Síntesis de Teología Mefistófeles, dice en el Fausto de Goethe: “Las partes tiene él en su mano, mas, ¡qué lástima!, le falta el lazo que las une”.
2009 SEMINARIO CATEQUÍSTICO CENTRO UNIVERSITARIO DE SAN ISIDRO
Prof. Rodrigo Martínez Casás
Síntesis teológicas, quiere ser un espacio en el que encontremos esos lazos, de los que Mefistófeles nos habla en la sentencia de la carátula. •
Cada generación tiene que oír desde sí y para sí la viva voz del evangelio: • Reconocerla como logos de verdad (Cf Ef 1,13). • Sentirla como buena noticia de salvación. • Mostrarla como fundamento de la universalidad salvífica.
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Cada generación de teólogos tiene por lo tanto, que oír en la fe y pensar con su inteligencia el contenido de la revelación divina
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Su punto de partida es triple: o Va desde el EVANGELIO hacia el SISTEMA DE VIDA, o Va desde la PALABRA DE DIOS hacia las PALABRAS DE LOS HOMBRES, o Va desde la ESPERANZA HUMANA hacia las PROMESAS DE DIOS.
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Su tarea es la de presentar en una reflexión sistemática la totalidad de los hechos, ideas, experiencias, promesas y esperanzas fundamentales que el cristianismo ofrece para la vida de los hombres.
Buscamos hacer síntesis de todo esto. Buscamos repensar Buscamos repensar “que una vez, y para siempre fue dada a los santos” (Judas 3). Por eso, pienso que lo que debemos hacer es incursionar las verdades más relevantes de la teología (dogmática – fundamental – bíblica – espiritual – pastoral). Porque su tarea más importante es nuestra tarea, y ella es la siguiente: Actuar de intermediaria entre la automanifestación libre de Dios en Jesús de Nazaret, y las orientaciones éticas y espirituales del hombre, en las circunstancias concretas de su mundo. Lo que espero para este curso de síntesis teológica es que nos diéramos cuenta de que todos los esfuerzos habrán merecido la pena, si, en esta época de incertidumbres, algunos experimentan de nuevo aquél poder de Dios que todo lo transforma, y ese es un poder «para salvar a todo el que cree» (Rom 1, 16). Los temas que me parece sensato abordar son los siguientes: 1) Introducción a la asignatura. Clasificación de la teología. Objetos y ámbito de estudio. Sentido y posicionamiento frente a la teología. 2) Método a utilizar. 3) Relación entre las categorías. 4) Virtudes teologales: Fe. Esperanza. Caridad.
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Introducción a la Síntesis Teológica Distintos Métodos de estudio M. Especulativo 1. Deísta Racionalista Rechaza cualquier idea de las cosas divinas que no se desprenda de la naturaleza 2. Dogmática Intenta conciliar las doctrinas bíblicas con la razón llegando al extremo de que la autoridad descanse sobre evidencias racionales. Los hombres crean en base a lo que su mente o razón acepta y no en lo que Dios dice. 3. Tradicionalista No admiten ninguna revelación autoritativa aparte de la que se encuentra en el hombre y en el desarrollo histórico de la raza.
M. Místico Desconfiando de la razón ha de confiarse en los sentimientos. Tiene dos formas: 1. Misticismo Sobrenatural Presupone que Dios revela verdades a través de los sentimientos. 2. Misticismo Natural No es Dios sino la conciencia religiosa del hombre. Ellos niegan la revelación e inspiración. Revelación es la presentación o comunicación objetiva y sobrenatural de la verdad a la mente del hombre por el Espíritu de Dios Inspiración es la conducción sobrenatural del Espíritu de Dios que hace infalible a quien es sujeto de ella para comunicar la verdad a otros.
M. Inductivo Presuponiendo lo siguiente: • •
La fiabilidad de sus percepciones sensoriales. La fiabilidad de sus funciones mentales
Luego él percibe, recoge y combina sus hechos, no los inventa ni modifica, los tomará tal como son, cuidando que sean reales. También el teólogo se acerca a la Biblia presuponiendo todo lo anterior dando por supuesto la validez de las leyes de la fe que Dios ha impuesto en nuestra naturaleza.
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La naturaleza de la teología Dios es el único objeto legítimo de la teología, por ello no es la ciencia de lo sobrenatural. Más bien trata de la naturaleza de Dios y nuestra relación con El, como Sus criaturas, pecadores y sujetos de la redención. El documento conciliar de la GS en su número 22 nos proporciona una fiel Imagen de lo que buscamos estudiar en nuestra asignatura de SÍNTESIS TEOLÓGICA: El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades de la vida encuentren en Cristo su fuente y su corona. El que es imagen de Dios invisible es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado. Cordero inocente, con la entrega libérrima de su sangre nos mereció la vida. En Él Dios nos reconcilió consigo y con nosotros y nos liberó de la esclavitud del diablo y del pecado, por lo que cualquiera de nosotros puede decir con el Apóstol: «El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí». Padeciendo por nosotros, nos dio ejemplo para seguir sus pasos y abrió el camino, con cuyo seguimiento la vida y la muerte se santifican y adquieren nuevo sentido.
DEBERES PARA LOS TEÓLOGOS Y PARA TODOS LOS QUE QUIERAN ESTUDIAR LA TEOLOGÍA L OS T EÓLOGOS … •
CONOCER al Señor Jesucristo como Salvador y Señor, quién por medio del Espíritu Santo nos revela las cosas de Dios (Cf. 1Cor 2,12-14).
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SER diligente y cuidadoso como también, inclusivo y en lo posible exhaustivo al recoger los hechos de las Escrituras.
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H ACER inducción completa sin parcializarse.
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D EDUCIR principios en base a hechos y no forzar los hechos para demostrar un supuesto.
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I NVESTIGAR los hechos bíblicos y luego deducir los principios. De lo contrario terminamos explicando la Biblia según nuestra manera de pensar. 4
L OS Q UE Q UIERAN E STUDIAR L A T EOLOGÍA 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8.
DEBEN …
Dejarse orientar – educar – guiar por el Espíritu Santo. 1 Cor 2,12-14. Orar con la Palabra de Dios. Guardarse del prejuicio en el corazón. Discernir y disponer su espíritu para aceptar la revelación de Dios. Ser exhaustivo en la investigación. Revisar constantemente el método de estudio Usar normas de hermenéutica y exégesis en orden al método de estudio. Comportarse con humildad.
Relación entre las categorías de la teología: Los teólogos y quienes estudian la ciencia de la teología no gustan de hablar de partes de la misma, sino de categorías, es decir aspectos dinámicos de relación a partir del cual se vinculan y articulan cada una de las mismas. De modo que negada una se desmoronan las demás.
Si hablamos de una síntesis de la teología, estamos suponiendo la dinámica relación que se da en el paso de un tratado o categoría a otra. Debemos pensar en afirmaciones. A saber, qué podemos afirmar desde el tratado de cristología sobre la mariología; qué desde la mariología sobre la eclesiología, etc. Es claro que la misión de todo estudioso de la fe como de todo cristiano es la de ser un sacramental en el mundo y la de hacer de este mundo uno en el que se vislumbre claramente la presencia del Señor – el Reino mismo entre nosotros –.
Creación
Mariología
Sacramentos
Antropología Teológica Doctrina social de la Iglesia
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S/gracia
s/virtudes
Antropología Teológica
Uno y trinoDios
Antropología Teológica
Moral Especial General
Eclesiología
Antropología Teológica
Revelación
Esca tología
CATEGORÍAS SON
Cristología
L AS
Temas de investigación y/o debate: 1. A partir de la categoría de REVELACIÓN – ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA – podemos preguntarnos ¿por qué somos IMAGO DEI (imagen y semejanza de Dios)? Las posibles respuestas guardan relación a la idea de que el Amor nos transforma y nos ayuda a transformar el mundo. 2. A partir de la categoría de REVELACIÓN podemos preguntarnos acerca de la esencialidad de vinculación del hombre con Dios Trino. Recordando que la fe vista desde los ojos de dios (desde su vereda) es gracia: Dios que se hace DON PARA EL HOMBRE. Por otra parte, la fe vista desde la vereda del hombre, es RESPUESTA LIBRE – CONCIENTE. En otras palabras, nos estamos refiriendo a la dinámica DON – TAREA. Fíjense, en ella confluyen directamente las categorías REVELACIÓN, CRISTOLOGIA, MORAL; pero indirectamente, encontramos las de DIOS UNO Y TRINO, ECLESIOLOGÍA, como también sus distintas formas de expresión: mariología, sacramentos, antropología y creación. 3. A partir de la categoría de ESCATOLOGIA podemos preguntarnos ¿si bien estamos llamados a la Vida eterna, en qué medida tengo la responsabilidad de sacramentalizar (transformar) el mundo en el cual vivo? Fíjense, en ella confluyen directamente las categorías DIOS UNO Y TRINO como también las formas de expresión: antropología teológica y doctrina social de la Iglesia.
