"Formentera lady" de Jordi Cussà

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Entierro con ausencias Flowers today bloomin’ by the pathway linin’ the edge of tomorrow’s grave Hot Tuna, Serpent of Dreams

En lo que se refiere al difunto, aunque esté de cuerpo presente, la esencia de un funeral es forzosamente su ausencia. Pero en el de Layla, Maribel Belcruz Fornosa, hubo otras igualmente inevitables y dolorosas. Por lo menos para los coprotagonistas de la desgracia, Cristóbal Martillo Mancha, alias Cristo; Pep Peral Borja, alias Perla, y yo mismo, Daniel Alfals Colltort, alias Niel. Para justificarlas es necesario revelar, como diría el poeta, la magnitud de la tragedia. La noche del domingo salimos los cuatro de fiesta. La habíamos empezado después de cenar repartiéndonos una pirámide rosa (LSD made in Amsterdam). Estábamos en el Clown’s, como de costumbre, un pub pequeño pero con pedigrí en el corazón secreto de Vic, donde Cristo trabajaba de encargado y Layla de discjóquey. Y la habíamos continuado después de cerrar con un par de tiras y pitillos de speedball (heroína y cocaína mezcladas con sabiduría). En esa época, Layla y yo aún no pasábamos de eso que los eruditos denominan politoxicómanos, o sea que nos metíamos de todo según el sesgo del día y el flequillo de la luna. Yo era un devoto de los ácidos, cuanto más lisérgicos mejor, y acostumbraba a tener porque Pirri me los dejaba fiados y a buen precio. Perla ya llevaba un par de años montando a caballo, e incluso lo había catado en vena unas cuantas veces, pero mantenía su pasión por el kif, el libanés rojo y el polen doble cero, que pillaba a un legionario de Ceuta que se traía un kilito cada vez que venía.

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Layla, con diecinueve veranos recién cumplidos, todavía no sabía hacia qué precipicio inclinarse, pero lo buscaba sin temor ni reserva. Solo le daba un poco de miedo (y por tanto morbo) el caballo, también llamado horse, jaco, burro, polvo o heroína, que también era la fiesta favorita de Cristo desde hacía ocho o diez meses. A excepción de Perla, que debía de estar bastante más enganchado de lo que imaginábamos, no éramos yonquis en ningún sentido, ni tan siquiera adictos, únicamente eso que denominan politoxicómanos. Perla y yo currábamos en el taller del Mamón Cabrón (un gilipollas que se llamaba Ramón Carbón, pero no merecía nombre alguno ni como jefe ni como persona). Yo atendía la oficina hasta donde llegaban mis conocimientos, y Perla era el único mecánico de la casa que sabía qué tocaba, en referencia a las motos. En realidad, el círculo del Clown’s había germinado en el taller, porque Cristo tenía una Bultaco voladora y era un cliente fijo del Cabrón. Y el círculo, finalmente, se había cerrado con la misma pasión pero sobre cuatro ruedas, ya que Cristóbal también volaba por las carreteras de la comarca y del resto del mundo con un errecinco turbo recién estrenado. Que fuera de color rojo coagulado es una de esas casualidades que, con un poco de imaginación, se pueden considerar premoniciones. Empezamos a redactar la esquela a las cuatro y media de la madrugada, después de cargar neveras, fregar el local y celebrarlo con una ronda de canutillos de kif color caca de la vaca, y otra de rayitas de un burro que parecía colacao. Layla, una genia de los discjóqueys, gozaba de lo lindo vacilando con los platos más allá de lo que podía hacer en público: en una sola música, mezclaba Beatles con Focus o con Pink Floyd; Jim Morrison con Janis Joplin, y King Crimson con Fusioon o Música Dispersa. Perla y yo disputábamos un campeonato de dardos con billetes marrones de

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cien doblados bajo los alambres de la diana, y yo me llevaba una paliza sin dolor, puesto que al final entre todos nos lo gastaríamos todo. Cuando Cristo terminó de hacer caja y hubo guardado el dinero, dijo que nos invitaba a desayunar churros con alba en la playa de la Barceloneta. Los lunes eran el descanso semanal del pub, y nosotros, que los sábados trabajábamos como nunca y plegábamos a las mil, habíamos conseguido que el Mamón Cabrón nos diera fiesta la mañana de los de lunes. De modo que a la playa, patos.

