autorizado algo así, y tampoco lo habría autorizado. Las informaciones que allí había eran completamente ininteligibles, mi indignación fue grande al ver que, en tiempos de escasez de papel, con semejante porquería llena de disparates se perdían para siempre valiosos recursos propiedad del pueblo. Que Funk 4 se preparase a recibir una filípica cuando yo estuviese de nuevo sentado ante la mesa de mi despacho. Pero ahora necesitaba noticias fiables, periódicos como el Völkischer Beobachter5, el Stürmer6, de momento hasta me habría dado por satisfecho con el Panzerbär 7 de Berlín. Y, en efecto, no lejos de allí había un quiosco, e incluso a aquella considerable distancia se distinguía el extraordinario surtido que parecía tener. Cualquiera habría pensado que
estábamos disfrutando de la más dudosa y ambigua de las paces. Me levanté impaciente. Ya había perdido demasiado tiempo, era urgente volver a poner las cosas en su lugar. La tropa necesitaba recibir órdenes, posiblemente ya me echaban de menos en otro sitio. Me acerqué con rapidez al quiosco. Ya una primera mirada algo más de cerca me aportó interesantes datos. En la pared exterior se veían numerosos y multicolores periódicos en lengua turca. Por lo visto, últimamente pasaban por aquí muchos turcos. Mi estado de inconsciencia había durado mucho, al parecer, y durante ese tiempo viajaron muchos turcos a Berlín. Eso era interesante. Al fin y al cabo, el turco, en el fondo un fiel colaborador del Pueblo Alemán, siempre ha sido neutral; pese a nuestros considerables esfuerzos, nunca fue posible hacerle entrar en la guerra como aliado del Reich. Pero ahora parecía que durante mi ausencia alguien, seguramente Dönitz, había convencido al turco para que nos apoyara. Y el ambiente de la calle, más bien apacible, llevaba a la conclusión de que la intervención turca había producido de modo evidente un cambio decisivo en la guerra. Estaba asombrado. Sin duda siempre había respetado al turco, pero jamás le habría considerado tan eficiente; por otra parte, debido a mi falta de tiempo, nunca pude seguir con detalle la evolución de ese país. Las reformas de Kemal Atatürk tuvieron que darle un impulso verdaderamente sensacional. Eso era, al parecer, el milagro al que también Goebbels 8 vinculaba sus esperanzas. Me latió el corazón, lleno de ferviente optimismo. Había valido la pena que yo, que el Reich, no perdiera nunca, ni siquiera en el momento de la —supuestamente— más profunda oscuridad, la fe en la victoria final. Cuatro o cinco publicaciones distintas, en lengua turca y de abigarrados colores, daban un testimonio inconfundible de ese nuevo eje, de un inconfundible eje Berlín-Ankara. Ahora que mi mayor preocupación, la preocupación por el bienestar del Reich, parecía calmada de manera tan sorprendente, sólo me quedaba averiguar cuánto tiempo había perdido yo en ese curioso letargo, tendido en un terreno baldío con casas alrededor. El Völkischer Beobachter no se veía por ninguna parte, probablemente estaba agotado, por eso eché una ojeada al siguiente periódico de apariencia más familiar, uno que se llamaba Frankfurter Allgemeine Zeitung. Era nuevo para mí; sin embargo, comparado con algunos otros allí expuestos, me agradó la hermosa letra gótica del título, que inspiraba confianza. No perdí un solo segundo leyendo las noticias, busqué la fecha del día. Allí ponía 30 de agosto. De 2011. Miré esa cifra, desconcertado, sin darle crédito. Dirigí la mirada a otro periódico, el Berliner Zeitung, provisto también de una impecable escritura alemana, y busqué la fecha.
2011.
Arranqué el periódico de su sujeción, lo abrí, pasé a la página siguiente, y luego a la otra.
2011.
Vi que la cifra empezaba a bailar, casi sarcásticamente. Se movía despacio hacia la izquierda, luego más deprisa hacia la derecha, luego regresaba más deprisa aún, de modo parecido a ese balancearse cogidos del brazo que tanto les gusta a las masas populares cuando están en una carpa cantando y bebiendo cerveza. Mis ojos trataban de seguirla, después el periódico se me fue de las manos. Noté que me caía hacia delante, en vano busqué apoyo en los otros periódicos de los estantes, me fui agarrando a las distintas revistas hasta que caí al suelo. Luego perdí el conocimiento.
II Capítulo
CUANDO recobré la conciencia estaba tendido en el suelo. Alguien me ponía una cosa húmeda en la frente. —¿Se encuentra bien? Había un hombre inclinado sobre mí, podría tener cuarenta y cinco años, pero quizá también más de cincuenta. Llevaba una camisa a cuadros, un sencillo pantalón como los del obrero. Esta vez yo sabía lo primero que tenía que preguntar. —¿Qué día es hoy? —Hummm…, veintinueve de agosto. No, un momento, treinta. —De qué año, digo —exclamé con voz ronca mientras me incorporaba. El paño húmedo fue a caer de manera poco vistosa sobre las rodillas. El hombre me miró frunciendo el ceño. —Dos mil once —dijo, clavando la vista en mi guerrera—, ¿qué había creído? ¿Mil novecientos cuarenta y cinco? Busqué una respuesta adecuada, pero entonces preferí ponerme de pie. —Quizá debería seguir tumbado un rato más —dijo el hombre—, o sentarse. Tengo una butaca en el quiosco. Primero quise decir que no tenía tiempo para relajos, pero me di cuenta de que todavía me temblaban mucho las piernas. Así que me metí con él en el quiosco. Tomó asiento en una silla que había junto a la ventanilla de venta y me miró. —¿Un trago de agua? ¿Quiere un poco de chocolate? ¿Una barrita de muesli? Asentí, aturdido aún. Se levantó, buscó una botella de agua mineral y me llenó un vaso. De un estante tomó una barrita de colores, sin duda una especie de ración de reserva, envuelta en un papel transparente de color. Abrió el papel, sacó algo que parecía cereal prensado industrialmente y me lo puso en la mano. Aún no parecían estar eliminadas las dificultades en el suministro del pan. —Debería desayunar más —dijo el hombre. Luego se sentó otra vez—. ¿Está rodando por aquí cerca? —¿Rodando…? —Sí, algún documental. Una película. Aquí no paran de rodar lo que sea. —¿Película…? —Hombre, está usted de lo más completo. —Se echó a reír y me señaló con la mano—: ¿O va siempre por ahí con esa pinta? Me miré de arriba abajo. No pude descubrir nada inusitado, aparte, claro está, del polvo y del olor a gasolina. —Pues la verdad es que sí. También podía ser que tuviera alguna herida en la cara. —¿Tiene un espejo? —pregunté.
—Claro —dijo señalando con el dedo—, ahí a su lado, justo encima de esa revista, del Focus. Seguí su dedo con la vista. El espejo tenía un marco de color naranja. Para más seguridad llevaba escrito encima «Der Spiegel», o sea, «el espejo», como si no viera claramente lo que era. Estaba metido por abajo, en una tercera parte, entre varias revistas. Me miré en él. Sorprendentemente, mi imagen era impecable. Hasta la guerrera daba la impresión de estar planchada: la luz del quiosco era sin duda muy favorecedora. —¿Qué quiere, ver la portada? —preguntó el hombre—. Ésos traen cada tres números alguna cosa de Hitler. Creo que ya no tiene que prepararse más a fondo. Usted es bueno. —Gracias —dije, distraído. —Sí, de verdad —añadió—, he visto El hundimiento. Dos veces. Bruno Ganz, estupendo, pero ni punto de comparación con usted. Todo el porte… Uno pensaría que es usted. Levanté la vista. —¿Que yo soy qué? —Sí, que es usted el Führer. Y al decir esto alzó ambas manos, juntó los dedos medio e índice de cada una, se inclinó hacia delante y los movió rápidamente dos veces hacia arriba y hacia abajo. Apenas podía creerlo, pero parecía que, al cabo de sesenta y seis años, eso era todo lo que quedaba del Saludo Alemán, tan pujante en otra época. Era trágico, pero, sin embargo, una señal de que mi actividad política no había quedado sin ningún efecto con el paso del tiempo. Doblé el brazo hacia atrás, respondiendo al saludo: —¡Soy el Führer! Se echó a reír otra vez: —¡Fantástico, el efecto es tan real! No podía analizar seriamente su molesto buen humor. Poco a poco iba tomando conciencia de mi situación. Si aquello no era un sueño —y para eso era evidente que duraba demasiado—, me encontraba, en efecto, en el año 2011. Estaba en un mundo completamente nuevo para mí, y era de suponer que, a mi vez, yo constituía también un elemento nuevo para ese mundo. Si aquel mundo funcionaba con un mínimo de lógica, esperaba que yo tuviera ciento veintidós años de edad o, lo que era más probable, que hubiera muerto hacía tiempo. —¿Interpreta también otros papeles? —preguntó—. ¿Le he visto ya alguna vez? —No soy actor —respondí, seguramente de un modo algo brusco. —Claro que no —dijo él, y puso una cara curiosamente seria. Luego me hizo un guiño—. ¿Dónde trabaja? ¿Tiene un programa? —Por supuesto —respondí—, desde mil novecientos veinte. Usted, en su condición de compañero de raza, conocerá los veinticinco puntos. Asintió con vehemencia. —Sin embargo, no le he visto aún en ninguna parte. ¿Tiene algún folleto? ¿O una tarjeta? —No, lo siento —dije contristado—, los papeles y los mapas están, en su totalidad, en el centro de operaciones. Trataba de formarme una idea clara sobre lo primero que debía hacer. Parecía evidente que incluso en la Cancillería del Reich, que incluso en el búnker del Führer, a un Führer de cincuenta y seis años podían recibirlo, es más, lo recibirían de seguro con escepticismo. Tenía que ganar tiempo, analizar mis opciones. Necesitaba un sitio donde vivir. De pronto tomé conciencia dolorosamente de que no
tenía ni un pfennig en el bolsillo. Por un momento recordé con desagrado la época del albergue masculino, allá por 1909. Aquello había sido necesario, sin duda; me había hecho ver cosas que ninguna universidad del mundo habría podido procurarme, y, sin embargo, esa fase llena de privaciones no fue una época que yo disfrutara. Me pasaron como un rayo por la cabeza aquellos meses sombríos, el desprecio, el desdén, la inseguridad, el temor a perder hasta lo más imprescindible, el pan duro. Pensativo, ausente, mordí aquel extraño cereal envuelto en papel transparente. Tenía un sabor asombrosamente dulce. Contemplé el producto. —A mí también me gustan —dijo el vendedor de periódicos—, ¿quiere otro? Negué con la cabeza. Ahora tenía problemas de más envergadura. Había que asegurar la subsistencia diaria más modesta, más elemental. Necesitaba alojamiento, un poco de dinero, hasta que mis ideas estuviesen más claras; tal vez necesitaría un trabajo, al menos de manera transitoria, hasta que supiera si podría, y cómo, reanudar mi actividad como gobernante. Hasta entonces era preciso que me ganara el pan de alguna manera. Quizá como pintor, quizá en algún taller de arquitectura. Por supuesto tampoco rechazaría de entrada un trabajo físico. Claro, sería más ventajoso para el Pueblo Alemán que pudiera emplear mis conocimientos en una campaña militar, pero sin conocer la situación actual eso era pura ilusión. Ni siquiera sabía con quién tenía el Pueblo Alemán actualmente una frontera común, quién trataba de violarla, a qué disparos había que responder9. Por eso de momento seguramente tendría que limitarme a aportar mis facultades manuales, quizá en la construcción de un terreno de marcha o de una sección de autopista. —Ahora en serio —penetró en mis oídos la voz del vendedor de periódicos—. ¿Es usted amateur todavía? ¿Con ese número? Eso, desde luego, me pareció de lo más impertinente. —¡Yo no soy un amateur! —le notifiqué con firmeza—. ¡No soy uno de esos zánganos burgueses! —No, no —me tranquilizó el hombre, que empezaba a parecerme una persona de muy buen fondo —. Quiero decir, ¿a qué se dedica profesionalmente? Pues sí, ¿qué hacía yo profesionalmente? ¿Qué le decía a ese hombre? —Yo…, de momento me he… retirado un poco —describí prudentemente mi situación. —No me entienda mal —se excitó el vendedor—, pero si usted realmente aún no…, ¡es increíble! Quiero decir que por aquí vienen a menudo algunos, la ciudad entera está llena de agencias, está llena de esa gente del cine, de tíos importantes de la tele que siempre se alegran si descubren algo, alguna cara nueva. Y si usted no tiene tarjeta…, quiero decir, ¿dónde doy con usted? ¿Tiene un número de teléfono? ¿Un correo electrónico? —Hummm… —¿O dónde vive? Con eso tocó realmente un punto delicado. Por otra parte, no parecía estar tramando nada ignominioso. Decidí correr el riesgo. —Lo del domicilio está de momento…, no sé cómo decirlo…, no está claro… —Ah, vale, pero a lo mejor tiene usted novia y puede vivir en su casa. Pensé un momento en Eva 10. ¿Dónde podría estar? —No —murmuré, extrañamente abatido—, no tengo compañera. Ya no. —Oh, oh —dijo el quiosquero—, comprendo. La cosa es bastante reciente, al parecer. —Sí —admití—, todo esto es…, bastante reciente para mí. —Las cosas no marchaban bien últimamente, ¿no?
—Eso es sin duda correcto —asentí—, la ofensiva de socorro del grupo Steiner 11 no tuvo lugar, algo imperdonable. Me miró con desconcierto. —Con su novia, quiero decir. ¿Quién tuvo la culpa? —No sé —admití—, en último término, Churchill, seguramente. Se echó a reír. Luego me observó un buen rato con aire pensativo. —Me gusta su actitud. Escúcheme, voy a hacerle una propuesta. —¿Una propuesta? —No sé cuáles son sus aspiraciones. Pero si no necesita nada especial, puede usted pasar aquí una o dos noches. —¿Aquí? —Eché una mirada al quiosco. —¿Puede usted permitirse el hotel Adlon? En eso tenía razón, claro. Confuso, bajé la mirada. —Me ve usted…, prácticamente en la indigencia —admití. —¿Lo ve? Tampoco es de extrañar, si usted no se atreve a salir al exterior con sus aptitudes. No tiene que esconderse. —¡No me he escondido! —protesté—. ¡Era sólo por la lluvia de bombas! —Vale, vale —frenó—, así que, otra vez: usted se queda aquí uno o dos días, y yo hablo con uno o dos de mis clientes. Ayer llegó el nuevo Teater heute y una de las revistas de cine, y ahora todos pasan por aquí a llevarse sus ejemplares. A lo mejor conseguimos algo. Honradamente: en el fondo ni siquiera tendría que saber usted hacer nada, ya el simple uniforme le va como anillo al dedo… —¿O sea que ahora me quedo aquí? —De momento. Durante el día se queda usted conmigo, y en caso de que venga alguien puedo presentarle inmediatamente. Y si no viene nadie, al menos tengo algo para pasármelo bien. ¿O tiene algún otro apeadero? —No —suspiré—, es decir, a excepción del búnker del Führer. Se rió. Luego se interrumpió. —Oiga, no me vaciará el quiosco, ¿verdad? Le miré indignado. —¿Tengo cara de delincuente? El hombre me miró: —Tiene cara de Adolf Hitler. —Exacto —dije.
III Capítulo
LOS días y las noches siguientes serían una dura prueba para mí. En una situación de lo más indigna, precariamente alojado entre dudosas publicaciones, entre tabacos, golosinas y latas de bebidas, por la noche acurrucado en una butaca relativamente limpia, pero no demasiado, tuve que ponerme al corriente de lo ocurrido durante los últimos sesenta y seis años sin llamar desfavorablemente la atención. Porque mientras que otros, sin resultado alguno, se habrían devanado los sesos horas y días intentando comprender el problema científico y queriendo buscar en vano la solución del enigma de aquel viaje en el tiempo, tan fantástico como inexplicable, mi intelecto, que trabaja con método, estaba en cumplida situación de adaptarse a la realidad. En lugar de lamentarse quejumbrosamente aceptó los nuevos hechos y examinó la situación. Ante todo —para adelantarme brevemente a los acontecimientos— porque las condiciones habían cambiado y parecían ofrecer más y mejores posibilidades. Resultaba, por ejemplo, que en el transcurso de los últimos sesenta y seis años el número de soldados soviéticos asentados en el territorio del Reich alemán y sobre todo en el área de Berlín había disminuido considerablemente. Se partía de un número que oscilaba entre los treinta y los cincuenta hombres, en lo que pude ver al instante una muchísimo mejor perspectiva de éxito para la Wehrmacht, si se comparaba con la última evaluación de mi Estado Mayor, que calculaba unos dos millones y medio de soldados enemigos sólo en el frente oriental. Así, por un instante se me ocurrió pensar que había sido víctima de un complot, de un secuestro, durante el cual el servicio secreto enemigo posiblemente me estaba gastando una broma pesada y compleja para arrancarme de esa forma, contra mi férrea voluntad, valiosos secretos. Pero los requisitos técnicos para crear un mundo completamente nuevo en el que yo además pudiese moverme con plena libertad eran prácticamente irrealizables; por tanto, esa variante de la realidad era casi más impensable aún que la realidad con la que me tropezaba a cada segundo, que podía agarrar con las manos, ver con los ojos. No, en ese extraño aquí y ahora era cuestión de combatir. Y la primera medida antes del combate es, como siempre, la información. No es difícil imaginar que, sin la infraestructura necesaria, la adquisición de información fiable de última hora me causaba considerables problemas. Las condiciones no podían ser peores: en lo tocante a la política exterior, yo no disponía ni del servicio de contraespionaje ni del Ministerio del Exterior; en política interior, el contacto con la Gestapo no era fácil de gestionar de momento. También me parecía arriesgado consultar en fechas próximas una biblioteca. Por tanto, tenía que conformarme con el contenido de numerosas publicaciones cuya fiabilidad, por otra parte, no podía comprobar, y asimismo con comentarios y jirones de conversación de los transeúntes. El quiosquero había tenido la deferencia de permitirme usar un aparato de radio, que debido al progreso de la técnica durante aquel intervalo de tiempo había quedado reducido a un tamaño increíblemente pequeño. Aparte de eso, desde 1940 las costumbres de la Radio de la Gran Alemania habían experimentado un cambio estremecedor. Nada más encender se oía un ruido infernal, frecuentemente interrumpido por una inconcebible verborrea, totalmente ininteligible. Cuando aquello se prolongaba, en el contenido no había la menor variación, únicamente aumentaba la frecuencia del cambio entre estruendo y
verborrea. Recuerdo haber intentado en vano durante varios minutos descifrar el ruido de aquel milagro de la técnica, luego lo apagué horrorizado. Estuve sentado como un cuarto de hora, inmóvil, casi petrificado, antes de decidirme a posponer de momento mi pugna con aquel aparato. Así pues, al final tuve que recurrir otra vez a los productos de la prensa allí disponibles, cuyo objetivo principal nunca ha sido, y por supuesto tampoco podía ser en la actualidad, una información histórica conforme con la verdad. Un primer balance, que sin duda tuvo que ser incompleto, aportaba los siguientes datos: 1. Era evidente que el turco no había venido en socorro nuestro. 2. Con motivo del setenta aniversario de la invasión de la Unión Soviética con la operación Barbarroja, había amplia información acerca, sobre todo, de ese aspecto de la historia de Alemania. Al hacerlo se presentaba aquella operación con tintes, en su conjunto, negativos. Se afirmaba en general que la campaña no había sido victoriosa, que incluso se había perdido la guerra entera. 3. A mí se me daba por muerto. Afirmaban que me había suicidado. Y desde luego me acuerdo de haber discutido esa posibilidad, teóricamente, en el círculo de los más allegados, y, en el recuerdo, me faltan sin duda varias horas de un tiempo ciertamente difícil. Pero al final sólo tenía que mirarme a mí mismo para comprobar la realidad. ¿Estaba muerto? Ya se sabe la opinión que le merecen a uno nuestros periódicos. El sordo escribe lo que le cuenta el ciego, el tonto del pueblo lo corrige, y los compañeros de los otros periódicos lo plagian. De cada historia se hace un nuevo recuelo con el mismo insípido amasijo de mentiras, para presentar a continuación el «maravilloso» mejunje al pueblo ignorante. Aunque en este caso yo también estaba dispuesto a permitir que hubiera una especie de indulgencia. Que el destino permita intervenir de modo tan notable en su propio mecanismo ocurre tan raras veces que incluso para las mentes más privilegiadas ha de ser difícil entenderlo, y mucho más aún para el representante medio de nuestros llamados periodistas. 4. Pero en lo concerniente a todos los demás asuntos, se trataba de otorgar al cerebro el estómago de un jabalí. Todas esas falsas valoraciones aparecidas en la prensa por ignorancia o malevolencia, valoraciones militares, histórico-militares, políticas, y relativas de un modo general a cualquier tema incluida la economía, había que ignorarlas: de lo contrario un hombre pensante se volvería loco, simplemente, en vista de tanta estupidez impresa. 5. O terminar padeciendo úlcera de estómago, de una manera tan embrutecida y absurda garabateaban a su gusto su imaginaria visión del mundo los cerebros, degenerados por la sífilis, de la prensa difamatoria liberada por lo visto de todo control estatal. 6. El Reich alemán parecía haber dado paso a una «República Federal», cuyo gobierno estaba, a juzgar por las apariencias, en manos de una mujer («canciller federal»), aunque antes ya había sido confiado a cancilleres masculinos. 7. De nuevo había partidos y, por supuesto, el improductivo tira y afloja que infaliblemente traen consigo. La casi indestructible socialdemocracia estaba otra vez haciendo de las suyas, y sin provecho alguno, a costa del sufrido Pueblo Alemán. Otras asociaciones, por su parte, vivían parasitariamente de la riqueza del pueblo; sobre su «trabajo» casi no había apreciación —lo que asombra— ni siquiera en la prensa embustera, tan benévola en lo demás. No existían, en cambio, actividades de mi partido, el NSDAP, el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán; era posible que, si en efecto había habido derrota en el pasado, las potencias victoriosas hubieran impedido el trabajo del partido, o que incluso la organización se hubiera visto obligada a pasar a la ilegalidad.
8. Nuestro órgano, el Völkischer Beobachter, no estaba en venta en ninguna parte. En cualquier caso, el quiosco de aquel vendedor de periódicos, al parecer desde luego bastante liberal, no lo tenía, y tampoco había allí ningún tipo de publicación de orientación germano-nacional. 9. El territorio del Reich parecía claramente menguado; sin embargo, los Estados que lo rodeaban seguían siendo en su mayoría los mismos, incluso Polonia continuaba por lo visto con su antinatural existencia, ¡en parte además en el antiguo territorio del Reich! Pese a mi desapasionamiento, en este punto no pude reprimir cierta indignación; en un primer momento llegué a exclamar en la oscuridad nocturna del quiosco: «¡Para esto podría haberme ahorrado la guerra entera!» 10. La moneda ya no era el marco del Reich, aunque la idea que yo perseguía, convertirla en la moneda europea oficial, al parecer había sido realizada por otros, probablemente por algunos aficionados ignorantes del bando de las potencias victoriosas. De momento, las cuentas se pagaban en una moneda artificial llamada «euro», que por supuesto, como era de esperar, inspiraba el mayor recelo. Habría podido decirle eso a quienquiera que fuese el que lo había dispuesto. 11. Parecía haber una especie de paz imperfecta; sin embargo, la Wehrmacht seguía estando en guerra, aunque entretanto había cambiado de nombre, se llamaba Bundeswehr y se encontraba en un estado envidiable, condicionado sin duda por el progreso de la técnica. Si se podía dar crédito a las cifras publicadas, había que partir de una invulnerabilidad práctica del soldado alemán en el frente; sólo en casos aislados se producían bajas. Es posible imaginar mi tristeza cuando suspirando pensé en mi propio y trágico destino, en las amargas noches en el búnker, cavilando, inclinado lleno de angustia sobre los mapas en el centro de operaciones, luchando con un mundo hostil y contra el destino. Por aquel entonces se desangraban en numerosos frentes más de cuatrocientos mil soldados, y eso sólo en enero de 1945: con esta fabulosa tropa de hoy, yo, sin la menor duda, habría barrido y lanzado al mar a los ejércitos de Eisenhower; en pocas semanas, las hordas de Stalin habrían sido aplastadas como gusanos en los Urales y en el Cáucaso. Ésta fue realmente una de las pocas buenas noticias que me llegaron: la futura conquista de espacio vital en el norte, sur, este y oeste no me parecía tener menor perspectiva de éxito con esa nueva Wehrmacht que con la antigua. Por lo demás, responsable de ello parecía ser la reforma llevada a cabo recientemente por un joven ministro, que estaba sin duda a la altura de un Scharnhorst 12, pero que debido a una intriga de doctos profesores de universidad, tan envidiosos como estrechos de miras, se había visto obligado a tirar la toalla 13. Por lo visto en la actualidad las cosas funcionaban como en aquellos años en la Academia de Viena, a la que un día presenté lleno de ilusión mis esbozos y dibujos: los pobres de espíritu, corroídos por la envidia, siguen poniendo trabas al genio pujante que muestra resueltamente su superioridad, porque no pueden soportar que su brillo eclipse de modo tan manifiesto y deprimente el débil resplandor de su propia llamita, inspiradora sólo de compasión. Así son las cosas. Ante esas circunstancias, en su conjunto bastante insólitas, también pude comprobar, con satisfacción, que al menos de momento no amenazaba un peligro inmediato, aunque sí había evidentes cosas desagradables. Como corresponde a un espíritu creativo, últimamente yo solía trabajar mucho, pero también descansaba mucho para poder conservar el vigor y la rapidez de reacción habituales. El vendedor de periódicos, en cambio, condicionado por su trabajo, solía abrir su quiosco por la mañana temprano, de forma que yo, que a menudo había prolongado mis lecturas hasta muy avanzada la madrugada, no podía contar a partir de esa hora con un sueño reparador. Se añadía como agravante que ese hombre tenía ya por la mañana una en verdad enervante necesidad de hablar, mientras que, por lo general, yo a esas horas necesito disponer de cierta fase de reflexión. Ya la primera mañana entró con
auténtico dinamismo en el quiosco, gritando: —¡Qué hay, mi Führer!, ¿cómo ha pasado la noche? Y al mismo tiempo abrió, sin la menor dilación, el hueco por donde vendía, de manera que una luz clarísima iluminó cegadoramente el quiosco. Lancé un suspiro, guiñé los torturados ojos, me esforcé en rememorar las circunstancias de mi estancia allí. En el búnker no estaba, eso lo vi clarísimo al momento. Si así hubiera sido, instantáneamente habría podido mandar fusilar a aquel cernícalo. Esa pesadilla mañanera era, indiscutiblemente, una perfecta erosión de mis defensas, una desmoralización. Sin embargo, me contuve, me hice cargo de mi situación, hasta me infundí aliento a mí mismo para calmarme diciéndome que aquel cretino no tenía apenas alternativa, dado su oficio, y que, a su obtusa manera, probablemente hasta creía que me estaba haciendo un favor. —¡Arriba! —vociferaba ahora el mercachifle—, ¡venga, ayúdeme! Y al decir eso señalaba con la cabeza varios portarrevistas transportables, uno de los cuales ya estaba empujando él hacia el exterior. Me incorporé suspirando para, todavía soñoliento, hacer lo que él deseaba. Era desde luego paradójico: anteayer yo todavía desplazaba al 12.° Ejército, hoy desplazaba estantes. Mi mirada fue a posarse en el último número de Caza y perro. Así que algunas cosas seguían existiendo. Y aunque nunca he sido un ferviente cazador sino que he tenido una actitud más bien crítica frente a la caza, en aquel momento sentí por un instante el deseo de huir de aquel extraño modo de vida, de moverme con un perro por el campo, de observar en plena naturaleza, contemplando de cerca a los seres vivos, cómo el mundo nace y perece… Luego abandoné con un esfuerzo mis ensueños. En pocos minutos preparamos los dos el quiosco para la venta. El hombre sacó dos sillas plegables y se sentó al sol delante de la caseta. Me ofreció el otro asiento, sacó del bolsillo de la camisa una cajetilla, le dio unos golpecitos para que salieran varios cigarrillos y me los ofreció. —No fumo —negué con la cabeza—, pero muchas gracias. Cogió un cigarrillo, se lo puso en la boca, sacó un mechero del bolsillo del pantalón y lo encendió. Aspiró el humo, lo expulsó placenteramente y dijo: —¡Hummmm! ¡Y ahora un café! ¿Para usted también? Es decir, si le apetece: aquí sólo tengo café instantáneo. No me sorprendió. El inglés, naturalmente, seguía bloqueando las rutas marítimas, he tenido el «gusto» de conocer hasta la saciedad ese problema; se comprendía que en mi ausencia el nuevo gobierno del Reich —comoquiera que estuviese constituido o comoquiera que se llamase— debió de tener, y tenía aún, las mayores dificultades para solucionarlo. La valiente y sufrida población alemana tenía, pues, que trabajar, como desde hacía tanto tiempo, con sucedáneos. «Aguachirle» sería el nombre adecuado de ese sucedáneo, y al momento recordé la barrita dulzona de cereal prensado que había de sustituir forzosamente al estupendo pan alemán. El pobre vendedor de periódicos se avergonzaba ante su invitado porque, acogotado por esos parásitos británicos de la humanidad, no podía ofrecer nada mejor. Era casi indignante. Sentí una oleada de compasión. —Usted no tiene la culpa, buen hombre —le tranquilicé—, de todos modos no soy aficionado al café. Pero sí le agradecería que me diera un vaso de agua. Así pasé mi primera mañana de aquella extraña nueva época, al lado de aquel fumador que vendía periódicos, imbuido del firme propósito de observar y analizar a la población y de aprender cosas nuevas basándome en su modo de comportarse, hasta que el hombre aquel, sirviéndose de las relaciones a las que había aludido, me pudiese procurar alguna pequeña actividad. Las primeras horas del quiosco pertenecían a los obreros sencillos y a los jubilados. No hablaban
mucho, compraban tabaco, el periódico de la mañana; muy solicitado, en especial por la gente mayor, era sobre todo uno llamado Bild14, yo supuse que era porque el editor empleaba de preferencia una letra enorme para que las personas con vista cansada pudieran informarse. Una idea excelente, tuve que admitir para mis adentros, en eso ni siquiera había pensado el diligente Goebbels: con esa medida habríamos provocado sin duda aún más entusiasmo en esos grupos de población. Precisamente entre las personas mayores del Volkssturm, en los últimos días de guerra que viví, había fallado la energía, la voluntad de resistencia y la capacidad de sacrificio: ¿quién habría podido sospechar que recursos tan sencillos como una letra de gran tamaño producirían tanto efecto? Por otra parte: también había escasez de papel. Ese Funk había sido, en suma, un necio incurable. Poco a poco, mi presencia delante del quiosco empezó a causar problemas. De vez en cuando había risas, justamente entre los obreros jóvenes; también, con más frecuencia, aceptación, que se ponía de manifiesto en las palabras «cool» y «superguay», incomprensibles ambas, sin duda, pero la expresión del rostro era señal de innegable respeto. —Bien, ¿verdad? —El vendedor miraba con rostro radiante al cliente—. ¿A que no se nota ninguna diferencia? —Ninguna —dijo el cliente, un obrero de unos veintitantos años, y dobló su periódico—. Pero ¿está permitido eso? —¿El qué? —preguntó el vendedor. —Bueno, ir con ese uniforme. —¿Qué reparos pueden ponerse a la guerrera militar alemana? —pregunté receloso y también con ligera irritación en la voz. El cliente se rió, probablemente para apaciguarme. —Desde luego le queda estupenda. No, quiero decir que para usted será su trabajo, pero ¿no se necesita un permiso especial cuando uno la lleva puesta constantemente en público? —¡Sólo faltaría! —repliqué indignado. —Bueno, lo digo solamente —dijo un poco intimidado— porque en este Estado… Eso me dio que pensar. No lo había dicho con mala intención, y desde luego el estado de mi uniforme no era muy bueno. —Sí, está un poco sucio —admití algo deprimido—, pero aun sucio, el uniforme del soldado sigue siendo más honorable que el impecable frac de la falaz diplomacia. —¿Por qué va a estar prohibido? —preguntó serenamente el de los periódicos—: No lleva ninguna cruz gamada. —Pero ¿a qué viene eso? —grité furioso—. ¡Ustedes también sabrán seguramente cuál es mi partido! El cliente se despidió haciéndose cruces. Cuando se hubo marchado, el vendedor de periódicos me pidió que me sentara de nuevo, y me habló con calma. —El hombre no deja de tener razón —dijo amablemente—. Los clientes lo miran desde luego de un modo raro. Sé que usted se toma muy en serio su trabajo. Pero ¿de verdad no podría ponerse otra cosa? —¿Que yo reniegue de mi vida, de mi trabajo, de mi pueblo? Eso no puede pedírmelo —dije, y me levanté de un salto—. Llevaré este uniforme hasta haber derramado la última gota de sangre. No apuñalaré una segunda vez por la espalda, como Bruto a César, a las víctimas del movimiento traicionándolas de manera infame…
—¿Tiene usted que explotar siempre de esa manera? —dijo el vendedor, un poco enojado también —. Es que no se trata sólo del uniforme… —¿Entonces? —Es que apesta 15. No sé con qué ha hecho usted el uniforme, pero ¿ha usado para ello uniformes viejos de expendedores de gasolina o algo así? —El pobre soldado raso tampoco puede cambiar de guerrera en el frente, y, por lo que atañe a este punto, no voy a recaer en la decadencia de quienes se entregan a una vida acomodada en la retaguardia. —Puede que sea así, pero piense usted en su programa. —¿Por qué? —Bueno, usted querrá colocar su programa, ¿no? —Sí, ¿y qué? —¿Ha pensado ya en lo que ocurrirá si realmente vienen por aquí varias personas y quieren conocerle? Huele usted de tal manera que nadie se atreverá a encender un cigarrillo a su lado. —Pues usted sí se ha atrevido —repliqué. Pero a mis palabras les faltaba la firmeza habitual porque, aunque de mala gana, tenía que aceptar sus argumentos. —Es que yo soy valiente —rió él—. Venga, márchese enseguida a casa y búsquese otro atuendo. Ya estaba allí otra vez el dichoso problema de la vivienda. —Si ya le he dicho que eso es difícil hoy por hoy… —Sí, pero su ex seguramente se habrá ido a trabajar. O a la compra. ¿Por qué lo complica usted todo de esa manera? —Verá, bueno —dije vacilante—, el asunto es muy delicado. El piso… Yo andaba ahora un poco escaso de argumentos. Y era también una situación humillante. —¿Al final va a resultar que no tiene llave? Esta vez fui yo quien tuvo que reírse ante tanta ingenuidad. Yo no sabía si había siquiera una llave para el búnker del Führer. —No, hummm, cómo le diría: el contacto ha quedado de alguna forma, hummm…, interrumpido. —¿Le han prohibido el contacto? —Ni yo mismo sé explicármelo —dije—, pero seguramente es algo de esa índole. —Cielos, pues no da usted esa impresión —dijo con cierta reserva—. ¿Qué barbaridades ha hecho? —No lo sé —dije ateniéndome a la verdad—, no puedo recordar el periodo intermedio. —A mí, de todos modos, no me parece usted una persona violenta —dijo con aire pensativo. —Bueno —dije rehaciéndome con la mano la raya del pelo—, soldado sí soy, desde luego. —Vale, bien, señor soldado —dijo el vendedor—. Le voy a hacer una propuesta. Porque es usted bueno y yo tengo fe en la gente obsesiva, como usted. —Claro —reforcé sus palabras—, como toda persona razonable. Uno ha de perseguir sus objetivos con toda energía, y hasta de modo obsesivo, en efecto. El compromiso tibio y falaz es la raíz de todos los males y… —Sí, sí, vale —me interrumpió—, así que escúcheme bien: mañana le traeré un par de cosas mías de antes. No tiene que darme las gracias, en los últimos tiempos he echado un poco de tripa, no consigo abrochar los botones —y al decir esto se miró la barriga con desagrado—, pero a usted podrían estarle bien. Felizmente, usted no hace de Göring 16.
—¿Cómo iba a ocurrírseme eso? —pregunté molesto. —Y llevo su uniforme enseguida al tinte… —¡Yo no me desprendo del uniforme! —aseguré, inflexible. —Como quiera —dijo, y de pronto parecía un poco agotado—, entonces lleve usted mismo el uniforme a la tintorería. Porque eso sí lo comprende, ¿no? Que necesita con urgencia una limpieza. Lo trataban a uno como a un niño pequeño, era indignante. Pero estaba claro que eso seguiría siendo así mientras yo anduviera por ahí sucio como un niño, así que asentí con la cabeza. —Sólo va a ser difícil con los zapatos —dijo él—. ¿Qué número calza? —El cuarenta y tres —contesté resignado. —Entonces los míos le estarán pequeños —dijo—. Pero ya se me ocurrirá algo.
IV Capítulo
ES comprensible que el lector, en este o en otro pasaje, sienta asombro ante la rapidez con la que me adapté a las realidades de la nueva situación. Tiene que suceder forzosamente, en efecto, que el lector, rociado incesantemente durante los años, sí, durante los decenios de mi ausencia, con el brebaje de una deformada concepción marxista de la historia que la democracia vuelca sobre él, que el lector, digo, nadando en ese caldo, ya no sea capaz de ver más allá de sus propias narices. No quiero hacer aquí reproche alguno al honrado obrero, al honesto campesino. ¿Cómo va a protestar el modesto hombre de la calle si todos esos supuestos expertos y eruditos del tres al cuarto anuncian desde lo alto de su cátedra, en su aparente templo del saber y a lo largo de seis décadas, que el Führer ha muerto? Quién va a echarle en cara a ese hombre que, en medio de la diaria lucha por la existencia, no saque fuerzas para decir: «Pero ¿dónde está el cuerpo del Führer? ¿Dónde está enterrado? ¡Enseñádmelo!» Y la mujer también, claro. Pero si el Führer está de pronto donde siempre estuvo, a saber: en la capital del Reich, entonces la confusión, la inseguridad general del pueblo es, por supuesto, tan desproporcionada como el asombro. Y habría sido perfectamente comprensible que yo hubiera pasado días, o hasta semanas, inmovilizado por la sorpresa, paralizado ante lo inexplicable. Sin embargo, el destino ha querido que yo sea distinto, que se me diera a tiempo la posibilidad de formarme una opinión sensata, entre esfuerzos y penalidades, en años duros e instructivos, una opinión que se forjó en la teoría pero que tomó forma, hasta ser un arma perfecta, en el duro campo de batalla de la práctica, de manera que desde entonces determinó toda mi vida y mi obra de modo casi inalterable; y que tampoco ahora ha estado necesitada de novedades superficiales sino que, por el contrario, me ha ayudado a entender lo antiguo y también lo nuevo. Por eso ha sido, en definitiva, la conciencia de mi caudillaje, de mi misión como Führer, la que me ha sacado de mi infructuosa búsqueda de explicaciones. Durante una de las primeras noches me movía nervioso en mi sillón, insomne después de la fatigosa lectura, cavilando sobre mi duro destino, hasta que de pronto se hizo en mí la luz. Me incorporé bruscamente; los ojos, abiertos de par en par por aquella súbita inspiración, contemplaban los grandes botes de cristal con golosinas de colores y muchas más cosas. Había sido el destino mismo —eso veía yo en mi interior como grabado en bronce brillante— el que había intervenido con mano invisible en el curso de los acontecimientos. Me di una palmada en la frente, era tan evidente que me reprendí a mí mismo por no haberme dado cuenta antes. Sobre todo porque no era la primera vez que el destino se había hecho con el timón para gobernar la nave. ¿No fue exactamente igual en 1919, en la hora más negra de la desdicha alemana? ¿No surgió entonces de la trinchera un cabo desconocido? ¿No se puso de manifiesto, pese al agobio producido por la exigua, por la miserable situación material, un talento oratorio entre tanta gente desprovista de esperanza, justamente donde nadie habría esperado encontrarlo? ¿No se reveló en ese talento un asombroso tesoro de saber y de experiencia, acumulado en los días amarguísimos de Viena, proveniente de un insaciable deseo de saber qué había llevado a aquel adolescente de despierta inteligencia a empaparse, desde la más tierna infancia, de todo lo que guardaba relación con la historia o la política? ¿Valiosísimos conocimientos, en apariencia
reunidos al azar pero en realidad almacenados cuidadosamente por la providencia, una migaja tras otra, en un solo hombre? Y ese cabo insignificante, sobre cuyos solitarios hombros amontonaban sus esperanzas millones de personas, ¿no había roto las cadenas de Versalles 17 y de la Sociedad de Naciones? ¿No había sostenido con una facilidad procurada por los dioses las batallas que se había visto obligado a librar contra Francia, contra Inglaterra, contra Rusia? Ese hombre, de cultura pretendidamente mediocre, ¿no había llevado a la patria, contra el parecer unánime de todos los llamados expertos, a las más altas cimas de la gloria? O sea, yo. Cada episodio de entonces —ése era el silencioso fragor que tenía en los oídos—, cada una de aquellas circunstancias, había sido ya de por sí más improbable que todo lo que me había acaecido en los últimos dos o tres días. Mi mirada, cortante, se abrió paso en la oscuridad a través de un bote de Chupa Chups y otro de caramelos de frutas, y allí la clara luz de la luna iluminó fríamente, como una antorcha helada, mi súbita inspiración. Que un luchador solitario sacase a todo un pueblo de un empantanado laberinto…, ese extraño talento sin duda podía darse una vez cada cien o cada doscientos años. Pero ¿qué podía hacer el destino si esa maravillosa jugada ya estaba hecha? ¿Si entre el material humano disponible no había ninguna persona a la que se pudiera atribuir la necesaria presencia de espíritu? Entonces, mal que bien, tendría que sacarlo de las reservas del pasado. Y eso era, qué duda cabe, una suerte de milagro, no obstante uno incomparablemente más fácil de llevar a cabo que la tarea de fabricar para el pueblo, con la hojalata de mala calidad disponible, una nueva espada bien afilada. Y mientras estas evidencias, con su lúcida claridad, empezaban a calmar mi mente errática, surgió una nueva preocupación en mi pecho ahora ya despierto. Porque esa conclusión producía, como quien trae a un intruso, otra conclusión más: si el destino se veía obligado a poner en práctica semejante artimaña —y así había que llamarlo sin más rodeos—, la situación, aunque a primera vista pareciera relativamente tranquila, debía de ser en realidad aún más catastrófica que entonces. ¡Y el pueblo corría tanto mayor peligro! Fue en aquel instante cuando con cegadora clarividencia, como si oyera un toque de clarín, tuve conciencia de que no era el momento de perder el tiempo con elucubraciones teóricas, de hundirme en mezquinas meditaciones sobre el «cómo» y el «si», sino en el «por qué» y el «qué», aspectos mucho más esenciales. No obstante, había aún que responder a una pregunta: ¿por qué yo, si tantas grandes figuras de la historia de Alemania aguardaban la ocasión de llevar a su pueblo a nuevas glorias? ¿Por qué no un Bismarck, o un Federico II? ¿Un Carlomagno? ¿Un Otón? Después de las reflexiones iniciales, la respuesta a esa pregunta resultaba tan fácil que casi sonreí, halagado: porque la hercúlea tarea que allí aguardaba ser superada parecía realmente apropiada para marcar su límite a los hombres más valientes, a los grandes, a los más grandes alemanes. Solo, sin depender de nadie, sin aparato de partido, sin potestad de gobierno, de eso había que encargar únicamente a quien ya había mostrado en una ocasión que estaba en situación de sacar el estiércol de las cuadras democráticas de Augías. La pregunta a la que había que responder era la siguiente: ¿quería yo imponerme por segunda vez todos aquellos dolorosos sacrificios? ¿Apechar con todas las privaciones, y hasta tragármelas lleno de asco y de desprecio? ¿Pasar la noche en una butaca cerca de
un perol en el que de día se calentaban para el consumo salchichas de vaca? ¿Y eso por amor a un pueblo que ya en una ocasión, luchando por su destino, abandonó a su Führer? ¿Pues qué ocurrió con el ataque del grupo Steiner? ¿O con Paulus, ese canalla sin honor? 18 Pero había que frenar el resentimiento, había que separar estrictamente la justa ira de la furia ciega. Así como el pueblo ha de ser fiel a su Führer, así también ha de ser fiel el Führer a su pueblo. El soldado de tropa siempre ha dado lo mejor de sí a las órdenes del oficial adecuado, no hay que hacerle reproches si no puede marchar fielmente al campo enemigo porque unos bellacos de generales, cobardes y desleales, pisoteándole con la capitulación, le privaron de morir la muerte gloriosa del soldado. —¡Sí! —exclamé en la oscuridad del quiosco—. ¡Sí, quiero! ¡Y así lo haré! ¡Sí, sí, y una vez más, sí! La noche me respondió con negro silencio. Luego se oyó, no lejos de allí, un grito solitario: —¡Eso es! ¡Son todos unos cabrones! Debería haber sido un toque de aviso para mí. Si hubiera sabido las innumerables penalidades, los amargos sacrificios que a partir de aquel momento tendría que consumar, los duros tormentos de aquel desigual combate, habría pronunciado mi juramento con tanta más fuerza y con redoblado volumen de voz.
V Capítulo
YA los primeros pasos me resultaron difíciles. Sin embargo, no es que me fallaran las fuerzas; lo cierto era que con aquella ropa prestada me veía como un idiota. El pantalón y la camisa aún eran aceptables. El quiosquero había traído un par de pantalones limpios de algodón, de color azul, que él denominaba «vaqueros», y una camisa limpia de algodón, a cuadros rojos. Yo había esperado más bien traje y sombrero, pero al observar con más detalle al vendedor de periódicos tuve que desecharlo como pura ilusión. Aquel hombre no llevaba traje en su propio quiosco, y, hasta donde había podido observar, su clientela también se vestía de manera muy poco burguesa. Los sombreros —esto sólo para completar mi relato— eran por lo visto desconocidos en todas partes. Decidí dar dignidad al conjunto, en la medida de lo posible, con mis modestos recursos y, en lugar de su extraña idea de llevar la camisa suelta sin más, por encima del pantalón, metí la camisa hasta bien abajo por dentro de la cinturilla. Con el cinturón conseguí sujetar correctamente el pantalón, un poco ancho pero bien recto y ceñido hasta arriba. Luego pasé mi correa sobre el hombro derecho. La impresión general no era desde luego la de un uniforme alemán, pero en cualquier caso, al menos, sí la de un hombre que sabía vestirse con decoro. Los zapatos, en cambio, seguían siendo un problema. Como el quiosquero, según me aseguró, no conocía a nadie con la talla de zapatos adecuada, había traído un extraño par que pertenecía a un sobrino preadolescente, aunque había que preguntarse si a aquello se le podía dar el nombre de zapatos. Eran blancos, enormes, con una suela inmensa, de forma que uno caminaba con ellos como si fuera un payaso de circo. Tuve que contenerme para no lanzar esos grotescos zapatos contra la cabeza de aquel estúpido mercachifle. —Yo no me pongo eso —recalqué—, parezco un bufón. Ofendido sin duda, comentó que tampoco él estaba de acuerdo con mi manera de llevar la camisa, pero no se lo tuve en cuenta. Apreté las perneras del pantalón contra las pantorrillas y metí el vaquero en mis botas. —Por lo visto usted no quiere de ningún modo tener la apariencia de una persona normal — comentó el vendedor. —¿Dónde estaría yo si siempre hubiera hecho todo como las llamadas personas normales? — repliqué—. ¿Y dónde estaría Alemania? —Hummm —dijo el vendedor, apaciguado, mientras se encendía otro cigarrillo—, también se puede ver así. Dobló mi uniforme y lo metió en una interesante bolsa. Lo llamativo en ella no era sólo el material, una especie de materia plástica muy fina, por lo visto mucho más resistente y flexible que el papel. Lo interesante era el letrero que llevaba impreso: «Media Markt», se leía; al parecer, esa bolsa había servido de envoltura al periódico para retrasados mentales que había visto debajo de aquel banco del parque. Eso indicaba que el vendedor, en el fondo de su ser, era una persona sensata: se había quedado con lo útil, la bolsa, pero había tirado la majadería del contenido. El vendedor me entregó la bolsa, me explicó cómo se iba a la tintorería y dijo alegremente: «¡Que usted lo pase bien!» Así pues, me puse en camino, aunque no directamente a la tintorería. Mi primer itinerario me llevó
de vuelta al descampado en el que me había despertado. Pese a mi denuedo y a mi firme determinación, no podía negar que abrigaba la vaga esperanza de que tal vez alguien del pasado me hubiera acompañado al presente. Encontré el ya familiar banco del parque en el que había descansado la primera vez, crucé la calle con mucha prudencia para encontrar, entre los edificios, el camino que llevaba a aquel terreno baldío. Allí, al final de la mañana, todo estaba silencioso. Los muchachos hitlerianos no jugaban, estarían en la escuela. El solar estaba vacío. Bolsa en mano, me dirigí con paso vacilante hacia el ya casi inexistente charco junto al que había despertado. Todo estaba silencioso, tan silencioso como es posible en una gran urbe. Se oía ligeramente el ruido del tráfico, pero también un abejorro. —Psss —dije—, ¡psss! No ocurrió nada. —Bormann —llamé en voz baja—. ¡Bormann! ¿Está usted en alguna parte? Una ráfaga de viento atravesó el descampado, una lata vacía rodó y chocó contra otra. Fuera de eso nada se movió. —¿Keitel? 19—llamé entonces—. ¿Goebbels? Pero nadie respondió. Bueno, de acuerdo. Incluso era mejor así. El fuerte es más poderoso cuando está solo. Eso era válido tanto antes como ahora; ahora más que nunca. Y a partir de ahora yo tenía las cosas claras. Yo solo, sin ayuda de nadie, debía salvar al pueblo. Y solo también, a la Tierra, y solo también, a la humanidad. Y el primer paso por el camino que me marcaba el destino llevaba a la tintorería. Con mi bolsa en la mano regresé lleno de decisión al viejo pupitre escolar en el que había estudiado las más valiosas lecciones de mi vida: la calle. Anduve atentamente por aquel camino, comparé casas y calles, examiné, sopesé, valoré, calculé. Un primer balance dio un resultado claramente positivo: el país, o al menos la ciudad, aparecía libre de escombros, despejada; en su conjunto se podía certificar que su estado era tan satisfactorio como antes de la guerra. Los nuevos Volkswagen daban impresión de solidez, circulaban con menos ruido que antes, aunque estéticamente no fueran del gusto de todos. Sin embargo, lo que saltaba a la vista, cuando uno se fijaba, eran los numerosos e irritantes pintarrajos en todas las paredes. Sin duda yo estaba al corriente de aquella técnica; ya entonces, en Weimar 20, los esbirros comunistas pintarrajeaban por todas partes sus payasadas bolcheviques. Y en buena parte fue de ellos de quienes yo aprendí. Pero en aquel tiempo aún se podían leer las consignas de ambos bandos. Ahora, comprobé, numerosos mensajes, que el autor por lo visto consideraba de suficiente relevancia como para embadurnar con ellos las fachadas de las casas de honrados ciudadanos, simplemente eran imposibles de descifrar. Sólo podía esperarse que eso se debiera a la falta de cultura de la chusma izquierdista, pero cuando, al continuar mi camino, vi que los mensajes seguían siendo ilegibles, sospeché que tras ellos se escondían tan importantes eslóganes como nuestro Deutschland erwache, «Despierta, Alemania», o Sieg heil!, «Salve victoria». Ante tanto diletantismo, de pronto tuve un ataque de rabia. Allí faltaba, claramente, la mano conductora, la organización estricta. La cosa era aún más irritante si se consideraba que muchos de esos letreros habían sido elaborados con abundancia de pintura y evidente empeño. ¿O se había creado durante mi ausencia una escritura propia para las consignas políticas? Decidí ahondar en ese asunto; me acerqué a una señora que llevaba a su hijo de la mano. —Disculpe la molestia, señora —le dije, y con la mano libre señalé uno de los letreros de la pared —, ¿qué pone ahí? —¿Cómo voy a saberlo? —preguntó la señora clavándome una extraña mirada.
—¿Así que a usted también le parece rara esa letra? —seguí indagando. —La letra también, sí —dijo la señora titubeando, y tiró de su hijo para seguir adelante—, pero ¿se encuentra usted bien? —No se preocupe —dije—, sólo voy un momento a la tintorería. —Más valdría que fuera a la peluquería —exclamó la mujer. Volví a un lado la cabeza, la incliné hasta el cristal de un moderno automóvil y me examiné el rostro. La raya estaba bien marcada, aunque no fuese perfecta, y el bigote seguramente habría que recortarlo un poco dentro de unos días, pero en conjunto la visita al peluquero no era de momento decisiva para la guerra. Calculé que lo más adecuado estratégicamente para un lavado corporal más a fondo era el día o la noche siguiente. Así que me puse de nuevo en camino, pasando junto a esa propaganda mural presente por doquier, que lo mismo podría haber estado escrita en caracteres chinos. Lo que también me llamó la atención fue que la población estaba equipada, en admirables proporciones, de receptores de radio. En un sinnúmero de ventanas había instaladas antenas de radar que indudablemente estaban al servicio de la transmisión por radio. Y si yo consiguiera hablar por radio, entonces sería fácil ganar nuevos y convencidos compañeros de raza. ¿No había escuchado en vano un programa de radio que sonaba como si tocaran músicos borrachos, como si balbucientes locutores leyeran lo que aquí habían pintarrajeado en la pared de modo tan indescifrable? Yo sólo tenía que hablar un alemán inteligible, eso tendría que bastar: una nimiedad. Animado, optimista, apreté el paso y vi a corta distancia el letrero de «Yilmaz. Limpieza relámpago». Eso llegaba de modo un poco inesperado. Sí, claro, todos esos periódicos ya me habían hecho suponer la existencia de lectores turcos, aunque las circunstancias de su presencia en Berlín seguían sin aclarar. Y desde luego en mi recorrido a pie me había llamado la atención este o aquel transeúnte cuya ascendencia aria, dicho suavemente, parecía dudosa no sólo en la cuarta o quinta generación sino más bien hasta en el último cuarto de hora. Pero aunque no quedaba muy claro qué función desempeñaban aquellas gentes de raza ajena, sus actividades no parecían ser las que ejercen las clases dirigentes. También por esa razón era difícil imaginar que hubieran tomado posesión de empresas medianas incluso dándoles su nombre, y hasta por razones de propaganda económica no era fácil de comprender, según mi experiencia, que se hubiera bautizado un «Servicio de limpieza relámpago» con el nombre de Yilmaz. ¿Desde cuándo era un «Yilmaz» garantía de camisas limpias? Como mucho, un «Yilmaz» garantizaba el más o menos satisfactorio funcionamiento de una vieja carreta tirada por burros. Pero yo no tenía otra tintorería como alternativa. Y también era importante presionar al enemigo político actuando a toda velocidad. Por eso tenía necesidad, en efecto, de una limpieza relámpago. Abrigando considerables dudas, entré. Me recibió un desfigurado campanilleo. Olía a artículos de limpieza, hacía calor, claramente demasiado calor para una camisa de algodón, pero a la sazón no estaban disponibles, lamentablemente, los magníficos uniformes del Afrikakorps. No había nadie en la tienda. Sobre el mostrador había un timbre, como los que se ven muchas veces en los hoteles. No pasó nada. Se oía claramente una quejumbrosa música oriental; en alguna zona de trabajo de la trastienda, alguna lavandera de Anatolia sentiría la nostalgia de su patria lejana: extraño comportamiento, sobre todo si se tiene la suerte de vivir, en lugar de en su tierra, en la capital del Reich alemán. Examiné las prendas de vestir que colgaban en hileras detrás del mostrador. Estaban envueltas en una tela transparente, semejante al material con el que estaba fabricada mi bolsa. Al parecer lo envolvían todo, de un modo general, en esa materia. Yo ya había visto en una ocasión algo semejante en varios
laboratorios, pero durante los últimos años parece ser que IG Farben había hecho considerables progresos en ese campo. Según mis informaciones, la producción de tal material estaba vinculada en decisivas proporciones a la posesión de petróleo, y por consiguiente su precio era elevado. Sin embargo, el modo de tratar las materias plásticas y de hacer uso del automóvil llevaba a la conclusión de que el petróleo no parecía ser ya un problema. ¿Se habría quedado tal vez el Reich con los yacimientos rumanos? Improbable. ¿Había encontrado Göring al final nuevos pozos en el suelo patrio? Me acometió una risa amarga: ¡Göring! Él, más que petróleo en Alemania encontraría oro en su propia nariz. ¡Ese morfinómano incapaz! Qué habrá sido de él. Parecía más plausible que se hubieran encontrado otros recursos, y… —¿Ya rato esperar? Un europeo meridional de pómulos asiáticos se asomaba, por una abertura de la zona posterior, al local de venta. —¡Desde luego! —dije con enojo. —¿Por qué no llamar? —Señaló el timbre que había sobre el mostrador y apretó despacio con la palma de la mano. El timbre sonó. —¡Yo había tocado aquí! —dije con firmeza, y abrí la puerta de entrada. Sonó de nuevo el extraño repique de campanillas. —¡Tiene tocar aquí! —dijo sin mostrar interés, y volvió a apretar su timbre del mostrador. —Un alemán toca sólo una vez —dije con irritación. —Entonces, aquí —dijo el tintorero y mestizo de grado incierto, y volvió a tocar con la palma de la mano. De pronto me entraron unas ganas enormes de enviar a las SA, para que le destrozaran el tímpano con su propio timbre. O, mejor aún: ambos tímpanos, así en el futuro podría explicar a sus clientes dónde tenían que hacer señas con la mano al entrar. Suspiré. Era desde luego molesto carecer de los más simples cuerpos auxiliares. Seguramente ese asunto tendría que esperar a que las cosas volvieran un poco a su ser en este país, pero mentalmente empecé ya a confeccionar una lista de sujetos nocivos para el pueblo, y el tintorero Yilmaz se encontraba entre los primeros. Entretanto, no me quedó otro remedio que poner fuera de su alcance, furioso, el timbre del mostrador. —Oiga usted —pregunté con malos modos—, ¿también limpia cosas? ¿O es que en las tintorerías de su pueblo sólo se dedican a tocar timbres? —¿Qué usted querer? Puse mi bolsa sobre el mostrador y saqué el uniforme. El hombre olisqueó en el aire, luego dijo: «Ah, usted, hombre de gasolinera», y cogió el uniforme con indiferencia. A mí me daba igual lo que creyera un no votante de raza ajena, pero, sin embargo, no pude pasar totalmente por alto aquello. De acuerdo, aquel hombre no era de aquí, pero ¿podía haber caído yo en el olvido hasta ese punto? Por otra parte, antes el pueblo me reconocía sólo por las fotos de los periódicos, que solían presentarme desde un ángulo lateral especialmente favorecedor. Y el encuentro con la persona de carne y hueso muchas veces produce un efecto inesperadamente distinto. —No —dije con firmeza—, yo no soy el hombre de la gasolinera. Tras lo cual sin mirarle a él directamente dirigí la vista hacia arriba, para mostrarle con mayor claridad, gracias al ángulo visual más fotogénico, a quién tenía delante. El hombre de la limpieza me examinó con escaso interés, más bien como guardando las apariencias; sin embargo, no le parecí por completo un extraño. Se inclinó entonces hacia delante por encima del mostrador y fijó la mirada en mi pantalón, metido de manera impecable en las botas de caña. —No sé… ¿Usted famoso pescador?
—Pero haga un esfuerzo —dije enérgicamente y no poco frustrado. Hasta con el vendedor de periódicos, que tampoco era de seguro un genio, había podido partir de ciertos conocimientos previos. ¡Y ahora esto! ¿Cómo iba a reintegrarme a la Cancillería del Reich si nadie sabía quién era? —Momento —dijo aquel lerdo de importación—, busco hijo. Siempre mira tele, siempre mira interné, sabe todo. ¡Mehmet! ¡Mehmet! No tardó mucho en llegar a la tienda el tal Mehmet. Un adolescente de elevada estatura, de aspecto pasablemente limpio, vino hacia nosotros arrastrando los pies, junto con un amigo o hermano. La masa hereditaria de aquella familia no parecía ser cosa de poca monta, ambos llevaban las prendas viejas de hermanos aún más altos, por lo visto casi auténticos gigantes. Camisas como sábanas, pantalones extraordinariamente grandes. —Mehmet —dijo su progenitor, y me señaló con el dedo—, ¿conoces hombre? Los ojos de aquel muchacho, que ya apenas era un muchacho, brillaron. —¡Eh, tío, hombre, claro! Éste es el que hace siempre las cosas de los nazis… ¡Vaya, ya era algo, al menos! Lo había formulado, indudablemente, de manera un poco desaliñada, pero a fin de cuentas no del todo inexacta. —Se dice nacionalsocialismo —le corregí con benevolencia— o política nacionalsocialista, eso también se puede decir. Satisfecho, viéndome confirmado, miré a «Yilmaz-el-del-tinte». —Éste es Stromberg 21, el de la serie del canal Pro Sieben —dijo Mehmet con voz segura. —Brutal —dijo su amigo—. ¡Stromberg en vuestra lavandería! —No —se corrigió Mehmet—, éste es el otro Stromberg. El tío que imita a Stromberg. —¡Atiza! —varió el amigo ligeramente su afirmación—. ¡El otro Stromberg! ¡En vuestra lavandería! Me habría gustado replicarle algo, pero tengo que admitir que estaba, pura y simplemente, conmocionado. ¿Quién era yo ahora? ¿Un distribuidor de gasolina? ¿Un pescador? ¿Un actor? —¿Me firma un autógrafo? —preguntó Mehmet, contento. —Que sí, que sí, señor Stromberg, a mí también —pidió el amigo—, ¡y foto! Y al decir eso balanceaba una maquinita de un lado a otro, como si yo fuera un perrillo y la máquina de fotos un bocado exquisito. Era como para volverse loco. Pedí que me dieran el resguardo, soporté que me hicieran una foto de recuerdo con aquellos extraños individuos y dejé la limpieza relámpago, no sin haber firmado, con un lápiz de color que me dieron, dos pliegos de papel de envolver. Hubo una breve crisis en la producción de autógrafos cuando se dieron cuenta de que no había firmado con «Stromberg». —Ah, claro —tranquilizó el amigo, sin que quedara claro si quería apaciguarme a mí o a Mehmet —, ¡si no es Stromberg! —Así es —le ayudó Mehmet—. Usted no es ése, sino el otro. He de confesar que no había apreciado debidamente la magnitud de mi misión. En aquel entonces, después de la Gran Guerra, yo era al menos un hombre oscuro salido del pueblo. Ahora era el señor Stromberg, pero el otro. El hombre que siempre hacía las cosas de los nazis. El hombre del que da completamente igual qué nombre ha puesto en un pliego de papel de envolver. Algo tenía que ocurrir. Urgentemente.
VI Capítulo
ENTRETANTO, afortunadamente, algo sucedió por fin, Cuando, hundido en mis elucubraciones, volví al quiosco de los periódicos vi que el vendedor hablaba en tono persuasivo con dos señores con gafas de sol. Llevaban trajes sastre, pero corbata no, no eran de edad avanzada, podrían tener treinta años, el más bajo de los dos era tal vez más joven aún, aunque por la distancia no podía hacerme una idea clara. A pesar de la indiscutible buena calidad de su traje, era sorprendente que el mayor no se hubiera afeitado. Cuando estuve más cerca, el quiosquero, excitado, me llamó por señas. —¡Venga usted, venga usted! Y dirigiéndose de nuevo a aquellos señores dijo: —¡Éste es! Es fantástico. ¡Impresionante! Con éste dan ustedes sopas con honda a todos los demás. No me apresuré. Un verdadero Führer nota en los mínimos detalles si otros tratan de hacerse con el control de una situación. Cuando otros dicen «¡deprisa, deprisa!», el auténtico Führer siempre tratará de no apresurar las cosas, de evitar una actuación equivocada por precipitación, mostrando especial circunspección justo cuando los otros sólo saben correr con desatino como gallinas ahuyentadas. Hay momentos, naturalmente, en los que la prisa es necesaria, por ejemplo cuando se está en una casa que es pasto de las llamas, o cuando uno quisiera poner cerco y embolsar, con una maniobra de pinza, a un gran número de divisiones inglesas y francesas, a fin de aniquilar hasta el último hombre. Pero esas situaciones son más raras de lo que se cree, y en la vida cotidiana la serenidad —siempre unida, como es natural, a una osada capacidad de decisión— es la que prevalece en la mayoría de las situaciones, del mismo modo que, enfrentado con el horror de las trincheras, sobrevive muchas veces quien camina por las líneas con indiferencia y fumando tranquilamente su pipa en lugar de, lloriqueando como una mujeruca, tirarse al suelo aquí o allá. Por otra parte, fumar en pipa no es garantía de salir con vida de situaciones de crisis; en la Gran Guerra también mataron, evidentemente, a fumadores de pipa, uno sería un cretino si creyera que fumar en pipa tiene alguna función protectora, además se puede estar sin pipa e incluso sin tabaco, cuando por ejemplo no se fuma, como es mi caso. Tales eran mis pensamientos cuando el quiosquero se me acercó con impaciencia, y poco faltó para que tirase de mí, como si fuera una mula, para llevarme a la pequeña «conferencia». Quizá me resistí un poco, en efecto, al fin y al cabo yo —sin estar inseguro— me habría sentido más cómodo en mi uniforme. Pero eso ya no podía cambiarlo. —Éste es —repetía el quiosquero con impaciencia—, y éstas —y entonces señaló con la mano a los dos señores—, y éstas son las personas de las que le hablé. El de más edad estaba de pie junto a uno de los pequeños veladores altos y, con una mano en el bolsillo del pantalón, tomaba café de una taza de cartón como en días anteriores había visto ya varias veces que hacían los obreros. El más joven depuso su taza, levantó sus gafas de sol hasta el nacimiento del pelo tratado con demasiada brillantina y dijo: —Así que usted es el niño prodigio. Bueno, el uniforme aún es susceptible de mejora. Le dirigí una mirada tan breve como superficial y me volví al quiosquero:
—¿Quién es éste? Al quiosquero le salieron unas manchas rojas en la cara cuando oyó mi pregunta. —Estos señores son de una productora. Proveen a todas las grandes cadenas. ¡MyTV! ¡RTL! ¡Sat I! ¡Pro Sieben! ¡Todo el sector privado! Puede decirse así, ¿no? La última pregunta iba dirigida a los dos señores. —Puede decirse así —dijo el de más edad con un deje de superioridad. Luego sacó la mano del bolsillo, me la tendió y dijo: —Me llamo Joachim Sensenbrink. Y éste es Frank Sawatzki, trabaja conmigo en Flashlight. —Ah —dije estrechándole la mano—. Y yo me llamo Adolf Hitler. El más joven sonrió divertido, casi me pareció que con aire de superioridad. —Nuestro común amigo nos ha hablado con verdadero entusiasmo de usted. Diga algo, para que le oigamos. Y al mismo tiempo, sonriendo, se puso dos dedos sobre el labio superior y dijo con voz engolada: —Esta-mañana-a las seis-menos cuarto-hemos-empezado a contestar-al fuego enemigo. 22 Me volví a él y le examiné de arriba abajo. Luego dejé que hubiera un breve intervalo de silencio. A menudo no se da al silencio la debida importancia. —Vaya —dije—, de modo que quiere usted hablar de Polonia. Polonia. Bueno, bien. ¿Qué sabe usted exactamente de la historia de Polonia? —Capital, Varsovia, invadida en 1939, reparto con los rusos… —Eso —repliqué cortándole la palabra— es ciencia libresca. Cualquier polilla del papel puede aprenderlo. ¡Responda usted a mi pregunta! —Pero si he… —¡Mi pregunta! ¿No entiende el alemán? ¡Qué! ¡Sabe! ¡Usted! ¡De la historia de Polonia! —Yo… —¿Qué sabe usted de la historia de Polonia? ¿Conoce las vinculaciones internas de los hechos? ¿Y qué sabe sobre la mezcla de pueblos en Polonia? ¿Qué sabe sobre la llamada política polaca de Alemania después de 1919? Y ya que habla de responder al fuego enemigo: ¿sabe acaso adónde se disparaba? Hice una breve pausa, para dejarle que respirase hondo. Al adversario político hay que arrollarlo en el momento oportuno. No cuando no tiene nada que decir sino cuando trata de decir algo. —Yo… —Si usted ha oído ese discurso mío, entonces seguro que sabe también cómo continúa, ¿no? —Eso… —Le escucho… —No estamos aquí… —Voy a ayudarle: «A partir de ahora…» ¿Sabe seguir ahora? —… —«A partir de ahora una bomba será contestada con otra bomba…» Escríbalo, a lo mejor algún día volverán a preguntarle por las grandes frases de la historia. Pero quizá sea usted mejor en cuestiones prácticas: dispone de 1,4 millones de hombres y de treinta días para conquistar todo un país. Treinta días, más no, porque, por el oeste, los franceses y los ingleses están preparándose febrilmente para la guerra. ¿Por dónde empieza usted? ¿Cuántos grupos de ejércitos forma? ¿Cuántas divisiones tiene el enemigo? ¿Dónde cree que habrá la mayor resistencia? ¿Y qué hace para que el
rumano no intervenga? —¿El rumano? —Perdone usted, caballero. Tiene razón, por supuesto: ¿a quién le interesa el rumano? Ese general marcha naturalmente siempre a Varsovia, a Cracovia, no mira ni a derecha ni a izquierda, para qué iba a hacerlo, el polaco es un adversario fácil, el tiempo es estupendo, la tropa, excelente, pero, ¡caramba!, ¿qué es eso? Nuestro ejército tiene un montón de pequeños orificios entre los omóplatos, y de esos orificios fluye sangre de héroes alemanes, porque súbitamente en cientos de miles de espaldas de soldados alemanes se han incrustado millones de balas de fusiles rumanos. Pero bueno, ¿cómo ha ocurrido eso? Sí, ¿cómo es posible eso? ¿Será tal vez que nuestro joven general ha olvidado la alianza militar polaco-rumana? ¿Ha estado usted por cierto en la Wehrmacht? Ni con la mejor voluntad puedo imaginarme qué aspecto tendría usted vestido de uniforme. ¡No encontraría el camino a Polonia para ningún ejército del mundo! ¡Usted no encuentra ni su propio uniforme! Yo, en cambio, puedo decirle en todo momento dónde está mi uniforme. —Y metí la mano en el bolsillo interior y con la palma de la mano planté el resguardo sobre la mesa. »¡En la tintorería! Entonces, del mayor de los dos, Sensenbrink, vino un ruido extraño, y sus fosas nasales lanzaron dos potentes chorros de café sobre mi camisa prestada, sobre la del quiosquero y sobre la suya propia. El más joven estaba sentado al lado, perplejo, mientras que el de más edad empezaba a toser. —Eso —resolló, jadeando agachado debajo de la mesa—, eso no ha sido juego limpio. Se metió la mano en el bolsillo del pantalón, sacó un pañuelo, y sonándose liberó poco a poco sus vías respiratorias. —Pensé —dijo con voz carrasposa—, pensé al principio que íbamos a asistir a una parodia militar, un poco al estilo de ese Mr. Bean. Pero con la tintorería me ha dado el golpe de gracia. —¿No se lo había dicho? —dijo triunfante el quiosquero—. Se lo dije: este hombre es genial. ¡Lo es! Yo no sabía a ciencia cierta cómo debía clasificar el surtidor de café y los comentarios. Ninguno de esos hombres de la radio me resultaba simpático, pero eso tampoco fue distinto en la República de Weimar. A esos tipos de la radio había que soportarlos en determinada e inevitable medida. Además yo no había dicho nada, en cualquier caso nada de lo que tenía que decir y pensaba decir. No obstante, era perceptible una considerable aceptación. —Es usted un fenómeno, de verdad —jadeó Sensenbrink—. Pone una buena base y después: ¡zas! Da el golpe. Fantástico. ¡Y qué espontáneo parecía todo! Pero tenía preparado el número, claro, ¿verdad? —¿Qué número? —¡Cuál va a ser, el de Polonia! ¿O me va a contar que se lo ha sacado de la manga? Sensenbrink parecía entender algo más del asunto, en efecto. Una guerra relámpago tampoco se la saca uno de la manga, por supuesto. Quizá hasta había leído a Guderian23. —Claro que no —le di la razón—, el número de Polonia estaba totalmente planeado desde junio. —¿Entonces? —insistió mientras, en parte apesadumbrado, en parte divertido, contemplaba su camisa—. ¿Tiene usted alguno más como ése? —¿Cómo que más? —Eso, un programa —dijo—, u otros textos. —Naturalmente. He escrito dos libros.
