Separata especial de revista Número Tico Braun —autor de Mataron a Gaitán, el texto más esclarecedor sobre el 9 de abril de 1948— tiene la virtud de mirar los hechos más allá de lo obvio y lo manido. En este ensayo sobre la guerra y la paz en Colombia habla sobre el honor, la traición, el respeto, la humillación, el orgullo, el aislamiento, la soledad, la honestidad, la exclusión y la ausencia de un espíritu, de una simbología que permita a cada colombiano sentirse parte de un proyecto nacional.
Colombia: entre el recuerdo y el olvido
AVES DE CORRAL, TOALLAS, WHISKY... Y ALGO MÁS 1
Por Herbert Braun Traducción de Ana Cristina Mejía University of Virginia
«Todos los colombianos, cada uno en su medio y en la medida de sus posibilidades, tenemos que meter el hombro por el país. A la gente hay que explicarle, o recordarle si sabía y se le olvidó, lo que significa en la vida tener país. Y tal vez la mejor manera es mostrar la penuria, la soledad, el desconcierto que se clava en lo más hondo del ser cuando no se tiene patria, o cuando teniéndola no se disfruta porque los peligros fuerzan su ausencia». Iván Marulanda
El presidente y el guerrillero «Hoy hemos venido a cumplir una cita con la historia —declaró el presidente Andrés Pastrana—. Nos hemos tardado medio siglo en hacerlo».
Así comenzaron, el 7 de enero de 1999, las conversaciones de paz más anticipadas en la historia reciente de Colombia, cuando el jefe de Estado, un hombre con cara de niño —tenía cuarenta y cinco años—, se aprestaba a reunirse en San Vicente del Caguán, un pequeño pueblo fronterizo del cual pocos colombianos habían oído hablar, con Manuel Marulanda Vélez, el septuagenario, solitario y legendario jefe guerrillero que durante más de cincuenta años ha sido conocido como Tirofijo 2. Es el jefe máximo de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc), el movimiento rebelde que se formó en 1964 de las diversas bandas de hombres que buscaban defenderse en el campo, algunos desde 1946. Integradas ahora por
más de sesenta frentes, las Farc proclaman orgullosamente que en sus filas hay por lo menos 18.000 hombres y mujeres en armas, todos bien entrenados y disciplinados. Es el movimiento más grande de los dos que siguen en pie de aquellas organizaciones aparentemente de izquierda que se formaron en los años sesenta y setenta. El otro es el Ejército de Liberación Nacional (ELN), que se inspiró en la Revolución Cubana y ha sido ideológicamente más programático que las más antiguas Farc. El ELN se ufana de tener unos 5.000 combatientes.
Marulanda se ganó su alias de guerrero, Tirofijo, con el cual no ha estado nada contento, cuando era joven, y no tanto por su buen ojo para enfilar su rifle contra otros
seres humanos, sino por la gran puntería que tenía para darles a pájaros que sobrevolaban 3. Llegó a ser llamado Manuel Marulanda Vélez en honor de un poco conocido guerrillero liberal del siglo XIX. Nació Pedro Antonio Marín, proveniente de una familia de pequeños terratenientes que no era del todo pobre. Antes de que el siglo pasado llegara a su mitad, Marulanda y catorce primos —las familias rurales en ese entonces eran grandes, y casi siempre todos los hombres peleaban juntos en un mismo bando— salieron de sus casas huyendo de las filas conservadoras que se disponían a eliminar a cuanto liberal había por ahí. Marulanda ha estado huyendo desde entonces.
Manuel Marulanda Vélez es el jefe guerrillero más viejo del mundo. Es poco lo que se sabe de él. Casi nunca habla de sí mismo en público. Cuando la conocida periodista Alma Guillermoprieto salió a entrevistarlo allá en agosto de 1986, «Él vivía rodeado por una guardia personal en su propio pequeño recinto, a unos pocos pasos del cuartel general. Aunque sabíamos que era el encargado del entrenamiento militar y de las operaciones de combate, actuaba como si lo que más le preocupara fueran sus aves de corral y las verduras de su jardín. Robusto, de una modestia casi irritante y de pocas palabras, llevaba sobre un hombro una de esas toallas blancas que portan los campesinos. A veces la usaba para protegerse del sol. A veces se la quitaba para espantar una que otra mosca. Nos dio una versión bastante más escueta del discurso que ya le habíamos oído a Jacobo Arenas, cofundador e ideólogo principal de las Farc, quien nos dijo con demasiada insistencia que Marulanda podía ser campesino, pero le gustaba leer libros» 4 Aunque lo que lee Marulanda trata casi exclusivamente sobre estrategias militares, aquí vemos una vez más cómo un líder importante de las muchas veces silenciosas pero también persistentes, y en ocasiones combativas guerrillas de Colombia, busca la respetabilidad a través de los criterios culturales de las formalmente educadas élites de la ciudad. Porque las guerrillas surgieron hace medio siglo en busca de sus jefes urbanos. Al iniciarse las conversaciones entre Pastrana y Marulanda, se sentía como si el centro de gravedad de la nación se desplazara de la capital bogotana a las provincias alrededor de San Vicente del Caguán. Estas conversaciones fueron las primeras entre un presidente y el eterno jefe guerrillero, gracias a la inaudita visita que Pastrana hizo a Marulanda allá en las montañas cuando él aún era candidato a la presidencia. Catorce mandatarios han pasado por la mirada distante de Marulanda, doce de los cuales fueron elegidos popularmente. Tal vez ninguno de ellos contempló la posibilidad de reunirse en persona con el guerrillero. Fotografías a todo color en la prensa, y apariciones en vivo en la televisión de Marulanda y Pastrana envueltos en un tradicional abrazo, suscitaron la expectativa general de que este último era el candidato que tenía las mejores posibilidades de pactar la paz en el país. Marulanda dio a entender que con Pastrana él sí podría conversar. En una extraordinaria transmutación del poder, es bien posible que el candidato le deba la presidencia al guerrillero. Un cierto nivel de confianza parecía haberse desarrollado entre estos dos hombres, aun cuando el jefe guerrillero tenía más la edad de Misael Pastrana Borrero, padre del candidato, quien había sido presidente entre 1970 y 1974. Y el joven Pastrana, que consiguió su reputación pública como presentador de noticias en un canal de televisión, luego fue secuestrado y después resultó elegido alcalde de Bogotá, aceptó afanosamente muchas de las
exigencias de los guerrilleros. Es el primer jefe de Estado en dialogar con los rebeldes sin antes estipular que se desmovilizaran e hicieran entrega de sus armas. Los guerrilleros sabían que al no ser una entidad combatiente, no tendrían poder con qué negociar con el gobierno. Ninguna de las conversaciones previas con las Farc y el ELN había llegado a mucho.
Al asumir la presidencia, Pastrana les entregó a Marulanda y a sus hombres un enorme espacio de tierra del tamaño de Suiza, aproximadamente 41.000 kilómetros cuadrados, en el que vivían menos de 60.000 personas. San Vicente del Caguán quedaba allí. Se dio la orden de remover todas las fuerzas militares de la zona. Las Farc sacaron del área a policías, maestros, médicos, jueces, alcaldes, funcionarios estatales, notarios públicos y sacerdotes. La guerrilla por fin pudo descansar: tenía un lugar que podía llamar propio, desde el cual podía negociar con el gobierno con más calma y seguridad. Las Farc realizarían incursiones armadas, una tras otra, en los alrededores y en zonas distantes de Colombia. Ocultaban allí a sus víctimas de secuestro. Existía una disciplina militar, sin ninguna duda, pero San Vicente se convirtió en una zona distante de las austeras comunidades que Marulanda y sus guerrillas habían organizado en las décadas de los cincuenta y sesenta para defenderse del ejército. Se convirtió en un lugar bastante escandaloso. La música retumbaba en todos los bares. Se conseguían condones y diafragmas con mucha facilidad, dado que los bebés no eran muy apreciados en territorio rebelde. Fluía libremente el alcohol: whisky escocés, coñac Rémy Martin y vodka Absolut. Gracias a las antenas parabólicas se podían ver programas de televisión de todo el mundo, mientras que los jóvenes guerrilleros cantaban —en español y en inglés— y bailaban música pop estadounidense. Las Farc tienen mucho dinero. Obligan a los terratenientes tradicionales a pagar impuestos de guerra, reciben plata de los pequeños y grandes cultivadores de coca —a los que protegen— y ganan importantes sumas de dinero de su amplio negocio de secuestro. A pesar de que el hedonismo y el jolgorio no habían sido lo que atrajo a las guerrillas a San Vicente, el lugar llegaría a convertirse, quizá no sorpresivamente, en un sitio lleno de vida. Banderas colombianas de todos los tamaños cubrían el espacio. Se oía música por todas partes. Colombianos estaban a punto de conversar con colombianos sobre Colombia. Había electricidad en el aire. Pastrana y su numerosa comitiva llegaron a la fortaleza guerrillera. Marulanda no apareció. Su silla quedó desocupada. En su lugar envió a uno de sus lugartenientes a que leyera su discurso. Marulanda no llegó, aun cuando el presidente había hecho el viaje hasta el Caguán para comenzar unas conversaciones de paz altamente publicitadas y cuidadosamente organizadas. La prensa internacional se hizo presente. Hasta Fidel Castro le había aconsejado a Marulanda que pactara con el presidente. Luego de unos momentos terriblemente embarazosos y de unos silencios largos, la reunión comenzó. En su discurso, escrito con anterioridad, el presidente no volvió a referirse a esos cincuenta años de historia que abarcaban el conflicto con las guerrillas. Para él, éste era un problema sin pasado, por lo menos no un pasado utilizable, que tuviera alguna significación redimible, para él y para la nación. La lucha guerrillera no era más que un atavismo, algo que no estaba relacionado con una nación que se modernizaba, algo que se había dejado atrás hace muchos años. El presidente habló más bien, con gran fervor, de un futuro de paz y concordia. Las palabras del líder guerrillero, por el contrario, sí aludieron al pasado. En realidad, no se refirieron a mucho más. Y estaban llenas de rencor. Para los visitantes de la ciudad, el encuentro con los guerrilleros en el campo sin duda constituía un desafío y una aventura. Para la mayoría de los anfitriones rurales, especialmente para los más viejos, este encuentro tenía algo en común con los que habían ocurrido hace décadas entre ellos y los jefes políticos venidos de la ciudad. Joaquín Gómez, el portavoz de Marulanda, quien leyó el discurso cuidadosamente escrito del jefe guerrillero, hizo un recuento pormenorizado de los eventos acontecidos desde los primeros años de los sesenta. Gómez les agradeció a los distinguidos visitantes el haber acudido a lo que se constituía como la primera reunión «en treinta y cuatro años de confrontación armada declarada por el Estado en 1964, contra cuarenta y ocho hombres, con la asesoría militar y la ayuda económica de Estados Unidos, que le entregó quinientos millones de pesos al presidente de ese entonces, Guillermo León Valencia, para acabar con las supuestas “repúblicas independientes”, que existían tan sólo en la mente del parlamento, en
cabeza del doctor Álvaro Gómez (que en paz descanse), quien promovió un forzoso debate contra éstas, para justificar la represión». Los hechos son detallados, precisos. El tono es fuerte, pero también respetuoso. De los difuntos, sin importar qué tan malos hayan sido en vida, no se habla mal.
El discurso guerrillero procedió a relatar los hechos de 1990, cuando el cuartel de las Farc, que se hallaba en Casa Verde, un lugar al cual los negociadores de la ciudad habían acudido varias veces, y que estaba conectado por radio y teléfono con el palacio presidencial en Bogotá, fue atacado por el ejército. «Con esta nueva agresión —entonó Gómez—, el ejército oficial se apoderó de trescientas mulas de carga, setenta caballos de silla, mil quinientas cabezas de ganado, cuarenta cerdos, doscientas cincuenta aves de corral, cincuenta toneladas de comida…». Estas palabras del guerrillero causaron una sensación extraña. Pastrana y los miembros de su comitiva no habían ido allí a oír sobre un pasado distante o lejano. Algunos se sobresaltaron. Otros se sonrieron, reaccionando con una cierta condescendencia urbana. Se debieron preguntar si el jefe guerrillero estaba a la altura de la delicada tarea que todos tenían que afrontar. Seguramente también escucharon perplejos que habían sido el Estado y el ejército, y no la guerrilla, los responsables de haber comenzado esta guerra hace tantos años. Para ellos, el discurso se hallaba fuera de lugar y de tiempo. Estos pequeños detalles sobre unas gallinas, perdidas años atrás, no parecían ser los más apropiados para un momento de tal envergadura histórica. Pero la memoria de Marulanda, así como la de todos aquellos que se sienten afligidos y maltratados, y en especial de los que han vivido días y noches tan monótonos en el campo, es larga e intensa. En sus pocas declaraciones públicas durante las últimas cinco décadas, él casi siempre se refiere tanto a incidentes que acaban de ocurrir como a otros que ya están en el pasado lejano, algunos más grandes que otros, cuando él y sus hombres se vieron calumniados y menospreciados por los jefes urbanos. Marulanda habla de las bombas de 1964 como si todavía vislumbrara el resplandor del metal que le caía del cielo. Y él sabe que las bombas llegaron con la asistencia militar de Estados Unidos. Su movimiento remonta sus orígenes formales e institucionales como guerrilla al 21 de mayo de 1964, el primer día en que el ejército empezó a atacarlos a él y a sus pocos hombres, mujeres y niños en un sitio llamado Marquetalia, una de esas supuestas repúblicas independientes. Con cada aniversario, los rebeldes recuerdan y conmemoran esos hechos. Escaparon de Marquetalia para seguir con vida. A partir de esos recuerdos, Marulanda salta a aquellas aves de corral, como si los dos eventos fueran una misma cosa. Quizá lo eran. Marulanda y algunos de sus hombres se han convertido en algo más que unos campesinos netos, y los guerrilleros han desarrollado lazos urbanos, pero el jefe sigue pensando como un campesino. La tierra y los animales no han dejado de sobresalir en su modo de pensar. La propiedad cuenta mucho. Sin ella, él y sus hombres no sobrevivirían. En ambos casos, en 1964 y en 1990, la vida misma estaba en juego. Marulanda toma estas agresiones a pecho. Más que una cuestión ideológica, él vive y se acuerda de esos eventos como una agresión en su contra y por tanto, como veremos, en contra de su honor y su dignidad. Desde los orígenes, a mediados del siglo, ha sido bien difícil distinguir lo político de lo personal en los conflictos que se han venido repitiendo en el campo colombiano. Fue precisamente de esta misma manera como comenzó, cuando los liberales tuvieron que abandonar sus tierras y sus animales para no dejarse matar a manos del gobierno, de la policía, del ejército, y de todos aquellos conservadores, alborotados y sanguinarios, que los perseguían. Es casi como si en Casa Verde a Marulanda le hubieran vuelto a robar sus aves de corral, su comida misma. Consciente de su nueva audiencia urbana y nacional en San Vicente del Caguán, Marulanda procede a declarar que «A pesar de la gravedad de todos estos hechos, la clase política, valiéndose de la manipulación de los medios de comunicación, ha querido sembrar de manera artificial la amnesia parcial en la mente de los colombianos, para que olviden estos hechos, los que permanecerán latentes en la memoria histórica de nuestro pueblo». Marulanda parece sospechar que ya muchos colombianos se han olvidado de él y de su movimiento. Él sólo puede recordar.