Interludio en la Barceloneta: alucinación desnuda She stands before you naked you can see it, you can taste it Leonard Cohen, Light as the Breeze

La veo y no me lo creo. Son las menos cuarto de una aurora de octubre más bien ventosa, y Cristóbal y Layla se han resguardado detrás del labio inferior de una barca varada para darse calor y placer. Si no estuviera tan colocado quizá tendría una pizca de celos, porque Layla me gusta desde hace días, pero nunca encuentro el modo de dárselo a entender. Perla se ha escondido de espaldas a la espalda de la misma barca, obsesionado en liar otro peta de kif para descifrar el significado preciso de la media docena de nubes que, como bailarinas en el escenario, se columpian frente al telón azul turbio (según él, cada nube es una idea y el kif, la clave del enigma). La veo y no me lo creo. Creo, cuando la veo elevándose entre las olas metálicas, que es una alucinación condicionada. Como el reflejo de Pávlov. O el dicho resabido de la yaya: quien tiene hambre sueña pan, y quien está en celo sueña con una modelo. Como

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esa figura, sirena, persona, que ahora sale del agua, nadando, chapoteando, hasta ponerse en pie y andar. Desnuda como una anchoa y no mucho más tetuda, viva contra el gris de fondo como un pez de carne con piernas. —Hola —me dice como si nada, recogiendo una toalla que yo no había detectado—. ¿No tendrás un cigarrillo, por casualidad? Le ofrezco el paquete poniéndome de rodillas con gesto estrábico, contemplando sus labios con un ojo mientras el otro le espía los otros labios. Se sacude el pelo, se seca las manos, antes de atarse la toalla a la cintura. —¿Qué te pasa, chico? ¿No habías visto nunca un coñito al natural? Tardo un segundo en encontrar palabras adecuadas porque sus tetas también son francamente interesantes. Lisas como el lomo de un delfín, compactas como carne de salmón y con forma de mejillón. —No. Tan bien afeitado, no. Se puso una camiseta holgada descolorida, y sentó sus deliciosas nalgas sobre la arena. Mientras se secaba el pelo, compartimos cinco minutos de charla, una cerveza tibia y medio canuto de kif. Me presenté como Daniel, alias Niel, y contestó que ella se llamaba Ramona, alias Ona. Teniendo en cuenta cómo nos habíamos conocido, me pareció muy apropiado. Me planteé si era mejor conformarme con el número de teléfono y una cita improbable, o proponerle ir a pasear playa y buscar la oportunidad de invitarla a algo más sobre la marcha. Inesperadamente, detrás de la barca saltó una chispa de discusión, y Layla interrumpió los arrumacos levantándose con una maldición en los labios, la cara roja y los tejanos desabrochados. Mientras se subía la cremallera, Cristo emergió y la abrazó por la

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espalda para susurrarle algo al oído. Pero Layla estaba cabreada de verdad: giró sobre sus pies y lo empujó hacia atrás con ambas manos. Él tropezó con sus botas, que había dejado junto a la barca, y cayó de culo sobre la arena como un payaso. Perla soltó una risotada y yo disimulé dos. Ona nos observaba como si fuéramos de otro planeta y Cristo, cuando la vio, aún se encabronó más. —¡Me cago’n todo! —escupió, levantándose de un salto con ganas de devolver el golpe. Pero era quince centímetros más alto que Layla y eso lo frenó en seco mientras se limpiaba dos granos de arena de un labio con el dorso de la mano—. Yo me las piro. Y vosotros, ¿qué? ¿Vais a venir o preferís quedaros? Se dirigía exclusivamente a Perla y a mí, y decidí aclarar las cosas. —Si quieres irte, nos vamos. Pero los cuatro. Cristóbal miró a Layla, que dos minutos antes le hacía babear, como si fuera un ratoncito de cloaca. —Larguémonos de una puta vez —repitió, recogiendo sus botas y su chaqueta, y pateando hacia las baldosas. —Yo, mejor cojo un tren —murmuró Layla, dudando entre romper a reír o fundirse en lágrimas. —Déjate de hostias —exclamé—. Me pondré yo delante para que la sangre no llegue al río. Me despedí de Ona la hechicera mucho más de prisa de lo que hubiese querido, prometiéndome que conservaría la primera visión en la retina hasta la siguiente oportunidad. Cuando llegué al errecinco, el propietario de la máquina estaba de un humor de perros y a punto de dejarme tirado allí. Me instalé en el asiento del copiloto porque Layla ya estaba detrás, al lado de Perla, que liaba canutillos como de costumbre, ajeno como de costumbre a la tensión ambiental.