—Increíble —se asombró—. Ya podía haber aparecido antes. ¿Qué edad tiene exactamente? —Cincuenta y seis años —dije ateniéndome a la realidad. —Claro. —Se rió—. ¿Se maquilla usted mismo? ¿O tiene maquillador? —Normalmente, no. Sólo cuando me filman. —Sólo cuando le filman. —Volvió a reírse—. Muy bien. Mire, cuando haya oportunidad quiero presentarle a algunas personas de la empresa. ¿Dónde puedo dar con usted? —Aquí —dije con voz firme. A lo que el quiosquero me interrumpió al momento y añadió: —Ya les he dicho que de momento su situación personal está todavía un poco…, por aclarar. —Ah, sí, cierto —dijo Sensenbrink—. Hoy por hoy está usted, cómo diría, sin patria… —De momento estoy sin vivienda —admití—, pero desde luego no estoy sin patria. —Comprendo —dijo Sensenbrink, y se volvió con aire de persona experimentada a Sawatzki: —Pues eso no puede ser. Búsquele algo. Este hombre tiene que poder prepararse. Por bueno que sea, si se presenta así a la señora Bellini, le da con la puerta en las narices antes de que nos demos ni cuenta. No tiene que ser precisamente el Adlon, ¿verdad? —Me basta con un alojamiento modesto —dije adhiriéndome a su opinión—, el búnker del Führer tampoco era Versalles. —Bien —hizo el balance Sensenbrink—. ¿Y de verdad no tiene mánager? —¿No tengo qué? —Carece de importancia, eso está aclarado. —Cambió de tema—: En realidad quiero llevar adelante el asunto para que se pueda tomar una decisión lo antes posible, deberíamos llevar la cosa a término esta semana. Pero oiga, le habrán entregado su uniforme para entonces, ¿no? —Quizá esta misma tarde —le tranquilicé—, porque es una limpieza relámpago. Al oírlo, le entró un ataque de risa.
VII Capítulo
LA primera mañana que pasé en mi nuevo alojamiento fue para mí, aun teniendo en cuenta los hechos excitantes que habían ocurrido antes, una de las más fatigosas de mi vida. La gran reunión en el domicilio de la productora se había retrasado, lo que no me vino mal, ya que no era tan osado como para creer que no necesitaba, y en considerable medida, ponerme al día en todo lo relativo a la actualidad. Pero una casualidad me abrió una nueva fuente de información: el aparato de televisión. La forma del aparato había cambiado tanto desde los primeros diseños de 1936 que de entrada, sencillamente, no lo reconocí. Al principio supuse que la pantalla plana y oscura que había en mi habitación era una especie de curiosa obra de arte. Pero luego conjeturé que debido a su forma plana serviría para colgar, sin arrugas, mi camisa por la noche; la verdad es que en esta época moderna, debido a los nuevos conocimientos o a la afición por las formas extrañas, había que habituarse a muchas cosas. Por ejemplo, se consideraba tolerable no ofrecer al huésped un cuarto de baño, sino instalarle en la habitación una especie de aseo empotrado; en él no había bañera, y la ducha, en forma de cabina de cristal, quedaba más o menos dentro de la habitación. Durante varias semanas seguí tomando aquello por un signo de modestia, más aún, de la pobreza de mi habitación, hasta que me enteré de que en los ambientes de la arquitectura actual esas cosas eran signo de originalidad y progreso. Por eso fue también una casualidad la que me llevó a fijar mi atención en el televisor. Había olvidado colgar el letrero en la puerta de la habitación y una mujer de la limpieza entró cuando estaba dedicado a mi bigote delante del aseo empotrado. Cuando me di la vuelta sorprendido, ella se disculpó, dijo que volvería más tarde, y al salir fijó la mirada en el aparato sobre el que estaba colgada mi camisa. —¿Le pasa algo al televisor? —preguntó, y antes de que pudiese responder, cogió una cajita y conectó el aparato. Éste mostró al momento una imagen que ella cambió varias veces pulsando los botones de la cajita. —Pues sí funciona —dijo satisfecha—, ya pensaba que… Entonces se marchó y me dejó lleno de curiosidad. Quité con cuidado la camisa del aparato. Luego eché mano de la cajita. De modo que así eran ahora los aparatos de televisión. Era negro, no tenía interruptores, botones, nada. Cogí la cajita, pulsé al azar el uno, y el aparato se puso en marcha. El resultado fue frustrante. Vi un cocinero que picaba verduras. No podía creerlo: ¿se desarrollaba y utilizaba una técnica tan avanzada para acompañar a un ridículo cocinero? Bueno, no podía haber juegos olímpicos cada año, ni tampoco a cada hora del día, pero en algún lugar de Alemania o incluso del mundo tenía que haber algo más relevante que aquel cocinero. Poco después vino a añadirse una mujer que, admirada, conversaba con el cocinero sobre su verdura picada. Me quedé con la boca abierta. El Pueblo Alemán había recibido de la providencia el regalo de tan maravillosa, de tan grandiosa posibilidad de propaganda, y él lo desaprovechaba elaborando anillos de puerros. Estaba furiosísimo, en un primer momento me habría gustado tirar por la ventana el aparato entero, luego, no obstante, me di cuenta de que la cajita tenía muchos más botones de los que hacían falta si uno se limitaba a conectar y
desconectar. Así que pulsé el número dos, y al punto desapareció el cocinero para dar paso enseguida a otro cocinero que analizaba con gran orgullo la diferencia entre dos variedades de nabos. Otra pánfila, tan memorable al menos como la del primer cocinero, estaba al lado del segundo, y contemplaba con asombro la sabiduría de aquel mago de las hortalizas. Exasperado, pulsé el tres. No era así como yo me había imaginado este mundo nuevo, moderno. El cocinero de los nabos desapareció cediendo el paso a una mujer gorda, que estaba asimismo junto a un fogón. Aquí, sin embargo, el trabajo de cocinar era más bien accesorio, la mujer tampoco dijo lo que iba a poner de comida, sino que con el dinero de que disponía no tenía ni para empezar. Eso, después de todo, era una buena noticia para un político: así pues, en los últimos sesenta y seis años la cuestión social no había encontrado aún solución. Bueno, no se podía esperar otra cosa de esos charlatanes demócratas. Por una parte, era asombroso que la televisión se ocupara tan ampliamente de eso: comparada con una carrera final de cien metros, aquella gorda quejumbrosa era desde luego poco fecunda en acontecimientos. Por otra parte, me sentí aliviado porque por fin nadie prestaba mayor atención al proceso del guiso, y la que menos la misma gorda. Toda su solicitud era para una persona joven de desastrada apariencia que se acercaba a ella por un lateral, decía algo que sonaba como «grmmmms» y respondía al nombre de Menndi. Menndi —eso explicaron— era la hija de la mujer gorda, y acababa de perder un puesto de aprendiz. Mientras yo seguía asombrado de que a la tal Menndi le hubiera ofrecido alguien un aprendizaje, oí que rechazaba, por ser pura «bazofia», la comida de aquella olla. Sin salir de mi asombro, pasé a otra emisora en la que un tercer cocinero picaba carne y explicaba cómo tenía agarrado el cuchillo, y por qué. También le habían puesto como ayudante a una empleada de la televisión, joven y rubia, que con cara de admiración hacía gestos de asentimiento. Desanimado, desconecté el aparato y tomé la decisión de no volver a acercarme y, en cambio, hacer un nuevo intento con la radio, pero después de escudriñar cuidadosamente la habitación comprobé que no había. Si hasta en aquel modesto alojamiento no había radio sino únicamente un aparato de televisión, entonces era inevitable concluir que el aparato de televisión había pasado a ser el medio más importante de los dos. Consternado, me senté en la cama. Admito que en tiempos pasados me sentí orgulloso porque, tras haber hecho indagaciones largo tiempo por cuenta propia, logré poner en evidencia con fulminante claridad, en cualquiera de sus disfraces, las retorcidas mentiras judías que propaga la prensa. Pero ahora ya no me servía mi habilidad. Ahora sólo había verborrea en la radio y cocineros en la televisión. ¿Qué verdad iban a mantener oculta? ¿Había nabos mentirosos? ¿Había puerros mentirosos? Sin embargo, si ése era el medio de comunicación de la época —y de eso no cabía la menor duda —, no me quedaba otra opción. Tenía que aprender a entender el contenido de ese televisor, tenía que empaparme de él, aunque en lo intelectual fuese de tan pocos recursos y tan repugnante como la comida de la olla de la mujer gorda. Decidido, me levanté, llené de agua una jarra en el aseo empotrado, cogí un vaso, bebí un trago y, así pertrechado, me senté ante el aparato. Volví a conectarlo. En el primer canal, el cocinero de los puerros ya había terminado de guisar, y en su lugar un hortelano, ante la admiración de una empleada de la televisión que asentía con la cabeza, hablaba de babosas y de la mejor manera de combatirlas. Eso era sin duda de considerable importancia para la
alimentación del pueblo, pero ¿como contenido de un programa televisivo? Puede que también me pareciera tan superfluo porque pocos segundos después otro hortelano hacía saber las mismas cosas con palabras casi idénticas, pero en otro canal y en el lugar del cocinero de los nabos. Surgió en mí entonces cierta curiosidad por saber si también la mujer gorda había pasado entretanto al huerto para enfrentarse no con la hija sino con las babosas. Pero no fue así. Por lo visto, el televisor se había enterado de que yo había estado viendo otros programas, en cualquier caso un locutor resumió para mí lo ocurrido hasta ese momento. Menndi —según el balance del locutor— había perdido su puesto de aprendiz y no quería consumir la comida de su madre. La madre estaba triste. Al mismo tiempo aparecían las escenas que había visto ya un cuarto de hora antes. —¡Bien, de acuerdo! —dije en voz alta para que se enterase también el aparato—. Pero no tiene usted que dar tanto detalle, no tengo demencia senil. Seguí buscando en el aparato ahora ya casi con la rutina de un experto, y enseguida me detuve, sorprendido. Ante mí estaba sentado un hombre que leía un texto que parecía contener una especie de noticias, aunque eso no podía asegurarse de modo concluyente. Porque mientras el hombre estaba sentado a una mesa escritorio y daba una serie de noticias, pasaban constantemente por la pantalla bandas escritas: algunas llevaban números, otras, textos, como si lo que decía el locutor fuese en definitiva tan poco importante que se pudieran al mismo tiempo leer las bandas o al revés. El hecho indiscutible era que a quien quisiera abarcarlo todo le daba irremisiblemente un ataque de apoplejía. Los ojos me ardían, y cambié de programa pero aterricé en un canal que hacía lo mismo, aunque con bandas de otro color y con otro locutor. Con un supremo esfuerzo intenté asimilar lo que ocurría durante varios minutos. Al fin y al cabo parecía tratarse de algo relativamente importante, pues la actual canciller alemana había declarado o dicho o decidido algo; sin embargo, era imposible entender las palabras. Me agaché justo delante del aparato, intenté casi a la desesperada tapar con las manos ese indigno revoltijo de palabras para concentrarme en el contenido de lo que estaban diciendo, pero de continuo se entremetían nuevos despropósitos por entre casi todos los sitios imaginables de la pantalla. La hora del día, las cotizaciones en bolsa, el precio del dólar, la temperatura en los más apartados rincones del orbe terrestre, mientras la boca del locutor difundía, impasible, aspectos del acontecer mundial. Era como si a uno le llegaran las informaciones desde las profundidades de un manicomio. Y como si aquella absurda comedia de locos no fuera suficiente, de vez en cuando un texto publicitario anunciaba, con mucha frecuencia pero siempre de sopetón, en qué empresa se podían adquirir viajes de recreo al precio más ventajoso, una afirmación que por lo demás anunciaban de forma absolutamente idéntica un gran número de empresas. Ninguna persona normal podría retener en la memoria los nombres de esas empresas, pero todos pertenecían a un grupo llamado w.w.w. Yo sólo podía esperar que tras ellos se escondiera, en último término, el nombre moderno de nuestra organización «Fuerza a través de la alegría» 24, que estructuró el tiempo libre de sesenta millones de alemanes. Por otra parte, era completamente inimaginable que un hombre tan inteligente como Ley hubiera concebido y organizado algo que, en alemán, sonaba como la tiritera de un chiquillo que sale de la piscina muerto de frío: veveve… No sé cómo en esa situación aún pude sacar fuerzas para tener un pensamiento propio, pero de pronto me vino la inspiración: esa locura organizada era un sofisticado truco propagandístico. Era patente que el pueblo, confrontado con tan terribles noticias, no perdía el ánimo porque aquellas franjas siempre en movimiento tranquilizaban y daban a entender que lo que el locutor leía en ese momento no era tan importante como para no poder optar en la misma medida por las informaciones
deportivas de debajo. Hice un gesto de aprobación con la cabeza. En mis tiempos, con esa técnica se habría podido comunicar al pueblo, de un modo como accidental, no pocas cosas. Quizá no exactamente un Stalingrado pero sí, por ejemplo, el desembarco de tropas aliadas en Sicilia. Y luego, si triunfaba la Wehrmacht, se habría hecho exactamente lo contrario: retirar al punto las bandas escritas y decir en pleno silencio: «Heroicas tropas alemanas han devuelto la libertad al Duce.» ¡Eso sí que impresionaría! Seguí buscando. Ahora mostraban a unos señores jugando al billar, que pasaba por ser un deporte. Eso se sabía, como yo ya había observado, por el nombre del canal, que estaba pegado a la imagen en una esquina superior del aparato. Otro canal traía asimismo deportes; en él, sin embargo, la cámara seguía a unos hombres que jugaban a las cartas. Si ésos eran los deportes actuales, podía uno echarse a temblar en cuanto a la aptitud para el servicio militar. Por un momento pensé que Leni Riefenstahl 25 quizá habría podido sacar más partido de aquellas cosas aburridísimas que ocurrían ante mis ojos, pero hasta los grandes genios de la historia encuentran un límite para su arte. Por otra parte, posiblemente también había cambiado la manera de hacer películas. En cualquier caso, durante mi búsqueda, pasé por varios canales que emitían algo que me recordaba ligeramente a las películas de dibujos animados de antes. Las alegres aventuras de Mickey Mouse, por ejemplo, estaban aún entre mis mejores recuerdos. Pero lo que aquí ocurría era apropiado para producir ceguera súbita. Una serie continua de trozos inconexos de conversación quedaba interrumpida por la aún más frecuente inserción de potentes explosiones. Lo cierto es que los siguientes canales resultaban cada vez más raros. Había algunos que sólo emitían explosiones sin dibujos animados; por breves momentos me asaltó incluso la sospecha de que podía tratarse de una especie de música, antes de llegar a la conclusión de que en el fondo la finalidad de todo ello era la venta de un producto perfectamente absurdo llamado tono de llamada. No podía entender para qué se podía necesitar un sonido determinado. ¿Trabajaba toda esa gente en la rama de accesorios del cine sonoro? Por otra parte, la venta a través del televisor no era por lo visto tan rara. Otros dos o tres canales emitían sin interrupción las charlas de vendedores ambulantes, como los de las ferias. Con la correspondiente frivolidad, aquella verborrea también quedaba contrarrestada por los textos escritos que aparecían en cada esquina del aparato. Los propios vendedores vulneraban de continuo todos los principios de una actuación seria, ni siquiera se preocupaban de tener un aspecto físico que inspirase confianza, y hasta los de edad avanzada llevaban horrendos aretes en las orejas como los gitanos. Se reconocía fácilmente que el reparto de papeles obedecía a la tradición del timo más descarado: siempre había uno que mentía como un bellaco ensalzando algo. El otro, en cambio, tenía que estar al lado con la boca abierta de puro asombro, tenía que soltar un «¡oh!» y un «¡no!» y también «pero ¡es increíble!». Era en su conjunto un perfecto paso de comedia y uno tenía continuamente unas ganas enormes de disparar contra aquella chusma con un cañón de defensa antiaérea de 8,8, de manera que a esos bribones y estafadores les saltaran, como un surtidor, sus embustes de las tripas. Mi furia también se debía, en último término, a que yo, confrontado con esa demencia colectiva, tenía cada vez más miedo de perder la razón. ¿Quién vería por propia voluntad tales cosas? Sin duda, hombres inferiores que apenas saben leer ni escribir; pero ¿fuera de ellos? Le dije a voces al aparato que había que meter a todo ese círculo de existencias fracasadas en un campo de trabajo, de forma que el recuerdo de esos desastrosos manejos quedara eliminado, de una vez para siempre, de la sana conciencia del pueblo. Desanimado, tiré a la papelera la cajita de control. ¡Qué tarea sobrehumana me había impuesto!
Para reprimir mi cólera, al menos hasta cierto punto, decidí salir a la calle. No mucho tiempo, claro, porque no quería alejarme demasiado del teléfono, pero sí ir un momento a la limpieza relámpago para recoger el uniforme. Entré en la tienda suspirando, dejé que me saludaran con «señor Stromberg», recogí la guerrera, para mi sorpresa impecablemente limpia, y emprendí deprisa el camino de regreso. Apenas veía el momento de poder presentarme al mundo vestido otra vez como de costumbre. Pero, claro, nada más regresar, la empleada de la recepción me dijo que me habían llamado por teléfono. —Vaya —dije—, claro. Precisamente ahora. ¿Y quién? —Ni idea —dijo la empleada mirando distraída hacia el televisor. —Pero bueno, ¿no ha tomado nota? —le dije impaciente y en tono imperioso. —Ha dicho que volverá a llamar —intentó disculpar su deficiente comportamiento—. ¿Es que era importante? —¡Se trata de Alemania! —dije lleno de indignación. —Qué memez —dijo ella, y siguió viendo la televisión—. ¿Tiene un móvil? —¡YO QUÉ SÉ! —grité furioso, y me dirigí abatido a mi cuarto para continuar mis indagaciones televisivas—. ¡Ellos sabrán qué les ha movido a llamarme!
VIII Capítulo
ERA asombroso cómo mi vestimenta habitual contribuía a que la gente me reconociera mejor. Ya al montarme en el coche de alquiler, el chófer me saludó jovialmente y con familiaridad. —¡Qué hay, jefe! ¿De nuevo por aquí? —Así es. —Asentí con la cabeza y le di la dirección. —¡Correcto! Me recliné en el asiento. Yo no había encargado ningún coche de alquiler especial, pero si aquél era un modelo corriente, era comodísimo. —¿Qué coche es éste? —pregunté de pasada. —¡Un Mercéeh! Me vino una oleada de recuerdos nostálgicos, un súbito sentimiento de maravillosa seguridad. Pensé en Núremberg, en las brillantes asambleas generales del partido, el viaje por la esplendorosa ciudad antigua, el viento del verano tardío, o del temprano otoño, que, como un lobo, rondaba en torno a la visera de mi gorra. —Yo también tuve uno —dije absorto en mis recuerdos—, un cabriolé. —¿Y qué tal? —preguntó el chófer—. ¿Tira bien? —No tengo carnet de conducir —dije espontáneamente—, pero Kempka 26 no se quejaba nunca. —¡Un Führer que conduce al pueblo y que no tiene carnet de conducir! —El chófer se reía a carcajadas—. ¡El chiste es cojonudo! —Pero viejo. Se produjo una breve pausa en la conversación. Luego el chófer reanudó la charla: —Y qué, ¿lo tiene aún? El coche. ¿O lo vendió? —A decir verdad no sé lo que ha sido de él —dije. —Una pena —dijo el chófer—. ¿Y qué hace usté en Berlín? ¿Jardín de invierno? ¿El gallo rojo? —¿El gallo rojo? —Sí, hombre, ¿en qué cabaré? ¿En qué escenario? ¿Dónde actúa? —Tengo la intención de hablar en breve por radiotelevisión. —Lo que me imaginaba —dijo el chófer con una sonrisa que me pareció satisfecha—. Así que otra vez planes por todo lo alto, ¿no? —Los planes los forja el destino —dije con voz firme—, yo sólo hago lo que se debe hacer, ahora y en el futuro, para el bien de la nación. —¡Es usted fenomenal, oiga! —Lo sé. —¿Le gustaría hacer una pequeña visita a sus antiguos lugares de trabajo? —Después, quizá. No quisiera llegar tarde. Ése había sido, al fin y al cabo, el motivo de haber pedido un coche de punto. Debido a mis
limitados medios económicos, había ofrecido dirigirme a pie o en tranvía al edificio de la productora, pero Sensenbrink, contando con los imponderables y con los posibles atascos, había insistido en pedir un coche de alquiler. Miré por la ventanilla para reconocer algunas zonas de la capital del Reich. No era fácil, también porque el chófer evitaba las grandes arterias para avanzar mejor. Apenas se veían edificios antiguos; satisfecho, asentí varias veces con la cabeza. Parecía evidente que al enemigo, en efecto, no le había quedado prácticamente nada. Había que averiguar aún cómo era posible que, pasados apenas setenta años, hubiera otra vez allí tanta ciudad. ¿No esparció Roma sal por todo el suelo de Cartago, una vez conquistada la ciudad? Yo, en cualquier caso, habría esparcido en Moscú trenes enteros cargados de sal. ¡O en Stalingrado! Por otra parte, Berlín, desde luego, no era una huerta. El hombre creativo, por supuesto, puede construir un coliseo sobre un suelo salado; visto sólo desde el punto de vista de la técnica arquitectónica y de la estática de los edificios, una cantidad de sal esparcida en el suelo es incluso completamente irrelevante. Y también era probable, claro, que el enemigo hubiera estado lleno de consternación ante las ruinas de Berlín como estuvieron los ávaros ante las de Atenas. Y que luego, en un desesperado esfuerzo por salvar la civilización, reconstruyera la ciudad de la mejor manera que podían hacerlo unas razas de segunda y tercera clase. Porque ya a primera vista, para los habituados ojos del experto, no había duda alguna de que lo que allí se había construido era en su mayor parte de inferior calidad. Un conjunto horriblemente monótono, que aún resultaba peor porque en todas partes había las mismas tiendas. Primero pensé que dábamos vueltas en redondo, hasta que me di cuenta de que había docenas de cafés del señor Starbuck. Ya no había aquella diversidad de panaderías, por doquier se veían las mismas carnicerías, hasta encontré varios «Servicio de limpieza relámpago Yilmaz». Los edificios correspondientes eran del mismo aburrido porte. El de la productora no constituía una excepción. Apenas era posible imaginar que dentro de quinientos o mil años la gente se detuviera llena de admiración delante de ese bloque, o más bien bloquecito. Me llevé incluso un verdadero desengaño. La casa era una especie de antigua fábrica, aquella «productora» de tanta envergadura no parecía valer gran cosa. Una joven rubia, un poco demasiado maquillada, vino a buscarme a la recepción y me llevó a la sala de reuniones. No quise ni imaginarme cómo sería la tal sala. Las paredes estaban desnudas, revestidas de hormigón puro, pero interrumpidas a trechos por obra de albañilería con ladrillos desnudos. Puertas no había prácticamente ninguna, de vez en cuando se tenía la perspectiva de algunas salas grandes en las que varias personas, a la luz de unos tubos fluorescentes, trabajaban ante pantallas de televisión. Quien viera todo aquello pensaría que las últimas obreras de la fábrica de munición habían abandonado las instalaciones cinco minutos antes. Los teléfonos sonaban incesantemente. De pronto comprendí por qué el pueblo se veía obligado a gastar una fortuna en tonos de llamada: para que en ese campo de trabajos forzados se supiera al menos cuándo sonaba el teléfono propio. —Supongo que todo esto es por causa de los rusos —conjeturé. —Pues sí, si usted quiere… —dijo la joven sonriendo—. Pero seguramente habrá leído que, por desgracia, no han querido asociarse. Ahora tenemos la plaga de la langosta irano-americana. Suspiré. Lo que siempre había temido. Sin espacio vital, sin suelo que alimentara al pueblo con pan, entonces, claro, había que comer langostas, como el último negro. Miré enternecido a aquella joven que, infatigable y con paso elástico, caminaba a mi lado. Me aclaré la garganta, pero me temo que se notó un poco mi emoción cuando le dije: —Es usted muy valiente. —Desde luego —dijo sonriente—, no quiero tener este puesto subalterno toda mi vida.
Claro. «Puesto subalterno.» Tenían que prestar servicios auxiliares, para los rusos. No pude explicarme de buenas a primeras cómo ocurría eso en este mundo nuevo, pero no podía ser más típico de aquella escoria de la humanidad. No quería imaginar en qué podrían consistir esos «servicios auxiliares» bajo el yugo bolchevique. Me detuve de golpe y la agarré por el brazo. —¡Míreme! —dije. Y cuando se volvió hacia mí un poco sorprendida, la miré fijamente a los ojos y añadí con solemnidad—: Le prometo firmemente que tendrá el porvenir que corresponde a su origen. ¡Trabajaré personalmente con todas mis fuerzas para que usted y todas las mujeres alemanas no sigan sirviendo mucho tiempo a esas gentes inferiores! Le doy mi palabra, señorita… —… Özlem —dijo. Sigo recordando hoy aquel momento como algo bastante desagradable. Durante una fracción de segundo, mi cerebro buscaba explicaciones de cómo una honrada muchacha alemana podía apellidarse Özlem, pero no encontré ninguna, claro. Le quité la mano del brazo y me di abruptamente la vuelta para continuar andando. Por mí habría dejado plantada allí sin más a aquella pérfida: tan engañado, tan estafado me sentía. Lamentablemente, no conocía el camino. Por tanto, la seguí en silencio, pero determiné ser aún más precavido en esta nueva época. Esos turcos no sólo estaban omnipresentes en el negocio de los establecimientos de limpieza, sino también, como por brujería, en todas partes. Cuando entramos en la sala de reuniones, Sensenbrink se levantó, vino a mi encuentro, y me guió, por así decirlo, a través del interior de la sala, en la que estaba sentado un grupo en torno a una mesa relativamente larga, formada por elementos más pequeños. Reconocí también a Sawatzki, el que había reservado el hotel. Aparte de él había como media docena de hombres más bien jóvenes, vestidos con trajes sastre, y una mujer que sería probablemente la tal «Bellini». Tendría unos cuarenta años, el pelo negro, debía de ser de Tirol del Sur, y ya al entrar en la sala lo noté: aquella mujer mandaba más que todos los otros pánfilos juntos. Sensenbrink trató de dirigirme, agarrándome el brazo, al otro extremo de la mesa, donde, como vi mirando de reojo, habían improvisado una especie de tablado o podio. Al separarme con un ligero movimiento del brazo él se quedó empujando el vacío. Me dirigí con paso firme a la señora, me quité la gorra y la sujeté bajo el brazo. —Ésta es… La señora Bellini —dijo Sensenbrink de modo totalmente innecesario—, Executive Vice President de Flashlight. Señora Bellini, le presento a nuestra promesa recién descubierta, al señor…, hummmm… —Hitler —completé aquel indigno balbuceo—, Adolf Hitler, canciller del Reich de la Gran Alemania, retirado. Me dio la mano, que, con una inclinación no muy pronunciada, me acerqué a la boca para insinuar un beso. Luego me enderecé de nuevo. —Señora, encantado de conocerla. ¡Cambiemos todos juntos a Alemania! Sonrió, algo desconcertada, eso me pareció, pero yo ya conocía mi indudable efecto en las mujeres. Es prácticamente imposible para una mujer no sentir nada cuando cerca de ella se encuentra el comandante en jefe del ejército más poderoso del mundo. Para no ponerla sin necesidad en un apuro, me volví con un «¡Caballeros!» al resto del grupo; finalmente, me dirigí de nuevo a Sensenbrink: —Bueno, querido Sensenbrink, ¿qué asiento me tiene asignado? Sensenbrink señaló una silla al otro extremo del grupo allí reunido. Ya había contado con algo así. No era la primera vez que algunos señores de una determinada industria se decidían a considerar qué peso real tenía el futuro Führer de Alemania. Bien, yo quería mostrarles ese peso: pero era dudoso que ellos supieran levantarlo en alto.
En la mesa había café, tazas, botellitas de zumo y de agua, además de una jarra de agua, por la que opté. Luego permanecimos sentados un minuto. —Bueno —dijo Sensenbrink—, ¿qué nos ha traído hoy? —A mí —dije. —No, entiéndame: qué nos va a presentar hoy. —¡Yo ya no digo nada sobre Polonia! —intervino Sawatzki sonriendo. —Bien —dije—, eso nos hará avanzar a todos. Creo que la cuestión está clara: ¿cómo pueden ustedes ayudarme a ayudar a Alemania? —¿Y cómo quiere ayudar usted a Alemania? —preguntó la señora Bellini, haciéndome a mí y a los otros circunstantes un extraño guiño con los ojos. —Pienso que todos saben, en el fondo de su alma, lo que necesita este país. De camino hacia aquí he visto las dependencias en las que ustedes se ven obligados a trabajar. Esas naves de almacén en las que ustedes y sus compañeros han de trabajar como esclavos. Speer 27 tampoco se andaba con chiquitas cuando se trataba de hacer trabajar con eficiencia a los obreros extranjeros, pero esta estrechez… —Son oficinas de espacios abiertos —dijo uno de los hombres—, las hay en todas partes. —¿Quiere decir tal vez que ha sido idea suya? —insistí. —¿Qué significa eso de «idea mía»? —dijo él, riendo y mirando alrededor—, mi opinión es que lo hemos decidido entre todos… —Lo ve usted —dije, me levanté y me dirigí directamente a la señora Bellini—, ése es mi tema. Hablo de responsabilidad. Hablo de decisiones. ¿Quién ha instalado aquí esas jaulas de masas? ¿Ha sido él? —Y señalé al señor de quien no había sido la idea—. ¿O él? —Ahora fijé la vista en el vecino de Sensenbrink—. O el señor Sawatzki: ahí tengo serias dudas. No lo sé. Mejor aún: los mismos señores no lo saben. ¿Y qué van a hacer sus propios trabajadores si en el lugar de trabajo no entienden lo que ellos mismos dicen? ¿Si tienen que gastar un dineral en tonos de teléfono sólo para que su teléfono pueda distinguirse del teléfono del vecino? ¿Quién es el responsable? ¿Quién ayuda al trabajador alemán en su desamparo? ¿A quién recurrirán? ¿Ayuda el jefe inmediato? No, porque ese envía a la gente a ese otro, y ése a su vez a aquel otro. ¿Y es un caso aislado? No, no es un caso aislado sino una insidiosa enfermedad que se propaga por doquier en Alemania. Si compra usted hoy una taza de café, ¿sabe quién es el responsable de ella? ¿Quién hace ese café? Este señor —y otra vez señalé con el dedo al señor de quien no había sido la idea—, este señor cree, por supuesto, que es el señor Starbuck. Pero usted, señora Bellini, y yo sabemos: ese Starbuck no puede hervir café en todas partes al mismo tiempo. Nadie sabe de quién proviene ese café, sabemos sólo que no ha sido Starbuck. Y si usted va al tinte, ¿sabe quién ha limpiado su uniforme? ¿Quién es ese supuesto Yilmaz? Mire, por eso necesitamos un cambio en Alemania. Una revolución. Necesitamos responsabilidad y fuerza. Un Führer para el país que tome decisiones y que responda de ellas, con el alma y con la vida, con todo. Porque si quiere usted atacar Rusia, ni siquiera puede decir: oh, eso en cierto sentido lo hemos decidido todos juntos, como diría este compañero. ¡Ahora nos sentamos todos juntos y votamos levantando la mano si ponemos cerco a Moscú! Eso es también de una maravillosa comodidad, y si la cosa fracasa, el fracaso es de todos, o, mejor aún: del pueblo, porque nos ha votado. No, Alemania tiene que saberlo de nuevo: lo de Rusia, no fue el comandante Brauchitsch 28, no fue el general Guderian, no fue Göring, fui yo. Las autopistas: eso no fue cualquier chiquilicuatro, fue el Führer. ¡Y así tienen que ser las cosas de nuevo en todo el país! Cuando uno come un panecillo por la mañana, sabe que ha sido el panadero. Si usted invade mañana el resto de Chequia, sabe que ha sido el Führer.
Con esto, volví a tomar asiento. A mi alrededor se había hecho el silencio. —Eso…, no es divertido —dijo el vecino de Sensenbrink. —Eso asusta —dijo el señor de quien no había sido la idea. —Les había dicho que era bueno —dijo Sensenbrink orgulloso. —De alucine… —añadió Sawatzki, el que había reservado el hotel, pero no quedaba claro lo que quería decir. —Imposible —dijo con decisión el vecino de Sensenbrink. La señora Bellini se levantó. Inmediatamente las cabezas se volvieron hacia ella. —El problema es —dijo— que ya sólo os gusta el humor de un Mario Barth 29. No dejó caer en saco roto ese comentario. Luego tomó de nuevo la palabra, que de todos modos, aparte de ella, nadie quería tomar de momento. —Sólo os dais cuenta de que el contenido es bueno cuando el tipo que está ahí arriba en el escenario sonríe más que el público que está aquí abajo. Observad un poco el panorama de nuestro humor en televisión: nadie puede decir una agudeza sin medio caerse de risa para que todos noten dónde está la agudeza. Y si alguien conserva hasta cierto punto la serenidad, entonces ponemos carcajadas de fondo. —Pero eso ha dado buenos resultados —dijo uno que hasta ese momento no había abierto la boca. —Puede ser —dijo la señora, por la que yo empezaba a sentir respeto—, pero ¿qué vendrá después? Creo que hemos llegado a un punto en el que el público acepta tales cosas porque es lo que hay. Y el primero que ponga el nuevo y decisivo acento es el que, a largo plazo, dejará atrás a la competencia. ¿No es así, señor… Hitler? —Decisiva es la propaganda —dije—. Tienen ustedes que enviar un mensaje distinto al de los demás partidos. —Oiga —dijo ella—: usted no ha preparado esto, ¿verdad? —¿Para qué? —dije—. El fundamento granítico de mi cosmovisión lo elaboré hace un tiempo suficientemente largo. Eso me pone en situación de confrontar con mis conocimientos cualquier aspecto del acontecer mundial y sacar de ello las conclusiones adecuadas. ¿Cree usted que el caudillaje se aprende en sus universidades? Ella golpeó la mesa con la palma de la mano. —Está improvisando —afirmó radiante—, lo dice sobre la marcha, así, sin más. ¡Y sin alterar un músculo de la cara! ¿Saben ustedes lo que eso significa? Eso significa que no ocurrirá que tras dos emisiones no sepa ya qué decir. Ni que empezará a vociferar pidiendo más autores: ¿me equivoco, señor Hitler? —Yo no permito que esos llamados autores se entrometan en mi trabajo. Mientras yo escribía Mi lucha, Stolzing-Cerny 30 muchas veces… —Comprendo poco a poco lo que quieres decir, Carmen —dijo ahora el señor del que no había sido la idea, y se echó a reír. —… Y lo ponemos como contrapunto —dijo la señora Bellini— donde más llame la atención. Tendrá un programa permanente con Alí Wizgür. —Pues estará encantado —dijo Sawatzki. —Ése más vale que se fije en sus cuotas —dijo la señora Bellini—, dónde están ahora, dónde estaban hace dos años…, y dónde estarán pronto.
—¡La Segunda Cadena puede ir preparándose para lo que se le viene encima! —Deberíamos tener una sola cosa muy clara —dijo la señora Bellini, y de pronto me miró muy seria. —¿Cuál es? —Estamos de acuerdo en que el tema «judíos» no es divertido. —En eso tiene usted toda la razón —me adherí a su opinión, casi con alivio. Allí había por fin alguien que sabía de lo que hablaba.
IX Capítulo
PARA un movimiento joven no hay nada más peligroso que el éxito inmediato. Se han dado los primeros pasos, aquí se han conseguido algunos seguidores, allí se ha pronunciado un discurso, quizá ya se ha acometido la anexión de Austria o de los Sudetes, y uno se imagina demasiado fácilmente que está en una especie de etapa intermedia desde la que se podría lograr la victoria final de un modo mucho más sencillo. Y, en efecto, yo había logrado en un periodo de tiempo bastante breve algunas cosas sorprendentes que confirmaban la elección del destino. ¡Cuánto había tenido que luchar, que batallar en 1919, en 1920! ¡Cómo me azotaba el rostro el viento huracanado de los medios de comunicación, los espumarajos de los partidos burgueses! ¡Con qué ímprobo esfuerzo desgarré una pieza tras otra del entramado judío de mentiras, sólo para verme después embadurnado de nuevo, de un modo aún más pegajoso, por las glándulas de aquella sabandija, puesto que el adversario, con una superioridad numérica cien veces, mil veces mayor, me rociaba con su veneno, inagotable y cada vez más repugnante: y aquí, en esta nueva época, yo ya había encontrado al cabo de pocos días el acceso a la televisión, que además estaba completamente dejada de lado por el enemigo político. Era demasiado hermoso para ser verdad: en los últimos sesenta años, el adversario no había aprendido absolutamente nada en asuntos de comunicación con el pueblo. ¡Qué películas no habría mandado rodar yo en su lugar! Idilios en lejanos países a bordo de grandes barcos de «Fuerza a través de la alegría» que surcan las aguas del Pacífico o navegan a lo largo de los imponentes fiordos de Noruega; relatos de jóvenes soldados de la Wehrmacht que llevan a cabo valerosamente la primera ascensión de formidables macizos rocosos, para morir, al pie de una pared, en los brazos de su gran amor, una jefe de grupo de la Liga de Muchachas Alemanas, la cual hondamente afectada pero fortalecida consagra su vida a la Sección Femenina del Partido Nacionalsocialista. Ya lleva en su seno al valiente vástago de su amante muerto, ahí hasta se puede pasar por alto que no estuvieran casados, porque donde toma la palabra la voz de la sangre limpia, tiene que enmudecer un Himmler 31. En cualquier caso, las últimas palabras de su amante no se le van de la cabeza mientras desciende al valle en el crepúsculo; impresionadas, algunas vacas lecheras la miran cuando pasa, el cielo va quedando cubierto poco a poco por una enorme bandera con la cruz gamada. Eso sí que serían películas, a fe mía. Al día siguiente, en cada secretaría de la Sección Femenina se agotarían los formularios de solicitud de ingreso. La joven se llamaría Brunhilda. En cualquier caso, políticamente, no se hacía uso en absoluto de ese medio. Cuando se veía la televisión, lo único que ese gobierno había hecho por el pueblo parecía ser una medida que se llamaba «Harzcuatro» 32 y que nadie podía soportar. El nombre de esa medida se pronunciaba, por principio, en un tono ofensivo, y sólo me quedaba esperar que esas personas no fueran una parte demasiado grande de la sociedad, porque ni recurriendo a las mayores reservas de imaginación podía imaginarme asistir, junto con cientos de miles de esas tristes figuras, a la ceremonia de izar bandera en el Campo Zeppelin de Núremberg. Las negociaciones con la señora Bellini resultaron exitosas. Desde un principio yo había dejado
muy claro que, además de dinero, necesitaba un aparato del partido, un despacho. La señora Bellini primero pareció un poco sorprendida, pero inmediatamente después me aseguró su apoyo incondicional: un despacho y una secretaria. Hubo una considerable suma global para gastos de vestimenta y viajes de propaganda, para materiales de investigación que habían de actualizar mis conocimientos y para algunas cosas más. Los recursos económicos no parecían ser un problema, sino más bien la aceptación de las necesidades representativas de un jefe de partido. Así, se comprometieron a encargar en una exclusiva sastrería a medida varios trajes «fieles reproducciones de los originales» y asimismo mi querido sombrero que tanto me gustaba llevar en el Obersalzberg 33 y en las montañas. En cambio, me negaron radicalmente un Mercedes descubierto con chófer, alegando que eso resultaba muy poco serio. Cedí de mala gana, pero sólo para guardar las apariencias, puesto que ya había conseguido bastante más de lo que me habría atrevido a esperar. Por eso, visto precisamente con mirada retrospectiva, ése fue el momento más peligroso de mi nueva carrera, cualquier otro seguramente se habría arrellanado en su poltrona y así habría fracasado en toda la línea, pero yo, tal vez debido a mi edad, sometía permanentemente la marcha de los acontecimientos al más despiadado y frío análisis. Así, por ejemplo, el número de mis seguidores era tan escaso como jamás lo fuera antes. Y Dios sabe que puedo remitir a reducidos números de seguidores en tiempos pasados; recuerdo muy bien que en 1919, en mi primera visita al partido, que entonces aún era el Partido de Trabajadores Alemanes, me encontré con siete personas. Pero hoy sólo he podido contar conmigo mismo, tal vez, hasta cierto punto, con la señora Bellini o con el quiosquero, pero dudo que esos dos tengan la madurez necesaria para poseer el carnet del partido, por no hablar de que estuviesen dispuestos a pagar cuotas de afiliados o incluso a encargarse de la defensa de la sala blandiendo la pata de una silla. El quiosquero, en especial, me parecía en el fondo de orientación liberal o incluso izquierdista, aunque de corazón honradamente alemán. Por tanto, seguí manteniendo disciplinadamente mi férreo programa diario. Levantarme hacia las once de la mañana, encargar al personal del hotel uno o dos trozos de tarta y trabajar incansablemente hasta avanzada la noche. Es decir, me habría levantado a las once si de madrugada, como hacia las nueve, no hubiera sonado el teléfono y estuviera al aparato una señora con un impronunciable nombre eslavo. Jodl, mi consejero estratégico, nunca habría pasado esa llamada, pero Jodl, por desgracia, parecía pertenecer ya a la historia alemana. Todavía medio dormido busqué el auricular. —¿Hrmf? —Buenos días, aquí Krwtsczyk —sonó jubilosa una voz despiadadamente alegre—. ¡De Flashlight! En esas tempranas horas matinales si algo me irrita es ese espantoso buen humor, como si llevaran tres horas despiertos y ya hubiesen arrollado a Francia. Sobre todo porque la mayor parte de ellos, aun siendo unos repugnantes madrugadores, están muy lejos de haber realizado grandes hazañas. Precisamente en Berlín me tropecé a menudo con personas que no ocultaban a nadie que se habían levantado al amanecer sólo para poder salir de la oficina más temprano aún. He recomendado a varios de esos partidarios de la lógica de las ocho horas que empezaran a trabajar hacia las diez de la noche, así podrían marcharse a casa a las seis de la mañana para llegar allí quizá antes de que se levantara la gente. Algunos hasta tomaron en serio la propuesta. Por mi parte, opino que por la mañana temprano sólo tiene que trabajar el panadero. Y la Gestapo también, evidentemente. Para sacar de la cama a la chusma bolchevique, en cualquier caso si no se trata de panaderos bolcheviques. Éstos están también despiertos, claro, y entonces la
Gestapo tiene que levantarse a su vez más temprano aún, y así sucesivamente. —¿Qué desea? —Llamo del departamento administrativo —dijo alegremente la voz—. Estoy preparando todos los documentos, y tendría algunas preguntas que hacerle. No sé ahora si…, ¿lo hacemos por teléfono…? ¿O preferiría usted pasar por aquí? —¿Qué preguntas? —Bueno, preguntas muy generales. Seguridad social, datos bancarios, esas cosas. Lo primero, por ejemplo, sería saber a qué nombre extiendo los papeles. —¿A qué nombre? —Quiero decir, bueno, que no sé cómo se llama usted. —Hitler, Adolf Hitler —suspiré. —Sí —rió de nuevo con su espantoso entusiasmo matinal—. No, me refería a su verdadero nombre. —¡Adolf Hitler! —dije, ahora ya algo enojado. Durante un momento hubo un silencio. —¿De verdad? —¡Sí, por supuesto! —Bueno, entonces esto es…, esto es desde luego una casualidad… —¿Cómo casualidad? —Pues eso, bueno, que se llame usted así… —¡Qué demonios! ¡Usted se llama también de alguna manera! Y yo no estoy aquí con la boca abierta de asombro y diciendo «¡ohhh, qué casualidad!». —Sí, claro…, pero es que su físico también coincide. Quiero decir, coincide con el nombre. —¿Y qué? ¿Es que usted parece distinta de como se llama? —No, pero… —¡Pues entonces! ¡Termine de preparar de una vez esos condenados papeles! Y con esto coloqué de un golpe el auricular en el aparato. A los siete minutos volvió a sonar el teléfono. —¿Qué pasa ahora? —Sí, aquí otra vez la señora… —Y vino entonces ese extraño apellido oriental, que sonaba como cuando se hace una bola de papel con un parte de la Wehrmacht—. Es que…, me temo que así no puede ser… —¿Qué no puede ser? —Mire, no quiero ser descortés, pero…, esto jamás lo aceptarán en el departamento jurídico, yo no puedo…, quiero decir que si ven el contrato y allí pone «Adolf Hitler»… —Bueno, ¿qué quiere poner en él, si no? —Verá, disculpe que se lo vuelva a preguntar, pero: ¿de verdad se llama usted así? —No —dije, rabioso—, claro que no me llamo así de verdad. Mi nombre verdadero es Ephraim Askenase. —Ya lo sabía yo —dijo con perceptible alivio—, ¿cómo se escribe Efraim? ¿Con efe o con pe hache? —¡Era una broma! —grité en el auricular.
—¡Ah, vaya! ¡Qué lástima! Oí cómo tachaba varias veces. Luego dijo: —Yo…, por favor, creo que sería mejor que pasara un momento por aquí. Necesito algo así como su pasaporte. Y sus datos bancarios. —Pregunte a Bormann —dije con bastante brusquedad, y colgué. Luego me senté. Era enojoso, en efecto. Y difícil. Pesaroso, casi acongojado, volé con el pensamiento a mi fiel Bormann. Bormann, que siempre me buscaba las películas para ver por la noche, para que pudiese relajarme un poco después de haber dedicado intensamente el día a la guerra. Bormann, que había arreglado de un modo tan sin fricciones el asunto de los habitantes del Obersalzberg. Bormann, que se había ocupado también de un modo práctico de mis ingresos por la venta del libro, Bormann, el fiel entre los fieles. Con él yo sabía que tenía muchas cosas, que tenía casi todo en las mejores manos. Bormann, eso podía darse por seguro, habría liquidado este género de contratos sin el menor contratiempo. «Última advertencia, señora Gruñona. O extiende ahora mismo voluntariamente esos documentos para el contrato o usted y toda su familia vuelven a encontrarse en Dachau 34. Y ya sabe cuánta gente regresa de allí.» Ya entonces no se apreciaba debidamente esa capacidad que tenía Bormann de compenetrarse con la gente, cómo sabía tratarla. En un abrir y cerrar de ojos me habría procurado al momento un piso, una impecable documentación personal, cuentas bancarias, todo. Aunque, bien mirado, era más de suponer que se hubiera encargado de que nadie volviese a preguntar una segunda vez por semejantes garambainas burocráticas. Pero, en fin, ahora las cosas tenían que funcionar sin él. Y también había que rematar definitivamente el asunto, desde el punto de vista documental. Estaba por saber cómo resolvería yo estos asuntos dentro de treinta años, pero de momento tenía que atenerme, lo quisiera o no, a los usos actuales. Me puse a cavilar. Seguramente tendría que darme de alta en alguna oficina de empadronamiento. Por otra parte, no tenía ni domicilio fijo ni documento alguno que acreditara mi origen. La solidez de mi existencia se basaba fundamentalmente en el hecho de vivir en un hotel y de contar con la aceptación de la productora, pero no tenía ningún documento probatorio. Furioso, apreté el puño y lo alcé contra el techo. El papeleo, la burocracia alemana de funcionarios burgueses con sus normativas mezquinas y obtusas: la eterna pesadilla del Pueblo Alemán que volvía a introducirme entre las ruedas sus palos como patas de araña. Mi situación parecía no tener salida cuando sonó otra vez el teléfono, y sólo mi férrea voluntad, la presencia de espíritu y capacidad de decisión del antiguo combatiente me llevaron a la meta. Descolgué, seguro de encontrar una solución, pero todavía inseguro de cómo. —Aquí otra vez la señora Krwtsczyk, de Flashlight. Y entonces fue fácil. —¿Sabe usted? —dije—, póngame con Sensenbrink.
X Capítulo
ES una creencia errónea muy extendida que quien ha nacido para caudillo, el Führer nato, ha de saberlo todo. No ha de saberlo todo. Ni siquiera ha de saberlo casi todo, y hasta puede ocurrir que no tenga que saber nada de nada. Puede ser el más ignorante de los ignorantes. Sí, hasta ciego y sordo, tras un trágico impacto de bomba enemiga. Con una pierna postiza. O incluso sin brazos ni piernas, de manera que al formar ante la bandera hasta le resulte imposible hacer el Saludo Alemán y al cantar el himno sólo brote una amarga lágrima de los ojos sin luz. Voy aún más lejos: el Führer nato puede carecer de memoria. Ser completamente amnésico. Porque la capacidad específica del Führer no consiste en acumular una árida serie de hechos: su capacidad específica es decidir con rapidez y asumir la responsabilidad. Esto se suele tomar a chacota, conforme al viejo chiste sobre el hombre que —con ocasión de una mudanza, por ejemplo— no carga con cajones sino con «la responsabilidad». Pero en el estado ideal, el Führer se encarga de que cada persona actúe con eficacia en el lugar adecuado. Bormann no era un líder nato, sino un maestro en el arte de pensar y recordar. Lo sabía todo. A sus espaldas, muchos le llamaban «el fichero del Führer»; eso siempre me emocionaba, no habría podido desear mejor confirmación de mi política. Era, en cualquier caso, un cumplido mucho mayor que los que he recibido por Göring («el globo cautivo del Führer»). En último término fue ese saber, esa habilidad para separar lo útil de lo carente de sentido, lo que me capacitó para prescindir de la pérdida de un Bormann y aprovechar las posibilidades que podía ofrecerme aquella productora. Era absurdo querer resolver yo solo el problema de un empadronamiento oficial, por eso puse la regulación de mi precaria situación documental en manos de alguien que disponía seguramente de mayor capacidad de maniobra en sus relaciones con las autoridades locales: Sensenbrink. Éste dijo al momento: —Por supuesto que podemos encargarnos de ello nosotros. Usted se ocupa de su programa, todo lo demás corre de nuestra cuenta. ¿Qué necesita? —Pregunte a esa señora Krytschwyx o como se llame. Supongo que un documento de identidad. Y no sólo eso. —¿No tiene usted pasaporte? ¿Ni documento de identidad? ¿Cómo es posible? —Nunca he necesitado nada de eso. —¿No ha estado nunca en el extranjero? —Claro que sí. Polonia, Francia, Hungría… —Bueno, sí, pero eso pertenece a la Unión Europea… —Y en la Unión Soviética. —¿Y entró allí sin pasaporte? Reflexioné un momento. —No recuerdo que nadie me lo pidiera —respondí ateniéndome a los hechos. —¡Qué raro! Pero ¿América? Me refiero a que, teniendo cincuenta y seis años, habrá estado alguna vez en América.
—Lo tenía cuidadosamente planeado —dije indignado—, pero luego, lamentablemente, me vi obligado a posponerlo. —Bueno, vale, sólo necesitamos sus documentos, entonces alguno de nosotros podrá sin duda encargarse de tramitarlo todo con los despachos oficiales y con los seguros. —Ése es el problema. No hay documentos. —¿Que no tiene documentos? ¿Ninguno? ¿Tampoco en casa de su novia? ¿O sea, en su casa? —Mi último hogar —dije con abatimiento— fue pasto de las llamas. —Pero… Hummm… ¿Lo dice en serio? —¿Ha visto usted cómo quedó la Cancillería del Reich? Se echó a reír. —¿Tan horrible fue? —No sé qué tiene de divertido —dije—; fue horrible. —Bueno, vale —dijo Sensenbrink—, yo no soy un experto, pero algunos documentos sí que harán falta. ¿Dónde ha estado empadronado antes? ¿O asegurado? —Siempre he tenido cierta aversión a las burocracias —dije—, y he preferido establecer yo mismo las leyes. —¡Ufff! —suspiró Sensenbrink—. La verdad es que nunca he tenido un caso así. Bueno, ya veremos lo que conseguimos. Pero lo que sí necesitamos absolutamente es su verdadero nombre. —Hitler —dije—, Adolf Hitler. —Mire, realmente comprendo muy bien su situación. Atze Schröder 35 hace exactamente igual que usted, él también quiere que lo dejen en paz fuera del escenario, y precisamente con un tema tan delicado está claro que uno, como artista, debería ser muy prudente. Pero ¿lo ven también así las oficinas estatales? —Los detalles no me interesan… —Me lo creo —rió Sensenbrink, en mi opinión con cierta condescendencia—. Usted es para mí el auténtico artista. Pero sería más fácil, de verdad. Mire, contributivamente no es problema alguno. Hacienda es la única oficina a la que eso le da perfectamente igual, ésos gravan con impuestos incluso a ilegales, con ésos puede usted incluso convenir el pago en efectivo. Y en cuanto al modo de realizar nosotros los pagos, por supuesto que podremos ayudarle a gestionar la cuenta corriente, si a usted no le importa, así que lo de los bancos no sería tan importante de momento. Pero las oficinas de empadronamiento o la seguridad social: no sé si ahí lo vamos a conseguir. Noté que ahora aquel hombre necesitaba apoyo moral. No se debe pedir demasiado a la tropa. Al fin y al cabo no ocurre todos los días que el canciller del Reich, dado por muerto hace largo tiempo, se mueva por el país vivito y coleando. —Tiene que ser difícil para usted —dije con indulgencia. —¿El qué? —Bueno, seguramente no se tropieza usted a menudo con alguien como yo. Sensenbrink se rió sin inmutarse. —Claro que sí. Al fin y al cabo es nuestro oficio. Su flema era tan sorprendente que tuve que insistir: —¿Así que hay más como yo? —Oiga, usted sabe sin duda mejor que nadie que en su ramo hay barbaridad de gente… —dijo Sensenbrink.
—¿Y los mete a todos en la televisión? —¡Cuánto trabajo tendríamos! No, sólo contratamos a aquellos en los que tenemos fe. —Eso está muy bien —le apoyé—, hay que luchar por la causa con una fe realmente fanática. ¿Entonces tiene también a Antonescu 36? ¿O al Duce? —¿A quién? —Ya sabe: a Mussolini. —¡No! —dijo Sensenbrink de modo tan terminante que pude oír a través del auricular cómo sacudía la cabeza—. ¿Qué íbamos a hacer con un Antonini? A ése no lo conoce nadie. —¿O a Churchill? ¿A Eisenhower? ¿A Chamberlain? —¡Ah, ahora comprendo adónde quiere ir a parar! —lanzó Sensenbrink por el teléfono—. No, ¿qué gracia tendría eso? Eso no hay quien lo venda, no, no, usted lo hace perfectamente tal como lo hace. Nos quedamos con una sola figura, nos quedamos con nuestro Hitler. —Muy bien —le alabé. Y enseguida volví a insistir—: ¿Y si va y llega Stalin mañana? —Olvídese de Stalin. —Ahí me aseguró su fidelidad—. Nosotros no somos el History Channel. Ése era el Sensenbrink que yo quería oír. El Sensenbrink fanático, despertado a la verdad por el Führer. Y no puedo dejar de subrayar, precisamente aquí, qué importante es esa voluntad fanática. Concretamente el desarrollo, no siempre carente de problemas, de la última guerra mundial lo puso de manifiesto con máxima claridad. Como es natural, hay personas que dicen al llegar a este punto: pero ¿fue de verdad la falta de voluntad fanática la causante de que, después de la Primera Guerra Mundial, también la siguiente tuviese un final desfavorable? ¿No fue tal vez otra la causa? ¡Quizá no hubo suficiente material humano de refuerzo! Todo eso es posible, tal vez incluso cierto, pero al mismo tiempo es síntoma de una vieja enfermedad alemana, a saber: buscar siempre la falta en detalles nimios y pasar por alto, sin más, los grandes y claros nexos causales. Sí, por supuesto, no se puede negar que hubo cierta inferioridad numérica de la tropa en la última guerra mundial. Sin embargo, esa inferioridad no fue en absoluto decisiva; al contrario, el pueblo alemán habría prevalecido frente a una superioridad enemiga mucho mayor aún. Sí, yo lamenté la falta de una mayor superioridad enemiga al principio de los años cuarenta, hasta sentí un poco de bochorno. Federico el Grande, por ejemplo: ¡qué inferioridad tenía aquel hombre! ¡Por cada granadero prusiano había doce enemigos! Y en Rusia, por cada soldado de tropa había tres o cuatro. Bueno, después de Stalingrado, la superioridad enemiga estaba ya, en efecto, claramente más en consonancia con el honor de la Wehrmacht. El día del desembarco aliado en Normandía, el enemigo avanzó con 2.600 bombarderos y 650 aviones de caza; por su parte, la Luftwaffe contaba —si recuerdo bien— con dos aviones de caza: en un caso como éste, la relación de fuerzas sí se puede calificar de honrosa. En tales situaciones me adhiero de corazón a la opinión del ministro doctor Goebbels, cuando le exige a un pueblo como el alemán que, si no es posible eliminar esa desventaja, la compense de otro modo, ya sea con armas mejores, con generales más avisados o, como en este caso, con la ventaja de una moral superior. Sin duda, al principio puede parecerle difícil al simple piloto de caza hacer caer del cielo tres bombarderos con cada disparo de su ametralladora, pero con una moral superior, con un espíritu indomable y fanático, ¡no hay nada imposible! Esto es hoy tan válido como entonces. Precisamente en estos días he dado con un ejemplo que yo mismo no hubiera creído posible. Pero es verdadero en todo. Se trata de un hombre, supongo que un empleado de mi hotel, al que he podido observar varias veces cuando llevaba a cabo una actividad interesante y nueva. Aunque no es seguro que la actividad sea nueva, yo la recuerdo distinta, a saber: con una escoba o con un rastrillo. Ese hombre, en cambio, marchaba con un aparato de factura
completamente nueva, un soplador-aspirador de hojas portátil. Un aparato fascinante que soplaba con una fuerza inmensa, sin duda se había hecho necesario porque la evolución, entretanto, había producido una forma más resistente de follaje. Con ese ejemplo, por cierto, se puede comprobar muy bien que el combate racial no ha finalizado en modo alguno, que también sigue empeñado, incluso con más violencia, en la naturaleza; eso ni siquiera lo niega la prensa burguesa actual. Ésta escribe de vez en cuando sobre ardillas negras americanas que desplazan a las de color pardo, tan queridas de los alemanes; sobre colonias de hormigas africanas que penetran a través de España, de balsaminas indo-germanas que se multiplican aquí. Este último hecho es desde luego ejemplar, las plantas arias exigen aquí, por supuesto con plena justificación, el espacio donde establecerse al que tienen derecho. Ese follaje nuevo, más resistente, aún no lo he podido ver, la hojarasca que había en el aparcamiento del hotel me parecía completamente normal, pero el aparato soplador se puede utilizar igual, como es lógico, contra la hojarasca habitual. Con un Königstiger se puede luchar también, no sólo contra el T-34 sino, en caso de necesidad, contra uno de los anticuados BT-7. Cuando observé la primera vez a aquel hombre, me puso de un humor de perros. Me desperté por la mañana —serían como las nueve— debido a un ruido infernal, como si mi almohada estuviera junto a un órgano de Stalin. Me levanté furioso, corrí a la ventana, miré fuera y descubrí a aquel hombre que manejaba el aparato soplador. Al punto aumentó mi furia porque una mirada a los árboles de alrededor me hizo ver que ese día soplaba un viento muy fuerte. Era completamente absurdo, eso saltaba a la vista, querer dirigir la hojarasca, en un día así, de un sitio a otro. Primero pensé en salir disparado y, escandalizado, pedirle explicaciones, pero luego mudé de parecer. Porque yo no tenía razón. Aquel hombre había recibido una orden. La orden decía así: soplar hojarasca. Y él ejecutaba la orden. Con una fidelidad fanática que le habría venido bien a Zeitzler 37. Un hombre cumplía una orden. Así de sencillo era aquello. ¿Y se quejaba por eso? ¿Gritaba diciendo que aquello era absurdo con tanto viento? No, cumplía su deber metiendo ruido con ánimo valeroso y estoico. Como los fieles miembros de las SS, que sin tener en cuenta la gran carga que suponía para ellos cumplieron su tarea por millares aunque también habrían podido rezongar: «¿Qué hacemos con tantísimos judíos? ¡Todo esto es absurdo, nos llegan a un ritmo tan acelerado que no damos abasto para enviarlos a las cámaras de gas!» Aquello me emocionó; me vestí deprisa, salí, me acerqué a él, le puse la mano en el hombro y dije: «Buen amigo, quiero darle las gracias. Yo lucho por hombres como usted. Porque sé que de esta máquina sopladora, sí, de cada máquina sopladora sale el hálito ardiente del nacionalsocialismo.» Exactamente ésa es la voluntad fanática que necesita este país. Y un poco de eso esperaba yo también haber despertado en Sensenbrink.
XI Capítulo
CUANDO llegué por la mañana al despacho que habían puesto a mi disposición, tuve de nuevo conciencia de cuán largo era el camino que me quedaba por recorrer. Entré en una habitación de unos cinco metros por siete, y, como mucho, dos metros y medio de altura. Pensé con tristeza en mi Cancillería del Reich. Eso sí que eran espacios. Al entrar, uno tenía cierta sensación de enanez, y temblaba ante aquel poder, ante aquella avanzada civilización. No ante la magnificencia; bien entendido, eso nunca ha significado nada para mí, esa ostentación, pero en la Cancillería, cuando se recibía a alguien, a ése se le notaba que percibía, incluso físicamente, la superioridad del Reich alemán. Eso lo consiguió Speer maravillosamente: sólo en la Gran Sala de Recepción, aquellas arañas de cristal, creo que una sola pesaba una tonelada; si se hubiera desprendido del techo, el hombre de debajo habría quedado hecho puré, una papilla de huesos y sangre y de carne aplastada, y quizá habrían asomado cabellos por algún lado. A mí casi me daba miedo ponerme debajo. Naturalmente no dejaba que se me notara, pasaba por debajo de esas arañas como si nada, es cuestión de habituarse a esas cosas. Pero ¡exactamente así debe ser! No es tolerable que uno plante en un sitio una Cancillería que ha costado millones y millones y que luego entre alguien en ella y piense: «Pues vaya, yo me la había imaginado más grande.» Esa persona no debe pensar, esa persona ha de percibirlo físicamente al momento: ¡Él no es nada, el pueblo alemán lo es todo! Un Herrenvolk, un pueblo de señores. Tiene que exhalar un aura, como el papa, pero naturalmente un papa que a la menor réplica golpea con llama y espada como Dios mismo. Entonces tienen que abrirse esas imponentes puertas de doble batiente, y por allí aparece el Führer del Reich alemán, y los visitantes extranjeros tienen que sentirse como Ulises delante de Polifemo, pero ese Polifemo tiene dos ojos. ¡A ése no se le viene con embustes! Y también tiene una puerta, no un peñasco. Y escaleras rodantes, uno casi cree estar en los almacenes Kaufof de Colonia. Les hice una visita poco después de la arianización, y algo había que concederle al tal Tietz: los judíos saben instalar almacenes. Pero he aquí la diferencia, también: allí el cliente había de creer que era el rey, pero cuando entraba en la cancillería, el cliente sabía que allí tenía que inclinarse, al menos en espíritu, ante una cosa más grande. Yo nunca he sido partidario de que todos los visitantes anden con la cabeza gacha y hasta se arrastren por el suelo. El suelo del despacho puesto a mi disposición consistía en un conglomerado de tejidos de color verde oscuro, no eran alfombras sino una especie de revestimiento del piso, fabricado con un tejido de malísima calidad, como amazacotado; nadie se habría atrevido a confeccionarle con esa tela un uniforme de invierno al soldado alemán. Yo ya había visto en varias ocasiones ese tipo de suelos, al parecer era algo habitual, así que al menos no tenía que considerarlo una ofensa personal. Era sin duda un elemento constitutivo de esta época mezquina. En el futuro, me lo propuse firmemente, habría otros suelos para el trabajador alemán, para la familia alemana. Y otras paredes.
