Cenotafio

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CENOTAFIO Primera edición Enero, 2018 Cristian Maturana Ortiz, 2017 www.cristianmaturana.cl Textos Víctor Estivales Sánchez Nicholas Jackson Valenzuela Manuel Ormazábal Soto Relato Viviana Díaz Traducción Maricruz Alarcón Imágenes Cristian Maturana Ortiz Marcela Said & Jean de Certeau Diseño y Diagramación Sandra Hayvel Imprenta Editora e imprenta MAVAL SPA. ISBN: 978-956-393-386-4 Copyright © de las imágenes, relatos, textos, traducciones y diseño, a sus autores ya especificados. Copyleft : Esta obra es libre, puede redistribuirla o modificarla de acuerdo con los términos de la Licencia Arte Libre. Encontrará un ejemplar de esta licencia en el sitio Copyleft Attitude (http://www.artlibre.org/) y otros

Obra financiada por Fondart Regional Convocatoria 2017


C E NOTA FIO Cristian Maturana Ortiz



A mis hijos, el lugAr donde desApArezco


RIELES Víctor Estivales Sánchez


Yo no estoY soñAndo, lo recuerdo, olvidé cómo se soñAbA; quizás esto seA un mAr, bien puede ser lA tierrA, encimA el cielo deshAciendo su cAbellerA. esto no es un mAr sin olAs, es unA láminA descoloridA, un díA muerto por dAgAs invernAles, un díA fusilAdo por lluviAs. de pronto lo rompen mAnotAzos de cAmpAnAs, tictAqueos de sombrAs, Y se cierrA como unA cuchillAdA de trenes oxidAdos devorAndo lAs cerezAs mAdurAs del sol.

jorge teillier, lA estAción sumergidA

Lo recuerdo aún. No lo he olvidado. Aquel día acompañé mi padre a su trabajo en la planta de filtros: Él comenzaba su trabajo; yo, la vida. El viaje lo hicimos en tren, en la máquina que se conducía por las antiguas vías del Ferrocarril Trasandino. En ese entonces, como ahora, ya extinto. En el automotor, que empujaba la larga columna de carros que hacían crujir los rieles, el maquinista, un viejo que conocía a mi papá desde pequeño, calentaba agua para la “choca”. Veíamos por delante la larga hilera de carros. El tren empujaba, no arrastraba en su larga y lenta subida, como una sutil alegoría de su andar solidario en el que el fuerte brinda movimiento a quien no lo tiene. Ese tiempo era otro, sin embargo, pareciera que ese viaje, no lo viví. Lo soñé. Lo soñé como se viven tantas cosas que con el tiempo se transforman en imágenes, en vagas ideas, en recuerdos. En experiencias desvanecidas. Hoy el tren está extinto, parcialmente, claro. Todo aquel trecho de su recorrido que aún funciona –que aún es funcional– sirve como camino para bajar el concentrado de cobre hasta los barcos, hasta el mar. Lo sobrante, desapareció: durmientes y vías. El hierro de sus rieles, desmantelado: robado y hecho desaparecer, para que sirva. La imagen que tengo de las vías desmanteladas se me vuelve 7


una ausencia, una carencia difícil de llenar, como la infancia. Completar ese vacío implica volver a un modo de vida basado en lo comunitario; desde su implementación y construcción hasta su utilización, el tren favoreció siempre lo colectivo, lo gregario. Acercó, conectó y unió puntos distantes en el mapa, acortando recorridos, generando vínculos, relatos y, por sobre todo, dejando sus vías como renglones sobre los que se inscriben y escriben historias. Hoy eso ya no sirve. También priorizó lo rural (hemos sabido de pueblos que nacen en torno a vías y estaciones, no así en torno a carreteras o plazas de peaje): anuló los espacios existentes entre el campo y la gran ciudad: llenó vacíos. El ferrocarril importó un modo de vida y una visión a un país que crecía. Este orden ya se ha retirado frente a una modernidad urbana, individualista y competitiva (neoliberal, diría más de alguno por ahí). Esta retirada, sin embargo, nos deja una estela dolorosa para la memoria: las vías y estaciones ya no están. Su desmantelamiento obedeció a un utilitarismo macabro que nos desmembró. ¿Por qué sus rieles han dejado de ser las vías por las que alguna vez se movió nuestro país? Fragmentados y solitarios han dejado –como nosotros– de ser lo que son. Repartidos en muchas de nuestras ciudades, tensan postes de electricidad: paradójica imagen de una modernización reinventada. La vía ya no es vía, el riel ya no es riel, el tren ya no es la modernidad. Muchos otros tuvieron un amargo destino: tal vez por ello, avergonzados decidieron ocultar que yo no eran aquello para lo que fueron hechos, en el fondo del mar… Para Jorge Teillier, el tiempo viajaba en tren, de ahí que en estos gigantes y en sus estaciones habitaba siempre una parte (un poco) de pasado, Pálidamente las horas se reúnen a jugar a las cartas/ en torno a la mesa de los días,/ desconozco el tren que me dejó entre ellas… Tal vez es el tiempo que viaja en tren el que conduce inevitablemente a olvidar. Del mismo modo que la peste del insomnio que asoló a Macondo, nuestra acelerada vocación de modernidad no permite el sueño, no nos cansa, nos sume, en cambio, en el más cruel olvido. 8