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—¿Qué tal un poco de Gigi? —pregunté a Cristo, para suavizar su mala leche. —Okey. Puse el Okie de J.J. Cale en el casete, un pioneer con altavoces y ecualizador que debía de valer tres meses de sueldo (por lo menos del mío). Entonces la moda era esa y quien no podía pagarse un loro guapo para el coche, normalmente lo robaba a alguien que se pudiera comprar otro. Perla, que leía autores comunistas para ligar (¿?) sin comprenderlos tan siquiera en el sentido más común, aseguraba que era una praxis contemporánea de redistribución de la riqueza. Cristo me pasó la papela de burro para que preparase un par de cigarrillos. Cuando enfilamos la carretera, la calma se impuso junto a la música cajún, con la luz legañosa de la mañana recién parida, bajo el embrujo del cansancio y de todas las drogas que nos habíamos metido. Unos años después, trabajé una temporada en el departamento de siniestros de la agencia de seguros de mi hermano y aprendí a analizar los accidentes viarios con ojo científico; por eso me veo capaz de intentar una reconstrucción del choque. Yo tenía mi trasto, otro errecinco pero amarillo, sin turbo y diez años más viejo, justo enfrente del pub, y pensaba acompañar a Layla para arriesgarme a una seducción de último momento, si saltaba la chispa. Cris, no obstante, nos sorprendió saliendo de la nacional para ir a casa de Layla y no dijimos nada. Primero pensé que quería mostrarle buena voluntad, y después que quizá quería quedarse con nosotros para seguir con la fiesta (todavía) un rato más. Cristóbal era un piloto excepcional, conocía la carretera y el coche como si los hubiese parido, y le gustaba arrimarse a las cunetas como en los ralis. Cabe añadir, porque es verdad, que nunca había sufrido un accidente digno de mención, y que aquel día

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probablemente tampoco lo habría tenido si no nos hubiéramos tropezado con el autobús escolar, mini pero enorme, en la curva de la riera. El giro era a mano derecha, de modo que intentar corregir la inercia y pasar por el carril de la derecha como dicta la ley era absolutamente imposible. Cristo, para no empotrarse de cara contra el morro del bus, además de frenar y reducir hasta donde le fue posible, logró desviar su bólido ligeramente a la izquierda con la esperanza de esconderse en la cuneta del otro lado antes de llegar al puente. Quizá lo habría conseguido si el autobús, en plena curva, no hubiese golpeado el lateral posterior de aquella mancha roja fulgurante. Estoy casi convencido de que fue ese primer impacto el que le costó la vida a Layla, que se habría sentado delante si no se hubiese peleado con Cristóbal. Entonces el primer difunto habría sido yo, probablemente. Los accidentes son así: una trama de pequeñas coincidencias que apuntan a un único desastre. El autobús, con una docena de criaturas a bordo, logró frenar completamente después de la gran hostia, atravesado en mitad de la curva y con el morro a dos palmos de un margen vertical. El errecinco turbo, derrapando y fuera de control, rebotó contra una barandilla de ladrillo centenaria, donde se empotró en diagonal desde el faro izquierdo hasta el cambio de marchas. Este segundo choque, a ochenta como poco, fue el que dejó a Cristo en coma y con la pierna derecha destrozada, y el que resquebrajó a Perla tres cervicales y una ceja. Yo, que viajaba en el asiento «de la muerte» sin cinturón, salí disparado como una bala a través del parabrisas, aterricé a ocho o diez metros y me libré, porque el padre Caos así lo quiso, con una clavícula rota y veinte puntos, que todavía resultan visibles, repartidos por toda la cara. Layla, como he dicho, murió ese lunes de octubre sobre las ocho y media de la mañana. Probablemente en el choque mismo y sin llegar