Finalmente, en el discurso guerrillero se hace un llamado a la «reconciliación» entre las partes en disputa y por la «reconstrucción» de la nación colombiana5. Pastrana y su comitiva debieron preguntarse a qué se refería el jefe guerrillero, y qué podría significar una reconciliación, pues no se podían imaginar un pasado en el cual ellos y sus antepasados habían estado de alguna manera unidos a los guerrilleros. Para ellos, la labor que tenían en frente era la construcción de algo nuevo y diferente, sobreponiéndose al pasado. La delegación urbana que se encontraba en San Vicente del Caguán pensaba en lo bueno que el futuro les iba a traer; los guerrilleros, por su parte, estaban enfocados en todas esas cosas tan terribles que ya habían sucedido. Menos de cuatro años después, aquellas grandes expectativas que se suscitaron alrededor de las conversaciones se habían desmoronado6. «Marulanda es un ser muy primitivo», declaró Pastrana. En las páginas de la revista Diners, una publicación mensual para ejecutivos, profesionales y otros que llevan en sus bolsillos y sus carteras la tarjeta de crédito Diners, al lado de propaganda para hoteles exclusivos, restaurantes exquisitos y costosos lugares vacacionales, el presidente reflexiona acerca del porqué salió todo tan mal, ahora que su proceso de paz había fracasado estrepitosamente el 20 de febrero de 20027. Pastrana, sin la mirada de hombre ingenuo que portaba hace poco y con el pelo canoso, se ve como un hombre de distinción, hasta con un aire de gravitas. Pero está cansado y frustrado. Toda su presidencia terminaba en un fracaso rotundo. Sin saberlo aún, el 7 de agosto lo remplazaría en el palacio presidencial Álvaro Uribe Vélez, quien prometería no volver a conversar con la guerrilla, sino derrotarla en el campo de batalla. No era el primer jefe de Estado que hacía esa promesa. Las conversaciones que el nuevo presidente sostendría con la guerrilla seguramente serían intermitentes y circunscritas, y muy poco públicas. Pastrana había llegado a pensar que una estrecha relación personal se había desarrollado entre él y Manuel Marulanda. Se llegarían a ver dos veces más. «La verdad es que se trata de un político, le gusta la política. Compartimos historias y hablamos de por qué nacieron y por qué las Farc. Le gusta hablar de política…», dice, casi sorprendido. Siente que puede tratar con el jefe guerrillero. Parecía que tenían mucho en común. «Él y yo hicimos sobre todo un compromiso de palabra». En el corazón del presidente, los dos hombres llegaron a un entendimiento entre caballeros, una de esas relaciones de siempre que permanecen en lo profundo de la política colombiana8. Desanimado, se esfuerza por encontrar una explicación del porqué falló esa relación. «Nadie puede decir que Andrés Pastrana no hizo todo lo que estaba a su alcance por lograr la paz… y lo que queda claro es que yo siempre cumplí mi palabra… Pero aunque campesino, faltó a la palabra desde el primer día, cuando dejó la silla vacía». Ésta era una relación vívida, más personal que política. En la mente del presidente, las negociaciones no tenían mucho que ver con ideología, estrategias o poder político. En efecto, era como si el conflicto no tuviera historia. La llegada de la paz, para él, sólo consistía en lograr un nivel de confianza con Marulanda. Al final, Pastrana se sintió traicionado, incluso humillado por el jefe guerrillero. Para entender lo que le había pasado a él, y por tanto a su nación, el presidente acudió a ideas y a un lenguaje que no había sido parte del discurso político en Colombia desde por lo menos la primera mitad del siglo anterior. «Es muy triste que Colombia haya perdido esa confianza que le tenía a la palabra de un campesino, como todos creíamos que era la de Marulanda. Yo confié en esa palabra. Y repito que era muy interesante un proceso fundamentado en la palabra del presidente de la república y la palabra de un campesino. Era algo sagrado». El presidente piensa en voz alta cómo se estará sintiendo el guerrillero. «Creo que una de las cosas que más le deben afectar emocionalmente a él fue el haber incumplido la palabra, porque incumplir la palabra para cualquier campesino colombiano es muy duro. También hay que entender un poco la posición de Marulanda, un hombre que vive en las montañas, confrontado o enfrentado al mundo entero. Eso es muy complicado». Esta visión eterna, bucólica y paternalista del campo colombiano y sus humildes habitantes, en poco afectados por la modernidad, el individualismo, el amor propio y la secularidad, de hecho, más allá del proceso histórico, era el pan de cada día de la dieta intelectual de los pensadores del partido conservador en el siglo XIX, hasta más o menos 1950, cuando la Violencia entre la gente del campo los hizo revaluar su pensamiento sobre la naturaleza misma del pueblo y de la nación. Aunque bastante menos común que los puntos de vista más
agresivos y denigrantes, generalmente sostenidos —a través de la historia— por los colombianos de la ciudad sobre la gente del campo, las palabras del presidente expresan vívidamente el dilema que enfrentaba. Cuando acude al pasado en busca de una respuesta, lo único que encuentra es un mito. Se dice que Andrés Pastrana busca ahora a Dios para sostenerse en sus momentos difíciles. En las páginas de la misma revista, en la misma edición, Manuel Marulanda reflexiona sobre el proceso de paz antes de que llegara a su fin9. Al preguntársele sobre su relación con el presidente, Marulanda «soltó una risa medio contenida, breve, silenciosa, de campesino desconfiado y que no tiene buenos dientes», escribe Antonio Caballero, quien viajó al campo a entrevistar al jefe guerrillero. «Pues él llega acá en su helicóptero, echa dos chistes y se va», contesta Marulanda. El guerrillero albergaba una idea bien distinta de su relación con el jefe de Estado. Hasta se burla de él. «Con Samper nosotros bregábamos a ver si nos desmilitarizaban la Uribe, pero Bedoya y los militares no lo dejaron. Entonces llegó Pastrana, que era candidato, y nos dijo que si además de la Uribe no queríamos otros cuatro municipios. ¿Y qué íbamos a decir nosotros? Pues que sí».
Parece que Marulanda no concibió las conversaciones con el presidente y sus emisarios como algo que podría traer resultados serios. Desde su perspectiva, no había temas sustanciales que discutir. El guerrillero sabía que las autoridades civiles y militares rechazaban ampliamente la política de paz del jefe del Estado, que en la ciudad se encontraba sitiado, que tenía poco poder real y que escasamente tenía los medios para sustentar cualquier compromiso importante que se pudiera contraer. Los militares sospechaban de las negociaciones del presidente con los rebeldes. Marulanda sabía también que Pastrana estaba preparando una gran ofensiva militar contra la guerrilla con la ayuda, una vez más, de Estados Unidos con el Plan Colombia, un programa iniciado por el presidente Bill Clinton en 1999 para ayudar al gobierno colombiano a fumigar los cultivos de coca y al mismo tiempo privar a la guerrilla de las sustanciosas ganancias que obtenían al cobrar impuestos a los cultivadores y los transportadores de ese producto. El mandatario estaba jugando con un arma de dos filos.
Marulanda dudaba también de que el gobierno pudiera controlar a los paramilitares. Fundados en los años ochenta, sobre todo por terratenientes que buscaban protegerse de la guerrilla, estas organizaciones se habían convertido en grandes y letales fuerzas de combate por derecho propio, que combatían a menudo a la guerrilla más efectivamente de lo que podían hacerlo las débiles y desabastecidas fuerzas militares. Los paramilitares colaboraban con el ejército a través de uniones informales y se les acusaba de muchas de las violaciones de derechos humanos que todos los bandos cometen rutinariamente, en especial contra la población rural, y de manera creciente contra maestros urbanos, líderes sindicales e intelectuales. Los paramilitares son responsables de cerca del 80% de las 3.500 muertes causadas por estas guerras cada año. Ellos también se han visto involucrados con mucha fuerza en el tráfico de drogas, probablemente más que la guerrilla. Marulanda y su grupo negociador estipularon que sólo hablarían de paz cuando el presidente tomara medidas contra los aliados militares informales del gobierno. «Aquí el gobierno no manda —le dice Marulanda a Antonio Caballero—. Ni siquiera a sus propios militares. Lo que vienen a hablar aquí es carreta: ni la cumplen ni la pueden cumplir. La oligarquía quiere que la paz le salga gratis, porque está acostumbrada a eso». De nuevo, Marulanda recuerda rápidamente el pasado, cuando diferentes gobiernos han hecho pequeñas, quizás incluso irrisorias promesas insultantes para lograr que ellos depongan las armas. «Por un azadón, como los que repartía Duarte Blum cuando Rojas. O por un taxi, como los que prometía Belisario, que ni los daba». Con gran sarcasmo, el guerrillero se queja de todos los altos comisionados de paz que el presidente le ha mandado para conversar con la guerrilla. Aparentemente, ni se acuerda de quiénes son. «El de ahora, que se llama ¿cómo?». Los ve como unos títeres insignificantes. Agrega que uno de los comisionados es tan ignorante que no tiene idea de que a una familia pobre de cocaleros le cuesta más la comida en el Putumayo de lo que le vale a la familia del
comisionado en la ciudad de Bogotá. «Ellos no saben. No les importa. No quieren entender… ¿No ve que esa gente no entiende sino a plomo?». Una de las pocas personas de la ciudad que Marulanda ha llegado a admirar es Hernán Echavarría Olózaga, el industrial de casi noventa años que formó parte de una de las comitivas que fueron al Caguán. Durante uno de los muchos encuentros entre la guerrilla y representantes de la sociedad civil, Echavarría se echó un discurso sobre los orígenes de la Violencia en los años treinta, cuando Marulanda era sólo un niño. El guerrillero lo escuchó atentamente, y después exclamó: «¡Ese hombre es un berraco!»10. Marulanda, cuando piensa en los de la ciudad, se refiere al «egoísmo», la «arrogancia» y la «ignorancia» de ellos. Es llamativo su énfasis en actitudes personales como factores en el conflicto. Para él también, así como para el presidente, la lucha parece no tener mucho que ver con estrategias, ideologías o el poder político, pero sí con la historia. El presidente pudo pensar que tan sólo sostenía una agradable conversación con el guerrillero cuando se refería a los orígenes de las Farc. Pero para el guerrillero, de lo que se estaba hablando tan cabalmente era de su vida, su existencia, su razón de ser, cada soplo de su vida. Y en verdad, los comisionados de paz eran casi todos unos hombres muy jóvenes, que sin duda desconocían la historia de la lucha guerrillera y no tenían prácticamente ningún interés por saber o aprender algo de esa historia. Además, era poco lo que conocían de la Colombia rural y de la vida de los campesinos. Para los políticos urbanos, la guerrilla no era más que un vestigio de una época ya pasada, unos dinosaurios, como los llamó el presidente César Gaviria (1990-1994) hacía unos diez años. Hay muy pocos indicios de que los negociadores estuvieran siquiera un poco intrigados por Manuel Marulanda y su largo pasado.