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Introducción básica a la categoría de moral general: VIRTUDES TEOLOGALES: IDEAS SUELTAS PARA DESPERTAR EL DIALOGO: • • •
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En la biblia los conceptos de fe – esperanza – caridad, denotan actitudes, es decir ACTOS POSIBILITADOS Y SOSTENIDOS POR EL ESPÍRITU SANTO, PERO ABSOLUTAMENTE HUMANOS, CON LOS QUE EL HOMBRE DA RESPUESTA A LA AUTOCOMUNICACION DE DIOS TRINO. En las virtudes sobrenaturales se puede experimentar una forma particular de comunión – vinculación con Dios. Leer Jds 17-23ª: “En cambio ustedes, queridos, acuérdense de las predicciones de los apóstoles de nuestro Señor Jesucristo. Ellos les decían: «Al fin de los tiempos aparecerán hombres sarcásticos que vivirán según sus propias pasiones impías.» Estos son los que crean divisiones, viven una vida sólo natural sin tener el espíritu. Pero ustedes, queridos, edificándose sobre su santísima fe y orando en el Espíritu Santo, manténganse en la caridad de Dios, aguardando la misericordia de nuestro Señor Jesucristo para vida eterna. A unos, a los que vacilan, traten de convencerlos; a otros, traten de salvarlos arrancándolos del fuego; y a otros muéstrenles misericordia con cautela…”. MULLER, Dogmatica, Herder, 1998, p. 828: “La gracias es el Dios Trino que se comunica a sí mismo y nos salva. En su misericordia para con nosotros hace al mismo tiempo posible que el hombre, en su respuesta, pueda referirse a él y expresar esta comunicación con él en su existencia total […]…en el principio más íntimo por el que el hombre existe, {éste} encuentra en Dios su lugar (la fe) y se mueve, en la esperanza, hacia la consumación definitiva de su vida {el amor}”.
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Virtudes teologales: LA FE
«PORQUE NOSOTROS CAMINAOS EN LA FE CAMINAMOS,
Y TODAVÍA NO VEMOS CLARAMENTE» 2COR 5, 7
D
esde el punto de vista bíblico la fe es UNA RESPUESTA ESPONTANEA DEL HOPMBRE, POSIBILITADA POR DIOS MISMO, A SU AUTOREVELACIÓN EN LA HISTORIA Y LA DISPOSICIÓN A DEJARSE GUIAR POR LA VOLUNTAD SALVÍFICA.
También la fe equivale a
CONFIANZA OBEDIENCIA CONOCIMEINTO DE DIOS PADRE E HIJO
Mc 11, 24 Gen 12, 4; Rom 4,11. 1º,16; 2Cor 9,13 Jn 17, 3ss
De aquí que CREER implica ACCEDER A LA REALIDAD DE DIOS. De esta manera la FE
ES
Cf. Heb 11, 1ss
GARANTÍA de lo que se ESPERA. EVIDENCIA/CERTEZA DE LAS REALIDADES QUE NO SE VEN.
Sin fe es imposible agradar – en sentido laxo, es decir amar o valorar – a Dios. La fe acontece en el hombre, cuando Dios «toca el corazón del hombre» con la luz del Espíritu Santo. El acto de auto entrega a Dios ya es una acto que expresa la eficacia salvífica del señor en mí.
LA FE COMO DEPÓSITO ES UNA FE OBJETIVA: en ella se ve todo lo que Dios ha hecho por nosotros: la creación, la providencia, el gobierno, la encarnación, la redención, la reconciliación, la iglesia…, también se como se nos revela como Dios Padre, Dios hijo y Dios Espíritu Santo. 8
La fe objetiva es el MEDIO en el que se lleva a cabo y se ejerce la COMUNICACIÓN PERSONAL HUMANO – DIVINA. LA FE COMO ACTO ES UNA FE SUBJETIVA: en ella se ve todo lo que el hombre esta invitado a realizar por Dios y para Dios. Los creyentes estamos llamados a tener tres actitudes desde la fe: 1. Miramos en 3D:
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Miramos en la hondura, en lo profundo. Nos interesa la profundidad: lo que brota de las entrañas de nuestro ser, del corazón. “Si la raíz es santa, las ramas también” Rom 11, 16 Nos interesa ser santos, y el santo es aquél que no busca ser superficial sino que quiere mirar las dos caras de la moneda como también su canto.
2. Vivimos de una manera distinta: L a distinta manera de vivir responde a… • Saber dar razones de nuestra fe • Experimentar la vida de Dios espíritu Santo (Cf. ESPIRITUALIDAD). • Mantener una conducta moral en orden a la Ley del Amor (Cf. MORAL). • Buscar ordenar mi existencia hacia el bienestar de la sociedad (Cf. DSI). La cita de Gal 3, 28 expresa a modo de síntesis lo charlado en este punto: “Por lo tanto, ya no hay judío ni pagano, esclavo ni hombre libre, varón ni mujer, porque todos ustedes no son más que uno en Cristo Jesús”. Por el bautismo todos comulgamos en una misma fe. 3. Viendo lo mismo, vemos más y mejor:
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El cristiano ve las cosas en “colores”, a diferencia del resto de los hombres que parece que ven las cosas en “blanco o negro”. Los grises, las tonalidades son aceptadas por el que tolera, por el que busca abrazar la verdad. Vemos más y mejor, porque entendemos que quien nos guía y nos mantienen en la verdad es la Verdad, es el Camino, es nuestro Dios y Señor.
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Virtudes teologales: LA ESPERANZA
“…nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios.” (Rom 5,2) Al carácter itinerante de la experiencia cristiana le corresponde la esperanza como actitud de la existencia básica. Por eso nos animamos a decir con Rom 5,2 «que nos sentimos seguros en la esperanza de la gloria de Dios». Esto es así, porque el Dios de la esperanza ha aceptado al hombre tal cual es; porque Cristo es entre nosotros la «esperanza de la gloria» (Col 1,27); porque podemos alimentar en el espíritu la esperanza de justicia (Gal 5,5). El Espíritu Santo mueve en la esperanza al hombre… … hacia la firmeza de la fe. … hacia la paciencia en toda tribulación. … hacia la oración orientativa y confiada en la salvación prometida. Síntesis vinculante entre FE Y ESPERANZA (Cf. Rom 8, 23-27) “ Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo. Porque nuestra salvación es en esperanza; y una esperanza que se ve, no es esperanza, pues ¿cómo es posible esperar una cosa que se ve? Pero esperar lo que no vemos, es aguardar con paciencia. Y de igual manera, el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables, y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios”.