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Acarreando los huesos de nuestros padres, nos movilizamos contagiando/nos el olvido. Estos rieles dispersados, escondidos y avergonzados pueden ser un remedio, una nota puesta al igual que hizo José Arcadio Buendía, con el nombre de las cosas y personas que olvidamos. Los objetos que se valoran tienen el poder de conjurar el olvido y mostrarnos los fantasmas que penan en nuestra memoria, nuestras heridas abiertas. Constituyen reliquias, hitos en los que el tiempo se manifiesta de manera paradojal, aporística. Las cosas y sus imágenes –rieles y fotografías– dan cuenta de un tiempo que, en la medida en que es, deja de ser; en la medida en que se aviene, aún no es; y en la medida en que fue, ya no es. Sin embargo, la fotografía y estos rieles –al igual que las notas de Buendía– no son las cosas mismas; son apenas sus reflejos, sus sombras; un simulacro, una proyección de otro tiempo que se quiere que duerma amarrado a un riel... En el mar.

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TRABAJAR LOS TESTIMONIOS, REVERBERAR LA RUINA Nicholas Jackson


El conflicto de imaginarse el horror Dejar la velocidad para detenerse a pensar los horrores infringidos en dictadura, y no solo en la chilena, sino cualquiera de las producidas a lo largo del siglo XX, significa entrar en un terreno complejo. Se trata de un momento en que el pensamiento debe transitar entre el intento de proyectarse las desapariciones y el de armar, con los testimonios revividos, el momento en que ello ocurrió. Si además consideramos que en dictadura la sistematización estratégica de tortura y exterminio definió como línea de trabajo la borradura de huellas, buscando minimizar la posibilidad posterior de recrear los hechos, entonces aceptaríamos que la tarea no solo es necesaria y dolorosa, sino también difícil. Nos atreveremos a afirmar que, ante tal escenario, cualquier levantamiento imaginario sobre estos horrores siempre apoyará un pie en lo imposible. El filósofo alemán Georges Didi-Huberman comenta que, cuando el horror es insondable, quien escucha los testimonios muchas veces no los cree justamente por considerarlos inimaginables. Teniendo en cuenta este efecto, los que cometen la violación y luego borran las pruebas, se apoyan en la posibilidad de su negación: muchas veces el infractor es consciente que, mientras mayor brutalidad aplica, más posibilidad de provocar el juicio inimaginable tendrá su acción. Esto puede habilitarnos a pensar las ejecuciones y desapariciones como trabajo de precisión que buscó, por adelantado, poner a prueba toda próxima pesquisa que buscase representar lo sucedido para hacer justicia. 13




A pesar de esta dificultad, y con el fin de inscribir históricamente las atrocidades –volverlas posible-, un tipo de resistencia consiste en encontrar señales del horror infringido, señales que hayan sido capaces de transcender su momento para llegar a otros. Llevar esto a cabo implica trazar los testimonios, seguirlos desde su origen hasta el presente, para luego hacerlos presente en sociedad. Sobre este trayecto, Didi-Huberman diría que, ya desde el momento de la infracción del horror, se configuraría un complejo panorama para su testimonio: como se trató de un “momento en el que no había lugar, entre los que asistieron a ello, alelados, para el pensamiento ni para la imaginación” (p. 23), no existiría algo mas difícil que pensar la representación de la violación de los derechos humanos en su mismo origen. Esto recae en los testigos presenciales y sus facultades, las que sobrepasadas por la vivencia verían violentado su funcionamiento. De aquí que toda imagen de estas atrocidades porte en su seno un quiebre, una ruina. A este conflicto se suma que los portadores del testimonio o mueren antes de su entrega, por una parte, o guardan silencios pactados, por otra. Más aún y a pesar de que sean atendidos, quien los tenga en su poder nunca podría representar la intensa y oscura realidad de quienes vivieron este tipo de flagelo. Adolfo Vera (2017) comenta que enfrentarse reflexivamente a estas huellas provoca un desmantelamiento de “toda nuestra certeza, todas nuestras categorías, todas nuestras lógicas históricamente aceptadas” (p. 15), pues el intento de representarse algo arruinado tenderá también a la ruina. Acá el problema se ubica en las mismas formas del pensamiento y la manera en que pueden hacerse cargo de un suceso que se escapa, que se torna inmanejable en su constitución como evento. Trabajar con el testimonio La compleja existencia de estas huellas no solo se origina en el intento sistemático por desintegrar cuerpos, lazos, y con ello las posibilidades comunitarias entre personas; también en el exterminio de la lengua, es decir, la destrucción de la posibilidad de comunicar esa desintegración. Sin embargo, Didi-Huberman afirma que no sería posible llevar a cabo una aniquilación acabada del lenguaje a este nivel, pues como la memoria, los testimonios seguirán circulando para propagar 16