Las reacciones del jefe del Estado y del guerrillero ante el fracaso de las conversaciones de paz son curiosamente similares. Ninguno se siente culpable de ese fracaso. El presidente se lamenta de que Marulanda lo traicionó. El guerrillero se queja de que Pastrana y sus delegados, así como los de todos las negociaciones anteriores, no los trataron a él y a sus hombres con la seriedad y el respeto que ellos sienten que se merecen. Éste es un factor de suma importancia para Marulanda. Una y otra vez, desde los años cincuenta y sesenta, ha rechazado reunirse con políticos o militares si no se han dirigido a ellos de la manera cortés y formal que se les debe como rebeldes en armas11 Las conversaciones de paz que comenzaron el 7 de enero de 1999 fueron una salida ambiciosa para el presidente. Él llegó al Caguán con una gran sonrisa, lleno de confianza, sintiendo que una nueva página se abría para el país. Para Marulanda, estas conversaciones no eran exactamente como las muchas que ya había sostenido, pero sí tenían bastante en común con ellas: todas habían terminado en fracaso. En esta ocasión, el guerrillero no llegó. Su asiento permaneció desocupado, quizás como un signo de que este conflicto tenía una larga historia. Marulanda resolvió no hacerse presente por el simple hecho de que el presidente de turno había, al fin, decidido hablar con él12. Hace mucho, los rebeldes y los presidentes se reunían a menudo en el campo. Ahora, varios años después, el futuro que todos anhelaban no iba a llegar tan fácilmente, porque el presidente no se había equivocado. Una cita con la historia se había demorado más de cincuenta años. Ritos y conversaciones
Hace años, cuando la política tenía todavía un significado profundo para muchos colombianos, cuando en el fondo del alma la gente estaba convencida de que era liberal o conservadora, en los tiempos en que el siglo XX arribaba a la mitad de su trayecto, los mandos medios de los partidos políticos en las áreas rurales —ampliamente conocidos en sus terruños y a la vez bien conectados con los dirigentes políticos de las ciudades— se lanzaban a pronunciar discursos de tono sofisticado en la plaza del pueblo ante muchedumbres o pequeños grupos que les prodigaban su admiración. Con gran fanfarria organizaban las visitas a sus localidades de los dirigentes urbanos, hombres que viajaban frecuentemente a lo largo y ancho del país, bien sobrevolando los elevados picos de los tres ramales de la cordillera andina, o por caminos peligrosos que en ocasiones quedaban sepultados bajo avalanchas de barro, e incluso a
caballo, para encontrarse con sus clientelas rurales. En las ciudades, estos dirigentes aparecían en los balcones para pronunciar sus grandilocuentes discursos sobre temas de interés nacional frente a las multitudes. Una vez que el espectáculo público llegaba a su fin, estos mismos hombres se reunían a hablar entre ellos. Tanto sus discursos públicos, como las conversaciones que sostenían sobre múltiples temas en el campo y en las ciudades, eran altamente valorados por todos13. La oratoria era un verdadero arte. Y precisamente de esas conexiones guerrilleros rurales y dirigentes políticos urbanos de Colombia han vivido durante un prolongado medio siglo plagado de intimidades y distanciamientos, expectativas y temores, acuerdos y malentendidos. Su relación surge de una amplia cultura política, que el historiador inglés Malcolm Deas describe como extrañamente «comunicativa, fluida, no maniquea». Afirma Deas que tales relaciones han dado lugar a una «historiografía rica en memorias, anécdotas, incidentes, bosquejos, es íntima, conversacional, personal, incluso… en sus recientes versiones revolucionarias»14. Según el historiador Jorge Orlando Melo, dirigentes rurales y urbanos han participado en una cultura de «negociaciones, acuerdos, amnistías, indultos y otros procesos de paz desde 1901, hasta los esfuerzos de negociación que se han desarrollado sin cesar desde 1981 hasta hoy. Desde 1954 o 1957, una paz negociada siempre se ha evocado como la única buena salida al conflicto»15. La paz con las guerrillas ha sido el tema más importante de todas las campañas presidenciales, y de cada presidencia, desde 1978 hasta el presente16.
Este universo discursivo ha sido posible por los sucesivos viajes de guerrilleros que se desplazan a la ciudad o, con mayor frecuencia, de dirigentes civiles que se trasladan al campo, plasmado en negociaciones, discursos, declaraciones, proclamas, peticiones, llamados, cartas, mensajes, comitivas, comisiones, delegaciones, reuniones, entrevistas, conversaciones, faxes y correos electrónicos. Guerrilleros y civiles han intervenido en un prolongado ritual de intercambios pacíficos intensamente verbales que parecen ser muy significativos y bastante valorados por las partes involucradas, aunque quizás en especial, o por lo menos hasta hace poco, por aquellos que orgullosamente se han percibido a sí mismos como «los de abajo». En realidad, cuando se los observa desde el campo, estos intercambios son vitales. Y desde el comienzo mismo queda la impresión de que uno de los líderes guerrilleros se ha centrado particularmente en ellos. Isauro Yosa recuerda que por allá en los años cincuenta y sesenta, a Marulanda «ni le gustaba el trago ni le gustaba la pelea. Soñaba con negociar»17. No podemos estar tan seguros de que a Marulanda no le guste el trago ahora. A principios de los años sesenta, Marulanda se entregó al mayor Carlos Hernando Gil González, cuando estaba a punto de ser capturado, quizá por otra banda de hombres armados. El mayor lo llevó, rodeado de una pesada guardia, al general Ricardo Charry Solano, que a su vez se encargó de que a Marulanda le dieran un puesto en el Ministerio de Transportes, en la construcción de carreteras. Pero ahí no duró mucho, seguramente agobiado por la rutina del trabajo, y se fue una vez más al monte18. El 27 de mayo de 1964, cuando el ejército ya había empezado sus maniobras alrededor de Marquetalia, la más nombrada de esas «repúblicas independientes», Marulanda envió a dos de sus hombres para interceptar a un inspector de carreteras y a un farmacéutico del distrito de obras públicas del Huila, en un sitio llamado Rioclaro, en los límites del Huila con el Tolima, en la carretera en construcción entre El Carmen y Planadas, para que le entregaran al gobernador González Trujillo y al coronel Corredor Pardo, comandante del batallón Tenerife, una carta firmada por Marulanda, indicándoles que las autoridades deberían enterarse de ella. En la conversación que sostuvieron los dos guerrilleros y los dos funcionarios del Estado, éstos fueron informados de que en el documento Marulanda señalaba que no permitiría la entrada de tropas a la región por él dominada, pero que sí aceptaría que civiles hicieran la carretera. En la carta se enfatizaba en la construcción de escuelas, puestos de salud y almacenes de víveres. Luego del encuentro, los dos funcionarios cumplieron con la misión que los había llevado a la región. Al entregar la carta, los dos funcionarios, cuyos nombres no se dieron a conocer, dijeron que les parecía que a Marulanda lo tenía sin cuidado la presencia de soldados en la región19 Sin embargo, el 1º de mayo de 1964 apareció un texto en El Tiempo, dieciséis días antes de que empezara el ya anunciado «gran plan de acción cívica militar» del ejército contra Marquetalia. «Informaciones obtenidas anoche por uno de nuestros redactores dan cuenta de
que su eminencia el cardenal, arzobispo de Bogotá, monseñor Luis Concha Córdoba, en nota cuyo texto aún no se ha dado a conocer, negó el permiso solicitado por los sacerdotes monseñor Germán Guzmán, Camilo Torres y Gustavo Pérez, para formar parte de la comisión socioeconómica que proyectaba viajar a las regiones del sur del departamento del Tolima, muy especialmente a Marquetalia, con el fin de buscar un entendimiento con los campesinos para las labores de pacificación que actualmente adelanta el gobierno nacional… La nota en la cual su eminencia el cardenal niega el permiso solicitado fue enviada ayer al ministro de Guerra encargado, mayor general Gabriel Rebeiz Pizarro, en respuesta a una carta que el general Rebeiz envió en días pasados al señor cardenal, informándole de la labor que la comisión se proponía adelantar con la cooperación de las fuerzas armadas, y a la vez solicitándole el permiso respectivo para el viaje de los sacerdotes»20.
Al día siguiente, los otros tres miembros de la comisión, Gerardo Molina, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna, los dos últimos autores junto con Germán Guzmán del ahora clásico libro La Violencia en Colombia, publicado en 1962 y reeditado en 1964, informaron a la opinión pública que sin la participación de los tres sacerdotes la comisión no podía funcionar a cabalidad y, por tanto, quedaba desintegrada21 También se rumora —y los rumores son un factor vital en todas estas historias— que en 1974 o en 1975, el jefe guerrillero ofreció viajar a Bogotá y entregarse, pero Alfonso López Michelsen, en aquel entonces el presidente, le dejó saber que no lo recibiría. Políticos urbanos y guerrilleros rurales forjaron una existencia muy marcada por el género y caracterizada por encuentros entre varones. Operaban en una cultura masculina profundamente relacional y personalista22. Los encuentros son festivos pero llenos de tensión y desconfianza. Comienzan y terminan con abrazos, cuando la distancia jerárquica entre los protagonistas no es muy grande o cuando no se impone la desconfianza. Una que otra vez serán suficientes los saludos formales, un apretón de manos ceremonioso y colectivo siguiendo algún orden colorido, desde los más importantes hasta los menos importantes apostados a lado y lado. Si bien se trata de encuentros ritualizados y que siguen un guión aceptado culturalmente, están lejos de constituir una fórmula y en ocasiones pueden ser bastante incómodos. En marzo de 2000, cuando un grupo conformado por algunos de los capitalistas más importantes de Colombia fue a encontrarse con los guerrilleros, no sabían bien cómo debían saludarlos. «Saludaron al máximo comandante guerrillero con un brazo por encima del hombro, como se saludan los hombres a quienes les parece insuficiente darse la mano pero darse un abrazo les parece demasiado»23. Además, se brindan cigarrillos y se comparten las comidas.
Los hombres beben, por lo general whisky y brandy, licores extranjeros y quizás elitistas, en vez de la cerveza, el ron o el aguardiente que se producen en el país. Cuando Antonio Caballero fue a entrevistar a Marulanda para el artículo antes citado, los dos hombres decidieron de antemano que tratarían de evitar el alcohol, pues recordaban una reunión que sostuvieron quince años atrás junto con el ya fallecido Jacobo Arenas, segundo al mando de las Farc, durante la cual la situación llegó a tal punto que «al día siguiente no nos acordábamos de nada». Aun así, esta vez iniciaron la conversación al segundo día, justo antes del amanecer, con «vodka puro en vasito de aguardiente»24. El 12 de enero de 2002, cuando el enviado de las Naciones Unidas, el estadounidense James LeMoyne, fue a realizar un esfuerzo de último minuto para salvar las negociaciones de paz, demostró un extraordinario conocimiento de las costumbres locales cuando decidió llevar como obsequio una botella de escocés de dieciocho años. Los guerrilleros le correspondieron con su propia ofrenda: una botella de doce años25. LeMoyne y Joaquín Gómez, el negociador principal de la guerrilla, se saludaron con un «efusivo abrazo»26.
A lo largo de este prolongado período, la política en Colombia raras veces ha dejado de ser un arte en el cual unos pocos hombres, y en la actualidad algunas mujeres, se reúnen para conocerse, conversar, ponerse de acuerdo. Los hombres se siguen dando abrazos, mientras que las mujeres urbanas y los hombres y mujeres rurales intercambian apretones de manos. Hoy en día las conversaciones públicas y personales constituyen aún la esencia de la vida
pública. Se percibe tensión en el ambiente cuando se producen estos encuentros, los cuales despiertan un profundo sentido de protagonismo personal entre los negociadores. Cada uno de ellos está convencido de ser quien finalmente logre un trato que traiga paz a la nación. La prensa describe paso a paso dichos encuentros, los cuales logran una cierta audiencia popular en un país en el que la mayoría de la gente no quiere saber mucho de política. Se trata de ritos por lo general intensos y existenciales. La reunión del 7 de enero de 1999 fue uno de ellos.
Sorprendentemente, a través de largas décadas de encuentros, en las conversaciones entre el gobierno y las Farc casi nunca se ha hablado de manera sistemática sobre asuntos públicos o políticos tales como distribución de la riqueza, reforma agraria o reforma política. Siempre los han dejado para después. Las Farc no han llevado a la mesa ideas socialistas o comunistas, a pesar de que frecuentemente reclaman tener estas ideologías. Más bien, las partes del conflicto parecen creer en la propiedad privada. De hecho, lo que sostienen ideológicamente las Farc, aparte de los asuntos personales y de una reconciliación con los líderes del país, no es del todo claro; tampoco pueden decir públicamente que estas preocupaciones son «todo» por lo que han venido luchando, aunque sería más acertado.
La euforia que sobrevino a los políticos y a los guerrilleros de las Farc mientras viajaban, tomaban y cantaban juntos por Europa en febrero del 2000, en un recorrido que se llegó a conocer como el Eurotour, demuestra el significado que tienen estos encuentros para los participantes, así como los fuertes lazos que unen a los antagonistas de tales guerras. Cuando llegaron a Noruega, «Una de las mejores rumbas del viaje (…) estábamos tan felices que casi nos subimos a las mesas». «Así somos los colombianos», exclamó Víctor G. Ricardo, el alto comisionado para la paz. «Hablamos de paz y también de política». «Fue un ejercicio de convivencia», declaró el coordinador del Comité Temático, «que nos hizo entender que somos parte del mismo equipo». Raúl Reyes, uno de los dirigentes de las Farc, manifestó que «Los colombianos no podemos seguir matándonos unos a otros»27.
El penetrante paternalismo urbano que está en el centro del conflicto rara vez deja de sentirse a través de las locuaces narrativas que se escriben sobre estos encuentros. Aun en momentos de tan singular solidaridad entre los dos bandos como en el viaje europeo, un observador no pudo más que trazar una perceptiva línea entre ellos. «Esto ha sido algo así como la presentación formal de una debutante inquieta a la sociedad culta»28. Al día siguiente hubo entre ellos unos fuertes guayabos, los cuales sin duda les proporcionaron un sentido de fraternidad más estrecho del que en realidad existía entre ellos. El alcohol había surtido su efecto. Orígenes: inclusiones
Todo comenzó hace mucho. Un momento, uno de varios, es revelador. El 20 de diciembre de 1951, el expresidente y jefe del partido liberal, Alfonso López Pumarejo, en ese entonces cabeza de la Dirección Nacional Liberal, decidió viajar a los Llanos Orientales para encontrarse con unas bandas de hombres liberales que se estaban organizando para defenderse de los conservadores. López ya tenía sesenta años. Los guerrilleros eran todos hombres bastante más jóvenes. López era conocido por esos rumbos, no sólo como político, sino también como el dueño de unas tierras, como patrón. Primero les informó que llegaría, y luego parece que cambió de opinión. Vaciló. Ya no podía tener la seguridad de que los alzados en armas harían lo que él les ordenara. López sabía que esos hombres le irían a reclamar, que necesitaban mucha ayuda, que eran exigentes, y él y los jefes liberales no estaban en condiciones de apoyarlos.