Virtudes teologales: EL AMOR 10
“Pero el mayor es el amor.” (1Cor 13,13)
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En la fe, el hombre, adquiere el acceso básico a la realidad trascendental de Dios y de su mediación. Por la esperanza, el hombre, se encamina hacia todas las promesas futuras hechas por Dios en Jesucristo. Pero el amor es Dios mismo que nos ama y con el que amando entramos en la comunión del PADRE, del HIJO y del ESPÍRITU SANTO. EL ESPÍRITU DEL AMOR hace a quienes creen y confían semejantes a Dios. (Cf. 1Jn 3,2): Piensen en esta realidad de vida: muchas veces cuando vemos a los que amamos, los vemos parecidos a nosotros, esas son las llamadas «miradas de amor». Una vez me decía una colega que es madre adoptiva, los hijos adoptivos, buscan empatizar de tal manera con sus padres que desde el amor se parecen tanto que cuando los miran juntos, hijo – madre, decimos cómo se parecen. Lo mismo ocurre con nosotros y el SEÑOR. MEDIANTE EL ESPÍRITU DE AMOR, NOS PERECEMOS MÁS Y MÁS, ¿CUÁNTO? DEPENDE DEL AMOR QUE TENGAMOS PARA CON ÉL. EL ESPÍRITU DEL AMOR nos prepara para la visión de Dios «cara a cara» (Cf. 1Cor 13,12)
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Recursos Didácticos
TEXTOS, EJERCICIOS, DINÁMICAS
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LECTURA Y COMENTARIO Virtud teologal de la FE Carta del diablo a su sobrino – C. S. Lewis – Carta Primera Mi querido Orugario: Tomo nota de lo que dices acerca de orientar las lecturas de tu paciente y de ocuparte de que vea muy a menudo a su amigo materialista, pero ¿no estarás pecando de ingenuo? Parece como si creyeses que los razonamientos son el mejor medio de librarle de las garras del Enemigo. Si hubiese vivido hace unos (pocos) siglos, es posible que sí: en aquella época, los hombres todavía sabían bastante bien cuándo estaba probada una cosa y cuándo no lo estaba; y una vez demostrada, la creían de verdad; todavía unían el pensamiento a la acción, y estaban dispuestos a cambiar su modo de vida como consecuencia de una cadena de razonamientos. Pero ahora, con las revistas semanales y otras armas semejantes, hemos cambiado mucho todo eso. Tu hombre se ha acostumbrado, desde que era un muchacho, a tener dentro de su cabeza, bailoteando juntas, una docena de filosofías incompatibles. Ahora no piensa, ante todo, si las doctrinas son «ciertas» o «falsas», sino «académicas» o «prácticas», «superadas» o «actuales», «convencionales» o «implacables». La jerga, no la argumentación, es tu mejor aliado en la labor de mantenerle apartado de la Iglesia. ¡No pierdas el tiempo tratando de hacerle creer que el materialismo es la verdad! Hazle pensar que es poderoso, o sobrio, o valiente; que es la filosofía del futuro. Eso es lo que le importa. El mero hecho de razonar despeja la mente del paciente, y, una vez despierta su razón, ¿quién puede prever el resultado? Incluso si una determinada línea de pensamiento se puede retorcer hasta que acabe por favorecernos, te encontrarás con que has estado reforzando en tu paciente la funesta costumbre de ocuparse de cuestiones generales y de dejar de atender exclusivamente al flujo de sus experiencias sensoriales inmediatas. Tu trabajo consiste en fijar su atención en este flujo. Enséñale a llamarlo «vida real», y no le dejes preguntarse qué entiende por «real». ¿Empiezas a entender la idea? Gracias a ciertos procesos que pusimos en marcha en su interior hace siglos, les resulta totalmente imposible creer en lo extraordinario mientras tienen algo conocido a la vista. No dejes de insistir acerca de la normalidad de las cosas. Sobre todo, no intentes utilizar la ciencia (quiero decir, las ciencias de verdad) como defensa contra el Cristianismo, porque, con toda seguridad, le incitarán a pensar en realidades que no puede tocar ni ver. Se han dado casos lamentables entre los físicos modernos. Y si ha de juguetear con las ciencias, que se limite a la economía y la sociología; no le dejes alejarse de la invaluable «vida real». Pero lo mejor es no dejarle leer libros científicos, sino darle la sensación general de que sabe todo, y que todo lo que haya pescado en conversaciones o lecturas es «el resultado de las últimas investigaciones». Acuérdate de que estás ahí para confundirle; por cómo hablan algunos demonios jóvenes, cualquiera creería que nuestro trabajo consiste en enseñar. Tu cariñoso tío, ESCRUTOPO
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Sobre la dificultad de creer Hoy Extraído de PIEPER, J.; "La fe ante el reto de la cultura contemporánea"; Madrid, Rialp, 1980; pp.13-23. Lo complicado de toda discusión sobre argumentos y contraargumentos en el terreno de la fe se explica porque la fe, estrictamente considerada, no se apoya en argumentos, al menos en formulables argumentos objetivos, ni tampoco, por consiguiente, puede ser inquietada por tales argumentos. Naturalmente es éste un modo un tanto equívoco de expresarse; pero la cuestión es, precisamente, complicada en grado extremo. De una parte, la fe no acontece, cuando versa sobre correcto objeto, así porque si: eso es evidente. De otra parte decidirse a creer no es simplemente consecuencia de una argumentación. Jamás se ve uno forzado a creer algo así como en razón de las leyes de la lógica. Dada su naturaleza, la fe no es justamente competente consecuencia de premisas. Si yo hago una cuenta, no puedo hacer otra cosa, de buenas a primeras, que reconocer el resultado; sencillamente, ni puedo, ni me sale oponer resistencia al conocimiento verdadero que allí se me muestra. Pero al creyente no se le muestra precisamente el hecho aceptado al creer; no está forzado en modo alguno por la verdad. Allí se da más bien la credibilidad de otro: precisamente de aquel que me asegura haberse producido lo que él dice. Es cierto que esa credibilidad puede comprobarse hasta cierto punto. De todas formas, pueden darse tantas razones en favor de la credibilidad de un testigo que sería imprudente y, por lo demás, quizá incluso incorrecto no creerle. Y sin embargo, no he de hacer eso, no he de creerle sólo por eso. Entre la clara y consecuente intuición de la credibilidad de un hombre, de una parte, y la confianza y fe que realmente le muestro, de otra, se da un acto voluntario, totalmente libre, al que nada ni nadie me pueden forzar, como tampoco se me puede imponer el que ame a una persona, por muy convincente y concluyentemente que se me haya puesto ante los ojos la conveniencia de amarla. Se puede admitir «de mala gana» que algo es así o ha ocurrido así, pero ni se puede amar de mala gana ni tampoco creer. Esto se encuentra ya en San Agustín en su comentario al Evangelio de San Juan: nemo credit nisi volens, nadie cree sino voluntariamente. Dado, por tanto, que la fe, por naturaleza, reposa
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en la libertad y surge de la libertad, es como por lo demás lo es también el, nada religioso, dar crédito a otro en la ordinaria convivencia un fenómeno indescifrable en un sentido específico, algo emparentado y vecino al menos del misterio. Justamente eso hace comprensible, o al menos más comprensible, por qué se presenta una dificultad especial al hablar de motivos, de argumentos en relación a creer, como también en relación a no creer. En toda creencia lo decisivo no es el hecho, que se deja admitir e incluso rechazar más o menos convincentemente; lo decisivo es lo personal, el encuentro se dice entre la persona de un testigo que garantiza la verdad de un hecho con la persona del creyente, que, al aceptar el hecho, confía en la persona del garante. Eso no tiene nada que ver, en modo alguno, con «irracionalismo». Se trata en verdad de que una persona y sus cualidades —su credibilidad son accesibles y captables por nuestro entendimiento de un modo diverso a como lo es, por ejemplo, un hecho natural exactamente medible. Sócrates dijo una vez de sí mismo ser capaz de reconocer inequívocamente quién le amaba. ¿En qué se puede reconocer esto? Nadie, ni siquiera Sócrates, ha sido capaz de dar a esa cuestión una respuesta resultante de una demostración racional. Y, sin embargo Sócrates mantendría que no se trata en modo alguno de un sentimiento meramente subjetivo, de una impresión irracional, sino de un conocimiento objetivamente verdadero, logrado en el encuentro con la realidad. ¿Cómo se pueden aducir razones, o atenerse a razones que pueden aparecer plausibles a otro o incluso a cualquiera? Muy presumiblemente, al producirse el acto de fe — la fe es ante todo, tanto como creer a alguien—, puede haber muchos modos imprevisibles de cerciorarse que significan algo para ese determinado individuo, pero que no dicen nada a un tercero. Por eso es totalmente comprensible, aunque se olvide continuamente, que la decisión de creer se localiza naturalmente en la historia personal del mismo creyente. A uno, mientras contempla la catedral de Rouen, se le depara de pronto la certeza de que la «plenitud» tiene que ser el signo de la revelación de Dios, mientras que a otra persona, como Simone Weil relata de sí misma, acepta la verdad de Cristo al ver resplandecer, conmovida, la proximidad de Cristo en el rostro de un comulgante. ¿Quién quiere ponerse a juzgar el peso, la validez de tales razones? Esto, pienso, ha de ponerse en claro antes de pasar a