Las paredes eran delgadas como el papel, debido probablemente a la falta de materia prima. Yo tenía una mesa escritorio, a todas luces de segunda mano, y tenía que compartir la habitación con otra mesa, destinada probablemente a la mecanógrafa que me habían prometido. Di un hondo suspiro y miré por la ventana. La ventana daba a un aparcamiento con multicolores contenedores que tenían su razón de ser en la cuidadosa separación de basuras que se hacía, también probablemente debido a escasez de materia prima. No quise elucubrar sobre cuál de esos toneles había aportado el contenido con el que, en último término, se había confeccionado aquella mísera moqueta. Luego me reí silenciosamente a la vista de la amarga ironía del destino. Si en aquel entonces este pueblo se hubiera esforzado un poco más en el momento oportuno, hoy, con las materias primas de todos los países del Este, no tendría necesidad de andar recolectando basuras. Se habrían podido arrojar descuidadamente toda clase de desechos en dos contenedores o incluso en uno solo. No salía de mi asombro, no entendía nada. Esporádicamente aparecían ratas en el patio, alternándose con grupos de fumadores. Ratas, fumadores, ratas, fumadores, y así sucesivamente. Contemplé de nuevo mi modesta, casi mísera mesa de despacho y la pared barata, relativamente blanca, que había detrás. Uno podía colgar allí lo que quisiera, incluso un águila imperial de bronce: mejorar, no mejoraría. Ya podía estar uno contento si la pared no se derrumbaba con el peso. En el pasado tuve un despacho de cuatrocientos metros cuadrados, ahora el Führer del Reich de la Gran Alemania estaba instalado en una caja de zapatos. ¿Adónde había ido a parar el mundo? ¿Y qué había sido de mi mecanógrafa? Miré la hora. Eran las doce y media pasadas. Abrí la puerta y eché una mirada. No se veía a nadie excepto a una señora de mediana edad en traje de chaqueta. Se rió cuando me vio. —¡Ah, es usted! ¿Está ensayando ya? ¡Todos sentimos mucha curiosidad! —¡Dónde está mi secretaria! Se detuvo un momento para reflexionar. Luego dijo: —Estará a tiempo parcial, ¿no? Si es así probablemente vendrá sólo por las tardes. Hacia las dos. —¡Qué me dice! —exclamé desconcertado—. ¿Y qué hago yo hasta entonces? —No sé —dijo ella, y riendo se dio media vuelta para seguir su camino—; ¿una pequeña guerra relámpago tal vez? —Lo tendré en cuenta —dije en tono glacial. —¿De verdad? —Se paró y otra vez se dio la vuelta—. Pues qué bien. Me encantaría que hiciera uso de ello en su programa. ¡Aquí estamos todos embarcados en la misma empresa! Me fui otra vez a mi despacho y cerré la puerta. Sobre ambas mesas había una máquina de escribir sin rodillo delante de un televisor puesto allí probablemente por equivocación. Decidí seguir formándome en radiotelevisión, pero no encontré la cajita de control. Qué fastidio. Agarré furioso el teléfono…, pero luego volví a poner el auricular en su sitio. No sabía con quién tendría que ponerme en comunicación la central. En ese entorno, toda aquella moderna infrastructura técnica no me aportaba absolutamente nada. Suspiré y por un momento me asaltó la angustia y el desaliento. Pero fue un instante muy breve: aparté con decisión la tentación de la debilidad. Un político saca el máximo provecho de lo que tiene a su disposición. O de lo que no tiene, como en este caso. Bueno, también podía salir a la calle y contemplar entretanto al nuevo Pueblo Alemán. Salí a la puerta y miré alrededor. Enfrente había una pequeña zona verde, cuyos árboles de hoja caduca ya presentaban colores otoñales muy intensos. Seguían, a derecha e izquierda, otros edificios.
Mi mirada fue a caer sobre una loca que llevaba a su perro de la correa, caminando por el borde de esa franja verde, y estaba recogiendo lo que éste había soltado por detrás. Consideré un momento si ya estaría esterilizada, pero llegué a la conclusión de que en cualquier caso no podía ser muy representativa de Alemania. Tomé otra dirección y, al azar, tiré hacia la izquierda. En la pared había un distribuidor automático de cigarrillos en el que seguramente se proveían los fumadores que compartían el aparcamiento con las ratas. Pasé delante de él y junto a varios transeúntes. Era evidente que mi uniforme no molestaba a nadie, eso podía deberse a que tales cosas no parecían ser tan raras por allí. Me crucé con dos hombres en uniformes de la Wehrmacht, pasablemente imitados; con una enfermera y con dos médicos. Esa acumulación de personas disfrazadas me venía muy bien; ya no aprecio tanto el llamar la atención desde que una vez, cuando salí de la cárcel, sufrí una verdadera persecución por parte de mis partidarios. Hubo que engañarlos, en el más auténtico sentido de la palabra, con pequeñas maniobras, para poder tomarme un respiro sin que me molestaran los fotógrafos. Pero en este entorno especial hasta cierto punto actuaba como yo mismo, y sin embargo de incógnito; ideal para estudiar al pueblo, porque en presencia del Führer mucha gente no se comporta con la misma naturalidad. En esos casos digo siempre: «¡Por Dios, no se moleste!», pero precisamente el hombre de la calle nunca hace caso, claro. En mi época de Múnich, la gente modesta me tenía un apego terrible. Eso aquí no me habría gustado nada. Yo quería ver al alemán auténtico, genuino, al berlinés. Unos minutos después pasé por un edificio en obras. Hombres con casco iban y venían cansinamente; en lo esencial era igual que lo que yo conocía de mi época de miseria en Viena, cuando buscaba trabajo en las obras para ganarme el pan. Miré con curiosidad por la valla, esperaba poder ver cómo crecían las casas, pero por lo visto la técnica no había hecho demasiados progresos. En el piso superior, un capataz le echaba un rapapolvo a un muchacho joven, podría ser un estudiante obrero, un futuro arquitecto, una persona joven, llena de optimismo, como lo fui yo en tiempos. También él tenía que someterse a la violencia, pura y dura, que pesaba sobre el obrero; el mundo despiadado de las obras era hoy el mismo de antes. Ya podía aquel joven haber adquirido conocimientos de lingüística y de filosofía de la naturaleza: eso no contaba en aquel universo de cemento y acero. Por otra parte, aquello significaba también lo siguiente: la masa brutal, primitiva, seguía existiendo, yo sólo tenía que despertarla. Y la calidad de la sangre también parecía muy aprovechable. Continuando mi paseo observé los rostros que me salían al paso. En general no había habido muchos cambios. Las medidas tomadas durante mi gobierno parece que habían surtido efecto, aunque hubiesen quedado interrumpidas. Sobre todo apenas se veían mestizos. Se veían influencias orientales relativamente fuertes, a menudo elementos eslavos en los rostros, pero eso siempre había sido así en Berlín. Lo nuevo, en cambio, era un considerable elemento turco-árabe en el panorama callejero. Mujeres con pañuelos en la cabeza, turcos de avanzada edad con chaqueta y gorra de contrabandista. Sin embargo, era evidente que no se había producido una mezcla de sangres. Los turcos tenían aspecto de turcos, no se constataba una mejoría aportada por la sangre aria, aunque los turcos tenían seguramente un considerable interés en ella. No obstante, seguía sin explicarme qué hacían por la calle tantísimos turcos. Además, a esa hora. En cualquier caso, no se trataba, al parecer, de personal de servicio importado de Turquía; prisa no se apreciaba que tuvieran. Antes bien, su modo de andar dejaba entrever cierta indolencia. Un timbrazo me sacó de mis elucubraciones. Una campanada como la que se oye en los colegios al final de cada hora de clase o cuando termina la jornada escolar. Alcé la vista: en efecto, no lejos de allí había un centro escolar. Aceleré el paso y me senté en un banco vacío que había enfrente del edificio. Quizá se trataba de un recreo o de cualquier otra posibilidad que me permitiera observar más
de cerca a la juventud. Y efectivamente del edificio salía un río de gente, pero era por completo imposible identificar con cierta precisión el tipo de colegio. Pude distinguir algunos chicos, no parecía sin embargo que también hubiera chicas de la misma edad. Las que salían del edificio parecían alumnas de primaria o ya en edad de traer hijos al mundo. A lo mejor la ciencia había descubierto un camino para evitar esos desconcertantes años de la pubertad y catapultar inmediatamente, sobre todo a las jóvenes, a una edad fértil. La idea, en el fondo, se caía por su peso, puesto que el fortalecimiento físico durante largos años de juventud sólo tiene su sentido en el varón. Los espartanos de la Grecia clásica no lo hacían de otro modo. A favor de ello hablaba también, en cualquier caso, el hecho de que las jóvenes se vistieran poniendo de relieve su cuerpo, dando a entender así de modo inequívoco su deseo de buscar pareja para fundar una familia. Por otra parte, y eso me resultó otra vez muy extraño, las menos de ellas eran alemanas. Parecía tratarse de un colegio para jóvenes turcos que estudiaban en Alemania. Ya al cabo de pocos retazos de conversación se fue configurando un cuadro sorprendente, realmente casi satisfactorio. Pude observar, en efecto, de qué modo tan manifiesto se veía en aquellos estudiantes turcos que mis principios habían sido aceptados como correctos y transformados en directivas. A los jóvenes turcos sólo les enseñaban, eso saltaba a la vista, los conocimientos lingüísticos más elementales. Apenas se descubría una frase construida correctamente, aquello semejaba más bien una estacada lingüística, atravesada por una espiritual alambrada de espino y surcada de granadas mentales, como los campos de batalla del Somme. Lo que quedaba podía bastar a lo sumo para entenderse de modo precario, pero no para una resistencia organizada. A falta de un vocabulario suficiente, la mayor parte de las frases se completaban con amplia gesticulación; se empleaba un auténtico lenguaje mímico de acuerdo con las ideas que yo mismo había desarrollado y deseado: fue para Ucrania, ciertamente, para el territorio ruso conquistado, pero sin duda era igual de adecuada para cualquier otro grupo de población sometida. Además se había añadido, por lo visto, otra medida técnica, algo que yo, evidentemente, no había podido adivinar: al parecer, esos estudiantes turcos tenían que llevar en los oídos pequeños tapones destinados a impedir la entrada de información o de elementos del saber innecesarios. El principio era simple y parecía funcionar casi demasiado bien: algunas de esas jóvenes figuras a modo de estudiantes dirigían miradas de tal pobreza intelectual que apenas era posible imaginar qué actividad útil podrían desempeñar un día en la sociedad. En cualquier caso, la acera no la barrían ni ellos ni nadie, como pude comprobar con una rápida ojeada. Cuando los estudiantes de ambas razas me vieron, algunos de los rostros mostraron la alegría del reconocimiento. Era evidente que los colegiales de origen alemán me conocían, seguramente por las clases de historia; los de origen turco sacaban su saber de las profundidades del aparato de televisión. Ocurrió lo que tenía que ocurrir. Me identificaron otra vez equivocadamente con el «otro señor Stromberg», tuve que firmar algunos autógrafos y hacerme varias fotografías con diversos estudiantes. El revuelo no fue exagerado pero sí tan considerable que perdí transitoriamente la visión de conjunto y casi tuve la absurda impresión de que los estudiantes alemanes se expresaban también con el mismo elemental chapurreo. Cuando vi con el rabillo del ojo a otra chiflada que, con un cuidado verdaderamente extraordinario, recogía los distintos trozos de excrementos de su perro, consideré llegado el momento de retirarme al sosiego y a la soledad de mi despacho. Llevaba sentado unos diez minutos ante mi escritorio y contemplaba el último relevo de la guardia de fumadores y ratas cuando se abrió la puerta y entró una persona que posiblemente había dejado de pertenecer poco tiempo atrás a aquel grupo de colegialas de edad imprecisa. Pero llevaba ropa negra y larga en consonancia con sus cabellos largos, oscuros y lisos que peinaba con raya al lado. Y ciertamente, quién habría sabido apreciar mejor que yo la preferencia por lo oscuro, por lo negro
incluso; su efecto, muy en especial en las SS, era de gran elegancia. Pero a diferencia de mis hombres de las SS, aquella joven era de una palidez casi inquietante, lo que llamaba especialmente la atención porque usaba una barra de labios llamativamente oscura, casi azulada. —Pero ¡por Dios! —dije levantándome de un salto—, ¿se encuentra usted bien? ¿Tiene frío? Siéntese enseguida. Me miró impasible, masticando chicle, sacó después los dos tapones con cordones que llevaba en los oídos y dijo: —¿Hummm? Empecé a dudar de la teoría de los tapones para los turcos. Aquella joven no tenía nada de asiática; en otro momento yo tendría que ir al fondo de ese asunto. Y tampoco parecía tener frío; en cualquier caso, dejó resbalar por el hombro una mochila negra y se quitó el abrigo negro de entretiempo. Debajo llevaba ropa normal, si se exceptúa sólo que era también toda de color negro. —Vaya —dijo entonces, sin darle más vueltas a mi pregunta—, usted debe de ser el señor Hitler, digo yo. Y me tendió la mano. Le estreché la mano, me senté de nuevo y dije de modo algo cortante: —¿Y usted quién es? —Vera Krömeier —dijo—. ¡Esto es superguay! Oiga, ¿puedo hacerle enseguida una pregunta? ¿Es esto Mezod Actin 38? —Perdone, ¿cómo dice? —Que sí, joper, lo que hace también ese de Niro. Y el Pachino. Mezod Actin. ¡Cuando uno está del todo metido en su papel! —Mire, señorita Krömeier —dije con firmeza poniéndome de pie—, no sé exactamente de qué está hablando, pero decisivo es sobre todo que usted sepa de qué estoy hablando yo, y ahí… —Ahí tiusté más razón que un santo —dijo la señorita Krömeier sacándose con dos dedos el chicle de la boca—. ¿Anda por aquí alguna papelera? En eso casi nunca piensan. Miró en derredor, no descubrió ninguna papelera, se levantó diciendo «momento», se metió de nuevo el chicle en la boca y salió. Yo estaba un poco sin saber qué hacer en medio de la habitación. Luego volví a sentarme. Al poco rato regresó con una papelera vacía en la mano. La puso en el suelo, se sacó otra vez el chicle de la boca y lo dejó caer satisfecha en el cesto. —Vale —dijo—. Mejor. Luego se volvió hacia mí: —¿Y cuáles son sus planes, jefe? Suspiré. Así que ella también. No me quedaba sino empezar otra vez por el principio. —En primer lugar —dije—, no hay que decir «jefe» sino «Führer». Es decir, «mi Führer», si usted quiere. Y deseo que salude como es debido cuando entre aquí. —¿Que salude? —¡Con el Saludo Alemán, como es natural! ¡Levantando el brazo derecho! Comprendió, se le iluminó el rostro, y se puso de pie de un salto: —¡¿Qué le decía yo?! ¡Eso es, sí, eso exactamente! ¡Mezod Actin! ¿Quiere que se lo haga ahora mismo? Asentí. Salió por la puerta, la cerró, llamó con los nudillos, y cuando dije «¡Adelante!» entró, levantó el brazo en vertical y gritó: «¡BUENOS DÍAS, MI FÜHRER!» Y luego añadió: «Esto hay que
decirlo a gritos, ¿verdad? Lo vi una vez en una peli.» Luego hizo una pausa, asustada, y vociferó: «¿O HAY QUE DECIRLO TODO A GRITOS? CON ESE HITLER GRITABAN TODOS COMO LOCOS, ¿NO?» Me miró fijamente a la cara y dijo después con voz preocupada, pero en un volumen normal: —Lo he hecho mal otra vez, ¿a que sí? ¡Pues mire que lo siento! ¿Cogerá ahora a otra? —No —dije tranquilizándola—, está bien. No espero perfección de ningún compañero de raza. Sólo espero que dé lo mejor, cada uno en su puesto. Y usted me parece que está en el mejor camino para conseguirlo. Pero hágame un favor, se lo ruego. ¡No vuelva a gritar! —¡Como usted mande, mi Führer! —dijo ella. Y luego añadió—: Así es okey, ¿no? —Sí, muy bien —la alabé—. Aunque la mano debería ir un poco más hacia delante. Al fin y al cabo no está usted saludando en una escuela de pueblo. —Como usted mande, mi Führer. ¿Y ahora qué hacemos? —Primero —dije— enséñeme cómo se maneja este televisor. Luego quite de su mesa el suyo, aquí no le pagan para que vea la televisión. Y luego necesitamos una máquina de escribir decente para usted. No cualquier aparato, necesitamos el tipo de letra Antiqua 4 mm, y lo que escriba para mí lo escribe con un interlineado de un centímetro. De lo contrario sólo puedo leer el texto con gafas. —No sé escribir a máquina —dijo ella—, sólo sé con el pecé. Y si usted me lo quita, pues a ver qué hago. Pero, primero: con el ordenador sacamos todos los tamaños de letra que necesite. Y, segundo: puedo conectarle ya su ordenador. Y entonces me presentó una de las más asombrosas conquistas de la historia de la humanidad: el ordenador.
XII Capítulo
PRODUCE asombro una y otra vez que, en el ario, el elemento creador nunca se deje avasallar. A mí mismo, que conozco el principio desde hace mucho tiempo, siempre me sorprende su casi infalible acierto, incluso en las circunstancias más desfavorables. Dando por supuesto que el clima sea adecuado, naturalmente. Las discusiones más estúpidas han sido siempre las que tuve que sostener, ya antes, sobre aquellos germanos que vivían en los bosques en tiempos remotos, y nunca lo he negado: cuando hace frío, los germanos no hacen nada. Bueno, tal vez fuego para calentarse. Se ve en el noruego, en el sueco. Por esa razón, cuando me enteré, no me sorprendió el éxito que tiene últimamente el sueco con sus muebles. En su chapuza de Estado, el sueco se pasa la vida de todos modos buscando leña para hacer fuego, entonces no hay que extrañarse si de allí sale alguna vez una mesa o una silla. O eso que ellos llaman sistema social y que a millones de parásitos les lleva gratis la calefacción a sus casas de madera, de lo cual por cierto sólo resulta que se vuelven aún más blandengues y continúan sin hacer nada. No, el sueco presenta, junto con el suizo, lo peor del germano, pero es —cosa que no hay que perder de vista— por una sencilla razón: por el clima. Pero en cuanto el germano llega al sur, despierta en él infaliblemente la creatividad, la voluntad creadora; entonces construye la Acrópolis en Atenas, la Alhambra en España, las pirámides en Egipto, todo eso se sabe, pero de puro evidente es fácil pasarlo por alto, muchos sólo ven los edificios y no ven al ario. Y en América ocurre lo mismo: sin los alemanes emigrados, el americano no sería nada; yo he lamentado repetidas veces que en aquel entonces no les ofrecieran a los alemanes un territorio propio; a principios del siglo xx perdimos cientos de miles de emigrantes que se hicieron americanos. Cosa extraña —quiero señalar—, porque los menos de ellos se dedicaron al campo, para eso podrían haberse quedado aquí. Pero la mayor parte pensarían seguramente que aquel país era mucho más grande y que al poco tiempo les adjudicarían su propia granja, y durante el tiempo de espera tuvieron que ganarse el pan de otra manera. Y así aquella gente se puso a trabajar en pequeñas actividades artesanales, como zapateros o carpinteros o en la física atómica, lo que se presentaba. Y un tal Douglas Engelbart, su padre ya había emigrado a Washington, lo que es más meridional de lo que cree la gente, el joven Engelbart va después incluso a California, lo que es aún más meridional, y su sangre germánica le bulle en las venas con aquel calor y enseguida inventa ese aparato, el ratón. O sea: fantástico. He de decir que a mí eso de los ordenadores nunca me pareció de gran utilidad. Me enteré un poco de refilón del cacharro que ese Zuse había montado, creo que fue promovido también por algún ministerio, pero en su conjunto aquello fue una cosa para profesores gafotas. Para el frente, demasiado poco manejable; no me habría gustado ver a ese Zuse abriéndose paso, con su cerebro electrónico en forma de armario, por los pantanos de Prípiat. O en la operación paracaidista de Creta; aquel hombre habría caído como una piedra, habrían tenido que darle además un planeador de carga, ¿y para qué? En el fondo, aquello era cálculo mental mejorado; se puede decir lo que se quiera contra Schacht 39, pero lo que llevaba a cabo aquel aparato de Zuse lo habría calculado Schacht, medio dormido, después de
estar cuarenta y tres horas bajo fuego enemigo, y además untando al mismo tiempo de mantequilla una rebanada de pan de contrata. Por esa razón, cuando la señorita Krömeier me empujó hacia aquella pantalla, al principio me resistí. —¡Yo no tengo que entender estos aparatos —dije—, aquí la secretaria es usted! —Por eso se sienta usted aquí ahora mismo, mi Führer —dijo la señorita Krömeier, lo recuerdo como si fuera ayer—, porque, si no, luego viene lo de «Ayúdeme en esto» y «Ayúdeme en lo otro», y entonces a ver cuándo me dedico yo a mi propio trabajo. La verdad es que no siento aprecio alguno por ese tono, pero ese estilo casi grosero me recordó mucho cómo me enseñó a conducir Adolf Müller 40. Fue poco después de que a un chófer mío se le soltara una rueda durante el viaje; entonces Müller me reprendió con severidad, tengo que admitirlo, aunque seguramente no porque le importara gran cosa la causa nacional, sino porque tenía miedo de que, si yo me rompía la crisma, él perdía el encargo de imprimir el Völkischer Beobachter; Müller no era profesor de conducir, siempre fue sobre todo un hombre de negocios. Aunque tal vez soy injusto con él: según acabo de saber, parece que, nada más terminar la guerra, se pegó un tiro, y con un suicidio no se gana nada, a fin de cuentas. En cualquier caso, me llevó en su coche para que viera cómo se conduce correctamente o, en mi caso, lo que hay que tener en cuenta en un chófer. Fue una clase extraordinariamente valiosa, tanto como aprendí con aquel Müller no he aprendido con muchos profesores durante años. Además también quiero insistir aquí en que dejo que otras personas me digan algunas cosas, al menos cuando no se trata de los cretinos de siempre del Estado Mayor. Conducir un coche, sin duda lo saben hacer otros mejor que yo; pero si hay que rectificar una línea del frente o determinar cuánto tiempo se ofrece resistencia en una bolsa, eso sigo decidiéndolo yo y no un señor Paulus cualquiera que de pronto se echa a temblar y arroja la toalla. ¡Sólo de pensar en ello…! En fin. La próxima vez. En cualquier caso, debido a diversas reminiscencias, me declaré dispuesto a seguir las explicaciones de la señorita Krömeier, y tengo que decirlo: valió la pena. A mí me había intimidado sobre todo aquella máquina de escribir. Nunca he querido ser ni contable ni chupatintas, y mis libros siempre los he dictado. Sólo faltaba que me pusiera a teclear como cualquier estúpido cagatintas de una gaceta local, pero he aquí que llega esa maravilla del talento inventivo alemán: llegó ese aparato, el ratón. Pocos inventos ha habido tan geniales. Uno pasa el aparatito por encima de la mesa, y tal como uno lo va pasando por la mesa se va moviendo una mano pequeña por la pantalla. Y si se quiere tocar un punto de la imagen, uno aprieta el ratón y la manita ya está tocando el punto de la imagen. Es tan facilísimo que estaba realmente fascinado. Sin embargo, aquello habría sido sólo un divertido juguete si hubiera servido únicamente para simplificar diversas actividades de oficina. Pero resultó que aquel aparato era una asombrosa forma mixta. Se podía escribir, también era posible relacionarse, a través de una red de distribución, con todas las personas e instituciones que también estuvieran dispuestas a ello. Además —a diferencia del teléfono— muchos abonados no tenían que estar ellos mismos delante de su ordenador, sino que podían dejar allí cosas, de forma que durante su ausencia se podía echar mano de ellas; cualquier pequeño mercachifle lo hacía. Pero lo que a mí más me gustaba era que de allí se podían extraer periódicos, revistas, todas las formas imaginables del saber. Era como una inmensa biblioteca con horario ilimitado de apertura. ¡Cómo había echado yo eso de menos! Cuántas veces, después de una
dura jornada llena de difíciles decisiones relacionadas con la guerra, he querido leer algo a las dos de la madrugada. Y sí, el bueno de Bormann hacía lo que podía, pero ¿cuántos libros puede conseguir el jefe de la Cancillería del Reich? Además el sitio tampoco era ilimitado en la Wolfsschanze 41. En cambio, esa tecnología denominada «interred» lo ofrecía casi todo a cualquier hora del día y de la noche. Sólo había que buscarlo en un aparato llamado «Google» y tocar el resultado con ese magnífico ratón. Y al cabo de poco tiempo comprobé que, de una manera u otra, siempre iba a parar a la misma dirección: una obra de consulta perfectamente germánica llamada Wikipedia, fácil de reconocer como un neologismo formado con «enciclopedia» y la vieja sangre germánica de los exploradores vikingos. Eso era un proyecto ante el que casi se me saltaban las lágrimas. Porque allí nadie pensaba en sí mismo. Con verdadera entrega y abnegación, sólo por el bien de la nación alemana, innumerables personas compilaban todo género de saber sin pedir a cambio un solo pfennig. Era una especie de «Socorro Invernal» del saber, que mostraba que, cuando faltaba un partido nacionalsocialista, el pueblo alemán también se protegía instintivamente a sí mismo. Eso sí, había que tener ciertas reservas frente al saber y la experiencia de tales abnegados compatriotas. Así, sólo para poner un ejemplo, me enteré con gran regocijo de que mi vicecanciller Von Papen había afirmado en 1932 que, antes de que pasaran dos meses después de mi toma del poder, me tendrían tan aplastado contra la pared que tendría que gritar. Pero también se podía leer en interred que Von Papen pensaba llevar a cabo ese plan no en un plazo de dos, sino de tres meses, o también de seis semanas. A veces tenía además la intención no de ponerme contra la pared sino de arrinconarme. O también de acorralarme. Posiblemente tampoco iban a ponerme contra la pared sino a aplastarme contra ella, y la meta no era, lógicamente, que gritara sino que bramara. En último término, el ingenuo lector tenía que conjeturar él solo la verdad en el sentido de que Von Papen, en un periodo de tiempo de entre seis y doce semanas, pensaba presionarme de alguna manera hasta que yo soltara algún sonido agudo. Lo que en definitiva se acercaba asombrosamente a las verdaderas intenciones que tenía en aquella época ese estratega por designación propia. —¿Tiene ya una dirección? —preguntó la señorita Krömeier. —Vivo en un hotel —dije. —Para el e-mail. Para el correo electrónico. —Ése me lo envía usted también al hotel. —Así que no tiene —dijo ella, y escribió algo en su ordenador—. ¿Qué nombre le pongo? Le dirigí una severa mirada frunciendo el ceño. —¿Con qué nombre, mi Führer? —Con el mío —dije—, con cuál va a ser. —Eso seguramente será difícil-dijo ella, y escribió algo. —¿Y por qué puede ser difícil eso? —pregunté—. ¿Con qué nombre recibe usted su correo? —Con el nombre de Vulcania17 arroba net de e —dijo ella—. ¿No se lo dije?: su nombre está prohibido. —¿Cómo? —Puedo intentarlo con otros servidores, pero eso no cambiará mucho. Y si no está prohibido, ya se lo habrá apropiado algún chiflado. —¿Qué es eso de que se lo habrá apropiado? —pregunté irritado—, hay otras personas que se llaman Adolf Hitler, por supuesto. Hay también otras personas que se llaman Hans Müller. ¡Uno no puede reservarse un nombre!
Ella me miró, al principio ligeramente desconcertada, luego un poco como yo miraba muchas veces al anciano presidente del Reich, a Hindenburg. —Cada dirección existe una sola vez —dijo con firmeza, pero tan despacio como si tuviera miedo de que yo no pudiera seguir sus explicaciones. Luego volvió a escribir. »Aquí lo tenemos: Adolf punto Hitler está cogido —dijo—. Adolfitler de una pieza también, y Adolf barrabaja Hitler también, claro. —¿Qué es eso de barrabaja? ¿Qué barrabaja? —traté de averiguar—, ¡yo sólo conozco la barra fija! —Pero la señorita Krömeier ya escribía otra vez. —Pasa lo mismo con AHitler y ApuntoHitler —me hizo saber mientras seguía escribiendo—. Hitler solo y Adolf solo también. —Pues entonces hay que recuperarlo —dije con obstinación. —Ahí no se puede recuperar nada —respondió, impaciente. —¡Bormann habría podido! Si no, jamás habríamos conseguido todas las casas del Obersalzberg. ¿Cree usted que ese monte estaba antes completamente deshabitado? Allí vivía gente, claro, pero Bormann tenía sus métodos… —¿Prefiere que el señor Bormann se ocupe de su dirección electrónica? —preguntó la señorita Krömeier preocupada y también ligeramente ofendida. —Por desgracia, Bormann está ilocalizable de momento —admití. Y, para no desanimar a la tropa, añadí—: Estoy seguro de que usted hace todo lo posible. —Entonces sigo, si le parece —dijo—. ¿Cuál es su fecha de nacimiento? —El veinte de abril de mil ochocientos ochenta y nueve. —Hitler89 también ha volado, Hitler204…: nada, que no, que con su nombre no llegamos a ninguna parte. —¡Qué desfachatez! —dije. —¿Y si busca por ahí otro nombre? Yo tampoco me llamo Vulcaniadiecisiete. —Pero ¡esto es una barbaridad! ¡No soy ningún chiquilicuatro! —Pues así es en internet: el que primero llega se lo lleva. También puede elegir algo simbólico. —¿Un pseudónimo? —Algo por el estilo. —Entonces…, tome usted wolf, «lobo» —dije de mala gana. —¿Sólo wolf? Eso ya estará, seguro. Es demasiado fácil. —Entonces ponga, por todos los demonios, Wolfs… schanze. Lo escribió. —Ya está cogido. Wolfsschanze6 sí está libre aún. —¡Yo no soy Wolfsschanze6! —Espere un momento, qué otra cosa hay… ¿Cómo se llamaba el sitio ese? ¿Obasalzbach? —¡Berg! ¡Obersalzberg! Escribió. Luego dijo: —¡Que no! Obersalzberg6 tampoco lo querrá probablemente, ¿verdad? Y sin esperar respuesta, continuó: —Voy a probar con Cancillería del Reich. Eso le pega a usté. Y… sí, puede coger Cancilleríadelreich1.
—Cancillería del Reich, no —dije—, pruebe con «Nueva Cancillería. —Ésa por lo menos me gustaba. Tecleó de nuevo. —¡Gool! —exclamó—. Eso es posible. Luego me miró. Seguramente yo parecía algo desmoralizado en aquel instante, en cualquier caso se vio en la obligación de decir con tono de consuelo, casi maternal: —¡No ponga esa cara! Recibirá su correo en la Nueva Cancillería. ¡Suena de cine! —Hizo una pausa, sacudió la cabeza y añadió—: Si me permite que le diga: lo hace usted súper, de verdad. ¡Convincente a más no poder! Tengo que tener un cuidado loco para no pensar que usted vivió realmente allí… Durante un momento ninguno de los dos dijo nada, mientras ella introducía más cosas en el ordenador. —¿Quién supervisa todo esto, en el fondo? —pregunté entonces-… Porque ya no hay Ministerio de Propaganda. —Nadie —dijo ella. Luego insistió, cautelosamente—: Pero… Usted lo sabe, ¿no? Es porque forma parte de su papel, ¿no? Quiero decir: que yo tenga que explicárselo todo como si alguien lo hubiera descongelado ayer. —No le debo ninguna explicación —dije un poco más bruscamente de lo que me había propuesto —, responda a mi pregunta. —No —dijo suspirando—, esto funciona todo de un modo bastante desordenado, mi Führer. ¡No estamos en China, oiga! ¡Allí tienen censura! —Bueno es saberlo —dije.
XIII Capítulo
ME alegró no haberme enterado de cómo dividieron el Reich las potencias vencedoras después de la guerra. Si hubiera estado presente, ver aquello me habría partido el alma. Pero también hay que decir que, dado el estado en que se encontraba el país por aquellas fechas, el asunto ni mejoraba ni empeoraba el guiso. Sobre todo porque, como pude deducir por los documentos —sesgados sin duda por la propaganda—, guisar, se guisaba poquísimo. El invierno de 1946 parece que fue poco agradable en general. Yo, mirándolo bien, no veo nada malo en ello: según el viejo ideal espartano de educación, el rigor implacable sigue produciendo los niños y los pueblos más fuertes, y un invierno de hambre que se graba despiadadamente en la memoria de una nación velará con tanta más tenacidad por que en el futuro ese pueblo se lo piense mejor antes de perder otra guerra mundial. Si he de creer a los historiadores democráticos, después de que yo abandonara la política activa a finales de abril de 1945 se siguió combatiendo apenas una mísera semana. Es impresentable. La resistencia de la guerrilla organizada por Himmler, los Werwölfe, fue prohibida por Dönitz, y las instalaciones de los búnkeres, que a Bormann le costaron tan caras, no fueron utilizadas adecuadamente. Bueno, que el ruso lanzaría sobre Berlín sus masas de pueblos, sin importarle cuántas vidas humanas iba a cobrarse aquello, con eso siempre se había contado. Pero he de admitir que estuve buscando en los documentos, con cierta alegría previa, la serie de terribles sorpresas con que se habían tropezado aquellos insolentes americanos, pero para mi hondísimo desengaño tuve que comprobar que no hubo ninguna. Una tragedia. Otra vez quedó comprobado lo que yo escribí en 1924: que al final de una guerra los elementos más valiosos del pueblo han caído generosamente en el frente y sólo quedan los desechos mediocres y de baja calidad, que naturalmente se tienen por demasiado valiosos o incluso, cosa absurda, por demasiado finos para organizarles desde la clandestinidad un baño de sangre por todo lo alto a los americanos. Y también admito otra cosa: llegado a este punto de mis reflexiones hice una anotación. Es interesante cómo, con cierta distancia, uno puede contemplar las cosas de manera completamente distinta. Habiendo sido yo mismo quien llamó la atención sobre esa circunstancia de la temprana muerte de los mejores elementos del pueblo, era extraño que hubiese podido creer que en esta guerra iba a ser distinto. Así que anoté concienzudamente: «Próxima guerra: ¡primero los peores!» Luego, cuando me vino la idea de que una ofensiva inicial de los peores posiblemente no aportaría el éxito deseado, corregí la nota con «los mediocres primero», luego con «los mejores primero, pero después cambiarlos a tiempo por mediocres y, si hubiese lugar, por los peores», para añadir después otra vez «mezclar también desde bastante buenos hasta buenísimos». Al final lo taché todo una vez más, escribí «repartir mejor los buenos, los mediocres y los peores», y aplacé la solución del problema. Contra lo que supone la gente de mente estrecha, el Führer no tiene que saber siempre enseguida la respuesta adecuada, sólo ha de tenerla preparada en el momento oportuno, en este caso, digamos, preparada para cuando estalle la próxima guerra.
El transcurso de los acontecimientos tras la denigrante capitulación de ese inepto de Dönitz solamente me produjo una sorpresa relativa. Los aliados se pelearon por el botín, en efecto, tal y como yo lo había previsto; pero, lamentablemente, no dejaron por eso de hacer el reparto. El ruso se quedó con su parte de Polonia y, a cambio, regaló generosamente al polaco Silesia; Austria, con varios socialdemócratas a la cabeza, se quitó de en medio optando por la neutralidad. En el resto de Alemania, simulando una especie de elecciones, instalaron unos gobiernos fantoches, más o menos disfrazados, al mando de unos personajes como los antiguos presidiarios Adenauer 42 y Honecker 43, el rollizo economista adivino Erhard 44 o —tampoco fue una gran sorpresa— Kiesinger 45, uno de aquellos centenares de miles de individuos tibios y mediocres que en 1933 aún pudieron entrar a toda prisa en el partido. Quiero decir que me causó cierta satisfacción leer que, para aquella veleta al viento de las ideologías, fue precisamente esa afiliación al partido la causa de su ruina. Por supuesto, las potencias vencedoras también realizaron su viejo proyecto de inyectar al pueblo un federalismo totalmente exagerado, para garantizar la disensión permanente dentro de la nación. Había, claro, numerosos estados federales —así los llamaban—, que al momento se entrometían en todos los asuntos de los demás y pulverizaban las resoluciones que tomaba el absolutamente inepto Parlamento federal. Esa medida hasta llegó a dejar la huella más absurda y duradera precisamente en mi querida Baviera. Allí, donde yo había colocado la primera piedra de mi movimiento, se admiraba a los más estúpidos fanfarrones, que trataban de ocultar su hipócrita religiosidad y su permanente venalidad vaciando y agitando grandes jarras de cerveza y en los que la esporádica visita de burdeles era lo más honrado. En el norte del país se había instalado en cambio la socialdemocracia, que estaba transformando su esfera de dominio en un gigantesco hogar romántico-social para afiliados y que para ello dilapidaba a manos llenas el peculio nacional. El resto de las figuras de esa república me parecieron todas en la misma medida poco dignas de mención, se trataba de la habitual turba charlatana de políticos parlamentarios cuyos representantes más funestos, como ya ocurriera tras la Primera Guerra Mundial, eran nombrados cancilleres con la mayor urgencia. Tiene que haber sido un «bromazo» especial del destino que precisamente eligiera al más tosco y cebón 46 de todos esos microbios intelectuales para lanzarle al amplio regazo la llamada reunificación. Hay que admitir que esa presunta «reunificación» fue una de las pocas mentiras propagandísticas extraordinariamente bien hechas de esa república: porque para una auténtica reunificación faltaban algunos componentes no del todo irrelevantes, como justamente aquella Silesia regalada a los polacos, pero también Alsacia-Lorena o Austria. Puede comprobarse ya lo precario de la actuación de aquellos actores gubernamentales en el hecho de que todo lo que lograron fue quitarle al ruso, en aquella época bastante debilitado, unos cuantos kilómetros cuadrados completamente depauperados, y no en cambio al enemigo secular francés una próspera región que habría hecho avanzar realmente al país. Sin embargo, cuanto mayor es la mentira, tanto más se le presta crédito: en agradecimiento por su heroica hazaña de la «reunificación» aquel ocupante del puesto de canciller pudo «gobernar» el país durante dieciséis años, cuatro más que yo. Inconcebible. Y eso que aquel hombre se parecía a Göring después de la toma de un quintal métrico de Barbital. Su apariencia física, ya de por sí, lo dejaba a uno paralizado. Quince años he trabajado para tener un partido de vigorosa apariencia y ahora leo que se puede administrar igual de bien este país envuelto en una chaqueta de punto. Sólo me alegró que Goebbels no llegara a saberlo. El pobre hombre ardería de vergüenza en la tumba hasta que saliera humo de la madre tierra alemana. El enemigo secular francés se había convertido entretanto en nuestro más íntimo amigo. A cada
instante se abrazaban aquellos fantoches del gobierno y juraban que nunca más volverían a pelearse como auténticos hombres. Esa firme voluntad fue cimentada en una alianza europea, semejante a esas pandillas que forman a veces los colegiales. Esa pandilla pasaba el tiempo discutiendo quién tenía más derecho a ser el jefe y quién tenía que aportar golosinas, y cuántas. La parte oriental del continente trataba por su parte de imitar las estupideces de la parte occidental, aunque con una diferencia: allí no se discutía en absoluto, porque de lo que se trataba era, única y exclusivamente, de bailarle el agua a las dictaduras bolcheviques. Mientras leía tales cosas me puse tan malísimo que varias veces pensé que vomitaría. Pero luego no tenía ganas. Que en occidente se dedicaran fundamentalmente a pelearse como niños era debido a que de las cosas más importantes se ocupaban los financieros judíos norteamericanos, que allí seguían llevando la batuta. Se habían asegurado, de entre la masa restante alemana, los servicios de aquel blandengue de Sturmbannführer Wernher von Braun 47, un oportunista al que yo siempre consideré un tipo poco fiable y que, como era de esperar, estuvo inmediatamente dispuesto a vender al mejor postor sus conocimientos adquiridos en la producción de nuestros V2. Sus cohetes garantizaban el transporte de las armas de destrucción masiva americanas y con ello la hegemonía mundial, lo que —eso fue lo desconcertante— en menos de cuarenta y cinco años llevó en el Este a la bancarrota del modelo judeobolchevique. Y tengo que confesar abiertamente que eso, al principio, me desconcertó muchísimo. ¿Qué añagaza podía estar escondida detrás de todo aquello? ¿Desde cuándo el judío arruinaba al judío? El enigma tuvo que quedar de momento sin resolver. El hecho incontestable era el siguiente: a consecuencia de la eliminación de los sistemas de dominio bolcheviques se había entregado un tratado de paz y la independencia al régimen títere alemán. Por supuesto que sin cohetes propios no se podía hablar de auténtica independencia. Al contrario, los gobiernos de todos los colores no se empeñaban en tener un armamento sólido sino en implicarse más y más en los conflictos europeos, lo que facilitó en extremo la política exterior; en el fondo, docenas de amables deferencias prescribían lo que había que hacer: se podría haber confiado igual el gobierno a un niño de cinco años. La única ideología imperante consistía en una expansión totalmente inmoderada de esa alianza infantil, lo que llevó a que prácticamente todos pertenecieran a ella, incluso los más subdesarrollados pobladores de las regiones marginales europeas. Pero cuando todo el mundo está en el mismo club, ya no significa nada especial ser socio. Quien quiere entonces buscar ventajas asociándose a otros ha de fundar un nuevo club dentro del club. Tales aspiraciones las hubo también allí, como era de esperar; los más fuertes ya reflexionaban sobre cómo agruparse en un club propio o cómo excluir a los más débiles, lo que lógicamente convertía en un absurdo completo el club originario. Sin embargo, la actualidad alemana aparecía verdaderamente estremecedora. A la cabeza del país estaba una mujer fondona con el poder de irradiación optimista de un sauce llorón, una mujer que se desacreditaba ella misma por haber participado en la pesadilla bolchevique del este alemán durante treinta y seis años sin que su entorno hubiese podido percibir en ella el menor asomo de malestar. Se había unido a los bebedores sentimentales bávaros, una copia lamentable —eso me parecía a mí— del nacionalsocialismo, que embellecía unos elementos a medio hacer, de apariencia social, no con ideología nacional sino con la vieja y bien conocida actitud ultramontana de reptar ante el Vaticano que en tiempos pasados tenían los elementos del Zentrum, el partido católico. Otras lagunas del programa se rellenaban con Cazadores de Montaña y con bandas de música; aquello era tan mezquino que uno tenía ganas de deshacer a porrazo limpio las filas de aquella gentuza embustera. Pero como eso aún no bastaba para gobernar, la mujer del Este eligió otra agrupación que constaba
de jovencitos faltos de consejo y orientación y que se permitían tener, como mascota, un ministro de Asuntos Exteriores impresentable en todos los aspectos. Era característico de aquellos miembros del partido de jovencitos que a cada movimiento se les salía por los poros su inseguridad e inexperiencia. Nadie en el mundo habría confiado a tales cobardes figuras ni una caja de chinchetas si hubiera habido siquiera un asomo de alternativa. Pero no lo había. A la vista de la socialdemocracia me venían lágrimas a los ojos cuando pensaba por ejemplo en un Otto Wels, en un Paul Löbe. Por supuesto, habían sido individuos sin patria, bribones, de eso no cabe duda, pero bribones con cierto porte. Hoy la socialdemocracia estaba dirigida por un impertinente flan bamboleante y por una insípida gallina cebona. Quien buscaba sus esperanzas más a la izquierda se veía incluso completamente traicionado. Allí no había ni uno que supiera cómo se rompía una jarra de cerveza sobre la cabeza del adversario político; el jefe de aquella pocilga tenía además más miedo por el barniz de su coche deportivo que por los problemas de sus partidarios. El único rayo de esperanza en todo aquel desastre democrático era un extraño partido que se llamaba «Los Verdes». Allí había también, claro, estúpidos pacifistas perfectamente ingenuos; pero hasta nuestro movimiento tuvo que deshacerse en 1934 de sus SA, un mal asunto, pero necesario, con el que desde luego no nos cubrimos de gloria pero al menos nos libramos de Röhm 48. No, lo que me agradó relativamente en esos Verdes fue que disponían de un fundamento de cuya existencia no habría podido saber entonces el NSDAP, pero cuya toma en consideración no podía parecerme mal. Después de la guerra, debido a una enorme industrialización y motorización, se habían producido daños considerables en el país, en el aire, en la tierra, en las personas. Esos Verdes se habían consagrado plenamente a la protección del medio ambiente alemán, y también a la protección de las montañas bávaras, a las que yo había cobrado tanta afición y cuyos bosques habían quedado, al parecer, muy resentidos. Una estupidez, sin embargo, era el rechazo de la energía atómica, con la que se podían hacer cosas fabulosas; doblemente lamentable era que, debido a algunos incidentes ocurridos en Japón, casi todos los partidos se hubieran decidido a prescindir de ella, y a perder así el acceso a material fisionable apto para la guerra. Pero en lo militar, a esa república no se la podía tener en cuenta de todos modos. A lo largo de decenios, toda aquella nulidad de políticos habían arruinado y desmoralizado de tal manera al mejor ejército del mundo que uno habría querido ponerlos a todos contra el paredón. Sí, claro, yo mismo he repetido y recomendado insistentemente que no se debe eliminar del todo al Este, que allí siempre debe haber cierto conflicto, que un pueblo sano necesita una guerra cada veinticinco años para renovar la sangre. Pero lo que ocurrió en aquel Afganistán no fue un conflicto permanente para fortalecer a la tropa: fue una perfecta tomadura de pelo. Aquellos datos impecables en cuanto al número de víctimas no se debían —como yo supuse al principio— a una extraordinaria superioridad técnica sino a que sólo habían enviado allí a un puñado de hombres. Desde el punto de vista militar, la empresa era —eso estaba claro ya a primera vista— muy problemática; la cantidad de tropas enviadas no se ajustaba tampoco al objetivo que se quería alcanzar sino que, conforme al mejor estilo parlamentario, se fijaba en función de que no surgiese el descontento ni en la población ni entre los «aliados». Como era de esperar, no se logró ni lo uno ni lo otro. El único resultado fue que la muerte heroica, el más noble final en la vida de un soldado, prácticamente ya no se daba. Se celebraban solemnes funerales, cuando lo indicado habrían sido festejos públicos; el Pueblo Alemán llegó a considerar lo más normal del mundo que los soldados regresaran del frente, ¡y a lo mejor incluso ilesos! Sólo una cosa era realmente satisfactoria: el judío alemán, al cabo de sesenta años, aún seguía diezmado. Aún se contabilizaban alrededor de cien mil, una quinta parte escasa de los que había en
1933; la pesadumbre que eso causaba se mantenía dentro de unos límites, lo que parecía lógico, pero que no era totalmente de esperar. Si se tiene en cuenta la avalancha de protestas que causaba por ejemplo la lenta desaparición del bosque alemán, se habría podido considerar posible que hubiera una especie de «repoblación forestal» semita. Sin embargo, hasta lo que yo sé, nuevas colonias judías y el restablecimiento de la situación anterior —que por sentimentalismo estaba tan generalizado sobre todo con los edificios (la Frauenkirche y la Ópera Semper, en Dresde, y muchos más)— brillaron por su ausencia. No cabe duda de que la creación del Estado de Israel había contribuido hasta cierto punto a descongestionar esto; con mucho sentido común se había situado ese Estado en medio de pueblos árabes, de manera que, a lo largo de décadas, de siglos, todos los implicados estuviesen incansablemente a vueltas con ellos mismos. La consecuencia —no intencionada por supuesto— de la disminución del número de judíos fue lo que se dio en llamar «milagro económico». La historiografía democrática lo atribuyó, como es natural, al gordinflón de Erhard y a sus cómplices angloamericanos, pero cualquier persona normal podía ver que ese bienestar coincidía con la desaparición de los parásitos judíos. Quien aún no quería creerlo sólo tenía que mirar a la parte oriental del país, donde — el colmo de la estupidez— se había importado durante décadas al bolchevique y sus doctrinas judías. Del mismo modo se habría podido encomendar allí la administración a una horda de monos degenerados; ellos lo habrían hecho mejor. La llamada reunificación no había cambiado nada, todo lo más se tenía la impresión de haber cambiado los monos por otros monos. Había una masa de millones de parados y una rabia sorda entre la gente, un descontento con la situación que me recordaba a 1930, sólo que en aquel entonces aún no había para ello estas palabras certeras: «hastío de la política»; significaba que a un pueblo como al alemán no se le podía dar gato por liebre durante un tiempo ilimitado. Dicho de otra manera: en su conjunto, para mí el estado de cosas era estupendo. Tan estupendo que enseguida decidí examinar más detenidamente la situación en el extranjero. Por desgracia, un mensaje urgente me lo impidió. Un desconocido se dirigía a mí con un problema militar, y como de momento no tenía que dirigir un Estado, decidí ayudar a ese compatriota a corto plazo. Las siguientes tres horas y media las pasé con un simulacro de rastreador de minas llamado Buscaminas.
XIV Capítulo
LLEGADO a este punto oigo, naturalmente, el coro de los puntillosos oficiales que claman a voz en grito: ¿cómo puede ir el Führer del movimiento nacionalsocialista al programa televisivo de un Alí Wizgür? Y puedo comprender esa pregunta si uno la plantea, digamos, desde una perspectiva artística, porque, como es natural, no se puede desfigurar mediante la política una gran obra de arte. Tampoco se completa La Gioconda con una cruz gamada. Pero la charla insustancial de un animador cualquiera —lo que era a fin de cuentas el tal Wizgür— nunca podrá contar entre los grandes valores de la cultura, más bien lo contrario. Pero si los reparos vienen de un sector que teme que la causa nacional sufra menoscabo al presentarla en un marco como ése, seguramente de bajísimo nivel, entonces he de replicar que hay cosas que la mayoría de la gente no puede comprender ni tampoco juzgar desde un punto de vista puramente intelectual. Es un asunto en el que, para decirlo con claridad, hay que confiar en el genio del Führer. Tengo que confesar que en aquel momento yo era víctima de una especie de malentendido. Personalmente, por aquellas fechas todavía estaba convencido de que la señora Bellini y yo queríamos trabajar juntos en la realización de mi programa, por el bien de Alemania. De hecho, sin embargo, la señora Bellini sólo hablaba todo el tiempo de mi hipotético programa escénico. Pero por eso justamente se puede comprobar una vez más que el talento puro, innato, el instinto de un Führer, es infinitamente superior al saber adquirido. Mientras que el científico, con sus laboriosos cálculos, el político parlamentario, con sus esfuerzos por que se cumplan sus objetivos, se distrae demasiado fácilmente con cosas de poca monta, quien tiene verdadera vocación percibe de modo subliminal la llamada del destino, incluso cuando un nombre como Alí Wizgür parece estar en perfecta contradicción con ella. Creo, en efecto, que la providencia intervino ahí como lo hizo en 1941, cuando, en Rusia, una prematura y durísima irrupción del invierno frenó la ofensiva antes de que avanzáramos más al interior, y así nos regaló la victoria. O nos la habría regalado si mis ineptos generales… Pero ya no me altero por eso. La próxima vez acometo la empresa de muy distinta manera, con un Estado Mayor adicto y leal, criado y crecido en las filas de mis SS: entonces todo es un juego de niños. Pero en el caso de Wizgür el destino se sirvió del malentendido para acelerar mi decisión. Porque yo, y que tomen nota de esto los escrupulosos, yo habría ido también a su emisión si hubiera sabido de qué producto se trataba, pero, eso sí, después de un tiempo de reflexión que tal vez me habría hecho perder la ocasión. Ya muy pronto le expliqué a Goebbels que, si fuese necesario, estaría dispuesto a hacer el payaso con tal de atraer la atención de la gente. Porque no se puede ganar la voluntad de alguien que no escucha. Y escuchadores me aportó el tal Wizgür por cientos de miles. Aquel Wizgür, si bien se mira, era uno de esos «artistas» que sólo puede engendrar una democracia burguesa. Debido al cruce genético, se unían en él la apariencia extranjera, incluso asiática, con un alemán impecable, aunque el acento resultaba difícilmente soportable. Y precisamente esa mezcla era, por lo visto, lo que facilitaba su función al tal Wizgür. Semejaba un poco la de
aquellos actores blancos que en Estados Unidos se embadurnan de negro para que les den papeles de negros estúpidos. El paralelismo saltaba a la vista, pero en este caso no se trataba de consumir chistes de negros sino de extranjeros. Parecía ser tan grande la necesidad de ese tipo de chistes que había varios de esos comediantes raciales. No lo entendía. Para mí, el chiste racial o de extranjeros es una contradicción en sí misma. Para explicar esto puede servir un chistecito que me contó un camarada en 1922: Se encuentran dos veteranos. —¿Dónde le han herido a usted? —pregunta uno. —En los Dardanelos —dice el otro. El primero responde: —¡Ahí precisamente dicen que duele muchísimo! Un gracioso malentendido que puede contar cualquier soldado sin mayores dificultades. Con un trueque de personajes, hasta se llega a variar el efecto aleccionador. Éste puede incluso aumentar si, cuando se reparten los papeles, se asigna el del hombre que pregunta a un notorio sabelotodo, por ejemplo a Roosevelt o a Bethmann-Hollweg 49. Pero si se supone que el tonto que pregunta no es un veterano sino un pececito plateado, ya no resulta divertido, porque todos los oyentes piensan: ¿cómo va a saber el pez plateado dónde están los Dardanelos? Un tonto que hace tonterías no es divertido. Un buen chiste ha de sorprender para que pueda desplegar a gran escala su efecto aleccionador. Y desde luego no puede sorprender que un turco sea un papanatas. Por otra parte, si el turco adoptara siempre en el chiste el papel de un científico genial, entonces, ya sólo por lo absurdo, tendría asegurado un éxito de hilaridad. Tales chistes, sin embargo, no los contaba ni el señor Wizgür ni ninguno de sus colegas. En ese oficio eran habituales las bufonadas y anécdotas en torno a extranjeros de poca o ninguna cultura que, en una jerga infame, chapurreaban cosas apenas inteligibles. Al mismo tiempo saltaba a la vista la usual mendacidad democrática de esa sociedad «liberal»: mientras que se consideraba reprobable medir por el mismo rasero a todos los extranjeros y por eso los humoristas políticos alemanes tenían que llevar a cabo una estricta separación de los distintos tipos, Wizgür y sus dudosos consortes siempre podían meter en el mismo saco, según les viniera en gana, a indios, árabes, turcos, polacos, griegos, italianos, con tal de que tuviesen cierta semejanza entre ellos. A mí, desde luego, esa manera de actuar me resultaba muy oportuna, incluso en doble medida. El numeroso público del señor Wizgür me garantizaba también a mí muchos espectadores atentos; además, debido a la calidad de esos chistes, se podía dar por descontado que el público era en su mayor parte de sangre alemana. No porque los espectadores alemanes tuvieran una especial conciencia nacional, por desgracia, sino al revés, porque los turcos son un pueblo sencillo y orgulloso que, aunque gustan de contemplar la farsa sincera, interpretada por todo género de papanatas, sin embargo no tolera que los aleccionen y embromen sus antiguos compatriotas emigrados. Es esencial para el turco contar en todo momento con la estima y el respeto de su entorno: eso es incompatible con el papel de mentecato. Así pues, considero esa forma de humor tan innecesaria como deplorable. Quien tiene ratas en casa no busca a un payaso sino al destructor de sabandijas. Pero cuando eso parecía necesario se trataba de mostrar, desde la primera salida a escena, que un alemán hecho y derecho, para guasearse de los miembros de razas inferiores, no necesitaba la ayuda de cómplices extranjeros. Cuando llegué al estudio se me acercó una joven. Tenía pinta de deportista, uno la habría tomado por una joven ayudante de la Wehrmacht, pero desde mi experiencia con la tal Özlem había decidido
ser algo más prudente. La joven estaba intensamente cableada, llevaba una especie de micrófono ante la boca y en general daba la impresión de que venía directamente de la jefatura de aviación. —Hola —dijo la joven tendiéndome la mano—, soy Jenny. Y tú eres seguro… —Y aquí dudó un poco—. ¿Adolf…? Durante un instante consideré lo que significaba esa familiaridad tan directa, incluso tan burda. Por otra parte, no pareció extrañar a nadie. La realidad es que ése fue mi primer contacto con la jerga del quehacer televisivo. Por lo visto, allí se opinaba, como vería después, que la experiencia del trabajo en una emisión tenía algo vinculante, de modo muy parecido al común combate en la trinchera, y que a partir de ese momento se formaba parte de una federación de combatientes cuyos miembros se prometían fidelidad y tuteo hasta la muerte o, al menos, hasta que finalizara la emisión correspondiente. Esa manera de abordar el trabajo me pareció al principio inapropiada, aunque por otro lado había que considerar, como circunstancia atenuante, que la generación de esa Jenny aún no había podido vivir la auténtica experiencia del frente. Pensé que yo cambiaría eso a medio plazo, pero de momento decidí adaptarme a aquel tono familiar y tranquilicé a la joven diciéndole: —Puedes llamarme tío Wolf. Frunció un momento el entrecejo y dijo: —Bueno, señor, hummm, tío…, ¿quiere pasar conmigo a maquillaje? —Claro —dije, y la seguí por las catacumbas de la emisora al tiempo que se apretaba contra la boca su varita del micrófono y decía «Elke, ya vamos para allá». En silencio, recorrimos los pasillos. —¿Ha estado ya alguna vez en televisión? —preguntó entonces. Comprendí que ahora no era indicado el tuteo. Seguramente el aura del Führer la había intimidado. —Varias veces —dije—, pero hace bastante tiempo. —¡Ah! —dijo—, ¿le habré visto ya alguna vez? —Creo que no —conjeturé—, fue también aquí en Berlín, en el estadio olímpico… —¿Era usted el telonero de Mario Barth? —¿Que yo era qué? —pregunté, pero ella ya llevaba rato sin escuchar. —Me llamó usted la atención enseguida, fue súper la que organizó entonces. Me alegra muchísimo que haya dado el salto. Pero lo que hace ahora es diferente, ¿no? —Es… Muy distinto —confirmé vacilante—, los Juegos se terminaron hace ya bastante tiempo… —Hemos llegado —dijo la señorita Jenny, y abrió una puerta detrás de la cual había un tocador—, le dejo con Elke. Elke, éste es…, hummm, el tío Rolf. —Wolf —corregí—, tío Wolf. Elke, una mujer en la cuarentena y de respetable apariencia, arrugó la frente y me miró primero a mí, luego un papel que había junto a sus adminículos. —Yo no tengo aquí a ningún Wolf. En mi lista viene ahora Hitler —dijo. Me tendió la mano, dijo: «Soy Elke», y luego: «¿Tú eres…?» Al parecer había llegado otra vez a la trinchera del tuteo, pero me parecía que la señora Elke estaba en una edad demasiado avanzada para que yo fuera el tío Wolf. —El señor Hitler —decidí. —De acuerdo, señor Hitler —dijo la señora Elke—, siéntate. ¿Deseos especiales? ¿O me pongo sin más a trabajar? —Confío totalmente en usted —dije, y tomé asiento—. No puedo ocuparme de todo. —Así debe ser —dijo la señora Elke y, para proteger el uniforme, me puso una bata. Luego me
miró a la cara—. Tiene usted un cutis estupendo —encomió, y agarró la polvera—. Muchas personas de su edad beben poquísimo. Tendría usted que ver el rostro de Balder… —Yo bebo sobre todo agua de la fuente —confirmé—. Es una falta de responsabilidad dañar el cuerpo del pueblo. La señora Elke dio una especie de bufido y hundió el cuartito y a nosotros dos en una inmensa nube de polvo. —Perdón —dijo—, arreglo esto enseguida. Luego, con una pequeña aspiradora, empezó a aspirar la nube y a dejar limpio el uniforme. Cuando estaba desempolvando grandes partes de mi peinado se abrió la puerta. En el espejo vi entrar a Alí Wizgür. Tosió. —¿Pertenece el lanzanieblas al programa? —preguntó. —No —dije. —Ha sido culpa mía —dijo la señora Elke—, pero ya lo estamos arreglando. Eso me gustó. Nada de evasivas, nada de pretextos, sino admitir estoicamente las faltas y deshacer lo hecho en responsabilidad propia. Una y otra vez era alentador ver que en las décadas pasadas el núcleo racial alemán no se había hundido totalmente en las aguas pantanosas heredadas de la democracia. —Súper —dijo Wizgür, y me tendió la mano—. La señora Bellini ya me ha dicho que eres un fenómeno lanzando venablos. Soy Alí. Saqué la mano libre de polvos de debajo de la bata y estreché la suya. De mi pelo caían pequeñas avalanchas. —Mucho gusto. Me llamo Hitler. —¿Y qué tal? ¿Marcha todo bien? ¿Sin problemas? —Creo que sí. ¿No es así, señora Elke? —Enseguida termino —dijo la señora Elke. —Acojonante, el uniforme —dijo Wizgür—. ¡Qué tío! Parece realmente auténtico. ¿Dónde se consigue algo así? —No, muy fácil no es —reflexioné—, al final iba casi siempre donde Josef Landolt, en Múnich… —Landolt —caviló Wizgür—; no me suena. Pero Múnich…: ¿será entonces el de Pro Sieben? Disponen de varios proveedores fantásticos. —Se habrá retirado seguramente —conjeturé. —Ya lo veo, esto va a completarse de miedo, tú con la parte nazi y yo. Aunque, claro, el número del nazismo no es completamente nuevo. —Y eso qué importa —comenté suspicaz. —No, no, claro, ese número siempre es bueno —dijo él—. No importa en absoluto. Todo se ha hecho ya alguna vez… La martingala esta de los extranjeros la descubrí en Nueva York; en los noventa era allí el último grito. ¿De dónde has sacado tú el tema del Führer? —En último término, de los germanos —dije. Wizgür se echó a reír. —La Bellini tiene razón, llevas tu tema adelante sin concesiones. Ok, nos vemos después. ¿Necesitas alguna frase para darte el pie? ¿O he de tocar algún tema antes de anunciarte? —No hace falta —dije. —Yo desde luego —dijo Wizgür— no podría hacerlo todo así, sin ningún texto. Estaría perdido.
Pero por otra parte a mí jamás me gustó la improvisación en el teatro… ¡Adelante, tío! Nos vemos enseguida. Y diciendo esto salió del cuarto. En el fondo yo había contado con más instrucciones. —¿Y ahora qué? —pregunté a la señora Elke. —Ésta sí que es buena —rió ella—, el Führer, que es el que conduce, no sabe adónde ir. —No hay por qué ser tan impertinente —la censuré—, el Führer es el guía del Estado, no de los estudios de televisión. La señora Elke, con una especie de resoplido, apartó deprisa la polverita de su ámbito de respiración. —Esta vez no me hace usted la mala pasada —dijo, pasando así, al parecer, definitivamente al tratamiento de cortesía. Señaló un rincón de la habitación—. ¿Ve eso? En esa pantalla puede seguir el programa. Hay más, también en el vestuario y en el catering. Jenny vendrá a buscarlo y se encargará de que entre puntualmente en escena. La emisión coincidía con todo lo que me habían contado y yo había visto de ella hasta entonces. Wizgür anunciaba varios fragmentos de programa, pasaban entonces varias peliculitas en las que Wizgür aparecía alternativamente como polaco o como turco y, en distintas variantes, elaboraba las deficiencias de éstos representando chistes escénicos. No era, en definitiva, un Charlie Chaplin; por otro lado estaba bien así. El público acogía con simpatía su programa, y si se interpretaba el concepto con suficiente amplitud, el conjunto tenía como base, al menos en parte, una conciencia política, de manera que mi mensaje podía aspirar, sin duda alguna, a caer en suelo fértil. El relevo había de tener lugar con una frase fija que Wizgür pronunció sin vacilar: «El comentario del día está a cargo de Adolf Hitler.» Entonces salí por primera vez de entre bastidores a la luz cegadora de los reflectores.
Era como si, tras años llenos de privaciones en tierra extraña, volviera a casa, al Sportpalast. El calor de las luces me quemaba el rostro. Percibí los rostros del joven público: podían ser varios centenares, representantes de las decenas de miles, los cientos de miles que estaban ante los aparatos; era exactamente el futuro del país, eran los hombres sobre los que yo pensaba edificar mi Alemania. Noté la tensión en mi interior, y la alegría. Si alguna vez había tenido dudas, desaparecían ahora en el vértigo de la preparación. Estaba habituado a hablar durante horas, ahora bastarían cinco minutos. Me acerqué a la tribuna del orador y guardé silencio. Mi mirada recorrió el espacio del estudio de grabación. Escuché atentamente en el silencio, tenía curiosidad por saber si, como esperaba, aquellos decenios de democracia sólo habían dejado escasas huellas en la gente joven. Al oír mi nombre, el público soltó una carcajada, que pronto se extinguió; confrontado con mi persona, el auditorio se calmó. Pude leer en sus rostros cómo intentaban al principio reconocer a través de mi semblante los rostros de actores profesionales que conocían; veía la inseguridad que yo, con sólo mirarlos, sabía transformar en tenso silencio. Si había contado con gritos y abucheos, mi preocupación era injustificada: en cualquier reunión del Hof räukeller el alboroto habría sido mucho mayor. Me coloqué delante, hice como si empezara a hablar pero luego me limité a cruzar los brazos: al punto, el nivel del ruido descendió de nuevo hasta una centésima, incluso a una milésima parte del anterior. Con el rabillo del ojo vi que, como aparentemente no ocurría nada, el
diletante Wizgür empezaba a sudar. Se veía enseguida que no conocía el poder del silencio, que más bien lo temía. Trataba de hacer visajes con las cejas como si yo hubiera olvidado mi texto. Una asistente trataba de hacerme señas y golpeaba nerviosa su reloj de pulsera. Prolongué aún más el silencio levantando lentamente la cabeza. Percibía la tensión de la sala, la inseguridad de Wizgür. Lo disfrutaba. Llené de aire los pulmones, me enderecé totalmente y di sonido al silencio. Basta que caiga un alfiler cuando todos esperan oír el tronar de los cañones.
¡Compañeros y compañeras de raza! Lo que yo, lo que nosotros acabamos de ver en múltiples variantes es verdad. Es verdad que el turco no es creador de cultura y también que nunca lo será. Que es un alma mercenaria cuyas facultades intelectuales por lo general no son superiores a las de un esclavo. Que el indio tiene una naturaleza de charlatán perturbada por la religión. Que en el polaco el sentido de la propiedad privada está alterado ¡de modo permanente! Todo esto son verdades generales que convencen sin más explicaciones a todos los compañeros y a todas las compañeras de raza.
Sin embargo, es una vergüenza nacional que aquí en Alemania sólo un partidario ¡turco! de nuestro movimiento se atreva a decirlo en alta voz. Compañeros y compañeras de raza: cuando contemplo la actualidad alemana, eso no me sorprende. El alemán actual separa sus desechos más a fondo que sus razas con una sola excepción: en el terreno del humor. Ahí ¡solamente! el alemán hace chistes sobre el alemán, el turco hace chistes sobre el turco. El ratón doméstico hace chistes sobre el ratón doméstico y el ratón de campo sobre el ratón de campo. Esto ha de cambiar y esto cambiará. A partir de hoy, a las 22.45 horas, el ratón doméstico se burlará del ratón de campo, el tejón, del corzo y el alemán, del turco. Por eso me adhiero en la totalidad de su contenido a la crítica a los extranjeros de mi antecesor en la palabra.