La violencia había brotado en varias partes del país, entre éstas los Llanos. Laureano Gómez, el dogmático e intransigente caudillo derechista del partido conservador, había llegado a la presidencia a pesar de que su partido era minoritario y se encontraba profundamente
dividido. Los liberales rehusaron participar en las elecciones de 1950, alegando que el gobierno de Mariano Ospina Pérez (1946-1950) no les ofrecía las suficientes garantías para realizar una campaña electoral. Casi medio siglo de paz entre los dos partidos llegaba a su fin. Los compromisos a los que los jefes de los dos partidos habían logrado llegar una que otra vez, por medio de un complejo sistema de convivencia que les permitía entenderse en la vida pública pese a sus agudas diferencias ideológicas y personales, se desmoronaban. Se dieron cuenta de pronto de lo difícil que era dirigirse la palabra entre ellos con su acostumbrada civilidad. La política urbana se hallaba en un completo desorden. Los jefes liberales estaban convencidos de que los conservadores en el campo mataban y despojaban de sus tierras a sus seguidores, y que esa violencia estaba apoyada por el gobierno, por la policía —en ese momento una institución muy partidaria— y algunas veces también por los militares. Los liberales en el campo buscaban la dirección de sus jefes, necesitaban dinero y armas para defender sus vidas. Aspiraban a participar en un golpe de Estado, en una revolución —como ellos decían— que acabaría con el gobierno del tirano Gómez. Estos hombres del campo eran liberales. Clamaban por un gobierno liberal en Bogotá. El régimen conservador los quería exponer como personas fuera de la ley, bandoleros, hombres cuyo interés no era más que robar, matar y violar. Así era como las guerrillas que se iban formando querían y necesitaban que su viejo líder apareciera. Tenían miedo de que los fueran a dejar «con los crespos hechos». ¿Qué sucedería con «la bandera izada, nuestras chicas de gala, el pan y las conservas, las botellas de wishky (sic), los cigarrillos, y todas esas cosas que se adquieren de contribución? ¡Oh, qué gran chasco y tanta pérdida de energía, por muchas leguas a la redonda, si el jefe no viniera!»29. Eduardo Franco Isaza, uno de los líderes guerrilleros más educados, cuenta maravillosamente y con mucho colorido la visita de López y la vida de las guerrillas de los Llanos. En esa época, los guerrilleros rurales en varias partes del país sentían una gran admiración por sus jefes urbanos. Seguían con interés sus carreras políticas, sabían algo de sus personalidades, del estilo de su oratoria, de la fuerza de sus convicciones. En un pueblo tras otro, leían los periódicos para guiarse y para informarse. Como muchos eran analfabetos, se formaban en un círculo para oír cómo uno de sus líderes les relataba lo que ocurría en Bogotá y en otras partes del país, les leyera el editorial, los ensayos y los discursos de los jefes. Querían creer en sus líderes. Entendían que ellos eran superiores, que sabían más, que tenían horizontes más amplios. Ellos eran los que manejaban la política del país. Estos hombres aceptaban con gran naturalidad a las élites liberales. Viajaban frecuentemente a Bogotá para conversar con ellos. Se quedaban en las casas de sus jefes, aceptaban su dinero y los protegían cuando caminaban por la ciudad. Los rebeldes buscaban continuamente dirección, orientación. Cuando no había mucho contacto con los jefes, Marulanda, en el Tolima, le decía a su teniente Isauro Yosa: «Hay que mandar un propio a Bogotá a ver qué orientaciones hay»30. A mediados de los años cuarenta, Yosa, también conocido como Míster Líster y uno de los primeros guerrilleros liberales que tiempo después se unió a los comunistas, o comunes, como se les llamaba más informal y menos doctrinalmente, recuerda el encuentro con los líderes civiles en la ciudad, en especial la intervención personal de Alberto Lleras Camargo, el líder del partido, que acababa de ser presidente de Colombia. «Nos devolvimos muy contentos por haberle dado la mano a un doctor tan alto y encopetado». No hay un trazo de ironía en estas palabras. Los rebeldes conocían personalmente a muchos de los líderes nacionales. Los guerrilleros hablaban de política nacional todo el tiempo. Los rumores corrían por doquier. Esperaban constantemente las noticias de un golpe de Estado exitoso en contra del gobierno conservador. El correo de la ciudad era su vida. «No acabábamos de salir —recuerda Yosa— cuando comenzaron a gritarnos: que vengan, que vengan. Había llegado un correo de Bogotá»31.
Por fin López Pumarejo apareció en los Llanos, pero sólo una vez que aseguró que unos soldados lo acompañaran. Su llegada creó «una gran expectativa y alboroto» entre los hombres levantados en armas y entre la población rural que los rodeaba. Después que se bajó
del caballo, el expresidente de la república fue «rodeado de un pueblo atento a todos sus gestos y palabras», recuerda Franco Isaza.
Los guerrilleros elaboraron planes formales para recibir a López, a quien llamaban «el doctor». Esta expresión de respeto y admiración para aquellos que pueden ofrecer una imagen de cultura y conocimiento, tengan o no títulos profesionales, se ha mantenido durante más tiempo en la Colombia tradicional que en otras partes de Latinoamérica. También lo llamaban «el viejo Alfonso», de una manera más íntima. Una vez que «el viejo» llegaba y de que se hacían los saludos iniciales, los protagonistas duraban hasta dos días en varias rondas de conversación. Muchos guerrilleros tenían la oportunidad de intervenir y todos bromeaban al sentir que había cierta confianza y cordialidad. Bebían. Franco Isaza le preguntó a un coronel que acompañaba al expresidente: «Señor, ¿se clava un whisky?». «Caballero, me clavo el whisky», respondió el coronel. «¡Por Colombia! ¡Salud, caballeros!».
Sin embargo, López se mantuvo cauteloso, apartado. «El doctor López acaricia su vaso, sin haberlo probado». Sabía que en Bogotá su visita se prestaba a la burla. Bajo el título «A solas», El Siglo publicó una fotografía en primera plana con él y el «coronel» Franco parados «al pie de un arbolillo, que también sirve de cerca» entre los dos. Otra muestra a los «bandidos» tomando whisky, «del que fue enviado por la Dirección Nacional Liberal»32.
Pero para los guerrilleros en los Llanos hay «alegría, los cuchillos cortan el asado, pasan las bandejas con otras viandas. Los tiples y las maracas echan al viento el joropo. Los fusiles pasan de guerrillero en guerrillero». Hablan y hablan. No se discute nada sustancial, pero no importa. «Se hacen grupos y se habla de muchas cosas al mismo tiempo, sin que falte la manía colombiana de hacer discursos. No hay vivas ni abajos. Es una fiesta fraternal». Los rebeldes estaban llenos de vida. Los guerrilleros entendieron que la sola presencia de López los legitimaba como los portadores de la amplia tradición del liberalismo y los conectaba con el partido, con la ciudad, con los otros grupos guerrilleros y con la nación. «Así corrieron las horas, sin nada concreto. Estábamos adquiriendo postín, sintiéndonos bien… Muchos pensarán que están discutiendo cosas importantes, pero las cosas importantes no se han abordado. Sondeamos asuntos y, sin que se haya hablado mucho, ya hay un hecho: los bandoleros no son bandoleros, somos revolucionarios. Eso lo está cantando la presencia del doctor López en los Llanos, justamente en un cuartel guerrillero. Mañana, y pasado mañana, la prensa lo publicará en documentos gráficos». Ellos necesitaban desesperadamente cobijarse bajo el manto que les ofrecía el estar conectados con los políticos urbanos. La visita de López constituía una victoria para los guerrilleros. Con el jefe a su lado, ya no eran unos simples bandoleros. Esto era una cuestión de un profundo orgullo personal. Ahora el país tenía que referirse a ellos como lo que eran, liberales y revolucionarios, y no con «esa otra palabra que tanto hiere el espíritu, que tanto se martilla en los diarios, que desmoraliza al pobre pueblo humillado y que hace más daño que una bayoneta clavada: bandoleros». Estas palabras pueden llevar un tono melodramático al ser leídas hoy en día, y por fuera del contexto íntimo de la vida de estos combatientes rurales. Pero son palabras profundamente reveladoras, dicientes. Para muchos de los guerrilleros, la diferencia entre ser considerados bandoleros o revolucionarios es una cosa de honor. Si eran bandoleros, eso significaba que eran unos hombres egoístas, que actuaban por cuenta propia y que eran unos ladrones. Como revolucionarios, sus acciones estaban al servicio del partido liberal, de la libertad misma, en favor de las más altas aspiraciones ideológicas, para la nación. Ellos se podían entender como partícipes de un gran proyecto histórico del liberalismo colombiano y mundial, sin importar qué tan vagamente puedan haber llegado a entender esa ideología. Como revolucionarios, actuaban de un modo desinteresado. Eran más que ellos mismos, más que un grupo de individuos. Aún más existencialmente, quizás, como bandidos tan sólo podían ser unos actores locales. Si eran bandoleros, los jefes liberales obviamente no los podían apoyar y defender.
Como bandoleros quedarían desconectados del país. Como revolucionarios se convertían en patriotas, en colombianos. Como bandoleros se les podía olvidar, y se quedarían aislados, viviendo en el anonimato. Los guerrilleros no podían prescindir de sus jefes urbanos. Sin ellos, no tenían honor. Sin ellos, estaban solos. Una vida solitaria y sin honor es lo que más atemorizaba a la gente del campo, especialmente a los hombres 33.
Los jefes conservadores se empeñaron en negarles a los guerrilleros precisamente la respetabilidad que tanto añoraban. «O se es colombiano o se es forajido», declaró El Siglo34. El presidente Urdaneta Arbeláez insistía que no tenía nada que discutir con los «forajidos» de los Llanos Orientales35. Con su típico humor negro, el columnista de El Siglo, Rafael Hugo Porras —quien escribía bajo el nombre de Julio Abril— declaró que «el doctor López se va casi todas las semanas a echarle un vistazo a sus reses y a sus “guerrilleros”, estando ya tan familiarizado con las unas como con las otras, al punto de no hacer distingos al mencionarlos, diciendo simplemente “mis animales” cuando se refiere a los guerrilleros y a las reses». En vez de una política de paz, el columnista sugería el uso del DDT. «A la clase de “guerrilleros” que allí actúan hay que tratarlos como lo que son, ¡como bichos!» 36. Honor y humillación
Los protagonistas de estas conversaciones y de estos conflictos eran hombres que sentían un fuerte deseo de ser reconocidos, no tanto como individuos, sino sobre todo como parte de algo más allá de ellos mismos. El suyo es un mundo definido ampliamente por el honor, y dentro de una larga trayectoria histórica en Colombia durante este medio siglo de conflictos, por la pérdida del honor, por la humillación37.
La mayor parte de los estudios que se han escrito sobre el honor tienen que ver con el mundo antiguo38, con el sur de Estados Unidos39, y como un fenómeno que surge del carácter mediterráneo40. El sentido del honor en Latinoamérica se ha entendido mejor en el período colonial que en el siglo XX, y mucho de nuestro entendimiento tiene que ver con las relaciones entre hombres, mujeres y sexualidad. Ann Twinam señala que había una gran sensibilidad hacia lo que significaba el honor cuando lo encuentra en la vida pública de Hispanoamérica donde «el honor no era una prescripción interna para un apropiado comportamiento ético —no era sinónimo de integridad, o de honestidad, o de virtud, aunque demostrar dicho comportamiento fuera necesario para conservar o transferir el honor. Más bien el honor estaba establecido en la esfera pública, donde la reputación de un individuo era manejable y en última instancia definida por sus iguales»41. Glen Caudill Dealy ve el honor de una manera atemporal como una de las creencias y formas de comportamiento esenciales de lo que él llama «la civilización del caudillaje»42.
El honor se puede entender como parte de un orden social más tradicional en donde las relaciones públicas son más personales que contractuales, y en sociedades que culturalmente son más jerárquicas que igualitarias. El rango explícito de individuos y de grupos no se logra con facilidad, pero hay disposición de aceptarlo. Según J.A. Pitt-Rivers, «Aquel a quien se le ha dado autoridad debe poseer la hombría necesaria para que se le sometan sin humillarse»43. El honor se convierte en una de las claves para que individuos de estatus sociales distintos puedan actuar juntos. Dirige el papel público del individuo en la sociedad. De acuerdo con la clásica definición de T.V. Smith, «el honor es el reconocimiento de la demanda externa, pero un reconocimiento que por medio del orgullo se ha encasillado en la ciudadela de nuestro ser»44. Para Pitt-Rivers, «el honor es el valor que tiene una persona sobre sí misma, pero también lo que vale para la sociedad… Por consiguiente, el honor provee el lazo entre los ideales de una sociedad y su reproducción en los individuos, pretendiendo personificarlos»45.
Por supuesto, la humillación de seres humanos que sienten la necesidad de vivir con honor es un fenómeno bastante extendido46. Sin embargo, nos atreveríamos a aseverar que ha
tenido un papel predominante en la historia de Colombia. Daniel Pécaut, el sociólogo e historiador francés, parece que se dio cuenta de esto desde la primera vez que visitó Colombia a principios de los años sesenta. «Percibí que a lo largo de la historia [de Colombia] se había creado un sentimiento de humillación de las clases subalternas, muy diferente del sentimiento puro de la pobreza. La “humillación” es el revés de lo que las élites llamaban las “clases humildes”. Tal sentimiento tenía que ver con el hecho de que realmente nunca se habían consagrado derechos civiles y sociales. No era sólo una cuestión de derechos concretos, sino de la carencia de una simbología nacional capaz de hacer que todos se sintieran miembros de una misma comunidad política». Según su punto de vista, esta humillación establecía la frecuencia de «vínculos de dependencia social», de redes locales, clientelistas y arbitrarias que estaban en contra de un orden social más colectivo, más democrático y más igualitario47. En otras palabras, la humillación resquebrajaba la independencia de la nación o era por lo menos la expresión de su tenue existencia.