hablar por lo demás, ahora mismo de argumentos formulables, lo que naturalmente es razonablemente posible, o, como aquí va a ser más bien el caso, de contraargumentos de objeciones, de dificultades. El denominador común de todo un género de dificultades contra la fe me parece ser una determinada concepción del «pensamiento critico» o más bien la conciencia de la obligación de tener que ser «crítico» en un sentido muy determinado, si no quiere hacerse uno culpable de falta de honradez o de poca limpieza intelectuales. «Ser crítico» significa aquí, esto es para un pensamiento orientado por el ideal científico, tanto como no dar por bueno, no admitir como verdadero y real nada que no se pueda demostrar con exactitud. Esa concepción normativa se ha hecho tan evidente para la mentalidad común, que me puedo imaginar que alguien que oiga esto preguntará asombrado cómo un pensador moderno pueda hoy estar dispensado de esta exigencia. ¿Qué, pues, se le podría recomendar o imponer como actitud? A esta cuestión respondería yo así en la medida en que uno, en cuanto científico, cuestiona e investiga, esto es, en la medida en que investiga una parcela de realidad claramente delimitada en función de un especial aspecto particular (por ejemplo, al intentar dar con la causa de una determinada infección o al pretender constatar qué ocurre en detalle propiamente, desde un punto de vista fisiológico, cuando una persona muere), en esa misma medida está de hecho obligado a esa concepción normativa del pensamiento crítico. A no ser que quiera hacer algo científicamente irresponsable, no ha de dar nada por válido que no se pueda probar mediante una comprobación positiva. Pero, en la misma medida en que no puede prescindirse de este modo científico de proceder, en esa misma medida tampoco es éste suficiente para explicar la total existencia espiritual del hombre. El hombre, que existe a partir del pleno impulso vital del espíritu, pregunta insaciablemente por la totalidad de la realidad y por el conjunto del mundo. Incluso cuando tiene que vérselas con un fenómeno o acontecimiento especialísimo o muy concreto, quiere saber cómo aparece en última instancia bajo todos los aspectos imaginables. No le basta experimentar, por ejemplo, qué ocurre fisiológicamente en la muerte. Quiere, en la medida de lo posible, conocer el «hecho completo», the complete fact, como formuló el filósofo de Harvard, Alfred North Whitehead. Y si «ser crítico» significa tanto como «preocuparse de que no ocurra algo determinado», esa preocupación se dirige precisamente a que no se tape, pase por alto, olvide o sustraiga ningún elemento de la realidad, lo que
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también puede ocurrir mediante la autolimitación del espíritu a lo que puede comprobarse con exactitud. Aquí, por tanto, se presenta otra forma de actitud crítica para la que «ser crítico» significa no desaprovechar elemento alguno de la totalidad de la verdad y, por ello, tener más bien en cuenta algo de lo que podemos cerciorarnos sólo de manera limitada que una posible pérdida de contacto con la realidad. Tal apertura a la totalidad es, sin embargo, un asunto ambicioso y difícil de realizar, no porque para ello hayan de satisfacerse especiales exigencias de formación intelectual, sino porque para ello se presupone una sencillez de alma que cala más profundamente que la llamada objetividad científica. Necesario es abrirse a la más secreta capacidad de respuesta del alma, sobre la que quizá ya no dispone en modo alguno nuestra voluntad consciente. El nombre más atinado que hay para esta actitud es posiblemente la palabra bíblica simplicitas S! sencillez del ojo, mediante la que acontece que todo nuestro cuerpo se ilumina. Se comprende obviamente que tal actitud no tiene nada que ver con una determinada actitud de neutral pasividad. Por el contrario, para realizarse se exige una energía incontenida de vitalidad espiritual y, al mismo tiempo, una extrema sensibilidad sismográfica y vigilancia a del corazón. Pues hay infinitas posibilidades ocultas, a menudo apenas perceptibles, de encerrarse en sí mismo. Hay, por ejemplo, una falta de apertura que, sin que ocurra un gesto de desaire expreso o de rechazo, no es en el fondo sencillamente sino inadvertencia. Gabriel Marcel opina que, en nuestra época, la misma vida tiene la tendencia de favorecer y verdaderamente forzar a tal inadvertencia: precisamente la inadvertencia que, de hecho, hace la fe, si no imposible, si muy improbable. Pascal nos ha dado a entender en qué medida estamos obligados a resistir con un corazón despierto contra innumerables, secretas y ocultas posibilidades de cerrarse en sí mismo. En sus Pensées se contiene el siguiente aforismo: «Si no os preocupáis por conocer la verdad, hay suficiente verdad para que podáis vivir en paz. Pero si de todo corazón reclamáis conocerla, no hay entonces suficiente verdad.» Casi con buena conciencia puede uno tranquilizarse con lo que ya sabe. Sin embargo, quien está dispuesto a captar el todo y tenerlo presente espera siempre nueva luz. La verdad es el todo, y, no obstante, no vemos el todo de nada. ¿Qué ocurre, pues, cuando uno piensa no poder creer o, sencillamente, no querer creer? ¿Qué hay que decir sobre el tema «incredulidad»? Es sabido que en
el habla habitual de los cristianos, al abordarse las manifestaciones del «espíritu moderno», se manipula un tanto a la ligera la calificación sumaria de «incredulidad», mientras que la gran teología occidental recomienda una prudencia exquisita en la aplicación de este vocablo. Incredulidad, en sentido estricto, es sólo aquel acto del espíritu en el que alguien, reflexivamente, se niega a aceptar una verdad a él presente con suficiente claridad como revelación o, dicho más exactamente, como palabra de Dios. Quizá se piense que tal cosa no ocurre nunca. ¿Hay realmente incredulidad en ese sentido? Yo respondería concretamente a esto: por término medio, lo opuesto a la fe parece ser realmente mucho más la inadvertencia hondamente enraizada de la que habla Gabriel Marcel, que la incredulidad, decidida que parece incluso negar a aquélla. Pero, por supuesto, se pueden aducir también docenas de fuertes objeciones, claramente formulables, y dificultades intelectuales, dificultades específicamente modernas que hacen a un hombre de este nuestro tiempo el creer, si no imposible, sí al menos muy difícil. ¿Por qué, por ejemplo así se formula un importante contraargumento, han de estar las cosas con el hombre empírico de tal modo que ni siquiera puede con lo que le es accesible de modo natural? ¿Por qué se nos remite a informaciones cuya verdad no podremos compro" bar nunca y que, por tanto, hemos de «creer» si queremos participar en ellas? Obviamente, a estas preguntas sólo se puede responder si se habla al mismo tiempo de la esencia del hombre y de su verdadera situación en el todo de la realidad. Si es así el hombre se encuentra por naturaleza en un campo de fuerzas de una realidad sencillamente suprahumana y desde ella se le suministra orientación e información, si esto es así, ¿puede afirmarse sin contradicción que el hombre vive de una vez por todas en su cerrado mundo? Dicho de otra forma: si el hombre es por naturaleza un ser de fronteras abiertas y si Dios es un ser personal capaz de hablar, será propio de la situación fundamental del hombre natural el que Dios pueda dirigirse a él y hablarle. Pero esto, realizado de verdad, es una idea que choca a ese hombre natural. No deja de ser tremendo, dice en una ocasión C. S. Lewis en su libro sobre el milagro, dar con algo vivo allí donde creíamos estar completamente solos. ¡Caramba, exclamamos, ahí hay algo vivo! «Un Dios impersonal: démoslo por bueno. Un Dios de lo verdadero, lo bello y lo bueno, situado tras su frente: eso está mucho mejor. Una informe fuerza vital, de la que nos mantenemos: eso es lo mejor de todo.