Y dicho eso, me retiré. El silencio era asombroso. Con paso firme me metí entre bastidores. Del público aún no se oía una sola voz. Un colega le susurró algo al oído a la señora Bellini. Yo me puse junto a ella y observé de nuevo al público. Los ojos de la gente estaban desorientados, buscaban sostén en el escenario y vagaban de nuevo hasta la mesa del moderador. Allí estaba sentado el tal Wizgür que, perplejo, buscando una despedida graciosa, abría y cerraba la boca. La evidencia de aquella dificultad insuperable fue lo que produjo una verdadera explosión de risa en el público. Yo seguía, no sin satisfacción, su completa incapacidad, que finalmente se agotó en un tibio «Hasta la próxima vez y conecten de nuevo». La señora Bellini se
aclaró la garganta. Pareció insegura durante un momento, de forma que decidí infundirle un poco de ánimo. —Sé lo que está pensando —le dije. —¿Ah, sí? —dijo—. ¿Lo sabe usted? —Pues claro —respondí—. Me ocurrió lo mismo en una ocasión. Habíamos alquilado por primera vez el edificio del Circo Krone, y no era seguro que… —Perdone —dijo la Bellini—, una llamada. Se retiró a un rincón del fondo, entre bastidores, y se llevó al oído su teléfono móvil. Lo que oyó no pareció gustarle. Estaba yo tratando de interpretar la expresión de su cara cuando sentí una mano en el uniforme. Era el tal Wizgür, que me agarraba por el cuello de la guerrera. Su rostro ya no tenía nada de alegre. Una vez más eché dolorosamente de menos a mis SS, cuando me apretó contra las bambalinas y masculló: —¡Hijo de puta, tú no te adhieres aquí a ningún orador anterior! Con el rabillo del ojo vi que pasaban al lado algunos mantenedores del orden. Wizgür me empujó otra vez contra la pared, pero me soltó. Tenía la cabeza roja como la grana. Luego se dio media vuelta y vociferó: —¿Qué especie de cabronada habéis preparado? ¡Yo pensaba que este gilipollas nos iba a soltar su número sobre los nazis! Sin bajar el tono de voz se volvió después a Sawatzki, el que había reservado el hotel, que estaba a nuestro lado: —¿Dónde está Carmen? ¿Dónde? ¿Está? ¿¡Carmen?! Pálida, pero tensa y enérgica, la señora Bellini se acercó a toda prisa. Reflexioné sobre si podía contar en aquel momento con su completa fidelidad a la alianza, pero no llegué a ninguna conclusión definitiva. Con la mano hacía gestos como pidiendo calma y abrió la boca para decir algo pero no llegó a hablar. —¡Carmen! ¡Por fin! ¡Qué cabronada es ésta! ¿Lo has visto? ¿LO HAS VISTO? ¿Quién es ese hijo de puta? Dijiste que yo hago mi número sobre los extranjeros y que él hace su chorrada sobre los nazis. ¡Dijiste que me llevaría la contraria! ¡Que se escandalizaría por ver turcos en la televisión o algo así! ¡Y ahora esto! ¿Qué quiere decir eso de «partidarios del movimiento»? ¿Qué movimiento? ¿Y a santo de qué, partidarios? ¿Cómo quedo yo ahora con todo esto? —Pero también te dije que él es distinto —dijo la señora Bellini, que con asombrosa rapidez se tenía otra vez perfectamente bajo control. —¡Y a mí eso qué coño me importa! —se encrespó el tal Wizgür—, lo digo aquí y ahora: no quiero volver a tener a este hijo de puta en mi programa. ¡Éste no se atiene a ningún acuerdo! No dejaré que este cabrón eche a perder el programa. —Tranquilízate —dijo la Bellini, ahora con una mezcla curiosa de suavidad y energía en la voz—. La cosa no ha salido tan mal. —¿Va todo bien por ahí? —preguntó uno de los dos encargados del orden. —Sí, sí —dijo la señora Bellini en tono apaciguador—, lo tengo bajo control. Tranquilízate, Alí. —No me tranquilizo en absoluto —vociferó Wizgür. Luego me metió su dedo índice justo por debajo de la bandolera: —No vas a estropearme nada, capullo. —Y al decir esto martilleaba incesantemente, como un pájaro carpintero, el dedo índice contra mi pecho—. Tú te crees que aquí sales triunfante con tu
estúpido uniforme de Hitler y con ese estilo, oh, tan impenetrable, pero te digo que eso no es nada nuevo, eso es del año de la polca. Eres un aficionado. ¿Qué te crees que estás haciendo aquí? Llegas y te metes en el nido ya hecho. Pero quítate eso de la cabeza, amigo: ¡ni lo sueñes! Si aquí alguien tiene partidarios, ése soy yo. Éste es mi público, éstos son mis fans, y tú te largas de aquí. Eres un miserable aficionado, y tu uniforme y toda tu actuación es una perfecta basura. Con esa majadería podrás actuar pronto en cualquier carpa de cerveza de alguna feria o en un club de tiro al plato; te lo digo: más lejos no vas a llegar. —No necesito llegar a ninguna parte —dije con serenidad—, tengo detrás de mí a millones de alemanes, de compañeros de raza que… —¡Deja de una vez esa puta monserga! —bramó Wizgür—, ¡no estás en antena! ¿Crees que puedes provocarme? ¡A mí tú no me provocas! ¡¡¡A mí!!! ¡¡¡No!!! —Calmaos los dos —dijo ahora la Bellini en voz muy alta—. Claro, aún tenemos que retocar todo esto un poco. Hay que ajustar un poco los detalles. Pero no ha estado tan mal. Es simplemente algo nuevo. Ahora vamos a sosegarnos y a ver lo que dicen las críticas… Y si alguna vez, desde mi actualidad más reciente, estuve absolutamente seguro de mi vocación, fue en aquel momento.
XV Capítulo
SON los momentos de crisis los que sacan a la luz al verdadero Führer; en los que muestra nervios de acero, voluntad de resistencia, tenacidad absoluta, aunque el mundo se vuelva contra él. Si Alemania no me hubiera tenido a mí, nadie habría ocupado Renania en 1936. Todos estaban temblorosos, no habríamos podido hacer nada si el enemigo se hubiera lanzado al ataque; teníamos sólo cinco divisiones en condiciones de operar; los franceses, ellos solos, seis veces más. Y, sin embargo, me atreví. Nadie lo habría hecho sino yo, y en aquel tiempo observé perfectamente quién estaba de mi parte, con las piernas o con el corazón, espada en mano, marchando a mi lado. Y es en esos momentos de crisis cuando el destino da a conocer a los verdaderos leales. Es en esos momentos de duda cuando del riesgo surge el éxito, si —pero sólo si— la fe fanática es inquebrantable; cuando se reconoce a quienes no tienen esa fe, sino que, en angustiosa espera, están al acecho para saber en qué bando han de combatir. Quien es un líder nato, un Führer, tiene que observar a esas personas. Es posible utilizarlas, no obstante no se puede hacer depender de ellas el éxito del movimiento. Sensenbrink era una de ellas. Sensenbrink llevaba puesto lo que en estos tiempos se tiene seguramente por un traje de primerísima calidad. Trataba de parecer sereno, pero yo veía, claro, que estaba pálido, con la palidez del jugador que sabe que no soporta perder, más aún, que no puede soportar el momento en el que resulte evidente que la pérdida es irreversible. Esa clase de personas nunca tiene una clara meta a la vista, siempre elige la meta que promete éxito inmediato, sin darse cuenta de que ese éxito nunca será el suyo propio. Esas personas esperan ser hombres de éxito, pero sólo son acompañantes del éxito, y como lo adivinan, temen el momento de la derrota en el que resulta claro que el éxito no sólo no es el suyo sino que ni siquiera depende de que ellos lo acompañen. Sensenbrink tenía miedo por su reputación, no por la causa nacional. Era absolutamente seguro que Sensenbrink nunca se desangraría delante de la Logia del Mariscal, de la Feldherrenhalle, por mí y por Alemania, en medio de una lluvia de balas. Al contrario: como por casualidad, se acercó más a la señora Bellini, y quien no era ciego del todo pudo ver que, a pesar de su suficiencia y engreimiento, era él, al fin y al cabo, quien esperaba que ella le diera apoyo moral. No me extrañó. He conocido en mi vida a cuatro mujeres extraordinarias. Mujeres que por supuesto habrían sido inimaginables como pareja. Quiero decir lo siguiente: recibo la visita de Mussolini o de Antonescu, y si entonces uno le dice a una mujer así que se vaya al cuarto de al lado y que no moleste saliendo de él sin que se lo pidan, uno ha de estar seguro de que eso se cumplirá. Eva lo hacía, en cambio a esas cuatro nunca habría podido pedírselo. La Riefenstahl, por ejemplo, era una de ellas, una mujer maravillosa, pero ante una petición de ese género me habría tirado la cámara a la cabeza. Y de esa misma índole era sin duda la señora Bellini, del calibre de aquel admirable cuarteto. No creo que alguien más, aparte de mí, haya notado que ella también sabía la importancia de esas horas, de esos minutos, pero ¡cómo se controlaba aquella fantástica mujer! Quizá la chupada que daba a su cigarrillo era un poco más fuerte de lo habitual en ella, pero eso era todo. Su cuerpo, elástico y tenso, se mantenía erguido. Estaba siempre atenta, dispuesta a dar instrucciones útiles, a reaccionar de
modo adecuado y rápido, como una loba al acecho. Y ni una cana, tal vez era incluso más joven de lo que yo calculaba, treinta y tantos largos, ¡una hembra soberbia! Se notaba también claramente que la súbita proximidad de Sensenbrink le resultaba desagradable, no porque le pareciera inoportuno, no porque despreciara su debilidad, porque notara que él no ponía su fuerza a disposición de ella sino porque, al contrario, se aferraba a su energía. Yo tenía unas ganas enormes de preguntarle cómo pasaba las tardes. De pronto pensé con cierta nostalgia en las tardes en el Obersalzberg. A menudo estábamos mucho tiempo reunidos los tres, los cuatro, los cinco; a veces yo contaba algo, a veces no, y a veces guardábamos silencio durante horas, interrumpidos de rato en rato por alguna tos, o yo acariciaba también alguna vez al perro. Aquellas veladas siempre me parecieron muy apacibles. Y es que no siempre es fácil, el Führer es una de las pocas personas en el Estado que ha de renunciar al sencillo placer de la vida normal de familia. Y en un hotel uno vive en una gran soledad, ésa es una de las cosas que menos han cambiado en los últimos sesenta años. Luego caí en la cuenta de que en mi situación seguramente tendría que preguntar yo mismo a la señora Bellini, y eso era a su vez de una familiaridad inadecuada, sobre todo porque hacía poco tiempo que nos conocíamos. Decidí dejar esa idea para más tarde. Por otra parte, me parecía que habría sido oportuno celebrar con cierta solemnidad mi retorno a la vida pública. Con una copa de vino espumoso o algo semejante, no para mí, por supuesto, pero siempre me gustó estar presente cuando otros levantaban la copa en un ambiente animado. Entonces mi mirada se clavó en Sawatzki, el que había reservado el hotel. Me miraba con ojos brillantes, llenos de inconfundible admiración. Yo conocía esa mirada, que no quería interpretar mal. Sawatzki no era uno de esos hombres con camisa de SA a los que uno saca por la noche de la cama de su jefe supremo, Ernst Röhm y, lleno de asco, mete al momento en el cuerpo repugnante varias balas, la bala mortal al final. No, Sawatzki me contemplaba con una forma especial de admiración silenciosa que yo había visto al final en Núremberg, en los cientos de miles de personas a las que había infundido esperanza, que habían crecido en un mundo de humillación y de miedo ante el futuro, un mundo de contemporizantes charlatanes y de perdedores de la guerra, y que veían en mí la mano firme que los guiaría, y que con la mejor voluntad estaban dispuestos a seguirme. —Bueno —dije acercándome a él—, ¿le ha gustado? —Increíble —dijo Sawatzki—, impresionante. He visto al cómico Ingo Appelt, pero ése es flojo comparado con usted. Usted tiene agallas. A usted le da realmente igual lo que la gente piense de usted, ¿no es cierto? —Al contrario —dije—, quiero decir la verdad. Y ellos han de pensar: ahí hay uno que dice la verdad. —¿Y cree que ahora están pensando eso? —No. Pero ya no piensan lo mismo que antes. Y eso es todo lo que hay que conseguir. Lo demás viene con la constante repetición. —Hummm —murmuró Sawatzki—, domingo por la mañana, a las once: no sé si eso sirve de mucho. Le miré sin entender. Sawatzki carraspeó. —Venga usted —dijo entonces—, hemos preparado un piscolabis en el catering. Fuimos hacia atrás, donde había varios empleados que se aburrían bastante. Un tipo de aspecto más bien descuidado se volvió hacia mí, riendo y con la boca llena, e hizo un saludo alemán aceptable mientras yo pasaba a su lado. Replegué el brazo respondiendo al saludo y me dejé guiar por Sawatzki
hasta la zona del bufet en la que estaba el cava, un producto por lo demás a la altura de un gusto exigente, a juzgar por la reacción de Sawatzki, quien pidió a un ayudante del bufet que llenara dos copas y comentó al mismo tiempo que esa variedad de champán no la había todos los días. —A Wizgür tampoco le sirven cada día uno como éste —dijo el barman. Sawatzki se echó a reír y me pasó una copa, levantó la suya y dijo: «¡Por usted!» —¡Por Alemania! —dije yo. Luego chocamos las copas y bebimos. —¿Qué ocurre? —preguntó Sawatzki preocupado—, ¿no le gusta? —Si alguna vez tomo vino, es por lo general un vino de uvas pasas seleccionadas —expliqué—. Ya sé que hace falta ese toque áspero, sin duda, hasta pasa por ser una ventaja, pero para mí es demasiado ácido. —Le puedo ofrecer otra cosa… —No, no, si estoy acostumbrado. —Pero podría tomar un Bellini. —¿Bellini? ¿Como la señora? —Sí, claro. Ése podría ser el adecuado para usted. Espere. Mientras Sawatzki se marchaba a toda prisa, me quedé allí de pie, un poco indeciso; por un momento todo me recordó aquellos terribles momentos, en los años de mis primeros pasos en la política, al comienzo de la lucha, cuando no estaba aún introducido en la sociedad y muchas veces me sentía un poco perdido en ella. Pero ese recuerdo poco agradable duró realmente una fracción de segundo, porque apenas se había dado la vuelta Sawatzki cuando una joven de pelo oscuro se dirigió a mí y dijo: —¡Ha estado superbién! ¿Cómo le viene a uno esa idea del ratón doméstico y el ratón de campo? —Usted también sabe hacerlo —dije con optimismo—. Sólo tiene que ir con los ojos bien abiertos observando la naturaleza. Pero muchos alemanes ya no saben ver hoy las cosas sencillas. ¿Puedo preguntarle a qué se dedica…? —Todavía estoy estudiando —dijo ella—, sinología, teatrología y… —¡Santo cielo! —solté la risa—, ¡pare usted de contar! ¡Una chica tan guapa y semejante extravagancia puramente cerebral! Más vale que se busque un muchacho valiente y que haga algo por la conservación de la sangre alemana. Se echó a reír de modo muy atractivo: —Eso es Mezod Actin, ¿verdad? —¡Ahí está! —exclamó detrás de mí la señora Bellini. Venía con Sensenbrink y, como a remolque, con Wizgür, que sonreía trabajosamente, y se sentó con nosotros. —¡Vamos a brindar! Aquí todos somos profesionales. Y desde el punto de vista profesional hay que admitirlo: ha sido fenomenal. Hasta ahora no ha habido nada semejante. Esto va a ser la combinación del éxito. Sensenbrink repartió celosamente copas de champán, mientras Sawatzki, que había regresado, me ponía en la mano una copa con algo de color albaricoque. —¿Qué es esto? —Pruebe usted sin más —dijo alzando su copa—. Señoras y señores: ¡por el Führer! —¡Por el Führer! Hubo una risa general, amistosa y alegre, y yo no daba abasto declinando enhorabuenas. «¡Por
favor, señores, aún tenemos mucho trabajo por delante!» Prudentemente, tomé un sorbito de aquella bebida e hice un gesto de aprobación al señor Sawatzki. Sabía muy afrutado, halagaba el paladar y no era demasiado complicado, en lo esencial se trataba, al parecer, de un sencillo puré de frutas al estilo rústico, que, probablemente, debido a una pequeña cantidad de champán, cobraba algo más de vivacidad, pero sólo en muy escasa medida, de forma que después de ingerirlo no había que temer ningún exagerado regüeldo ni otros inconvenientes semejantes. No hay que subestimar la importancia de esos detalles. En mi situación hay que andar con cuidado para tener una apariencia impecable. Lo lamentable de esas reuniones informales, pero importantes, es que uno no puede retirarse sin más, a voluntad, mientras no se esté haciendo al mismo tiempo una guerra. Cuando se lleva a cabo en el norte de Francia el plan «golpe de hoz», cuando se está ocupando Noruega en un golpe de mano, todos entienden muy bien, claro, que después de alzar las copas uno se retire a su despacho para estudiar los modelos de submarinos necesarios para la victoria final o para colaborar en el desarrollo de los bombarderos de gran velocidad decisivos en la guerra. Pero en la paz uno está ahí de pie y pierde el tiempo bebiendo puré de frutas. El estilo ruidoso de Sensenbrink me atacaba progresivamente los nervios, y la cara de vinagre de Wizgür tampoco hacía más agradable la velada. Por eso me disculpé, al menos de modo pasajero, para buscar algo de comer en el bufet. En recipientes cuadrados de metal, puestos al calor, habían preparado diversas salchichas y asados, así como grandes cantidades de pasta, cosas todas ellas que no me atraían especialmente. Ya iba a darme la vuelta cuando Sawatzki apareció a mi lado. —¿Puedo ayudarle? —No, no, todo está bien… —¡Claro! —Sawatzki se dio una palmada en la frente—. Está buscando el puchero, ¿verdad? —No, puedo tomar…, puedo tomar uno de esos canapés…, por supuesto. —Pero un buen puchero le gustaría más, ¿no es cierto? El Führer prefiere la cocina sencilla. —Eso sería, en efecto, lo que más me gustaría ahora —admití—. O cualquier cosa sin carne. —Lo siento, ahí no hemos conectado con suficiente rapidez —dijo—, debería haber pensado en ello. Pero si espera un momento… Sacó un teléfono portátil y tecleó algo en él. —¿Su teléfono también sabe guisar? —No —dijo—, pero a diez minutos de aquí hay un restaurante muy encomiado por su cocina casera y sus potajes. Si usted quiere, mando traer algo de allí. —No se moleste. De todos modos me apetece salir a dar un paseo —dije—, puedo tomarme allí mismo el puchero. —Si no tiene nada en contra —dijo Sawatzki—, le llevo. No está lejos. Nos marchamos y paseamos por la ya bastante fría noche berlinesa. Era mucho más agradable que estar de pie en aquella cantina en la que toda aquella gente de la televisión no dejaba de echarse flores los unos a los otros. De vez en cuando nuestros pies removían algunas hojas secas. —¿Puedo preguntarle una cosa? —dijo Sawatzki. —Pregunte sin más. —¿Es casualidad? Quiero decir, que también sea usted vegetariano. —No, en absoluto —dije—, es cosa de sentido común. Yo lo soy desde hace tanto tiempo que sólo era cuestión de esperar a que otras personas se adhiriesen también a esa convicción. Pero los cocineros del bufet parece que todavía no se han enterado.
—No, quise decir si lo ha sido siempre. O sólo desde que es usted Hitler. —Siempre he sido Hitler. ¿Quién habría sido, si no? —Bueno, a lo mejor estuvo usted probando. Churchill. O Honecker. —Himmler creía en esas patrañas esotéricas, en transmigración de las almas y en todo ese misticismo. Yo no he sido antes ese Honecker. Sawatzki me miró. —¿Y a usted nunca le parece que exagera un poco con su arte? —Hay que hacerlo todo con firme y fanática determinación. De lo contrario no se llega a ninguna parte. —Pero, para poner un ejemplo: nadie ve si usted es vegetariano o no. —En primer lugar —dije—, es una cuestión de bienestar físico. Y en segundo lugar es, sin duda alguna, lo que la naturaleza desea. Mire, un león corre dos o tres kilómetros y luego está completamente agotado. Veinte minutos, qué va: un cuarto de hora. El camello en cambio, una semana. Eso es por la alimentación. —Un hermoso ejemplo de lógica aparente… Me detuve y lo miré. —¿Qué quiere decir con eso de lógica aparente? Bueno, busquemos otro ejemplo: ¿dónde está Stalin? —Muerto, diría yo. —Ajá. ¿Y Roosevelt? —También. —¿Pétain? ¿Eisenhower? ¿Antonescu? ¿Horthy? —Los dos primeros han muerto, y de los otros dos no he oído hablar nunca. —Bueno, en cualquier caso, también han muerto. ¿Y yo? —Vale, usted no. —Ya lo ve —dije satisfecho, y reanudé el camino—. Estoy convencido de que es también porque soy vegetariano. Sawatzki se echó a reír. Luego se dispuso a darme alcance. —Eso es bueno. ¿Escribe esas cosas? —¿Y por qué iba a hacerlo? Si ya lo sé. —A mí me daría miedo olvidar cosas así —dijo, y señaló la puerta de un restaurante—. Éste es el restaurante. Entramos en el establecimiento, en el que había poca gente, y pedimos a una camarera ya mayor, que me examinó con irritación. Sawatzki hizo un movimiento de mano apaciguador, de forma que la mujer trajo sin demora las bebidas. —Se está bien aquí —dije—, esto me recuerda la época de lucha en Múnich. —¿Es usted de Múnich? —No, de Linz. O, en realidad… —… O, en realidad, de Braunau —dijo Sawatzki—; me he informado un poco. —¿Y usted de dónde es? —pregunté a mi vez—. ¿Qué edad tiene? No tendrá ni treinta años. —Veintisiete —dijo Sawatzki—. Soy de Bonn, he estudiado en Colonia. —Renano —dije satisfecho—, ¡y, además, un renano con estudios!
—Germánicas e historia. En realidad querría haber sido periodista. —Qué bien que no lo sea —afirmé—, una sarta de embusteros todos ellos. —El ramo de la televisión tampoco es mejor —dijo—. Es increíble la basura que producimos. Y cuando tenemos algo bueno, entonces las cadenas lo prefieren con más basura. O más barato. O ambas cosas. Y luego añadió enseguida: —Usted es una excepción, claro. Esto es algo distinto. Tengo por primera vez la sensación de que no nos limitamos a vender cualquier majadería. El modo de plantearlo que tiene usted…, estoy entusiasmado. Lo del vegetarianismo y todo lo demás: en usted nada es imitación, en usted, de alguna manera, es parte de un proyecto completo. —Yo prefiero el concepto de cosmovisión —dije, pero de un modo general estaba muy contento con aquel entusiasmo juvenil. —En el fondo eso ha sido siempre lo que yo quería hacer —dijo Sawatzki—. No limitarme a dar salida a lo que sea sino vender algo bueno. ¡En Flashlight hay que vender tanta chatarra! ¿Sabe una cosa? De niño siempre quise trabajar en un refugio para animales. Ayudar a animales desamparados, algo de ese estilo. O salvar a animales. Llevar a cabo algo positivo. La camarera nos puso delante dos cuencos llenos de potaje. Yo estaba emocionado: el potaje parecía realmente bueno. Y olía como ha de oler un potaje. Empezamos a comer. Durante un rato ninguno de los dos dijo nada. —¿Está bueno? —preguntó Sawatzki. —Riquísimo —dije metiendo la cuchara—, como si viniera directamente de la cocina de campaña. —Sí —asintió él—, tiene algo. Sencillo, pero bueno. —¿Está casado? Negó con la cabeza. —¿Tiene novia? —No —dijo—, más bien hay una que me interesa. —¿Y qué pasa? —Ella aún no lo sabe. Tampoco sé si está interesada en mí. —Pues hay que armarse de valor y al ataque. Usted no es tímido en todo lo demás. —Sí, sí, pero ella… —Nada de vacilaciones. Ánimo y adelante. Los corazones de las mujeres son como las batallas. No se las gana vacilando. Hay que hacer acopio de fuerzas y emplearlas sin temor. —¿Conoció usted así a su mujer? —Bueno, en cualquier caso no he podido quejarme por falta de interés femenino. Aunque, por lo general, he actuado más bien al revés. —¿Al revés? —Sobre todo en los últimos años he ganado batallas más que mujeres. Se echó a reír. —Si no lo escribe usted, lo haré yo. Si esto sigue así, debería pensar en escribir un libro. Un libro de consejos a lo Hitler. Cómo se vive feliz en pareja. —No sé si estoy llamado a eso —dije—; mi matrimonio duró más bien poco. —Es cierto, ya lo he oído decir. Pero no importa. Es mejor, incluso: lo llamaremos Mi lucha… con mi mujer. Ya el título hará que se venda como rosquillas.
Tuve que reírme yo también. Miré pensativamente a Sawatzki, sus pelos cortos y descaradamente tiesos, su mirada despierta, su conversación animada pero no estúpida. Y en su voz reconocí que aquel hombre podría haber sido uno de los que marcharon entonces conmigo: al confinamiento en la fortaleza, a la Cancillería del Reich, al búnker del Führer.
XVI Capítulo
—AH, el señor Hitler —dijo el quiosquero—, pero qué bien. Casi contaba con que viniera. —Vaya —dije riendo—, ¿y eso por qué? —Es que le vi actuar —dijo—, y entonces pensé para mí que quizá querría leer lo que escriben sobre usted. Y que con ese motivo quizá buscaría un sitio en el que el surtido de revistas fuese un poco mayor. Pase, pase. Siéntese. ¿Quiere un café? ¿Qué pasa? ¿No se encuentra bien? Me resultaba desagradable que pudiera ver en mí ese pequeño punto flaco, y había sido realmente una pequeña debilidad, un rebullir de cálidas sensaciones como no había sentido desde hacía largo tiempo. Me había despertado por la mañana, hacia las once y media, muy descansado, había tomado un refrigerio y después, en efecto, había decidido leer los periódicos; el quiosquero estaba en lo cierto. Dos días atrás me habían enviado los trajes, de forma que pude ponerme algo menos oficial. Era un sencillo traje oscuro, de corte clásico, y como complemento había elegido el sombrero oscuro, me había puesto en marcha y atraje las miradas mucho menos que antes. Hacía un día soleado, luminoso y diáfano, y de agradable temperatura, como era de esperar; me sentía de momento libre de obligaciones y caminaba deprisa. El ambiente era apacible, casi trivial, y, como yo prefería caminar por zonas verdes y pequeños parques, tampoco había tantas cosas que me llamaran la atención, fuera de una loca que se agachaba, visiblemente empeñada en descubrir entre la hierba demasiado alta los excrementos de un spaniel, y en recogerlos. Pensé por un momento que la causa de la locura de esas mujeres podía estar en alguna epidemia; sin embargo, aquel modo de comportarse no parecía inquietar a nadie. Al contrario, como comprobé poco después, habían colocado aquí y allá una suerte de distribuidor automático del que esas mujeres podían sacar unas bolsitas. Llegué por lo pronto a la conclusión de que se trataría de mujeres que no habían podido ver cumplido su ferviente deseo de tener hijos; y, claro, la consecuencia forzosa era una forma de histeria que consistía en una protección excesiva de toda clase de perros. Y tuve que admitir que dar bolsitas a esa pobre gente era una solución asombrosamente pragmática. A largo plazo, naturalmente, había que reintegrar a esas mujeres a sus tareas específicas, pero probablemente algún partido estaría otra vez en contra. Ya conoce uno esas cosas. En medio de esas reflexiones poco fatigosas, había ido paseando, sumido en mis pensamientos, hasta el puesto de periódicos sin que nadie me molestara y nadie o casi nadie me reconociese; la situación me resultaba curiosamente familiar, pero fueron las palabras del quiosquero las que me revelaron el motivo. Era aquel ambiente mágico que tantas veces conociera en Múnich, en mis primeros tiempos. Después de mi excarcelación de la fortaleza, en Múnich empezaban a conocerme, era todavía un insignificante jefe de partido, un orador que penetraba en el corazón de las gentes, y era la gente modesta, modestísima, la que me mostraba conmovedoramente su afecto. Cuando pasaba por el Viktualienmarkt, las vendedoras más pobres me hacían señas de que me acercara, me daban dos huevos, medio kilo de manzanas; uno llegaba como un auténtico forrajero a casa, donde saludaba sonriente la casera, y la sincera alegría prestaba un claro resplandor a sus rostros, como le ocurría en aquel momento al vendedor de periódicos. Y antes de que yo mismo me diera cuenta, lo que sentía
entonces reapareció en mí de un modo tan súbito, tan arrollador, que miré deprisa en otra dirección. Pero el quiosquero, debido a su larga experiencia en el oficio, tenía, claro, un olfato extraordinario para las personas, como sólo lo tienen también algunos taxistas. Me puse a toser, en mi desconcierto, y dije: —Nada de café, por favor. Una taza de té estaría bien. O un vaso de agua. —Sí, sí, no se preocupe —dijo al tiempo que llenaba de agua una pava eléctrica parecida a la que tengo en mi hotel—. He guardado los periódicos aquí junto al sillón. No son muchos, creo que internet será mejor para eso. —Sí, interred —dije haciendo un gesto afirmativo, y tomé asiento—. Un invento buenísimo. Tampoco creo que mi éxito dependa de la buena voluntad de los periódicos. —No quiero aguarle la fiesta —dijo el quiosquero mientras sacaba una bolsita de té de un cajón—, pero no debe tener miedo… Los que le han visto, le aprecian. —Yo no tengo miedo —precisé—, ¿qué cuenta la opinión de un crítico? —Bueno, sí… —Nada —dije—, ¡nada! No contó nada en los años treinta, no cuenta nada ahora. Esos críticos siempre se limitan a decir a la gente lo que tiene que creer. El sano sentido común les da igual. En lo hondo de su alma, el pueblo, aun sin nuestros señores críticos, sabe lo que tiene que pensar. Si el pueblo es sano, sabe muy bien lo que tiene y lo que no tiene valor. ¿Necesita el campesino que un crítico le diga para qué sirve la tierra en la que cultiva su trigo? El campesino es quien mejor lo sabe. —Porque ve a diario su trigal —dijo el quiosquero—, pero a usted no lo ve todos los días. —En cambio ve a diario el aparato de televisión. Ahí tiene una buena comparación. No, el alemán no necesita a nadie que le diga lo que ha de opinar, sino que se forma él sólo su propia opinión. —Usted sabrá —dijo el quiosquero con una sonrisa satisfecha, y me pasó el azúcar—. Usted es el especialista en libertad de opiniones. —¿Qué quiere decir con eso? —Con usted hay que tener realmente cuidado —dijo el quiosquero como si se asombrara—; uno siempre quiere ponerse a hablar con usted como si lo fuera de verdad. Una mano golpeó fuera, sobre el pequeño mostrador. Se levantó: —Lea lo que escriben, yo tengo clientes ahora. Además, no es mucho. Miré la pequeña pila de periódicos que había junto a la butaca. Yo no estaba en ninguna portada, pero era de esperar. Los grandes periódicos tampoco se habían ocupado del tema. Ese formidable Bild, por ejemplo, no se hallaba entre ellos. Además el tal Wizgür llevaba ya largo tiempo en el programa, por eso un reportaje no habría sido muy interesante. Sólo eran, al fin y al cabo, diarios regionales poco importantes, uno de cuyos redactores tenía que ponerse cada día ante el televisor para llenar una pequeña columna. Así pues, tres de esos redactores habían seguido el espacio de Wizgür con la esperanza de pasar un buen rato. Todos opinaban que mi discurso había sido lo más interesante del programa. Uno decía que era extraño que precisamente uno que hacía de Hitler hubiera puesto en claro lo que ese espacio de Wizgür llevaba ofreciendo ya, en realidad, todo el tiempo: una colección de clichés sobre los extranjeros. Los otros dos decían que, con mi contribución «maravillosamente maligna», Wizgür había recuperado por fin la mordacidad que se echaba en falta en él desde hacía tanto tiempo. —¿Qué tal? —preguntó el quiosquero—. ¿Contento? —Ya empecé desde cero —dije, y tomé un trago de té— cuando hablé delante de veinte personas.
De ellas, la tercera parte seguramente había venido por equivocación. No, no puedo quejarme. He de mirar hacia delante. ¿A usted qué le pareció? —Bien —dijo—, fuerte pero bueno. Sólo Wizgür no me parecía muy entusiasmado. —Sí —dije—, eso ya lo conozco de antes. Los que ya han llegado se ponen siempre a vociferar cuando hace su entrada una idea nueva, original. Entonces temen por sus prebendas. —¿Le dejará actuar otra vez en alguna emisión? —Hará lo que le diga la productora. Él vive del sistema, tendrá que seguir sus reglas de juego. —Quién creería que fue sólo hace unas semanas cuando le acogí en mi quiosco —dijo el quiosquero. —Las reglas siguen siendo las mismas de hace sesenta años —dije—, ésas no cambian. Lo único es que intervienen menos judíos. Por eso le va mejor al pueblo. A propósito: todavía no le he dado debidamente las gracias. ¿Le han…? —No se preocupe —dijo el quiosquero—, hemos llegado a un pequeño acuerdo. Estoy bien provisto. Sonó su teléfono portátil. Acercó el aparato a la cabeza y se puso a hablar. Entretanto, eché mano de un ejemplar de ese Bild-Zeitung y lo hojeé. El periódico ofrecía una mezcla, perfectamente atractiva, de ira popular y de malevolencia. Empezaba con informes sobre torpezas políticas, se iba conformando una imagen de una canciller, con aspecto de matrona y tan anodina como también, a fin de cuentas, bonachona, que arrastraba pesadamente los pies en medio de una horda de enanos que le impedían el paso. Paralelamente, el periódico ponía en evidencia, como perfectos disparates, casi todas y cada una de las decisiones «legitimadas» democráticamente. El magnífico y difamatorio libelo rechazaba sobre todo radicalmente la idea de la Unión Europea. Pero lo que más me gustó fue la sutil manera de trabajar. Por ejemplo, en una columna burlesca, entre chistes de suegras y de maridos cornudos se intercalaba discretamente el siguiente chiste: Un portugués, un griego y un español van a un burdel. ¿Quién paga? Alemania. Estaba muy conseguido. Desde luego Julius Streicher, el director de Der Stürmer, habría encargado además un dibujo en el que esos tres meridionales, sudorosos y sin afeitar, estuviesen manoseando con sus dedos sucios a una jovencita inocente, mientras que el honrado obrero alemán tenía que matarse a trabajar, pero, al fin y a la postre, eso habría sido aquí más bien contraproducente, habría privado al chiste de esa discreta falta de estridencia. Fuera de eso había, repartido por las páginas, un batiburrillo de historias de crímenes; venía luego lo que desde siempre ha sido la mejor política de apaciguamiento en los periódicos: el deporte, y luego una colección de fotos en las que personajes famosos aparecían viejos o feos, una perfecta sinfonía de envidia, bajeza e infamia. Por eso precisamente me habría gustado ver publicada en ese entorno una breve reseña de mi actuación. Pero el quiosquero había tenido toda la razón al no poner en la pila de periódicos aquella gaceta: allí no había nada. Dejé caer el periódico cuando el quiosquero depuso el teléfono. —Era mi sobrino —dijo—. El de los zapatos que a usted no le gustan. Me ha preguntado si usted es el tipo de mi quiosco. Lo ha visto. En el móvil de un amigo. Me encarga que le diga que es usted flipante. Miré al quiosquero sin comprender. —Que le parece usted bueno, creo —tradujo el quiosquero—. No quiero saber en absoluto las peliculitas que tienen en sus móviles, pero en cualquier caso allí no guardan nada que no les parezca de algún modo bueno o interesante.
—Los sentimientos de los jóvenes aún no están falseados —le di la razón—. En ellos no hay bueno ni malo, ellos piensan como la naturaleza les da a entender. Si un niño ha recibido la educación adecuada no tomará decisiones equivocadas. —¿Tiene usted hijos? —No, lamentablemente —dije—. Es decir, en determinados círculos han divulgado de vez en cuando la noticia de que había varios bastardos, como dicen en mi tierra. —Ajá —dijo el quiosquero encendiéndose jovialmente un cigarrillo—, se trataba de la pensión alimenticia… —No, querían eliminarme socialmente. Una ridiculez sin par. ¿Desde cuándo es injusto o deshonroso dar la vida a un niño? —Dígales eso a los cristianodemócratas bávaros. —Bueno, muchas veces hay que tomar en consideración a las gentes sencillas. Uno puede venir con todos los argumentos que quiera: muchas personas no pasan por ello. Himmler lo intentó con las SS. Quería conseguir los mismos derechos para hijos legítimos e ilegítimos de miembros de las SS, pero ni siquiera eso funcionó; desgraciadamente, pobres chiquillos. A un chavalito, a una niñita, los miran de lado, se ríen de ellos, los otros niños bailan alrededor, les cantan versos ridiculizándolos. Eso tampoco es bueno para el espíritu de solidaridad colectiva. Todos somos alemanes, los legítimos y los ilegítimos. Siempre digo que un niño es un niño, eso vale en la sala de partos y en la trinchera. Claro, después hay que cuidar de él, eso está claro. Pero ¿qué clase de canalla sería el que después se quitara de en medio? Volví a poner en su sitio el Bild-Zeitung. —¿Y en qué quedó la cosa? —En nada. Eran calumnias, naturalmente. Y luego ya no volvió a hablarse del asunto. —Bueno, pues entonces… —dijo el quiosquero tomando un sorbito de té. —Claro, que no sé si la Gestapo se ocupó en algún momento del asunto, pero eso ya no habrá sido necesario sin duda. —Probablemente no. Usted ha nivelado la prensa… —Y al decirlo se echó a reír como si hubiera dicho un chiste. —Exactamente —asentí. Entonces empezó a oírse la «Cabalgata de las valquirias». Me lo había preparado la señorita Krömeier. Después de haber puesto en marcha los ordenadores cayó en la cuenta de que también le habían proporcionado uno de esos teléfonos portátiles. Ese aparato era algo increíble: con él se podía además rebuscar en interred, y hasta de un modo más fácil que con el ratón: uno lo dirigía simplemente con los dedos. Al punto sospeché que tenía en las manos un producto de la genialidad creadora aria, y como es natural, con pocas manipulaciones fue posible averiguar que esa técnica había alcanzado su madurez, apta para el mercado, en la magnífica empresa Siemens. Esos movimientos tuvo que llevarlos a cabo, sin duda, la señorita Krömeier; lo que ponía en la pantallita era indescifrable sin gafas. Después de eso quise que se encargara ella de todo el teléfono; al fin y al cabo, el Führer no puede ocuparse de tanto trasto, para eso hay, en definitiva, una secretaría. Por otro lado ella me recordó, no sin razón, que sólo podía contar con su colaboración la mitad del día. En vista de ello, también me hice reproches a mí mismo: dependía demasiado de mi aparato del partido. Estaba de nuevo en los comienzos, así que, lo quisiera o no, tenía que manejar también el aparatito. —¿Quiere algún tono concreto? —había preguntado la señorita Krömeier. —Yo no —había replicado sarcásticamente—. ¡Yo no trabajo en una oficina colectiva!
—Bueno, pues meto el normal. Entonces se oyó un ruido que sonaba como si un payaso borracho tocara el xilófono. Una y otra vez. —¿Qué es eso? —pregunté espantado. —Eso es su teléfono —dijo la señorita Krömeier. Y añadió—: ¡Mi Führer! —¿Y suena así? —Sólo cuando suena. —¡Apague eso! No quiero que la gente me tome por retrasado mental. —Por eso le preguntaba —dijo la señorita Krömeier—. ¿Prefiere éste? Se oyó a más payasos con los más diversos instrumentos. —Pero eso es espantoso —suspiré. —Pero ¿no le da igual lo que la gente piense de usted? —Mi querida señorita Krömeier —dije—, personalmente tengo al pantalón corto de cuero por el pantalón más viril del mundo. Y si un día vuelvo a ser general en jefe de la Wehrmacht, equiparé a toda una división con esos pantalones cortos. Y con calcetines de lana. En este punto, la señorita Krömeier hizo un ruido extraño y al momento se puso a limpiarse la nariz. —Bueno, de acuerdo —continué—, usted no es del sur de Alemania, no puede entenderlo. Pero cuando esté lista esa división, cuando pase desfilando, entonces se verá que todas esas payasadas sobre los pantalones bávaros son nulas y sin valor. Sin embargo, y aquí llegamos al punto propiamente dicho: en el camino al poder tuve que reconocer que, político y vestido con ese pantalón, ni los dirigentes de la vida económica ni los estadistas me tomaban en serio. Pocas cosas he lamentado tanto, pero tuve que renunciar a los pantalones tiroleses y lo hice porque eso ayudaba a mi causa y con ello a la causa del pueblo. Y le digo una cosa: no he renunciado a esos maravillosos pantalones para que un aparato telefónico me desbarate ese sacrificio y me haga quedar como un mamarracho. Así que, por favor, saque de una vez de ese aparato un sonido sensato. —Pues por eso le preguntaba yo —rezongó la señorita Krömeier apartándose el pañuelo de la nariz —. Puedo hacer que suene como un teléfono normal. Pero también puedo poner cualquier otro sonido. Frases, ruidos, también música… —¿Música también? —Si no tengo que tocarla yo. ¡Quiero decir que en un disco sí tendría que estar! Y fue así como me instaló la «Cabalgata de las valquirias». —Bueno, ¿verdad? —pregunté al quiosquero, y me llevé con superioridad el aparato al oído—. Hitler al habla. No oí nada excepto más valquirias cabalgando. —Hitler —dije—, Hitler al habla. Y como las valquirias seguían cabalgando cambié a «¡Cuartel general del Führer!». Por si el que llamaba se había quedado sorprendido de tenerme enseguida al aparato. No sucedió nada, sólo que las valquirias eran cada vez más ruidosas. Entretanto, dolía de verdad en el oído. —¡HITLER AL HABLA! —grité—, ¡AQUÍ EL CUARTEL GENERAL DEL FÜHRER! Me parecía estar en el frente occidental, en 1915. —Pulse, por favor, el botón verde —exclamó el quiosquero en tono de queja—, detesto a Wagner. —¿Qué botón verde?
—¡Cuál va a ser, ahí, en su teléfono! —vociferó—, lo tiene que mover para la derecha. Miré el aparato. Estaba dibujado, en efecto, un cerrojito verde. Lo corrí hacia la derecha, las valquirias enmudecieron, y grité: —¡HITLER AL HABLA! ¡CUARTEL GENERAL DEL FÜHRER! No ocurrió nada, excepto que el quiosquero, haciendo visajes de puro asombro, cogió mi mano, junto con el aparato y, presionando suavemente, me la llevó al oído. —¿Señor Hitler? —oí a Sawatzki, el que reservó el hotel—, ¿me oye? ¡Señor Hitler! —Sí, sí —dije—, ¡aquí Hitler! —Llevo un montón de tiempo tratando de localizarlo. La señora Bellini me ha encargado que le diga que la empresa está muy satisfecha. —Bueno, sí —dije—, eso está muy bien. Aunque yo, por mi parte, esperaba un poco más. —¿Más? —preguntó Sawatzki irritado—. ¿Más aún? —Querido señor Sawatzki —dije tranquilizándole—, tres artículos de periódico están muy bien, pero al fin y al cabo nosotros teníamos otros objetivos… —¿Artículos de periódico? —aulló Sawatzki—, ¿quién habla de artículos de periódico? Ha ido usted a parar a YouTube. Y le pinchan sin pausa. —Bajó luego la voz y dijo—: Entre nosotros: inmediatamente después de la emisión hubo aquí algunas personas que querían prescindir de usted. No digo nombres. Pero ahora… ¡Mírelo usted mismo! A los jóvenes les cae usted bien. —Los sentimientos de los jóvenes aún no están falseados —dije. —Y por eso tenemos que producir enseguida cosas nuevas —gritó Sawatzki, excitado—. Su colaboración será más extensa. Ahora están previstos también pequeños videoclips. Tiene que venir inmediatamente al despacho. ¿Dónde está? —En el quiosco —dije. —Bien —dijo Sawatzki—, quédese ahí, hay un taxi en camino. Después colgó. —¿Qué ocurre? —preguntó el quiosquero—, ¿buenas noticias? Le puse delante mi aparato telefónico. —¿Llega usted con esto a una cosa llamada yutiub?
XVII Capítulo
HABÍA pasado lo siguiente: mediante un dispositivo técnico alguien había grabado mi actuación en el programa de Wizgür y lo había metido en interred, en un lugar en el que todo el mundo podía presentar sus pequeñas películas. Y todo el mundo podía ver lo que quisiera, sin seguir instrucciones de la chusma periodística judía. Claro, los judíos también podían meter allí sus mamarrachadas, pero sin tutelas se veía enseguida en lo que acababa todo: el pueblo veía y veía mi actuación en el espacio de Wizgür. Eso se podía saber por un número que aparecía debajo de cada sección de película. Yo, sin embargo, no me fío demasiado de esos números. He tenido que ver demasiado tiempo con gente de partidos y con capitostes de la industria y sé que hay por doquier carreristas y otros caracteres dudosos a los que les gusta retocar un poco cuando se trata de realzar los números como es debido. Los embellecen, o, como comparación, le presentan a uno otro número que deja en una posición estupenda el suyo propio, mientras que silencian docenas de números que serían apropiados para hacer patente una verdad bastante menos favorable. Por eso puse enseguida manos a la obra y estuve mirando otros números relativos a esas chapuzas judías. Hasta hice un esfuerzo —en estas cosas no hay que ser melindroso— y examiné por ejemplo los números de esa película de Chaplin, El gran dictador. Bueno, sí, las masas de visitantes allí eran de siete cifras, pero, claro, para hacer bien el cálculo había que comparar de un modo limpio. La deleznable película de Chaplin tenía al fin y al cabo setenta años de antigüedad, de modo que resultan quince mil visitantes por año, evidentemente una cifra considerable, pero en realidad sólo sobre el papel. Porque sin duda alguna hay que partir ahí de un interés que ha ido decreciendo poco a poco. Por naturaleza, el hombre siempre tiene bastante más curiosidad por lo que pasa hoy que por antiguallas, a lo mejor incluso en blanco y negro, como ésa, cuando en la actualidad se está habituado a las películas en color. Por eso es de suponer que esa película haya tenido la mayoría de sus espectadores en interred en los años sesenta y setenta. Hoy podrían añadirse todo lo más algunos centenares al año, sin duda estudiantes de cinematografía, algunos rabinos y un «público especializado» de la misma índole. Sin embargo, yo había superado sin esfuerzo alguno esos valores numéricos, multiplicados por mil, en los últimos tres días. Eso era para mí, sobre todo en un aspecto, de gran interés. Hasta aquel momento, mis mejores experiencias en cuanto a instrucción del pueblo y propaganda las había tenido con métodos bastante diferentes de los actuales. Había trabajado con columnas de camisas pardas de las SA, que viajaban por la ciudad agitando banderas, de pie en las superficies de carga de los camiones, y que clavaban el puño en el rostro y la porra en la cabeza a los combatientes bolcheviques del Frente Rojo; que a veces, con plena conformidad por mi parte, también trataban de hacer entrar en razón a esos tozudos comunistas, ayudándose gustosos con las botas militares. Ahora comprobaba que, por lo visto, una idea, un discurso, con que sólo tuviera gancho, atractivo, podía inducir a cientos de miles de personas a observar y a analizar mentalmente. En el fondo eso era muy difícil de comprender. Era incluso sencillamente imposible. Tuve una ligera sospecha, casi un temor, y por eso llamé al momento a Sensenbrink. Estaba del mejor humor. —Acaba usted de sobrepasar los setecientos mil —dijo jubiloso—. ¡Alucinante! ¿Lo ha visto?
—Sí —dije—, pero su alegría me parece muy exagerada. ¡Eso ya no puede ser rentable para ustedes! —¿Qué? ¿Cómo? ¡Es usted una mina de oro, amigo! Esto es sólo el comienzo, créame. —Pese a ello, usted tiene que pagarle a toda esa gente. —¿A qué gente? —Yo mismo fui algún tiempo jefe de propaganda. Y lo sé: para poner del lado de uno a setecientas mil personas se necesitan diez mil hombres. Si son fanáticos. —¿Diez mil hombres? ¿Qué clase de diez mil hombres? —Diez mil SA, teóricamente. Y esto es un cálculo prudente. Pero no tendrá usted aún SA, ¿no? Por tanto, necesitará por lo menos quince mil. —Anda que no es usted un tío raro —gritó Sensenbrink de buenísimo humor. No estaba yo seguro de si oía al fondo un tintineo de copas—. ¡Tenga cuidado, un buen día alguien va y lo toma en serio! Y con eso colgó. La cosa parecía aclarada. Por lo visto, Sensenbrink no tenía realmente nada que ver con aquello. Esa adhesión parecía venir del pueblo mismo. También podía ser, naturalmente, que Sensenbrink fuera un desmedido embustero, un cuentista de primer orden; esas dudas seguían existiendo, eso es precisamente lo enojoso de la gente que no ha elegido uno mismo. Pero, en su conjunto, en esos temas me parecía veraz. Por tanto me dediqué a la producción del material suplementario que ahora necesitaba. Como siempre que las personas no están, en lo creativo, a la altura de las circunstancias, te vienen con las propuestas más cuestionables. Proponían rodar extraños reportajes, como «El Führer visita la Caja de Ahorros» o «El Führer en la piscina». Rechacé, sin más discusiones, tales perfectas mamarrachadas. Los políticos haciendo deporte, eso es casi siempre bastante insoportable para el pueblo. Yo dejé de practicarlo inmediatamente después de la toma del poder. Un futbolista, un bailarín, ésos saben hacerlo, la gente los ve cada día en su apogeo, puede ser incluso un arte extraordinario. Por ejemplo, en el atletismo, un consumado lanzamiento de jabalina es algo maravilloso. Pero imaginemos que viene uno como Göring o como esa canciller con pinta de matrona que, en cuanto al peso, son como dos gotas de agua. ¿Quién quiere ver algo así? De ahí no pueden salir imágenes positivas. Sí, sí, entonces hay otros que dicen: ella ha de presentarse al pueblo como una persona dinámica, para eso no tiene que saltar a caballo ni hacer gimnasia rítmica, pero una cosa inocente como jugar al golf —dicen entonces en ambientes conservadores anglófilos—, algo así sería sin duda factible. Pero quien ha visto alguna vez a un buen jugador de golf seguro que no quiere ver una informe codorniz escarbando el suelo. ¿Y qué iban a decir los otros hombres de Estado? Por la mañana, ella sigue penosamente los complicados vericuetos de la política económica, por la tarde está en el campo de golf y, sin coordinación alguna, vapulea el césped. Y en traje de baño, eso es la mayor barbaridad. Ni siquiera a Mussolini pudieron quitárselo de la cabeza. En los últimos tiempos lo hace también ese importante jefe de Estado ruso, un hombre interesante, qué duda cabe, pero para mí es cosa decidida: tan pronto se quita la camisa un político ha dado al traste con su política. Con ello, no dice otra cosa que: «Miradme, queridos compatriotas, he hecho un asombroso descubrimiento: mi política es mejor sin camisa.» ¿Y qué absurda declaración es ésa? He leído, por cierto, que hace poco un ministro de la Guerra alemán hasta se dejó fotografiar en una piscina con una mujer. Mientras que la tropa estaba en el frente o a punto de marchar a él.
Conmigo, ese hombre no habría seguido ni un solo día en el cargo. No le habría dado margen para que presentara la dimisión: se le pone una pistola sobre la mesa del despacho, una bala en el cañón, sale uno del cuarto, y si a ese hijo de puta aún le queda un mínimo de decoro sabe lo que ha de hacer. Y, si no, uno encuentra al día siguiente la bala en su cabeza y la cabeza con la cara hacia abajo en esa misma piscina. Y entonces el resto del personal se entera de lo que ocurre cuando, en traje de baño, se traiciona a la tropa. No, para mí, naturalmente, esos escarceos acuáticos no merecían consideración. —Si no está de acuerdo con eso, ¿qué quiere hacer en su lugar? Esa pregunta me la planteó un tal Ulf Bronner, un ayudante de dirección escénica, de unos treinta y tantos años, un hombre llamativamente mal vestido. No iba vestido de modo tan andrajoso como los cámaras, que —como sé desde mi reciente trabajo para la televisión y con la televisión— son los profesionales más andrajosamente vestidos del mundo, sólo superados por los fotógrafos de prensa. No sé por qué es así, pero estoy convencido de que los fotógrafos de prensa llevan puestos muchas veces los harapos que se les han caído del cuerpo poco antes a los cámaras de televisión. La razón es seguramente que creen que nadie los ve porque al fin y al cabo son ellos quienes tienen en las manos la cámara. Yo, en cambio, siempre que descubro en una revista una foto poco favorable de alguien, con el gesto torcido o algo similar, pienso: a saber qué pinta tenía el fotógrafo. El tal Bronner, que hacía de director escénico, iba mejor vestido pero no mucho mejor. —Yo comento política de la actualidad diaria —le dije— y naturalmente cuestiones que van más lejos. —No veo en absoluto la gracia que puede tener eso —murmuró Bronner—. La política es siempre una basura. Pero allá usted; no es mi programa. En tantos años he aprendido que una fe fanática en la causa común no siempre es necesaria. Y en muchas cosas, incluso contraproducente. He visto a directores que, de pura voluntad artística, eran incapaces de rodar una película inteligible. Entonces, en último término, hasta prefería la indiferencia de ese Bronner, que, en cualquier caso, me daba un gran margen de libertad en mi propósito de atacar los miserables méritos de los representantes políticos elegidos democráticamente. Y como siempre hay que simplificar en lo posible las cosas, elegí enseguida el tema más a mano, en el sentido literal de la palabra. Lo primero que hice fue ponerme por la mañana delante del parvulario vecino al extraño colegio junto al que ya había pasado varias veces. Había observado en distintas ocasiones el comportamiento irresponsable de los conductores que pasaban por allí a considerable velocidad y que ponían en peligro, sin escrúpulos, la vida y la salud de nuestros hijos. En una breve charla, ataqué primero violentamente aquel modo demencial de conducir, luego hicimos varias tomas de esos descerebrados infanticidas, que después se podrían intercalar. Finalmente conversé con las numerosas madres que pasaban por allí. Las reacciones fueron sorprendentes. La mayor parte de ellas preguntaban: —¿Es la cámara oculta? A lo que yo respondía: «En absoluto, señora. La cámara está aquí, ¿la ve?» Y al decirlo señalaba al aparato tomavistas y a los cameraman, y lo hacía con paciencia e indulgencia, porque las mujeres, ya se sabe, tienen sus dificultades para entender la técnica. Tan pronto quedaba eso aclarado, yo quería saber si ella solía frecuentar la zona. —Entonces seguramente le habrán llamado la atención esos conductores. —S… ssíí —decía arrastrando la palabra—, ¿por qué…? —¿Estaría de acuerdo conmigo en que, dado el comportamiento de tantos conductores, hay que
tener miedo por los niños que juegan aquí? —Hummm, sí, en cierto modo, pero…, diga usted adónde quiere ir a parar. —Hable con toda libertad de sus temores, señora compañera de raza. —¡Un momento! ¡Yo no soy compañera de raza! Pero si me plantea la cuestión… A veces una se pone de malhumor cuando pasa por aquí con los niños… —¿Por qué este gobierno elegido en las urnas no castiga más duramente a esos conductores desconsiderados? —No sé… —¡Nosotros vamos a cambiarlo! Por Alemania. ¡Usted y yo! ¿Qué castigos exigiría usted? —¿Que qué castigos exijo yo…? —¿Opina que las sanciones actuales no son suficientes? —Tan enterada no estoy… —¿O que no se las aplica con suficiente rigor? —No, no, yo… Prefiero no seguir con esto. —¿Cómo? ¿Y los niños? —Esto es…, las cosas están bien así. Tal como están. ¡Yo, en general, estoy satisfecha! Ocurría a menudo. Como en un clima de miedo, y eso en una forma de gobierno tan liberal, presuntamente. La sencilla e ingenua mujer del pueblo no osaba hablar abiertamente en mi presencia tan pronto me acercaba a ella con el simple uniforme del soldado. Estaba estremecido. Y aquello se repetía en tres cuartas partes de los casos, más o menos. La otra cuarta parte de esas personas entrevistadas decía: —¿Es usted el nuevo encargado del orden? ¡Por fin lo dice alguien de una vez! ¡Es intolerable lo que ocurre aquí! ¡Hay que meterlos en prisión inmediatamente! —¿Exige usted entonces reclusión mayor? —¡Por lo menos! —Yo partía de que ya no hay pena de muerte… —¡Por desgracia! Conforme a un principio parecido censuraba yo lo que observaba por mí mismo o sabía por la prensa. Comestibles en mal estado, conductores que hablaban por el teléfono móvil mientras conducían su vehículo, esa costumbre brutal de llevar el coche a velocidades demenciales, y cosas semejantes. Y lo asombroso era que la gente o exigía penas draconianas, o bien, lo que era bastante más frecuente, no se atrevía a decir lo que pensaba. En una ocasión se vio con especial claridad. Porque algunas personas ya se habían reunido en el centro de la ciudad para criticar al gobierno. Como hoy por hoy parece claro que a nadie se le ocurre la solución más sencilla, a saber: fuerzas de choque, se había instalado al menos una especie de puesto de mercado para reunir firmas que, finalmente, debían impedir el número asombrosamente elevado de cien mil abortos al año en Alemania. Una matanza de sangre alemana de ese calibre es inaceptable también para mí, evidentemente: cualquier retrasado mental podía ver al momento que, partiendo de un cincuenta por ciento de niños varones, eso llevaría a medio plazo a la pérdida de tres divisiones. O incluso de cuatro. Delante de mí, sin embargo, de pronto ninguna de esas personas honradas y decentes quiso hacer profesión de sus convicciones y, poco después de llegar nosotros, la campaña quedó completamente interrumpida. —¿Qué dice uno a eso? —pregunté a Bronner—. Esta pobre gente está como cambiada por otra. Esto, por lo que se refiere a la llamada libertad de opinión.
—Increíble —se asombró Bronner—, ha funcionado mejor aún que el asunto de los dueños de perros que protestaban contra la obligación de llevarlos atados de una correa. —No —dije—, eso lo entendió usted mal. Los dueños de perros no eran personas decentes que se escabulleran. Eran judíos todos ellos. ¿No vio usted las estrellas? Ellos sabían al momento con quién estaban tratando. —Pero ¡si no eran judíos! —objetó Bronner—, en las estrellas no ponía «Judío». Ponía «Perro». —Eso es típico del judío —le expliqué—. El judío sólo siembra confusión. Y en las llamas del desconcierto cuece entonces su repugnante y venenosa sopa. —Pero eso es… —resolló Bronner, y luego se echó a reír—. ¡Es usted realmente increíble! —Lo sé —dije—. ¿Están ya listos los uniformes de sus operadores? De aquí en adelante, el movimiento ha de actuar de modo unitario. En la productora, acogieron con gran entusiasmo el nuevo material que traíamos. —Está claro que usted podría convertir a un cura en ateo —rió la señora Bellini al pasar revista al material. —Eso podría uno pensar, pero ya lo he intentado a gran escala —recordé—. Con muchos de esos clerizontes uno no lo consigue ni siquiera metiéndolos en un campo de concentración. Dos semanas después de mi estreno en aquel programa de Wizgür se intercalaron esos números, además del flameante discurso que yo pronunciaba siempre hacia el final. Y al cabo de otras cuatro semanas venía otra contribución mía. En el fondo era como al principio de los años veinte. Con la sola diferencia de que en aquel entonces yo me había adueñado de un partido. Esta vez, de un espacio televisivo. Por lo demás, yo tenía razón en mi opinión sobre Wizgür. La realidad es que, con cierto rencor, él iba viendo cómo yo cobraba más y más influencia en su programa, cómo se iba imponiendo el genio del Führer. Sin embargo, no se opuso a esa evolución. No se amoldaba totalmente a la situación, protestaba continuamente del modo más lamentable y no paraba de quejarse entre bastidores ante los responsables de la empresa. En su lugar yo lo habría jugado todo a una carta, desde el primer momento habría rechazado de plano todo género de intromisiones; en circunstancias comparables, yo, inmediatamente después de la primera actuación, habría reaccionado dejando de trabajar para esa cadena, ¡qué me habrían importado a mí los contratos! Pero el tal Wizgür, como era de esperar, se aferraba desesperado a sus mezquinos éxitos, a su dudosa fama, a su espacio con su horario fijo, como si eso fuera un galardón. Wizgür nunca habría encajado golpes por sus convicciones, él nunca habría aceptado ir prisionero a la fortaleza. Por otro lado: ¿qué convicciones iba a tener? ¿Qué podía exhibir él fuera de un origen dudoso, fuera de una arrogante charlatanería desprovista de sentido? Yo lo tenía más fácil, claro, detrás de mí estaba, después de todo, el futuro de Alemania. Por no hablar de la Cruz de Hierro. O de la Medalla de Sufrimientos por la Patria que probaba que había derramado mi sangre por Alemania. En cambio, ¿qué sacrificios había hecho Wizgür? Y evidentemente no espero de él en absoluto la Medalla de Oro de Sufrimientos por la Patria. ¿De qué iba a tenerla él, sin guerra? Y si la hubiera tenido, habría sido dudoso que siguiera siendo el hombre apropiado para esa emisión recreativa. De las personas que llevan esas condecoraciones raras, eminentes, a menudo, cuando se las observa más de cerca, no queda mucho. Eso reside en la brutal naturaleza de las cosas. Las personas heridas cinco veces o más en el frente, por bayonetas, granadas, gas, tienen ojos de cristal o brazos postizos, o la boca ha quedado torcida al cicatrizar, si es que aún existe la mandíbula inferior. Esto, hay que admitirlo, no es la madera con la que el destino nos esculpe
los mejores humoristas. Y por muy comprensible que sea cierta amargura en esas personas, dada su situación, el Führer tiene que ver ahí también la otra cara: el público está del mejor humor, la gente se ha puesto de picos pardos; después de una dura jornada de trabajo en la fábrica de shrapnels o en la nave de construcción de aviones, quieren distraerse, o también tras un largo bombardeo nocturno: entiendo muy bien que el pueblo espere de un buen comediante otra cosa que dos piernas amputadas. También hay que decir ahí con toda claridad que el impacto certero de granada, con muerte inmediata, es sin duda para todos mejor solución que una Medalla de Sufrimientos por la Patria, seguida de una actividad de cómico en el frente patrio. En general, sin embargo, se notaba enseguida que ese Wizgür no sólo no tenía una cosmovisión comparable a la del nacionalsocialismo, sino que no tenía ninguna. Y sin una cosmovisión firme, en la moderna industria recreativa no hay, por supuesto, la menor perspectiva de éxito, y tampoco, a la larga, un derecho a la existencia. El resto lo regula la historia. O la cuota de pantalla.
XVIII Capítulo
EL Führer no es nadie sin su pueblo. Es decir, el Führer sí que es algo sin su pueblo, claro, pero no se ve lo que es. Eso puede comprenderlo cualquier persona en su sano juicio, porque sería como si sentaran a Mozart en una silla y no le pusieran delante un piano: así nadie nota que es un genio. Ni siquiera habría podido actuar como niño prodigio, con su hermana. Bueno, ésta aún habría tenido su violín, pero si también se lo quitan, ¿qué es lo que queda? Dos niños, que todo lo más saben recitar versos en dialecto de Salzburgo o hacer otras deliciosas vulgaridades, pero eso no quiere verlo nadie, eso lo hay en todas las salas de estar por Navidad. El violín del Führer es el pueblo. Y sus colaboradores. Naturalmente, uno puede adivinar ya la objeción de los escépticos, que llenos de suficiencia afirman que no es posible tocar dos violines a la vez. Pero ahí se ve de nuevo cómo miran esas gentes la realidad. Para ellos no puede ser lo que no debe ser. Pero ¡sin embargo es así! Justo eso ha hecho fracasar, en definitiva, a innumerables Führer, algunos muy grandes. Tomemos a Napoleón, por ejemplo. El hombre era un genio, de eso no cabe duda. Pero sólo con el «violín» militar. Con los colaboradores, fracasó. Y esa misma cuestión se plantea con todos los genios: ¿qué colaboradores elige? Federico el Grande, por ejemplo, tenía al conde Kurt Christoph von Schwerin, un general que se dejó matar a tiros por su país, montado en el caballo y llevando aún la bandera en la mano; o a un Hans Karl von Winterfeldt. Ese hombre cayó muerto a golpes de sable en 1757: ¡aquéllos sí que eran colaboradores! Pero ¿Napoleón? Hay que decirlo: no tenía buena mano, y eso es una fórmula suave de expresarlo. Un nepotismo de la peor especie, con toda la parentela haciendo cola. Aquel imbécil de hermano, José, está en España, Bernadotte se casa con la cuñada de éste, Jérôme recibe Westfalia, las hermanas quedan bien colocadas en no sé qué condados italianos: ¿y se lo agradece alguien? El peor parásito fue Luis, al que nombró rey de Holanda, y que después perfiló con todo detalle su propia carrera real como si él, personalmente, hubiera conquistado Holanda. Con tales colaboradores no se puede hacer la guerra ni gobernar el mundo. Por eso yo siempre he tenido el mayor interés en rodearme de excelentes colaboradores. Y, en la mayoría de los casos, los he encontrado. Quiero decir: ¡sólo con pensar en el cerco de Leningrado! Dos millones de civiles encerrados, sin posibilidad de aprovisionamiento. Hace falta desde luego cierta conciencia del deber para, además, arrojar allí cada día mil bombas, también —e incluso dirigidas expresamente a ese objetivo—, en los depósitos de comestibles. Aquellas gentes, al final, se destrozaban la cabeza mutuamente sólo para poder comerse la tierra en la que se había derretido el azúcar quemado por las bombas. Sí, claro, esos civiles no merecían subsistir, desde el punto de vista de la raza, pero el soldado de tropa habría podido pensar: ¡pobre gente, pobre gente! Sobre todo porque el soldado raso tenía en muchos casos gran amor a los animales. Yo mismo lo he vivido en las trincheras, donde había gente que se lanzaba contra el más horrible fuego de barrera para buscar a su minino o que compartía casi fraternalmente con un perrillo que se les había pegado las raciones reservadas durante semanas. Se ve ahí de nuevo que la guerra despierta
en el hombre no sólo los sentimientos más duros sino también los más tiernos y compasivos; que el combate modela al hombre en muchos aspectos convirtiéndolo en un ser mejor. El hombre entra en la batalla como un bloque sin desbastar y sale como impecable amigo de los animales con la voluntad inexorable de llevar a cabo lo necesario. Y en el hecho de que esos hombres sencillos, esas centenas de millares de soldados y amigos de los gatos, no digan entonces: «Arremetamos con un poco más de calma, en el peor de los casos los habitantes de Leningrado perecerán de inanición un poco más despacio», sino que digan en lugar de eso: «¡Adelante con esa bomba! ¡Al dar la orden, el Führer ya habrá pensado lo correcto!», justo en eso uno reconoce que ha tenido los colaboradores adecuados. O que los tiene otra vez, pensaba yo mientras contemplaba a la señorita Krömeier cuando escribía en el ordenador el final de mi último discurso como Führer. En general estaba muy contento con el rendimiento de la señorita Krömeier. En su trabajo no había nada que censurar, su dedicación era ejemplar, últimamente incluso estaba a mi servicio el día entero. Sólo su apariencia era susceptible de mejora. No es que tuviera un aspecto descuidado, pero aquel porte, tan melancólico pese a toda su gentileza, aquella palidez que recordaba un poco la de la muerte, no casaba bien con un movimiento tan alegre y tan optimista como lo es, indiscutiblemente, el nacionalsocialismo. Por otro lado, un Führer tiene que saber pasar por alto ese tipo de cosas. Von Ribbentrop, por ejemplo, era, por su presencia física, un Herrenmensch, un líder racial perfectamente representativo: un mentón característico, material genético de primera calidad, y sin embargo aquel hombre, en definitiva, fue un inútil toda su vida. Y eso tampoco le sirve a nadie. —Muy bien, señorita Krömeier —dije—, creo que esto es todo, por hoy. —Se lo imprimiré a toda prisa —dijo. Escribió algo en el ordenador. Luego sacó de su bolso un espejito, después su barra de carmín oscuro, para retocarse los labios. Me pareció una ocasión adecuada para abordar el tema. —¿Qué dice a eso su novio? —¿Qué novio? ¿A santo de qué? ¡Mi Führer! La correcta utilización de «mi Führer» como tratamiento seguía siendo susceptible de mejora. —Bueno, usted tendrá quizá, o seguro, algún joven, algún, digamos, admirador… —Nooo —dijo la señorita Krömeier mientras se pintaba—, por ahí no hay nada… —No quiero ser indiscreto o insistente —la tranquilicé—, pero me lo puede decir sin miedo. Aquí no estamos entre católicos. Yo no pongo pegas si dos personas jóvenes se quieren; en ese caso no hace falta pasar por la vicaría. El amor verdadero se ennoblece a sí mismo. —Todo eso suena fetén —dijo la señorita Krömeier y, con una mirada al espejo, apretó los labios —, pero justo ahora no hay ninguno, porque le di la patada personalmente hace cuatro semanas. Y le digo una cosa: el tío era un auténtico hijo de puta. Tuve que poner una cara un poco de sorpresa, pero la señorita Krömeier dijo enseguida: —¡Uy! Se me ha escapado sin querer. Esto no es posible, claro, en el cuartel general del Führer. Pero lo que quiero decir, claro, es que el tío era un cabrón y un canalla, mi Führer. No comprendí bien lo que perseguía o corregía aquel trueque de expresiones, sin embargo, todos sus gestos delataban el más sincero esfuerzo y después también cierto orgullo, al parecer por la segunda fórmula. —En primer lugar —dije con severidad—, no estamos, propiamente, en el cuartel general del Führer, señorita Krömeier, porque no soy el general en jefe de la Wehrmacht, en cualquier caso no lo soy actualmente. Y en segundo lugar, pienso que esas palabras no deben andar en boca de una muchacha alemana. ¡Y menos aún en boca de mi secretaria!