Sin embargo, la humillación es también una expresión, por supuesto dolorosa, de la vitalidad de los lazos personales y de un arraigado sentimiento nacionalista en Colombia. Los seres humanos pueden ser humillados por aquellos con los que tienen contactos profundamente emotivos, cuando las relaciones que han establecido son significativas, cuando incluyen grandes esperanzas y expectativas. En Colombia se humilla a los individuos precisamente porque ellos se sienten unidos a los que están más arriba en el estrato social, y con quienes necesitan compartir pensamientos, ideas, ideales, héroes y el deseo de construir una mejor sociedad. Juntos pueden gritar ¡Viva el Partido Liberal! ¡Viva el Partido Conservador! ¡Abajo el Partido Liberal! y ¡Viva Colombia! Se puede humillar a individuos y grupos cuando éstos sienten que tienen el derecho de reclamar, demandar, vociferar, para usar las elocuentes frases que Michael Jiménez utiliza apuntalando el pacto social que él ve como el centro de las relaciones sociales de la Colombia rural en la primera mitad del siglo XX48. Este tipo de humillación parece profundizarse cuando la jerarquía rechaza estos reclamos y las conexiones esperadas se rompen. Porque los partidos políticos, en sus mundos pequeños y clientelistas y en sus amplios mensajes ideológicos, habían establecido contactos íntimos a través del campo colombiano desde poco después de la independencia, hace casi dos siglos49. Estos contactos se intensificaron dramáticamente en los años cuarenta, cuando Jorge Eliécer Gaitán movilizó a miles y miles de colombianos en pueblos y aldeas de todo el país, prometiéndoles una nueva y más íntima integración en la vida nacional50. El viernes 9 de abril de 1948, en una tarde lluviosa, esa promesa se rompió con la acción de un asesino solitario. Estos lazos sociales se deshicieron aún más a principios de la década de los cincuenta. Mucha de la vitalidad de la nación colombiana, por supuesto no toda, parece que surge de abajo. Al mismo tiempo, como hemos visto, los líderes también pueden sentirse humillados cuando los de abajo los rechazan.
Orígenes: exclusiones Los guerrilleros empezaron a sentir a sus líderes tibios, asustados de ayudarlos, y pronto se sintieron traicionados. Pero los jefes liberales en la ciudad veían las cosas de diferente manera. No iban a dirigir a sus clientelas rurales en una rebelión armada contra el gobierno conservador. Para ellos eso habría sido una gran irresponsabilidad. Alfonso López había tratado de darles a entender su punto de vista en los Llanos, sin haber quebrantado la relación con ellos en ese momento, cosa que claramente no deseaba hacer. Tanto él como sus colegas no querían ver a sus seguidores asesinados por los conservadores. Pero, ¿qué era lo que podían hacer?
López escribió una larga carta al expresidente Mariano Ospina, un conservador moderado, el 25 de agosto de 1952. En ella expresó, en términos muy claros, que él y sus colegas liberales entendían que iban a tener que romper relaciones con sus seguidores. Estaban dispuestos a hacerlo para que hubiera paz. «Si es ésta “la última oportunidad que tienen los directores del
liberalismo para cumplir su destino histórico”, según los contemplan o interpretan los jefes de la revuelta armada, estamos resueltos a perderla; y más todavía, a que se produzca el rompimiento definitivo con el pueblo que ellos nos anuncian, antes de allanarnos a dejar de servirlo como nosotros creemos mejor, o a defraudar la confianza pública en la seriedad de las convicciones y propósitos con que hemos venido apersonando la política de paz y concordia». Pelear significaría perder su bien ganado puesto como políticos civiles que creían en la viabilidad de sus instituciones. Significaría ir en contra de todo lo que habían creído51.
Eduardo Santos, también expresidente, manifestó el mismo dramático punto de vista. El 3 de marzo de 1953 escribió: «No se puede luchar contra un ejército organizado con escopetas, revólveres y garrotes. Yo deseo abiertamente que todo cese, que se abandonen esos métodos de lucha, que nos concretemos tan sólo a la acción civil, que requiere tanto valor como otra, y quizás más. Por los caminos de la violencia armada, las guerrillas, la guerra civil, el liberalismo no tiene nada que ganar y sí mucho que perder»52. Pelear sería perder en el campo de batalla y quedarse sin nada. Exhortar a sus seguidores a levantarse en armas sería demandar que renunciaran a sus vidas en un baño de sangre que no tendría resultados positivos para nadie. Esto era algo para lo que los liberales no estaban preparados. No iban a pedir semejante sacrificio humano, especialmente cuando sabían que era poco o nada lo que se podría ganar, ya fuera para ellos o sus seguidores.
Seguramente muchos de los jefes también entendieron que los guerrilleros no entregarían las armas así no más. López fue uno de ellos. «Los revolucionarios consideran muerta la política de paz y de concordia que hemos venidos desarrollando y, por consiguiente, declaran descartada toda posible colaboración con el adversario; vale decir, con el gobierno y con el conservatismo. Lógicamente, desde su punto de vista, nos invitan a acompañarlos en el movimiento en que ellos están comprometidos». Al enfrentar López y sus colegas los abundantes reclamos de los de abajo, debieron haber percibido que aun cuando se les tenía bastante respeto, el «cuadro general de la sociedad colombiana no era el de la deferencia», como años después dijo Malcolm Deas53.
Los liberales estaban entre la espada y la pared. Y lo sabían. La sola existencia de bandas liberales posibilitaba que el gobierno conservador incrementara la violencia en contra y ellos podían hacer muy poco para que esas bandas se reincorporaran a instituciones civiles. Pelear significaría seguir el juego de los conservadores. Entonces alejaron de sus seguidores, se fueron a vivir a las ciudades y muchos se exiliaron.
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Las guerrillas temían precisamente este resultado. Muy al principio de su corta visita a los Llanos, López contó una anécdota de su infancia. Debido a que había estado enfermo durante meses, viajó a Londres a que los doctores lo vieran. Allí le recetaron toda clase de tratamientos y medicamentos, sin ningún resultado. Entonces se fue a Nueva York, donde encontró «el mejor médico, un yanqui muy inteligente», que le dijo que se olvidara de los tratamientos. «No se haga nada, despreocúpese», le dijo el médico, y el joven López rápidamente se curó. «Vea, Franco —le contó a Franco Isaza y a un guerrillero—, el remedio tan sencillo». Los pensamientos inmediatos de Franco al oír la historia de López son muy dicientes: «Medité un instante, quizás el viejo zorro nos quería dar el remedio infalible para ese terrible mal que era la rebelión: el olvido».
El testimonio de Franco Isaza está impregnado de miedo. «Llegaría el batallón Vargas y entonces todos nosotros seríamos allanados, aprehendidos, fusilados o hechos prisioneros como unos delincuentes comunes. ¿Quién nos defendería? ¿Quién diría con autoridad que no éramos unos bandoleros, sino hombres, hijos de la patria, lanzados a la rebelión por la violencia oficial?». Vivían en estado de angustia. Una cosa era ser atacado. Otra, completamente diferente, que los dejaran solos. Mientras los líderes liberales se apartaban más y más, Franco escribe: «Nuestro partido había enmudecido» y se refiere al «mutismo
desastroso» de las «directivas liberales ensordecidas», «el pueblo solo», «la soledad infinita» y «el silencio pegajoso». Estar solo, deambular por el campo para protegerse de los bien armados y organizados chulavitas —asesinos pagados por el gobierno para matarlos—, era un destino terrible.
Cuando los guerrilleros se percataron de que los habían abandonado, reaccionaron con un disgusto visceral en contra de los notables, como también llamaban a sus líderes. El texto de Franco Isaza destila sarcasmo. «Ni autorizamos ni desautorizamos —manifestó el doctor Lleras Restrepo—; dígales a esos muchachos que estamos de corazón con ellos». «“¡Qué grandes jefes tenemos!”, dijo con rabia Tulio. “Esos viejos locos lo hacen matar a uno sin saber a qué horas”, concluyó con sorna Minuto». «Al mismo tiempo las directivas, los intelectuales y las clases privilegiadas del liberalismo huían a sus torres de marfil y hacían el pequeño esfuerzo de callar, olvidando desde la palabra hablada en las tertulias hasta la expresión escrita por la prensa». Marulanda reflexionó sobre el problema probablemente de la manera más simple. Estaba empezando a pensar «que lo que decían los doctores de la dirección liberal era una mierda»54.
Los guerrilleros se les voltearon a los jefes. «Planean y hablan de revolución, conspiraciones, sistemas y panaceas para resolver los problemas inmediatos. Teorías brillantes, características de toda junta de notables… ¿Qué les importa a los guerrilleros cuanto digan o hagan los notables? Los discursos están totalmente desprestigiados». La guerrilla rechazó a los líderes civiles porque no reaccionaron como hombres verdaderos. No habían defendido sus ideas y creencias. Eran pusilánimes, cautelosos y miedosos. Se quejaban de que los líderes estaban en la ciudad de México, Londres, París y Washington. Sabían exactamente quién estaba dónde. A los guerrilleros les costaba comprender que López ni siquiera hubiera defendido su propia casa cuando una plebe conservadora la quemó. Franco sentía que peleaban por algo que había sido suyo. «A los jóvenes de hoy nos toca luchar por algo que se ha perdido y que ninguno ve a tiempo, sino cuando se hallan despojados, humillados, sus casas violadas y la familia de luto».
El lamento de Manuel Marulanda es más penoso. «¿Qué planes tienen? ¿Qué dicen los Lleras, los López? Nada, silenciados… ¿Qué dice la dirección liberal departamental…? Pocas noticias. Nada en absoluto, dejaron de abrir la boca, la sellaron de pensamientos; por tanto, dejaron de pensar por miedo físico. O por lo menos ya no actúan. Nosotros no sabemos nada en absoluto, esta gente está perdida en la bruma de la legalidad de las ciudades… Esta situación está muy complicada, parece que todo cambió de carácter, entonces hay que buscar una solución. Ya no se decía pero ¿con quién la buscamos? ¿A quién recurrimos? ¿Las armas, dónde están las armas, cómo se consiguen…? Si nos quedamos así de tranquilos, nos van a matar a todos. El cuerpo ya no resiste más humillación»55.
Cuando la violencia oficial atacó a los guerrilleros de los Llanos, se les despojó del honor. Vieron su problema en términos masculinos. Ya no tenían nada de fuerza. Sus mujeres los abandonarían para irse con los victoriosos. «Habíamos escapado como ratas, nos sentíamos débiles criaturas sobre cuyas conciencias gravitaba la sensación del vacío y la miseria. Aquellos eran los fuertes, los poderosos, a quienes todo correspondía por derecho de conquista, hasta nuestros sentimientos. Por eso se llevaron a la mujer. Quizás ella estaría conforme, el ancestro de hembra arrebatada por la fuerza como presa codiciada le estaría cantando en las venas. Sentía el desespero de la humillación y los celos. Yo, el rebelde fugitivo, no tenía derecho a la compañía y amor de las mujeres. Ninguno de los nuestros podía mirar tan alto. Nuestra compañera no podía ser más que la soledad en la espesura. Se deslizaba lentamente el tiempo y un silencio embarazoso nos hacía enmudecer. Nadie hablaba, las miradas se cruzaban fugitivas disimulando algo»56 La soledad
El miedo de estar solos, de la soledad, parece ser una de las fuerzas que predominan en la historia colombiana. A mediados de siglo, los políticos urbanos y sus seguidores rurales lamentan el desmoronamiento de los lazos entre patrones y clientes. Ambos experimentan el rompimiento entre ellos mismos como una pérdida, aun cuando los seguidores rurales seguramente lo hayan sentido más intensamente. Cada uno se esfuerza por sobrevivir. Entre 1949 y 1965 emerge en la ciudad y en el campo la política de la nostalgia, cuando la élite de los políticos y sus seguidores rurales anhela el regreso a algo que se parezca al pasado. Como ninguno logra resultados, ambos se vuelven taciturnos y melancólicos57.
Lo que atemoriza al colombiano es estar solo. La soledad agobia. Si la novela insignia del Nobel García Márquez se hubiera basado en la historia de Estados Unidos, seguramente esos cien años habrían tenido mucho de celebración. En Colombia no. Todos piensan que son más de cien años que poco de bueno tienen y nada dieron. ¿Cuántos miles, millones de colombianos no se han escapado de ese aislamiento? En sus Memorias, Alberto Lleras Camargo siente que para los campesinos del siglo XIX «la guerra resultaba un ejercicio alegre que, con sus tiros y sus gritos, sus asaltos y atropellos a la propiedad y a la mujer del prójimo, rompía la sórdida rutina del trabajo… Porque al campesino aislado en su rancho, más que al habitante de la aldea, lo devoraban la soledad, el silencio, la oscuridad nocturna, el impenetrable rostro de la mujer, el ladrido de los perros, el llanto de las criaturas». «La guerra —dice Lleras— era el correo popular, y a veces el único».
A Lleras mismo le pasó algo similar. Ya en la ciudad se unía con los otros intelectuales para encontrarse, para conversar, para sentirse parte de algo grande, amplio, para sobreponerse «al tedio, al frío, a la desolación» del ambiente pueblerino de la Bogotá de los años veinte. Mejor todavía, los intelectuales se iban al extranjero. «Y los demás sentíamos, cada vez que alguien se iba, que éramos náufragos en nuestra isla mediterránea, entre las nubes heladas, tan cerca de los 3.000 metros, separados del mar y de la civilización por espacios sin término…». Un día logró irse él también, «hacia el mundo». Sin embargo, regresa, y su vida la dominan la nostalgia y la melancolía, la saudade»58.