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Pero Dios mismo, el Dios vivo, que tira del otro extremo del cordel, que viene hacia nosotros quizá a tremenda velocidad, el cazador, el rey, el esposo: eso ya es otra cosa. Llega un momento en que hombres que han hecho chapuzas con la "religión" y han "buscado" a Dios retroceden de repente aterrados: ¿y si le hubiéramos encontrado? O, lo que es peor: ¿y si nos hubiera encontrado? Eso es una especie de Rubicón. Uno lo pasa; otro, no. Pero si se pasa, ya no hay garantía alguna frente al milagro.» Hasta aquí C. S. Lewis. No tengo sino añadir una consideración: si Dios es verdaderamente entendido como un «quién» y no como un «qué», esto es, como alguien que puede hablar, ya no hay «garantía» alguna frente a la revelación. Mas la única respuesta sensata del hombre a la revelación es fe. Sin duda que uno puede tener como algo «en sí» posible la revelación divina, sin que tenga que ser de la opinión de que la ha encontrado realmente. Pero la fe sólo tiene sentido si Dios ha hablado realmente y, por cierto, de un modo atendible por el hombre. Sin embargo, ¿de qué forma ha de acontecer una comunicación divina? «Vino del cielo una voz»: ésa era todavía para los contemporáneos de Dante una forma gráfica de hablar que podría expresarse sin réplica. Pero esa carencia de réplica se ha hecho inadmisible a los contemporáneos de Einstein. Más todavía: ni siquiera les resulta permitido aceptar esto. Les parece incluso más difícil que caer en el error de considerar a Dios como un ser inmanente al mundo que, por decirlo así, vive «en el cuarto de al lado» o quizá sobre las nubes. Frente al hombre medieval tenemos una alta posibilidad de hacernos una idea más adecuada de la verdadera trascendencia de Dios, lo que, sin embargo, no tiene nada que ver con afirmarlo como «extraño al mundo>>, aun cuando se pueda entender una y mil veces como ateísmo la perplejidad por la llamada "ausencia de Dios». Aun dando esto por bueno, ¿hay todavía posibilidad de considerar eso realizado en un hecho acontecido aquí y ahora, concreto, de hablar de una palabra de Dios dirigida al hombre, es decir, de la revelación? Tomás de Aquino, el último maestro de una cristiandad todavía no escindida, ha descrito el hecho de la revelación de una forma que, me parece, puede muy bien superar los cambios de concepciones del mundo. En cualquier caso, no es en su formulación nada «medieval». Revelación es, dice, la participación de una luz interior por la que el conocimiento humano es elevado a recibir algo que no le seria descubrible por su propia luz. Esa imagen, aun siendo clara, da a entender, sin embargo, a la vez que el momento supremo de esa
participación escapa a toda imagen y a todo concepto, y eso ha de ser así, además, necesariamente. El primer resplandor fulminante, que llamamos «inspiración»; la primerísima entrada de la piedra en la superficie aún tersa del agua, ese núcleo de la revelación queda fuera de nuestra capacidad de captación. Eso es casi una exigencia del mismo concepto de revelación. Pero una participación, una notificación, no concluye por el hecho de decirse algo. Lo dicho ha de ser, además, escuchado y aceptado por aquel a quien se dirige. Pero la revelación se dirige «al» hombre, es decir, a todo hombre. Y esa radicación, esa transmisión del hecho de la revelación, tal como lo entiende el cristianismo, se lleva a cabo ante el mundo del modo más plausible, es decir, del mismo modo como hoy la humanidad se apropia de verdades nuevas hasta entonces desconocidas. Siempre ocurre que uno, el pensador o descubridor genial o afortunado, transmite a los demás el conocimiento del que acaba de ser partícipe: comunicándolo, publicándolo, enseñándolo, transmitiéndolo, etcétera. Y no hay nada asombroso en que ese modo de proceder y esa estructura nos salga al paso igualmente allí donde una santa tradición pretenda conservar y ofrecer una embajada divina. No podía esperarse otra cosa. Sigue, sin embargo, sin responder a la cuestión más difícil: ¿cómo y por qué medio puede probarse la pretensión de que estamos realmente ante la revelación divina, esto es, ante la palabra de Dios? ¿En qué se reconoce que algo, que se nos ofrece con la pretensión de ser revelación auténtica, tiene realmente origen divino? Si no es posible responder a esto suficientemente, no puede esperarse fe, que es tanto como tener por verdadera la palabra de Dios; incluso ni la fe podría justificarse. Quisiera, para terminar, enumerar algunas condiciones y elementos situacionales a tener en cuenta de antemano, si no se quiere que el intento de respuesta a esa pregunta no sea, por principio, una empresa baldía. Punto uno: Es sin duda imprescindible ocuparse de los llamados argumentos clásicos (milagro, profecía, autenticidad del testimonio bíblico, la Iglesia como fenómeno histórico). Pero sin olvidar que ese ocuparse no llevará seguramente a nada si no tiene
lugar sobre la base de una meditación, vivamente realizada, sobre la situación del hombre en la realidad total. Punto dos: Se debe tener en cuenta que la sencillez y apertura aquí exigidas, y de las que ya hemos hablado, no se producen en modo alguno por sí mismas, y que, muy presumiblemente, pueden estar continuamente amenazadas por los intereses de un sujeto preocupado por su autonomía. Punto tres: Es más que inverosímil que los medios de conocimiento del hombre emplazado en solitario, aislado, puedan ser suficientes para alcanzar consistentemente ese fruto. Se trata aquí, como por lo demás en los grandes objetos del conocimiento, de una tarea que ha de asumirse solidariamente, para la que han de utilizarse y han de ponerse en servicio la totalidad de las formas y hallazgos de la división del conocimiento en las que se ha empeñado el hombre: no sólo, por supuesto, la fuerza del progreso y del descubrimiento, sino también la del recuerdo. Todavía una palabra sobre la situación interna del «sabedor», del instruido, del intelectual, que desea al mismo tiempo seguir siendo creyente. Quien ha alcanzado un determinado grado de conciencia critica no puede dispensarse de reflexionar sobre los contraargumentos. El ha de enfrentarse con ellos. Por eso, en la gran teología se le ha comparado a él que, a un tiempo, piensa y cree a un mártir que, firmemente, resiste y no desprecia la verdad de la fe a pesar de los «contraargumentos» que quieren forzarla. Caracteriza la situación interna del creyente el que la verdad de fe no puede probarse positivamente por ningún argumento de razón: sólo puede defenderse. Contra ciertas argumentaciones no hay en última instancia otra posibilidad de resistir, a no ser la de defensa, no, por tanto, la del ataque, sino la de mantenerse en su puesto. Y puede incluso muy bien pensarse si no puede tal vez ocurrir que en alguna ocasión resulte inevitable que esa resistencia, como en el caso del mártir, presente la forma de indefensión silenciosa; por supuesto, no en razón de una terquedad «llena de carácter», ni de un «heroísmo», sino para que no perdamos ni omitamos lo que en la revelación se nos da y se obtiene sólo en forma de fe: la participación no sólo en el saber de Dios, sino en su misma vida.
Catequesis de S.S. Juan Pablo I durante las audiencias de los miércoles
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LA VIRTUD TEOLOGAL DE LA FE 13 de seriembre de 1978 Mi primer saludo va a mis hermanos los obispos que veo aquí presentes en gran número. El Papa Juan, en unas notas que han sido incluso impresas, decía: «Esta vez he hecho el retiro sobre las siete lámparas de la santificación». Siete virtudes quería decir, que son fe, esperanza, caridad, prudencia, justicia, fortaleza y templanza. A ver si hoy el Espíritu Santo ayuda al pobre Papa a explicar al menos una de estas lámparas, la primera: la fe. Aquí en Roma ha habido un poeta, Trilussa, que también quiso hablar de la fe. En una de sus poesías ha dicho: « Aquella ancianita ciega que encontré / la noche que me perdí en medio del bosque, / me dijo: Si no conoces el camino, / te acompaño yo que lo conozco. / Si tienes el valor de seguirme, / te iré dando voces de vez en cuando hasta el fondo, allí donde hay un ciprés, / hasta la cima donde hay una cruz. Yo contesté: Puede ser... pero encuentro extraño / que me pueda guiar quien no ve... / Entonces la ciega me cogió de la mano / y suspirando me dijo: ¡Anda!... Era la fe ». Nuestra respuesta generosa al Señor Como poesía, tiene su gracia. En cuanto teología, es defectuosa. Defectuosa porque cuando se trata de fe, el gran director de escena es Dios; pues Jesús ha dicho: ninguno viene a mí si el Padre mío no lo atrae. San Pablo no tenía la fe; es más, perseguía a los fieles. Dios le espera en el camino de Damasco: « Pablo --le dice-- no pienses en encabritarte y dar coces como un caballo desbocado. Yo soy Jesús a quien tú persigues. Tengo mis planes sobre ti. Es necesario que cambies ». Se rindió Pablo; cambió de arriba a abajo la propia vida. Después de algunos años escribirá a los filipenses: « Aquella vez, en el camino de Damasco Dios me aferró; desde entonces no hago sino correr tras El para ver si soy capaz de aferrarle yo también, imitándole y amándole cada vez más ». Esto es la fe: rendiste a Dios, pero transformando la propia vida. Cosa no siempre fácil. Agustín ha narrado la trayectoria de su fe; especialmente las últimas semanas fue algo terrible; al leerlo se siente cómo su alma casi se estremece y se retuerce en luchas interiores. De este lado, Dios que lo llama e insiste; y de aquel, las antiguas costumbres, «'viejas amigas'--escribe él mismo--; y me tiraban