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a comprender qué sucedía, qué le había sucedido. Cristóbal también murió, ocho días después, sin salir del coma. Afortunadamente, a mi parecer, porque la muerte de Layla lo habría matado dos veces. Yo, que tan bien me había librado en el aspecto físico, quizás fui el más perjudicado en el emocional, y lo solucioné con un acelerón, más desenfrenado cada día, hacia el precipicio del ácido y la heroína. El único que obtuvo un beneficio colateral, aunque fuera a medio plazo, fue Perla. Como si la sacudida le hubiese recolocado las ideas en su sitio de golpe y porrazo, decidió no tomar drogas duras nunca más. Y para asegurarse, cuando tuvo las cervicales debidamente soldadas, aceptó una invitación de su hermano mayor a darse el piro a Nápoles a currar en un taller de motos de competición. Y así fue como en el entierro de Layla, además de su ausencia, también se comentó bastante la nuestra. Cristóbal, por su coma y aparte; yo, por los puntos en la puta cara, y Perla, por todos los suspensivos. Alguien dirá, sin duda, que lo hacíamos todo tan mal como sabíamos. Yo ahora le daría una buena parte de razón (creo que, en realidad, a veces tensábamos la cuerda adrede para ver hasta dónde resistía), pero no podemos olvidar que «només teníem vint anys… y no en sabíem més».

Interludio Perla: Abstinente en Quartieri Spagnoli On the first part of the journey I was looking at all the life America, A Horse with no Name

Hace veinticuatro horas, justas y putas, que he aparcado el culo en Nápoles. Crujido todavía por la tortura del autobús, aprovecho la excusa de un cafetito para salir a dar una vuelta por el barrio.

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Mi hermano mayor, Antoni el sensato, me ha advertido repetidamente que es uno de los más quemados de Nápoles y que me voy a encontrar un traficante cada cuatro pasos. Son las tres. He comido solito un plato de macarrones con tomate y mozzarella, y bajo las escaleras como un corzo y echo a andar como un pajarito. Reparo en los camellitos de reojo: dos que parlotean en la esquina interior del chaflán; tres que juegan a cartas en el banco de la placita; un larguirucho que, mientras hojea un periódico deportivo, controla medio mundo desde un taburete plantado a la entrada de un bar donde, mira tú qué cosa, no hay clientes ni camareros. Aparto la mirada cuando él me mira y sigo mi camino sin prisas ni angustias, pulsando acompasadamente las notas de la fuga. Tenía que huir de un solo volantazo de aquel accidente brutal, de la muerte de Layla y Cristo, y del jaco y las pirámides. Una idea trae otra y me acuerdo del imbécil de Niel: tanto que vale y se va a destruir él solito en cuatro días. A veces aún sueño que, cuando esté limpio e instalado en este mundo que hoy estreno, lo convenceré para que venga y se haga uno a su medida. Pero no sé de qué demonios le voy a encontrar trabajo, ya que de motos no sabe ni conducirlas. Alguien a mano derecha, cuando ya no pensaba en ello, me pregunta en un inglés infrahumano si quiero coca guapa o caballito purasangre. Reprimo el gesto de responder que no, ni siquiera con la cabeza, y continúo adelante, acelerando un poco el paso sin querer mientras clavo la mirada en el óvalo de algodón casi perfecto que corona un campanario en el extremo de la calle. Toni me ha contado que en Nápoles hay tantas iglesias, tantas, que han vendido o alquilado algunas y ahora son centros de ocio o incluso de vicio. La que sostiene el campanario que sostiene el óvalo de algodón, si los carteles del exterior no mienten, es un teatro donde esta misma noche van a representar una obra que no me

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suena de nada. Quiero ir al mar, salir del enjambre de habitáculos humanos, de esta micrometrópolis europea tan africanizada. Creo que Niel, el literato en potencia, lo habría dicho más o menos así. Cierto: lo primero que me ha sorprendido de Nápoles, no negativamente pero un poco a la defensiva, es la cantidad de magrebíes y africanos que hay. Por lo menos en este barrio, claro, donde aprovechan patios y plazas para tender sus mantas llenas de bolsos, guantes, pañuelos, tallas manufacturadas, discos, videos y cartones de cigarrillos. También es diferente el paisaje sonoro y olfativo: más especiado, más intenso, más rico y matizado. Me trae recuerdos de un viaje relámpago a Londres que hicimos el año pasado, cuando Layla (añorada Maribel) tuvo que abortar de un polvo ocasional con un anónimo afortunado, y nos perdimos en un distrito hindú. Todos los comercios eran indios o paquistaníes; todo el mundo o casi (y especialmente las mujeres) vestía al estilo del subcontinente asiático y el aroma embriagador del curri lo envolvía todo. Como un emplazamiento social importado de la Perla de la Corona ahora incrustado en la capital del Imperio. Sigo andando un poco molesto con el hilo de mi pensamiento, porque preferiría no pensar: solo mirar, escuchar, absorber el paisanaje. Pero quizá sea precisamente eso lo que hago sin darme cuenta, paso a paso, iglesia tras iglesia. Llego al mar. Lo noto, una vez más, por el olor. Después, porque intuyo una mancha de un azul impreciso al final de la calle, bajo las sábanas Rossellini, tendidas de balcón a balcón. Cinco minutos más tarde, para tocarme las pelotas, se me ocurre la estupidez de que este mismo mar cetáceo también besa, moja, rebota, contra la playa de la Barceloneta. Me he preguntado mil veces, y daría un dedo por no reincidir, qué habría sucedido si Cristóbal y Layla no se hubiesen peleado mientras hacían manitas. También me he preguntado mil veces (y ya nunca lo descubriremos) por qué se