—¡Ya, pero qué puedo hacer si era así! Tendría que haber estado usted presente, entonces también lo diría. Si yo le contara… —Esas historias no son cosa mía. Aquí sólo se trata del buen nombre del Reich alemán, y en estas habitaciones también de la mujer alemana. Si pasa alguien por aquí quiero que tenga la impresión de que esto es un estado ordenado y no… No pude seguir adelante porque de un ojo de la señorita Krömeier salió una lágrima y luego, del otro ojo, otra, y luego ya muchísimas lágrimas. Son precisamente los momentos que un Führer ha de evitar en la guerra, porque, si no, la compasión puede privarle de la concentración que necesita con urgencia para llevar a cabo victoriosamente batallas de cerco y bombardeos de áreas enteras. En tiempos más desfavorables, así lo he ido aprendiendo, es desde luego un poco más fácil: se da la orden de que cada metro de suelo ha de ser defendido hasta la última gota de sangre y, en el fondo, por ese día uno ha terminado de dirigir la guerra y también podría irse tranquilamente a casa. Pero pese a ello no debería malgastar su tiempo con las emociones de otras personas. Por otra parte, no estábamos en guerra en esos momentos. Y yo apreciaba el trabajo irreprochable de la señorita Krömeier. Así que le pasé un pañuelo de celulosa, cuya producción por lo visto habría aumentado muchísimo. —No ha habido un perjuicio grande —le dije para tranquilizarla—, sólo quería que usted, en el futuro… No dudo de sus aptitudes, incluso estoy muy contento con usted… No se tome usted este reproche tan a pecho… —Qué va —suspiró—, si no es por usted. Es sólo que yo…, que yo quería de verdad a ese tío. Pensaba que lo nuestro iba a resultar. Que iba a resultar algo grande de verdad. Al decir esto rebuscó en su mochila y sacó su teléfono. Tanteó un poco en él hasta que apareció una foto del canalla, y me la mostró. —Tenía una pinta estupenda. Y era además siempre tan…, tan especial. Contemplé la foto. El hombre tenía en efecto muy buena presencia. Era rubio, alto, aunque una docena larga de años mayor que la señorita Krömeier. La foto mostraba al hombre en la calle, con un traje elegante; sin embargo, no tenía nada de pisaverde o fanfarrón sino que daba una impresión de elegancia sólida, como si dirigiera una pequeña y robusta empresa. —No quiero meterme mucho en sus asuntos —dije—, pero en realidad no me extraña que esas relaciones no hayan tenido un final feliz… —¿No? —suspiró la señorita Krömeier. —No. —¿Y por qué? —Mire, usted piensa, como es natural, que fue usted quien puso término a esas relaciones. Pero ¿no vio, en realidad, usted misma, que no era la compañera adecuada para ese hombre? La señorita Krömeier suspiró y asintió. —Pero marchaba todo tan bien entre los dos. Y luego…, nunca lo habría creído… —Sin duda —dije—, pero eso se ve enseguida, al primer golpe de vista. Ella se interrumpió un momento. Su mano cerrada hizo una bola con el pañuelo cuando levantó la vista hacia mí: —¿Qué? ¿Qué se ve? Respiré hondo. Es asombroso a qué escenarios bélicos de menor importancia le envía a uno la providencia en la lucha por el futuro del Pueblo Alemán. Sin embargo, es también sorprendente cómo
muchas cosas encajan y se unen: el problema de la señorita Krömeier y de la digna representación de una política étnica. —Mire: un hombre, y además un hombre racialmente sano como éste, quiere vivir con una compañera alegre, optimista, una madre de sus hijos, una mujer que irradie el espíritu sano, el espíritu nacionalsocialista… —¡Pues ésa soy yo! Pero ¡qué se cree! —Sí, seguro —dije—, usted lo sabe y yo lo sé. Pero ahora, fíjese: véase con los ojos de un hombre en los mejores años. Siempre esa ropa negra. Esa barra de labios oscura, ese rostro que usted maquilla, ésa es mi impresión, para que esté siempre palidísimo… Yo… Pero señorita Krömeier, por favor, no empiece a llorar otra vez, pero en 1916, en el frente occidental, yo vi muertos que exhalaban más alegría que usted. Esos ojos pintados de oscuro, y teniendo el pelo negro. Usted es una joven atractiva, ¿por qué no lleva alguna vez colores más placenteros? ¿Una bonita blusa o una falda alegre? ¿O un vestido de verano de muchos colores? ¡Verá cómo los hombres vuelven la cabeza! La señorita Krömeier me miró inmóvil. Luego se echó a reír abiertamente. —Me he imaginado un momento —explicó—, que voy por ahí con mi vestidito, igual que Heidi en su granja de Öhi, con florecillas en el cabello y todo eso, y que me tropiezo con él en la zona peatonal, con él y con esa señorona superguay, y cómo descubro así que ese…, que ese tío mierda está casado. Tengo que decir que de verdad el papelón que yo habría hecho sería aún más grotesco de lo que ya es. Jo, esa imagen es realmente de traca. Ha sido usted muy amable al ahuyentarme así el malhumor — dijo—. Y ahora pongo punto final a la jornada de trabajo. Se levantó, cogió su mochila y se la echó al hombro. —Le sacaré el discurso de la impresora y se lo pondré en su casillero —dijo, con el picaporte ya en la mano—, le deseo muy buenas tardes, mi Führer. Bueno, de verdad, yo con ese vestidito… Y diciendo eso se marchó. Reflexioné sobre lo que quería hacer esa tarde. Quizá debería pedir en el hotel que me pusieran en marcha el nuevo aparato que me había mandado Sensenbrink. Con él se podían ver películas en el televisor, películas que ya no se guardaban en rollos sino, de manera más práctica, en pequeños discos de plástico, de los que la empresa Flashlight poseía estantes enteros. Y como siempre me ha gustado mucho el cine, tenía curiosidad por saber lo que me había perdido en los últimos años. Por otro lado, también estaba considerando diseñar el proyecto del futuro aeropuerto espacial de Berlín, pues había comprobado que durante la guerra activa no se tiene apenas tiempo para ello, por eso era natural que me dedicara ahora en mayor medida a mi antigua afición. Entonces se abrió otra vez la puerta y la señorita Krömeier me puso una carta sobre el escritorio. —Estaba en el buzón —dijo—, no ha llegado con el correo, probablemente la ha echado alguien por su cuenta en un buzón de la empresa. Buenas tardes de nuevo, mi Führer. La carta estaba dirigida a mí, en efecto, pero el remitente había puesto mi nombre entre comillas, como si se tratara de un programa televisivo con ese nombre. Olisqueé un poco el sobre, en el pasado no se había dado pocas veces el caso de que las mujeres me mostraran cierta admiración. La carta tenía un olor neutro. La abrí. Recuerdo aún claramente mi entusiasmo al ver enseguida en la parte superior de la carta una impecable cruz gamada sobre campo blanco. No había contado con reacciones positivas tan pronto. Fuera de eso, de entrada nada llamaba la atención. Desplegué la carta. Con letras torpes, gruesas y negras, ponía: «¡Termina de una vez con esa vasura, mal dito zerdo judío!»
HacĂa mucho tiempo que no me reĂa tanto.
XIX Capítulo
FUE un pequeño y hermoso triunfo que la joven recepcionista del hotel me recibiera por primera vez con el Saludo Alemán. Iba yo a la sala del desayuno y mientras replicaba a su saludo replegando el brazo, ella bajaba ya el suyo. —Sólo puedo hacerlo ahora porque usted se levanta muy tarde y el vestíbulo está vacío en este momento —me guiñó un ojo sonriente—, así que no me delate. —Ya sé que los tiempos son difíciles —dije con voz apagada—. ¡Aún! Pero llega el tiempo en el que usted podrá defender de nuevo con la cabeza alta la causa de Alemania. Luego pasé deprisa a la sala del desayuno. No todos los empleados habían reconocido los signos del tiempo con tanta clarividencia como la joven recepcionista. Nadie daba taconazos y el saludo seguía siendo en general un insípido «Buenos días». Por otra parte, las miradas eran mucho menos reservadas que antes, en medida creciente desde que yo había pasado a llevar ropa civil. En este sentido era un poco como en la República de Weimar, como aquel nuevo comienzo cuando salí de la cárcel; también ahora había que empezar otra vez desde cero, con la diferencia de que la influencia y las costumbres de la burguesía decadente habían calado todavía más en el proletariado: por eso, aún más que entonces, la piel de oveja de la indumentaria civil tenía que contribuir a crear confianza. De hecho, por las mañanas podía tomar mi muesli, y mi zumo de naranja con simiente de lino triturado, y percibir en las miradas una aprobación sin límites del trabajo realizado por mí hasta ese momento. Estaba pensando en levantarme a por una manzana cuando oí que cabalgaban las valquirias. Con un gesto rutinario que había copiado de algunos jóvenes ejecutivos, saqué el teléfono y me lo llevé al oído. —Hitler al habla —dije, con una discreción ejemplar en el tono. —¿Ha leído ya el periódico de hoy? —preguntó sin preámbulos la voz de la señora Bellini. —No —dije—, ¿por qué? —Pues échele un vistazo. Vuelvo a llamarle dentro de cinco minutos. —Un momento —dije—, ¿qué significa eso? ¿De qué periódico estamos hablando? —Del que lleva su foto en la primera página —dijo la señora Bellini. Me levanté y me fui a la pila de periódicos. Había allí varios ejemplares del Bild-Zeitung. Y delante estaba yo retratado bajo este titular: «Hitler demente en YouTube: ¡Los fans aplauden su agitación difamatoria!» Me llevé el periódico a la mesa y me senté. Luego empecé a leer.
Tengo que admitirlo: me sorprendió. No por la confusa percepción de la realidad que tiene un periódico, eso se sabe de sobra, se sabe que los mayores necios del país los encuentra uno sobre todo en sus redacciones. Sin embargo, yo había percibido aquel Bild-Zeitung como una institución secretamente afín. Algo inhibida, sin duda, con una hipocresía pequeñoburguesa que aún tiene miedo de hablar alto y claro, pero que no obstante, en numerosas posiciones de contenido, marcha en una dirección parecida. Poco de eso se percibía allí, de entrada. Oí cabalgar a las valquirias y cogí el teléfono. —Hitler al habla. —Estoy espantada —dijo la señora Bellini—. ¡No nos han prevenido en absoluto! —¿Pues qué espera usted de un periódico? —No hablo del Bild, hablo de MyTV —se exaltó la señora Bellini—. Si hablaron con la Fahrendonk, podría haber venido por esa parte al menos un toque de aviso. —¿Qué habría cambiado? —Nada —suspiró ella—, en eso tiene usted razón, seguramente. —Es sólo un periódico, al fin y al cabo —dije—. Todo eso no me interesa. —A usted no, tal vez —dijo la señora Bellini—, pero a nosotros, sí. Quieren derribarlo. Y nosotros hemos invertido no poco en usted. —¿Eso qué significa? —pregunté en tono cortante. —Eso significa —dijo la señora Bellini casi con frialdad— que Bild nos ha pedido informes por escrito. Y que tenemos que hablar. —No sé de qué. —Yo sí. Si le tienen a usted en el punto de mira, entonces no dejarán piedra sin mover. Yo querría saber si hay algo que ellos podrían encontrar. Divierte una y otra vez observar cómo les entra de pronto el miedo a nuestros capitostes de la vida económica. Cuando el negocio les parece lo suficientemente atractivo, vienen corriendo llenos de alegría y no se cansan de ofrecerle dinero a uno. Cuando todo marcha bien, son también los primeros que quieren aumentar su lote de ganancia explicando que al fin y al cabo ellos han afrontado todo el riesgo. Pero en cuanto algo parece peligroso lo primero que hacen es cargar sobre otros ese riesgo tan meritorio. —Si ésa es su preocupación —me burlé—, entonces viene bastante tarde. ¿No cree que habría
debido preguntar antes? La señora Bellini carraspeó. —Me temo que hemos de confesarle una cosa. —¿Qué cosa? —Le hemos sometido a control. Es decir, no me entienda mal: no hemos puesto a nadie que le vigile o algo así. Pero hemos contratado a una agencia especializada. Me refiero a que hay que estar seguro de que uno no da empleo a un nazi vocacional. —Vaya —dije irritado—, pues la habrá dejado tranquila el resultado. —Por un lado, sí —dijo la señora Bellini—, no hemos encontrado nada desfavorable. —¿Y por otro lado? —Por otro lado no hemos encontrado absolutamente nada. Es decir, es como si usted no hubiera existido antes. —¿Y ahora qué? ¿Quiere que le diga que a lo mejor sí he existido antes? La señora Bellini hizo una breve pausa. —No nos entienda mal, por favor. Todos navegamos en el mismo barco, sólo queremos evitar que al final —y ahí soltó una risa un poco forzada—, que nosotros, por supuesto sin saberlo, tengamos aquí como al Hitler auténtico… Hizo entonces una pausa muy breve antes de añadir: —Apenas puedo creer lo que estoy diciendo. —Yo tampoco —dije—, eso es alta traición. —¿Puede usted por un momento hablar en serio? —preguntó la señora Bellini—. Sólo quiero que me responda a una pregunta: ¿está seguro de que los de Bild no podrán sacar a la luz nada que pueda emplearse contra usted? —Señora Bellini —dije—, no he hecho nada en mi vida de lo que tenga que avergonzarme. Ni me he enriquecido injustamente ni he hecho nunca nada en interés propio. Pero en el trato con la prensa eso será de poco provecho. En cualquier caso hemos de contar con que ese periódico invente una montaña de embustes de la peor especie. Es de suponer que una vez más me atribuirán hijos ilegítimos, eso es, ya se sabe, lo peor que da en imaginar la prensa difamatoria burguesa. Pero esa inculpación me trae sin cuidado. —¿Hijos ilegítimos? ¿Nada más, fuera de eso? —¿Qué va a ser, fuera de eso? —¿Qué hay en cuanto a antecedentes nacionalsocialistas? —Son impecables —la tranquilicé. —¿Así que nunca ha estado en un partido de derechas? —insistió. —¿Adónde quiere ir a parar? —Me reí de esa primitiva pregunta capciosa—. ¡Prácticamente soy cofundador del partido! ¡Miembro número 555! —¿Cómo? —No irá a creer que fui un mero simpatizante. —¿Fue quizá un pecado de juventud? —dijo la señora Bellini tratando otra vez de desvirtuar, de un modo bien burdo, lo impecable de mi orientación política. —Pero ¡qué se cree usted! Haga cuentas conmigo. En mil novecientos diecinueve tenía treinta años. Incluso yo mismo fragüé con otros la patraña: ¡los quinientos anteriores los inventamos para que mi número de afiliado causara mejor impresión! Es un engaño del que estoy bien orgulloso. Le
aseguro, pues, que lo peor que puede poner sobre mí ese periódico es que Hitler falsificó su número de afiliado. Creo que eso puedo aceptarlo. Al otro lado de la línea hubo de nuevo una pausa. Luego la señora Bellini dijo: —¿Mil novecientos diecinueve? —Sí. ¿Cuándo, si no? Sólo se puede ingresar una vez en un partido, si no se sale uno. ¡Y yo desde luego no me he salido! Se echó a reír, parecía aliviada: —Yo puedo aceptar eso. «Hitler de YouTube: en mil novecientos diecinueve mintió al ingresar en el partido.» Por ese titular incluso yo pagaría dinero. —Entonces, vaya a su puesto y mantenga la posición. ¡No cedemos ni un metro de terreno! —¡A sus órdenes, mi Führer! —Oí reír a la señora Bellini. Luego cortó la conversación. Dejé el periódico sobre la mesa y vi de pronto dos radiantes ojos azules infantiles bajo una mata de pelo rubia, un niño que, tímidamente, tenía las manos en la espalda. —Pero bueno, ¿a quién tenemos aquí? —pregunté—. ¿Cómo te llamas? —Yo —dijo el enano—, yo soy Reinhard. Era realmente un niño muy rico. —¿Cuántos años tienes? —pregunté. Sacó vacilante una mano de detrás de la espalda y presentó tres dedos antes de añadir, vacilante, un cuarto. Un encanto. —Conocí una vez a un hombre que se llamaba Reinhard 50 —dije, y le pasé con suavidad la mano por la cabeza—, vivía en Praga. Es una ciudad preciosa. —¿Tú le querías? —preguntó el chiquillo. —Le quería incluso mucho —dije—, era un hombre estupendo. Se encargó de que muchísimos hombres malos no pudieran hacer más daño a gente como tú y yo. —¿Cuántos? —preguntó el niño, que cobraba visiblemente confianza. —¡Muchísimos! ¡Miles! ¡Un hombre valiente y cabal! —¿Los metía en la cárcel? —Sí —asentí—, también. —Entonces seguro que les daba un azote en el trasero —rió aquel maravilloso golfillo, y sacó la otra mano de detrás de la espalda. Me presentó un Bild-Zeitung. —¿Me lo has traído? —pregunté. Asintió. —¡De mamá! Está sentada allí. —Y señaló una mesa de la sala, más alejada. Luego metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un rotulador—. Me ha dicho que te pregunte si pintas un auto aquí encima. —Un coche —reí—, ¿estás seguro? ¿No habrá dicho mamá más bien un autógrafo? El niño arrugó su linda frente y reflexionó intensamente. Luego me miró atribulado: —No lo sé. ¿Me pintas un auto? —¿No es mejor que preguntemos a mamá? Y diciendo eso me levanté, cogí de la mano al hombrecito y se lo devolví a la madre. Le firmé el periódico, y al niño le dibujé un bonito automóvil en un papel, un espléndido Maybach de doce cilindros. Cuando retorné a mi sitio, sonó el teléfono. Era la señora Bellini. —Lo hace usted bien. —Me gustan los niños —dije—. Nunca pude fundar una familia propia. ¡Y deje de observarme de
una vez! —Pero ¡qué niños! —preguntó la señora Bellini con acento de sorpresa—. No, me refiero a que usted argumenta bien, sabe replicar. Lo hace tan bien que el señor Sensenbrink y yo hemos pensado que podríamos ofrecerles enseguida una entrevista. ¡A los de Bild! Reflexioné un momento, luego dije: —No lo haremos. Pienso que de todos modos saldremos bastantes veces en la portada. Y la entrevista la tendrán cuando la deseemos nosotros. Y ellos acepten nuestras condiciones.
XX Capítulo
NO me equivoco muchas veces. Al contrario: me equivoco incluso poquísimas veces. Es una de las ventajas de entrar en la vida política teniendo ya una consumada experiencia de la vida, y digo «consumada» con intención. Porque en estos tiempos hay muchísimos que se dicen políticos, que quizá hayan estado un cuarto de hora tras el mostrador de una tienda o que una vez, al pasar, miraron por la puerta abierta de una nave de fábrica, y que ahora creen saber cómo es la vida real. Pienso, a modo de ejemplo, en ese ministro liberal de origen asiático 51. Ese hombre interrumpió su especialización en medicina para meterse a politicastro, y entonces uno sólo puede preguntarse: ¿y para qué? Bueno, si en lugar de eso hubiera dicho que primero se dedica a terminar su especialización, para después ejercer la medicina durante diez o veinte años a razón de cincuenta, sesenta horas semanales, para más tarde, acrisolado ya por la dura realidad, formarse poco a poco una opinión y, una vez afirmada ésta, hacer de ella una cosmovisión, a fin de poder empezar luego, con la conciencia tranquila, un trabajo político razonable, entonces la cosa, si venían a añadirse circunstancias favorables, seguramente habría sido aceptable. Pero ese muchachito pertenece a esa nueva y horrible remesa que piensa: primero nos metemos en política, y las ideas irán afirmándose por el camino de un modo u otro. Y así sale la cosa, en efecto. Así hoy se habla en favor del mundo financiero judío y mañana se corre detrás del bolchevismo judío, y eso ocurre en definitiva con el jovencito en cuestión: como el tonto de la clase que siempre corre detrás del autobús. A mí todo eso me resulta abominable. Si hubiera esperado hasta haber acumulado las primeras experiencias del frente, el desempleo, el albergue para hombres en Viena, el rechazo por parte de esos imbéciles engreídos de la Academia, entonces él sabría de lo que habla. De esa forma sólo habría errores en casos muy excepcionales. Como en ese asunto del BildZeitung. Ahí, he de confesarlo, me equivoqué. Había contado con que esa chusma de periodistas me atacaría a mí, a mi política, a mis discursos. La realidad es que lanzaron contra mí sobre todo a una horda de fotógrafos. Y ya dos días después apareció una gran fotografía mía en la que estoy de pie ante una de las mesitas altas del quiosquero tomando té en un vaso de cartón. Él se había puesto a mi lado, con una botella de limonada en la mano que sin embargo por la forma podría ser una botella de cerveza. En grandes caracteres ponía sobre la foto:
Hay que admitir en efecto que el quiosquero, en lo concerniente a la mera indumentaria, no había tenido su mejor día. Eso era debido a que quería llevar a cabo trabajos de renovación en las contraventanas. Por eso se había puesto algunas prendas ya desechadas y, encima, una chambra de
trabajo, que se quitaba cuando se tomaba un descanso para fumar; tenía sin duda el aspecto desaliñado que suele tener —nadie puede apreciar eso mejor que yo— quien está llevando a cabo trabajos de pintura. Pero el quiosquero no se reunía conmigo para emborracharse, pues además yo no cultivo en absoluto la amistad de bebedores. No obstante, aquel asunto fue para mí francamente desagradable, a fin de cuentas el quiosquero no merecía semejante tratamiento. Por suerte, supo tomar el asunto como era debido. Yo me había puesto enseguida en camino, avanzada la mañana, para pedirle disculpas por las molestias. Pero apenas tuvo tiempo para mí. Lo encontré delante de su quiosco, de pie, atendiendo a una cantidad asombrosa de gente, a pesar del tiempo lluvioso y frío. En el quiosco, por encima de la ventanilla por donde vendía, destacaba un gran cartel: «Compren Bild: ¡hoy conmigo y con el Hitler loco de YouTube!» —Viene usted en el momento oportuno —exclamó cuando me vio. —En realidad quería disculparme —repliqué—, pero ahora no sé muy bien por qué. —Yo tampoco —rió el quiosquero—, coja uno de los rotuladores y firme. Es lo menos que puede hacer por su compañero de bebercio. —¿Es usted de verdad? —preguntó enseguida un obrero de la construcción que me tendía su periódico. —Sí, yo mismo —dije firmando la hoja. —Cuando me enteré, encargué al momento un contingente suplementario —contó el quiosquero mientras vendía por encima de las cabezas—. Sí, vaya usted hacia allá, el señor Hitler firma con mucho gusto. Lo cierto es que a mí no me gusta tanto firmar. No se sabe lo que la gente puede hacer con esa firma. Uno escribe ingenuamente su nombre en un papel, al día siguiente alguien elabora encima de él una declaración, y de pronto uno ha regalado irreparablemente la Transilvania a quién sabe qué corruptos territorios de los Balcanes. O se ha capitulado incondicionalmente, aunque siga habiendo en los búnkeres un gran número de armas de represalia con las que se podría lograr a voluntad que se produjera el giro en la guerra. Pero, al fin y al cabo, firmar en un periódico parecía inofensivo. Además me alegraba que por primera vez nadie se quejara de que yo no firmara como el señor Stromberger, o como quienquiera que fuese, sino con mi nombre. —¡Aquí, por favor, sobre la foto! —¿Puede usted escribir encima «Para Helga»? —¿Puedes decir también la próxima vez algo contra los curdos? —Nosotros luchar juntos entonces. Así habríamos ganado guerra. A una niña pequeña, con su periódico, la empujaron hacia delante, yo firmé muy despacio; que fotografiaran la escena: los niños confían en el Führer, como antes. Y no sólo los niños. Se acercó una anciana decrépita, con uno de esos carritos modernos para caminar y un brillo en los ojos. Me puso delante su periódico y me dijo con voz temblorosa: «¿Se acuerda? En 1935, en Núremberg, yo estaba en la ventana de enfrente cuando usted presidía el desfile. Siempre tuve la sensación de que me miraba. ¡Qué orgullosos estábamos de usted! Y ahora…, no ha cambiado usted nada.» —Y usted tampoco —le mentí bromeando, y le estreché emocionado la mano. No es que me acordara de aquella señora, pero ese sincero afecto tenía un encanto particular. En cualquier caso, cuando Sensenbrink me llamó nervioso por teléfono, pude disipar tranquilamente su ansiedad con esa prueba de confianza del pueblo y rechazar de nuevo su deseo de contraatacar con abogados. Tampoco me asustó el día siguiente. Como es natural, el periódico había pasado por alto la aceptación fotográfica y, en su lugar, publicaba una línea completamente irrelevante: «Hitler, el loco de
YouTube: ahora vota Alemania.» Añadían varias fotos de campos de concentración que mostraban el trabajo, feo pero desgraciadamente necesario, de las SS. Tengo que decir que me sulfuré un poco. Porque, cuando se trata de grandes misiones, es siempre un procedimiento poco serio el de mostrar casos aislados de escasa importancia que dan pequeños toques desagradables a la empresa. Hay por ejemplo una gran autopista que transporta miles de millones de mercancías, relevantes para la economía nacional, y siempre se encuentra al borde del camino un lindo conejillo que tiembla de miedo. Se construye un canal que crea cientos de miles de puestos de trabajo, y, naturalmente, se encuentra a algún que otro pequeño labrador que ha de retirarse y que derrama amargas lágrimas. Pero por eso yo no puedo dejar de lado el futuro del pueblo. Y cuando se ha comprendido que millones de judíos —sí, tantísimos había en aquel entonces—, que millones de judíos deben ser exterminados, entonces, como es natural, siempre hay alguno ante el que el alemán sencillo y compasivo piensa: oh, bueno, tan horrible no era ese judío, a ese o a aquel otro judío se los habría podido seguir aguantando unos años más. Para un periódico así es facilísimo apelar a la faceta sentimental de la gente. Es lo de siempre: todo el mundo está convencido de que hay que combatir a las ratas, pero cuando hay que poner manos a la obra se tiene gran compasión de la rata aislada. Bien entendido: se tiene sólo compasión, no el deseo de quedarse con la rata. No hay que confundir ambas cosas. Pero esa confusión intencionada era, por supuesto, la que estaba en la base de las fotos que acompañaban la encuesta. La votación, cuyo correcto desarrollo de todos modos había que poner en duda, daba a elegir tres respuestas que me arrancaron una sonrisa, mezcla de furia y de satisfacción. Algo así podría haberlo ideado incluso yo. Las opciones de respuesta decían así:
1. ¡Basta ya! ¡Desconectad al Hitler de YouTube! 2. No, ese hombre no tiene ninguna gracia, eso lo nota también MyTV. 3. Nunca lo he visto. Esa basura nazi no me interesa. Habría tenido que contar con algo así, claro. Tales cosas pertenecen al carácter y al instrumentario calumniosos de la prensa difamatoria burguesa, todavía, por lo visto, plagada de judíos. Uno tenía que vivir con ello, sobre todo porque también faltaban las posibilidades necesarias para internar a esa chusma embustera. Como comprobé, por ejemplo, con ocasión de un pequeño control de infraestructura a través de interred: en el campo de concentración de Dachau sólo quedaban en pie dos barracas. Situación intolerable, ya después de la primera ola de detenciones habría que haber puesto en marcha otra vez los crematorios. Sensenbrink, como es natural, iba frenético de un lado a otro. Son siempre los «grandes estrategas» los primeros que pierden los nervios. «Acabarán hundiéndonos —gemía una y otra vez—, acabarán hundiéndonos. MyTV ya se ha puesto nervioso, garantizado. ¡Tenemos que dar una entrevista a esa gente!» Le indiqué a Sawatzki, el que había reservado el hotel, que no perdiera de vista a aquel elemento tan poco de fiar. La señora Bellini, en cambio, fue como si recobrara toda su energía. Desde Ernst Hanfstaengl 52 nadie había hecho tanto por ponerme en relación con la gente importante o semiimportante. Y además tenía un aspecto aún más estupendo, una auténtica hembra de pura raza. Y sin embargo cedí a los cuatro días. Ése es el único episodio que me sigo reprochando hoy. Debería haberme mantenido firme e inflexible, pero también es posible que yo ya hubiera perdido un poco la costumbre. Y además nunca habría imaginado ni en sueños lo que pasó.
Habían publicado una gran foto mía, mostraba cómo acompañaba hasta la puerta de la empresa a la estimable señorita Krömeier. La foto, que estaba hecha a la clara luz del primer atardecer, había sido desfigurada expresa y deliberadamente, como pude ver enseguida gracias a mis largas conversaciones de antaño con Heinrich Hoffmann 53. La fotografía estaba innecesariamente borrosa, muy ampliada y presentada como si hubiera hecho falta un espía, con larguísimos años de experiencia en el oficio, para lograr esa foto. Lo que, evidentemente, era una estupidez. Ese día pensaba dar un pequeño paseo, por eso había acompañado a la señorita Krömeier hasta la salida, donde después cogió el autobús. En esa foto le abría la puerta de la empresa. Encima ponía en gruesos caracteres:
—Esto es corresponsabilidad familiar —dije con frialdad—. ¡Y la señorita Krömeier ni siquiera es de mi familia! Estábamos sentados en la sala de conferencias la señora Bellini, Sensenbrink, Sawatzki, el que reservó el hotel, y yo. Y fue naturalmente el gran estratega, Sensenbrink, quien preguntó al momento: —Pero no habrá nada, ¿no? Quiero decir, entre la pequeña Krömeier y usted. —No diga tonterías —intervino al punto la señora Bellini—. El señor Hitler también me ha abierto la puerta alguna vez. ¿Quiere preguntarme también a mí? —Tenemos que ir sobre seguro —dijo Sensenbrink encogiéndose de hombros. —¿Sobre seguro? —replicó la señora Bellini—. ¿En cuanto a qué? Yo no voy a perder un solo momento reflexionando sobre ese repugnante asunto. La señorita Krömeier puede hacer lo que quiera, el señor Hitler puede hacer lo que quiera. Ya no vivimos en los años cincuenta. —Pese a todo, no debería estar casado —dijo Sensenbrink con firmeza—, en cualquier caso no debería estarlo si hay algo con la señorita Krömeier. —Usted no lo ha entendido aún —dijo la señora Bellini, y se volvió hacia mí—. A ver, ¿está usted casado? —En efecto —dije. —Vaya, fantástico —se lamentó Sensenbrink. —Déjeme adivinar —dijo la Bellini—. ¿Desde mil novecientos cuarenta y cinco? ¿En abril? —Claro —dije—. Fue asombroso que la prensa lo publicara. En aquellos días la ciudad estaba llena de bolcheviques, y eso no era propicio. —Sin querer meterme demasiado en sus asuntos personales —intervino Sawatzki, el «reservador» del hotel—, creo más bien que hay sobradas razones para considerar viudo al señor Hitler. Se podría decir lo que se quisiera, pero, incluso en la línea de fuego, ese Sawatzki pensaba con rapidez, claridad, de modo fiable y pragmático.
—No lo puedo confirmar con absoluta certeza —dije—, pero yo lo he leído igual que el señor Sawatzki. —¿Y ahora? —se volvió la señora Bellini a Sensenbrink—, ¿contento? —Es parte de mi oficio plantear tambien las preguntas desagradables —dijo Sensenbrink con insolencia. —La cuestión es: ¿qué hacemos? —resumió la señora Bellini. —Pero ¿es que tenemos que hacer algo? —preguntó Sawatzki con serenidad. —Le doy la razón, señor Sawatzki —dije—, o le daría la razón si se tratara sólo de mí. Pero si no hago nada, mi entorno seguirá sufriendo las consecuencias. Al señor Sensenbrink tal vez no le vendría mal —dije con una sarcástica mirada de reojo—, pero no puedo exigirles eso a usted y a la empresa. —Por la empresa y por nosotros no habría el menor inconveniente, pero a nuestros accionistas es imposible pedirles eso —replicó secamente la señora Bellini—. Lo cual significa, por tanto, que no hay entrevista poniendo nosotros las condiciones. Sino poniendo ellos las suyas. —Usted responde de que no lo parezca —dije, y como sospechaba que la señora Bellini no aceptaba órdenes tan alegremente como Sawatzki, añadí enseguida—: Pero en el asunto mismo tiene toda la razón. Nosotros les concedemos una entrevista. Por ejemplo en el hotel Adlon. Y ellos pagan. —Qué cosas se le ocurren —se burló Sensenbrink—, en esta situación no creo que podamos obtener honorarios. —Es una cuestión de principios —dije—. No veo por qué hay que malgastar el peculio del pueblo en esa basura de periódico. Si ellos pagan la cuenta, a mí me basta. —¿Y cuándo? —Lo antes posible —dijo la señora Bellini muy acertadamente—. Digamos que mañana. Entonces quizá nos den un día de descanso. Asentí. —Entretanto nosotros, por cierto, deberíamos intensificar nuestro trabajo de relaciones públicas. —¿Es decir? —No debemos dejar la información en manos del enemigo político. Eso no debe pasarnos otra vez. Es cuestión de editar un periódico propio. —¿A ser posible, el Völkischer Beobachter? —se mofó Sensenbrink—. Somos una productora, no una editora de periódicos. —No tiene que ser un periódico —intervino al momento Sawatzki, el «reservador» del hotel—; de todos modos, el punto fuerte del señor Hitler es la imagen en movimiento. Tenemos los vídeos: ¿por qué no los ponemos en una homepage propia? —Con todas las actuaciones que ha habido hasta ahora en HD. Para tener un valor añadido comparado con las grabaciones de YouTube —siguió reflexionando la señora Bellini—. Y así tendríamos una plataforma cuando quisiéramos comunicar algo especial. O la propia visión de las cosas. Suena bien. Ocúpese de que la sección de Online nos pase varios diseños. Pusimos fin a la reunión. Cuando salía, vi que aún había luz en mi despacho. Entré para apagarla. Mientras el Reich no esté totalmente dotado de energías regenerativas, todo ese combustible es carísimo. Uno, de momento, no piensa muchas veces en ello, pero luego, treinta años después, vienen los lamentos cuando al blindado, poco antes de El Alamein, le faltan justo las gotas de carburante necesarias para la victoria final. Abrí la puerta y vi a la señorita Krömeier sentada, inmóvil, ante su mesa. Sólo ahora me di cuenta de que aún no le había preguntado cómo se encontraba. Los
cumpleaños, fallecimientos, llamadas telefónicas personales: antes siempre me recordaba esas cosas Traudl Junge 54 o, ahora, la señorita Krömeier: pero en este caso, eso había pasado inadvertido, naturalmente. Miraba consternada la pantalla. Luego levantó la vista hacia mí. —¿Sabe usted qué correos recibo? —preguntó, pálida. La pobre criatura me conmovió hondamente. —Lo siento mucho, señorita Krömeier —dije—. Para mí es fácil soportar estas cosas, estoy habituado a enfrentarme con tales ataques cuando defiendo el futuro de Alemania. Tengo la plena responsabilidad; pero es imperdonable que el enemigo político, en lugar de eso, arrastre por el lodo a una pequeña empleada. —Eso no tiene que ver con usted —dijo, negando con la cabeza—. Eso es la basura supernormal del Bild. Si sales una vez en ese jodido periódico de las tías con el culo al aire todo el mundo tiene derecho a lanzarse a la caza. Recibo fotos de pollas de todo tipo, recibo correos repugnantes, diciendo todo lo que quieren hacer conmigo; a las tres palabras ya dejo de leer. Desde hace siete años soy Vulcania17, pero ya puedo ir olvidándome. El nombre está contaminado, y ahora —pulsó abatida una tecla—, ahora ha pasado a la historia. Es desagradable no poder tomar una decisión. Si Blondi hubiera vivido, ahora habría podido al menos acariciarla; un animal, y en especial un perro, siempre puede relajar pasablemente la tensión en momentos así. —Y con internet no acaba esto —dijo. Miraba al vacío—. En internet al menos se puede leer aún lo que piensa la gente. Pero en la calle no es posible. En la calle sólo se pueden hacer conjeturas, y prefiero no hacerlas. Respiró hondo sin moverse. —Tendría que haberla prevenido —dije tras un momento de silencio—. Pero he subestimado al enemigo. Siento muchísimo que tenga usted que pagar ahora los vidrios rotos por mí. Nadie sabe mejor que yo que el futuro de Alemania exige sacrificios. —¿No puede dejarlo ni siquiera por dos minutos? —dijo la señorita Krömeier. Parecía haber perdido realmente los nervios—. ¡No se trata del futuro de Alemania! ¡Esto es de verdad! ¡Esto no es nada chistoso! ¡Esto no es tampoco una entrada en escena! ¡Esto es mi vida, que esos hijos de puta están destrozando con lo que escriben! Me senté en la silla que había frente a su mesa. —No puedo dejarlo ni dos minutos —dije con seriedad—. Tampoco quiero dejarlo ni dos minutos. Defenderé hasta el final lo que considero correcto. La providencia me ha colocado en este puesto, aquí estaré defendiendo a Alemania hasta el último cartucho. Y seguramente podrá usted objetar: ¿no puede a pesar de todo el señor Hitler transigir por una vez durante dos minutos? Y en tiempos de paz estaría incluso dispuesto a ello: por complacerla a usted, señorita Krömeier. Pero no quiero. Voy a decirle por qué. Y estoy seguro de que entonces usted tampoco lo deseará. Me miró sin comprender. —Si hago concesiones, no las hago por usted, las hago, en último término, porque esa gaceta embustera me obliga a ello. ¿Quiere usted eso? ¿Quiere que haga lo que exige ese periódico? Negó con la cabeza, primero despacio, luego con obstinación. —Estoy orgulloso de usted —dije—, y sin embargo hay una diferencia entre usted y yo. Lo que me exijo a mí mismo no puedo exigírselo a todos los demás. Señorita Krömeier, tengo toda la comprensión del mundo si usted quiere dejar de trabajar para mí. La empresa Flashlight la colocará
con toda seguridad en otro sitio en el que no esté expuesta a tantas contrariedades. La señorita Krömeier suspiró. Luego se incorporó en el asiento y dijo con voz firme: —¡Un cuerno voy a marcharme yo de aquí, mi Führer!
XXI Capítulo
LO primero que vi fue un gran letrero que, en letras góticas, decía «Página de la casa». Agarré al punto el teléfono y llamé a Sawatzki. —¿Qué tal? ¿Ya lo ha visto? —preguntó. Y sin esperar respuesta dijo lleno de júbilo—: Queda bien, ¿verdad? —¿Página de la casa? —pregunté—. ¿Y eso qué quiere decir? ¿De qué casa se trata? Sawatzki enmudeció al otro extremo de la línea. —Bueno, no podemos llamar a su página «Homepage»… —¿No? —pregunté—. ¿Y por qué no? —El Führer no puede emplear extranjerismos… Sacudí enérgicamente la cabeza. —Sawatzki, Sawatzki, ¿qué sabe usted del Führer? Esa germanidad forzada es lo peor que se puede hacer. No debe confundir pureza de sangre con cerrazón mental. ¡Un Home Page es un Home Page, no haga ridiculeces! Tampoco se dice en lugar de tanque «pieza móvil de artillería con cadenas» sólo porque lo inventaron los ingleses. —Una homepage —me corrigió Sawatzki—. Bueno, sí, de acuerdo. Me ocuparé de ello. ¿Qué le parece en cuanto a lo demás? —Aún no lo he leído —dije, y seguí moviendo con curiosidad el ratón sobre la mesa. Al otro extremo de la línea, Sawatzki tableteaba en su teclado. De pronto, en mi pantalla apareció un gran «Homepage». —Hummm —dijo—, así no tiene ninguna lógica. ¿Por qué se va a escribir «homepage» en esa escritura antigua? —¿Por qué lo complica usted todo tanto? —censuré—, conviértalo simplemente en «Cuartel general del Führer». —¿No dice usted siempre que hoy por hoy ya no es el general en jefe de la Wehrmacht? — preguntó Sawatzki casi en tono de burla. —Bien observado —encomié—. Pero esto es simbólico. Como mi dirección electrónica. Tampoco soy la Nueva Cancillería del Reich. Colgué y me dispuse a seguir inspeccionando mi página. Arriba había una franja transversal en la que con el ratón podían verse determinadas secciones. En la que se llamaba «Últimas noticias» pensábamos anunciar novedades de allí en adelante, y aún estaba un poco vacía. Luego venía la «Crónica de la semana», donde se exhibían para el visitante, en una ventanita, mis actuaciones en forma de película. Luego una extensa biografía mía, que daba el nombre de «El reposo de Barbarroja» al periodo entre 1945 y mi retorno. Lo había propuesto Sawatzki, yo me había reído francamente ante la idea de haber dormido, como el gran emperador, en una especie de macizo de Kyfäuser. Por otra parte, no podía aportar datos mejores ni más cercanos sobre ese periodo de tiempo, por tanto había dado mi aprobación a esa aplicación. Otra sección rezaba: «¡Pregunte al
Führer!», y estaba destinada a la comunicación entre mis partidarios y yo. Miré con curiosidad si ya había llegado alguna pregunta. Un señor, en efecto, me había escrito lo siguiente:
Distinguido señor Hitler: He leído con interés lo que explica sobre el diferente valor de las razas. Pues bien, yo crío perros desde hace bastante tiempo y ahora estoy preocupado porque tal vez esté criando una raza inferior. De ahí mi pregunta: ¿cuál es la mejor raza canina del mundo? ¿Cuál es la peor? ¿Y quién es el judío entre los perros? HELMUT BERTZEL, Offenburg Me gustó. Era una buena pregunta y además interesante. Sobre todo porque en los últimos tiempos me habían hecho tantas preguntas sobre asuntos militares que incluso a mí mismo me resultaba demasiado. A eso se añade que los temas militares son bien poco amenos si sólo se reciben malas noticias. En los primeros años de la guerra, teníamos interesantes conversaciones de sobremesa acerca de las más diversas materias, y al final, las echaba realmente de menos. La pregunta sobre los perros me recordó de pronto un poco aquella época que, pese a todo, a menudo fue estupenda. Saqué al momento mi teléfono maravilloso e incluso busqué a propósito la función del dictado, un poco complicada, tantas eran las ganas que tenía de responder a la pregunta. «Querido señor Bertzel —así empecé—, en realidad, la cría de perros está, en cuanto a sus resultados, más avanzada que la propagación y reproducción de los seres humanos.» Reflexioné un momento si sólo debía hacer llegar al señor Bertzel una respuesta sucinta, pero después, simplemente porque me gustaba meditar sobre ese tema, decidí elaborarla con una solidez digna del Führer y empezar un poco desde el principio, para trazar, de modo amplio y definitivo, todo el marco de ese terreno. Pero ¿por dónde había que empezar? «Hay perros tan inteligentes que da miedo —hablé en el aparato, al principio un poco vacilante pero luego cada vez con más fluidez—. La cría de perros es un ejemplo interesante de dónde podría estar ya el ser humano. Por otra parte, vemos también adónde conduce el mestizaje inmoderado, porque precisamente el perro, sin vigilancia, se aparea totalmente al azar. Las consecuencias pueden verse a menudo, sobre todo en el sur de Europa: el perro bastardo se degrada, se asilvestra, se echa a perder. En cambio, cuando interviene una mano que pone orden, se desarrollan razas puras, dando cada una lo mejor de sí misma. Hay a escala mundial, y uno tiene que decirlo con esta claridad, más perros de élite que hombres de élite: un déficit que, con un poco más de voluntad de resistencia por parte del Pueblo Alemán a mediados de los años cuarenta del siglo pasado, hoy podría haber quedado ya eliminado.» Me detuve y consideré si con eso no ofendía los sentimientos de muchos compañeros de raza, pero, por otra parte, esa observación afectaba en realidad sobre todo a quienes ya eran de edad muy avanzada, y a ésos iba dirigida, en efecto. Los más jóvenes, en cambio, tendrían que ver enseguida lo que se les pediría también a ellos llegado el momento. «Naturalmente, la reproducción y el desarrollo del perro no están sometidos a las mismas leyes que los hombres. El perro depende del hombre, el hombre controla su alimentación y su reproducción, por tanto el perro nunca tendrá un problema con el espacio vital. Por eso, los objetivos de la cría no están siempre dirigidos al combate final por la hegemonía mundial que se librará un día. Por tanto, la cuestión de saber cuál sería la apariencia de los perros si, desde hace millones de años, hubieran
tenido que luchar por la hegemonía mundial ha de ser relegada al terreno de la especulación. Indudable es que tendrían unos dientes más grandes. Y un armamento más robusto. Considero más que posible que tales perros hoy supiesen manejar ya herramientas sencillas, como mazas, hondas, quizá incluso arco y flechas.» Hice una pausa. ¿Tendrían entretanto esos perros superiores, dominadores, primitivas armas de fuego? No, eso habría que considerarlo improbable. «No obstante, las diferencias raciales tienen semejanza con las del hombre. Por tanto, está justificada la cuestión de si el mundo canino conoce al judío, por así decirlo, al perro judío. La respuesta reza como sigue: hay, por supuesto, un perro judío.» Aquí ya pude suponer lo que imaginarían cientos de miles de lectores y por eso lo primero fue prevenir: «Pero éste no es, como se supone a menudo, el zorro. Un zorro no puede ser jamás un perro, ni un perro un zorro, por eso el zorro no es jamás un perro judío. Si acaso habría que encontrar entre los zorros un zorro judío específico, que yo identifico más bien con el zorro orejudo, el cual, en su nombre alemán de “perro orejudo” niega significativamente, a la manera típicamente judía, que es un zorro.» Había dictado llevado un poco por la rabia. «Perro orejudo —murmuré furioso—, ¡qué insolencia!» Luego dije deprisa: «Señorita Krömeier, tache por favor perro judío e insolencia.» Eso era lo desagradable de ese teléfono mágico, había sin duda una función de borrar, pero no había manera de saber su manejo. «Así pues, queda claro —seguí dictando— que el perro judío hay que buscarlo entre los perros. Está claro cómo hay que seguir procediendo: hemos de buscar un perro que se arrastra, que adula, que lame, pero que siempre está al acecho para atacar como un cobarde: es, qué duda cabe, el teckel. Aquí, desde luego, ya estoy oyendo a muchos, precisamente a muchos muniqueses dueños de perros: ¿cómo es posible eso? ¿No es el teckel el más alemán de todos los perros? »La respuesta reza: no. »El más alemán de todos los perros es el perro pastor, luego vienen, por orden decreciente, el dogo, el dóberman, el bouvier suizo (pero sólo de la suiza alemana), el rottweiler, todos los schnauzer, los münsterländer, y, si usted quiere, también el spitz, que ya aparece en el humorista Wilhelm Busch. Perros no alemanes son, en cambio, —aparte de los perros exóticos de importación, como terrier, basset y toda esa chusma canina que son los bracos de Weimar (¡ nomen est omen!)—, el vanidoso spaniel y en general todos esos degenerados perros falderos.» Luego desconecté, pero al punto conecté de nuevo: «¡Y el carlino, tan antideportivo!» Reflexioné si había olvidado algo esencial, pero no me vino nada a las mientes. Muy bien. Tenía verdaderas ganas de la pregunta siguiente. Por desgracia, aún no había llegado ninguna. Moví el ratón a la otra sección «Obersalzberg: de visita en casa del Führer», un ámbito que debía funcionar de modo comparable al álbum de visitantes de un hotel. Allí ya habían llegado algunos mensajes. No se entendían todos. Las notificaciones serias no presentaban problemas: «Hay que quitarse el sombrero ante la claridad de su lenguaje», se leía allí, o también: «Veo cada emisión. Por fin hay alguien que rompe las estructuras anquilosadas.» Esto último parecía ser un deseo urgente del pueblo, varias veces reclamaban la ruptura de unas estructuras tan inmovilistas; uno que era probablemente aficionado a la arquitectura hablaba de «estucaturas», un experto en metales, de estructuras «hoxidadas», pero al final quedaba claro lo que querían decir. Y para un alemán hay desde luego cualidades más importantes que la ortografía, que de todos modos tiende de manera molesta a la excesiva sutileza burocrática.
Agradable asimismo fue el mensaje «Führer rulez». Se podía pensar seguramente que ya tenía partidarios en Francia, si es que no se trataba de un error tipográfico, porque también me llegó la nota «Fuehrer RULZ!»: posiblemente cierto señor Rulz trataba de adquirir algo de renombre a costa mía. Y varias veces se limitaron a escribir esta exhortación: «¡Continúe así!», y también «Führer for President». Ya quería interrumpir mi visita cuando más abajo de la lista descubrí media docena de mensajes absolutamente idénticos, enviados por alguien que usaba el nombre de «sangre & honor». Para mi sorpresa, el mensaje era más bien crítico: «¡Deja de contar mentiras, judío turco!» Asombrado, llamé a Sawatzki pidiéndole que alguien eliminara semejante inconveniencia. ¿Qué podía ser eso, un judío turco? Prometió ocuparse de ello y me dijo que volviera a abrir la primera página. «Cuartel general del Führer», ponía allí. Como presentación, tenía un aspecto estupendo.
XXII Capítulo
LA prensa, si no está nivelada, exige desde luego muchísimo esfuerzo. No sólo a los políticos como yo, que han de salvar a un pueblo, no: para mí es absolutamente inconcebible que se maltrate de esa manera a los alemanes. Pongamos, por ejemplo, los informes sobre economía. Cada día dice otro «experto» lo que habría que hacer, y al día siguiente dice otro «experto» más importante aún por qué eso sería lo más equivocado de todo y que, por tanto, la solución contraria es la mejor. Eso es justamente el principio judío —aunque ahora, al parecer, funciona ya en gran parte sin judíos—, cuyo único contenido es sembrar el mayor caos posible, por lo que las personas, en su búsqueda de la verdad, han de comprar aún más periódicos y ver más programas de televisión. Eso se ve en las secciones de economía, que antes no interesaban a nadie, y que ahora todo el mundo ha de seguir de cerca, sólo para que ese terrorismo económico lo deje aún más atemorizado. Comprar acciones, vender acciones, ahora oro, después bonos de obligación, luego inmuebles. El hombre de la calle se ve empujado a una actividad profesional secundaria, la de experto en finanzas, lo que en definitiva sólo significa que le hacen jugarse a la ruleta los ahorros laboriosamente conseguidos. Absurdo: el hombre de la calle debe trabajar honradamente y pagar sus impuestos, pero después, por su parte, un Estado responsable debe hacerse cargo de sus preocupaciones económicas. Eso es lo menos que se espera también, y sobre todo, de un gobierno que, por escrúpulos ridículos (que carece de armas atómicas y otros pretextos de esa índole), se niega tenazmente a proporcionar gratuitamente a las personas tierras de labor en las llanuras rusas. Que la política permita el actual alarmismo difundido por la prensa es, naturalmente, el colmo de la estupidez: en ese caos, la propia desorientación parece aún más necia de lo que ya es, y cuanto mayores son la preocupación y el pánico, tanto más desorientados están esos payasos de políticos. A mí me viene muy bien, por supuesto, el pueblo ve así, cada día con más claridad, el diletantismo con que trabajan esos aficionados que ocupan puestos de máxima responsabilidad. Lo que a mí realmente me asombra es que no se hayan lanzado ya hace tiempo millones de personas, con antorchas y tridentes, contra esas sedes parlamentarias cargadas de charlatanes, y gritando: «¿Qué hacéis con nuestro dinero?» Pero no hay que darle vueltas: el alemán no es revolucionario. Hay que tener siempre presente que la revolución más llena de sentido, más justificada, de la historia de Alemania, sólo fue factible gracias a las elecciones de 1933. Una revolución conforme al reglamento, por así decirlo. En fin, puedo asegurar que esta vez también haré todo lo que esté en mi mano. Había querido llevarme a Sawatzki al Adlon. No es que esperase una gran inspiración de su parte, pero me parecía adecuado aparecer con un escolta y, en el caso de que hubiese controversia, tener allí un testigo: un testigo, bien entendido, pero Sensenbrink tuvo que venir también, cómo no. No sé muy bien si Sensenbrink creía que podría ayudar interviniendo él, o si más bien quería controlar lo que yo iba a decir. En definitiva, Sensenbrink, ya puedo decirlo con seguridad, pertenece a ese grupo de jefes de empresa subalternos que opinan que todo funciona sólo si ellos participan de una manera u otra. Y aquí prevengo enérgicamente contra tales personas; todo lo más cada cien o doscientos años ocurre
que alguien sea realmente un genio universal y que entonces, junto a algunas otras actividades, tenga también que hacerse cargo del mando supremo en el frente oriental porque, de lo contrario, todo está perdido; pero, en el caso normal, esos genios universales imprescindibles resultan ser muy prescindibles e inútiles, esto último en el caso más favorable. Con mucha frecuencia causan incluso enormes daños. Había elegido un traje normal. No es que me avergonzase del uniforme, ni nada parecido, pero opino que —precisamente cuando se sostienen opiniones carentes de compromiso— a veces uno hace bien en ofrecer una imagen marcadamente burguesa. En 1936 organizamos la totalidad de los juegos olímpicos conforme a esa divisa, y, según he leído, en Pekín trataron hace poco de copiar aquel extraordinario éxito propagandístico con buenos e incluso muy buenos resultados. En el hotel, adornado con galas prenavideñas, nos llevaron a la sala de conferencias que habíamos acordado. Y aunque yo había procurado llegar con un ligero retraso, fuimos los primeros en estar en la sala. Eso era un poco irritante, podía ser una medida estratégica de aquellos periodistas del tres al cuarto, pero también, claro, una casualidad. No pasó mucho tiempo hasta que se abrió de nuevo la puerta. Entró una señora rubia, con traje de chaqueta, y se acercó a mí. Junto a ella iba un corpulento fotógrafo, vestido con los andrajos característicos del oficio, y que al punto empezó a hacer fotos por su cuenta. Antes de que Sawatzki o Sensenbrink pudiesen dar en la desatinada idea de presentarnos con todas las de la ley me adelanté, me quité la gorra, me la puse bajo el brazo y con un «Buenos días» le di la mano a la señora. —Mucho gusto —dijo ella con frialdad, pero no con desabrimiento—, soy Ute Kassler, de Bild. —El gusto es mío —dije—, he leído mucho de usted. —En realidad esperaba de usted el Saludo Alemán —observó. —Entonces yo la conozco a usted mejor que usted a mí —continué la charla mientras la acompañaba a la mesa con las butacas ya preparadas—. Yo no esperaba de usted el Saludo Alemán: ¿y quién ha tenido razón? Se sentó y colocó cuidadosamente el bolso en una silla vacía. Toda esa ceremonia de los bolsos, colocarlos bien nada más sentarse como quien toma asiento cargado con su equipaje en un compartimento del tren, tampoco habrá cambiado seguramente cuando hayan pasado otros sesenta y cinco años. —Qué bien que por fin tenga tiempo para nosotros —dijo. —No puede afirmar que haya dado preferencia a otros periódicos —repliqué—, y, al fin y al cabo, ustedes son los que más se han…, digamos…, empeñado en mi persona. —Pero usted también es merecedor de información —rió ella—. ¿Quiénes son los señores que le acompañan? —Éste es el señor Sensenbrink, de Flashlight —dije—, y éste —añadí señalando al señor Sawatzki — es el señor Sawatzki, también de Flashlight. ¡Un chico estupendo! De reojo pude ver cómo a Sawatzki se le iluminaba el rostro un momento, en parte debido a mi alabanza, pero en parte también a que la reportera, de agraciada presencia sin ninguna duda, parecía haber fijado su atención en él. Sensenbrink puso una expresión que podría interpretarse como de competencia o de desconcierto. —¿Se ha traído dos guardaespaldas? —Sonrió—. ¿Tengo un aspecto tan peligroso? —No. Pero sin los dos señores parezco como inofensivo. Se echó a reír. Yo también. Qué grotesca extravagancia. La frase carecía toda ella de lógica. Pero admito que subestimaba un poco a aquella joven rubia y que en aquel momento contaba con poder despacharla charlando animadamente.
Sacó su teléfono del bolso, me lo enseñó y dijo: —¿No tiene nada en contra de que grabemos la conversación? —Tengo tan poco como usted —dije, saqué mi teléfono y se lo puse en la mano a Sawatzki. Yo no sabía bien cómo se grababan con él conversaciones enteras. Sawatzki se comportó con mucha sangre fría, como si supiera hacerlo. Decidí elogiarle otra vez a la primera ocasión. Un camarero se acercó a la mesa y preguntó qué deseábamos beber. Pedimos. El camarero se marchó. —¿Y bien? —pregunté—. ¿Qué quiere que le diga? —¿Qué tal si me dijera su nombre? —Adolf Hitler —dije, y esa respuesta bastó por sí sola para que a Sensenbrink le brotaran las primeras gotas de sudor en la frente. Cualquiera habría creído que me presentaba allí por primera vez. —He querido decir, como es natural, su verdadero nombre —dijo con aire de entendida. —Querida señorita —dije, y me incliné, riendo, hacia delante—, como quizá haya leído usted, decidí hace bastante tiempo dedicarme a la política. ¿Cómo de tonto tendría que ser un político para darse un nombre falso ante su pueblo? ¿Cómo le votarían entonces? En su frente aparecieron arrugas de irritación. —Eso, justamente. ¿Por qué no revela entonces al Pueblo Alemán su verdadero nombre? —Es lo que hago —suspiré. Aquello prometía ser muy fatigoso. Además, en el canal de noticias, el N 24, había visto la víspera, hasta muy avanzada la noche, un documental, con unos comentarios absurdos pero interesantes, sobre mis propias armas milagrosas. Una imbecilidad extraordinariamente cómica cuyo balance venía a ser que cada una de esas armas habría podido decidir la guerra a nuestro favor si no fuera porque yo, en último término, lo había estropeado todo una y otra vez. Es desde luego asombroso lo que esos historiadores fantasiosos, sin tener un asomo de idea, inventan con imperturbable tozudez. Apenas se atreve uno a pensar que los conocimientos que se tienen sobre hombres relevantes como Carlomagno, Otón I o Arminio, en rigor, fueron transmitidos a la posteridad sólo por algún historiador que se sentía llamado a ello. —¿Nos podría entonces mostrar su pasaporte? —preguntó la joven—. ¿O su DNI? Con el rabillo del ojo vi que Sensenbrink se disponía a decir algo. Si se miraba con realismo sólo podía ser una insensatez. Nunca se sabe cuándo y por qué empiezan a hablar esas personas, con mucha frecuencia se limitan a decir cualquier cosa porque se dan cuenta de que aún no han dicho nada o porque temen que si siguen callados los tendrán por poco importantes. Y eso hay que evitarlo por todos los medios. —¿Pide usted a todos sus interlocutores que le presenten el pasaporte? —pregunté a mi vez. —Sólo a quienes afirman que se llaman Adolf Hitler. —¿Y cuántos son? —Tranquiliza saber —dijo— que usted es el primero. —Usted es joven y quizá esté mal informada —dije—, pero durante toda mi vida no he consentido que se me dé un trato especial. Y no tengo la intención de cambiar nada ahora. Yo como de la cocina de campaña como cualquier soldado. Guardó un breve silencio y consideró un nuevo punto de partida. —En la televisión aborda usted temas muy controvertidos. —Abordo la verdad —dije—. Y digo lo que siente el hombre de la calle. Lo que él diría si estuviera en mi lugar. —¿Es usted nazi?
Eso no fue poco irritante. —¿Qué clase de pregunta es ésa? ¡Evidentemente! Se reclinó en la butaca. Al parecer, no estaba acostumbrada a dialogar con alguien que no tenía miedo de hablar claro. Era digna de atención la tranquilidad de Sawatzki, sobre todo si se comparaba con Sensenbrink, que ahora sudaba de un modo casi penoso. —¿Es cierto que admira a Adolf Hitler? —Sólo por las mañanas, en el espejo —bromeé, pero ella lo pasó por alto, impaciente. —Bueno, entonces con más precisión: ¿admira la obra de Adolf Hitler? —¿Admira usted la obra de Ute Kassler? —Así no avanzamos —dijo enfadada—, ¡al fin y al cabo yo no he muerto! —Usted quizá lo lamente —dije—, pero yo tampoco. Apretó los labios. El camarero llegó y repartió las bebidas. La señora Kassler tomó un trago de café. Luego intentó un nuevo pase. —¿Niega lo que hicieron los nazis? —Nada más lejano. Soy incluso el primero que no se cansa de llamar la atención sobre ello. Revolvió los ojos: —Pero ¿lo condena también? —¡Pues ya sería yo tonto! No soy tan esquizofrénico como nuestros parlamentarios —sonreí—. Eso es lo bueno en el Estado del Führer, en el que rige el principio del caudillaje: se tiene un responsable no sólo antes y durante, sino también después. —¿También después de seis millones de judíos muertos? —¡De ésos sobre todo! Aunque yo, naturalmente, no he comprobado el número. Sus ojos brillaron de alegría por un momento, hasta que dije: —Pero ¡eso es más que sabido! Si estoy bien enterado, ni siquiera la prensa de los vencedores me disputa el mérito de haber eliminado a esos parásitos de la faz de la Tierra. Me miró echando chispas. —¿Y hoy hace chistes sobre eso en la televisión? —barbotó. —No, eso en absoluto —dije con voz grave—. El tema de los judíos no es divertido. Respiró hondo y se reclinó en el asiento. Tomó un gran sorbo de café y lo intentó de nuevo: —¿Qué hace cuando no está en antena? ¿Qué hace en su vida privada? —Leo mucho —dije—, ese interred es en diversos aspectos algo muy placentero. Y me gusta dibujar. —Déjeme adivinar —dijo—. Edificios, puentes y cosas semejantes. —Por supuesto. Me apasiona la arquitectura… —Ya he oído hablar de eso —suspiró—. En Núremberg aún siguen en pie algunas cosas suyas. —¿Todavía? Pues qué bien —dije—. Yo contribuí también en parte, claro, pero en lo esencial la fama corresponde a Albert Speer, evidentemente. —Dejémoslo aquí —dijo en tono glacial—, esto no lleva a ninguna parte. Tampoco tengo la impresión de que usted haya venido con una actitud muy cooperativa. —Tampoco recuerdo que en nuestro convenio hubiera un protocolo secreto adicional sobre ese punto. Llamó al camarero para pagar. Luego se volvió a su reportero gráfico.
—¿Necesitas más fotos? Negó con la cabeza. Ella se levantó entonces y dijo: —Sabrá de nosotros por el periódico. Me levanté también, y Sawatzki, el «reservador» del hotel, junto con Sensenbrink me imitaron. Las buenas maneras son las buenas maneras. Aquella jovencita no tenía la culpa de haberse criado en un mundo al revés. —Espero con ilusión el artículo —dije. —Vale, pues alégrese bien —dijo al salir. Sensenbrink, Sawatzki y yo volvimos a sentarnos. —Qué breve ha sido la entrevista —dijo Sawatzki excitado, y llenó su taza—. Pero no vamos a echar a perder el café por eso. Aquí hacen un café estupendo. —Pero no estoy seguro de si esos dos se han ido con lo que querían —se inquietó Sensenbrink. —De todos modos escribirán lo que quieran —dije—. Por el momento, que me dejen en paz a la señorita Krömeier. —¿Cómo está ella? —preguntó Sawatzki, preocupado. —Como la población civil alemana. Cuanto más repulsivamente arroja sus bombas el enemigo, tanto más fanática se torna la resistencia. Una chica fantástica. Sawatzki asintió, y por un momento me pareció que sus ojos brillaban con una claridad un poco excesiva. Pero yo también puedo equivocarme, evidentemente.
