"Buffalo Soldiers" de Robert O'Connor

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Si conocieses tu historia Sabrías de dónde vienes. Y no tendrías que preguntarme Quién demonios me creo que soy. Solo soy un soldado bisonte En el corazón de América. Solo soy un soldado bisonte En la guerra por América. Bob Marley, Buffalo Soldier

En tiempos de paz, el hombre belicoso se ataca a sí mismo. Friedrich Nietzsche

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Capítulo 1

Estás destinado con la 57.ª en las afueras de Mannheim, Alemania Occidental. Es noviembre, y el mes de noviembre en Alemania te recuerda a la tristeza y la desesperación de una mujer caída en desgracia. Digamos también que sabemos de tu afición a la heroína. Quieres colocarte, y dos soldados de tu pelotón necesitan chutarse. Así es como lo haces: El cuartel tiene tres plantas. Vas con tu mejor colega, Stoney, y con los otros dos, Simmons y Cabot. Subes a la última planta, donde hay trasteros y cuartos para guardar los productos de limpieza. Por lo general, es el típico sitio que hay que evitar. Es demasiado silencioso, está demasiado aislado y, si los betunes te pillasen echando un sueñecito, podrían abrirte un ojete nuevo por el simple gusto de hacerlo. Pero teniendo a Stoney para protegerte, eso no te preocupa. Le das la llave a Stoney. Ha cogido el candado de tu taquilla y te encerrará en el cuartito con los otros dos. Stoney se esconderá en el cuarto de al lado hasta que hayáis terminado. Entonces darás dos golpes en la pared y te dejará salir. Este método tiene una ventaja. Si al nuevo Jefe, el sargento Lee, se le ocurriese de pronto pasar revista al cuartel, tirará de los pomos de cada uno de los dieciséis cuartos, uno tras otro. El sargento Lee quiere pillarte de marrón y

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mirará en los cuartos que le entreguen sus secretos de manera voluntaria, pero no en el que estás tú, porque la puerta está cerrada con llave y tu colega Stoney está en el cuarto de al lado con ella. Eliges el cuarto que está al fondo del pasillo. Con una temperatura de cuatro grados y un frío en el ambiente que hace que te cueste moverte, te sientas con los otros en un cuarto abandonado de la tercera planta del cuartel, y aguzas el oído. Oyes pasar unos camiones hacia el parque móvil del batallón y, en el piso de abajo, los sonidos apenas audibles de los soldados de la Compañía Bravo. Más cerca no se oye nada. Ni ruido de pasos, ni crujidos. Solo el sonido de los hombres respirando. Casi alcanzas a oír los latidos de sus corazones. —Venga, vamos —dice Simmons con la voz temblorosa. Necesita chutarse urgentemente. —Cierra el pico —contestas. Enciendes la linterna y barres el cuarto con el haz de luz. Decides que Simmons se chutará en segundo lugar. Quieres hacerle esperar, hacerle sudar, hacer que te suplique. Hacer que lo desee más que nada en el mundo. Hacerle entender qué lugar ocupa en este mundo. El cuarto está lleno de colchones, taquillas y estructuras metálicas de literas. Están apiladas con la típica pulcritud militar: con las esquinas alineadas para ofrecer una cara ancha y plana a quien esté interesado en mirarlas. Pero a ti no te interesan. Los novatos son los únicos que duermen en literas. Satisfecho, sacas tus cosas de una bolsita que guardas dentro de los calzoncillos, apoyada en el escroto. Sacas la bolsita de plástico de la mercancía y la dejas a la izquierda de tu pie. Debes acordarte de no mover el pie. Sacas la cuchara de tu juego de cubiertos. Sacas también tu mechero dorado del ejército: si lo encendieses a la altura del ombligo, su llama podría quemarte la barba del mentón.