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suavemente de mi vestido de carne y me decían: 'Agustín, pero ¿cómo?, ¿abandonarnos tú? Mira que ya no podrás hacer esto, ni podrás hacer aquello y, ¡para siempre!' ». ¡Qué difícil! « Me encontraba --dice-- en la situación de uno que está en la cama por la mañana. Le dicen: '¡Fuera!, levántate, Agustín'. Yo, en cambio, decía: 'Sí, más tarde, un poco más todavía'. Al fin, el Señor me dio un buen empujón y salí. Ahí está, no hay que decir: Sí, pero; sí, luego. Hay que decir: ¡Señor, sí! ¡Enseguida! Esta es la fe. Responder con generosidad al Señor. Pero, ¿quién dice este sí? El que es humilde y se fía enteramente de Dios ». La Iglesia, Madre y Maestra Mi madre me solía decir cuando empecé a ser mayor: de pequeño estuviste muy enfermo; tuve que llevarte de médico en médico y pasarme en vela noches enteras; ¿me crees? ¿Cómo podía contestarle, mamá, no te creo? Claro que te creo, creo lo que me dices, y sobre todo te creo a ti. Así es en la fe. No se trata sólo de creer las cosas que Dios ha revelado, sino creerle a Él, que merece nuestra fe, que nos ha amado tanto y ha hecho tanto por amor nuestro. Claro que es difícil también aceptar algunas verdades, porque las verdades de la fe son de dos clases: unas, agradables; otras son duras a nuestro espíritu. Por ejemplo, es agradable oír que Dios tiene mucha ternura con nosotros, más ternura aún que la de una madre con sus hijos, como dice Isaías. Qué agradable es esto y qué acorde con nuestro modo de ser. Un gran obispo francés, Dupanloup, solía decir a los rectores de seminarios: Con los futuros sacerdotes sed padres, sed madres. Esto agrada. En cambio ante otras verdades, sentimos dificultad. Dios debe castigarme si me obstino. Me sigue, me suplica que me convierta, y yo le digo: ¡no!; y así casi le obligo yo mismo a castigarme. Esto no gusta. Pero es verdad de fe. Hay, además, otra dificultad, la Iglesia. San Pablo preguntó: ¿Quién eres, Señor?--Soy ese Jesús a quien tú persigues. Una luz, un relámpago le pasó por la inteligencia. Yo no persigo a Jesús, ni siquiera lo conozco; persigo a los cristianos, eso sí. Se ve que Jesús y los cristianos, Jesús y la Iglesia, son una misma cosa: indivisible, inseparable. Leed a San Pablo: Corpus Christi quad est Ecclesia. Cristo y Iglesia son una sola cosa. Cristo es la Cabeza, nosotros, la Iglesia, somos sus miembros. No es posible tener fe y decir creo en Jesús, acepto a Jesús, pero no acepto la Iglesia. Hay que aceptar
la Iglesia, tal como es; y ¿cómo es esta Iglesia? El Papa Juan la ha amado «Mater et Magistra». Maestra también. San Pablo ha dicho: « Nos acepte cada uno como ayudadores de Cristo, y administradores y dispensadores de sus misterios ». Las enseñanzas de Juan XXIII y de Pablo VI Cuando el pobre Papa, cuando los obispos y los sacerdotes presentan la doctrina, no hacen más que ayudar a Cristo. No es una doctrina nuestra, es la de Cristo, sólo tenemos que custodiarla y presentarla. Yo estaba presente cuando el Papa Juan inauguró el Concilio el 11 de octubre de 1962. Entre otras cosas, dijo: Esperamos que con el Concilio la Iglesia dé un salto hacia adelante. Todos lo esperábamos. Un salto hacia adelante, pero ¿por qué caminos? Lo dijo enseguida: sobre las verdades ciertas e inmutables. Ni siquiera le pasó por la cabeza al Papa Juan que eran las verdades las que tenían que caminar, ir hacia adelante, y después cambiar, poco a poco. Las verdades son esas; nosotros debemos andar por el camino de estas verdades, entendiéndolas cada vez mejor, poniéndonos al día, presentándolas de forma adecuada a los nuevos tiempos. También el Papa Pablo tenía la misma preocupación. Lo primero fue hice en cuanto fui Papa, fue entrar en la capilla privada de la Casa Pontificia; en ella, al fondo, el Papa Pablo hizo colocar dos mosaicos, uno de San Pedro y otro de San Pablo: San Pedro muriendo y San Pablo muriendo también. Pero debajo de San Pedro figuran estas palabras de Jesús: Oraré por ti, Pedro, para que no desfallezca tu fe. Y debajo de San Pablo, que está recibiendo el golpe de la espada: He cumplido mi carrera, he conservado la fe. Ya sabéis que en el último discurso del 29 de junio pasado Pablo VI dijo: Después de quince años de pontificado puedo dar gracias al Señor porque he defendido la fe y la he conservado. Evangelio, sacramentos y oración También es madre la Iglesia. Si es continuadora de Cristo y Cristo es bueno, también la Iglesia debe ser buena, buena con todos; pero ¿y si se diera el caso de que alguna vez hubiera gente mala en la Iglesia? Nosotros tenemos madre. Si una madre está enferma, si mi madre se quedase coja, yo la querría todavía más. Lo mismo en la Iglesia: si existen defectos y faltas --y existen-- jamás debe disminuir nuestro amor a la Iglesia.
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Ayer--y con esto termino--me mandaron el número de Citta Nuova: he visto que reproducen, grabado, un discurso mío muy breve, con este episodio: Un predicador inglés, Mac Nabb, hablando en Hyde Park, se había referido a la Iglesia. A1 terminar, uno pide la palabra y dice: Bonito lo que ha dicho. Pero yo conozco algunos sacerdotes católicos que no han estado con los pobres y se han hecho ricos. Conozco también maridos católicos que han traicionado a su mujer. No me gusta esta Iglesia formada por pecadores. El Padre le dijo: Tiene algo de razón. Pero ¿puedo hacer una objeción? --Veamos.--Perdone, pero si no me equivoco, lleva el cuello de la camisa un poco sucio. --Sí, lo reconozco.--Pero ¿está sucio porque no ha empleado jabón o porque ha utilizado el jabón y no ha servido para nada?--No, no he usado jabón. Pues bien, también la Iglesia católica tiene un jabón excelente: evangelio, sacramentos, oración. Él evangelio leído y vivido; los sacramentos celebrados del modo debido; la oración bien hecha, serían un jabón maravilloso capaz de hacernos santos a todos. No somos todos santos por no haber utilizado bastante este jabón. Procuremos responder a las esperanzas de los Papas que han convocado y aplicado el Concilio, el Papa Juan y el Papa Pablo. Tratemos de mejorar la Iglesia haciéndonos más buenos nosotros. Cada uno de nosotros y toda la Iglesia podría recitar la oración que yo tengo costumbre de decir: Señor, tómame como soy, con mis defectos, con mis faltas, pero hazme como tú me deseas. LA VIRTUD TEOLOGAL DE LA ESPERANZA 20 de setiembre de 1978 Para el Papa Juan, la segunda entre las siete « lámparas de la santificación » era la esperanza. Hoy voy a hablaros de esta virtud, que es obligatoria para todo cristiano. Dante, en su Paraíso (cantos 24, 25 y 26) imaginó que se presentaba a un examen de cristianismo. El tribunal era de altos vuelos. «¿Tienes fe?», le pregunta, en primer lugar, San Pedro. « ¿Tienes esperanza? », continúa Santiago. « ¿Tienes caridad? », termina San Juan. « Sí,--responde Dante tengo fe, esperanza y caridad ». Lo demuestra y pasa el examen con la máxima calificación. El testimonio de Abrahán He dicho que la esperanza es obligatoria; pero no por ello es fea o dura. Más aún, quien la viva, viaja