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lo que rememoran, esto a pesar de la presión negativa con que se les bloqueó y sigue bloqueando. Este afán por recordar, por dar imagen, por combatir lo inimaginable, lleva a artistas como Cristian Maturana a buscar, rescatar y promover huellas que sirvan para esbozar los horrores y el mundo en que se ejecutaron. El filósofo alemán continúa y comenta que en el momento en que el pulso de la memoria –pulso en este caso llevado por el arte– se ocupa de levantar un cuerpo de imágenes testimoniales, entonces se puede asegurar la negación de lo inimaginable: si hay imagen entonces no es imposible imaginarlo. Siendo pragmáticos y ciñéndonos a la realidad de este país, podríamos afirmar que ante lo inimaginable pueden llegar a fracasar los sistemas jurídicos y filosóficos –en tanto la reivindicación de una justicia profunda– justamente por la ambigüedad mnemotécnica de las pruebas, pero “allí donde fracasa el pensamiento es donde debemos perseverar en el pensamiento, o más bien darle un nuevo giro […], pensar de nuevo hasta los fundamentos de las ciencias humanas como tales” (Didi-Huberman, 2004, p. 47). Tal como el alemán, Cristian debe creer que mientras existan testimonios es necesario un trabajo humano, uno que resista lo impensable, indecible e inimaginable de los horrores cometidos. Además, seguro piensa que su arte de algún modo propone una revisión de las maneras en que se aborda este complejo tema. Dicho lo anterior, podríamos afirmar que es cierto que, frente a la consternación extrema, la palabra u otros medios testimoniales quedan sometidos a la indecibilidad, sin embargo, esta sumisión de la palabra al hecho no impide que la atrocidad quede en el lenguaje; es decir, aún cuando sea imposible representar el horror, incluso por el testigo más cercano, este debe quedar –y queda- en el lenguaje de las personas y sociedades como huella. Por lo mismo, es preciso seguir re-construyendo estos vestigios desde distintas aproximaciones –hacerlos imagen–, asunto que creo motiva la producción de los que siguen tematizando los crímenes producidos en dictadura. Una imagen del horror necesita estar arruinada Para que estos testimonios reverberen su origen es necesario que desde su precariedad adopten una lectura y suenen: 17


demandan ser restaurados y re-articulados en el presente para que tengan una nueva proyección y puedan ser reconocidos. Sin embargo, debido a su complejidad ruinosa esta labor no es simple, pues ¿cómo debiesen sonar, cómo debiera ser la imagen de un testimonio devenido ruina? No podríamos comenzar una aproximación a esta pregunta si no recordáramos, con Adolfo Vera (2017), que los desaparecidos conviven con nosotros como fantasmas, como seres “cuya existencia no es ni la de los vivos ni la de los muertos” (p. 15), es decir, como espectros inscritos en un anacronismo, en un tiempo que no les es propio: no son de ahora ni de antes. Según el filósofo chileno, estos se caracterizan por aparecer desde el asedio, pues como desaparecidos penan haciéndose presentes a partir de su última imagen, «siendo» –en el momento en que aparecen– desde una presencia que hace tiempo dejó de ser la de ellos. En términos existenciales, esto significa que “el presente deja de ser la categoría temporal privilegiada” (Vera, 2017, p. 20) que permite su comprensión. Conocida es la creencia popular que ubica la causa del asedio de los espectros en una incompletitud anterior, causa de su apariencia diferida, cuyo pasado aún no logra paz en el presente. Podríamos decir que el espectro de Vera vive postergado, arruinado en el testimonio que lo rememora, huella inestable que esperará siempre esa interpretación definitiva que nunca llegará. Para explicarlo en otras palabras, en tanto ruina, el testimonio del horror nunca asegura su estatuto, es decir, debe constantemente reorganizarse para entregarse en comprensión. Siguiendo al teórico porteño, diríamos que una manera así se encontraría en constante devenir, nunca allá, nunca acá, requiriendo para siempre la ayuda de una próxima lectura. Quien componga obra a partir de estos testimonios se enfrentará a una existencia frágil que necesita ser acogida por maneras que no olviden su estatuto. De acá que todo pensamiento que demande para los testimonios del horror el sitio que les corresponde, desde una coherencia «ontológica», no podrá sino requerir del arte que lo tematice la emergencia de una imagen igualmente crítica o destruida, catastrófica siguiendo el argumento anterior, pues de lo contrario no se 18

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estaría posibilitando una apertura al estatuto de dicha tragedia. Diremos entonces que este arte tendrá “que asumir él mismo al desastre como a su constitución más propia” (Vera, 2017, p. 51) y, desde sus capacidades, saberse incapacitado para indicar certezas respecto a cualquier tipo de conclusión, es decir, reconocerse “corrompido por el olvido pero al mismo tiempo atravesado por la exigencia de la memoria” (Vera, 2017, p. 51). Hablamos de un arte que acepta que para reverberar la ruina es preciso volver a arruinarla.