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Abres la bolsa y, con unos golpecitos, echas los gránulos marrones en la cuchara. Sabes que el Turco es el único que te suministra la base para conseguir un caballo tan potente y tan puro. Le pasas la cuchara a Cabot y dejas la bolsa. Cuando todo haya acabado, cuando todos lo hayan probado, cerrarás el chiringuito derritiendo con el mechero las puntas hechas jirones de la bolsa. Te da por pensar que podrías hacer un anuncio: «Guarda herméticamente el caballo y despídete de la humedad». Consejos de andar por casa para el consumo de heroína. Miras la cara voraz de Simmons. En la penumbra, le brillan los ojos de pura necesidad. —¿Qué material tenemos? —preguntas. Simmons saca dos jeringuillas. —¿Son buenas? —preguntas. —Tienen aguja de 0,8 mm —contesta Simmons. —¿Qué más? —preguntas. Simmons saca un litro de agua destilada y una bolsita con bolas de algodón esterilizado. —Todo tiene buena pinta —dices. Simmons y Cabot son auxiliares en la enfermería y pueden sacar cosas de contrabando mientras no se note mucho y no salten las alarmas. Por eso siempre se chutan con jeringuillas nuevas y luego se las venden a alguien menos afortunado. Abres una de las jeringuillas, extraes el agua destilada directamente de la botella y echas un chorro en la cuchara que sostiene Simmons. Luego enciendes el mechero y empiezas a calentarla. Cuando los cristales se licuan, echas una bolita de algodón en la cuchara para que haga de filtro. El algodón se empapa de la mezcla marrón. Clavas la punta de la aguja en el centro de la bolita para que el algodón filtre el caballo. Luego sacas las burbujas de aire,

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apuntando hacia arriba con la aguja como si fuese un misil diminuto. Simmons saca el torniquete ajustable con cierres de velcro y empieza a apretárselo. —Primero Cabot —dices. La cara de pan de Cabot se ilumina, contento por haber adelantado un puesto y ser el primero en la cola. —¿Qué cojones dices? —exclama Simmons. Pero sabes que es débil. Se lo notas en la voz y se lo ves en los brazos, cubiertos por unas pequeñas marcas inflamadas que podrían confundirse con picaduras de mosquito. Pero es noviembre, hace mucho tiempo que dejó de haber mosquitos y Simmons necesita que alguien le baje los humos. Lo haces justo por eso. —Primero Cabot —repites. —Mierda. Date prisa —dice Simmons. Se arranca el torniquete y se lo ajusta a Cabot en el brazo. Aquí no hay ningún problema. Las venas de Cabot se hinchan inmediatamente. A los heroinómanos que llevan más tiempo chutándose se les gastan las venas, pero Cabot es un recién llegado al frente farmacológico: en sus venas solo se ven unas cuantas pecas allí donde ha entrado la aguja. Se la inyectas y vuelves a Simmons, que está temblando y sudando. Simmons se ajusta el torniquete y le pinchas: empujas el émbolo hasta la mitad, pero al retraerlo no sacas nada. —Mierda —dice Simmons—. No has acertado. —No queda sitio donde pinchar —contestas, pero quieres sacar sangre. Que no hayas sacado nada significa que no has acertado en la vena y que has pinchado en la carne. Sacas la aguja, le ajustas el torniquete en el otro brazo y buscas territorio virgen. En los brazos de Simmons no quedan muchas zonas de aterrizaje. Encuentras un hueco, pinchas y retraes el émbolo. Esta vez sacas sangre. Bien. Ahora sí.