Poco estudiado por los historiadores, por lo menos de Latinoamérica, el concepto de soledad es uno de los grandes temas de las letras colombianas. En un ensayo publicado en El Tiempo en 1952 titulado «Soledad y sociabilidad», Eduardo Caballero Calderón, uno de los escritores nacionales más reconocidos en su época, concluyó que los niveles de violencia más altos sucedieron en los lugares donde el campesino vive «más solo y ensimismado, casi sin contacto con el medio social… donde el hombre vive material y espiritualmente más aislado, más solo, encerrado en un rancho… Mientras no derrotemos la soledad del campesino, que es su peor enemigo, no podremos hacer de él jamás un ser civilizado o un animal social»59. De acuerdo con Gene Bell-Villada, Gabriel García Márquez está «entre los escritores más poderosos que hablan de la soledad, el aislamiento y aun de “alienación”. Pocas soledades como la del ilegítimo Aureliano Babilonia se pueden comparar en la novelística actual, sin amigos y desolado, con conocimiento total de la situación, no le sirve de consuelo mientras Macondo va hacia el abismo»60. La soledad, no sólo de Colombia sino también de Latinoamérica, fue también el tema con que García Márquez aceptó el premio Nobel de literatura. Lamenta la distancia que existe entre Latinoamérica y el resto del mundo, su lejanía cultural y la falta de entendimiento de las potencias.
En la clásica novela sobre la violencia de los años cincuenta, El Cristo de espaldas, Eduardo Caballero Calderón evoca la vida ahí en ese pueblo triste que es una desolación. Es remoto y anónimo. La novela se desenvuelve alrededor de un joven sacerdote que quiere estar ahí y ser el cura de gente buena, lejos de las ciudades. El obispo lo previene. «En ese pueblo, si bien es cierto puedes encontrar el paraíso espiritual en el silencio, la soledad, la ausencia de mundo, la simplicidad de las costumbres y la sencillez aldeana, también puedes caer de bruces, sin saber a qué horas, en el infiernillo de la pequeñeces»61. El sacerdote encuentra el silencio, y no puede con él. «Era un paisaje muerto… Es la muerte, y detrás de esta muerte de las cosas no
está sino el silencio… Este silencio plano y sin profundidad me aterra, como si aquí la tierra muriera continuamente y su cadáver se disolviera en una niebla densa y pegajosa. ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué esta soledad, y esta desolación, y esta muerte?»62. Tales soledades se sienten cuando faltan ciertos intercambios sociales. En Colombia, la segunda virtud de la que habla Benjamin Franklin, el silencio —«Habla sólo lo que beneficie a otros o a ti mismo; evade la conversación vana, frívola»—, no tiene ningún sentido y no se puede seguir63. Mientras que en Estados Unidos se ven los espacios vírgenes como lugares míticos y puros donde el individuo se puede encontrar a sí mismo, estar solo consigo mismo, los colombianos buscan constantemente la compañía de otro, la conversación, pertenecer al mundo social. La felicidad se encuentra en el reconocimiento ofrecido por los otros, no en la soledad64. La dignidad y el honor se basan en la reciprocidad. Muy rara vez se ve en la historia de Colombia que algún grupo de individuos se haya ido al campo a construir una comunidad, dándole la espalda a la sociedad65. Casi no hay ningún movimiento separatista en la historia de Colombia. Los guerrilleros se esfuerzan en combatir esta soledad66. Hicieron múltiples intentos por organizarse colectivamente, en entidades. Ser disciplinados y cohesivos tiene mucho que ver con el instinto de supervivencia. También es un reflejo de una cultura rural en busca de la sociabilidad humana. Franco Isaza añoraba «Una entidad que pudiera recoger las guerrillas y organizarlas hacia el trabajo, unidas en íntimo asocio y contacto con el gobierno, pero responsables ante nuestro pueblo. Una entidad que quedara como fruto de tanto sacrificio y que en todo momento representara a nuestra gente. Una entidad, en fin, que hiciera la gran unidad llanera y se extendiera a todo el liberalismo y al pueblo en general, saldando las distancias creadas por los malditos chulavitas entre guerrilleros y contraguerrilleros. Una fuerza organizada de trabajo, capaz de hacer cumplir del gobierno, y de quien sea, lo convenido».
Era también un esfuerzo por no convertirse en bandoleros. Las guerrillas contaban constantemente sus hazañas. Franco nos habla de un guerrillero que exclama: «“Todo el mundo, ¡atención! Por favor, pónganme atención. ¡A discreción todo el mundo! —gritó—. Yo soy el general Eliseo Velásquez López, quien viene a abrirse el corazón en esta tierra por defender al pueblo. Yo soy aquel…”». Y entonces Franco escribe: «Siguió un largo discurso…». Siempre estaban hablando. «Y se entabló así una conversación animada a lo llanero, con temas como la caballería y la vaquería, comentarios alusivos a la rebelión y conjeturas sobre las próximas aventuras…». Se aseguraban de que todos recordaran quiénes eran y lo que habían hecho. Lo llamaban hacer historia. «Después de hacer historia y examen de la situación a través de toda la lucha, entramos en materia, exponiendo un programa…». Es posible que podamos entender mejor las palabras que Arturo Alape recolectó de Marulanda hace muchos años. «Ya son muchos los años que llevamos gateando en esta lucha… Pero creo que hemos tenido un enemigo, el peor de todos los enemigos. ¿Saben cuál ha sido…? Hablo del aislamiento de esta lucha, que es peor que aguantar hambre por una semana seguida. Entre ustedes los de la ciudad y nosotros, que hemos estado enmontados, hay de por medio una gran montaña. Las voces de ustedes y las voces de nosotros no se escuchan, pocas veces se hablan. No es una distancia de tierras y de ríos, de obstáculos naturales, no es la montaña atravesada. De nosotros es poco lo que se sabe entre ustedes, de ustedes es poca la historia que conocemos aquí»67.
Estos no son los sentimientos de un hombre que se levantó contra el orden social establecido. Suenan más como las expresiones de un hombre entristecido que estuvo muchos años olvidado. Este es un hombre que está luchando para que se le incluya, para ser parte de la nación, que quiere que se le honre y se le respete. En palabras de José Jairo González Arias, los guerrilleros buscaban menos las reformas políticas, no importaba qué extensas y generosas pudieran ser; ellos preferían estar incluidos, «compartir el corazón mismo del poder»68. Cuánto poder político, y a qué nivel, y cómo las guerrillas podrían incluirse en las instituciones de gobierno de la nación depende ahora de su poder militar y de la buena voluntad de los políticos civiles para llegar a un acuerdo. Pero a mediados del siglo pasado, la cuestión del poder político todavía no se consideraba. Continuidades: exclusiones
Unos treinta años después de la ruptura entre los políticos de la ciudad y las guerrillas, el presidente Belisario Betancur (1980-1984) empezó de nuevo «el proceso de paz» organizando reuniones, las cuales estaban llenas de esperanza y expectación. «¡Que haiga paz!», dijo Manuel Marulanda en un español incorrecto al empezar las negociaciones de la Uribe en 1984. Alfredo Molano recuerda que «Las puertas de Casa Verde (la base de las Farc, destruida en aquel ataque masivo del ejército en 1991) se abrieron, y el país supo quiénes eran los comandantes de las Farc. Oyeron hablar a Marulanda y a Jacobo, oyeron hablar a Cano y a Raúl Reyes. Más de uno se sorprendió de que hablaran castellano y muchos mostraron como evidencia del grado de atraso de las guerrillas la frase de Marulanda, “¡Que haiga paz!”»69. Algunos quizás se habrán acordado que esta visión del jefe guerrillero tenía una larga historia. Cuando el ejercito avanzaba sobre Marquetalia, El Tiempo afirmó que «Muchas son las versiones que se han hecho circular sobre la personalidad de “Marulanda” o “Tiro Fijo”, y se ha llegado hasta a decir que en alguna ocasión realizó una gira por Cuba con el propósito de adoctrinarse con los sistemas políticos de aquel país. Todo esto no es nada más que producto de la fantasía, pues en verdad este antisocial, según lo afirman personas que han logrado conocerlo muy de cerca, es un individuo de una cultura elemental. Sus cartas y documentos tienen que ser redactados por uno de sus ayudantes»70.
En 1999 Marulanda llevaba luchando unos treinta y cinco años. Sin embargo, era poco lo que se sabía de él. Vivía en el campo. Durante las décadas de los sesenta, setenta y ochenta se rumoraba una y otra vez su captura y su muerte. Cuando el presidente Andrés Pastrana viajó al campo en su tercera visita histórica para encontrarse con Marulanda los días 8 y 9 de febrero de 2001, la columnista María Isabel Rueda dio la impresión de haber descubierto al líder guerrillero otra vez, y escribió un artículo en Semana. Vio en él la «astucia natural de este campesino malicioso y desconfiado». Y comprendió que muchos en Colombia lo despreciaban. «Ni el hecho de que sea un auténtico campesino —por lo cual unos simplemente lo daban por ignorante y otros por ingenuo—, ni el hecho de llevar varios años a las espaldas, han evitado que Manuel Marulanda sea lo que es: el que manda» en el movimiento guerrillero71.
En febrero del año 2000, la revista Cambio —de propiedad, entre otros, de Gabriel García Márquez— reportó sobre un mitin entre las guerrillas y los políticos con ese característico ingenio urbano. «Se podría tener la sensación de que a los comandantes guerrilleros les pasa lo mismo que a los generales: que cuando se quitan el uniforme verde oliva, pierden mando. Pero cuando uno los ve rodeados por los altos cacaos de la paz, atentos todos al menor guiño de cualquiera de los miembros de las Farc, sabe que la diferencia específica, como decían los jesuitas, existe… Es entonces cuando se constata que son, ante todo, un movimiento de estirpe y modales campesinos o que han olvidado su origen urbano y sus sueños de bachiller… A ninguno —excepción hecha de Simón Trinidad, que es el único que se hace el nudo de la corbata al estilo inglés y no americano— le sienta el vestido de paño. Parecen disfrazados»72.
El 14 de febrero de 2001, Elvira Cuervo, la directora del Museo Nacional, suscitó una controversia nacional cuando sugirió que la toalla de Marulanda —una de esas toallas rayadas que Alma Guillermoprieto en 1986 había señalado que colgaba del hombro del guerrillero— se debería exhibir junto con otras cosas pertenecientes a la cultura nacional, como el traje usado por el candidato presidencial Luis Carlos Galán cuando lo mataron y el gorro del líder del grupo guerrillero M-19, Carlos Pizarro Leongómez, quien fue asesinado mientras volaba en un avión cuando también se estaba postulando a la presidencia. Tratando de explicar la necesidad de incluir la toalla, la señora Cuervo declaró: «Éste es un país sin memoria… Las naciones que no conocen su historia están condenadas a repetirla»73. Algunos estaban a favor de incluir la toalla; la mayoría, en contra. Otros pensaron que el debate era frívolo.
Para D’Artagnan, el famoso columnista de El Tiempo, el debate fue el momento propicio
para desenvainar su pluma. En general estaba en contra de la idea porque la toalla era un objeto muy personal, privado. «Y si Elvira Cuervo insiste en tener la toalla de Tirofijo para exponerla en alguna vitrina bien ubicada de nuestro museo, que ésta esté debidamente usada y lavada. Que no planchada, porque donde mis abuelos hacían eso con las toallas, y luego quedaban como si se les hubiera echado almidón, según derrochaban antes los cachacos en los cuellos y puntas de sus camisas. Lo cual las deja tiesas y lijudas, lo que de paso resulta un riesgo cuando de ventear se trata eso que médicos y toreros científicamente denominan el escroto, que cubre los testículos, y que los demás mortales cariñosamente llamamos güevas»74.
Pero otro columnista, Armando Benedetti Jimeno, hizo énfasis en las tensiones implícitas que habían limitado el desarrollo de las negociaciones para llegar a un arreglo de las guerras. «¿A qué huele Tirofijo? Y hablando de otros ascos, ¿sorbe la sopa Tirofijo? O ¿agarra con las manos la esquiva e incómoda presa de gallina? Y acaso algo más revelador: la sensibilidad heredada, adquirida y reproducida de las clases “superiores” que van al Caguán a negociar, o a lo que sea, ¿perturba, vía los hedores del camuflaje, las posibilidades de la paz?»75. Al abrazarse, ambos lados llevan consigo el bagaje de dos medios culturales muy diferentes. Desodorante y agua de colonia no son de por sí fuerzas históricas importantes, pero sí le dan un olor al cuerpo que a lo mejor no todos encuentran fragante Urbanidad Las tensiones entre la ciudad y el campo son, por supuesto, una característica histórica universal. «El contraste entre el campo y la ciudad como una parte fundamental de la vida — dice Raymond Williams— se presenta desde la antigüedad clásica»76. Este contraste se produce de distinta manera en lugares diferentes. Los colombianos han rehuido el campo durante su historia. Desde la Colonia, la vida ha girado alrededor de la ciudad77. El campo representa desolación. La vida de la ciudad es la promesa de convivencia, la manera racional y culta de vivir entre nuestros semejantes en sociedad. En 1956, un pensador y político conservador expresó un anhelo por un ideal urbano: a la «Ciudad pacata, insular y mediterránea (Bogotá), le ha correspondido desde la Colonia la tarea de formar en torno suyo una nación, orientarla, definir su destino, mantenerla unida y compacta… y ser en todo tiempo la casa solariega a donde llegan todos los colombianos de los más remotos lugares del país en busca de una cultura, de un gran prestigio nacional, de la realización de un sueño ambicioso o simplemente de una existencia cómoda y tranquila al amparo de su hospitalidad»78.