DIDI-HUBERMAN, George. (2004). Imágenes pese a todo. Trad. de Mariana Miracle. Barcelona: Paidós Ibérica. VERA, Adolfo. (2017). Arte y desaparición. Valparaíso: UV. 20

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EL DESIERTO DE LOS Tร RTAROS Manuel Ormazรกbal Soto


Pareciera que algunos momentos lejanos en la vida ya no nos pertenecen, que son vividos más bien por unos seres desconocidos entre sí, que emergieron y se desvanecieron en nuestra íntima constitución a través del tiempo. La imaginación y la memoria luchan entre sí encarnizadamente, no se logra distinguir la real veracidad de los hechos, estrategia quizás de sobrevivencia tanto de la cultura como del individuo temeroso de la muerte. Invención y manipulación burocrática de la historia, así el mundo y la realidad tendrán ese sentido construido por el poder de turno, para que el ciudadano común viva, tolere, produzca y sucumba sin preguntar. Algunos anhelan el olvido como bálsamo sanador y liberador que los haga volver a empezar siempre de cero, para que porfiadamente sigan haciendo cosas y acumulando otras más, huyendo hacia la futura consolidación personal. Pero el olvido forma un grueso sedimento que se abre en cataclismos periódicos, para dejar ver fósiles dispersos e incomprensibles. De esta manera, sobre las especies extintas se yerguen generaciones de muertos y asesinados nunca encontrados, para pronunciar discursos y reclamos que no entendemos. Extrañamente en esa terrible confusión sentimos la presencia de lo sagrado que iluminó a cada criatura que ha vivido en este planeta. Reivindicación de un pasado que nunca nos abandonó y a pesar de los esfuerzos pragmáticos por denostarlo en la “evolución temporal”, nos constituye genéticamente, nos crea y recrea, porque finalmente el porvenir es solo la anulación del tiempo, para terminar fundidos en cuerpo y alma en la 23


totalidad cósmica, que para algunos es el regazo de Dios. Por tanto no hay nada que entender. En honor al desaparecido (negado en su sacralidad) y mi miedo irracional a desaparecer, empeñado además por intentar dar coherencia y comprensión a las experiencias pasadas, para quizás hacer posible un horizonte pleno, escarbo en los archivos de una memoria que pierde los límites y se desborda en la nada, para intentar extraer un fragmento mínimo de esa gran HISTORIA que como Saturno nos devora. Entro a narrar mi paso por el ejército en el periodo de mayor consolidación de la Dictadura, asumiendo la dificultad de ser precisos, han pasado más de 35 años. Si bien relataré desde mi perspectiva como protagonista, mi interés fundamental es la morfología de aquella anónima generación a la que pertenecí y que fue reclutada a los 18 años para defender a la patria ultimando al propio compatriota si fuera necesario, hacerse de enemigos distintos en nacionalidad, raza y pensamiento (en rigor iniciación y perdida de la niñez), preparándonos duramente para la guerra que nunca llegó.

nAdA hA cAmbiAdo: me veo todAvíA pobre

Y joven: Y Amo sólo A Aquellos como Yo. los burgueses tienen un cuerpo mAldito. pier pAolo pAsolini, poemAs.

Primera parte Entre los años 1981 y 1983 hice el servicio militar obligatorio, entre comillas obligatorio porque en realidad se repetía un determinismo de clase, los que hacían el servicio eran los estratos más bajos de la sociedad, la misma fuerza colectiva anónima de las guerras de independencia, la guerra del Pacifico y las posteriores luchas intestinas, cuyos nombres de cada individuo se perdieron irremediablemente en grandes fosas comunes. Suerte de Darwinismo de la estructura social y sin 24

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tener mucha conciencia de aquello, yo era pobre como miles de mi edad, más bien ahí supe que lo era y no había nada en este mundo que me salvara de las filas del ejército y ser parte del inmenso contingente bélico formado bajo ensangrentados estandartes y el monumento en ruinas del soldado desconocido. Además para colmo existía una secreta tradición familiar, mi abuelo y mi padre habían estado en caballería, mi hermano mayor en infantería y yo entraba en artillería, claro esa tradición terminó conmigo, ninguno de mis sobrinos hizo el servicio. Mi hermano mayor en 1975, en el regimiento de Copiapó, estuvo solo un año, pero fue más que suficiente, participando en los patrullajes del toque de queda, post golpe de estado. Mi madre habló con el comandante del regimiento y le dijo que su hijo estaba matriculado en la universidad y era el primero de la familia en entrar, yo en cambio sin cabeza para el estudio estuve más de dos años en el regimiento de La Serena. Nos tocó a mi hermano y a mí el periodo más duro y exigente de instrucción, preparándonos para un enemigo interno despreciable y otro externo igualmente odiable, todos entraban al mismo saco, peruanos, bolivianos y argentinos, comunistas y subversivos chilenos, los primeros acechando por toda la extensa frontera y los segundos en las sombras del propio territorio. Los suboficiales, nuestros inmediatos instructores, la mayoría también de estratos bajos, paradójicamente eran los más crueles con nosotros, ser pateado en el suelo y humillado ante todos era lo más suave que te podían hacer. Mi cabo de escuadra se llamaba Milipil, un mapuche del sur, medía un metro y medio pero pegaba como si midiera tres metros, ya no recuerdo las ocasiones que me dejó sangrando la nariz y la cantidad de marcas en el cuerpo por los correazos, pensaba en esos momento: “Mapuche conchetumadre con razón los conquistadores españoles no se la pudieron con los tuyos”. En las mañanas nos despertaban a gritos y golpes, en fila, desnudos y trotando cruzábamos las duchas, no había tiempo para el pudor, todo era cronometrado y parecía que siempre estábamos atrasados. Mis compañeros provenían de poblaciones periféricas y de los valles interiores casi dentro de la misma cordillera, estos últimos eran los más duros, nunca antes en mi vida había visto 26