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pelearon exactamente. Ya sé que este tipo de preguntas solo provocan más preguntas, y que nosotros, o sea los vivos, no tenemos por qué meter las narices. Navego de cara al Castel dell’Ovo, que cierra el arco del litoral como una boya de piedra enorme, discurriendo a lo largo de un paseo larguísimo, tres o cuatro metros por encima del mar y a diez o doce de distancia. Pero la Barceloneta me ha estropeado el momento y al final llego a la conclusión de que he venido solamente para olisquear el agua salobre, reencontrar la añoranza y sollozar un poquito. Me siento en un banco de piedra porque casualmente está vacío. Una nube gruesa con forma de explosión atómica se planta delante del sol, y el sol lo compensa irradiando un sagrado corazón de láser a su alrededor. Seguro que con un buen canuto de kif le encontraría significados trascendentales. Pero Toni me tiene jurado en la abstinencia pura y dura, y las nubes solo me ayudan a soltar la primera lágrima. —Eio, tu! Chi sei, tu? El tío que me asalta así no pasa de un metro sesenta, pero, por el tono, marca paquete. —Soy el hermano de Toni Peral, el de las motos. Estamos en casa del señor Grandolfo, en el vico… —Eso ya lo sé, hombre —replica impaciente—. Eres un mecánico de cine y has venido a currar con tu hermano. Pero tú eres yonqui. Abro la boca para protestar. Que sí o que no o qué te has creído. Pero no me sale nada. —Yonqui, yonqui, no —tartamudeo finalmente, ya rendido. —Pues debes fumártelo o esnifarlo. Tienes una pinta de yonqui que corta el acero, tío.

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Sonrío. Su napolitano sin concesiones, paradójicamente, me resulta perfectamente comprensible. Agacho la cabeza. Con un italiano relleno de catalanadas y castellanismos, replico: —Pues sí. He esnifado un poco desde hace un par de años. Pero te aseguro que he venido a portarme bien. A dejarlo y punto. Ahora quien sonríe es él. Bueno, primero sonríe y al final acaba soltando una risotada, también gestual, que llama la atención de los transeúntes. —¿Aquí? ¿En los Quartieri has venido a dejar el caballito, chaval? ¡Qué cojones! Y por si coglioni no me queda suficientemente claro, acompaña la exclamación meciéndose los testículos con ambas manos. Insisto que sí, que tengo que portarme bien per coglioni, porque si no, mi hermano me los cortará. El intruso sigue riendo y, cogiéndome por un codo, me lleva hacia el bar desierto, donde ahora el larguirucho está sentado en la barra con una birra muerta al lado de un periódico deportivo. —Eio, Rizzo —vocea mi nuevo amigo cuando entramos—. ¿Sabes qué dice este pececito? ¡Que ha venido a los Quartieri a dejar el horse! Rizzo se levanta iluminado, como un muñeco de trapo repentinamente animado, y se mece los testículos igual que su colega antes de ofrecerme una mano osuda y fuerte. —Pues los tienes muy bien puestos. ¿Eres tú el especialista en motos de Barcelona? Por primera vez en la vida, me precede una fama inexacta pero favorable. Mientras tanto, el intruso que me ha abordado, Piero de nombre y primo de Rizzo, ha pedido tres nastros a un camarero calvo y obeso que solo de milagro consigue moverse en la trinchera de la barra.

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