en un clima de confianza y abandono, pudiendo decir con el salmista: « Señor, tú eres mi roca, mi escudo, mi fortaleza, mi refugio, mi lámpara, mi pastor, mi salvación. Aunque se enfrentara a mí todo un ejército, no temerá mi corazón; y si se levanta contra mí una batalla, aun entonces estaré confiado ». Diréis quizá: ¿No es exageradamente entusiasta este salmista? ¿Es posible que a él le hayan salido siempre bien todas las cosas? No, no le salieron bien siempre. Sabe también, y lo dice, que los malos son muchas veces afortunados y los buenos oprimidos. Incluso se lamentó de ello alguna vez al Señor. Hasta llegó a decir: « ¿Por qué duermes, Señor? ¿Por qué callas? Despiértate, escúchame, Señor ». Pero conservó la esperanza, firma e inquebrantable. A él y a todos los que esperan, se puede aplicar lo que de Abrahán dijo San Pablo: «Creyó esperando contra toda esperanza» (Rom 4, 18). Diréis todavía: ¿Cómo puede suceder esto? Sucede, porque nos agarramos a tres verdades: Dios es omnipotente, Dios me ama inmensamente, Dios es fiel a las promesas. Y es Él, el Dios de la misericordia, quien enciende en mí la confianza; gracias a Él no me siento solo, ni inútil, ni abandonado, sino comprometido en un destino de salvación, que desembocará un día en el Paraíso. El ejemplo de los Santos He aludido a los Salmos. La misma segura confianza vibra en los libros de los Santos. Quisiera que leyerais una homilía predicada por San Agustín un día de Pascua sobre el Aleluya. Él verdadero Aleluya --dice más o menos-- será el Aleluya del amor pleno; éste de acá abajo, es el Aleluya del amor hambriento, esto es, de la esperanza. Alguno quizá diga: Pero, ¿si soy un pobre pecador? Le responderé como respondí, hace muchos años, a una señora desconocida que vino a confesarse conmigo. Estaba desalentada, porque --decía-había tenido una vida moralmente borrascosa. ¿Puedo preguntarle --le dije-- cuántos años tiene? --Treinta y cinco. --¡Treinta y cinco! Pero usted puede vivir todavía otros cuarenta o cincuenta años y hacer un montón de cosas buenas. Entonces, arrepentida como está, en vez de pensar en el pasado, piense en el porvenir y renueve, con la ayuda de Dios, su vida. Cité en aquella ocasión a San Francisco de Sales, que habla de « nuestras queridas imperfecciones ». Y expliqué: Dios detesta las faltas, porque son faltas. Pero, por otra parte, ama, en cierto sentido, las faltas en cuanto que le dan ocasión a Él de mostrar su misericordia y a
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nosotros de permanecer humildes y de comprender también y compadecer las faltas del prójimo. Las enseñanzas del Concilio No todos con dividen esta mi simpatía con la esperanza. Nietzsche, por ejemplo, la llama « virtud de los débiles »; haría del cristiano un ser inútil, un segregado, un resignado, un extraño al progreso del mundo. Otros hablan de « alienación », que mantendría a los cristianos al margen de la lucha por la promoción humana. Pero «el mensaje cristiano --ha dicho el Concilio--, lejos de apartar a los hombres de la tarea de edificar el mundo..., les compromete más bien a ello con una obligación más exigente» (Gaudium et spes núm. 34, cf. núm. 39 y 57, así como el Mensaje al mundo de los Padres Conciliares, del 20 octubre 1962). Han ido también surgiendo de vez en cuando en el transcurso de los siglos afirmaciones y tendencias de cristianos demasiado pesimistas en relación con el hombre. Pero tales afirmaciones han sido desaprobadas por la Iglesia y olvidadas gracias a una pléyade de Santos alegres y activos, al humanismo cristiano, a los maestros ascéticos a quienes Saint-Beuve llamó « les doux », y a una teología comprensiva. Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, incluye entre las virtudes la jucunditas, o sea, la capacidad de convertir en una alegre sonrisa --en la medida y modo convenientes-- las cosas oídas y vistas (cf. II-II, q. 168 a. 2). Gracioso, en este sentido --explicaba yo a mis alumnos-- era aquel albañil irlandés, que se cayó del andamio y se rompió las piernas. Conducido al hospital, acudieron el doctor y la religiosa enfermera. «Pobrecito --dijo ésta última-- os habéis hecho daño al caer ». A lo que respondió el herido: « No Madre; no ha sido al caer, ha sido al llegar a tierra cuando me he hecho daño ». Declarando virtud al bromear y hacer sonreír, Santo Tomás se colocaba en la línea de la « alegre nueva » predicada por Cristo, de la hilaritas recomendada por San Agustín; derrotaba al pesimismo, vestía de gozo la vida cristiana, nos invitaba a animarnos con las alegrías sanas y puras que encontramos en nuestro camino.
La palabra de Jesús Cuando era yo muchacho, leí algo sobre Andrew Carnegie, un escocés que marchó, con sus padres, a
América, donde poco a poco llegó a ser uno de los hombres más ricos del mundo. No era católico, pero me impresionó el hecho de que hablara insistentemente de los gozos sanos y auténticos de su vida. «Nací en la miseria --decía--, pero no cambiaría los recuerdos de mi infancia por los de los hijos de los millonarios. ¿Qué saben ellos de las alegrías familiares, de la dulce figura de la madre que reúne en sí misma las funciones de niñera, lavandera, cocinera, maestro, ángel y santa?» Se había empleado, muy joven, en una hilandería de Pittsburg, con un estipendio de 56 miserables liras mensuales. Una tarde, en vez de pagarle enseguida, el cajero le dijo que esperase. Carnegie temblaba: « Ahora me despiden », pensó. Por el contrario, después de pagar a los demás, el cajero le dijo: « Andrew, he seguido atentamente tu trabajo y he sacado en conclusión que vale más que el de los otros. Te subo la paga a 67 liras ». Carnegie volvió corriendo a su casa, donde la madre lloró de contento por la promoción del hijo. « Habláis de millonarios --decía Carnegie muchos años después--; todos mis millones juntos no me han dada jamás la alegría de aquellas once liras de aumento ». Ciertamente, estos goces, aun siendo buenos y estimulantes, no deben ser supervalorados. Son algo, no todo; sirven como medio, no son el objetivo supremo, no duran siempre, sino poco tiempo. « Usen de ellos los cristianos --escribía San Pablo-como si no los usaran, porque la escena de este mundo es transitoria » (cf. 1 Cor 7, 31). Cristo había dicho ya: « Buscad ante todo el reino de Dios » (Mt 6, 33). La auténtica liberación cristiana Para terminar, quisiera referirme a una esperanza, que algunos proclaman como cristiana, pero que es sólo cristiana hasta cierto punto. Me explicaré. En el Concilio, también yo voté el « Mensaje al mundo » de los Padres Conciliares. Decíamos allí: la tarea principal de divinizar no exime a la Iglesia de la tarea de humanizar. También voté la Gaudium et spes; me conmoví luego y me entusiasmé cuando salió la Populorum Progressio. Creo que el Magisterio de la Iglesia jamás insistirá suficientemente en presentar y recomendar las soluciones de los grandes problemas de la libertad, de la justicia, de la paz, del desarrollo. Y los seglares católicos nunca lucharán suficientemente por resolver estos problemas. Es un error, en cambio, afirmar que la liberación política, económica y social coincide con la salvación en
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Jesucristo; que el Regnum Dei se identifica con el Regnum hominis; que Ubi Lenin, ibi Jerusalem. En Friburgo, durante la 85 reunión del Katholikentag, se ha hablado hace pocos días sobre el tema « el futuro de la esperanza ». Se hablaba del «mundo» que había de mejorarse y la palabra « futuro » encajaba bien. Pero si de la esperanza para el « mundo » se pasa a la que afecta a cada una de las almas, entonces hay que hablar también de « eternidad ». En Ostia, a la orilla del mar, en un famoso coloquio, Agustín y su madre Mónica, « olvidados del pasado y mirando hacia el porvenir, se preguntaban lo que sería la vida eterna » (Confess. IX núm. 10). Esta es esperanza cristiana; a esa esperanza se refería el Papa Juan y a ella nos referimos nosotros cuando, con el catecismo, rezamos: « Dios mío, espero en vuestra bondad... la vida eterna y las gracias necesarias para merecerla con las buenas obras que debo y quiero hacer. Dios mío, que no quede yo confundido por toda la eternidad ». LA VIRTUD TEOLOGAL DE LA CARIDAD 27 de setiembre de 1978 «Dios mío, con todo el corazón y sobre todas las cosas os amo a Vos, bien infinito y felicidad eterna nuestra; por amor a Vos amo al prójimo como a mí mismo y perdono las ofensas recibidas. Señor, que os ame cada vez más». Es una oración muy conocida entretejida con frases bíblicas. Me la enseñó mi madre. La rezo varias veces al día también ahora; y trataré de explicárosla palabra por palabra como lo haría un catequista de parroquia. El sublime viaje del amor Estamos en la «tercera lámpara de la santificación» de que hablaba el Papa Juan: la caridad. Amo. En clase de filosofía, el profesor me decía: ¿Conoces el campanario de San Marcos? ¿Sí? Eso significa que éste ha entrado de alguna manera en tu mente; físicamente sigue estando donde estaba, pero ha impreso en tu interior una especie de retrato suyo intelectual. En cambio, ¿amas el campanario de San Marcos? Esto quiere decir que ese retrato, desde dentro, te empuja y te mueve, casi como que te lleva, te hace caminar con el ánimo hacia el campanario, que está fuera. Resumiendo: amar significa viajar, correr con el corazón hacia el objeto amado. Dice la Imitación de