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a alguien reír mientras era golpeado, los cabos terminaban agotados, era una raza como de piedra, una tribu indomable, algunos no sabían leer ni escribir y hablaban de una manera que no se les entendía, se rumoreaba que habían tenido sexo con animales en los largos periodos de pastoreo, pero eran de una amistad leal a toda prueba y muy sentimentales. Todos los soldados finalmente en menor y mayor grado, éramos morenos y de rasgos indígenas en contraposición a los oficiales que eran altos y rubios, claro no faltaba el niño bonito de familia acomodada llevado allí para ser corregido. Los alférez, que eran los oficiales recién salidos de la escuela militar, casi todos hijos de generales, sectores de la oligarquía militar que ahora ostentaban el poder. Parecían actores de cine, estilo “TOP GUN la película” y como tales caprichosos, narcisistas, pura apariencia, todavía un poco imbéciles, solo les faltaba tiempo para transformase en unos hijos de puta, supremacía blanca se suponía. De esta manera el resentimiento rabioso del soldado raso era mal disimulado. La burla, el sarcasmo, el doble sentido, una manera festiva -salvaje de ver el mundo y la muerte- era su manera de resistir, oposición e intento de conservar algo esencial, propio e intransferible. Cosmovisiones antiquísimas provenientes de una periferia cultural y económica, naturalmente subversiva en un contexto de control y poder absolutos. Continuidad subterránea de una interminable lucha de clases. Ese universo al que había entrado tenia similitud al descrito en la novela “La ciudad y los perros” de Mario Vargas Llosa, si bien esta ocurre en la escuela militar Leoncio Prado del Perú, se presentaban los mismos códigos de dominación, una animalidad gregaria y la lucha por no sucumbir o ser aplastado. En nuestro caso el encierro obligado producía a veces deserciones, pero nadie llegaba muy lejos; En cierta ocasión un teniente me esposó a un desertor para que lo llevara a desayunar, caminando hacia la cocina el soldado me miró con un rostro feroz lleno de moretones y me dijo, –vámonos de esta mierda, no aguanto más–, pero a dónde le dije, los milicos están en todas partes, se quedó en silencio, me sentí un cobarde. Era de la compañía de infantería, los más presionados porque eran las fuerzas de choque, los del combate cuerpo a cuerpo, tenían que morder el polvo todo el tiempo, les decían “los perros 27



infantes”; en otra ocasión conocí a uno que le costaba hablar, tartamudeaba, su amigo me dijo, quedo así por los golpes, yo era “afortunado” de pertenecer a la rama de artillería. Luego de la primera etapa de instrucción básica nos entregaron los anhelados fusiles, todos queríamos ya disparar, pero todo fue peor, ya que el punta y codo con fusil es agotador, sin embargo, como niños con juguete nuevo no lo soltábamos, nos sentíamos verdaderos soldados. Disparar no fue tan difícil, sorprendentemente tenia dotes de francotirador. Este periodo termina con la ceremonia del juramento a la bandera, acto de gran relevancia para la institución, es un día de fiesta, se invita a los familiares, se desfila y se cantan himnos, hasta se leen poemas. Llega el momento de jurar ante la bandera, acto fundamental lleno de misticismo, al jurar cada uno dice su nombre y se compromete a defender la patria hasta rendir la vida si fuese necesario. Juramento irrompible so pena de muerte, o peor aún sufrir el escarnio de la sociedad y la pérdida de la nacionalidad, la madre Patria exigía sacrificar tu vida por ella, algo que ni la propia madre te lo pediría ni en sueños. Mi familia no pudo viajar de Copiapó, creo que ni siquiera les avisé, mis compañeros abrazaban a padres orgullosos y emocionados, yo en silencio me comía la empanada. Segunda parte El año 1982, Argentina estaba en guerra con Inglaterra, por las Malvinas, la lucha estaba cerca, (si hubiera sido argentino hoy sería veterano de guerra), por tanto todo ese segundo año solo fue de espera, vigilancia en largas noches de guardia, a veces cuidando torres de alta tensión que terroristas amenazaban derribar o rendir honores al capitán general Pinochet cuando viajaba por el país. En una pared una vez leímos “Mil veces seas maldito, soldado que apuntas el fusil a tu propio pueblo desarmado” no entendimos el mensaje hasta tiempo después. Los instructores se ocupaban ahora de los soldados nuevos, los cuales nos miraban con sus caras de niños asustados que nos recordaban a nosotros mismos. El regimiento que estaba en la parte alta de la ciudad era como el fuerte Bastiani de la novela El desierto de los Tártaros de Dino Buzzati. Ante un desierto inhóspito que en nuestro caso era el 29