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—Diana —dice Simmons. Empujas el émbolo un poco más y a Simmons le da un subidón. Luego vuelves a retraerlo, extraes sangre de la vena y la mezclas con el caballo de la jeringuilla para hacer la mixtura. Esperas un poco para dejar que Simmons la sienta. Está fijando la vista en la mixtura sanguinolenta de la jeringuilla. Ahí está todo: Esperanza, Amor, Vida, Muerte. Metértela es como tener el mejor coño del mundo, suave como un helado, personalizado para tu polla. Sabes que no puedes darle demasiado tiempo, porque el pico se enfriará y obstruirá la aguja. Empujas el émbolo hasta el fondo para que bombee la mixtura por todo su cuerpo y le dé un segundo subidón, mejor aún que el primero. Simmons se echa hacia atrás y tú, para terminar, le sacas la aguja del brazo. Caes en la cuenta de que en el cuarto parece que ya no hace tanto frío. Ahora que has acabado con ellos, esperas unos minutos hasta que vomitan y su respiración se vuelve regular. Tienen las pupilas contraídas y pinta de muertos vivientes, pero no están muertos. Es importante tomar precauciones. Acuérdate de Parsons McCovey, con quien no tuviste cuidado. Hace una semana lo trajiste a esta misma habitación y lo dejaste ahí para que se chutase él solo porque tú tenías que ocuparte de otros asuntos. Esa falta de cuidado tuvo consecuencias muy graves para Parsons McCovey, alias el Páter.* Cuando te fuiste, al Páter le pasó algo, aunque sigue sin estar claro qué fue lo que le pasó. Hay dos posibilidades. La primera: que el Páter, que tenía miedo de que lo pillasen con todo el equipo, pensase que había oído al Jefe acercándose por el pasillo y decidiese subirse al tejado. Era de noche, con lo cual nadie podría verlo. Que se metiese la mandanga por dentro de los calzoncillos y que *  Parson en inglés. (N. del E.)

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fuese hasta la ventana y la abriese. Aunque tú no estabas allí, sabes cómo se hace. Tú mismo lo has hecho unas cuantas veces. Las ventanas son altas y estrechas, y para salir tienes que echarte hacia atrás y agarrarte a los bordes del marco con las yemas de los dedos. No habría luz en la habitación y tampoco en el exterior, aparte de los escasos marcadores que hay repartidos por la base. De noche, recortado únicamente contra la oscuridad, puede parecer que estás escalando en mitad de la nada. La clave está en no hacerle caso a esa sensación y en tensar las piernas mientras deslizas los dedos por los lados del marco de la ventana y te incorporas al mismo tiempo. Una vez de pie es fácil llegar al tejado. Los pies se separan del alféizar y las botas militares actúan de contrapeso al impulsarte hacia arriba con los brazos. Esa es la parte más fácil. El inconveniente es volver a bajar cuando has perdido el puto contacto con la realidad. Si el Páter hubiera sido bombero o hubiera trepado a los árboles de crío, le habría salido natural y no habría tenido ningún problema. Pero a Parsons McCovey estas cosas no le salían naturales: al bajar, intentó encontrar el alféizar con un pie y siguió cayendo. Esa es la primera posibilidad. La segunda posibilidad es una que no te gusta plantearte. La segunda es que alguien a quien le caía mal Parsons McCovey lo cogiese por banda. En el batallón hay muchos de esos. Ese alguien tal vez comprendió que no se le iba a presentar otra oportunidad igual. Ese alguien pudo haber cogido a Parsons McCovey y haberlo tirado por la ventana para que cayese de un segundo piso sobre su cabeza, completamente ida, y muriese. —¿Cómo vais? —preguntas. Simmons está dando cabezadas y no puede ni levantar la vista. Cabot mira hacia arriba un segundo, luego levanta la mano y saca el pulgar para saludar como un aviador. —Listo para despegar —masculla.

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Satisfecho al ver que Simmons y Cabot ya le han cogido el tranquillo, te metes una dosis, pero por la nariz. Tienes la sensación de que intentas decirte algo, aunque aún no tienes claro qué es. Pero si hay una norma que cumples a rajatabla es la de estar al loro, la de controlar la situación. Si cedes a la tentación de la aguja, sabes que antes o después te irás al otro barrio. Esperas salir de este período de servicio de una pieza, así que te mantendrás alejado de la aguja, aunque obviamente te darás un gusto de vez en cuando por puros motivos medicinales. Te la metes directamente del espejito que tienes para afeitarte y te sienta casi igual de bien. Al relajarte, le das una patada a tus cosas, pero está todo cerrado y no se pierde nada.

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