XXIII Capítulo
EL problema de esos parlamentarios es que, sencillamente, no han comprendido nada. Quiero decir: ¿por qué en definitiva hice esa guerra? ¡No fue desde luego porque me gustara mucho hacer guerras! Odio hacer la guerra. Si Bormann aún estuviera aquí cualquiera podría preguntarle, él lo confirmaría al momento. Es una cosa horrible, yo habría cedido con muchísimo gusto a otro esa tarea si hubiera habido alguien mejor. Y, bueno, sí, a corto plazo no he de ocuparme por ahora de eso, pero a medio y largo plazo sin duda me caerá encima otra vez. ¿Quién iba a encargarse de ello si no? ¿Qué otro haría ese género de cosas? Si hoy se pregunta a un parlamentario, va y afirma sin más que hoy ya no son necesarias las guerras. Eso es lo que afirmaban también entonces, y ya entonces era un error tan grande como hoy. No se puede considerar absurda la idea de que esta tierra no crece. Pero sí el número de seres humanos en ella. Y cuando a los hombres empiecen a escasearles los recursos naturales, ¿qué raza será la que disponga de esos recursos? ¿La más simpática? No, la más fuerte. Y por eso he hecho todo lo posible por fortalecer la raza alemana. Y frenar enérgicamente al ruso antes de que nos arrolle. En el último momento, pensaba yo. Al fin y al cabo, en aquel entonces vivían dos mil trescientos millones de personas en el mundo. ¡Dos mil trescientos millones! Nadie podía saber que caben en él tres veces más. Pero, y aquí viene lo decisivo: de esos hechos hay que sacar las conclusiones correctas. Y la conclusión correcta no reza, evidentemente: como ahora somos siete mil millones, aquello no fue necesario. La conclusión correcta reza, antes bien: si entonces ya tuve razón, hoy tengo tres veces razón. Eso es simple aritmética, eso se lo calcula a usted cualquier alumno de tercer grado. Por eso, todo este asunto de mi regreso tiene para mí en estos momentos una enorme fuerza de convicción. Porque ¿por qué viven ahora estos siete mil millones de personas en este mundo? Porque yo hice una guerra que era por completo —para emplear esa palabra tan de moda— sostenible. Si todas esas personas se hubieran reproducido desde entonces, ahora estaríamos en ocho mil millones. Y la mayor parte de ellos serían sin duda alguna rusos, que habrían invadido hace tiempo este país, que habrían cosechado nuestros frutos, ahuyentado nuestros ganados, esclavizado a los hombres aptos para el trabajo, masacrado a los otros, para abusar después de nuestras inocentes doncellas con sus sucios dedos. La providencia, por tanto, vio que mi primera tarea era eliminar el exceso de población bolchevique. Y ahora me llama, naturalmente, a cumplir el resto de la misión. El intermedio fue necesario para no desperdiciar mis fuerzas en estos decenios que han pasado y que son necesarios para que pudieran aparecer las secuelas tardías de la guerra, y que fueron: disensión entre los aliados, desintegración de la Unión Soviética, pérdidas de territorios rusos y, naturalmente, la reconciliación con nuestro aliado más próximo, Inglaterra, para, más tarde, poder atacar unidos. Hoy sigue siendo un enigma para mí por qué no fue así ya entonces. ¿Cuántas bombas habríamos debido arrojar sobre sus ciudades hasta que comprendieran que son amigos nuestros? Aunque, cuando uno contempla las cifras actuales, no se puede entender muy bien para qué se
necesita aún a Inglaterra; esa isla decrépita ya no es, en verdad, una potencia mundial. Bueno, tampoco hay que responder enseguida a todas las preguntas. Por otra parte, se acerca poco a poco el último momento en el que aún es posible tomar medidas enérgicas. Y por eso me quedé tan horrorizado ante la situación en que se encuentran las llamadas fuerzas nacionales de este país. Al principio había supuesto que actuaría más o menos en solitario. El destino, sin embargo, ya había instalado a algún que otro aliado. Pero eso ya era una prueba de incapacidad: que yo necesitase meses para enterarme de que había alguien que se sentía llamado a proseguir el trabajo del partido nazi, del NSDAP. Estaba tan indignado por ese mísero trabajo de propaganda que me busqué al ayudante de dirección Bronner y a un cameraman y viajé a Berlín-Köpenick, donde residía, con el nombre de NPD, Partido Nacional Democrático de Alemania, la mayor agrupación de esa índole. Para decirlo enseguida: casi me habría puesto a vomitar nada más llegar. Admito que la Casa Parda de Múnich no era nada sensacional, pero en cualquier caso era seria, representativa. O cuando pienso en el Edificio Administrativo, a un tiro de piedra de allí, eso sí que era una casa, por ella yo habría ingresado al momento en cualquier partido. Pero aquel tugurio, cubierto de nieve, en Berlín-Köpenick…: lastimoso. Aquella casucha miserable estaba, temblorosa de frío, en un solar entre dos inmuebles de alquiler, como el pie de un niño en las pantuflas demasiado grandes de su padre. El edificio mismo quería aparentar mucho más de lo que daba de sí, lo que seguramente se debía a que algún idiota había tenido la feliz idea de dar un nombre a aquel chamizo y atornillarle en la fachada, con letras grandes y, por añadidura, de una fealdad secular: «Carl-ArthurBühring-Haus»; el conjunto daba la impresión de un flotador infantil bautizado con el nombre de «Wallenstein». En la placa del timbre ponía «Central del Partido NPD», en letras tan pequeñas que había que llamarlo cobardía ante el enemigo. Era increíble, era como en la época de Weimar: la idea de la raza, la causa nacional, quedaba una vez más desacreditada, desvalorizada, ridiculizada, por un hatajo de descerebrados. Apreté furioso el timbre y, como no hubo reacción alguna con la rapidez suficiente, lo aporreé varias veces con el puño. La puerta se abrió. —¿Qué desea? —preguntó un jovencito con sarpullido en la piel y gesto irritado. —¿Qué se imagina usted? —pregunté con frialdad. —¿Tiene permiso para rodar? —¿Qué especie de horrendo gañido es ése? —le vociferé—. ¿Desde cuándo se esconde un movimiento nacional tras esos subterfugios de leguleyo? —Abrí la puerta de golpe—. ¡Quítese de en medio! Es usted una auténtica afrenta para el Pueblo Alemán! ¿Dónde está su jefe? —Yo… Un momento… Espere… Voy a buscar a un… El jovencito desapareció y nos dejó en una especie de recibidor. Miré a mi alrededor. La casa necesitaba una mano de pintura, olía a humo frío. Había por allí varios programas del partido, con eslóganes estúpidos. «Acelerar la marcha», decía uno entre comillas, como si en realidad no hubiera que acelerar. «Millones de extranjeros nos cuestan miles de millones», ponía en una pegatina: pero lo que no ponía, como es natural, era quién fabricaría entonces los cartuchos y granadas para la tropa, quién cavaría entonces los búnkeres para los soldados. En cualquier caso, el jovencito que yo había visto sería tan inútil con la pala como en campaña. Nunca en mi vida me he avergonzado tanto de un partido nacional. Al pensar que la cámara filmaba todo aquello tuve que dominarme para que no me asomaran a los ojos lágrimas de furia. Para aquella gentuza no se había dejado matar por once tiros de bala Ulrich Graf; Von Scheubner-Richter 55 tampoco había caído bajo los disparos de la policía de Múnich para que tal chusma, en sus
destartalados tugurios, escarneciera la sangre de hombres meritorios. Oí que en una habitación vecina el jovencito balbuceaba perplejo algo al teléfono. La cámara lo grababa todo, toda aquella torpeza; era bien amargo: pero seguramente no quedaba otro remedio que limpiar por fin de estiércol el pozo negro. Al final no pude aguantar y fui temblando de ira al cuarto vecino. —… Yo le habría prohibido la entrada, pero no sé… Es igual que Adolf Hitler, lleva el uniforme… Arranqué de la mano el auricular al mocito y vociferé en él: —¿Quién es el inútil que lleva este negocio? Fue sorprendente con qué rapidez Bronner, el ayudante de dirección tan apático por lo general, dio la vuelta a la mesa y, con un placer sin reservas, pulsó un botón del teléfono. Ahora, en efecto, se podían oír bien en la habitación las respuestas por un pequeño altavoz que llevaba el aparato. —Permita usted —dijo el altavoz. —¡Cuando yo permita algo, ya se enterará usted! —grité—. ¿Cómo es que no hay ningún jefe en la oficina? ¿Cómo es que sólo mantiene la posición este gafitas? ¡Usted viene aquí ahora mismo y me da explicaciones! ¡Ahora mismo! —Pero ¿quién está al aparato? —dijo el altavoz—. ¿Es usted ese loco de YouTube? Admito que determinados sucesos del pasado reciente puede que no sean muy fáciles de comprender para el hombre de la calle. Por otra parte, hay que tener aquí un doble rasero: quien quiere dirigir un movimiento nacional también ha de poder reaccionar a los más imprevisibles avatares del destino. Y cuando el destino llama a su puerta, no tiene que preguntar: «¿Es usted el loco de YouTube?» —Bien —dije—, no creo que haya usted leído mi libro. —Sobre eso no digo nada —dijo el altavoz—, y ahora salga usted de la secretaría o doy orden de que lo echen. Me reí. —He ocupado Francia —dije—, he ocupado Polonia. He ocupado Holanda y Bélgica. He cercado a centenares de miles de rusos antes de que pudieran decir esta boca es mía. Y ahora estoy en lo que usted llama su secretaría. Y si posee un ápice de verdadero sentimiento nacional venga aquí y deme explicaciones sobre la manera como dilapida el legado étnico. —Haré que lo… —¿Quiere usted alejar por la fuerza al Führer del Reich de la Gran Alemania? —pregunté serenamente. —Usted no es el Führer. Por razones no del todo comprensibles, el ayudante de dirección Bronner apretó el puño en ese momento y sonrió de oreja a oreja. —Es decir, naturalmente: Hitler —dijo el altavoz atragantándose—. No es Hitler. —Vaya, vaya —dije con calma, con toda calma, con tanta calma que Bormann ya habría repartido cascos protectores—. Pero —proseguí con mucha cortesía—, si lo fuera, ¿tendría seguramente el honor de poder contar con su lealtad incondicional al movimiento nacionalsocialista? —Yo… —Espero aquí en el acto al jefe del Reich competente. ¡En el acto! —Ése no puede en este momento… —Tengo tiempo —le dije—, cada vez que echo una mirada al calendario lo compruebo: tengo una
enorme cantidad de tiempo. Entonces colgué. El jovencito me miró desconcertado. —Eso no lo ha dicho en serio, ¿verdad? —preguntó el cameraman inquieto. —¿Cómo dice? —Yo no tengo una enorme cantidad de tiempo. Termino mi jornada a las cuatro. —Vale, vale —lo calmó Bronner—, si es necesario traemos un relevo. Esto se está poniendo interesante. Sacó del bolsillo su teléfono portátil y se puso a manipular en él. Me senté en una de las sillas libres. —¿Tendrá quizá algo para leer? —pregunté al jovencito. —Voy…, voy a ver, señor… —Me llamo Hitler —dije en tono imparcial—. He de decir una cosa: la última vez que tuve que presentarme de modo tan laborioso me encontraba en una tintorería regentada por turcos. ¿Tienen esos anatolios algún parentesco con usted? —No, es sólo…, que nosotros… —tartamudeó el jovencito. —Sí, bueno. No veo en este partido un gran futuro para usted. Sonó el teléfono e interrumpió la búsqueda de lectura del jovencito. Levantó el auricular y casi pareció ponerse firme. —Sí —dijo en el auricular—, sí, sí, aún está aquí. Luego se dirigió a mí: —El presidente federal para usted. —No estoy disponible. Ha pasado el tiempo de las conversaciones telefónicas. Quiero verle en persona. Aquel flaco jovencito no tenía mejor aspecto cuando sudaba. El muchachito no parecía haber frecuentado ninguna de nuestras escuelas para la élite nacionalsocialista, ni tampoco haber practicado deportes marciales, ni tan siquiera parecía ser miembro activo de ningún club deportivo. Una persona medianamente en sus cabales no puede entender que el partido no haya eliminado sin concesiones, ya en el mismo proceso de admisión, a tal desecho racial. El jovencito murmuró algo en el auricular. Luego colgó. —El señor presidente le ruega un poco de paciencia —dijo el muchachito—, pero vendrá lo antes posible. Esto es para MyTV, ¿no? —Esto es para Alemania —corregí. —¿Puedo ofrecerle entretanto algo de beber? —Puede tomar asiento entretanto —dije, y le miré preocupado—. ¿Hace usted deporte? —Prefiero no… —dijo—. Y el señor presidente federal llegará en cualquier momento… —Deje el balbuceo —dije—. Ágil como un galgo, resistente como el cuero y duro como el acero de Krupp. ¿Conoce eso? Asintió vacilante. —Pues entonces aún no está todo perdido —dije con cierta indulgencia—. Sé que tiene miedo de hablar. Pero basta con que se limite a utilizar la cabeza. Ágil como un galgo, resistente como el cuero, duro como el acero de Krupp: ¿diría que es ventajoso disponer de esas cualidades cuando se persigue un gran objetivo? —Diría que no hacen daño —dijo con cautela.
—¿Y es usted —pregunté— ágil como un galgo? ¿Es duro como el acero de Krupp? —Yo… —No lo es. Es usted lento como un caracol, frágil como los huesos de un anciano, y blando como la mantequilla. Detrás del frente que usted defiende hay que evacuar al momento a las mujeres y a los niños. Cuando nos veamos la próxima vez, estará usted en otra forma. ¡Retírese! Con una expresión ovejuna en el rostro, se alejó. —¡Y deje de fumar! —le vociferé cuando se marchaba—. Huele usted a jamón ahumado barato. Cogí uno de aquellos folletos diletantes pero no tuve ocasión de leerlos. —Ya no estamos solos —dijo Bronner mirando por la ventana. —¿Hummm? —preguntó el cámara. —No tengo ni idea de quién los ha puesto sobre aviso, pero ahí fuera hay cantidad de equipos de televisión. —Habrá sido alguno de los policías —conjeturó el cámara—. Por eso tampoco nos echan. No queda bien que un nazi ponga en la calle al Führer ante las cámaras de televisión. —Pero ¡si no lo es…! —caviló Bronner. —Actualmente no, Bronner —le corregí con severidad—. Se trata primero de unificar el movimiento nacional y de alejar a los idiotas nocivos. Y aquí —dije con una mirada de reojo al muchachito—, aquí estamos en un auténtico nido de idiotas nocivos. —¡Ahora llega uno! —dijo Bronner—. Creo que es el Gran Mandamás. En efecto se abrió la puerta y entró una endeble figura. —Qué bien —dijo con respiración entrecortada, y me tendió su mano gordinflona—, el señor Hitler. Me apellido Apfel, Holger Apfel 56. Presidente federal del Partido Nacional Democrático Alemán. Sigo sus emisiones con gran interés. Contemplé un momento aquella curiosa figura. El Berlín bombardeado no tenía un aspecto más triste. Sonaba como si tuviera constantemente un bocado de pan con embutido en la boca, y, al fin y a la postre, también era ése su aspecto. Ignoré su mano y pregunté: —¿No sabe usted saludar como un alemán de bien? Me miró molesto, como un perro al que dan al mismo tiempo dos órdenes. —Siéntese —le comuniqué—. Tenemos que hablar. Respirando hondo, se hundió en el asiento enfrente del mío. —Así pues, usted —dije— representa aquí la causa nacional. —Forzado por la necesidad —replicó con un conato de sonrisa—, usted lleva ya bastante tiempo sin ocuparse de ella. —Tengo que repartir mi tiempo —respondí escuetamente—. La cuestión es ésta: ¿qué ha hecho usted en este periodo intermedio? —No creo que tengamos que escondernos por falta de éxitos —dijo—; entretanto representamos a los alemanes en Mecklenburgo-Pomerania y en Sajonia y nuestros camaradas de… —¿Quién? —Nuestros camaradas. —Se dice compañeros de raza —dije—. Un camarada es alguien con el que uno ha estado en la trinchera. A excepción de mi modesta persona no veo aquí a nadie a quien pueda aplicarse esto. ¿Opina usted de otra manera? —Para nosotros, los nacionaldemócratas…
—Nacionaldemocracia —me burlé—: ¿eso qué es? La política nacionalsocialista reclama un concepto de democracia que no es apropiado para un nombre. Cuando la democracia termina con la elección del Führer, ustedes siguen teniendo la democracia en el nombre. ¿Cuán estúpido hay que ser? —En nuestra condición de demócratas nacionales nos atenemos firmemente, como es natural, a la constitución y… —No me parece que haya estado usted en las SS —dije—, pero al menos espero que haya leído mi libro, ¿no? Me miró un poco inseguro y dijo después: —Bueno, hay que informarse ampliamente, y aunque el libro no es muy fácil de conseguir en Alemania… —¿Adónde quiere ir a parar? ¿Es una especie de disculpa por haber leído mi libro? ¿O por no haberlo leído? ¿O por no haberlo entendido? —Mire, esto está llegando demasiado lejos. ¿No podríamos desconectar la cámara por un momento? —No —dije secamente—. Ha perdido usted demasiado tiempo. Es un cuentista, trata de sacar partido del ardiente amor a la patria de los alemanes de ideología nacional, pero cada palabra que sale de su inútil boca hace que el movimiento retroceda varias décadas. Ni siquiera me extrañaría que, en definitiva, esto de aquí fuese un albergue, socavado por bolcheviques, para traidores a la patria. Trató de recostarse en el asiento para mostrar una sonrisa de superioridad, pero yo no tenía la intención de dejarlo escabullirse tan fácilmente. —¿Dónde —dije en tono glacial— está en sus «folletos» la idea de la raza? ¿La idea de la sangre alemana y de la limpieza de sangre? —Bueno, no hace mucho que insistí en que Alemania es para los alemanes… —¡Alemania! Esa «Alemania» es un estado minúsculo en comparación con el país creado por mí —puntualicé—, e incluso el Reich de la Gran Alemania era demasiado pequeño para aquel pueblo. Necesitamos más que Alemania. ¿Y cómo lo obtendremos? —Nosotros, hummm, nosotros cuestionamos la, hum mm, legitimidad de los tratados sobre reconocimiento de fronteras impuestos por las potencias vencedoras… Tuve que reírme sin querer; admito que se trataba de una risa de desesperación. Aquel hombre era un inconcebible fantoche. Y ese perfecto retrasado mental dirigía la mayor unión nacional en suelo alemán. Me incliné hacia delante y chasqueé los dedos. —¿Sabe usted lo que es esto? Me miró sin comprender. —Esto es el lapso de tiempo que se necesita para salir de la Sociedad de Naciones. «Cuestionamos la legitimidad y blablablá»: ¡qué verborrea quejumbrosa! Uno sale de la Sociedad de Naciones, se rearma y se apropia de lo que necesita. Y cuando se tiene un pueblo de pura sangre alemana, que lucha con voluntad fanática, entonces se consigue todo lo que se ha de tener en este mundo. De modo que, ¡otra vez!: ¿dónde está en ustedes la idea de la raza? —Bueno, no se hace uno alemán por el pasaporte sino por nacimiento, eso lo pone en nuestros… —Un alemán no habla con retorcidas fórmulas de leguleyo, sino alto y claro. La base de la subsistencia del Pueblo Alemán es la idea de la raza. Si no se inculca incesantemente al pueblo lo irrenunciable de esa idea, dentro de cincuenta años no tendremos ejército sino una merienda de negros, como en el Imperio austriaco.
Sin salir de mi asombro me dirigí al jovencito. —Dígame, ¿ha elegido usted a esta especie de tarugo democrático? El jovencito hizo un incierto movimiento de cabeza. —¿Así que éste era el mejor hombre disponible? Se encogió de hombros. Me levanté, resignado. —Vámonos —dije con amargura—. No me extraña que este partido no propague el terror. —¿Y lo de Zwickau qué fue? 57 Ése era Bronner. —¿Lo de Zwickau? —pregunté—. ¿Qué tiene que ver eso con terror? Nosotros llevábamos el terror a la calle. Con ello nos apuntamos en 1933 un éxito formidable. Pero eso tenía una causa. Las SA recorrían la región en camiones, rompían los huesos a la gente y agitaban banderas. Banderas, ¿lo oye? —le grité, ya sin poderme dominar, a aquel mamarracho, hasta el punto de que dio un paso atrás. »¡Banderas! ¡Eso es importante sobre todo! ¡Si uno de esos necios obcecados con el bolchevismo está en una silla de ruedas ha de saber también quién le ha clavado en ella a golpes y por qué! ¿Y qué hace ese trío de imbéciles en Zwickau? Matan a un extranjero tras otro…: sin bandera. Enseguida piensa todo el mundo que fue casualidad o que fue la mafia. ¿De qué va a tener miedo la gente entonces? Sólo porque dos de esos estúpidos se suicidaron se llegó a saber que existían esos fracasados mentales. Alcé desesperado las manos al cielo. —¡Si hubieran caído a tiempo en mis manos esos señores, habría desarrollado un programa de eutanasia especial para ellos! Me volví furioso al mamarracho: —O los hubiera formado todo el tiempo necesario hasta que trabajasen con sensatez. ¿Ofrecieron ustedes al menos su ayuda a esos tres mentecatos? —Yo no he tenido nada que ver con ese asunto —dijo vacilante. —¡Y encima seguro que está orgulloso de ello! —grité. Si hubiera llevado hombreras se las habría arrancado del traje delante de las cámaras. Me fui horrorizado a la puerta y salí. Me encontré ante una selva de micrófonos. —¿De qué han hablado? —¿Aceptará una candidatura para el NPD? —¿Es usted miembro del partido? —Una colección de gallinas —dije desengañado—. Sólo digo una cosa: aquí, a un alemán decente no se le ha perdido nada.
XXIV Capítulo
«¡ESTO es oro puro!», había dicho la señora Bellini cuando, además de otros trabajos, le enseñé también, muy a pesar mío, el reportaje sobre aquellos «nacionaldemócratas». «Esto es un special — dijo atropelladamente—, aquí recortaremos poquísimo. ¡Esto será el paso siguiente para llegar a la marca Hitler! ¡Esto lo pasamos el día de Año Nuevo! O el de Reyes, justo cuando todos estén sentaditos en casa y por fin busquen algo que no sean todas las entregas de La jungla de cristal ni la centésima repetición de La guerra de las galaxias.» Ésa fue la última conferencia antes del llamado descanso de Navidad. De momento ya no había nada que hacer, salvo esperar las fechas de la programación, la publicación de la entrevista y que pasaran esos días de general recogimiento. Nunca he sido un gran partidario de la Navidad. Ya entonces, en Baviera, a muchos les resultaba difícil entenderlo. Allí esa expresión, «tiempo de paz», con la que designan el Adviento, ya anuncia el ambiente. Si por mí hubiera sido, se habría podido suprimir todo ese periodo, incluido el Adviento y San Nicolás. Tampoco soy partidario del pavo asado, ni por San Martín ni por Navidad ni por la Candelaria. En aquel entonces, durante lo que es hasta ahora mi primer gobierno, de todos modos no tenía tiempo que perder porque me preparaba para el combate final. Estuve en un tris de prescindir por completo de las Navidades, pero Goebbels siempre me disuadía y decía que había que tener en cuenta los deseos del pueblo. Al menos, de momento. De acuerdo, Goebbels era un amante de la familia. Y también está bien que al menos uno del partido sepa leer en el alma del pueblo, no hay que ignorar tales modos de pensar. Pero visto con posterioridad ya no estoy tan seguro de que no fuese exagerada la idea de adornar el árbol de Navidad con cruces gamadas doradas. Reinterpretar y remodelar una antigua idea es una de las empresas más difíciles: si acaso, lo mejor sería oponerle algo propio completamente nuevo. Nunca lo he comprobado, pero seguramente ni el propio Goebbels hizo uso de esas bolas con las cruces gamadas, o todo lo más, de una, por decoro o por educación. Himmler puede que sí. Los efectos de la Navidad, en cambio, siempre me han parecido dignos de estima. ¡Qué cantidad de libros devoraba en esos días! ¡Y los bocetos que dibujaba! Media Germania nació entonces. Por eso no me importó nada pasar los días en torno al fin de año más o menos solo en la habitación del hotel. La dirección del hotel me había enviado como pequeño presente una botella de vino y bombones; claro, no podían saber que no soy muy amigo del alcohol. Lo único desagradable de esa época navideña ha sido siempre para mí que en esos días me daba cuenta de que nunca había disfrutado de una familia propia. Reorganizar un Reich, propagar por todo el pueblo el movimiento nacional, lograr el cumplimiento férreo, fanático, de la orden de resistir en el Este: todo eso no funciona si hay hijos, a veces ni siquiera con una mujer. Con Eva ya era difícil, hacía falta tener un poco en cuenta sus deseos, pero, a la postre, cuando yo estaba absorbido de un modo tan enorme, tan extremado, por el partido, la política y el Reich, no se podía excluir del todo que, en su aflicción, intentara una vez más poner fin a… Por otra parte, admito que en esos días en los que en principio yo tenía por una vez relativamente
poco que hacer, la presencia de Eva habría sido agradable. Ella irradiaba alegría. Pero en fin: el fuerte es más fuerte si está solo. Eso vale también, y sobre todo, en Navidad. Miré la botella regalo del hotel. Un vino de uvas seleccionadas me habría gustado más. En los últimos tiempos había tomado la costumbre de dar a veces pequeños paseos hasta el patio de recreo del parvulario; muchos días, el alboroto, la excitada gritería de los niños y niñas me alegraba y me distraía de mis pensamientos. Pero, como había comprobado pocos días atrás, el kindergarten estaba cerrado durante las Navidades. Pocas cosas tienen un aspecto más melancólico que un patio de juegos desierto. Entonces dibujé un poco, no podía uno saber cuándo tendría ocasión de hacerlo otra vez. Esbocé una red de autopistas y un sistema de ferrocarriles, esta vez para más allá de los montes Urales, varias estaciones centrales de ferrocarril y un puente con Inglaterra. Ellos han cavado un túnel, pero yo, en definitiva, aprecio más las soluciones aéreas; tal vez haya vivido en búnkeres demasiado tiempo. No quedé contento con mi solución, así que delineé también dos nuevos teatros de ópera para Berlín, cada uno con 150.000 butacas, pero lo hice sin verdaderas ganas, más por sentimiento del deber; ¿quién va a hacer algo así si no me encargo yo mismo de ello? Al final me alegré cuando a principios de enero pude reanudar el trabajo en la productora.
XXV Capítulo
NO es que hubiera esperado otra cosa. En el fondo estaba casi contento porque, al fin y al cabo, esta vez habían dejado fuera a la señorita Krömeier. Pero tampoco era lo que se podía entender comúnmente por buena prensa. Por otra parte, considero el concepto de «buena prensa» una contradicción en sí misma. Sin embargo, había contado con que mi buena voluntad se hubiera visto recompensada de mejor manera que con estas líneas:
—¿Se ha vuelto loco? —Sensenbrink lanzó el periódico contra la mesa redonda—. ¡De esta manera, antes de que nos demos cuenta estamos ante la fiscalía! La señora Bellini le dijo a usted aquí, en presencia de todos nosotros, que el tema de los judíos no es divertido. —Eso les dijo él también —intervino Sawatzki—, literalmente. Pero no lo han escrito. —Hay que conservar la calma —dijo la señora Bellini—. He escuchado otra vez la grabación. Todo lo que dijo el señor Hitler lo dijo como Adolf Hitler. —Como acostumbro hacer siempre —añadí con extrañeza, para subrayar lo ridículo de esas palabras. La señora Bellini me dirigió una breve mirada frunciendo el entrecejo y luego continuó: —Sí, hummm, exacto. Legalmente nadie puede atacarnos en eso. Aunque quisiera insistir otra vez en que ha de ser usted prudente en el tema de los judíos, no veo lo equivocado en la afirmación de que Hitler es responsable de la muerte de seis millones de judíos. ¿Quién iba a serlo, si no? —No deje que eso llegue a oídos de Himmler —dije sonriendo para mis adentros. Casi podía verse cómo se le ponían los pelos de punta al pundonoroso Sensenbrink, aunque yo no podía comprender muy bien por qué. Por un momento pensé que al final también Himmler podía haber despertado en algún descampado y que Sensenbrink proyectaba hacer otra emisión con él. Pero eso era absurdo, claro. Himmler, en verdad, no era muy telegénico. Eso se ve en el hecho de que Himmler no recibiera ni una sola carta de admiradoras, al menos que yo sepa. Era un burócrata, cuando se le necesitaba; pero en su rostro siempre se percibía un poco la astucia de la zorra, con
aquellas gafas tenía un aire traicionero que al final resultó ser auténtico. A alguien así no quiere verlo nadie en su televisor. La señora Bellini también pareció un poco enfadada por un breve momento, pero después se dulcificaron sus facciones. —No me gusta decirlo, pero usted maneja esto con mucha habilidad —confesó—. Otros necesitan seis meses de entrenamiento con los medios. —Sí, fantástico —despotricó Sensenbrink—. Pero no se trata sólo de si es legal o no. Si siguen disparando con todos los cañones, nos pueden hundir la cuota. ¡No pueden obrar de otra manera! —Sí que podrían —dije—, pero no quieren. —No —vociferó Sensenbrink—, no pueden. ¡Es la editorial de Axel Springer! ¿Ha echado una ojeada a sus principios? Punto dos: «Conseguir la reconciliación de judíos y alemanes, para eso es necesario, entre otras cosas, apoyar el derecho a la existencia del pueblo de Israel.» Eso no es hablar por hablar, eso proviene aún del viejo Springer, para ellos es la Biblia, a cada redactor le entregan una cuando entra en funciones, y, si hace falta, la viuda de Springer supervisa personalmente su cumplimiento. —¿Y eso me lo dice ahora? —pregunté en tono cortante. —No tiene por qué ser malo que no quieran aflojar la presión —intervino Sawatzki—; en cualquier caso, siempre nos vendrá bien atraer la atención. —De acuerdo —dijo la señora Bellini—. Pero no debe empezar a tornarse negativa. Hemos de garantizar que todos los espectadores tengan claro quién es el malo. —¿Y quién es el malo? —gimió Sensenbrink—. ¿Him mler? - Bild —dijeron al unísono la señora Bellini y Sawatzki, el «reservador» del hotel. —Dejaré las cosas claras en mi próxima charla del Führer —prometí—. Va siendo hora de llamar por su nombre a los parásitos que dañan al pueblo. —¿Hay que llamarlos forzosamente parásitos? —suspiró el escrupuloso Sensenbrink. —También podemos atribuirles, como suplemento, cierto grado de doblez —dijo Sawatzki— cuando tengamos un poquito de dinero en el presupuesto. ¿Ha mirado ya el teléfono móvil de Hitler? —Sí, claro, tiene grabada la conversación —dijo la señora Bellini. —No sólo —dijo Sawatzki. Se inclinó hacia delante, me cogió el teléfono y lo limpió un poco. Luego nos puso el aparato delante de forma que viéramos bien la pantalla. En ella había una foto. Fue la primera vez en la que no eché de menos al genial Goebbels.
XXVI Capítulo
LLEGAR a cierta edad siempre ha tenido sus ventajas. Estoy por ejemplo muy contento de haber empezado con la política a los treinta años, a una edad en la que el hombre llega a un primer descanso, también físico y sexual, y por eso puede concentrarse con toda su fuerza en sus propios objetivos sin que el amor físico le quite constantemente el tiempo y la calma. Por lo demás, también ocurre que la edad determina las exigencias que el entorno nos pide: si el pueblo elige un Führer de, digamos, veinte años y éste no se interesa por mujer alguna, no cabe duda de que inmediatamente empieza el chismorreo. ¿Qué extraño Führer es éste?, comentan enseguida; ¿por qué no se busca una mujer? ¿No quiere? ¿No puede? Pero a los cuarenta y cuatro años, como en mi caso, si el Führer no se busca enseguida una compañera, el pueblo piensa: bueno, no es indispensable, probablemente ya tiene una. Y también: qué bien que se ocupe sólo de nosotros. Y así sucesivamente. Cuanto mayor se es, tanto más se representa el papel del sabio, incluso sin quererlo uno, dicho sea de paso. Ahí está ese Helmut Schmidt, ese provecto ex «canciller federal»: ese hombre tiene la absoluta libertad del bufón y puede decir todas las tonterías que le pasan por la cabeza. Lo sientan en una silla de ruedas, donde consume un cigarrillo tras otro, y en un estilo insoportablemente aburrido proclama los más necios lugares comunes. Ese hombre no ha comprendido absolutamente nada, y cuando uno se informa sobre él, resulta que su fama se basa sólo en dos hechos ridículos: que cuando hubo una inundación en Hamburgo pidió ayuda al ejército, para lo que no hay que ser un genio, y que dejó al industrial Schleyer 58 en manos de los criminales comunistas que lo habían secuestrado, lo que para él no puede haber sido gran cosa y hasta casaba bastante con sus ideas, ya que Schleyer había estado largos años en mis SS y por eso el socialdemócrata Schmidt seguro que no lo tragaba. Pero en fin, casi cuarenta años después esa chimenea rodante recorre el país como un oráculo viviente hasta el punto de que uno podría pensar que el mismo Dios ha bajado a la Tierra. Y para volver al tema: de ese señor nadie espera, como es natural, que sea un mujeriego. La ventaja, sin duda, de tener algo más de ciento veinte años es sobre todo táctica: el adversario político no cuenta con ello y está desprevenido. Él espera una apariencia o una constitución física distintas, en general niega por completo la realidad porque no puede ser lo que no debe ser. Eso trae consecuencias muy «desagradables»: por ejemplo, poco después de la guerra se declaró criminal toda la actuación del gobierno nacionalsocialista, algo completamente abstruso, pues al fin y al cabo era un gobierno elegido por votación. Y se ha establecido que esos «crímenes» no prescriban nunca, lo que siempre suena bien en los oídos de esos sensibleros gusanos parlamentarios, aunque quisiera ver, dentro de trescientos años, quién se acuerda de la chusma que hoy está en el gobierno. La empresa Flashlight recibió enseguida, en efecto, un escrito oficial del Ministerio Fiscal comunicando que había habido llamadas de no sé qué necios y que también habían llegado varias denuncias por ese género de delitos. Pero que, evidentemente, se habían supendido las diligencias al momento porque yo no podía ser quien afirmaba ser y en mi condición de artista disponía de una libertad muy distinta, etcétera, etcétera. Ahí se ve una vez más que hasta la gente sencilla del Ministerio Fiscal entiende de arte mucho más
que esos profesores de la Academia de Viena. Los fiscales son desde luego, tanto entonces como ahora, unos idiotas de oficio, sólo entienden de leyes, pero al menos reconocen a un artista cuando lo ven. Cuando llegué a mi despacho avanzada la mañana, la señorita Krömeier me puso al corriente de ese escrito y yo lo tomé como buen comienzo de un día en el que pensaba terminar de una vez por todas la polémica con el Bild-Zeitung. Lo molesto es que antes tuve que ponerme de acuerdo con la señora Bellini en cuanto a mi discurso, y eso me resultaba enormemente desagradable sobre todo porque la señora Bellini se presentó con el abogado de la casa y ya se sabe la opinión que a uno le merecen los leguleyos. Para mi gran sorpresa, aquel burócrata no puso objeciones, o sólo alguna de poca monta que la señora Bellini pasó por alto con un enérgico «¡Lo haremos de todos modos!». Aún disponía de algún tiempo, así que me fui a mi despacho. Sawatzki salía de allí en ese momento y me dijo que había estado buscándome y que me había dejado unas primeras muestras de la línea de producción, y que le alegraba pensar en el día del ajuste de cuentas y cosas por el estilo, lo que me pareció de una superficialidad irritante. Porque además yo ya había visto las muestras el día anterior: tazas de café, pegatinas, camisetas deportivas, que ahora se llamaban, conforme a la moda americana, t-shirts. No obstante, el entusiasmo de Sawatzki seguía inspirando enorme confianza. —A las 22.57 empezamos a contestar al fuego enemigo —dijo todo excitado. No dije nada, lleno de curiosidad. Y entonces añadió: «¡De ahora en adelante cada sílaba será repelida con una sílaba!» ¹ Sonreí satisfecho y fui a mi oficina, donde la señorita Krömeier ensayaba nuevos tipos de letra para el discurso. Reflexioné un momento sobre si sería bueno crear un nuevo tipo de escritura. Al fin y al cabo, he diseñado condecoraciones o también el símbolo de la cruz gamada, en campo blanco sobre fondo rojo, para el NSDAP; por fin se veía y se ve que yo soy quien mejor sabe realizar la letra ideal para un movimiento nacional. Entonces pensé que en breve los dibujantes de las imprentas discutirían sobre si poner el texto en «supernegra Hitler», y rechacé la idea. —¿Hay algo nuevo en las muestras? —pregunté de pasada. —¿Qué muestras, mi Führer? —Pues las que acaba de traer por aquí el señor Sawatzki. —Ah, vale —dijo—, claro. No, son sólo dos tazas. Y luego echó mano de un pañuelo y se sonó muy, muy a fondo. Cuando terminó, su cara estaba llamativamente roja. Pero no de llorar, sino como animada. En cuanto a mí, tampoco me chupo el dedo: —Dígame, señorita Krömeier —conjeturé—: ¿es posible que en los últimos tiempos esté conociendo un poco mejor al señor Sawatzki…? Rió insegura. —¿Y eso sería malo? —Eso no me concierne en absoluto… —No, no, si usted me ha preguntado, yo respondo con otra pregunta: ¿qué le parece a usted el señor Sawatzki, mi Führer? —De espíritu emprendedor, con capacidad de entusiasmo… —No, usted ya sabe. En los últimos tiempos está de lo más tratable y viene por aquí bastante, y…, lo que yo pregunto: ¿qué le parece a usted…, así, como hombre? ¿Cree que uno así iría conmigo?
—Bueno —dije, y por un momento me pasó por la cabeza la señora Junge—, no sería la primera vez que dos corazones se encuentran en mi antedespacho. ¿El señor Sawatzki y usted? Creo que se lo pueden pasar muy bien juntos. —Eso es verdad —dijo la señorita Krömeier con rostro radiante—, es un verdadero cielo. Pero no le diga que le he dicho eso. Le aseguré que podía confiar en mi discreción. —¿Y usted? —preguntó después casi un poco preocupada—, ¿está nervioso? —¿Por qué iba a estarlo? —Es increíble —dijo—. Yo he visto a varios de esos tipos de la tele, pero usted es de verdad el que menos se altera. —En este oficio hay que tener agua helada en las venas —dije. —¡Deles una buena tunda! —dijo con voz firme. —¿Lo verá usted? —Estaré entre bambalinas —dijo con orgullo—. También tengo ya puesta una de las t-shirts, mi Führer. Y antes de que yo pudiera decir nada, bajó con brío la cremallera de la chaqueta negra y me enseñó orgullosa la camiseta. —Pero ¡cómo se le ocurre! —dije con severidad. Y cuando volvió a cerrar deprisa la chaqueta, añadí con más suavidad—: ¡Que lleve usted algo que no sea negro…! —Sólo por usted, mi Führer. Me puse en marcha. El chófer de la empresa me llevó al estudio donde ya esperaba Jenny, que me saludó en voz alta con un «¡Hola, tío Ralf!». Yo ya había renunciado a corregirla, pues además suponía con bastante seguridad que se estaba permitiendo gastarme esa broma permanentemente. En las semanas anteriores ya había sido el tío Ulf, después el tío Golf, el tío Schilf y el tío Torf. No estaba seguro de si podría fiarme de ella cuando hubiera que jugarse el todo por el todo; a largo plazo, sin embargo, su ligereza socavaría de seguro la moral: por eso en mi fuero interno ya la había puesto en una lista. Si después de la primera ola de detenciones no ponía término a tales cosas, la tenía en cuenta para la segunda ola. De momento no dejé que se me notara nada, claro, cuando me llevó a mi vestuario donde ya esperaba la señora Elke. —Quitad de en medio los polvos, llega el señor Hitler —rió—. Hoy es el gran día, según me han dicho. —Depende de para quién —dije, y me senté. —Confiamos en usted. —«Nuestra última esperanza: Hitler» —dije pensativo—. Como antes, en los carteles… —Pero es cargar un poco la mano… —dijo. —Pues quite un poco —la apremié preocupado—, no quiero parecer un payaso. —Lo que quería decir era…, mire, olvídelo. Con usted no hace falta mucho. Es el hombre de la piel ideal. Salga y enséñeles cómo se hacen las cosas. Me metí entre bastidores para esperar a que Wizgür me anunciara. Lo hacía cada vez de peor gana, pero había que reconocer que los no iniciados no podían notar su aversión. —Señoras y señores: para el equilibrio multicultural, ven ustedes ahora Alemania con los ojos de un alemán: ¡Adolf Hitler! Una entusiástica ovación fue el saludo. Con cada emisión, las actuaciones se habían vuelto cada
vez más sencillas. Se había desarrollado una suerte de ritual, como antaño en el Sportpalast. Un inmenso júbilo, que yo, mortalmente serio y sin decir palabra durante varios minutos, reducía a un silencio absoluto. Sólo entonces, en esa tensión entre las expectativas de la masa y la voluntad férrea del individuo, levantaba la voz.
En los últimos tiempos… he leído… varias veces… cosas acerca de mí… en el periódico. A eso me tiene habituado la embustera prensa liberal. Pero en los últimos tiempos se ha sumado un periódico que hace muy poco publicó algunos comentarios muy atinados sobre los griegos. O sobre determinados turcos.
Y zánganos. Y ahora me han criticado en ese periódico por ciertas afirmaciones que… iban en esa misma dirección. Plantearon allí «preguntas», como la de quién era yo. Por mencionar sólo la más estúpida. Eso fue razón suficiente para que yo empezase a preguntarme: ¿qué clase de periódico es éste? ¿Qué clase de gaceta es ésta? Pregunté a mis colaboradores. Mis colaboradores lo conocen, pero no lo leen. Pregunté por la calle a la gente: ¿conoce usted ese periódico? Lo conocen, pero no lo leen. Nadie lee ese diario. Pero lo compran millones de personas. Ahora nadie lo sabe mejor que yo: para un periódico no hay mayor alabanza que ésa. El principio es bien conocido.
Por el Völkischer Beobachter.
Aquí hubo por primera vez un aplauso atronador. Con íntima comprensión dejé hacer al público, antes de denegar con la mano, con gesto grave, e imponer silencio.
Sin embargo, el Völkischer Beobachter tenía un jefe que era un hombre de pelo en pecho. Alférez. Piloto de aviación, que perdió una pierna por su patria. ¿Y quién dirige ese Bild-Zeitung? Asimismo un alférez, teniente incluso. ¿Es posible? ¿Qué le ocurre entonces a ese hombre? Quizá le falte la guía ideológica. En el Völkischer Beobachter, el alférez preguntaba en caso de duda lo que yo opinaba sobre un asunto. Nadie, de ese Bild-Zeitung, me ha preguntado nada aún. Al principio pensé que ese hombre era a lo mejor uno de esos puristas que se mantienen alejados de la política por completo. Luego comprobé que, en efecto, llama por teléfono cuando necesita apoyo espiritual. Pero a otro. A un tal señor Kohl. Otro político. Si se le puede dar ese nombre. A ese señor Kohl, de quien él es testigo de boda. He preguntado en la editorial del teniente. Allí me dijeron que eso era perfectamente correcto y que no se podía comparar con el Völkischer Beobachter. Y que, de todos modos, ese político era el antiguo canciller de la Alemania unificada. Pero eso precisamente es lo que me deja tan desconcertado. Porque antiguo canciller de la Alemania unificada soy yo también, al fin y al cabo. Sólo pongo en duda que la Alemania unificada de ese señor Kohl esté tan unificada como lo estaba la mía. Porque en ella faltan aún varias cosas.
Alsacia. Lorena. Austria. El país de los Sudetes. Posen. Prusia Occidental. Danzig. Alta Silesia Oriental. El territorio de Memel. No quiero entrar demasiado en detalles. Pero de entrada pensé: si el señor director del periódico necesita opiniones competentes, debería dirigirse a Dios y no a los santos.
Otra vez estalló el aplauso, que saludé con grave inclinación de cabeza, antes de continuar.
Pero a lo mejor ese director no busca opiniones competentes. Entonces yo —cuál es la bonita expresión actual«googleé» a ese señor. Encontré una foto suya. Lo vi todo con claridad. Es la ventaja cuando se dispone de fundados conocimientos de doctrina racial. Entonces basta con una mirada. Ese «director», se llama Diekmann, no es por supuesto un verdadero director de periódico. Es únicamente un traje ambulante bajo medio kilo de grasa.
Otra explosión de júbilo me dijo que había acertado al proponerme como objetivo al redactor jefe Diekmann. Esta vez dejé hacer al público menos tiempo, para aprovechar la tensión.
Pero al fin y al cabo deciden los hechos sobre la verdad y la mentira. La mentira es: ese periódico intenta convencer a sus lectores de que es mi enconado enemigo. La verdad la ven aquí.
Había hecho falta gran cantidad de maniobras gráficas para retocar convenientemente los detalles de la foto de mi teléfono, pero los hechos seguían siendo los mismos y sólo hubo que corregir poniendo más luz y ampliándolo todo un poco. Se veía claramente que la señora Kassler pagaba la cuenta en el Adlon. Y luego se intercaló en gran tamaño el eslogan de Sawatzki: «Bild financió al Führer.» He de decir que un aplauso así lo recibí por última vez en 1938, cuando la anexión de Austria. Pero el verdadero apoyo lo prestaron las masas de visitantes de mi dirección especial en interred para la emisión. En múltiples ocasiones no fue posible descargar el discurso, una chapucería indescriptible. En otro tiempo habría mandado al frente por eso a Sensenbrink. Por otra parte, el eslogan proporcionó una venta estupenda de camisas deportivas, de tazas de café, llaveros y cosas semejantes, que llevaban el «Bild financió al Führer». Y los puntos de venta estaban muy bien surtidos. Con lo que, interiormente, me reconcilié hasta cierto punto con Sensenbrink.
XXVII Capítulo
PASARON tres días hasta que capitularon. Un día, hasta que fracasó su demanda de prohibición por trámite de urgencia. El tribunal la rechazó considerando, de modo convincente, que aún no existía el BildZeitung cuando existía el Führer, y que por tanto la referencia era sólo al Führer de la televisión. Y era un hecho innegable que a ése lo había financiado el periódico. Por lo demás, lo mordaz de la formulación era un recurso estilístico empleado con mucha frecuencia por el propio periódico; por tanto, tenía que aceptar en medida un poco mayor que informaran sobre él de la misma manera. Necesitaron otro día para comprobar la falta de perspectivas de cualquier género de recursos judiciales y para tomar nota de las cifras de venta de las camisetas deportivas, de las pegatinas y las tazas con el eslogan. Hasta hubo unos jóvenes alemanes, probos e íntegros, que, en señal de admonición, se concentraron delante del edificio de la editorial, si bien en un ambiente claramente más alegre de lo que yo habría considerado adecuado en un caso así. Tampoco podía quejarme ya de falta de resonancia en otras publicaciones. Al principio, la polémica me había hecho figurar en alguna que otra página de cotilleo de los periódicos, pero ahora empecé a penetrar en las secciones culturales alemanas. Hace sesenta años no habría tenido el menor interés en aparecer, comentado, entre todos aquellos abstractos productos cerebrales de una supuesta «cultura». Sin embargo, con el paso del tiempo había surgido un movimiento según el cual casi todo podía considerarse como cultura o ser elevado a esa categoría. Visto así, la presencia en esas páginas podía tomarse como parte de un proceso de transformación que, más allá de la medida normal de la política como parte integrante de los programas televisivos de variedades, me otorgaba la marca de calidad de seriedad política. Por otra parte, el galimatías totalmente abstracto de los textos no había cambiado durante los últimos sesenta años, por lo visto se podía estar seguro de que hoy los lectores seguían considerando de alto nivel cultural sólo lo que les resultaba casi ininteligible, y que deducían lo esencial, por conjeturas, del tono de fondo claramente positivo. No había que poner en duda ese tono de fondo positivo. El Süddeutsche Zeitung encomiaba la «retrospectiva casi a lo Potemkin», que detrás de un «aparente reflejo de monoestructuras neofascistas» hacía suponer «la vehemencia de un apasionado alegato en favor de variantes del proceso, pluralistas o democráticas de base». El Frankfurter Allgemeine Zeitung aplaudía la «estupenda elaboración de paradojas inmanentes al sistema en la piel de cordero del lobo nacionalista». Y el taller de juegos de palabras del Spiegel Online también sacaba partido a los diversos significados de «Führer». Al tercer día, de eso me enteré más tarde, llegó la llamada telefónica de la viuda del editor de Bild al director y redactor jefe. Su contenido iba más o menos en esta dirección: cuánto tiempo pensaba seguir tolerando el director la profanación de la memoria del difunto editor; para ella, ese lapso de tiempo era demasiado largo, y la pesadilla había de finalizar al día siguiente. Que él viera —dijo para terminar— cómo lo conseguía. Cuando llegué a mi despacho a primera hora de la tarde vi de lejos a Sawatzki corriendo por los
pasillos. Con un gesto algo juvenil apretaba incesantemente los puños y gritaba «Yes! Yes! Yes !». La forma no me pareció muy adecuada, pero comprendía su entusiasmo. La capitulación fue prácticamente incondicional. Las negociaciones, que llevaba a cabo la señora Bellini personalmente en constante contacto conmigo, dieron como resultado, primero, un descanso de varios días en la información, pero durante ese descanso, bajo algún pretexto, yo recibiría elogios dos veces en la portada como «ganador» o «vencedor» del día. Tras cada medida, nosotros, por nuestra parte, retiraríamos del mercado un artículo por estar «agotado». Puntualmente, para la siguiente emisión, el periódico envió a su mejor emborronacuartillas, un lameculos de la peor especie, que, sin embargo, eso hay que admitirlo, cumplió su tarea de modo irreprochable nombrándome el más divertido de todos los alemanes desde un tal señor Loriot59. Leí que tras la máscara del Führer nazi yo exponía ideas inteligentes y que era un verdadero representante del pueblo. Por las nuevas e incansables piruetas del señor Sawatzki comprendí que era un resultado muy bueno. Lo mejor, sin embargo, fue que pedí al periódico que me hiciera un pequeño favor y manejara algunos contactos. Esa idea provenía, excepcionalmente, de Sensenbrink, a quien poco antes se le habían agotado las ideas. Dos semanas después apareció una historia, conmovedora hasta las lágrimas, sobre el amargo destino de mis documentos oficiales, que habían desaparecido en un incendio, y otras dos semanas más tarde tenía un pasaporte en la mano. No sé por qué canales legales o ilegales había circulado el asunto, pero ahora estoy empadronado oficialmente en Berlín. Sólo he tenido que cambiar mi fecha de nacimiento. Mi fecha de nacimiento oficial es ahora el 30 de abril de 1954; aquí, por cierto, intervino de nuevo el destino intercambiando los números: yo había indicado, naturalmente, 1945, pero 1954 encaja bastante mejor, desde el punto de vista de la edad. La única concesión fue que tuve que renunciar a mi visita a la redacción. En realidad había exigido que todo el equipo, incluido el señor Mantecas, me recibiera con el Saludo Alemán y cantando en canon el himno de Horst Wessel 60. En fin. No es posible abarcarlo todo. Pero lo demás marchaba a pedir de boca. El número de visitantes de la página de internet «Cuartel general del Führer» exigía incesantemente más recursos técnicos, se multiplicaban las demandas de entrevistas, y por recomendación de Sensenbrink y de la señora Bellini se había elaborado la visita a los fracasados «nacionaldemócratas» para que de allí saliera un programa especial que sería emitido directamente a fin de cubrir la enorme demanda. Al final de ese día estaba realmente dispuesto a brindar otra vez con el señor Sawatzki, tal vez él podría procurarme un poco de la agradabilísima bebida de Bellini. Lamentablemente, el señor Sawatzki —aunque aún no podía haber abandonado la oficina— estaba ilocalizable. Y como comprobé en mi despacho: la señorita Krömeier también había desaparecido. Decidí no buscarlos. Esa hora era la hora de los vencedores, entre los que se contaba también el señor Sawatzki, que había contribuido en no pequeña medida a aquel triunfo. Y nadie sabe mejor que yo qué fuerza de atracción tiene el guerrero ebrio de triunfo sobre una mujer joven. En Noruega, en Francia, en Austria, los corazones volaban hacia nuestros soldados. Estoy seguro de que sólo en las semanas que siguieron a nuestra entrada en esos países fueron engendradas entre cuatro y seis divisiones por varones excelentes de sangre limpia. ¡Qué nuevos soldados habríamos tenido si la generación anterior, de sangre no tan pura, hubiera resistido al enemigo la ridiculez de diez o quince años! La juventud es nuestro futuro. Por eso me conformé con la señora Bellini y, una vez más, con una
copa muy agria de vino espumoso.
XXVIII Capítulo
NUNCA había visto tan pálido a Sensenbrink. Aquel hombre nunca había sido un héroe, cierto, pero su rostro tenía el color de piel que yo había visto por última vez en 1917, en la trinchera, en aquel otoño lluvioso, cuando los muñones de piernas sobresalían entre el barro. Quizá se debía a que hacía algo de lo que no tenía costumbre, porque en lugar de llamarme por teléfono, vino personalmente al despacho para pedirme que fuera lo antes posible a la sala de reuniones. Por otra parte, en todo lo demás, su aspecto era de lo más deportivo. —Es increíble —decía una y otra vez—, es increíble. No ha ocurrido en toda la historia de la empresa. Luego agarró con su mano sudorosa el picaporte, para dejar el despacho, se dio media vuelta al salir y dijo: —Si hubiera sabido esto aquel día en el quiosco… —Y corrió impetuosamente contra el marco de la puerta. La bondadosa señorita Krömeier se levantó de un salto, pero Sensenbrink se llevó la mano a la cabeza, como en trance, y salió dando trompicones, mientras entremezclaba con varios «increíble» uno o dos «está bien, no me pasa nada». La señorita Krömeier me miró tan trastornada como si el ruso estuviera ya otra vez en las colinas de See low, pero le pedí con un gesto que se tranquilizara. Los últimos meses y semanas me habían enseñado a no tomar muy en serio los temores del señor Sensenbrink. Probablemente algún burócrata o demócrata había escrito otra vez, lleno de inquietud, una carta de protesta a algún fiscal del Estado, esas cosas se repetían sin cesar y la instrucción de la causa quedaba constantemente interrumpida, por absurda y carente de resultados. Quizá se tratara esta vez de algo un poco distinto y puede que se presentara algún funcionario personalmente en la casa; pero algo más alarmante no había que temer. Por lo demás, yo estaba dispuesto en todo momento, evidentemente, a asumir de nuevo el internamiento en una prisión militar. Sin embargo, he de admitir que también me picaba un poco la curiosidad cuando me dirigía a la sala de reuniones. Podía deberse no sólo a que hacia allí iban también el señor Sawatzki o la señora Bellini, sino a que en los pasillos, de un modo general, se percibía cierto nerviosismo o expectación. En los vanos de las puertas había pequeños grupos de empleados que charlaban en voz baja y me miraban disimuladamente, indecisos o inseguros. Decidí dar un pequeño rodeo y fui a la cafetería de la empresa para que me dieran un poco de glucosa. Lo que quiera que ocurriese en la sala de reuniones, yo decidí realzar un tanto mi posición haciendo esperar a esos señores. —Caray, tiene buenos nervios —dijo la señora Schmackes, que se encargaba de la cafetería. —Lo sé —dije amablemente—, por eso fui el único que se atrevió a entrar en Renania. —No exagere tampoco, yo también he estado allí —dijo la señora Schmackes—, y tampoco aguanto a esa gente de Colonia. ¿Qué le sirvo? —Un paquetito de esa glucosa que tiene usted, por favor. —Entonces me debe ochenta céntimos —dijo antes de inclinarse hacia delante con aire casi conspirativo—: ¿sabe que ha venido Kärrner, sólo por usted? Ya está aquí, está ya en la sala de
reuniones, eso me han dicho. —Vaya, vaya —dije mientras pagaba—, ¿y ése quién es? —Mire, dicho a mi manera —dijo la señora Schmackes—: es el jefe de todo el cotarro. No suele notarse tanto porque normalmente la Bellini se basta y se sobra para llevar esto y, si quiere saber mi opinión, ella lo maneja todo mucho mejor. Pero cuando hay grandes catástrofes viene Kärrner en persona. Me puso veinte céntimos sobre el mostrador. —Y cuando hay grandes éxitos, también, claro. Pero ésos han de ser desde luego bastante grandes. A la Flashlight no le va nada mal… Desenvolví con cuidado un trozo de glucosa y me lo metí en la boca. —¿No debería ponerse lentamente en camino? —Eso decían también todos en el invierno de mil novecientos cuarenta y uno —denegué haciendo un gesto con la mano, pero luego caminé pausadamente en la dirección correcta. Se trataba de no dar la impresión de que aquella reunión me inspiraba miedo y que por eso no acudía a ella. Entretanto, los grupos de los pasillos habían ido en aumento. Era casi como una doble fila de colaboradores, en medio de la que yo avanzaba como cuando se pasa revista a las tropas. Sonreí amablemente a algunas jóvenes, de vez en cuando doblé hacia atrás el brazo derecho para saludar, oí alguna risita que otra, pero también un «¡Usted puede con ello!». Evidentemente. Lo único era saber con qué. La puerta de la sala de reuniones estaba aún abierta, Sawatzki esperaba en el hueco. Vio ya de lejos que me acercaba y me hizo con la mano un gesto inequívoco de que me diera prisa. Estaba muy claro que con ello no me criticaba; al contrario, su rostro optimista me dio a entender enseguida que quería saber con urgencia, con una urgencia terrible, de qué se trataba. Reduje el paso un poco más, haciendo como de pasada un cumplido a una joven por su vestido de verano, realmente muy bonito. Mi velocidad casi me recordaba un poco la paradoja de Aquiles y la tortuga a la que nunca da alcance. —Buenos días, señor Sawatzki —dije con voz firme—, ¿nos hemos visto ya hoy? —Adentro con usted —apremió Sawatzki en voz baja—, adentro, adentro. Me muero de curiosidad. —Ahí viene —dijo en el interior Sensenbrink—. ¡Por fin! En la sala había más señores sentados en torno a la mesa. Más que la primera vez. Y directamente al lado de la señora Bellini había tomado asiento uno que debía de ser por lo visto el tal Kärrner; tenía aspecto de antiguo deportista, ya ligeramente metido en carnes, y contaría unos cuarenta años. —Al señor Hitler lo conocen todos, como es natural —dijo, vuelto hacia el grupo, Sensenbrink, aún blanco como la tiza pero ya no tan sudoroso—, pero a la inversa es de suponer que no sea así, a pesar de que ya lleva algún tiempo colaborando con nosotros. Y como ahora están sentados a esta mesa quienes, si se me permite, tienen verdaderamente la última palabra en nuestra casa, quiero hacer una breve presentación. Entonces Sensenbrink dio una serie de nombres y de cargos, una abigarrada sucesión de seniors y vice Account Managing Executives y todo eso que hay actualmente. Los títulos y los rostros eran en su totalidad tan intercambiables que se sabía al momento que el único nombre digno de ser tenido en cuenta era el de Kärrner, por tanto el único al que saludé con una discreta inclinación de cabeza. —Muy bien —dijo Kärrner—, una vez que ya todos sabemos quiénes somos, ¿podríamos ir desvelando la sorpresa? Tengo otro meeting en breve.
—Por supuesto —dijo Sensenbrink. A mí me llamaba la atención que aún no me hubieran ofrecido un asiento. Por otra parte, no me habían preparado tampoco ninguna especie de escenario provisional como el día en que me presenté a la empresa. Se podía dar por hecho que no era un número de mi programa lo que ahora esperaban de mí sino que mi posición era inatacable. Miré a Sawatzki. Sawatzki había cerrado el puño derecho, se lo había puesto delante de la boca y no paraba de balancear los nudillos, como si estuviera amasando. —Todavía no es oficial —dijo Sensenbrink—, pero lo tengo de fuente absolutamente segura. Con más exactitud: de dos fuentes absolutamente seguras. Es a causa del special sobre el NPD. El programa especial que transmitimos inmediatamente después del golpe de Bild. —¿Y qué es lo que ocurre? —preguntó Kärrner con impaciencia. —El señor Hitler recibe el Premio Grimme 61. En la sala se hizo un silencio sepulcral. Luego Kärrner tomó la palabra. —¿Y eso es seguro? —Segurísimo —dijo Sensenbrink, y se volvió a mí—. Pensaba que el plazo de solicitud ya había expirado, pero alguien lo nominó en el último momento. Me dijeron que usted arrasó. Alguien empleó la expresión «como un tsunami». —¡Una victoria relámpago! —exclamó Sawatzki excitado. —¿Somos ahora cultura? —oí a medias hablar a uno de los innumerables ejecutivos. Todo lo demás quedó ahogado por la salva de aplausos. Kärrner se levantó, casi al mismo tiempo estaba de pie la señora Bellini, luego se levantó todo el grupo. Se abrió la puerta vidriera, dos señoras dirigidas por Hella Lauterbach, la secretaria de recepción de Sensenbrink, entraron trayendo varias botellas de vino espumoso agrio. No necesité mirar para saber que Sawatzki en esos momentos estaba encargando que trajeran la bebida afrutada de Bellini. De fuera se colaban diversas personas, mecanógrafos, asistentes, becarios y ayudantas. Las palabras «Premio Grimme» se alternaban incesantemente con «¿de verdad?» e «¡increíble!». Vi a Kärrner, que se abría paso trabajosamente hacia mí entre el gentío, con la mano extendida y una curiosa expresión en la cara. —Lo sabía —exclamó excitado mirando alternativamente a Sensenbrink y a mí—, yo lo sabía. ¡Podemos hacer algo más que comedia-basura! ¡Podemos hacer mucho más! —¡Calidad! —gritó Sensenbrink con una nota falsa en la voz. Y de nuevo, más fuerte aún—: ¡Calidad! Eso me ayudó a deducir que el tal Premio Grimme parecía ser por lo visto una reputada marca de calidad para radio y televisión. —Usted es bueno, simplemente —dijo una suave voz femenina justo a mi lado. Me di media vuelta. Junto a mí estaba, en otro corrillo, la espalda de la señora Bellini. —Devuelvo a mi vez el piropo —dije, sin volverme hacia ella más de lo necesario, de forma que no llamara la atención. —¿Ha pensado alguna vez en hacer una película? —susurró. —Hace tiempo que no pienso en ello —respondí por encima del hombro—, quien ha trabajado ya una vez con Riefenstahl… —¡Que hable! ¡Que hable! —se oyó entre la muchedumbre. —Tiene que decir algo —apremió Sensenbrink. Y aunque normalmente no suelo hablar en tales ocasiones de la vida de sociedad, en aquel momento resultaba inevitable. La muchedumbre retrocedió
un poco y enmudeció, sólo Sawatzki se abrió paso un momento para entregarme un vaso de esa bebida de Bellini. Lo acepté agradecido y paseé la mirada por el público. Lamentablemente no había preparado nada, por eso había que echar mano de los modelos ya acreditados.
¡Compañeros y compañeras de raza! Me dirijo a ustedes para dejar claras dos cosas en esta hora de triunfo: este triunfo es sin duda una buena noticia, es merecido, merecidísimo. Nos hemos impuesto frente a producciones mayores, más caras, internacionales también. Pero esta victoria sólo puede ser una etapa en el camino a la victoria final.
Debemos la victoria sobre todo al gran trabajo de ustedes. A su apoyo incondicional, fanático. Pero queremos también recordar en estos momentos a las víctimas, que dieron su sangre por nuestra causa…
—Perdón —dijo Kärrner de pronto—, pero yo de eso no sé nada. Fue sólo entonces cuando me di cuenta de que por lo visto, distraído como estaba, me había pasado un poco demasiado al modelo estándar de los primeros discursos después de los éxitos de la guerra relámpago. Posiblemente resultaba poco adecuado. Reflexioné sobre si debería quizá presentar una disculpa o algo por el estilo, pero me lo impidió una voz. —Que en un momento como éste piense también en ella… —dijo una empleada para mí desconocida con una expresión de rostro que denotaba inmensa emoción—. Sólo hace una semana que la señora Klement, de la contabilidad de salarios… Esto es tan… —Y entonces resolló conmovida en el pañuelo. —La señora Klement…, ¡claro! Cómo he podido olvidarlo —dijo Kärrner con el rostro un poco demudado—. Perdone, continúe. Esto me resulta muy desagradable. Di las gracias a Kärrner con una inclinación de cabeza y traté otra vez de coger el hilo:
Yo mismo soy presa de la emoción cuando tomo conciencia del destino que me ha deparado la providencia: haber devuelto la libertad y el honor a la empresa Flashlight.
El oprobio que comenzó hace veintidós años en el bosque de Compiègne ha quedado borrado en el mismo lugar…, perdón, en Berlín. Quiero terminar recordando a todas las personas sin nombre que no cumplieron menos con su deber, que pusieron en juego su vida y su salud, y que en todo momento estuvieron dispuestas, como valientes oficiales y soldados alemanes…
Aquí tuve que introducir ligeros cambios debido a algunas miradas irritadas:
… y también como honrados directores escénicos y cámaras y ayudantes de cámara, como alumbrantes y maquilladores, a ofrecer por la empresa el último sacrificio que ha de ofrecer un…, un director escénico y un alumbrante. Muchos de ellos yacen ya enterrados junto a las tumbas en las que ya reposan sus padres que intervinieron en la gran… en las mucho mayores producciones televisivas. Son testigos del callado heroísmo de todos aquellos…
Y aquí se puso la cosa un poco más difícil:
… que, como la señora Klement de la contabilidad de salarios, han defendido el futuro de la eterna Alemania grande y libre…, ¡de la gran empresa alemana Flashlight! Sieg! ¡Victoria!
Y, en efecto, lo mismo que en tiempos pasados en el Reichstag, me respondió el grito: «Heil!»
«Sieg…» «Heil!!!» «Sieg…» «Heil!!!»