mar, un horizonte curvo del cual ningún enemigo venía, en esa situación de aparente calma y monotonía, pareciera que no debería haber bajas, sin embargo, las hubo, un cabo por deudas de dinero entró a la cabina de un camión y se disparó en la sien, con un amigo fuimos a ver, el camión estaba con la puerta abierta y la sangre tirada como con balde, aun goteaba. En plena noche y estando de guardia un soldado para librarse de un castigo que tendría a la mañana siguiente, se disparó en el estómago, el sonido como un latigazo nos despertó a todos, amontonados en las ventanas lo vimos en una zanja, estaba acurrucado como un feto, agonizó unos instantes llamando a su mamá y luego falleció, la bala lo destrozó por dentro. Un compañero de mi compañía que estaba saliente de guardia esperó que todos bajaran del camión tomó el fusil lo puso en su boca y disparó, la polola había terminado con él, al bajarlo del camión, sangre y dientes caían de su boca. Y otro camarada en un viaje de campaña cayó del camión y el que le seguía le pasó por encima, parece que ni lo sintió. Pasaba todo esto en esa tensa espera, pero al final nada alteraba la cotidianidad rígida de la vida de cuartel, sonido de la diana en la mañana y de retreta en la tarde, formarse para el rancho (desayuno, almuerzo, cena), izar y arriar la bandera todos los días, a la misma hora, cambio de guardia etc. El hastío era peor que la instrucción básica. Los fines de semana al salir de franco solo caminaba por la ciudad, dando vueltas y vueltas hasta la noche en que volvía al regimiento, a veces un amigo me invitaba a su casa a comer y quedarme, por esas casualidades de la vida yo era el único de mi compañía que no era de la región, por tanto, en las salidas generalmente no tenía donde ir. El orden era aparente y la racionalidad de una violencia sistemática seguía su curso. También ese año fui por primera vez con tres amigos a un prostíbulo; las imágenes que conservo son confusas ya que llegamos algo ebrios, fue en Coquimbo. Recuerdo haber abrazado mucho a una chica y acariciar sus senos de increíble suavidad, cuando ella se levantó para ir al baño le agarré el culo, tambaleándose de lo ebria que estaba se dio vuelta y me regañó, apenas modulando las palabras, mientras una orquesta tocaba temas de los años 60. En aquel ambiente de patética fiesta me sentí un miserable, un maldito.

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Tercera y última parte Los meses pasaban y se diversificaban las labores. Una vez estuve de ayudante de cocina, donde un gordo sargento lleno de sudor preparaba el almuerzo, en un momento me mandó a buscar una gran olla con un líquido blanco, luego supe que era la famosa piedra lumbre, un inhibidor sexual, increíble, pensé, es igual a la leche, el sargento me saca de mi reflexión y me pide que lo ayude a vaciarla dentro de la comida, en realidad no sé si tenía efecto ya que todas mañanas muchos amanecíamos con el pene durísimo. Repartiendo el rancho me reía de mis compañeros que encontraban rico los porotos. En otra ocasión con cinco compañeros fuimos enviados a Santiago, al regimiento Peldehue de Renca, para enseñarnos a conducir camiones, otra historia esa, fue como volver a la dura instrucción primera, a varillazos aprendí a usar los cambios del camión. Entre las curiosidades había un pascuense que un capitán se divertía haciéndolo pelear con el cabeza de pistón, un tipo grande de cabeza cuadrada, hasta que quedaban sangrando. Finalmente la consigna era no destacar, mantenerse en segundo plano, sin embargo eso no era garantía de nada, esconderse del todo era imposible. Luego de tres meses volví a mi regimiento con el primer carnet de conducir. Un mes después de volver fui enviado a trabajar al casino de oficiales, lo bueno era librarse de los días y noches de guardia por un tiempo. En el casino éramos 4 soldados que trabajábamos por turnos de dos en dos, mozos para los mandados y servir, no nos llamaban por nuestros nombres, sino con el calificativo de ¡NIÑO!, había unos civiles, las cocineras que eran muy maternales con nosotros, no recuerdo el tiempo que estuve allí. Los oficiales mostraban su peor cara en las grandes juergas de iniciación de los nuevos oficiales, escuchábamos jactarse de sus torturas y crímenes, en estos grupos siempre había otros civiles, generalmente médicos y empresarios, debía estar en un estado total de ignorancia ante estas personas con las que me encontraba y lo iba descubrir de la peor manera. Una noche en estas extensas juergas y cuando solo quedaban pocos oficiales, un teniente no sé por qué motivo se enojó con mi compañero y rompió los vales de consumo, que era la manera en que nosotros llevábamos registro de lo 32