Ahora, la casa ancestral de Gabriel García Márquez, en la lejana Aracataca, la casa en la que se basa Macondo, está en ruinas. Muy pocos colombianos pensarían en ir a conocerla, aun si se convierte en monumento nacional79. El columnista Andrés Hurtado García lamenta esta inclinación por lo urbano. «Definitivamente me enfurezco con los colombianos para los cuales Miami es la ciudad más linda de Colombia… Definitivamente, para arreglar a este país, primero hay que cambiar el corazón de los colombianos. Y punto»80. El pasado de Colombia es rural, es un campo que murmura. Los colombianos reaccionan con miedo y disgusto muy entendibles cuando se les recuerda la violencia que ha devastado al campo desde 1950 y aun anteriormente. En los años sesenta las élites culturales y muchos de los que vivían en los centros urbanos —ricos y pobres— pudieron rechazar el pasado gracias a los gobiernos bipartidistas del Frente Nacional (1958-1974) que construyeron reglas con cuidado y en forma conciliatoria.
Paradójicamente, la violencia del campo se entendió en estos círculos cultos y urbanos como algo predecible. Era la expresión del lado oscuro de la nación colombiana la que se sentía en las vidas limitadas y encerradas de los campesinos provincianos, ignorantes y supersticiosos. Se rumoraba de ellos, a veces en voz alta. Si hay divisiones en la historia colombiana del siglo XX se ven en la cultura misma; en general son asuntos del temperamento entre lo urbano y lo rústico, lo culto y lo rudo, tosco. Las élites han intentado usar calladamente la razón en tiempos de conflicto; los del campo, en especial la clientela intermedia de los líderes políticos, repetidas veces se han lanzado a la acción, a la guerra, aunque muchas veces realmente no lo han querido hacer.
Es posible que más que en anteriores generaciones de líderes en Colombia, aquellos que se separaron de sus seguidores a principios de los años cincuenta y construyeron la coalición de gobiernos por medio de los cuales podían gobernar juntos, fueron hombres urbanos. Vivían a una distancia más grande del campo y de sus maneras rústicas que los líderes del siglo anterior que condujeron a sus hombres a pelear. Eran abogados e ingenieros, poetas y escritores, periodistas e intelectuales, hombres de política civil. Algunos eran terratenientes muy ricos: ya no veían a sus trabajadores rurales como hombres que pudieran sacar de sus labores e incitarlos a que se levantaran a luchar por sus respectivos partidos políticos. Se puede decir que no hay duda de que varios de ellos se sentirían bastantes tontos en tratar de hacerlo. Estos hombres se preocupaban por sus seguidores, aunque los mantuvieran a cierta distancia y no pensaran mucho en el valor de sus vidas. Veían menos a los hombres del campo. No había discusión de que ellos, a principios de los años cincuenta e incluso antes, los habían urgido a que defendieran los ideales de sus partidos y que esto muchas veces los había conducido a la violencia y la muerte. Los periódicos están llenos de este tipo de conflictos. El embajador estadounidense Willard Beaulac estaba desconcertado con todo esto en 1947. «La violencia, me he dado cuenta, se da por entendida… A unos meses de mi llegada, el conflicto armado entre partidarios de los dos partidos políticos estalló en varias provincias… No pude encontrar —declaró fríamente— que estas cosas sean motivo de preocupación excesiva en Bogotá». El embajador se dio cuenta de que «los reportajes de la prensa y los editoriales, y las declaraciones violentas de ciertos líderes políticos con sentimientos exacerbados, incitaban a más violencia». Se refería a los líderes de Colombia como los «demócratas complacientes»81.
La mejor, o quizás la única opción que tenían los jefes liberales, era no hacer nada y dejar esas luchas atrás. Sin líderes, los seguidores dejarían de existir. Sin líderes, ojalá regresaran a sus casas, a sus vidas privadas, a sus mujeres e hijos, a sus tierras. Nos acordamos de la anécdota sobre el médico yanqui que López le había contado a Franco Isaza. «No se haga nada, despreocúpese». Alejarse de las fuerzas misteriosas del campo oscuro parece haber sido una idea ampliamente compartida en esa época. En El Cristo de espaldas, el cura viejo le dice a su joven colega, frustrado después de regresar a la ciudad tras el fracaso de su trabajo en el pequeño pueblo enclavado en el páramo: «¡Aguarda, hombre de Dios! Para todo habrá tiempo. Tienes que aprender que en los pueblos no hay problemas impostergables. Como por lo general se resuelven solos, la experiencia me ha enseñado que lo mejor es no resolverlos»82. El fatalismo es un factor importante en esta historia.
Al «no hacer nada», los jefes políticos en realidad hicieron mucho. Intentaron suavizar el conflicto para que dejara de existir. No sólo rompieron los vínculos con sus seguidores, sino que se ausentaron casi por completo de la vida pública al no oponerse a un pacífico golpe de Estado el 13 de junio de 1953 que derrocó al gobierno conservador de derecha de Laureano Gómez y Urdaneta Arbeláez, una de las demandas centrales de la guerrilla. Con el general Gustavo Rojas Pinilla en el poder, los líderes esperaban que el ejército estuviera por encima de la politiquería y que calmara las acciones en el campo. Pareció funcionar. Cientos de guerrilleros se entregaron durante las amnistías políticas otorgadas por Rojas. En 1952 y 1953, murieron por culpa de la violencia cerca de 22.000 campesinos, con frecuencia de la manera más macabra, pues la gente se mataba entre sí en sus casas, en las calles de sus pueblos, en el trabajo, en frente de sus hijos, dejando los cadáveres tirados para que todo el mundo los viera. Un comportamiento vengativo y peleador dominaba la vida de muchos en diferentes partes del campo83. Sin embargo, en 1954 y 1955, sólo perdieron la vida 1.900 personas. El orden retornaba con rapidez al campo. En ese momento, incluso Marulanda concluyó que políticamente había terminado la lucha contra la policía, los militares y el gobierno84. Comenzó a leer libros sobre estrategia militar.
Y entonces, en 1958, los líderes políticos regresaron al poder en un sistema electoral cuidadosamente orquestado, en el cual se alternaban la presidencia cada cuatro años y se dividirían entre ellos todas las posiciones de autoridad. De esta manera podrían tapar sus conflictos y, al menos, llevarse bien entre ellos. El Frente Nacional, como se llamaba ese
bipartidismo, duró hasta 1974. Este callado y conciliador sistema se diseñó de modo tal que no incitara las pasiones desordenadas de sus seguidores. Durante años, esta política también parecía haber sido útil. Casi logra la desaparición de los rebeldes. De hecho, los políticos urbanos escasamente mencionan a la guerrilla durante la construcción del Frente Nacional. Parecen no haberse dado cuenta de su existencia hasta 1963, cuando políticos conservadores como Álvaro Gómez Hurtado, el hijo de Laureano Gómez, empezaron a atacarlos con retórica virulenta en los pasillos del Congreso debido a su supuesta ideología comunista y sus repúblicas independientes; y el ejército, apoyado por Estados Unidos, los bombardeó en Marquetalia, como ya dijimos, en 1964. A través de los años, lentamente, los rebeldes han crecido en tamaño y en poder. Los ataques militares contra ellos y las fallidas conversaciones políticas, junto con sus propios sentimientos de traición, los han mantenido en la lucha.
En los años cincuenta, mientras los gobiernos modernizantes, populistas y reformistas de otros países de Latinoamérica buscaban diferentes modos de integrar al campo en el tejido nacional, en Colombia las élites políticas trataban de desenredarse de las estrechas conexiones personales, con frecuencia íntimas, que habían mantenido por muchas décadas. De esta profunda y estrecha escisión nació el conflicto que tiene ahora más de cincuenta años. La historia colombiana se diferencia de la de sus vecinos a mediados del siglo pasado. Sus guerrillas permanecen vivas hoy en día, y solas, al menos por ahora, en Latinoamérica. Pasado y futuro
Las palabras de Marulanda el 7 de enero de 1999 en San Vicente del Caguán terminaron con un llamado a la reconciliación entre las partes y por la reconstrucción del país, conceptos que aparecen una y otra vez en las declaraciones de los guerrilleros y en sus conversaciones con los políticos urbanos. Los políticos no han hablado de la reconstrucción del país, pero sí de su construcción, tal como también lo hacen los académicos. Sin un pasado, o por lo menos con uno que poco vale la pena, no hay mucho que reconstruir. Los políticos hablan del futuro, uno que no puede ser menos de lo que ha sido el pasado.
Que el concepto «reconciliación» esté ausente del discurso de los políticos civiles es entendible. Para ellos, las acciones que tomaron los jefes de los dos partidos, especialmente los liberales, no constituyeron una agresión contra sus séquitos en el campo, sobre todo al comienzo, durante los años cincuenta. Ellos no libraron una batalla contra la población rural. No eran asesinos. Todo lo contrario. Como hemos visto, los políticos intentaron apartarse de sus clientelas en el campo. Ellos comprenden que sus acciones se tomaron en bien de los campesinos. Ellos no se consideran los responsables de las violencias que ocurrieron. Al alejarse de sus seguidores, no buscaban humillarlos. Tampoco podrían entender, entonces, que ese sería el resultado de sus acciones. Y viviendo en la ciudad, rodeados por otros, en constante actividad política, social y cultural, en interminables conversaciones, construyendo coaliciones bipartidistas, buscando restaurar la paz, no tenían idea de la desolación y la soledad en la que se quedaron los guerrilleros a comienzos de los cincuenta, y de la que se han tratado de salir desde entonces. Los líderes políticos urbanos no han sido conscientes de una relación histórica con las guerrillas. No tienen mucho que reconciliar.
No es de asombrarse, entonces, que Andrés Pastrana pensara que tan sólo una buena relación personal con Manuel Marulanda bastaría para llevar el conflicto a su fin. Cuando esto no resultó ser tan fácil, el presidente se sintió rechazado y humillado, con su honor desafiado. Posiblemente ahora pueda entender cómo se sentían Eduardo Franco Isaza y Manuel Marulanda Vélez, y el resto de los guerrilleros cuando tuvieron que defenderse por sí mismos en los años cincuenta. Porque los políticos urbanos y los rebeldes rurales comparten más de lo que han logrado darse cuenta. Son parte de una cultura común que se expresa en la búsqueda de la sociabilidad y la necesidad de ser tratado con honor.
Durante el pasado medio siglo, los políticos urbanos y los rebeldes rurales de Colombia escasamente alcanzaron la sociabilidad y el honor entre ellos. Los líderes perdieron a sus seguidores; los seguidores a sus líderes. Ni el uno ni el otro buscaban empeorar las cosas cuando la relación ente ellos se deshizo. No hay manera de saber si sus historias habrían resultado mejores en algo, o por lo menos no tan violentas, especialmente durante los años cincuenta, si de algún modo hubieran logrado mantener los lazos recíprocos. Pero sin duda los conflictos entre ellos no se habrían extendido a lo largo de todas estas décadas. Los guerrilleros no tendrían tanto de qué acordarse y los políticos tanto tiempo para el olvido. Y Andrés Pastrana seguramente no habría viajado al campo ese 7 de enero de 1999 para encontrarse con Manuel Marulanda Vélez.
Notas 1. Iván Marulanda, «El que quiere país, que ayude a hacerlo», El Espectador, 16 de febrero del 2001. 2. El líder guerrillero Manuel Marulanda y el columnista urbano Iván Marulanda no son parientes. 3. Pilar Lozano, «Manuel Marulanda, Tirofijo», El País (Madrid, España), 26 de noviembre del 2000. 4. Alma Guillermoprieto, Looking for History: Dispatches from Latin America (Nueva York, 2001), p. 23. Ver sus ensayos sobre el conflicto colombiano, Las guerras en Colombia, (Bogotá, 2000). Jacobo Arenas murió de causas naturales en 1990. 5. Las palabras de Marulanda Vélez, al igual que las del presidente —con las que empieza este ensayo—, se encuentran compiladas en los documentos producidos por la Agenda Ciudadana para la Paz, con la dirección de Jaime Zuluaga Nieto, Conversaciones de paz: redefinición del Estado (Bogotá, 1999), pp. 295 y 300-305, respectivamente. 6. Un buen recuento de la iniciativa de paz de Pastrana es el de un antiguo líder guerrillero, León Valencia, Adiós a la política, bienvenidos a la guerra: secretos de un malogrado proceso de paz (Bogotá, 2002). Ver también Édgar Téllez et al., Diario íntimo de un fracaso: historia no contada del proceso de paz (Bogotá, 2002). 7. Germán Santamaría, «Cuatro años después», revista Diners, marzo del 2002, pp. 12-19. 8. Para un buen análisis sobre la profunda dimensión de la política colombiana, ver Alexander W. Wilde, Conversaciones de caballeros: la quiebra de la democracia en Colombia (Bogotá, 1982). 9. Antonio Caballero, «A la sombra del fusil», revista Diners, marzo del 2002, pp. 20-26. 10. Juanita León, «Crónica de un encuentro en el Caguán», El Tiempo, 19 de marzo del 2000. 11. Manuel Marulanda Vélez, Cuadernos de campaña (Bogotá, 1973), p. 115; Gabriel Puyana García, Vivencias de un ideal: relatos que pueden ser historia (Bogotá, 2001), pp. 152-53.
12. Marulanda ha insistido en que no se presentó porque temía una amenaza contra su vida. Aunque es entendible cierto nivel de paranoia en un hombre que ha estado preocupado por su vida durante medio siglo, su explicación es poco creíble. De hecho, su vida podría no haber estado más segura que mientras compartía un escenario público con el presidente, quizás el líder rebelde sentía la necesidad de restablecer su credibilidad después de haber dejado metido al presidente. También es posible que luego se haya arrepentido de sus acciones.
13. De las ideas comparativas generales que aparecen en los ensayos de Peter Burke contenidos en The Art of Conversation (Ithaca, 1993) aprendí mucho sobre el lugar que ocupa la conversación —y el silencio— en las diversas culturas, que, como veremos, es una de las fuerzas motrices centrales de la historia de Colombia. 14. Malcolm Deas, «Canjes políticos: reflexiones sobre la violencia política en Colombia», en Malcolm Deas y Fernando Gaitán Daza, Dos ensayos especulativos sobre la violencia en Colombia, (Bogotá, 1995), pp. 68-70. 15. Jorge Orlando Melo, «La paz: ¿una realidad utópica?», en Semana, 2 de diciembre de 1999.