XXIX Capítulo
ME había puesto temprano en camino. Había decidido disfrutar de ese día. Porque es algo grande, algo especial, entrar en un lugar silencioso después de un triunfo aplastante: un despacho antes de que empiece el ajetreo diario; un estadio, vacío ya de un público delirante, por el que todavía sopla el viento del vencedor; o, digamos también, el París conquistado a las cinco de la mañana. Iba a pie, quería tener la ciudad para mí. El sol iluminaba ya la clara mañana de primavera, el aire tenía un agradable frescor y era más puro que al mediodía. En las zonas verdes, berlineses vestidos con negligencia llevaban sus perros por primera vez ese día a la calle; las locas que ya me iban siendo familiares recogían en sus bolsitas los habituales excrementos. Una fumadora, distraída o más bien medio dormida aún, hizo que me riera para mis adentros al llevarse a la boca la bolsa para después acercar la mano del cigarrillo a lo que había dejado su perrito, que era realmente pequeñísimo. Sacudió la cabeza, se frotó los ojos y subsanó el error. Los pájaros entonaban sus cantos matinales, de nuevo me llamó la atención cuánto más silenciosa es una ciudad sin el fuego de los cañones antiaéreos. Reinaba un ambiente extraordinariamente apacible, la temperatura era ya a esas horas muy agradable. Di un pequeño rodeo, para pasar por el quiosco de los periódicos, pero incluso allí había todavía un profundo silencio. Respiré hondo y marché a buen paso hasta que llegué al edificio de la productora. Abrí la puerta de entrada, comprobé satisfecho que ni siquiera el portero estaba en su puesto. Había colocado la víspera una funda protectora sobre el teléfono; como ya otras muchas veces, no pude menos que ver en ello, con gran satisfacción, un indicio más de su enorme esmero en el trabajo. Delante de su garita había grandes paquetes de periódicos que después tenía que repartir. A Bormann no le habría gustado, pero yo no soy de esos que en cosas sin importancia piensan siempre en las jerarquías, por eso tampoco tuve inconveniente alguno en coger yo mismo la lectura matinal. Tomé el lápiz que colgaba del mostrador sujeto a una larga cadena y anoté en uno de los talones de entrega: «He cogido yo mismo mis periódicos. Gracias», y firmé con «A. Hitler». El Bild-Zeitung, comprobé satisfecho, me había declarado, una vez más, vencedor del día en no sé qué cosa. Disminuía la urgencia de nivelar de nuevo la prensa alemana. Luego, con los periódicos bajo el brazo, avancé pensativo por los pasillos. La luz del sol entraba por las ventanas de arriba, detrás de las puertas vidrieras cerradas se veían refulgir algunos aparatos de teléfono, pero no se oía voz alguna. En los despachos, las sillas estaban delante de las mesas, era como si se pasara revista a un desfile de muebles. Torcía por el pasillo que me llevaba a mi despacho cuando percibí una luz a través de la puerta. Me acerqué vacilante. La puerta estaba abierta. Detrás, en su mesa, estaba la señorita Krömeier y tecleaba en su aparato. —Buenos días —dije. —Tengo que decirle antes que nada, mi F… —dijo un poco envarada—, que ya no puedo saludar, y que tampoco puedo trabajar aquí. Ya no puedo hacer nada de eso. Luego respiró hondo y se inclinó sobre su mochila. Se la puso sobre las piernas, abrió la cremallera, la cerró de nuevo y depuso la mochila sin haber sacado nada de ella. Se levantó, abrió un
cajón de la mesa, miró dentro, cerró otra vez el cajón, se sentó y siguió escribiendo. —Señorita Krömeier, yo… —A mí también me jode pero no es posible —dijo mientras escribía en el ordenador—. ¡Vaya putada! Luego me miró y dijo: —¿Por qué no puede hacer usted esas cosas que hacen los otros? ¿Como ese gamberro que siempre hace de cartero? ¿O como ese otro, el bávaro? ¿Por qué no puede usted gesticular mucho, por ejemplo, y luego se pone a hablar con algún acento divertido? ¡Para mí ha sido estupendo esto, de verdad! ¡Me ha gustado mogollón trabajar aquí! Miré a la señorita Krömeier y pregunté con cierta torpeza: —¿Que gesticule mucho? —¡Sí! ¡O se pone a insultar a la gente! ¡Ni siquiera tiene que ser divertido! ¿Por qué tiene que ser usted siempre Hitler? —No se tiene opción —dije—. La providencia nos pone en nuestro lugar, y en él cumplimos con nuestro deber. Negó con la cabeza. —Ahora escribo el anuncio para el concurso interno —suspiró—, y recibirá de inmediato una suplente. Eso será enseguida, ya verá, seguro que habrá muchísima gente que quiera subirse al carro. Bajé la voz y dije con voz queda pero firme: —Usted deja ahora mismo de escribir y me dice lo que pasa. ¡Inmediatamente! —Bueno, que ya no puedo trabajar aquí —dijo con obstinación. —Vaya, así que no puede… ¿Y por qué no? —Porque ayer estuve en casa de mi abuela. —¿Y eso tengo que entenderlo? La señorita Krömeier respiró hondo. —Yo a mi abuela le tengo cariño. Viví en su casa casi un año cuando mi madre anduvo mucho tiempo enferma. Y ayer estuve otra vez con ella. Y va y me pregunta que qué hago ahora, y entonces le conté que trabajaba con un artista de primera. ¡Estaba yo tan orgullosa! Y entonces va y pregunta que quién es, y yo le digo que lo adivine, y ella no da con ello y entonces le digo que con usted. Y entonces se pone furiosísima, a la abuela le dio un verdadero ataque de rabia. Y luego va y se pone a llorar, y dice que no tiene ninguna gracia lo que hace usted. Que eso no es cosa de risa. Que no se puede ir por ahí como va vestido usted. Y yo le dije que todo eso era sátira. Que usted lo hace para que no vuelva a ocurrir. Pero ella dice que no es sátira. Dice que usted dice ni más ni menos lo que decía Hitler. Y que entonces la gente también se reía. Y yo estoy allí y pienso, bueno, joder, es una vieja, y está exagerando. Nunca ha contado mucho de la guerra, y está furiosa sólo porque seguro que las pasó canutas. Y entonces va a su mesita escritorio y coge un sobre que había allí y saca de él una foto. Hizo una breve pausa y me miró fijamente: —Tendría usted que haber visto cómo sacó la foto. Como si valiera un millón de euros. Como si fuera la última foto del mundo. Me he hecho una copia. Tuve que insistir media hora hasta que soltó la foto para que pudiera copiarla. Se inclinó de nuevo y sacó de la mochila una fotocopia que me puso delante. Miré la foto. En ella había un hombre, una mujer y dos niños en un prado, podía ser a orillas de un lago, en cualquier caso estaban echados sobre una manta o sobre una gran toalla de playa. Era de suponer que se trataba de
una familia. El hombre en traje de baño tendría unos treinta años, pelo negro y corto, aspecto deportivo, la mujer rubia era muy atractiva. Los niños llevaban puestos sombreros de papel, hechos seguramente con un periódico, y en la mano llevaban espadas de madera con las que posaban riéndose. Y lo del lago yo lo había adivinado bien: debajo de la foto alguien había escrito con un lápiz oscuro «Wannsee, verano de 1943». En su conjunto parecía tratarse de una familia intachable. —¿Qué pasa con esto? —Es la familia de mi abuela. Su padre, su madre, sus dos hermanos. No he estado en la guerra seis años seguidos sin barruntar las tragedias a que da lugar. Las heridas que abre en las almas la muerte a destiempo. —¿Quién murió? —pregunté. —Todos. Seis semanas después. Miré al hombre, a la mujer, a los dos chavalitos, y tuve que carraspear. Se puede pedir al Führer del Reich alemán que tenga inexorable dureza consigo mismo y también con su pueblo, y yo sigo siendo el primero que me la exijo a mí mismo. También me hubiera mostrado sin duda inflexible y férreo si se hubiera tratado de una fotografía de fecha reciente, por ejemplo, de un soldado de esa nueva Wehrmacht, incluso si, en el transcurso de esa increíble intervención en Afganistán, hubiera sido víctima de la incapacidad de la política. Sin embargo, la fotografía, que procedía de modo tan evidente de la época que para mí seguía siendo cercana, esa foto me tocó el corazón. Seguramente no se me puede echar en cara que no haya estado dispuesto en todo momento y sin vacilar, en los frentes oriental y occidental, a sacrificar a cientos de miles de personas para salvar a millones. A enviar a la muerte a hombres que habían tomado las armas convencidos de que yo ponía en peligro sus vidas y, llegado el caso, las sacrificaría, por el bien del Pueblo Alemán. Y quizá había sido aquel hombre uno de ellos, era muy posible que se encontrase entonces de permiso en casa. Pero la mujer. Los niños. Sí, la población civil en general… Seguía sintiendo una opresión en la garganta ante mi impotencia para defender mejor al pueblo dentro de nuestras fronteras, y frente a ese borracho de Churchill, que no se avergonzaba de hacer que los más inocentes entre todos los inocentes murieran abrasados en una tempestad de fuego, como antorchas vivientes de su odio destructor. Toda la cólera y la ira de aquellos años renacieron en mí, y dije con ojos húmedos a la señorita Krömeier: —Lo siento, sinceramente. Pondré, se lo prometo, lo pondré todo de mi parte para que ningún bombardero inglés se atreva jamás a acercarse a nuestras fronteras y a nuestras ciudades. Nada quedará en el olvido, y un día les haremos pagar mil veces cada una de las bombas que arrojaron… —Pero oiga —dijo la señorita Krömeier hablando atropelladamente—, pero oiga, deje de hablar un momento. Sólo un momento. No sabe en absoluto de lo que está hablando. A eso desde luego tenía que acostumbrarme. Hace mucho tiempo que al Führer no se le hacen reproches, y encima de manera injusta; el Führer está normalmente muy arriba en la jerarquía nacional para que alguien pueda hacerle reproches. Tampoco se debe censurar al Führer sino confiar en él; por tanto, toda censura a un superior es injustificada y muy especialmente a mí, pero sin embargo… La señorita Krömeier parecía sinceramente contrariada y por eso me tragué por una vez aquel comentario que seguramente había dicho porque estaba furiosa, puesto que su objeción era sin duda una perfecta estupidez. Justamente en ese aspecto no sabe nadie mejor que yo de lo que está hablando. Así pues, guardé silencio por un momento. —Si quiere tener el día libre… —empecé a hablar después—, creo que la situación es difícil para
usted. Sólo quiero que sepa que aprecio extraordinariamente su trabajo. Y si a su señora abuela no le basta con eso, quizá sirva de algo decirle que su furia recae sobre quien no tuvo la culpa. Los bombardeos fueron idea de Churchill… —¡No recae sobre quien no tuvo la culpa, eso es lo malo! —gritó la señorita Krömeier—. ¿Quién habla aquí de bombardeos? Esas personas no murieron en ningún bombardeo. ¡Sino en la cámara de gas! Quedé inmóvil un instante y miré otra vez la foto. El hombre, la mujer, los niños, no tenían aspecto de delincuentes, ni de gitanos, ni tenían apariencia alguna de judíos. Aunque, en sus facciones, si se miraba realmente con mucho detenimiento…, no, eso también podía ser imaginación. —¿Dónde está su abuela en la foto? —pregunté, pero al momento adiviné la respuesta. —Ella es quien hizo la foto —dijo la señorita Krömeier con una voz como de madera tosca, sin desbastar. Inmóvil, miraba la estantería de enfrente—. Es la única foto de su familia que le ha quedado. Y mi abuela ni siquiera está en ella. Y una lágrima, negra de rímel, le resbaló por el rostro. Le alargué un pañuelo. Primero no reaccionó, luego lo cogió y se repartió con él mucho rímel por la cara. —Quizá fuera un error —dije—. Quiero decir que esas personas no tienen en absoluto apariencia de… —¿Qué clase de argumento es ése? —preguntó la señorita Krömeier con frialdad—. De modo que si los mataron por equivocación, entonces ya todo está fetén, ¿no? No, no, el error es que alguien diera en la idea de que había que matar a los judíos. ¡Y a los gitanos! ¡Y a los gais! Y a todos los que no le cuadraban. Mire, le voy a revelar en qué consiste el truco: si no se mata a todos ésos, tampoco se mata a nadie por error. Así es de sencillo. Yo permanecía un poco perplejo allí delante, estaba enormemente sorprendido por esa explosión, incluso si uno toma en consideración el mundo afectivo, bastante más blando, de una mujer. —Así que fue un error —puntualicé, pero no llegué a terminar la frase, porque saltó al momento y vociferó: —¡No! No fue un error. ¡Eran judíos! Los gasearon de modo perfectamente legal. Sólo porque no llevaban la estrella. Pasaron a la clandestinidad y se quitaron la estrella porque esperaban que nadie se diera cuenta de que eran judíos. Pero por desgracia alguien dio el soplo a la policía. Así que no sólo eran judíos, eran judíos ilegales además. ¿Está ahora tranquilo? Lo estaba, en efecto. Era desde luego asombroso, ni siquiera yo habría detenido nunca a esas personas, tan alemanas parecían, estaba sorprendido; en un primer momento hasta pensé que debería felicitar a Himmler, cuando tuviera ocasión, por su sólido e incorruptible trabajo. Pero justamente en aquel momento no me pareció oportuno dar una respuesta directa y verídica. —Perdone —dijo luego de pronto en medio del silencio—. Usted no tiene la culpa. Y además da igual. Yo no puedo hacerle eso a mi abuela, no puedo seguir trabajando para usted. Sería su final. Es sólo que… ¿No puede usted decir simplemente «siento lo de la familia de su abuela, lo de entonces fue un horror y una locura?» ¿Como diría cualquier persona normal? ¿O que usted se esfuerza por que la gente comprenda por fin qué clase de canallas fueron todos aquéllos? ¿Que usted trabaja conmigo, que todos los que estamos aquí trabajamos para que nunca vuelva a ocurrir algo así? Y luego añadió casi en tono de súplica: —Porque eso es lo que hacemos aquí, ¿no? ¡Diga usted eso, simplemente! Dígalo por mí. Me acordé de los Juegos Olímpicos de 1936. Quizá no por obra de la casualidad, ya que la joven
rubia de la foto me recordaba enormemente a la esgrimidora judía Helene Mayer. Se tienen juegos olímpicos en el país, se tiene una estupenda ocasión de hacer la mejor propaganda, una propaganda inmejorable. Se puede impresionar positivamente al extranjero, se puede ganar tiempo para el rearme, si aún se es débil. Y uno tiene que decidir si durante ese tiempo sigue persiguiendo a los judíos y destruye así todas esas ventajas. Ahí hay que fijar prioridades. Así que uno deja participar a la tal Helene Mayer, aunque luego sólo gane una medalla de plata. Uno tiene que decirse también a sí mismo: sí, vale, no perseguiré a ningún judío durante quince días. O incluso durante tres semanas. Y lo mismo que en aquel entonces, ahora lo importante era ganar tiempo. Claro, he recibido ya un primer aplauso del pueblo, he tenido cierto éxito. Pero ¿estaba ya a la cabeza de un movimiento? Yo necesitaba y apreciaba a la señorita Krömeier. Y si la señorita Krömeier tenía al parecer una parte, aún no revelada, de sangre judía en sus venas, en ese caso se trataba de saber manejar ese hecho. No es que eso me molestara. Si el resto de material genético es bastante bueno, el cuerpo puede asimilar un determinado componente judío sin que éste influya en el carácter y en los atributos raciales. Siempre que Himmler discutía esto, yo le ponía como ejemplo a mi valiente Emil Maurice. Un bisabuelo judío no le impidió ser mi mejor hombre en docenas de reyertas en las salas, fielmente a mi lado, en primera línea del frente contra la ralea bolchevique. Intervine personalmente para que se quedara en mis SS: porque una convicción fanática, de granito, lo puede todo, puede hasta influir en la masa hereditaria. Yo, por cierto, lo he visto con mis propios ojos, cómo Maurice, con el tiempo y con una voluntad férrea, destruía en él cada vez más componentes judíos. Hasta cierto punto una «nordificación» mental por propia iniciativa… ¡Fenomenal! Sin embargo, la buena de la señorita Krömeier, muy joven aún, no estaba todavía preparada para actuar así. La conciencia de ese pequeño componente judío le hacía perder firmeza, y eso había que impedirlo. En gran parte también por su buena influencia sobre el señor Sawatzki y al revés. Olimpia 1936. Era imprescindible ocultar los propios fines. Por otro lado, me dolía que la señorita Krömeier criticara la obra de mi vida. En cualquier caso la de mi vida hasta ese momento. Decidí ir por el camino directo. El camino de la verdad eterna, no falseada. El camino en línea recta del alemán. De todos modos, los alemanes no sabemos mentir. O por lo menos, no muy bien. —¿De qué canallas habla usted? —pregunté con toda calma. —De quién va a ser, de los nazis. —Señorita Krömeier —empecé—, seguramente no le gustará oírlo, pero se equivoca en muchas cosas. No es culpa suya, pero se equivoca. Hoy se suele presentar aquello como si entonces algunos nacionalsocialistas, convencidos y decididos a llegar hasta el final, hubiesen engañado a todo un pueblo. Y eso no es completamente equivocado, pues ese intento lo hubo, en efecto. En mil novecientos veinticuatro, en Múnich. Pero fracasó, con víctimas mortales. La consecuencia fue que se intentó por otro camino. En mil novecientos treinta y tres, el pueblo no tuvo que rendirse ante una operación de propaganda. Fue elegido un Führer, de una manera que ha de considerarse democrática incluso en el sentido actual. Fue elegido un Führer que había dado a conocer sus planes con claridad meridiana. Los alemanes le eligieron. Sí, incluso judíos. Y quizá incluso los padres de su señora abuela. El partido ya tenía entonces cuatro millones de afiliados. Y eso sólo porque a partir de mil novecientos treinta y tres ya no se permitió que ingresara nadie más. En mil novecientos treinta y cuatro habrían podido ser ocho millones, doce millones. No creo que cualquiera de los partidos actuales tenga una aceptación ligeramente aproximada. —¿Y qué quiere decirme con eso?
—O había un pueblo entero de canallas… O lo que ocurrió no fue una canallada sino la voluntad de un pueblo. La señorita Krömeier me miró consternada, con los ojos muy abiertos. —¡Eso…, eso no puede decirlo usted de esa manera! La gente no quería que muriera la familia de mi abuela. Eso lo planearon las personas que fueron acusadas en…, sí, en Núremberg. —Señorita Krömeier, por favor. Lo de Núremberg fue sólo un espectáculo para embaucar al pueblo. Si usted busca responsables no tiene más que dos posibilidades. O se atiene a la línea del NSDAP, y eso significa que es responsable quien en el Estado del Führer es responsable: o sea, el Führer y nadie más. O tiene usted que condenar a quienes votaron o no destituyeron a ese Führer. Y fue gente común y corriente la que decidió elegir a un hombre completamente fuera de lo común y poner en sus manos el destino de su país. ¿Quiere prohibir las elecciones, señorita Krömeier? Me miró insegura. —Yo quizá no entienda de eso tanto como usted, usted seguramente ha leído y ha estudiado todo eso. Pero…, pero eso también le parece mal a usted, ¿no? Lo que pasó entonces. Usted también quiere impedir que eso vuelva a… —Usted es una mujer —dije con indulgencia—, y las mujeres son siempre muy impulsivas en lo que tiene que ver con los sentimientos. Así lo quiere la naturaleza. Los hombres son más objetivos, no pensamos en categorías de malo, no malo, y cosas por el estilo. Para nosotros lo importante es llevar a cabo una misión, descubrir, poner y perseguir objetivos. Pero esas cuestiones no permiten sentimentalismos. Son las cuestiones más importantes del día de mañana. Puede parecer duro, pero no debemos volver la vista al pasado entre lamentos sino que hemos de hacerlo para aprender. Lo hecho, hecho está. Los errores no están para lamentarlos sino para no volver a cometerlos. Después de un incendio no seré yo quien llore durante semanas y meses por la antigua casa. Yo soy el que construye la casa nueva. Una casa mejor, más sólida, más bella. Pero sólo puedo desempeñar ahí el papel que me asignó la providencia. Para esa casa, sólo puedo ser un pequeño y humilde arquitecto. El propietario, señorita Krömeier, el propietario es y seguirá siendo siempre el Pueblo Alemán. —Y ese pueblo no puede olvidar nunca… —dijo la señorita Krömeier con un gesto exhortatorio. —¡Exacto! No debe olvidar nunca qué fuerzas hay dormidas en él. Qué posibilidades tiene. El Pueblo Alemán puede cambiar el mundo. —Sí —objetó—, pero ¡sólo para bien! No puede ocurrir otra vez que el Pueblo Alemán haga algo malo. Fue entonces cuando me di cuenta claramente del aprecio en que tenía a la señorita Krömeier. Porque es asombroso cómo muchas mujeres llegan por intrincados caminos al punto de destino correcto. La señorita Krömeier lo había visto: la historia la escriben los vencedores. Y un enjuiciamiento positivo de la actuación del Pueblo Alemán presupone, evidentemente, victorias alemanas. —Ése, exactamente ése tiene que ser nuestro objetivo —prometí—, y lo lograremos: si el Pueblo Alemán se impone por sus éxitos, dentro de cien, de doscientos, de trescientos años, usted y yo sólo encontraremos himnos de alabanza en los libros de historia. Una suave sonrisa pasó por su cara: —Dentro de doscientos años lo leerán otros. Usted y yo nos habremos ido al otro barrio. —Bueno —dije pensativo—, al menos hay que suponerlo. —Lo siento —dijo después pulsando un botón del teclado. Yo conocía ya el sonido, era el ruido con el que la señorita Krömeier imprimía documentos en el aparato de uso común que había en el
pasillo—. De verdad que me habría gustado seguir trabajando aquí. —¿Y si usted no se lo dice a su señora abuela? La respuesta me alegró tanto como me dolió: —Ni hablar. Yo no le miento a mi abuela. Pero yo podría someterla a toda prisa a un tratamiento especial, pensé automáticamente, aunque sólo por un momento. Visto con realismo no se puede someter a nadie a un tratamiento especial si no se tiene una Gestapo. O a un Heinrich Müller 62. —No se precipite, por favor —dije—. Comprendo su situación, pero comprenda también, se lo ruego, que no voy a tener buenas colaboradoras a un precio más barato la docena. Si no tiene nada en contra, yo intercedería con su señora abuela para que usted siga en mi despacho. Me miró. —No sé si… —Ya verá cómo elimino todos los reparos de la anciana señora —afirmé. Se palpaba el alivio de la señorita Krömeier.
Hay muchas personas que no se habrían lanzado a esa empresa. Personalmente nunca he tenido motivos para dudar de mi fuerza de convicción. Y no sólo porque sé que a mis espaldas se murmuraba que cada vez que estaba en las proximidades de la señora Goebbels se oía cómo sus ovarios crepitaban o tableteaban o producían el ruido que el tosco humor del soldado considerase adecuado. No, ese género de burlas se queda corto. En este caso se trata de la enorme seguridad que irradia el vencedor, un vencedor que no tiene dudas. Correctamente aplicado, eso produce su efecto en las mujeres, tanto en las jóvenes como en las viejas. Las judías no son una excepción, al contrario, en su sed de asimilación, de normalidad, son, como me dice la experiencia, especialmente propensas a ello. Helene Mayer, nuestra esgrimidora judía de los Juegos Olímpicos, hasta saludó con el brazo en alto al recibir la medalla de plata. O cuando pienso en las decenas de millares que creían que podían sentirse alemanes sólo porque en la anterior guerra mundial se habían estado escaqueando en el frente y a veces, mintiendo como bellacos, habían llegado a recibir una Cruz de Hierro. Quien hace esas cosas mientras los propios compañeros de raza están recibiendo los palos, mientras sus tiendas son boicoteadas y destrozadas, ése se deja engañar mucho más aún sesenta años después, sobre todo —y esto no lo digo con falso orgullo sino porque corresponde a la verdad más profunda— por uno que conoce a fondo las virtudes y defectos de esa raza. Y todos esos románticos que creen en los clichés y que consideran necesaria una extraordinaria soltura que pueda medirse con la supuesta superior inteligencia de esos taimados parásitos, ésos, «por desgracia», van a llevarse un desengaño. Al fin y al cabo, hacer pasar una cámara de gas por el cuarto de las duchas no era ciertamente, ya entonces, el colmo de la astucia. Y en este caso en concreto bastó la medida usual de cortesía y atención, en combinación con el sincero y entusiasta encomio del excelente trabajo de su inteligente nieta. Dije, en esencia, que la señorita Krömeier era indispensable para mi trabajo, y el brillo en los ojos de la vieja foca me comunicó que no tendría necesidad de una nueva mano derecha. En cuanto a reparos de carácter ideológico, la señora, de todos modos, a partir de aquel momento ya no oía sino lo que quería oír. Pero fue una ayuda, por supuesto, que no hiciese esa visita en uniforme.
XXX Capítulo
ESTABA nervioso, pero sólo un poco. Ese nerviosismo suave a mí me tranquiliza, es una prueba de que estoy concentrado. Habíamos trabajado cuatro meses y medio para prepararlo: como antaño del Hofräukeller, me desvinculé ahora del programa de Wizgür; como antaño al Circo Krone, me trasladé ahora a un nuevo estudio que acogía mi propio programa. Según decían, los ingresos por publicidad de la industria alemana alcanzaban un nivel comparable a las subvenciones en 1933, poco antes de la toma del poder. Yo esperaba con ilusión los próximos acontecimientos, pero conservaba una férrea concentración. Una vez más pasé revista brevemente a mi imagen en el espejo. Impecable. Primero mostraron la cabecera en la pantalla del estudio. Había quedado bien, mi estima por el antiguo «reservador» del hotel, Sawatzki, había ido en aumento. Empezaba con la melodía del título, en una simple secuencia de tonos bajos; se me veía en películas antiguas, pasando revista al desfile de las SA en Núremberg. Luego algunas tomas antiguas de Riefenstahl, de Triunfo de la voluntad. Y al mismo tiempo una voz muy agradable cantaba como si fuera un aire de moda: «Ha vuelto, ha vuelto.» Después pasaron varios planos excelentes de la campaña de Polonia. Bombarderos en picado sobre Varsovia. Cañonazos. Vertiginosos tanques de Guderian. Luego varias fotografías muy buenas mías de cuando visitaba a las tropas en el frente. «Ha vuelto —cantaba la agradable voz de mujer—, eso me dicen.» Luego venían algunas tomas recientes. Me mostraban paseando por la nueva Potsdamer Platz, comprando varios panecillos a una panadera, y me gustaron especialmente unas escenas en las que en un parque infantil acariciaba la cabeza de dos niños pequeños, un niño y una niña. La juventud es nuestro futuro. «Que aún no haya estado conmigo —se quejaba la voz, y era comprensible— yo no puedo comprenderlo, y por eso me pregunto, qué puede haber ocurrido.» Cuando oí la canción por primera vez durante la discusión sobre la melodía del título, me emocionó mucho porque yo, en efecto, no podía decir lo que había ocurrido. Las fotos me presentaban ahora en el interior de un Maybach negro, viajando al lugar de la grabación, un cine fuera de uso. Y mientras llegado allí me apeaba, me dirigía al cine y la cámara detrás de mí se movía hacia arriba, hacia los caracteres que presentaban el nombre de la emisión —«Habla el Führer»—, la señora cantaba el final de su canción, hábilmente recortado: «Ha vuelto, vueltoooo.» Habría podido ver ese film de cabecera una y otra vez, pero a más tardar en la escena de los panecillos tenía que ponerme en camino, entre bastidores, para, al acabar la canción, estar sentado ante mi mesa de despacho y recibir con serio semblante el aplauso con que me saludaban. En su conjunto aquello era un poco más relajante que, por ejemplo, en el Sportpalast, pero, debido a la introducción, estaba cargado de solemnidad.
Me habían instalado un hermoso estudio, sin punto de comparación con la sencilla tribuna que tenía en el programa de Wizgür. Habían tomado como modelo la Wolfsschanze, una especie de compromiso. Yo había propuesto primero el Obersalzberg, la señora Bellini dijo que eso resultaba demasiado alegre y amable y propuso el búnker del Führer; al final convinimos en que fuera la Wolfsschanze. Incluso viajé hasta allí con un grupo de la productora, en realidad más por curiosidad, porque como es natural habría podido dibujarles de memoria la completa estructura del complejo, con todo detalle, el interior y el exterior, incluido el personal de vigilancia. Pero la señora Bellini insistió, no sin razón, en que el equipo de la productora tenía que formarse una impresión personal in situ. Yo contaba firmemente con que los rusos habían derribado en su zona de influencia todo lo que daba testimonio de nuestro pasado, pero contra el hormigón armado de la organización Todt 63 no tenían, como es lógico, la menor perspectiva de éxito. En Viena, hasta tuvieron que dejar en pie las torres de la defensa antiaérea, simplemente porque no pudieron volarlas. Se las habría podido llenar, hasta el techo, de TNT, pero Tamms, ese diablo de arquitecto, había tenido la genial ocurrencia de ponerlas en barrios residenciales. Allí siguen hasta hoy. Monumentos del arte alemán de la fortificación, impresionantemente lúgubres. En cambio, los polacos convirtieron la Wolfsschanze en una especie de parque de recreo, a uno casi le duele en el alma esa ingenuidad desprovista de interés con la que hoy pasea por el recinto el último majadero, ignorante de todo. Allí no hay la seriedad necesaria, así que, en definitiva, prefiero esos centros de documentación que ahora instalan por todas partes. Como es natural, en ellos el pueblo se ve sometido a un constante machaqueo ideológico, pero en general la seriedad y también los objetivos del movimiento están descritos de modo correcto, incluido el problema de los judíos. Por supuesto, un poco desfigurado tendenciosamente por esos desfacedores de entuertos, pero de todos modos no de tal manera que no escriban por doquier, para más seguridad, qué «inhumana» era nuestra política. Goebbels se lo habría tachado al momento: «Si ustedes tienen que escribirlo expresamente, entonces el texto es malísimo. Un buen texto tiene que estar redactado de tal manera que el lector no pueda menos que pensar al instante: “Eso era desde luego inhumano.” Entonces —y sólo entonces— creerá que lo ha notado él mismo.» El bueno de Goebbels. Cuánto quería yo a sus hijos, para mí eran lo más delicioso del búnker. La Wolfsschanze, sí, bueno: ahora hay un hotel, en la cantina ofrecen cada día comida de Masuria, y cerca de allí hay un campo de tiro en el que se puede disparar con fusiles de aire comprimido, en total un conjunto lamentable. Si me dejaran a mí regentar el establecimiento, habría puesto nuestras armas originales, el fusil 43, la pistola 35, la Luger, la pistola Walther o también la PPK, aunque tal vez la PPK no, porque cuando pienso en mi estupenda PPK de toda la vida me vuelven siempre esos dolores de cabeza tan molestos. Debería preguntar quizá a un médico alguna vez, pero en los últimos tiempos me resulta difícil. Era muy práctico tener siempre cerca a Teo Morell 64. A Göring no le gustaba, pero Göring tampoco era una lumbrera en todos los aspectos. Esperé hasta que se hubo extinguido por completo el aplauso, lo que por lo general ponía a prueba los nervios de todos: los míos, los del público y los de la gente de la emisora, porque yo quería silencio absoluto. Y siempre he conseguido acallar a todos los públicos.
¡Compañeros y compañeras de raza!
Sabemos que una nación vive de su suelo. Su suelo es su espacio vital. Sin embargo, ¿en qué estado se halla ese suelo hoy? La «canciller» dice: excelente. Veamos. En este país antes se consideraba la mayor alabanza que alguien dijera: aquí se puede comer directamente del suelo. ¿Dónde, pregunto a esa «canciller», le gustaría a usted comer directamente del suelo? Aún estoy esperando respuesta, porque la «canciller» lo sabe: el suelo alemán está contaminado por el veneno del gran capital, de la plutocracia internacional. El suelo alemán está lleno de basura, el niño alemán necesita sillas altas, para sentarse sin que peligre su salud, el hombre alemán, la mujer alemana, la familia alemana huye lo más lejos posible a edificios elevados, el perrito alemán —se llama Struppi o quizá también Spitzlpisa con su delicada patita en un tapón corona, o pasa la lengua por
dioxina y muere entre dolores y convulsiones. Pobre, pobre Struppi. Y ése es el suelo, del que quisiera comer directamente nuestra «canciller». ¡Pues bien, que aproveche! Nuestra invitada de hoy es una experta en suelo alemán. La política verde Renate Künast.
Un ordenanza de las SS, alto y esbelto, la hizo entrar. Se llamaba Werner, era rubio, tenía excelentes modales, y aunque se percibía en aquella señora la aversión que le producía el uniforme, su mímica denotaba también cierta admiración por su atractivo físico. Una mujer es una mujer. La idea relativa a Werner procedía de Sawatzki. En el equipo de Flashlight se opinaba que yo necesitaba un asistente. —Es importante —apuntó Sensenbrink—. Eso le da a usted la posibilidad de dirigir la palabra a un tercero. Cuando el invitado es flojo, cuando no prende una observación, entonces no está usted solo con el público. —Así que puedo echarle la culpa a otro. —Por así decirlo. —Yo no hago eso. El Führer delega la actividad, pero no la responsabilidad. —Pero el Führer no abre la puerta cuando llaman al timbre —había objetado la señora Bellini—. Y además, invitados tendrá usted más que de sobra. Eso era verdad, en efecto. —Usted también tenía entonces algún ayudante. ¿Quién le abría la puerta? Se quedó callada un momento y luego añadió: —Es decir, no a usted sino a Hitler. —Sí, de acuerdo —dije—. ¿La puerta? Habrá sido la Junge. O al final quizá alguno de los de Schädle… —Pero, por favor —suspiró Sensenbrink—, a ésos no los conoce ni Dios. —¿Pues qué creía usted? ¿Que Himmler me planchaba el uniforme personalmente cada mañana? —¡A ése al menos lo conocería la gente! —No compliquemos tanto las cosas —frenó la señora Bellini—. Usted no ha mencionado ahora a un SS de poca importancia, sino a… ¿Schäuble?
—Schädle 65. —Eso. Como suplente. Subimos un piso más arriba. Es sólo simbólico. —Bueno, está bien —dije—, entonces acabará siendo Bormann. —¿Quién? —preguntó Sensenbrink. —¡Bormann! ¡Martin Bormann! Jefe de la Cancillería. —No me suena en absoluto. Estaba a punto de leerle la cartilla, pero la señora Bellini me detuvo. —Sus conocimientos son formidables —dijo con voz apaciguadora—, es fantástico que sepa todos esos detalles, eso ya no lo tiene nadie. Pero si queremos llegar a las masas, alcanzar la gran cuota de pantalla —y ahí hizo, no con poco acierto, una breve pausa—, entonces sólo podemos buscar a su asistente en un círculo muy reducido. Véalo con realismo: podemos tomar a Goebbels, a Göring, a Himmler, a lo mejor también a Rudolph Hess… 66 —A Hess, no —intervino Sensenbrink—, con ése siempre hay un factor de compasión. El pobre viejo, encerrado a perpetuidad por los malditos rusos… —… Sí, bueno, lo veo también así —prosiguió la señora Bellini—, pero ésos son todos los candidatos que tenemos. Si no, a los treinta segundos de programa cada espectador pregunta quién es ese tipo raro que está al lado del Führer. No es bueno que haya irritación. Usted ya irrita bastante. —Goebbels nunca me abriría la puerta, si llaman al timbre —dije, un poco terco, pero sabía por supuesto que ella tenía razón. Y es evidente que Goebbels me habría abierto la puerta. Goebbels lo habría hecho todo por mí. Un poco como Foxl en la trinchera. Pero yo también lo veía claramente: Goebbels no podía ser. Habrían hecho de él un Quasimodo, como el jorobado Fritz en aquella sensacional película de Frankenstein con Boris Karloff. Lo habrían moldeado como una criatura grotesca, y cada vez que apareciera en escena cojeando habría sido objeto de burlas. Goebbels no merecía eso. Göring y Himmler, en cambio… Sin duda tenían sus méritos, pero aún ardían las brasas de una justa ira por su traición. Por otra parte, habrían apartado la atención de mi persona. Ya había visto lo que había ocurrido con Wizgür. —¿Y si tomamos al soldado desconocido? —Eso venía del «reservador» del hotel, de Sawatzki. —¿Qué quiere decir con eso? —preguntó la señora Bellini. Sawatzki se incorporó en el asiento. —Uno alto y superrubio —dijo—, uno con pinta de SS. —No está mal —opinó la señora Bellini. —Göring sería el que más haría reír —dijo Sensenbrink. —No queremos risas estúpidas —dije al mismo tiempo que la Bellini. Nos miramos. Me gustaba cada vez más.
—Qué bien que haya venido —saludé a la señora Künast, y le ofrecí un asiento. Se sentó con displicencia como quien está habituado a las cámaras. —Sí, yo también me alegro —dijo con aire sarcástico—, en cierto modo. —Seguramente se está preguntando por qué la he invitado a mi programa. —¿Porque no ha aceptado nadie más? —No, no, también habríamos podido tener a su compañera de partido, a la señora Roth. Ahora se
me ocurre: ¿podría hacerme un favor? —Eso depende. —Elimine por favor de su partido a esa mujer. ¿Cómo se va a cooperar con un partido que alberga algo tan horroroso? —Mire, eso no ha impedido hasta ahora ni a los socialdemócratas ni a los cristianodemócratas… —Y eso la ha dejado también a usted asombrada, ¿verdad? Durante un breve momento pareció desconcertada. —Quisiera dejar aquí bien claro que Claudia Roth hace un trabajo excelente y que… —Tiene usted razón, a lo mejor basta con mantenerla simplemente alejada de las cámaras, en un sótano sin ventanas, y aislado del ruido…, pero así estamos ya en el tema: la he invitado porque, como es natural, tengo que hacer planes para el futuro, y si veo las cosas con claridad, para hacerse con el poder se necesitan mayorías parlamentarias… —¿Mayorías parlamentarias? —Sí, claro, como en 1933; entonces necesité aún al Partido Nacional, el DNVP, el Partido Nacional del Pueblo Alemán. Esto podría seguir el mismo camino en un futuro previsible. Pero por desgracia ya no existe el DNVP, y ahora he pensado que voy a examinar quién entra en consideración para un nuevo Frente de Harzburg… 67 —¿Y usted va y se le ocurre rellenar ese hueco precisamente con los Verdes? —¿Y por qué no? —Veo ahí muy pocas posibilidades —dijo frunciendo el ceño. —Su modestia la honra, pero no ponga su lámpara debajo del celemín. Su partido tal vez sea más adecuado de lo que usted cree. —Pues estoy llena de curiosidad. —Supongo que tenemos visiones de futuro compatibles. Dígame, por favor: ¿dónde ve a Alemania dentro de quinientos años? —¿Dentro de quinientos años? —O de trescientos. —No soy profetisa, me atengo más bien a las realidades. —Pero tendrá sin duda un proyecto de futuro para Alemania. —Pero no para trescientos años. Nadie sabe lo que habrá dentro de trescientos años. —Yo sí. —¿Ah, sí? ¿Qué habrá dentro de trescientos años? —En sus proyectos de futuro, los Verdes piden consejo al Führer del Reich alemán: ya le he dicho que una cooperación no es tan inimaginable… —Guárdesela para usted. —Künast echó rápidamente marcha atrás—. Los Verdes se las arreglan estupendamente sin usted… —Bueno, muy bien, dígame entonces: ¿cuántos años futuros abarca su planificación? ¿Cien? —Eso es una estupidez. —¿Cincuenta? ¿Cuarenta? ¿Treinta? ¿Veinte? Mire: yo cuento hacia abajo y usted se limita a decir: «¡Stop!» —Ninguna persona puede decir seriamente que es capaz de prever la evolución futura por un periodo, digamos, superior a diez años. —¿Diez?
—… O, si usted quiere, quince. —Bueno, vale: ¿dónde ve usted a Alemania dentro de quince minutos? Künast suspiró. —Si insiste en saberlo: veo la Alemania del futuro como un país altamente tecnológico sobre todo en técnica del medio ambiente, un país no contaminante, en cuanto a política energética abastecido de modo sostenible, incluido en una Europa en paz bajo el techo de la UE y de la ONU… —¿Lo tiene usted, Werner? —pregunté a mi ordenanza. —… Incluido en una Europa en paz bajo el techo de la UE y de la ONU —anotó obedientemente Werner. —Pero ¿sabe usted que la UE existirá hasta entonces? —pregunté. —Evidentemente. —¿Están los griegos aún entre ellos? ¿Los españoles? ¿Los italianos? ¿Los irlandeses? ¿Los portugueses? Künast suspiró: —¿Quién puede decir eso hoy? —¡En la política energética sí puede! Ahí piensa usted en mis dimensiones. Pocas o ninguna exportación, total autarquía proveniente de renovadas materias primas, del agua, del viento, eso es seguridad político-energética incluso dentro de cien, de doscientos, de mil años. Usted sabe ver un poco el futuro. Y qué voy a decir: es lo que yo he exigido siempre… —¡Un momento! Pero ¡por motivos totalmente equivocados! —¿Qué tienen que ver los motivos con una economía energética sostenible? ¿Hay buenas y malas ruedas eólicas? Me miró con irritación. —Si la entiendo bien —insistí—, para la cría de delfines adecuada a la especie está permitido emplear la buena y saludable energía solar, pero si se colonizan los campos de cultivo ucranianos con campesinos soldados germánicos, ¿dispondrán sólo de electricidad de lignito? ¿O de energía atómica? —No —protestó Künast—, en ese caso se colonizan con ucranianos. ¡Si es que se los coloniza! —¿Y los ucranianos pueden utilizar en ese caso energía eólica? ¿O tiene usted también ideas especiales para eso? ¿Tiene una lista de las clases de energía y de su correcta utilización? Se reclinó en el asiento. —Sabe muy bien que por ahí no va la cosa. Tal como usted argumenta, podría preguntar también si la masacre de millones de judíos habría sido mejor con energía solar… —Interesante —dije—, pero el tema de los judíos no es divertido. Durante un momento no se oyó nada en el estudio. —El silencio en la televisión es siempre un derroche de valiosas frecuencias de público —dije—. Hagamos mejor entretanto un poco de publicidad. Se amortiguó un poco la luz. Llegaron varios maquilladores y nos renovaron los rostros. Künast cubrió con la mano su micrófono. —Lo que usted organiza aquí está realmente en el límite —dijo con voz apagada. —Conozco, como es natural, el sentir y la sensibilidad de su partido —dije—, pero ha de admitir que no he sido yo quien ha empezado con los judíos. Reflexionó un momento. Entonces volvió a encenderse la luz. Esperé a que terminara el aplauso, luego pregunté:
—¿Me acompaña a la mesa de los mapas, por favor? En el estudio habíamos reconstruido la antigua mesa de mapas de la Wolfsschanze. Yo había encargado un hermoso mapamundi en relieve de gran tamaño. —¿Por qué —pregunté mientras me acercaba tranquilamente a él— en los últimos tiempos prescinde su partido de la experiencia, del saber de un hombre como el antiguo ministro de la Guerra, Fischer? —Joschka Fischer no ha sido nunca ministro de Defensa —replicó Künast con brusquedad. —Tiene razón —asentí—, nunca le he visto como ministro de Defensa. Sólo se pueden defender territorios del Reich, y Kosovo desde luego no forma parte de él de modo inmediato. Dada su lejanía, tampoco habría tenido sentido una anexión: ¿o lo ve usted de otra manera? —Pero ¡si nunca fue objeto de discusión la anexión de Kosovo! ¡Se trataba de las depuraciones étnicas…! Pero no voy a explicarle ahora el asunto de la intervención en Kosovo. ¡Era sencillamente imposible mirar para otro lado! —Nadie comprende eso mejor que yo —dije con gravedad—. Tiene toda la razón, no había alternativa alguna, yo conozco eso por el año 1941. ¿Y a qué se dedica ahora ese Fischer? Sus ojos oscilaban entre las vivencias actuales del señor Fischer y una consideración comparada de la política balcánica de los últimos setenta años. Se decidió por lo primero. —Lo importante es que los Verdes no tienen que preocuparse por tener grandes talentos en sus propias filas. Joschka Fischer ha sido y es una importante personalidad en la historia del movimiento verde, pero ahora les llega el turno a otras personas. —¿A usted, por ejemplo? —También a mí, entre muchos otros. Entretanto, habíamos llegado a la mesa de los mapas. Yo había hecho marcar con banderines los lugares donde operaba la Bundeswehr. —¿Puedo preguntar cómo quieren terminar victoriosamente los Verdes la intervención en Afganistán? —Qué es eso de «terminar victoriosamente»: la intervención militar tiene que terminar lo antes posible. Eso sólo lleva a más violencia… —En Afganistán, nosotros no tenemos nada que ganar: yo lo veo también de modo muy parecido. ¿Qué pintamos nosotros allí? —Un momento —dijo ella—, pero… —No me diga ahora, se lo ruego, que tiene otra vez escrúpulos debido a mis motivos —dije—. No me diga que sólo usted puede retirarse de Afganistán y que yo tendría que quedarme. —No estoy segura de si voy a seguir diciendo algo —dijo, y recorrió el estudio con la vista. Su mirada se detuvo debajo de la mesa de los mapas. —Ahí hay una cartera —dijo Künast con suficiencia—, ¿es ése su sitio? —La habrá olvidado alguien —dije con aire ausente—; ¿dónde está Stauffenberg 68, por cierto? El asunto de la cartera debajo de la mesa de los mapas había sido idea mía. Lo cierto es que, cuando entré en la Wolfsschanze, recordé el incidente con toda precisión. Y propuse incluirlo en la emisión como elemento fijo. Y también que nos acercásemos siempre a la mesa de los mapas. La cartera, opinaba yo, habría que esconderla de nuevo para cada invitado en cada emisión. —Una vez que nos hemos puesto de acuerdo en cuanto a la retirada de Afganistán —dije, inclinado sobre la mesa—, díganos para terminar una última cosa: cuando los Verdes se hagan con el
poder gubernamental en este país, ¿qué país será el primero que se anexionen? —Esa cartera hace tictac —dijo Künast extrañada. Había sido idea de Sensenbrink. La tuvo poco antes que yo. —No diga bobadas —le advertí—. Una cartera no hace tictac. Una cartera no es un despertador. ¿Qué país, ha dicho? —¿Sale ahora confeti de ahí? ¿O harina? ¿Hollín? ¿Pintura? —Por Dios, mire usted misma. —Cómo le gustaría a usted eso. No he perdido el juicio, oiga. —Entonces nunca lo sabrá —dije—. Nosotros, en cambio, hemos aprendido varias cosas interesantes sobre su simpático partido. ¡Muchas gracias por haber estado con nosotros, señora Renate Künast! En medio del aplauso miré entre bastidores. Allí estaban Sensenbrink y la señora Bellini. Aplaudían y, alternativamente, me tendían el puño cerrado con el pulgar levantado. Era una sensación agradable.
XXXI Capítulo
LO más importante que he aprendido en mi carrera política es a calibrar correctamente los deberes de representación. En el fondo siempre he despreciado esa dependencia de los patrocinadores, pero el político ha de hacer a menudo concesiones en este aspecto, por el futuro del país. Puede ser que estrechar muchas manos en público, gozar de gran prestigio entre lo más granado de la sociedad, constituya un incentivo para esa casta de actores políticos, para gentes que confunden la vida en público con una vida para el público, para la nación, para el modesto hombre de la calle que se quita el pan de la boca. Y quien dedica aunque sólo sean quince minutos a las noticias del televisor, verá infaliblemente al menos media docena de esas reverencias convertidas en seres humanos que se arrastran delante de las personas importantes, cualesquiera que sean. Siempre he comprobado eso con asco y he soportado diversas visitas de cortesía con rabia, y sólo por amor a la causa, por el partido, por el Pueblo Alemán, por la conservación de la raza o por un nuevo automóvil Mercedes. Bueno, y por el piso de cuatrocientos metros cuadrados en la Prinzregentenplatz. Y bueno, también por el Obersalzberg. Pero todo eso eran adquisiciones que, al fin y al cabo, junto con el aliciente del Führer, también aumentaban el del partido y, con ello, del movimiento. Basta pensar en la masa de visitantes del Berghof para que nadie afirme que eso tuviera que ver con descanso. O aquella visita de Mussolini: ¡atroz! Un Führer no puede retirarse de la vida pública, o sólo por poco tiempo, digamos. Si su capital del Reich se ha convertido en puro escombro, entonces puede meterse durante bastante tiempo en un búnker. Por lo demás, el Führer pertenece a su pueblo. Por eso me alegra haber recibido esa invitación de Múnich. Ya a finales de agosto me había escrito una prestigiosa revista de sociedad; la redactora me pedía hacer una visita a su magacín con ocasión de la antigua fiesta popular de la Gran Alemania, rebautizada ahora de nuevo como Oktoberfest. En Flashlight todos me aconsejaron aceptar la invitación a esos festejos; yo estaba dubitativo al principio. En la primera etapa de mi carrera nunca estuve allí; sin embargo, los tiempos habían cambiado y con ello también la importancia de esa fiesta tradicional que duraba escasamente dos semanas. Como me aseguraron varias veces, la Oktoberfest se había convertido entretanto en una verbena popular que se las arreglaba perfectamente sin que el pueblo participase demasiado en ella. Quien quería sentarse en una de esas carpas y tomarse algo tenía que reservar un sitio meses antes, a veces años antes, o bien diferir la visita para una hora del día en la que un alemán decente nunca aparecería por allí. Ahora bien, ninguna persona mentalmente sana planificaría, evidentemente, con meses o años de antelación, algo tan inocente como ir a una fiesta popular. La consecuencia era, así me lo dijeron, que por la mañana y al principio de la tarde iban por allí alemanes sin decoro y extranjeros y turistas atraídos por el aura de la célebre fiesta que intentaban enconadamente convertir el día en noche. Tanto la señora Bellini como Sensenbrink me aconsejaron no aparecer a esas horas del día, porque aparecer a esas horas daba pie a que le tomaran a uno por una personalidad insignificante de la que incluso se podía prescindir. Las noches, en cambio, no pertenecían a la población local sino a los consorcios
multinacionales de cualquier ramo de la industria. Prácticamente todas las empresas medianamente importantes se sentían obligadas a organizar para sus clientes o para la prensa visitas a la fiesta; pero algunos órganos de prensa, insatisfechos con lo que ocurría en la empresa o con los invitados que había en ella, habían decidido organizar ellos mismos su correspondiente visita a la fiesta; una forma de proceder, eso me pareció, muy sensata y, en el fondo, muy propia de Goebbels. Muchos de esos encuentros, así me aseguraron, casi equivalían ya en importancia a un baile de la ópera. Y entre esos encuentros de alta calidad se hallaba el de aquella revista de sociedad. Mi contestación afirmativa tuvo, además, mucho efecto desde el punto de vista de la propaganda, porque, como yo nunca había tomado parte antes en esa fiesta, varios periódicos sensacionalistas escribieron en sus portadas: «Hitler por primera vez en la Fiesta de Octubre.» En vista de mi presencia en la prensa, pensé bastante satisfecho que la organización de un nuevo Völkischer Beobachter pasaba más y más a segundo plano. Llegué a la ciudad hacia mediodía y aproveché el tiempo para ir a algunos de mis lugares predilectos. En la Logia del Mariscal —la Feldherrnhalle—, me detuve un momento pensando en la sangre de fieles camaradas allí derramada, pasé emocionado delante del Hof räukeller, luego me fui, un poco angustiado, a la Königsplatz. Pero cómo me saltó de alegría el corazón cuando vi allí indemnes todos aquellos magníficos edificios: los Propileos. La gliptoteca. La colección de antigüedades. Y —apenas me había atrevido a esperarlo— también seguían allí el Edificio del Führer y el Edificio Administrativo, y hasta seguían estando en uso. Así que incluso esos jueces democráticos que velan sobre las convicciones políticas habían comprobado que la Königsplatz sólo quedaba terminada mediante esas maravillosas construcciones. Vagabundeé alegremente un poco por Schwabing, los pies me llevaron como por sí solos a la Schellingstrasse, y allí a un inesperado reencuentro. Apenas es posible imaginar mi inmensa alegría cuando me saludó el rótulo de la Osteria Italiana, tras la que se escondía nada menos que mi habitual casa de comidas, la Osteria Bavaria. Me habría gustado mucho entrar en ella para tomar cualquier cosa, un agua mineral, pero el tiempo apremiaba y había que regresar al hotel donde por la noche me recogió un coche de punto. La llegada al Teresienwiese fue decepcionante. La policía acordonaba grandes superficies de terreno; sin embargo, no conseguía ni seguridad ni orden. Apenas hube bajado del coche, dos tipos completamente borrachos se acercaron a mí, tambaleándose, y después trataron de meterse en los asientos de atrás. —¡Brrralleeiiiinschraaasse! —murmuró uno de ellos, mientras que el otro parecía estar ya medio dormido. El chófer, un hombre robusto, alejó entonces de su vehículo a los dos borrachos diciendo: «¡Fuera de aquí, esto no es un taxi!», antes de acompañarme al lugar del acto. —Disculpe usted —me dijo—, es el pan de cada día en esta mierda de fiesta. Cruzamos los pocos metros de calle para entrar en el real de la fiesta. Mi impresión: apenas podía uno comprender que se le ocurriera a alguien organizar allí una reunión de relevancia social. En los solares rodeados de vallas que había en el entorno se apoyaban los borrachos, que orinaban constantemente hacia el otro lado de la valla. A muchos de esos tipos los esperaban mujeres que, en un estado igual de inseguro, querrían sin duda hacer lo mismo pero por un resto inconsciente de pudor no se atrevían. Una pareja apoyada en una columna publicitaria trataba de intercambiar caricias. Por lo que se veía, él tendía a meterle la lengua en la boca, pero no la encontraba porque se deslizaba hacia abajo, así que se conformó con la nariz. Ella, respondiendo a su insistencia, abrió la boca y movió la lengua a lo tonto en el aire. Luego los dos, primero despacio, luego cada vez más deprisa, resbalaron hacia el suelo siguiendo la redondez de la columna. Ella se reía dando chillidos mientras caía y trataba
de decir algo, pero por falta de consonantes no podía hacerse entender. Él cayó tendido debajo de ella, se removió y se incorporó un poco, se sentó un momento y entonces, sin decir palabra, hundió una mano en su escote. No era seguro que ella lo notara, pero tres italianos que estaban cerca los miraban con interés y decidieron acortar la distancia para seguir mejor lo que estaba ocurriendo. Aquel degradante espectáculo no llamó la atención a nadie más, menos que a nadie a la policía, que estaba atareada recogiendo a quienes yacían inconscientes, que no eran pocos. Contrariamente a lo que indica su nombre, el Teresienwiese, o Prado de Teresa, tiene muy pocas o ninguna zona verde; sólo junto a los árboles que lo limitan todo alrededor hay algunos retazos de hierba, en eso no ha habido ningún cambio desde mi primera estancia aquí. En prácticamente cada uno de esos retazos de verde había —en la medida en que pude observarlo—, un borracho inconsciente en el suelo, y donde aún no había ninguno los ojos veían sin demasiado esfuerzo que se acercaba alguien para derrumbarse allí al momento o para vomitar o para ambas cosas. —¿Es siempre así? —pregunté al chófer. —El viernes es peor —dijo el chófer con ecuanimidad—. ¡Mierda de fiesta! No puedo explicarlo, pero de pronto caí en la cuenta, la sangre bulléndome en la cabeza, del motivo de ese debacle humano. Sólo podía tratarse de una decisión que tomó el NSDAP en 1933 y cuya finalidad era, evidentemente, aumentar más aún la popularidad del partido entre el pueblo: en su momento se había puesto precio fijo a la cerveza. Pero desde entonces otros partidos parece que también habían querido asegurarse la popularidad de la misma manera. —¡Muy propio de esos imbéciles! —exploté—. ¿Es que no han aumentado el precio de la cerveza? ¡Noventa pfennigs por la jarra de a litro hoy en día es para echarse a reír! —¿Cómo que noventa pfennigs? —preguntó el chófer—. El litro cuesta nueve euros. Con propina, diez. Al pasar vi los asombrosos montones de difuntos de taberna. Esos partidos, pese a su miserable gestión, tenían que haber aportado de algún modo un inesperado bienestar. Sí, bueno, no hacer guerras ahorraba en efecto alguna que otra suma de dinero. Por otra parte: cuando se veía el estado del pueblo, incluso el más obcecado tenía que admitir que los alemanes del año 1942 o 1944, incluso en las noches de los más terribles bombardeos, se encontraban en mejor estado que en esta noche de septiembre de comienzos del tercer milenio. Al menos en lo físico. Seguí, asombrado por lo que veía, al chófer, que a la entrada de la carpa oficial me puso en manos de una joven rubia y luego regresó a su vehículo. La chica tenía cables alrededor de la cabeza y un micrófono delante de la boca, y dijo sonriendo: «Hola, soy Tschill. ¿Usted es…?» —Ephraim Askenase —dije, un poco irritado—. ¿Es que soy tan difícil de reconocer? —Gracias. Askenase… Askenase… —repitió—, no lo tengo en la lista. —¡Por todos los demonios! —mascullé—. ¿Tengo aspecto de llamarme Askenase? ¡Hitler! ¡Adolf Hitler! —Pues dígalo enseguida —se quejó excitadísima, de forma que casi lamenté mi observación anterior—. Si usted supiera la cantidad de gente que pasa por aquí. ¡No puedo reconocerlos a todos! ¡Y si además todos van y dicen un nombre falso! Antes he confundido a la mujer de Boris Becker con su última pareja, y él me ha puesto a parir… Deplorar algo no me es ajeno. Un auténtico Führer sufre con cada uno de sus compañeros de raza como con su propio hijo. Pero la compasión nunca ha ayudado a nadie. —Haga el favor de tener más entereza —dije con severidad—. Está en ese puesto porque su
superior se fía de usted. Pórtese lo mejor que pueda y él no dejará de ayudarla. Me miró un poco desconcertada, pero —como ocurre no pocas veces en la trinchera— se recobró un poco precisamente por mis duras palabras, asintió y me llevó adentro, al acto que tenía lugar en el piso superior de la carpa, donde me condujeron enseguida a la directora de la revista. Se trataba de una señora rubia y madura, de fulgurantes ojos azules y vestida con el dirndl, el traje regional bávaro, una mujer que, gracias a su despierta forma de ser, me podía imaginar en todo momento como jefa de oficina en la central del partido. Una revista no hubiera dejado yo forzosamente a su cargo, aunque alguna revistilla del corazón que contiene además consejos sobre salud y patrones de jerséis, quién sabe, eso tal vez sí sería posible. Además se veía que tenía ganas de hablar, parecía haber criado ya cuatro o cinco hijos y encontrarse ahora bastante sola en casa. —Ah —dijo sonriendo de oreja a oreja—, el señor Hitler. Y los rabillos de los ojos relampagueaban con picardía, como si hubiera hecho un chiste estupendo. —En efecto —dije. —Pero qué bien que haya venido. —Sí, yo también me alegro sobremanera, señora —dije, y antes de que yo pudiera responder nada más, iluminó su rostro con una sonrisa aún más brillante y se volvió hacia un lado, de lo que deduje que ahora hacían seguramente la obligatoria foto. Miré con gesto serio en la misma dirección, a continuación hubo un relámpago y mi audiencia había terminado. Esbocé a toda prisa un pequeño plan cuatrienal, que preveía que la redactora, el año próximo, charlaría aquí conmigo por lo menos cinco minutos, y un año después, veinte: por supuesto sólo en teoría, porque para entonces tenía la intención de rechazar de plano invitaciones como ésa. Entonces tendría que darse por satisfecha con uno como Göring. —Nos veremos seguramente después —dijo la redactora con voz suave—, espero que tenga un poquito de tiempo para nosotros. Tras lo cual una joven, vestida con traje regional, tiró de mí para llevarme a donde había otras mujeres vestidas con traje regional. Ésa es una de las costumbres más terribles con las que me he tropezado nunca; no sólo la directora o aquella otra joven: todas las mujeres que allí había se sentían obligadas a embutirse en un vestido que trataba de aproximarse al de la población campesina, pero que ya a la primera mirada resultaba ser, pura y simplemente, una horrorosa imitación. No es que en la Liga de Muchachas Alemanas no se hubiera trabajado en una dirección parecida, pero, como dice el nombre, se trataba de jovencitas. Esto, en cambio, era un grupo de señoras cuya edad juvenil había quedado, para la gran mayoría, al menos diez años atrás, si no veinte o treinta. Me llevaron hasta una mesa donde se bebía cerveza y en torno a la que ya estaban sentadas varias personas. —¿Qué le traigo? —preguntó una camarera cuyo traje regional poseía al menos la autenticidad del honrado uniforme de trabajo—. ¿Una jarra de litro? —Agua mineral —pedí. Asintió y se fue. —Oh, oh, un profesional —dijo un orondo hombre de color que estaba sentado al final de la mesa junto a una pálida rubia—, pero tú tener que pedir en jarra. Es más bonito para los fotógrafos. Créeme, yo hago esto desde hace cincuenta años—. Mostró una sonrisa increíblemente amplia que dejó al descubierto inconcebibles cantidades de dientes—. ¿Cómo se le ocurre eso? ¿En la Fiesta de Octubre y con un vaso de agua?
—¡Oh, no crea! ¡Líbrame del agua mansa! —dijo frente a mí una con traje regional y que parecía un poco marchita, y que, como más tarde supe, se ganaba la vida en una de esas series chapuceras. Es decir, a no ser que en esos momentos trabajara en otro programa que, si me había enterado bien, consistía en ir con otros personajes de tercera fila como ella a una selva virgen y allí dejar que la observaran cómo se abría paso a través de gusanos y excrementos. —Hace cosas bien divertidas, ya he visto algo de usted —dijo, tragó un sorbo de su jarra y se inclinó hacia delante para permitirme echar una mirada a lo hondo de su escote. —Mucho gusto —dije—, también he visto una o dos cosas suyas. —¿Tengo que saber quién es usted? —preguntó un joven rubio sentado casi enfrente de mí. —Pues claro —dijo el negro de la jarra de litro mientras firmaba a otro joven una foto con un grueso rotulador—, es el Hitler de Wizgür. Los viernes en MyTV. O sea, no, ahora tiene un programa propio. Tienes que verlo, te tiras por los suelos… —Pero distinto de lo de siempre, es político también, hasta cierto punto —dijo la del escote entrado en años—, casi como Harald Schmidt 69. —A mí ése me hace bien poca gracia —dijo el rubio, y se volvió hacia mí—. Sorry, esto no va contra usted, pero eso de la política, mire, aquí nosotros no cambiamos nada de nada. Los partidos y todo lo demás, mire, todo eso no es más que un lío y un enredo. —Es exactamente lo que diría yo —dije mientras la camarera me ponía delante mi vaso de agua. Tomé un sorbo y miré por encima de la mesa hasta la sala principal de la carpa, para ver cómo cantaban allí todos balanceándose agarrados del brazo. Pero nadie lo hacía. Estaban de pie sobre las mesas y los bancos, a excepción de quienes caían al suelo en ese momento. Gritaban pidiendo un Anton. Yo trataba de recordar si Göring, después de asistir a una de esas fiestas, había hablado alguna vez de tan desastroso estado de las masas, pero mi memoria no me aportó el menor indicio en esa dirección. —¿De dónde es usted? —preguntó la señora entrada en años—. Usted es del sur de Alemania, ¿verdad? El escote estaba otra vez abierto delante de mí, como la limosnera que pasan en las iglesias. —De Austria —dije. —¡Como el auténtico! —dijo el escote. Asentí y paseé la mirada por la sala. Se oyeron risas agudas, luego algunas de las señoras, en sus ridículos trajes, intentaron subir a los bancos y convencer a otras para que hicieran lo mismo. Animaban poco esas señoras con su forzado buen humor, del que al mismo tiempo emanaba una terrible desesperación. Quizá engañaban también las apariencias, y sólo se debía a los labios, que a menudo estaban muy hinchados y que, pese a todos los esfuerzos, conferían a la zona de la boca el aire de quien está enfadado, y hasta ligeramente ofendido. Miré de pasada los labios del escote ajado que tenía enfrente. Con todo, parecían normales. —A mí es que no me gusta que me pinchen —dijo el escote. —¿Cómo dice? —Estaba usted fijándose en mi boca, ¿no? Tomó un trago de cerveza. —No dejo que ningún médico me meta mano ahí. Aunque a veces pienso para mis adentros que así lo tendría más fácil. No se vuelve una más joven. —¿Un médico? ¿Está enferma?
—Es usted una delicia —dijo el escote, y se inclinó tanto sobre la mesa que se habría podido coger el contenido con la mano. Me agarró el hombro y lo giró de manera que ambos mirásemos en la misma dirección. Olía claramente a cerveza aunque todavía no era desagradable. Luego, moviendo ligeramente de un lado a otro el índice de la mano derecha, empezó a señalar a las más diversas señoras: —Mang. Gubisch. Mang. Praga. Nosé. Mang. Mühlbauer, ya hace tiempo. Nosé. Nosé. Mühlbauer. Chequia. Mangmang. Algún chapucero, luego Mang, y la reparación la ha pagado RTL 2 o Pro Sieben o la productora, para no sé qué reportaje. Luego se dejó caer de nuevo en su asiento y me miró. —A usted también le han hecho algo, ¿no? —¿Que a mí me han hecho algo? —¡Ese parecido, por favor! Todo el ramo trata de adivinar quién lo ha conseguido. Aunque —y aquí tomó otro gran trago de cerveza—, si me pregunta usted: habría que demandar a ese tío. —Señora, no sé en absoluto de qué está hablando. —¡De operaciones! —dijo irritada—. Y no haga como si no hubiera habido ninguna. ¡Eso es estúpido! —Claro que ha habido operaciones —dije con enfado. A su manera, no dejaba de ser simpática—. León marino, Barbarroja, Ciudadela… —No me suena ninguno. ¿Y quedó contento? Abajo, en la sala, tocaban Aviador, saluda al sol. Aquello me puso nostálgico. Suspiré. —Al principio fue todo muy bien, pero luego hubo complicaciones. No es que los ingleses fuesen mejores. Ni los rusos… Pero a pesar de todo. Me miró fijamente. —No se ven cicatrices —dijo con aire de entendida. —No, si no me quejo —dije—. Las heridas más hondas las deja el destino en nuestros corazones. —En eso tiene usted razón —dijo sonriendo, y me presentó en alto su cerveza. Respondí a su saludo con mi agua mineral. Seguí tratando de indagar en aquella extraña reunión. La joven generación apenas estaba representada; sin embargo, había que comportarse como si uno acabara de cumplir los veinte años. A eso se debía seguramente aquel desfile de escotes, pero también el comportamiento de algunas personas. Era chocante. Una vez que esa impresión se hubo apoderado de mí, ya no me dejó. Todos esos hombres eran incapaces de soportar virilmente la decadencia física y compensarla con trabajo intelectual o por lo menos con cierta madurez. Todas esas mujeres que, después de haber criado a sus hijos para el pue blo, no descansaban satisfechas sino que se comportaban como si ahora, y sólo ahora, tuviesen la irrecuperable ocasión de reclamar por unas horas su juventud perdida. Uno habría querido agarrar por el cuello a cada una de esas personas y gritarles: «¡Haga un esfuerzo! ¡Es usted una vergüenza para usted mismo y para su patria!» En estas cavilaciones estaba cuando alguien se acercó a la mesa y golpeó en ella con los nudillos. —¡Buenas tardes! —dijo con el inconfundible acento bávaro que tanto me recordaba a la bellísima ciudad de Núremberg. Su pelo era largo y oscuro, tendría cuarenta y tantos años o más y, por lo que parecía, llevaba con él a su hija. —¡Lothar! —dijo el escote ajado corriéndose hacia un lado—. Siéntate, campeón. —No —dijo Lothar—, me quedo muy poco tiempo. Pero quería decirte que lo que haces es muy
bueno. He visto el número del viernes pasado, es divertido, claro, pero lo que dices es verdad, ni más ni menos. Lo de Europa y todo lo demás. Y la semana anterior, lo de los fulanitos sociales esos… —Parásitos sociales —corregí. —… Exacto —dijo—, eso y lo de los niños. Los niños son realmente nuestro futuro. Siempre das en el clavo. Sólo quería decirte eso. —Gracias —dije—. Eso me alegra. Nuestro movimiento está necesitado de apoyo. Me alegraría que su hija estuviera también entre nuestros patrocinadores. De pronto parecía estar furioso, luego soltó una carcajada y se volvió a su hija. —Es él otra vez. ¡Y siempre tan a lo bestia! Justo donde más duele. —Luego golpeó de nuevo con los nudillos en la mesa—: ¡Hasta luego, nos vemos! —Pero usted sabe que no es su hija, ¿no? —preguntó el escote cuando Lothar se hubo marchado. —Me lo imaginaba —dije—, claro, no hija biológica, eso no es posible desde el punto de vista puramente racial; supongo que ha adoptado a la chica. Yo siempre lo he recomendado, antes de que una pobre chica se críe sin padres en un orfanato… El escote puso los ojos en blanco. —¿Sabe usted también decir algo completamente normal? —suspiró—. Tengo que ir al baño un momento. ¡No se marche! Es usted terrible, no cabe duda, pero al menos no es aburrido. Tomé un trago de agua. Reflexionaba sobre qué opinión me merecía aquella velada cuando noté detrás de mí un gran alboroto, una señora con una manada de reporteros gráficos. La señora parecía ser una de las atracciones principales de la fiesta, ya que, prácticamente sin interrupción, acudían a ella fotógrafos y cámaras de televisión. Tenía una tez meridional, lo que producía un contraste curiosísimo con su traje regional bávaro, y su escote estaba relleno de modo casi grotesco. Si el conjunto de su persona aún se podía considerar vistoso en un sentido muy vulgar, esa impresión desaparecía al momento tan pronto abría la boca. Hablaba en un tono alto y agudo que superaba a todos los chirridos de sierras radiales que yo conocía. Como eso no se oye en las fotografías, a los reporteros gráficos les daba exactamente igual. Estaba justo chillando algo delante de una cámara cuando un fotógrafo me divisó al fondo y dirigió a la señora hacia mi mesa, por lo visto, para hacer una foto de nosotros dos juntos. Aquello no pareció gustarle a la señora. Conozco esa expresión del rostro. Se podía ver cómo, detrás de los ojos que parecían reír, una calculadora tanteaba si la foto podría aportarle una ventaja o no. Lo que a mí me ayudaba a ver aquello era que en mi cabeza tenía lugar el mismo cálculo, aunque con bastante más rapidez, y además con resultado negativo. Ella, en cambio, parecía no haber llegado todavía a ninguna conclusión, se notaba en que vacilaba. Las consecuencias le parecían dudosas, y por tanto un riesgo del que habría preferido desembarazarse con alguna frase chistosa. Sin embargo, a esas alturas, uno de los fotógrafos que habían acudido había lanzado ya al campo de batalla la consigna «La Bella y la Bestia», tras lo cual ya no había quien detuviera a la jauría de reporteros. Así pues, la calculadora exótica hizo una huida hacia delante y con una risa chillona se lanzó encima de mí. Ese tipo de mujer no es nuevo, ya lo había hace setenta años, aunque no fuesen tan famosas. Eran y son, entonces y hoy, mujeres con un deseo desmedido de notoriedad y con escasa autoestima que quieren nivelar tratando afanosamente de ocultar todos sus supuestos defectos. Por razones incomprensibles, ese tipo de mujer sólo considera apropiado para tal fin un método: tratar de poner en ridículo lo que está ocurriendo. Es el tipo más peligroso de mujer con que se puede tropezar un político. —Pero ¡qué superguay! —chilló tratando de echárseme al cuello—. ¡Quién lo habría pensado!