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que cada oficial consumía, ya que a fin de mes se les cobraba por planilla, a mi compañero se le ocurrió decirle que al otro día daría cuenta al capitán, su superior directo y jefe del casino, el teniente se enfureció de una manera en que su gorda cara se puso roja, se produjo un silencio y ordenó a los demás que nos tomaran a los dos y nos bajaran al sótano, primera vez en la vida en que sentí la muerte tan cerca, ya sabía de lo que eran capaces, bajando pensaba en mi familia, en mi madre y me aferré a unas tremendas ganas de vivir. Una vez abajo nos empezaron a golpear entre todos y obligarnos a arrastrarnos por el suelo, también estaba uno de esos doctores cómplices del régimen, en un momento nos pusieron en posición firmes y el teniente nos golpeaba en la cara y nos hacía preguntas que ya no recuerdo, nosotros solo gritábamos ¡SI MI TENIENTE, NO MI TENENTE! No podíamos contener las lágrimas y llorábamos como los animales que van a ser sacrificados, solo queríamos que eso terminara pronto pero no lo expresábamos, tratábamos de ser dignos, pero sabíamos que la templanza no duraría, al fin el teniente dijo –ya pelaos culiaos, se salvaron– y se fueron todos a seguir con la juerga, con mi amigo nos desvanecimos y estuvimos en el suelo por mucho rato, tratando de reponernos, nos dolía todo el cuerpo. Al otro día cuando se supo todo las señoras cocineras, que eran de 30 años a lo más, al vernos, disimuladamente se secaban las lágrimas, nos daban algo rico que comer y decían que les pidiéramos lo que quisiéramos, mi compañero me dijo –pidámosles sexo. El capitán regaño al teniente, este en un momento me llamó y preguntó que cómo estaba, yo lo miré y no le contesté, creo que ya no me importaba nada, el odio que sentía era de tal magnitud que si hubiera tenido un fusil le disparo a ese teniente en su regordeta cara y luego mato a los demás oficiales y a ese despreciable doctor, terminaría acribillado para transformarme en mártir, un héroe, sería coherente. La escena fue horrenda, imaginarla, pero a la vez satisfactoria, crear un subversivo era lo más fácil del mundo, ser capaz de matar y estar justificado. Me acordé del soldado desertor y quise también escapar de ahí, volver a casa, pero no alcancé, nos sacaron del casino y volvimos a nuestras respectivas compañías, sin imaginar que ya se acercaba el día de ser licenciados. 33




Y ese gran día esperado por todos llegó, 10 de abril 1983, supimos la noticia de un día para otro. Nos formaron en el patio del regimiento, vestidos ya con nuestras ropas de paisa (de civil), todos juntos, INFANTES Y ARTILLEROS, éramos como 400, hubo discursos que nadie escuchaba, se entregaron premios al valer militar, para los suicidados no había nada solo para los muertos en actos de servicio que eran muy pocos. Nosotros solo bromeábamos, los suboficiales instructores, ya amigos nuestros, se reían, algunos estaban de novios con hermanas de algunos soldados. Y se abrieron las puertas del regimiento de par en par, salimos marchando en columnas, marchábamos y marchábamos felices, no lo podíamos creer, en la calle seguimos marchando, cantábamos, gritábamos, bajamos los 400 por la calle principal de la Serena, detuvimos el tránsito, un auto casi atropella a un compañero, lo perseguimos hasta alcanzarlo y lo hicimos mierda a patadas, la algarabía era tal que la gente asustada huía de nosotros, el chico Ardiles se encaramó sobre la pileta de una plazoleta y gritaba desde arriba ¡CHAO MILICOS CULIAOS!, la pileta cedió y cayó con todo, afortunadamente nada le pasó, varios se habían subido con él, quedando todos esparcidos por él suelo, nos reíamos a más no poder, todo era un caos, los carabineros sin saber qué hacer solo observaban, del regimiento les dijeron que no intervinieran. Los destrozos que dejamos en aquella siempre impecable ciudad colonial fueron muchos, luego paramos para despedirnos abrazándonos mutuamente, prometiendo vernos por ahí, en las vueltas de la vida. Caminando solo a tomar el bus para Copiapó, saboreaba la sensación de libertad para hacer algo con mi vida o no hacer nada, vaya a saber uno, lo importante era que ahora podía ir donde quisiera, me sentía un veterano de una guerra que nunca libré y, al contrario del protagonista de la novela “EL DESIERTO DE LOS TARTAROS”, sobrevivía a su preparación, a su tensa espera. Sobrevivía a la posibilidad de matar y a la presencia de unos asesinos. Ya dentro del bus que se alejaba de los muros del fuerte “BASTIANI”, el regimiento de La Serena, me sentía lleno de energía y felicidad, mi familia no sabía que volvía.

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Mi madre se dejรณ morir. Perdiรณ los deseos de vivir.


Ella siempre pensaba en eso, y nos pidiรณ a nosotros que la incinerรกramos y que sus


cenizas fueran al mar, donde ella habĂ­a nacido, Antofagasta, que era tambiĂŠn la ciudad


donde habĂ­a conocido a mi padre. Entonces fue para mĂ­ un golpe muy tremendo


que el dĂ­a que dejamos las cenizas de mi madre en el mar, a pesar de que el mar


estaba tan... bravo, por asĂ­ decirlo; al dejar las cenizas de mi madre, se produjo una


quietud... impresionante. Y sĂłlo cuando yo escuchĂŠ el informe de las Fuerzas Armadas,


que decĂ­a que a mi padre lo habĂ­an lanzado al mar amarrado a un riel, esa noche se me


presentó esa visión del mar, y sentí que mi madre se había encontrado con él. Pero fue


de esas cosas que a uno le pasan por la mente. Fue muy, muy fuerte, era como que yo


veía nuevamente el mar. Ella escogió así, ese lugar.