Cristo: el que ama currit, volat, laetatur, corre, vuela, goza ( l. III, cap. V, 4). Amar a Dios es, por tanto, un viajar con el corazón hacia Dios. Un viaje bellísimo. De muchacho, me entusiasmaban los viajes narrados por Julio Verne («Veinte mil leguas de viaje submarino», « De la tierra a la luna », «La vuelta al mundo en 80 días», etc. ) Pero los viajes del amor a Dios son mucho más interesantes. Están contados en las vidas de los santos. Por ejemplo, San Vicente de Paúl, cuya fiesta celebramos hoy, es un gigante de la caridad: amó a Dios más de lo que se ama a un padre y a una madre; él mismo fue un padre para prisioneros, enfermos, huérfanos y pobres. San Pedro Claver, consagrándose enteramente a Dios se firmaba « Pedro, esclavo de los negros para siempre ». El viaje comporta a veces sacrificios, pero éstos no nos deben detener. Jesús está en la cruz: ¿lo quieres besar?, no puedes por menos de inclinarte hacia la cruz y dejar que te puncen algunas espinas de la corona, que tiene la cabeza del Señor (cf. SALES, Oeuvares, Annecy, t. XXI, pág. 153). No puedes hacer lo que el bueno de San Pedro que supo muy bien gritar «Viva Jesús» en el monte Tabor, donde había gozo, pero ni siquiera se dejó ver junto a Jesús en el monte Calvario, donde había peligro y dolor (cf. SALES, Oeuvares, t. XV, pág. 140). Amar a Dios con todo el corazón El amor a Dios es también viaje misterioso: es decir, uno no lo emprende si Dios no toma la iniciativa primero. « Nadie --ha dicho Jesús-- puede venir a mí si el Padre no le trae » (Jn 6, 44). Se preguntaba San Agustín: y entonces ¿dónde queda la libertad humana? Pero Dios que ha querido y construido esta libertad, sabe cómo respetarla aun llevando los corazones al punto que Él se propone: parum est voluntate, etiam voluptate traheris, Dios te atrae no sólo de modo que tú mismo llegues a quererlo, sino hasta de manera que gustes de ser atraído (SAN AGUSTÍN, In Io. Evang. Tr. 26, 4). Con todo el corazón. Subrayo aquí el adjetivo « todo ». El totalitarismo en política es malo. En cambio, en religión nuestro totalitarismo respecto a Dios cuadra estupendamente. Está escrito: « Amarás a Yavé, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu poder, y llevarás muy dentro del corazón todos estos mandamientos que yo hoy te doy. Incúlcaselos a tus hijos, y cuando estés en tu casa, cuando viajes, cuando te acuestes, cuando te levantes, habla siempre de ellos. Átatelos a tus manos, para que te sirvan de señal; póntelos en la frente entre tus ojos;
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escríbelos en los postes de tu casa y en tus puertas » (Deut 6, 5-9). Ese « todo » repetido y aplicado a la práctica con toda insistencia es de verdad la bandera del maximalismo cristiano. Y es justo: demasiado grande es Dios, demasiado merece El ante nosotros, para que se le puedan echar, como a un pobre Lázaro, apenas unas migajas de nuestro tiempo y de nuestro corazón. Es el bien infinito y será nuestra felicidad eterna: el dinero, los placeres y las venturas de este mundo comparados con Él, apenas son fragmentos de bien y momentos fugaces de felicidad. Amarle sobre todas las cosas No sería prudente dar mucho de nosotros a estas cosas y poco a Jesús. Sobre todas las cosas. Ahora se aboca a una confrontación directa entre Dios y el hombre, entre Dios y el mundo. No sería justa decir: « O Dios o el hombre ». Se debe amar « a Dios y al hombre »; pero a este último nunca más que a Dios o contra Dios o igual que a Dios. Con otras palabras: el amor a Dios es prevaleciente sin duda, pero no exclusico. La Biblia llama santo a Jacob (Dan 3, 35) y amado de Dios (Mal 1, 2; Rom 9, 13), nos lo presenta empeñado en siete años de trabajo a fin de conquistarse a Raquel para mujer suya; « y aquellos años le parecieron sólo unos días por el amor que le tenía » (Gén 29,20). Francisco de Sales hace un comentario breve de estas palabras: « Jacob --escribe--ama a Raquel con todas sus fuerzas, y con todas sus fuerzas ama a Dios; pero no por ello ama a Raquel igual que a Dios, ni a Dios igual que a Raquel. Ama a Dios como a su Dios sobre todas las cosas y más que a sí mismo; ama a Raquel como a mujer suya sobre todas las demás mujeres y más que a sí mismo. Ama a Dios con amor absoluto y soberanamente extremo, y a Raquel con sumo amor conyugal; un amor no es contrario al otro, porque el de Raquel no atropella las prerrogativas del amor de Dios » (Oeuvares t. V, pág. 175). Amar al prójimo como a sí mismo Por amor a Vos amo al prójimo. Estamos aquí ante dos amores que son «hermanos gemelos» e inseparables. A algunas personas es fácil amarlas; a otras, difícil; no nos resultan simpáticas, nos han ofendido y hecho daño; sólo si amo a Dios en serio, llego a
amarlas, en cuanto que son hijos de Dios y porque Dios me lo pide. Jesús ha señalado también cómo amar al prójimo, o sea, no sólo con el sentimiento, sino también con las obras. Este es el modo, dijo. Os preguntaré: tenía hambre en la persona de mis hermanos pequeños; ¿me habéis dada de comer cuando estaba hambriento? ¿Me habéis visitado cuando estaba enfermo? (cf. Mt 25, 34 ss.). El catecismo concreta éstas y otras palabras de la Biblia en el doble elenco de las siete obras de misericordia corporales y las siete espirituales. El elenco no está completo y haría falta ponerlo al día. Por ejemplo, entre los hambrientos hay no se trata ya sólo de este o aquel individuo; hay pueblos enteros. Todos recordamos las graves palabras del Papa Pablo VI: « Con lastimera voz los pueblos hambrientos interpelan hay a los que abundan en riquezas. Y la Iglesia, conmovida ante tales gritos de angustia, llama a todos y cada uno de los hombres para que movidos por amor respondan finalmente al clamor de los hermanos » (Populorum progressio, 3). Aquí a la caridad se añade la justicia, porque --sigue diciendo Pablo VI-- «la propiedad privada para nadie constituye un derecho incondicional y absoluto. Nadie puede reservarse para uso exclusivo suyo lo que de la propia necesidad le sobra, en tanto que a los demás falta lo necesario» (Populorum progressio, 22). Por consiguiente «toda carrera aniquiladora de armamentos resulta un escándalo intolerable» (Populorum progressio, 53). A la luz de estas expresiones tan fuertes se ve cuán lejanos estamos todavía --individuos y pueblos-- de
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amar a los demás «como a nosotros mismos», según el mandamiento de Jesús. Otro mandamiento: perdón de las ofensas recibidas. A este perdón parece casi que el Señor da precedencia sobre el culto: « Si vas, pues, a presentar una ofrenda ante el altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y luego vuelve a presentar tu ofrenda » (Mt 5, 23-24). Avanzar siempre en el amor Las últimas palabras de la oración son: Señor, que os ame cada vez más. También aquí hay obediencia a un mandamiento de Dios, que ha puesto en nuestro corazón la sed del progreso. De los palafitos, de las cavernas y de las primeras cabañas, hemos pasado a las casas, a los palacios y a los rascacielos; de los viajes a pie, a lomos de mula o de camello, a los coches, a los trenes y a los aviones. Y se desea progresar todavía más con medios cada vez más rápidos, alcanzando metas cada vez más lejanas. Pero amar a Dios --ya lo hemos vista-- es también un viaje: y Dios lo quiere cada vez más intenso y perfecto. Ha dicho a todos los suyos: « Vosotros sois la luz del mundo, la sal de la tierra » (cf. Mt 5, 13-14); « sed, pues, perfectos como perfecto es vuestro Padre celestial » (Mt 5, 48).
Esto quiere decir amar a Dios no poco, sino muchísimo; no detenerse en el punto a que se ha llegado, sino con su ayuda avanzar en el amor.