¿Puedo llamarte Adi? —Puede llamarme señor Hitler —repliqué con frialdad. A veces eso basta para ahuyentar a la gente. Pero ella, en cambio, se me sentó en el regazo y dijo: —¡Bueno, esto es de alucine, señor Hitler! ¿Qué hacemos ahora los dos para estos fotógrafos tan divertidos? ¿Hummmmm? En situaciones como ésa uno no tiene nada que ganar y todo que perder. Y noventa y nueve de cien hombres habrían perdido aquí los nervios y se habrían batido en retirada con pretextos como «alineamiento del frente», «nueva formación de unidades». Lo observé a menudo antaño, en el invierno ruso de 1941, que cayó de golpe sobre mis soldados con temperaturas entre 30° y 50° bajo cero. Entonces tampoco faltó gente que decía: «¡Demos marcha atrás, atrás!» Sólo yo conservé la serenidad y dije: «De ninguna manera, no se retrocede ni un metro. A quien se retire se le fusila.» Napoleón fracasó, pero yo mantuve el frente solo, y en la primavera acosábamos a los sanguinarios y zanquituertos perros siberianos como si fueran liebres, por el Don y hasta Rostov, hasta Stalingrado y luego más allá; pero no quiero entrar ahora en detalles sin necesidad. En cualquier caso, una retirada no entraba en consideración entonces y tampoco en esta desagradable situación en la carpa de la fiesta. La situación no es nunca deses perada cuando se tiene la voluntad fanática de conseguir la victoria. Piénsese sólo en el milagro de la Casa de Brandeburgo en 1762. Muere la zarina Isabel, su hijo Pedro firma la paz, Federico el Grande está salvado. Si Federico hubiera capitulado antes, no se habría producido ningún milagro, no habría habido un reino de Prusia, ni nada de nada, sólo una zarina muerta. Muchos dicen que no hay que contar con milagros. Yo digo: ¡sí! Sólo hay que esperar a que lleguen. Hasta entonces se trata de mantener la posición. Una hora, un año, una década. —Mire, señora —dije para ganar tiempo—, me alegro muchísimo de estar de nuevo aquí, en la hermosa ciudad de Múnich, en mi capital del Movimiento: ¿lo sabía usted? —No, qué interesante —chilló desconcertada, y ya levantaba los brazos para revolverme el pelo. Para esa clase de mujeres, pocas cosas hay más fáciles que desacreditar a las autoridades deteriorando su aspecto físico. Pensé que si la providencia tenía proyectado un milagro, aquél era el momento de llevarlo a cabo. De pronto, alguien del grupo de los fotógrafos me plantó delante de mis narices un grueso rotulador negro. —Un autógrafo en el vestido bávaro —dijo. —¿En el vestido? —¡Pues claro! —¡Sí! ¡Súper! —Esto último vino de entre las filas de sus colegas. Los instintos más bajos del ser humano son los más fieles aliados, sobre todo cuando no se tienen otros. Por supuesto que aquella mujer no tenía ningún interés en un traje firmado. Sin embargo, los fotógrafos insistían en ello, porque preveían una variante de la picante foto habitual con el escote. Y ella podía luchar de modo muy limitado contra esos deseos. Quien a hierro mata, a hierro muere, incluso si el hierro es sólo una máquina fotográfica. Asintió entonces con un chillón «¡súper!». Pensé que sería en cualquier caso una posibilidad de detener al enemigo, y a lo mejor hasta de conseguir nuevas tropas. —¿Me permite, señora? —Pero sólo en la tela —chilló con voz insegura—. Y no muy grande. —Por supuesto —dije, y puse manos a la obra. Cada segundo de tiempo ganado contaba el doble,
así pues, completé mi firma con algunos detalles ornamentales. Yo mismo tenía la sensación de estar haciendo el tonto; tenía que terminar, de lo contrario aquello iba a parecer el álbum de poesías de una niña de colegio, todo lleno de dibujitos. —Ya he terminado —dije como quien lo lamenta, y me incorporé en el asiento. Algún fotógrafo dijo: «¡Uyuyuy!» La señora siguió su mirada. Vi con sorpresa que, horrorizada, abría los ojos de par en par. —Perdone —dije—, quizá los ángulos no hayan salido muy perfectos. En un bloc de dibujo corriente no habría ocurrido, claro. ¿Sabía usted que yo quise ser pintor…? —¿Está loco? —chilló, y saltó fuera de mi regazo. Apenas pude creerlo. El milagro del Prado de Teresa. —Perdone, señora —dije—, no acabo de entender… —¡No puedo andar por la fiesta con una cruz gamada en el pecho! —Pues claro que puede —dije apaciguándola—, ya no estamos en 1924. En este país no habrá quizá un gobierno decente, pero para esos charlatanes del Parlamento la libertad de opinión es un derecho inalienable y… Ya no escuchaba y, clamando al cielo, se frotaba con tal fuerza en el escote que causaba un efecto casi frívolo. Y aunque yo no comprendía bien por qué estaba tan fuera de sí, la situación parecía salvada. Era ella la que no salía nada favorecida en las fotos. En realidad, lo que salió en televisión fue mejor aún; allí se podía ver bien cómo se ponía de pie de un salto y, con la cara desfigurada y desatándose en improperios, no parecía alegre en absoluto. La mayor parte de las emisiones terminaban mostrando cómo se marchaba furiosa en un taxi pocos minutos después soltando unos tacos asombrosos. Hubiera preferido, por supuesto, una intervención, en conjunto, algo más digna. Por otra parte, dadas las circunstancias, el resultado fue más que aceptable, el perjuicio propio me pareció, en cualquier caso, menor que el del adversario. El pueblo sigue amando al vencedor que sabe defenderse, que ahuyenta a una persona así con no más esfuerzo que a una mosca molesta. Iba a pedir más agua mineral cuando pusieron otra botella sobre la mesa. «Con un saludo de aquel señor», dijo la camarera señalando en una dirección. Miré entre el torbellino de gente y vi, unas mesas más allá, a un personaje rubio con el color de la piel de un pollo de la Fiesta de Octubre. Las arrugas de la cara daban a la figura la apariencia de un Luis Trenker 70 muy viejo y, en su conjunto, parecía todo él una especie de extraña sonrisa. Cuando percibió mi mirada, el señor levantó el brazo doblado con un movimiento que terminaba en el puño cerrado con el pulgar hacia arriba; al mismo tiempo intentaba tan desesperada como inútilmente ensanchar su curtida sonrisa. Me froté los ojos y decidí marcharme lo antes posible. Era concebible que en aquel lugar las bebidas estuviesen contaminadas. Porque justo al lado de aquel señor estaba sentada una copia exacta de la mujer que acababa de salir de la carpa con una cruz gamada en el pecho.
XXXII Capítulo
ES asombroso qué caminos encuentra la providencia para llegar a su meta. Se encarga de que uno caiga en la trinchera, y de que el otro en cambio sobreviva. Dirige los pasos de un simple cabo segundo a la reunión de un pequeño partido para que después le aporte millones de miembros. Se encarga de que alguien predestinado a las alturas, cuando está en medio de su trabajo, sea condenado a, digamos, un año de prisión militar para que allí encuentre por fin el tiempo y el sosiego necesarios para escribir un gran libro. Se encarga también de que un Führer indispensable vaya a parar al programa de un humorista turco para, a continuación, superar a éste hasta tal punto que prácticamente le imponen por la fuerza un programa propio. Y por eso estoy seguro de que la providencia ha hecho que la señorita Krömeier no entienda nada de cuchillas de afeitar. Porque una vez más había que tener un respiro. Sin duda yo había creído siempre que mi regreso tenía un sentido; sin embargo, ante la arremetida de los acontecimientos de actualidad, la búsqueda de ese sentido propiamente dicho había pasado de momento a segundo plano. Y no se perfilaba de inmediato una urgencia mayor, ya que el pueblo parecía liberado por lo pronto de mortificaciones y humillaciones de más envergadura. Pero el destino, como antaño en Viena, determinó abrirme por segunda vez los ojos. Hasta entonces había tenido bastante poco contacto con la vida cotidiana; la señorita Krömeier me había liberado de los pequeños trámites. Pero hasta qué punto habían cambiado muchas cosas se puso poco a poco de manifiesto cuando decidí encargarme yo mismo de algunos asuntos. En los últimos tiempos echaba de menos mi antigua maquinilla de afeitar. Hasta entonces me las tuve que arreglar provisionalmente con una de esas maquinillas de plástico, cuya ventaja consistía en combinar varias hojas de deficiente calidad y raspar con ellas la piel de un modo bien molesto. Según supe por el folleto informativo, eso se consideraba un progreso extraordinario, sobre todo comparado con una versión antigua, que contenía una cuchilla menos. Yo, sin embargo, no podía ver la ventaja frente a la cuchilla única y sólida de toda la vida. Había intentado en vano describirle a la señorita Krömeier cómo era y cómo funcionaba una cuchilla así. Por tanto, me puse en marcha yo mismo, obligado por la necesidad. La última vez que había ido yo mismo de compras fue hacia 1924 o 1925. En aquel entonces se iba a una mercería o a una jabonería. Hoy había que ir a la droguería, y la señorita Krömeier me había descrito cómo se iba. Llegado allí comprobé que la apariencia exterior de la droguería había cambiado mucho. Antes había un mostrador y detrás estaban las mercancías. Hoy había un mostrador, pero había pasado a estar cerca de la salida. Detrás no había sino la cara interior del escaparate. Los artículos propiamente dichos estaban, accesibles a todo el mundo, en hileras interminables de estantes. Al principio creí que había docenas de vendedores, y que todos iban vestidos de modo informal. Resultó, sin embargo, que ésos eran los clientes. El cliente lo cogía todo él mismo y se dirigía después al mostrador. Era algo rarísimo. Pocas veces me había sentido tratado con tanta descortesía. Era como si alguien me hubiese dado a entender ya a la entrada que a ver si me buscaba yo solo mis cochinas hojas de afeitar, pues los señores drogueros tenían cosas más importantes que hacer.
Poco a poco fui descubriendo las verdaderas causas: desde el punto de vista económico, aquello tenía varias ventajas. De entrada, el droguero podía hacer accesibles amplias partes de su almacén y así disponía de más superficie de venta. Además, como es natural, cien clientes podían surtirse más rápidamente que si los hubieran atendido diez o incluso veinte vendedores. Y por último, el dueño se ahorraba también esos vendedores. La ventaja era evidente: si se introducía ese sistema en todo el país, ése fue mi cálculo aproximado, se dispondría en la patria al momento de unos cien o doscientos mil efectivos listos para operar en el frente. Aquello era tan asombroso que quise felicitar al punto al genial droguero. Me precipité hacia uno de los mostradores y pregunté por el señor Rossmann. —¿Qué señor Rossmann? —Pues quién va a ser, el dueño de esta droguería. —No está. Una lástima. Por otra parte, no había necesidad de felicitarle porque enseguida me di cuenta de que, por desgracia, aquel señor Rossmann tan listo no vendía mis cuchillas de afeitar. Me indicaron otra tienda, la de un tal señor Müller. Para ser breve: el señor Müller también había puesto en práctica la genial idea del señor Rossmann. Sin embargo, tampoco tenía mis cuchillas de afeitar, y eso mismo valía para el señor Schlecker, en cuya tienda, que producía un efecto de descuido y abandono, regía un principio aún más avanzado: allí ni siquiera estaba ocupada la caja. Lo que era consecuente, ya que tampoco tenían mis hojas de afeitar. En definitiva, esa experiencia se podía resumir afirmando que en Alemania cada vez menos vendedores no vendían hojas de afeitar. No era agradable, pero sí, al menos, eficiente. Desconcertado, seguí vagabundeando por las galerías comerciales. Una vez más resultó acertado haber elegido un sencillo traje sastre; de ese modo volví a percibir con gran inmediatez la verdadera situación del pueblo, sus temores, sus preocupaciones y su necesidad urgente de hojas de afeitar. Y una vez fijada la atención en ello, observé que no sólo los drogueros estaban organizados según ese extraño principio de trabajo sino la sociedad entera. Todas las tiendas de confección, todas las librerías, todas las zapaterías, todos los grandes almacenes, también y sobre todo las tiendas de comestibles, hasta los restaurantes, todo funcionaba prácticamente sin personal. Comprobé que el dinero ya no estaba en los bancos sino en los cajeros automáticos. Lo mismo ocurría con los billetes de ferrocarril, con los sellos de correos: en esto último se había pasado a eliminar absolutamente todas las estafetas de correos. Los paquetes también los metían en una máquina automática, en la que el destinatario iba a buscarlos él mismo. Si se tenía eso en cuenta, la nueva Wehrmacht debería disponer de un ejército millonario. Pero lo cierto era que esa Wehrmacht tenía apenas el doble de efectivos que los del ignominioso tratado de Versalles. Era enigmático. ¿Dónde estaba toda esa gente? Al principio, yo creía firmemente que sin duda estarían construyendo autopistas, secando pantanos y cosas así. Pero no era cierto. Últimamente los pantanos pasaban por ser algo rarísimo y, en lugar de secarlos, más bien se les echaba más agua. Y las autopistas las seguían construyendo polacos, rusos blancos, ucranianos y otros trabajadores extranjeros, con salarios que habrían sido más rentables para el Reich que todas las guerras. Si hubiera sabido entonces qué barato puede ser el polaco, habría podido saltarme igual de bien ese país. Uno no acaba nunca de aprender. Por un breve momento se me ocurrió pensar que entretanto el Pueblo Alemán podría haber quedado tan reducido que todas esas personas ahorradas habían dejado de existir por vía completamente natural. Pero la estadística decía que seguía habiendo 81 millones de alemanes.
Probablemente causa extrañeza que no pensara antes en que quizá había desempleados. Eso se debe a que tenía en la memoria una imagen distinta del desempleado. El desempleado que yo conocía se colgaba al cuello un letrero que decía «Busco toda clase de trabajo», y salía con él a la calle. Cuando había paseado con ese letrero largo tiempo sin éxito, se quitaba el letrero, cogía una bandera roja que le ponía en la mano un haragán bolchevique y salía a la calle con esa bandera. Un ejército millonario de hombres furiosos sin empleo era la condición previa ideal de todo partido radical, y, por suerte, el más radical de todos era el mío. Pero en las calles de esta última actualidad no veía a gente sin trabajo. No protestaba nadie. Y tampoco resultó ser cierto lo que yo suponía con mucha lógica, que se había concentrado a esa gente en un servicio del trabajo o en cualquier forma de campo de trabajo. En lugar de eso supe que habían elegido la curiosa solución de un tal señor Hartz 71. Ese señor había descubierto que uno puede ganarse las simpatías de la clase trabajadora no sólo mediante salarios más altos o con medidas similares sino también proporcionando a sus representantes dinero y amantes brasileñas. Esa convicción había sido aplicada después, mediante varias leyes, a los desempleados, aunque naturalmente a un nivel considerablemente más bajo. En lugar de varios millones había una suma más pequeña, en lugar de auténticas brasileñas había mujeres de vida alegre rumanas o húngaras, a través de fotos de internet, lo que presuponía que cada parado tuviera uno o varios ordenadores. Los señores Rossmann y Müller podían así seguir llenándose los bolsillos en su actividad comercial carente de vendedores y de hojas de afeitar, sin tener miedo de que un parado les rompiera a pedradas la luna de los escaparates. Todo ello se pagaba con los impuestos del hombre de la calle que trabajaba en la fábrica de proyectiles shrapnels. Y para el nacionalsocialista con experiencia, todo, evidentemente, inducía a sospechar que se trataba de una conspiración del capital, de las finanzas internacionales judías: con el dinero de los pobres se apaciguaba a los aún más pobres para el bien de los ricos, hasta tal punto que estos últimos podían llevar a cabo con toda tranquilidad sus negocios sucios especulando con la crisis. Incluso los políticos de izquierdas no se cansaban de apuntar en esa dirección, si bien, naturalmente, suprimiendo el componente judío. Esa explicación, sin embargo, no calaba lo suficientemente hondo. Ahí, sin duda alguna, había que recurrir no sólo a las finanzas judías sino a la internacional judía: sólo entonces quedaba a la vista la verdadera perversidad de todo el complot. Y ésa era —de repente lo vi con claridad— la tarea que me proponía la providencia. Al final, sólo yo, en ese pseudomundo tan ofuscado en su liberalismo burgués, podía conocer y poner a la vista la verdad. Porque de un modo superficial se habría podido atestar al señor Hartz y a sus auxiliares socialdemócratas la realización de sus presuntos fines. Un ordenador y una mujer bielorrusa en la pantalla, un habitáculo caliente y seco y comida suficiente: ¿no era todo eso una redistribución en el sentido socialista? No, la realidad la distinguía sólo quien conocía al judío, quien sabía que allí no había derechas ni izquierdas, que ambas tendencias trabajaban perpetuamente y de perfecto acuerdo, de modo encubierto, sí, pero irrevocable. Y sólo el espíritu clarividente que ve a través de todos los velos podía reconocer que nada había cambiado en cuanto a la finalidad de eliminar a la raza aria. Y llegaría el combate final por los escasos recursos de la tierra: bastante más tarde de lo que yo había profetizado, pero llegaría. Y la meta se veía con tanta claridad que sólo un loco habría podido negarla. Las hordas judías se proponían, igual que antaño, inundar el Reich con sus repugnantes masas. Pero habían aprendido la lección de la última guerra. Como sabían que eran inferiores al soldado alemán, habían decidido socavar, disminuir, destruir la capacidad de defensa del pueblo. De forma que, el día
decisivo, a los millones de asiáticos se enfrentaran sólo afeminados receptores de la paga de Hartz que, impotentes, agitarían sus ratones y sus aparatos de videojuegos. Me estremecí de horror. Y vi claramente en qué consistía mi misión. Se trataba de avanzar con determinación por ese camino. Lo primero que decidí fue buscar una nueva base. Mi hogar ya no sería el hotel: necesitaba un domicilio adecuado.
XXXIII Capítulo
PENSABA en algo semejante a lo que tuve entonces en Múnich, en la Prinzregentenplatz. Un piso lo suficientemente grande para mí, para los invitados, para el servicio, que ocupara a ser posible toda una planta, pero no en una casa unifamiliar. Un chalet con jardín, a lo mejor incluso con espesos arbustos: una casa así es para el adversario político demasiado fácil de vigilar o incluso de tomar por asalto. No, un gran inmueble, no lejos de la ciudad, en una zona frecuentada y céntrica, eso sigue teniendo sus ventajas. Y aunque hubiera justo al lado un teatro, no me molestaría. —Parece que ya no le gusta estar con nosotros —había comentado en tono de broma, pero dejando claro al mismo tiempo que lo lamentaba de verdad, la empleada de mi hotel, que ahora saludaba ya con una corrección completamente libre de suspicacias. —He pensado en llevarla conmigo —respondí—. Antes era mi hermana quien me llevaba la casa, pero por desgracia ya no vive. Si pudiera pagarle el mismo sueldo que el hotel le ofrecería con mucho gusto ese trabajo. —Gracias —dijo—, me gusta el movimiento que hay aquí. Pero es una lástima de todas formas. Antes había alguien que se encargaba de buscarme piso, ahora yo mismo tenía que encargarme de ello. Por un lado era interesante, ya que así volvía a ponerme en contacto con la vida actual, y de un modo más inmediato. Por otra parte, tenía que habérmelas con la gentuza repugnante de las agencias inmobiliarias. Se vio enseguida que sin agente inmobiliario no se conseguía una vivienda medianamente representativa de entre cuatrocientos y cuatrocientos cincuenta metros cuadrados. Se vio también, aunque no tan deprisa, que la cosa seguía siendo difícil con aquellas sabandijas de las agencias inmobiliarias. Era casi estremecedor comprobar qué poco sabían de sus propias viviendas los empleados de las agencias de alquiler. Incluso después de sesenta años de ausencia del mercado del inmueble, yo estaba en todo momento en situación de descubrir la caja de fusibles en una tercera parte del tiempo que necesitaba el «experto» correspondiente. Después de la tercera agencia decidí insistir en hablar con empleados con experiencia, ya que, si no, sólo trataba con chavales de dieciséis años vestidos con trajes demasiado grandes. Esos pobres muchachos parecían haber sido llevados directamente del pupitre escolar a las fuerzas de asalto de las agencias de alquiler. En el cuarto asalto me hicieron por fin una oferta adecuada en el norte de Schöneberg. Un prolongado paseo desde allí me llevaría al barrio gubernamental; eso también hablaba en pro de la oferta: pues no se podía saber con qué rapidez necesitaría la proximidad de ese barrio. —Su cara me suena —dijo el agente inmobiliario, un hombre ya mayor, mientras me enseñaba la habitación para el servicio, cercana a la cocina. —Hitler. Adolf Hitler —dije lacónicamente, mientras inspeccionaba con aire de entendido unos armarios vacíos. —En efecto —dijo él—, ahora que lo dice. Sin uniforme…, discúlpeme. Además siempre pensé que se quitaba el bigote. —¿Y eso por qué?
—Bueno, pues porque sí. Yo en casa lo primero que hago es quitarme los zapatos. —¿Y yo me quito el bigote? —Sí, eso creía… —Ah, vaya. ¿Hay aquí un cuarto para hacer deporte? —¿Un gimnasio? Los últimos inquilinos no tenían, pero antes estuvo un miembro del jurado de un programa de casting, y ése utilizaba aquella habitación. —¿Hay algo que deba saber? —¿Por ejemplo? —¿Vecinos bolcheviques? —Los habría quizá en los años treinta. Pero después vino…, después usted…, no sé cómo explicarlo. —Ya sé lo que quiere decir —dije—, ¿y qué más? —Bueno, fuera de eso… Pensé con melancolía en mi sobrina Geli 72. —No querría tener un piso de suicidas —declaré con firmeza. —Desde que administramos este objeto, aquí no se ha matado nadie. Y antes, tampoco —indicó el agente con presteza—. Al menos, eso creo. —El piso está bien —dije con sequedad—, el precio es inaceptable. Si usted baja trescientos euros cerramos el negocio. —Y me di la vuelta para marcharme. Eran cerca de las siete y media. La señora Bellini, después de mi exitoso estreno, me había sorprendido con entradas para la ópera. Representaban Los maestros cantores de Núremberg , y ella pensó al momento en mí. Incluso había prometido ver la ópera conmigo, por complacerme, subrayó, ya que ella por lo general rechazaba a Wagner. El agente prometió volver a conversar sobre el alquiler. —La verdad es que no hay prevista reducción alguna —dijo con escepticismo. —Tales disposiciones son siempre reversibles cuando entre la clientela se cuenta con un Hitler — dije con optimismo, antes de ponerme en marcha.
El tiempo era inusitadamente suave para finales de noviembre. Había oscurecido hacía ya rato, a mi alrededor vibraba el fragor de la gran urbe. Por un breve momento se apoderó otra vez de mí la antigua inquietud, el miedo a las hordas asiáticas, el urgente deseo de aumentar el presupuesto militar. Luego ese desasosiego cedió ante la agradable sensación de que durante los sesenta años anteriores no se había producido la catástrofe, de que la providencia había elegido con toda seguridad el momento adecuado para llamarme a la acción y que sin duda no me daría tan poco tiempo que ni siquiera pudiera ir a la ópera de Wagner. Me desabroché el abrigo y marché relajado por las calles. A muchas tiendas llegaban grandes cantidades de ramas de abeto y de píceas. Cuando el barullo me resultó un poco excesivo, me metí por las calles secundarias más pequeñas. Reflexionaba sobre cómo mejorar algunos detalles de mi programa, cuando pasé, en mi callejeo, delante de un centro deportivo iluminado. Grandes sectores del pueblo se hallaban en un excelente estado físico, pero con demasiada frecuencia eran mujeres. Un cuerpo bien entrenado facilita, en efecto, algún parto que otro, aumenta la resistencia y la salud de la
madre, pero, claro, en último término no se trata de criar milicianas por centenas de millares. El número de hombres jóvenes en los centros deportivos tenía que seguir aumentando, no cabía duda. Así iba yo cavilando por la calle cuando me salieron al encuentro dos hombres. —¡Perro judío! —dijo uno de ellos. —¿Crees que podemos seguir viendo cómo ofendes a Alemania? —preguntó el otro. Me quité lentamente el sombrero y, a la luz de las farolas, dejé a la vista mi rostro. —¡De vuelta a la fila, hijos de puta —dije sin inmutarme—, o termináis como Röhm! Durante un momento nadie dijo nada. Luego el segundo dijo entre dientes: —¡Menudo canalla tiene que ser! ¡Primero te operas la cara para ser como aquel hombre íntegro, y con esa cara atacas a Alemania por la espalda! —Un canalla repugnante y enfermo que no merece vivir —dijo el primero. Le relampagueó algo en la mano. Con asombrosa rapidez lanzó su puño contra mi cabeza. Traté de mantenerme impávido y orgulloso y no esquivé el golpe. Fue como el impacto de una bala. No hubo dolor, sólo la rapidez, sólo el enorme choque; después, con un silencioso fragor, cayó sobre mí la pared de la casa. Busqué sostén, algo chocó duramente contra mi nuca. La casa, a mi lado, se movió hacia arriba, metí la mano en el abrigo, buscando, cogí las entradas para Los maestros cantores y las saqué mientras los impactos aumentaban a mi alrededor. Los ingleses tenían seguramente nuevo material de artillería, un mortal fuego graneado, qué oscuro se volvía todo, con qué precisión sabían apuntar, nuestra trinchera, como el fin del mundo, ni siquiera sabía ya dónde estaba mi casco, y mi fiel perro, mi Foxl, mi Foxl, mi Foxl…
XXXIV Capítulo
LO primero que vi fue una deslumbrante luz de neón. Lo que pensé fue lo siguiente: espero que, en este intervalo de tiempo, alguien se haya ocupado del ejército de Wenck 73. Luego paseé la mirada por la habitación, y algunos aparatos pusieron rápidamente de manifiesto que en aquellos momentos el ejército de Wenck no era un asunto de especial urgencia. A mi lado había una suerte de perchero en el que habían enganchado varias bolsas de plástico. Su contenido me goteaba despacio en el brazo que no estaba metido en una rígida envoltura de yeso. No era muy fácil tomar nota de todo aquello, ya que no podía abrir el ojo que estaba en el lado desprovisto de yeso. Ese hecho me desconcertó. En apariencia, todo aquello debería causar mucho dolor, pero yo no tenía dolores, sólo un constante zumbido en la cabeza. Moví ésta para sacar algo más en limpio, luego la levanté con cuidado, lo que trajo consigo un súbito y punzante dolor en la caja torácica. Oí cómo, al otro lado de mi rostro, se abría una puerta. Decidí no mirar. Sobre el lomo de mi nariz emergió cautelosamente la cabeza de una enfermera. —¿Está despierto? —… —dije. Eso quería ser la pregunta por la fecha en que estábamos, pero de mi boca sólo salió una mezcla de tos y carraspera. —Muy bien —dijo—, no se duerma otra vez, por favor, buscaré un médico. —… —carraspeé como respuesta. Sin embargo, ya se veía que el daño, probablemente, no duraría mucho, que sólo había cierta paralización de la musculatura laríngea, sin duda por no haber sido utilizada durante bastante tiempo. Revolví un poco más el ojo que funcionaba. En mi campo visual había una mesita, y encima un teléfono y un ramo de flores. Vi un aparato que probablemente vigilaba mi pulso. Traté de mover las piernas, pero lo dejé estar enseguida, me di cuenta al momento de que aquello acarreaba dolores. En su lugar pasé a hacer pequeños ejercicios de fonación; al fin y al cabo era de suponer que yo plantearía alguna que otra pregunta al médico que me trataba. Lo cierto es que no ocurrió nada durante bastante tiempo. Había olvidado cómo solían funcionar los hospitales cuando no se era el Führer y canciller del Reich. El paciente debe descansar, pero en el fondo no hace otra cosa que esperar. Espera que lleguen enfermeras, médicos, tratamientos; aparentemente, todo ocurre «pronto» o «enseguida», pero «enseguida» equivale a «dentro de media hora o tres cuartos», y «pronto» significa «dentro de una hora o más». Sentí una urgente necesidad, y al punto noté que también en ese aspecto se habían tomado ciertas medidas preventivas. Después me habría gustado ver un poco la televisión, pero su manejo me resultaba tan enigmático como físicamente imposible. Así que contemplé inmóvil la pared de enfrente y traté de reconstruir los hechos recientes. Recordé un momento del transporte en una ambulancia, recordé cómo gritaba la señorita Krömeier, y lo irritante era que me pasaba una y otra vez por la cabeza aquella película en la que yo celebraba la capitulación de Francia poniéndome de pronto a bailar o a saltar de alegría. Pero no llevaba uniforme, sino un tutú de color turquesa. Luego Göring,
que llevaba de la brida dos renos ensillados, se acercaba a mí y decía: «Mi Führer, cuando vaya a Polonia haga el favor de traerme un poco de requesón, y esta noche nos prepararé un pastel exquisito.» Yo me contemplaba de arriba abajo, le miraba después a él desconcertado y decía: «¡Göring, estúpido! ¿No ve que no tengo ninguna bolsa?» Entonces Göring rompía a llorar y alguien me sacudía los hombros. —¡Señor Hitler! ¡Señor Hitler! Sobresaltado, me incorporé, al menos en la medida en que podía hacerlo. —El médico de planta ya está aquí. Un joven de bata blanca me tendió la mano, que estreché apenas. —Vaya, parece que esto va mejor —dijo—. Soy el doctor Radulescu. —Para el apellido que tiene, es admirable su falta de acento —tartajeé. —Para el estado en que está, es admirable su locuacidad —dijo el doctor de importación—. ¿Sabe cómo he conseguido esta falta de acento? Hice un gesto negativo y cansino con la cabeza. —Trece años de enseñanza escolar, nueve semestres de carrera de medicina, dos años de prácticas en el extranjero, y luego me casé con mi mujer y adopté su apellido. Asentí. Luego tosí; al punto, debido a los dolores, intenté no toser pero dar al mismo tiempo una impresión de firmeza y de don de mando, con el resultado de que no expulsé por la nariz ciertas partículas bastante antiestéticas. De un modo general, no me encontraba a gusto en absoluto. —Antes que nada: está usted mucho mejor de salud de lo que aparenta. No tiene nada irreparable o que no se arregle con un poco de tiempo… —Mi…, ¿voz…? —gemí—, soy orador. —A la voz no le pasa absolutamente nada, sólo le falta ejercicio, por eso tiene la garganta seca. En cualquier caso, tiene que beber y beber. Y por lo que veo —dijo tras una mirada al borde de mi cama —, ahora no tiene ni que preocuparse por la evacuación. A ver, ¿qué más tenemos? Tiene usted una fractura de pómulo muy desagradable, una grave conmoción cerebral. Tiene fuertes contusiones en la mandíbula; que no haya habido fractura ahí es lo más asombroso de todo. Los colegas de urgencias adivinaron enseguida que se trataba de un puño de acero; si eso es cierto, puede dar varias veces las gracias a su Dios. El ojo hinchado es feo de ver, pero volverá a funcionar. Debajo tenemos una clavícula rota, un brazo roto —fractura limpia, eso es ideal—, cinco costillas rotas, y hemos tenido que abrirle para arreglar la rasgadura del hígado. Puedo certificarle una cosa a este respecto: tiene usted uno de los hígados más hermosos que he visto nunca. No bebe, ¿verdad? Asentí débilmente: —Y soy vegetariano. —Son unos valores estupendos, de verdad. Con ellos puede llegar a los ciento veinte años. —No bastará —dije con aire ausente. —Bueno, bueno —rió—. Aún tiene mucho por delante. No veo problemas ahí. Sólo tiene que esperar un poco. —Tendría que poner una denuncia —dijo la enfermera. —¡Qué más quisieran ellos! Lo que habría dado Röhm por que yo le denunciara… —No soy su abogado —dijo el médico de apellido rumano—, pero con semejantes lesiones… —Devolveré el golpe a mi manera —dije tosiendo, y al decirlo pensé que nunca había soltado una amenaza más huera—. Vale más que me diga cuánto tiempo quiere retenerme aquí.
—Una o dos semanas, si no hay complicaciones, a lo mejor un poco más. En casa podrá esperar a que las heridas cicatricen y todo vuelva a su ser. Y ahora duerma un poco. Y reflexione sobre la denuncia, la enfermera tiene toda la razón. Hay que poner la otra mejilla, vale, pero no por eso está permitido, ni mucho menos, que se la machaquen a uno de esta manera. —Y piense también en la lista de platos. —La enfermera me ponía delante un plan de comidas—. Tenemos que saber lo que quiere comer mientras esté con nosotros. Devolví la lista. —Nada especial. El rancho de todo el mundo. Vegetariano. Como los antiguos griegos. Me miró, luego suspiró, hizo como una docena de crucecitas y volvió a presentarme la carta: —La firma sí que tiene que ser de usted. Firmé sin fuerza con la mano que podía mover. Luego me desvanecí otra vez. Estaba en una parada de autobús en Ucrania, tenía en las manos una fuente enorme llena de requesón. Göring no estaba, y recuerdo muy bien cuánto me fastidió eso.
XXXV Capítulo
LO cierto es que por breves momentos estuve pensando en poner la denuncia, pero acabé rechazando la idea tan decidida como irrevocablemente. Era contraria a todos mis principios. El Führer no encaja en el papel de víctima. No depende de la protección o el apoyo de tan lastimosos personajes como son los fiscales y los policías, no se esconde detrás de ellos, él agarra el derecho con sus propias manos. O también lo pone en las manos ardientes de las SS, que lo reparten entre sus numerosos puños. Si yo hubiera tenido unas SS me habría encargado de que ya la noche siguiente esa obscura «Central del Partido» estuviera envuelta en llamas y de que en el plazo de una semana cada uno de sus cobardes miembros pudiera cavilar, bañado en su propia sangre, sobre los verdaderos principios del pensamiento racial. Pero ¿a quién podría pedirle yo tales cosas en estos tiempos pacíficos que han perdido el hábito de la violencia? Sawatzki sabía replicar, pero no con las manos; era un trabajador de la mente, pero no del puño. No me quedaba, pues, sino aplazar el problema por un tiempo indeterminado y, organizando algunos traslados dentro del ámbito de la clínica, impedir la llegada de reporteros gráficos que hicieran fotografías desventajosas. Pero el incidente en sí mismo era imposible silenciarlo, y ya a los pocos días se podía leer en los periódicos que había sido «víctima de la violencia de extremistas de derechas»; era, claro, la habitual e incompetente estupidez de la prensa: ennoblecer inmerecidamente como a «radicales de derechas» a esas figuras de cera y débiles mentales. Sin embargo, no hay nada que no sea bueno al menos para algo. Pocos días, casi pocas horas después, tuve varias asombrosas conversaciones telefónicas con gente a la que la señorita Krömeier, por sugerencia y con la bendición del señor Sawatzki, había dado el número de mi teléfono móvil. La primera conversación que no consistió en deseos de mejoría por parte de empleados de la productora la tuve con la señora Künast, que me deseó «de todo corazón un pronto restablecimiento», se informó sobre mi estado de salud actual y preguntó si estaba en algún partido. —Sí —dije—, en el mío propio. Künast se echó a reír y dijo que el NSDAP estaba, al menos de modo transitorio, en una especie de letargo o de estado de reposo, y que, hasta que despertara, yo debía pensar, puesto que, en mi condición de artista, luchaba incluso poniendo en peligro mi vida contra la violencia derechista, si el partido de los Verdes no podía ser un hogar para mí, «al menos por cierto tiempo», como ofreció riendo otra vez. Tomé nota, lleno de asombro, de esa llamada, y la habría olvidado pronto, considerándola otro extraño engendro de los sueños parlamentario-democráticos, si no se hubiera producido al día siguiente una llamada que se parecía no poco a aquella primera. Tenía al aparato a un señor que, como recordaba vagamente, o estaba haciendo o acababa de hacer un aprendizaje como ministro de Sanidad. El nombre no me vino a la memoria ni siquiera después de cavilar un rato; de todos modos, en lo tocante a ese partido, ya he renunciado definitivamente a tener una visión de conjunto. En las emisiones correspondientes, se rumorea a menudo que el único señor de edad de esa agrupación es un bebedor impenitente. Creo que se es injusto con ese hombre, y más bien opino que es prácticamente imposible jugar a ese constante intercambio de cargos de esa extraña gente sin dar la impresión de
estar completamente borracho. El aprendiz de Sanidad me dijo que lamentaba mucho el ataque; que justamente un hombre como yo, que rompía una lanza por la más amplia libertad de opinión y de discusión, necesitaba en estos difíciles tiempos estar protegido por todos los medios. Apenas tuve ocasión de subrayar que, como se sabe, el fuerte es más poderoso cuando está solo, porque ya estaba insistiendo el aprendiz en que haría todo lo posible para que yo retornara rápidamente a la pantalla televisiva, y por un momento temí que pusiera mi tratamiento en sus manos blandas e incompetentes. En lugar de eso me preguntó como de pasada a qué partido pertenecía y le respondí la verdad. El aprendiz soltó una infantil carcajada. Luego me dijo que yo era un hombre ocurrente, y que como hoy por hoy el NSDAP reposaba en el cementerio de la historia, podía imaginarse muy bien que tal vez el Partido Democrático Liberal, el FDP, podía convertirse en mi nueva patria política. Le dije que él y sus colegas deberían dejar de ofender de una vez a mi partido y que yo no me interesaba, desde ningún punto de vista, por su colección de sabandijas políticas liberales. El aprendiz volvió a reír, dijo que yo le gustaba así y que pronto volvería a ser el de antes, y después prometió sin que se lo pidiera que me haría llegar una solicitud de ingreso en el partido. El teléfono, pensé en ese momento, no es el medio adecuado para que se entiendan las personas que no tienen oídos. Y apenas había colgado cuando sonó de nuevo. Estaba claro que el aprendiz de Sanidad y la verde Künast no eran en absoluto los únicos que habían decidido interpretar el tributo de sangre, pagado resueltamente por mí, de la manera que más les apetecía. Me llamaron en seguida varios partidos para felicitarme por mi firme defensa de la no violencia, que, como ellos habían observado, había consistido en mi demostrativa renuncia a la autodefensa; entre todos ellos estaba la única agrupación a la que, por su nombre, podía profesar simpatía: con aquel señor del Partido de Protección Animal tuve una conversación muy agradable, durante la cual fue muy de agradecer que me llamara la atención sobre diversas e increíbles crueldades contra los perros callejeros rumanos. Decidí prestar especial atención en adelante a los hechos indignantes que ocurrían en aquel país. Por otra parte, los recientes sucesos también se podían interpretar de un modo muy distinto a juicio de esos políticos «profesionales». El «Movimiento Solidaridad en defensa de los derechos civiles» me declaró compañero de penas y fatigas de Larouche, el fundador del partido, que había sufrido no sé qué persecuciones; un extraño partido de extranjeros llamado BIG 74 me aseguró que en un país en el que no estaba permitido apalear a los extranjeros, tampoco estaba permitido, evidentemente, apalear a los alemanes, a lo que yo repliqué al momento con firmeza que no quería vivir en un país en el que ya no estuviera permitido apalear a los extranjeros. Tras lo cual, una vez más, al otro extremo de la línea hubo incomprensiblemente una risa efusiva. Para otros, yo no era un símbolo a favor sino en contra de la libertad de opinión, en cualquier caso en contra de las opiniones equivocadas; se me interpretó en varias ocasiones como alguien que está no sólo en contra sino también a favor de la violencia (cristianodemócratas bávaros, dos clubs de tiradores, un fabricante de armas de fuego); y una vez como víctima de la violencia contra los mayores (Partido de la Familia). Destacó, por su especial diletantismo, un llamamiento del Partido Pirata, que en mi negativa a poner una denuncia creía haber descubierto una protesta contra el Estado policial y un especial distanciamiento frente al estado y, por lo tanto, el «total pensamiento pirata». Quien más se aproximó a la verdad fue una agrupación llamada «Las violetas», que quería ver en mí a un testigo de un mundo más allá de lo sólo materialista, una persona que, «con inmensa tolerancia, había sometido a las más duras pruebas su regreso bajo la bandera del perfecto amor a la paz». Estuve riéndome tantísimo tiempo que tuve que pedir más analgésicos debido al dolor de costillas.
La señorita Krömeier me trajo más correo de la oficina. También ella había recibido varias llamadas, se trataba en sustancia de otras personas de los mismos partidos y grupos; nueva fue la participación de diversas agrupaciones comunistas; el motivo lo he olvidado entretanto, seguramente no sería muy diferente, en último término, del que tuvo Stalin para su pacto con nosotros en 1939. Lo común a todas esas personas que llamaban o escribían era que pensaban convencerme para que ingresara en sus agrupaciones. Hubo sólo dos partidos que no tomaron contacto conmigo. Los ingenuos habrían sospechado que era señal de falta de interés, pero yo sabía bien la razón. Por lo que, cuando pasada la mitad de otro día se encendió en el teléfono un número de Berlín, desconocido para mí, pregunté al azar: —¿Oiga? ¿Hablo con el Partido Socialdemócrata, el SPD? —Hummm, sí… ¿Hablo con el señor Hitler? —dijo una voz al otro extremo. —Claro que sí —exclamé—, estaba esperando su llamada. —¿La mía? —No de usted concretamente. Pero de alguien del SPD. ¿Quién está al habla? —Gabriel. Sigmar Gabriel 75. Es estupendo que ya pueda hablar tan bien por teléfono, he oído y leído las cosas más horribles. Ahora suena de nuevo estupendamente. —Se debe sólo a su llamada. —¡Oh! ¿Por lo mucho que le alegra? —No, porque ha llegado con mucho retraso. En el tiempo que transcurre hasta que a la socialdemocracia alemana se le ocurre una idea, se podrían curar dos tuberculosis graves. —Ajá —murmuró Gabriel, y era sorprendente lo natural que sonaba—. A veces usted no deja de tener razón. Mire, y precisamente por eso llamo… —Lo sé. Porque mi partido se halla actualmente en estado letárgico. —¿Qué partido? —Me defrauda, Gabriel. ¿Cómo se llama mi partido? —Hummm… —¡Venga! —Tiene que disculparme, creo que estoy un poco inseguro… —¿N.S.D.A…? —¿P? —N.S.D.A. P. Exacto. De momento está descansando. Y usted quiere saber si casualmente ando buscando una nueva familia política. ¡En su partido! —Algo así, en efecto, había yo… —Pues no dude en enviar sus papeles a mi oficina —dije en tono de charla. —Dígame, ¿acaba de tomar analgésicos? ¿O demasiados somníferos? —No —dije, y estaba a punto de añadir que acababa de llamar uno por teléfono. Luego me di cuenta de que seguramente Gabriel tenía razón. No se sabe nunca lo que los médicos administran a través de esas bolsas tubulares. Y me di cuenta de que, en su forma actual, ese SPD ya no era realmente un partido que uno habría tenido que meter en un campo de concentración. En su resbaladizo estado hasta podía ser útil en ciertos aspectos. Así que me remití a determinadas tomas de medicamentos y me despedí al final en tono bastante cordial. Me recliné en mi almohadón y reflexioné sobre quién sería el próximo que llamara. En el fondo sólo faltaba la llamada del círculo electoral de la canciller. ¿Quién entraba en consideración para esto?
Como es natural, la opulenta matrona quedaba descartada. Pero esa ministra de Trabajo, la que tiene tantos hijos, ésa me habría hecho ilusión. Me habría gustado saber por qué había puesto término a la reproducción cuando sólo le faltaba un retoño para la Cruz de la Maternidad en Oro. También habría sido interesante el tal Guttenberg, un hombre que —aunque salido de la ciénaga, honda de siglos, de la incestuosa nobleza— era capaz de pensar en grandes visiones de conjunto sin perder continuamente el tiempo con mezquinas objeciones de tipo académico. Pero su apogeo en la política me parecía que ya había pasado. ¿Quién quedaba? ¿El gafitas ecológico? ¿El jefe del grupo parlamentario, ese cero a la izquierda? ¿El suabo de las finanzas en su silla de ruedas, esforzado y burgués a carta cabal? Las valquirias galopaban de nuevo. No conocía el número, pero el prefijo era de Berlín. Me decidí por el cabeza de chorlito. —Buenos días, señor Pofalla 76 —dije. —¿Cómo dice? Era sin duda alguna una voz de mujer. Calculé que era ya mayor, podría tener cincuenta y tantos años. —Perdone, ¿quién está al habla? —Mi nombre es Beate Golz. —Y dio el nombre de una editorial muy conocida de raigambre alemana—. ¿Con quién hablo? —Hitler —dije carraspeando un poco—; perdone, estaba esperando otra llamada. —¿Llamo en mal momento? Su oficina me dijo que podría llamar por las tardes sin ningún problema… —No, no —respondí—, la han informado bien. Pero, por favor, no quiero más preguntas sobre mi estado de salud. —¿Es que sigue tan mal? —No, pero de todos modos; se tiene uno ya por un disco viejo de goma laca. —Señor Hitler…, le llamo porque quiero preguntarle si no querría escribir un libro. —Ya lo he hecho —dije—, incluso dos. —Lo sé. Más de diez millones de ejemplares. Estamos muy impresionados. Pero una persona con ese potencial no debe tomarse un descanso de ochenta años. —Pues, mire usted, eso no ha dependido totalmente de mí… —Tiene razón. Como es natural, entiendo muy bien que no se tiene fácilmente ocasión de escribir cuando los rusos pasan ruidosamente con sus blindados por encima del búnker… —En efecto —dije. Ni yo habría podido expresarlo de otro modo. Estaba agradablemente sorprendido por el tacto y la comprensión de la señora Golz. —Pero ahora el ruso hace tiempo que se marchó. Y aunque todos nos lo pasemos tan bien con el balance semanal que hace usted en televisión, creo que ya es hora de que el Führer presente otra vez un amplio testimonio de su visión del mundo. Pero, antes de que yo haga completamente el idiota: ¿tiene usted algún contrato en otra editorial? —Bueno, normalmente publico en la editorial Franz Eher —dije, pero enseguida caí en la cuenta de que también se hallaba de momento en estado de reposo. —Supongo que ya lleva usted bastante tiempo sin noticias de esa editorial suya, ¿no? —Así es, en efecto —reflexioné—, me pregunto quién estará cobrando actualmente mis derechos de autor. —El Estado de Baviera, si estoy bien informada —dijo la señora Golz.
—¡Qué desfachatez! —Puede presentar una demanda, como es natural, pero ya sabe lo que pasa con los tribunales de justicia… —¡No lo sabré yo bien! —Yo, por mi parte, me alegraría si en lugar de eso siguiera el camino más sencillo. —¿Y cuál sería? —Usted escribe un libro nuevo en un mundo nuevo. Nosotros lo editaríamos encantados. Y como estamos hablando entre profesionales, puedo ofrecerle lo siguiente. Y entonces, junto a diversas medidas publicitarias de mayor vuelo, me nombró un anticipo por un valor que, incluso en esa moneda dudosa que era el euro, consideré muy aceptable, cosa que, sin embargo, por lo pronto me guardé para mí. Además podía buscar con toda libertad los colaboradores, de cuyos honorarios se haría cargo asimismo la editorial. —Nuestra única condición: ese libro debe contener la verdad. Fruncí el ceño. —¿Quiere saber también seguramente cómo me llamo? —No, no. Se llama Adolf Hitler, por supuesto. ¿Qué otro nombre íbamos a dar a la imprenta para un libro así? ¿Moische Halbgewachs? Me eché a reír: —O Ephraim Askenase. Usted me gusta. —Quiero decir lo siguiente: no queremos un libro de un humorista de la televisión. Supongo que esto coincide con lo que piensa usted también. El Führer no cuenta chistes, ¿verdad? Asombroso lo fácil que era todo con esa señora. Simplemente, ella sabía de lo que hablaba. Y con quién. —¿Reflexionará sobre ello? —preguntó. —Deme algo de tiempo —dije—, me pondré al habla con usted. Esperé exactamente cinco minutos. Luego la llamé. Pedí una suma considerablemente más elevada. Luego llegué a la conclusión de que ella lo esperaba. —Así pues: Sieg Heil —dijo. —¿Puedo interpretar eso como una contestación afirmativa? —insistí. —Puede —rió. Respondí: —¡Usted también!
XXXVI Capítulo
ES asombroso: por primera vez desde hace tiempo, la nieve no me importa nada, aunque ha empezado a nevar muy pronto. Delante de la ventana caen y caen gruesos copos; en 1943 eso me volvió loco. Ahora que sé que todo tiene un sentido más profundo, que la providencia no espera de mí que gane una guerra mundial ya en el primero o el segundo intento, que me concede tiempo o que confía en mí. Ahora por fin, después de unos años tan agotadores, puedo disfrutar otra vez de esa suave tranquilidad prenavideña. Y disfruto de ella casi como entonces, cuando era todavía un niño y me acurrucaba con las guerras de Troya de Homero en un rincón agradable del cuarto de estar. Lo que aún molesta un poco son los dolores en la caja torácica, pero por otra parte infunde también ánimos el ir viendo como ceden poco a poco. La editorial ha puesto a mi disposición un dictáfono. Sawatzki quería que usara para eso mi teléfono móvil, pero al fin y al cabo el dictáfono es mucho más fácil de manejar. Apretar un botón y el aparato graba, apretar un botón y deja de grabar. Y mientras eso funciona, nadie te llama por teléfono a ese mismo aparato. En general soy un gran adversario de esa incesante mezcla de tareas. En la radio también tienen que funcionar esos discos plateados, la máquina de afeitar ha de poderse usar en seco y en húmedo, el expendedor de gasolina se convierte en negociante de comestibles, el teléfono ha de ser teléfono y calendario a la vez y además una máquina de fotos y todo junto. Eso es una sandez absurda y peligrosa que sólo lleva a que, por la calle, los jóvenes miren continuamente en sus teléfonos y miles de ellos sean atropellados por los coches. Uno de mis primeros proyectos será prohibir tales teléfonos, es decir, permitírselos sólo a los elementos de raza inferior que aún existan, o quizá incluso imponérselos obligatoriamente. Y luego, por mí, que se queden días enteros, como erizos aplastados, en las principales arterias de tráfico berlinesas: así vuelve a tener su sentido práctico ese aparato. Pero en cuanto a lo demás: una estupidez. Por supuesto que sería más favorable para la Hacienda estatal que la Luftwaffe se encargara también de la recogida de basuras. Pero ¿qué clase de Luftwaffe sería entonces? Una buena idea. Voy a dictarla enseguida en el aparato. Fuera, en el pasillo, han instalado una opulenta decoración navideña. Estrellas, ramas de abeto y cosas así. Los domingos de Adviento hay ponche de vino, que entretanto también se prepara en una variante sin alcohol muy agradable, aunque yo dudo bastante que la tropa acabe aceptando eso alguna vez. Pero, en fin, el guripa será siempre el guripa. En su conjunto, sin embargo, no puedo afirmar que la decoración navideña sea de mejor gusto que antes. Se ha abierto paso una industrialización bastante poco satisfactoria. Para mí no se trata de que sea o no sea kitsch, puesto que el kitsch contiene siempre un resto de la sensibilidad del hombre sencillo y por ello puede llegar a convertirse en arte auténtico y verdadero. No, lo que me molesta muchísimo es que Papá Noel haya cobrado una importancia que no merece, sin duda alguna a consecuencia de la infiltración angloamericana. La bujía, en cambio, ha perdido claramente importancia. Es posible que sólo me lo parezca porque aquí en el hospital no se permiten las velas, por peligro de incendio. Y aunque yo aprecie en mucho el trato cuidadoso de la propiedad del pueblo, no recuerdo
que durante mi gobierno, pese a la abundancia de velas, hubiera sufrido daños una cantidad considerable de edificios. Pero eso lo admito: en este punto, la estadística, debido a la creciente y general escasez de edificios, a partir de 1943 tiene un valor informativo cada vez menor. Sin embargo, una Navidad así tiene un encanto particular. Libre del peso que entraña la responsabilidad del gobierno, inevitable a la larga, hay que disfrutar de ella mientras sea posible. He de decir que el personal de la clínica se vuelca conmigo. Hablo mucho con ellos, sobre sus condiciones de trabajo, sobre la seguridad social, que —según voy comprobando más y más— se halla en tal estado que uno se extraña de que aún haya personas que se curen. A menudo vienen médicos a verme. Se han quitado antes la bata y me cuentan las últimas desfachateces del inepto ministro de Sanidad actual. Dicen que de su antecesor podrían contar las mismas calamidades y estupideces, y de su sucesor seguro que también podrán hacerlo. Me piden que aborde claramente el tema en mi programa, que algo tiene que cambiar a toda costa: ¡a toda costa! Les prometo que pronto me emplearé a fondo en ello. A veces les digo que ya sería un progreso si no trataran a tantos extranjeros en las clínicas. Entonces ellos se ríen y dicen que también se podría ver así, claro; poco después dicen «pero dejándonos de bromas» y me cuentan la siguiente monstruosidad. Ésas verdaderamente no escasean, al parecer. Hay aquí por cierto una enfermera encantadora, una mujer llena de temperamento, inteligente, alegre; la señorita Irmgard, para ser más preciso. Pero tengo que emplear mis fuerzas de modo inequívoco. Si tuviera veinte años menos, quizá… El señor Sawatzki acaba de estar aquí con la señorita Krömeier, la antigua señorita Krömeier, naturalmente; aún no puedo habituarme del todo: la señora Sawatzki. Ya está redonda como una bola a causa del próximo y alegre acontecimiento. Ella dice que todavía no tiene dificultades pero ya no puede faltar mucho para que el vientre se convierta para ella en una carga. Ha tomado un poco de color, o lo ha perdido, me sigue resultando difícil entender ese juego. Pero tengo que decir que los dos armonizan maravillosamente, y cuando se miran sé que dentro de diecinueve o veinte años habrán salido de ahí varios marciales granaderos, impecable material genético para las Waffen-SS y más tarde para el partido. Me han preguntado dónde pasaré la Navidad y me han invitado a estar con ellos, lo que me alegra enormemente, pero no tengo intención de molestarlos. La Navidad es la fiesta de la familia. —Pero ¡usted es prácticamente de la familia! —dijo la señorita…, la señora Sawatzki. —Actualmente —dije, viendo entrar a la señorita Irmgard—, actualmente mi familia es la señorita Irmgard. La señorita Irmgard se rió y dijo: —A eso íbamos a llegar. Yo sólo intento que las cosas marchen a derechas aquí. —La derecha aquí está estupendamente —bromeé, y ella se rió tan efusivamente que casi pensé en demorar un poco la continuación de mi carrera política. —La señora Bellini y el señor Sensenbrink le envían sus sinceros deseos de que continúe mejorando —dijo Sawatzki—, la señora Bellini pasará por aquí mañana o pasado, con los resultados de la gestión sobre el nuevo programa, sobre el nuevo estudio… —Usted ya lo habrá visto —conjeturé—, ¿qué impresión tiene? —No le decepcionará. Se ha invertido ahí mucho dinero. Y yo no le he dicho nada, pero el presupuesto no está agotado aún, ni mucho menos. ¡Ni mucho menos! —Ya basta —frenó la actual señora Sawatzki—, aún tenemos que comprar el cochecito, antes de que ya no pueda moverme.
—Bueno, vale —respondió Sawatzki—, pero, por favor, reflexione sobre mi propuesta. Luego se marcharon los dos. Y podría jurar que oí cómo al salir le decía algo así como: «¿Le has dicho ya cómo va a llamarse el niño?» Pero también es posible que me equivoque. Sí, su propuesta. Tiene toda la razón, el paso es absolutamente lógico. Si a uno le preguntan una serie de partidos si quiere ingresar en ellos, uno hace bien en no regalar el valor de la propia persona para otros fines que los propios. En 1919, en otro partido nadie se habría fijado en mí. En lugar de eso me hice cargo de un partido pequeñísimo e insignificante y lo modelé conforme a mis deseos, y eso fue bastante más efectivo. En el caso actual, aprovechando el impulso de la publicación de un libro y del nuevo programa televisivo que empezaría al mismo tiempo, podría poner en marcha una ofensiva propagandística y luego fundar un movimiento. Sawatzki me ha enviado ya al teléfono móvil algunos diseños de carteles. Me gustan mucho, realmente mucho. Me presentan a mí y se inspiran ampliamente en los carteles de antaño. De ese modo llaman más la atención que con todos esos caracteres de imprenta de hoy, por muy sofisticados que sean, dice Sawatzki, y tiene razón. También ha propuesto una nueva divisa, que campea al pie de todos los carteles como elemento de unión. Evoca viejos méritos, viejas dudas, y tiene además un aire entre humorístico y conciliador con el que se puede ganar para el bando propio a los votantes de esos Piratas y de otros grupos jóvenes. El eslogan reza así: «No todo fue malo.» Con eso se puede trabajar.
NOTAS 1
Karl Dönitz (1891-1980), jefe de la Marina de Guerra con el rango de Grossadmiral. Tras el suicidio de Hitler, su sucesor como Reichspräsident, cargo que desempeñó durante veintitrés días. En Núremberg fue condenado a diez años de prisión. 2 Milicia creada en los últimos días del Tercer Reich: a ella pertenecieron todos los hombres de edad comprendida entre dieciséis y sesenta años que aún no habían sido llamados a filas, es decir, sobre todo niños de dieciséis años y hombres de casi sesenta. 3 Martin Bormann (1900-1945), secretario personal y hombre de confianza de Hitler. En Núremberg fue condenado a muerte en ausencia. 4 Walter Emmanuel Funk (1980-1960), ministro de Economía de la Alemania nazi (1937-1945). 5 El periódico oficial del partido nazi, cuya tirada diaria era en 1944 de 1,7 millones de ejemplares. 6 Semanario nazi, editado por Julius Streicher, cuyo contenido esencial era una primitiva agitación antisemita. En su época de apogeo alcanzó una tirada de 500.000 ejemplares. 7 Diario para la defensa de Berlín, publicado sólo en los últimos días de la guerra, en abril de 1945. 8 Joseph Goebbels (1897-1945), ministro de Propaganda e íntimo amigo de Hitler. Se suicidó en el búnker, junto con su esposa, después de haber matado a sus seis hijos de corta edad. 9 Alusión a la invasión de Polonia el 1 de septiembre de 1939, camuflada como respuesta a un escenificado ataque polaco (en realidad, alemanes con uniforme polaco) a una estación de radio alemana. Con ello dio comienzo la Segunda Guerra Mundial. 10 Eva Braun (1912-1945), amante de Hitler, y su esposa desde el 29 de abril de 1945. Se suicidó en el búnker, junto con Hitler, el 30 de abril de 1945. 11 Grupo Steiner, unidad militar al mando del general de las SS Felix Steiner, quien, incumpliendo las órdenes de Hitler, se negó a lanzar un ataque contra los soviéticos durante el sitio de Berlín al final de la guerra. 12 Gerhard von Scharnhorst (1755-1813), general prusiano, reformador y organizador del ejército del reino de Prusia. 13 Alusión al ministro de Defensa Karl-Teodor zu Guttenberg (n. 1971), que tuvo que dimitir en 2011 al detectarse numerosos plagios en su tesis doctoral. 14 El Bild-Zeitung (grupo Springer) es el diario de mayor tirada de Europa (actualmente 2.500.000 ejemplares). De módico precio, ejerce, pese a su carácter sensacionalista, enorme influencia en la política alemana. 15 El cadáver de Hitler fue rociado con gasolina para prenderle fuego y reducirlo a cenizas. 16 Hermann Göring (1893-1946), ministro del Aire y mariscal del Reich, célebre por su vida fastuosa y su corpulencia. 17 El tratado de Versalles puso fin a la Primera Guerra Mundial; en él las potencias vencedoras impusieron durísimas reparaciones a Alemania. 18 Friedrich Paulus (1890-1957), general y mariscal de campo, se rindió a los soviéticos en Stalingrado desobedeciendo las órdenes de Hitler. 19 Wilhelm Keitel (1882-1946), general y mariscal de campo, comandante en jefe de la Wehrmacht. En Núremberg fue condenado a muerte. 20 Se refiere a la República de Weimar (1919-1933), el periodo intermedio entre el final de la
Primera Guerra Mundial, con la caída de la monarquía, y el triunfo de Hitler. 21 Stromberg, personaje de una serie de televisión alemana del mismo título que se basa en la serie británica The Office y que guarda cierto parecido con Hitler. El personaje de Stromberg es a su vez imitado en un programa de parodia política. 22 Frase del célebre discurso que Hitler pronunció en el Reichstag el 1 de septiembre de 1939, para explicar la invasión de Polonia, que dio inicio a la Segunda Guerra Mundial, como un acto de defensa propia. 23 Heinz Wilhelm Guderian (1888-1954), militar alemán especialista en el combate de carros blindados y autor del libro de estrategia militar AchtungPanzer! 24 Fuerza a través de la alegría (Kraftdurch Freude), organización cuya misión era ofrecer actividades lúdicas a las clases populares. Estaba dirigida por Robert Ley. 25 Fotógrafa y cineasta alemana (1902-2003), célebre por sus producciones propagandísticas del régimen nazi, sobre todo El Triunfo de la voluntad y la filmación de los Juegos Olímpicos de 1936. 26 Erich Kempka (1910-1975), chófer personal de Hitler desde 1936. 27 Albert Speer (1905-1981), arquitecto y ministro de Armamento y Munición del Tercer Reich. 28 Walter von Brauchitsch (1881-1942), comandante en jefe de la Wehrmacht en los primeros años de la Segunda Guerra Mundial. 29 Mario Barth (n. 1972), cómico alemán (sobre todo en la cadena televisiva RTL); ostenta el récord mundial de espectadores en directo. 30 Josef Stolzing-Cerny (1869-1942), crítico cultural del Völkischer Beobachter; leyó el manuscrito de Mi lucha y propuso a Hitler algunas correcciones. 31 Heinrich Himmler (1900-1945), comandante en jefe de las SS y después ministro del Interior, máximo responsable de la matanza sistemática de judíos, gitanos, homosexuales y enemigos del régimen. Burócrata por excelencia, dejó el trabajo sucio en manos de otros. En las últimas semanas de la guerra traicionó a Hitler, tratando, sin éxito, de hacer la paz con los estadounidenses. Hecho prisionero por los ingleses cuando trataba de huir, se suicidó con una cápsula de cianuro. 32 En realidad «Hartz IV»: la cuarta ley para la reforma del mercado de trabajo, que rige en Alemania desde 2005 (gobierno socialdemócrata de G. Schröder). Esta ley, absolutamente impopular, unificó el subsidio de desempleo con las prestaciones para no contribuyentes. 33 Montaña de 1.000 m de altura en la Alta Baviera, donde Hitler se construyó el Berghof, su residencia de descanso. 34 Dachau, a 13 kilómetros de Múnich, fue el primer campo de concentración nazi, gestionado por las SS, para prisioneros políticos y, más tarde, judíos. Hoy alberga un Memorial y un Museo del Holocausto. 35 Atze Schröder, actor y cantante alemán que oculta su identidad bajo personajes ficticios. 36 Ion Antonescu (1882-1946), militar y estadista rumano, jefe del Estado y dictador entre 1940 y 1944. Aliado de Hitler, fue responsable de la matanza de casi medio millón de judíos y de 10.000 gitanos. Detenido en 1944 fue entregado a los rusos quienes, después de mantenerlo arrestado dos años, lo devolvieron a Rumanía, donde fue condenado a muerte y ejecutado. 37 Kurt Zeitzler (1895-1963), jefe del Estado Mayor del Ejército desde 1942. Fue expulsado del ejército por sus continuas discusiones con Hitler. 38 «Method Acting», el método naturalista norteamericano de interpretación dramática, creado en los años veinte por el ruso Stanislavski y que hicieron famoso cineastas como Elia Kazan y actores
como Marlon Brando. 39 Hjalmar Schacth (1877-1970), ministro de Economía hasta 1937 y presidente del Banco del Reich. 40 Adolf Müller (1884-1945), impresor del Völkischer Beobachter, enseñó a Hitler nociones básicas de conducción para que pudiera juzgar a sus chóferes. 41 Así se llamaba el cuartel general de Hitler en Prusia Oriental (hoy Polonia): allí tuvo lugar el fallido atentado de los militares el 20 de julio de 1944. 42 Konrad Adenauer (1876-1967), el primer canciller de la República Federal (de 1949 a 1963), había sido encarcelado varias veces por los nazis como opositor al régimen. 43 Erich Honecker (1912-1994), miembro del Partido Comunista, estuvo diez años en prisión durante el nazismo y fue después un destacado dirigente de la República Democrática Alemana, asumiendo la presidencia del Consejo de Estado en 1975. Tras la caída del Muro de Berlín, en 1989, pudo trasladarse a Chile, como refugiado, y allí murió. 44 Ludwig Erhard (1897-1977), ministro de Economía de Adenauer, padre del «milagro económico» alemán y creador de la economía social de mercado. Fue también canciller federal entre 1963 y 1966. 45 K. G. Kiesinger (1904-1988), político cristianodemócrata, fue canciller de la República Federal entre 1966 y 1969. Su actividad política de posguerra estuvo siempre oscurecida por su pasado nacionalsocialista. 46 Se refiere a Helmut Kohl (n. 1930), político cristianodemócrata, canciller federal (1982-1998), bajo cuyo mandato tuvo lugar la caída del muro que dividía las dos Alemanias y la reunificación alemana (1990). 47 Wernher von Braun (1912-1977), ingeniero aeroespacial alemán, miembro de las SS; construyó misiles para los nazis, y después de la guerra se trasladó a Estados Unidos y trabajó para la NASA, diseñando los cohetes que llevaron al hombre a la Luna. 48 Ernst Röhm (1887-1934), comandante y cofundador de las SA, fue asesinado, junto con un grupo de hombres fuertes de las SA, por orden de Hitler. Las SA, como brazo armado del Partido, eran para Hitler un poder excesivo y un peligro. Se le acusó de rebelión («golpe de Röhm»). Röhm, además, era homosexual. 49 Teobald von Bethmann-Hollweg (1856-1921), canciller del Reich entre 1909 y 1917. 50 Reinhard Heydrich (1904-1942), apodado «la bestia rubia», Reichsprotektor de Bohemia y Moravia, jefe de la Gestapo para toda Europa, presidió la Conferencia de Wannsee (1942), en la que se planeó el exterminio de los judíos europeos. Murió víctima de un atentado en Praga. 51 Philip Rösler (n. 1973 en Vietnam), actual vicecanciller y ministro de Economía de la República Federal. 52 Ernst Hanfstaengl (1887-1975), miembro del NSDAP que introdujo a Hitler en las elites de Múnich. 53 Heinrich Hoffmann (1885-1957), fotógrafo personal de Hitler. 54 Traudl Junge (1920-2002), una de las secretarias personales de Hitler. Fue obligada por Hitler a casarse con su ayudante personal, Hans Junge. 55 Ulrich Graf (1887-1950) y Max Erwin von ScheubnerRichter (1894-1923), dos de los miembros del NSDAP que llevaron a cabo el intento de golpe de Estado conocido como Putsch de Múnich. Ulrich Graf protegió a Hitler con su cuerpo y recibió once impactos de bala y Von Scheubner-Richter murió en el intento de golpe.
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Holger Apfel (n. 1970), presidente del Partido Nacional Democrático de Alemania, NPD. Alusión al grupo de terroristas de extrema derecha que, desde la ciudad de Zwickau (Sajonia), entre 2000 y 2006 asesinaron en serie, en diversas ciudades de la República Federal, a nueve pequeños comerciantes turcos y a una policía, sin ser descubiertos (no reivindicaban los asesinatos) hasta 2011, al suicidarse dos de ellos. 58 Hans Martin Schleyer (1915-1977), presidente de la patronal alemana secuestrado y asesinado por el grupo de extrema izquierda RAF (Rote Armee Fraktion). 59 Loriot (Vico von Bülow, 1923-2011) es, sin duda, el más polifacético (literato, dibujante, cine, teatro, televisión) y más celebrado humorista alemán del siglo XX. 60 El Horst-Wessel-Lied fue primero el himno de combate de las SA y después el himno del partido, en la práctica el segundo himno nacional bajo el régimen nazi. La prohibición de tocar o cantar el himno, impuesta por los aliados en 1945, sigue vigente hasta hoy. 61 Premio Grimme. Uno de los más renombrados galardones de la televisión alemana. Desde 1964, lo concede cada año el Instituto Grimme (por el primer director de la Radiotelevisión del Noroeste alemán, Adolf Grimme) a producciones televisivas que «aprovechan de modo sobresaliente las posibilidades específicas de la televisión y, por método y contenido, pueden servir de modelo para la práctica profesional». 62 Heinrich Müller (1900-1945), jefe de la Gestapo que desempeñó un papel importante en la solución final. 63 Esta organización, dependiente del Ministerio de Armamento, se encargaba de las construcciones militares en los territorios ocupados; en 1944 trabajaban en ella un millón y medio de personas, en su mayor parte prisioneros de guerra, judíos y condenados a trabajos forzados. 64 Teo Morell (1886-1948), médico personal de Hitler. 65 Confusión entre Franz Schädle (1906-1945), miembro de las SS y comandante de la guardia personal de Hitler, y Wolfgang Schäuble (n. 1942), actual ministro de Economía alemán. 66 Rudolph Hess (1894-1987), lugarteniente de Hitler, fue condenado a cadena perpetua en Núremberg, y cumplió la condena en la prisión de Berlín-Spandau hasta su suicidio en 1987. Los repetidos intentos de indulto fracasaron por el veto de la Unión Soviética. 67 Frente electoral formado en 1931 e integrado por diversos políticos y partidos de derechas, incluido Adolf Hitler, para formar oposición en contra del canciller Heinrich Brüning. 68 El conde Claus von Stauffenberg (1907-1944), figura central del frustrado atentado contra Hitler del 20 de julio de 1944. Stauffenberg fue el encargado de poner en una cartera a los pies de Hitler (en el cuartel general de Wolfsschanze) la bomba cuya explosión mató a varias personas pero dejó ileso a Hitler. Stauffenberg fue fusilado la misma noche del atentado. 69 Harald Schmidt (n. 1957), presentador y humorista alemán. 70 Luis Trenker (1892-1990), natural de St. Ulrich, en Tirol del Sur, fue un célebre alpinista, actor, director de cine y escritor. Hasta en los años setenta del siglo xx tuvo en la televisión estatal alemana un programa propio de gran éxito, «Historias y montañas». 71 El subsidio llamado «Hartz IV» ofrece a todo desempleado el mínimo necesario para sobrevivir. Hitler lo rechaza. 72 El suicidio de Angela Geli Raubal (1908-1931), sobrina de Hitler, que vivía con él en Múnich y que para muchos era su amante, fue para Hitler un duro golpe que lo marcó de por vida. 73 Ejército comandado por el general Walther Wenck (1900-1982) y que recibió órdenes de Hitler 57
de romper el sitio de Berlín. Ante la superioridad soviética, Wenck evacuó a civiles y se rindió. 74 BIG: iniciales de Bündnis für Innovation und Gerechtigkeit (Unión para la Innovación y la Justicia), pequeño partido fundado en 2010 por musulmanes para la defensa de los derechos de los inmigrantes en Alemania. 75 Sigmar Gabriel (n. 1959) es desde 2009 el presidente del Partido Socialdemócrata de Alemania, SPD. 76 Ronald Pofalla (n. 1959), jefe de la Cancillería Federal del gobierno de Angela Merkel.