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La decimoquinta estación
Nacimos de las manos de un pintor. Luego, recalamos en una tienda de objetos religiosos de Turín fundada antaño por una familia de Lyon que llegó huyendo de la Revolución Francesa.
Compartíamos espacio con multitud de artículos: cruces y candelabros; cálices y patenas; rosarios y velas; estampas y novenas… Todo lo necesario para ornamentar iglesias y fomentar piadosas devociones.
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Somos catorce cuadros pequeños. Representamos los momentos de la Pasión del Señor. Aunque cada uno de nosotros tiene nombre propio, se nos conoce como «Las Estaciones del Viacrucis». Somos los mojones que guían a quienes transitan espiritualmente por la Vía Dolorosa.
Nos compró un joven sacerdote por doce liras. Nos imaginamos adornando las columnas de alguna iglesia. Pero, nada fue así. Nuestros cuerpos de papel grueso y rugoso llegaron a la humilde capilla del cobertizo Pinardi.
Era Jueves Santo. Don Bosco fue pronunciando cada uno de nuestros nombres propios: «Jesús condenado a muerte». «Jesús encuentra a su Madre». «Simón de Cirene carga con la cruz». «La Verónica…».
A cada nombre, varios muchachos nos tomaban entre sus manos encallecidas por el trabajo. Nos conducían en procesión. Nos colgaban de unos cáncamos clavados sobre las paredes de yeso.
Concluyó la Semana Santa y fuimos relegados al olvido. Pero, cuando menos lo esperábamos, una inusitada visita otorgó nuevo sentido a nuestras vidas.
Chirrió la puerta. Entró Don Bosco. Le acompañaba un muchacho recién llegado. Don Bosco nos señaló mientras decía al muchacho una enigmática frase: «Tú vas a ser la decimoquinta estación». Silencio. Perplejidad en el muchacho. Barniz de asombro sobre las imágenes de nuestros cuerpos.
Don Bosco prosiguió: «Cuando te encontré llorando, apoyado sobre el tronco de aquel olmo, estabas recorriendo un camino de sufrimiento, como Jesús. A la muerte de tu padre se unió la de tu madre. El dueño de la habitación alquilada vendió vuestras pertenencias. Te echó a la calle. Pasaste frío, miedo y hambre…».
El chico levantó la mirada. Contempló nuestras imágenes sin comprender. Cuando llegó a la última estación, Don Bosco le explicó: «Has recorrido el sufrimiento. Ahora eres la decimoquinta estación. Porque en el Oratorio has resucitado a una vida de dignidad y respeto; de fe, de amistad y afecto. No lo olvides: al final las cruces quedan vacías». Una leve sonrisa iluminó el rostro del chico.
Desde aquella tarde, cada vez que él entra a la capilla, mira el hueco que queda tras la decimocuarta estación. Y nuestros dibujos, le dicen en silencio: estás en familia! Tú serás para siempre la imagen que nos faltaba: la de la decimoquinta estación, la de la vida y la resurrección.