16. El liberal Julio César Turbay Ayala (1978-1982) prometió lograr la paz derrotando a las guerrillas, pero durante su administración aumentaron en tamaño y fuerza. Desde 1982, comenzando con Belisario Betancur, cada presidente ha ofrecido alcanzar la paz, fundamentalmente mediante el diálogo. A raíz del fracaso de las conversaciones de Pastrana con las guerrillas, el presidente Álvaro Uribe Vélez, que asumió el poder en agosto de 2002, ha prometido de nuevo lograr la paz derrotando a la insurgencia. 17. Alfredo Molano, Trochas y fusiles (Bogotá, 1994), p. 53. 18. «Yo capturé a Marulanda», Semana.com, 24 de febrero del 2001. 19. «Mensaje de “Tirofijo” a las autoridades», El Tiempo, 28 de mayo de 1964. 20. «Negado permiso a sacerdotes para ir a Marquetalia», El Tiempo, 1 de mayo de 1964. 21. «Se desintegró misión a Marquetalia», El Tiempo, 3 de mayo de 1964. 22. La vida de las mujeres durante este período es más difícil de descifrar que la de los hombres. En un artículo reciente realicé una exploración inicial y especulativa sobre las formas como hombres y mujeres pueden haber vivido la Violencia de los años cincuenta, con base en narraciones, testimonios y cuentos de ficción. Herbert Braun, «¿Cómo vivieron los colombianos la Violencia?», revista Número 35 (Bogotá, diciembre del 2002), pp. 72-77. 23. Juanita León, op. cit. 24. Antonio Caballero, op. cit., pp. 22 y 24. 25. Andrew Selsky, «Envoy’s Encounters Helped in Colombia», Associated Press, 16 de enero del 2002. 26. El Tiempo, 14 de enero del 2002. 27. Juanita León, «Chistes, coplas y brindis por la paz», El Tiempo, 27 de febrero del 2000. 28. Palabras citadas por Larry Rohter, «Battling in Colombia but Touring Together in Europe», The New York Times, 28 de febrero del 2000.
29. Eduardo Franco Isaza, Las guerrillas del Llano: testimonio de una lucha de cuatro años por la libertad. Este libro se publicó por primera vez en Caracas, Venezuela, en 1955. La edición que se cita aquí es de 1959, publicado en Colombia por Editorial Mundial. Contiene un prólogo de Juan Lozano y Lozano y, al final, dos breves ensayos de Jorge Child. Hay ediciones posteriores en 1976 (con prólogo de Enrique Santos Calderón), 1986 y 1994. 30. Alfredo Molano, op. cit., pp. 44-45. 31. Ibíd., pp. 29-46. 32. «¿Sin resultado el viaje de López a los Llanos?», El Siglo, 29 de diciembre de 1951. 33. Este entendimiento de un orden social se tropieza con los escritos existentes sobre el conflicto social en Colombia. Igualmente, hoy en día en la academia es difícil concebir que haya personas que quieran acercarse a los que están más arriba que ellos. Creemos que son bastante naturales los comportamientos de resistencia y rebelión, y actuamos de manera peyorativa en contra de los que no se rebelan. Los interpretamos como humildes, arrodillados, reaccionarios, egoístas, cautelosos, usados, manipulados y engañados. Convencidos de que no saben lo que deberían saber sobre sus propias circunstancias, reclamamos que ellos deberían conocer sus vidas tal como las imaginamos nosotros. 34. «La suerte de la patria», El Siglo, 28 de enero de 1952. 35. «Sin vacilar el gobierno hará imperar el orden: Urdaneta», 24 de enero de 1952. 36. Julio Abril, «Quinta columna», El Siglo, 23 de enero de 1952. Ver también el editorial, «“Caballeros” del crimen», El Siglo, 8 de enero de 1952. 37. El papel y los significados del honor que estoy descubriendo en la historia colombiana son, en cierto sentido, diferentes de los significados de «dignidad» que encontré en el México del siglo XX. Ver Herbert Braun, «Protests of Engagement: Dignity, False Love and Self-Love in Mexico During 1968», en Comparative Studies in Society and History, Vol. 39, Nº 3 (julio de 1997), pp. 511-549. Peter Berger se refiere al paso histórico del honor a la dignidad en «On the Obsolescence of the Concept of Honour», en Stanley Hauerwas y Alasdair MacIntyre (eds.), Revisions: Changing Perspectives in Moral Philosophy, South Bend, IN, 1983), pp. 172-181. La literatura sobre el honor y la dignidad es amplia. 38. Para un análisis particularmente perspicaz, ver J.E. Lendon, The Empire of Honour: The Art of Government in the Roman World (Oxford, 1997). 39. Bertram Wyatt-Brown, Southern Honor: Ethics and Behavior in the Old South (Nueva York, 1983), y The Shaping of Southern Culture: Honor, Grace and War, 1760s-1880s (Chapel Hill, 2001); Kenneth Greenberg, Masters and Statesmen: The Political Culture of American Slavery (Baltimore, 1985). 40. J.C. Peristiany (ed.), Honor and Shame: The Values of Mediterranean Society (Chicago, 1966). 41. Ann Twinam, Public Lives, Private Secrets: Gender, Honor, Sexuality, and Illegitimacy in Colonial Spanish America (Palo Alto, 1998), p. 33. 42. Glen Caudill Dealy, The Latin Americans: Spirit and Ethos (Durham, N.C., 1992). 43. J.A. Pitt-Rivers, The People of the Sierra, (Chicago, 1961), p. 157. 44. T.V. Smith, «Honor», en The Encyclopedia of the Social Sciences, Vol. 7, 1932, p. 456. 45. Pitt-Rivers, in Peristiany (ed.), pp. 21-22.
46. William Ian Miller, Humiliation, and Other Essays on Honor, Social Discomfort, and Violence (Ithaca, 1993). Para una prescripción humanista de una sociedad en la que no tiene lugar la humillación, ver Avishai Margalit, The Decent Society (Cambridge, Mass), 1996. 47. Daniel Pécaut, «Un mayor compromiso con este país». Discurso con motivo del doctorado Honoris Causa, Universidad Nacional de Colombia, en Análisis Político, No. 41 (septiembrediciembre del 2000), pp. 120-121. 48. Michael Jiménez, Struggles on an Interior Shore: Wealth, Power and Authority in the Colombian Andes (Durham, en edición). 49. Malcolm Deas, «La presencia de la política nacional en la vida provinciana, pueblerina y rural de Colombia en el primer siglo de la república», en Marco Palacios (ed.), La unidad nacional en América Latina: del regionalismo a la nacionalidad (México, 1983), pp. 149-173. 50. Ver Herbert Braun, Mataron a Gaitán. Vida pública y violencia urbana en Colombia (Bogotá, 1998). 51. El más agudo análisis que he encontrado para entender las dificultades de los líderes liberales está en las memorias de un oficial militar: Gabriel Puyana García, Vivencia de un ideal, p. 150. 52. Franco Isaza reproduce estas cartas en su libro. 53. Malcolm Deas, «Canjes violentos», p. 34. 54. Alfredo Molano, op. cit., p. 66. 55. Arturo Alape, Las vidas de Pedro Antonio Marín, Manuel Marulanda Vélez, Bogotá, 1989, pp. 77-78, 107-108. 56. Una reseña del libro de Franco Isaza, escrito en el mismo año de su publicación, enfatiza precisamente estas mismas palabras del texto: G. Vasco M., «Las guerrillas del Llano», en Mito Nº 3 (agosto-septiembre de 1955), pp. 185-188. Ver también el ensayo de Darío Mesa, con el mismo título, en Mito Nº 8 (junio-julio de 1956), pp. 136-143. 57. Aprendí mucho acerca de la soledad, el aburrimiento, el silencio y la melancolía como fenómeno histórico, expresado a través de la literatura y la filosofía europeas de Wolf Lepenies, Melancholy and Society, Cambridge, 1992. El material para estos temas es considerable, y sólo estoy comenzando a comprenderlo. Lepenies me ha llevado a la relectura de Norbert Elias y Theodor Adorno, entre otros. La búsqueda de un entendimiento del silencio y soledades, en especial en áreas rurales, conduce a textos fascinantes. Unos pocos ejemplos son Peter Burke, «Notes for a Social History of Silence in Early Modern Europe», en su The Art of Conversation (Ithaca, 1993), pp. 123-141; Alain Corbin, Village Bells: Sound and Meaning in the 19th Century French Countryside (Nueva York, 1998); J. G. Zimmerman, Solitude (cuatro vols.) (Londres, 1799). La geografía cultural ofrece otras vías. Yi-Fu Tuan, Landscapes of Fear (Minneapolis, 1979); John Leighly (ed.), Land and Life: A Selection from the Writings of Carl Ortwin Sauer (Berkeley, 1963). En The Country and the City (Nueva York, 1973), Raymond Williams proporciona múltiples ideas y sugerencias sobre una lectura de los sitios históricos y culturales de lo urbano y lo rural que estoy usando, dada la riqueza sobre este tema en la ficción y en los ensayos colombianos. 58. Alberto Lleras Camargo, Mis memorias, Bogotá, 1997, pp. 32, 35, 207, 269. 59. Eduardo Caballero Calderón, «Soledad y sociabilidad», El Tiempo, 9 de febrero de 1952, p. 4. 60. Gene H. Bell-Villada, García Márquez, The Man and His Work (Chapel Hill, 1990), p. 12.
61. Eduardo Caballero Calderón, El Cristo de espaldas, Medellín, 1978, p. 29. 62. Ibíd., p. 141. 63. Para un maravilloso contraste, ver el trabajo sobre relaciones personales en Colombia hecho por Kristine L. Fitch, Speaking Relationally: Culture, Communication and Interpersonal Connection (Nueva York, 1998). 64. Para contrastes sugestivos entre la cultura política de Estados Unidos y Latinoamérica, ver Fredrick B. Pike, The United States and Latin America: Myths and Stereotypes of Civilization and Nature (Austin, Texas, 1992). 65. Para una fina excepción, ver Alan Weisman, Gaviotas: A Village to Reinvent the World (White River Junction, VT, 1998). Incluso en este caso, los miembros de esta comunidad buscan constantemente ayudar y ser ayudados por el mundo exterior. 66. Además de las fuerzas culturales que nos ayudan a entender este asfixiante sentido de aislamiento de las áreas rurales, también son críticos los factores geográficos. La distancia se convirtió en algo importante en la realidad y en la imaginación. Con tres cordilleras dividiendo las pobladas áreas del país en intransitables picos helados y profundos valles húmedos, una red de transporte casi inexistente. Antes y después de la década del cincuenta, hay pocas carreteras y muy apartadas, frecuentemente escabrosas. La lluvia y los deslizamientos de lodo son frecuentes. Los buses son un peligro para la salud. La energía eléctrica no ha llegado a muchos lugares, el campo es oscuro del atardecer al amanecer. Las llamas de las velas bailan. Llegar a los fortines de la guerrilla, a tiro de piedra de Bogotá, se toma más de un día de camino. Tanto los ríos como los aviones siguen siendo importantes para desplazarse de un lugar a otro. A duras penas existe el transporte ferroviario. Un recuento fascinante y muy sugestivo de cómo, en Europa y en Estados Unidos, los trenes transformaron las áreas rurales, y la cultura de la gente de la ciudad y del campo que los utilizaba está en Wolfgang Schivelbusch, The Railroad Journey: The Industrialization of Time and Space in the Nineteenth Century (Berkeley, 1986), como también en Disenchanted Night: The Industrialization of Light in the Nineteenth Century (Berkeley, 1988). Estas obras son ejercicios de nostalgia. Los contrastes entre regiones modernas y no tan modernas del mundo son representativos de sus formas de vida. Entender cómo los ferrocarriles y la energía eléctrica realmente transforman a la gente del campo, abre una ventana hacia las vidas de aquellos que todavía no tienen ni el uno ni la otra. 67. Arturo Alape, op. cit., p. 19. 68. José Jairo González Arias, «Remember a Tirojifo», en Coyuntura política, Año 5, Nº 12 (diciembre de 1998), pp. 8-12. 69. Alfredo Molano, op. cit., p. 207. 70. Arturo Navas Venegas, «¿Qué es Marquetalia?: el último reducto de la violencia», El Tiempo, 16 de mayo de 1964. 71. María Isabel Rueda, «El presidente y el guerrillero», Semana.com, 15 de febrero del 2001. 72. «Guerrilleros de Everfit», revista Cambio, 28 de febrero del 2000. 73. «Continúa debate sobre toalla de Tirofijo», El Tiempo, 4 de marzo del 2001. 74. D’Artagnan, «Alto elogio de la toalla», El Tiempo, 21 de febrero del 2001. 75. Armando Benedetti Jimeno, «El mal olor, un problema político», El Tiempo, 30 de julio del 2001.
76. Raymond Williams, The Country and the City, p. 1. 77. Ángel Rama, La ciudad letrada, Montevideo, 1984. 78. Rafael Azula Barrera, De la revolución al orden nuevo: proceso y drama de un pueblo, Bogotá, 1956. 79. Ibon Villelabeitia, «No One Visits García Márquez’s “Macondo” House», Reuters, 25 de marzo del 2002. 80. Andrés Hurtado García, «Historias de la selva», El Tiempo, 15 de enero del 2002. 81. Willard L. Beaulac, Career Ambassador (Nueva York, 1958), pp. 226, 556. 82. Eduardo Caballero Calderón, op. cit., p. 118. 83. La clásica obra sobre la Violencia, y todavía la mejor, es de Germán Guzmán Campos, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna, La Violencia en Colombia: estudio de un proceso social, 2 vols. (Bogotá, 1962). 84. Manuel Marulanda Vélez, Cuadernos de campaña, p. 76