“los ArrojAron Al mAr Y no cAYeron Al mAr cAYeron sobre nosotros” elvirA hernández


AGRADECIMIENTOS

Octavio Maturana, Violeta Maturana, Elena Ortiz, Jorge Maturana Madariaga, Jorge Maturana Ortiz, Ruth Maturana Ortiz, Massiel Barrientos, Viviana Díaz, Nicholas Jackson, Manuel Ormazábal Soto, Víctor Estivales Sánchez, Marcela Said, Jean de Certeau, Maricruz Alarcón, Sandra Hayvel, Javiera Ojeda, Romyna Care, Felipe Ramos, Satsi Acevedo, Sebastián Mejía, Nicolás Sáez, Pía Acuña, Mirtha Colman, José Miguel Marty, Mabel Tapia Ponce, Miguel Angel Felipe, Verónica Méndez, Eduardo Cerda, Romina Alarcón Cid, Carlos Montaña,Nancy Mansilla, Milko Carreño, Jaime Fouillioux, Mauricio Zarricueta, Alejandra Salinas, Carlos Silva, Pablo Suazo, Héctor Maldonado, Sole Aguirre, Mane Adaro, Daniela Bertolini, Víctor Munita, David Ortiz, Mauricio Toro Goya, Andrés Martínez, Carolina Castro Jorquera y Mariairis Flores.

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ENGLISH VERSION

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RAILS Víctor Estivales

mAYbe i Am not dreAming, i forgot how to dreAm mAYbe this is A seA, it could be the eArth, the skY over unweAving its hAir. this is not A seA without wAves, it is A wAshed out lAYer, A dAY deAd bY winter dAggers, A dAY executed bY rAins. suddenlY it is broken bY smAcks of bells, bY shAdow tic-tAcs, And it closes As A slAsh of rusted trAins devouring ripe cherries under the sun.

jorge teillier, the submerged stAtion

I still remember it. I haven’t forgotten about it. That day I came along with my father to the filter plant: he started his job; I started my life. We made the trip by train, in the machine that went through the old railways of the Trasandino Railroad. The railroad was extinct then, as it is today. In the diesel train that pushed the long column of cars making the rails creak, the engineer, an old man that knew my father since he was a kid, heated the water for the choca. We saw a long line of cars ahead us. The train did not drag them but pushed them uphill instead, slowly, as a subtle allegory of its supportive work, where the strong one gives movement to the still one. That was another time, it seems that I didn’t live that trip. I dreamed it. I dreamed it as I lived many things, that with time became images, vague ideas, memories. That became vanishing experiences. Today the train is partially extinct, of course. That section of the path survives as a way to bring the copper concentrate from the mines to the ships, to the sea. The rest has disappeared: the tracks and railroad ties. The iron of the tracks was dismantled: stolen and made to disappear. So it is useful, somehow. The image I keep of the dismantled tracks becomes an absence, a void that is hard to fill, just as childhood. To fulfill that void implies going back 66

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to a lifestyle based on community; trains always facilitated the collective, from their implementation and construction to their use. Trains allowed things to become closer, they connected and joined distant points on the map; shortening routes, generating links and stories, and, overall, leaving their rails as lines over which those stories were written and inscribed. Today, it does not work that way anymore. Trains also prioritized the rural (we know about towns that were born from the railways but none from highways or toll plazas): they made the space between city and countryside null, they filled the void among them. The railroad brought a lifestyle and a vision to a growing country. Now, this order has retired leaving an urban, individualistic, competitive modernity (neoliberal, one would say). It is retired but leaves us a painful wake for our memory: railways and stations do not exist anymore. The dismantlement of the train was enforced by a macabre utilitarianism that has dismembered us. Why are the rails no longer the ways in which our country moves by? Fragmented and lonely, like us, they stopped being what they are. Spread out over many of our cities, they are used as light posts: a paradoxical image of our reinvented modernization. The railway is no longer a railway, the track is no longer a track, the train is no longer modernity. Many others rails had a bitter end: perhaps they decided to hide, in the bottom of the sea, that they were not anymore what they were made for... Time traveled by train according to Jorge Teillier; thereof a part (a bit) of the past inhabited these giants and their stations. Pale hours meet to play cards / around the table of the days / I do not recognize the train that left me among them... Maybe the time that travels by train is the one that makes us forget. In the same way that the insomnia pest devastated Macondo, our accelerated modernity calling doesn’t allow us to sleep, doesn’t make us tired. It sinks us in oblivion instead. Dragging our parent’s bones, we move, catching oblivion. Spread out, hidden, and ashamed, maybe these rails are a remedy; a note, as the note José Arcadio Buendía wrote, containing the name of the things and people we forgot. The objects we value have the power of conjuring up oblivion and show us the ghosts that haunt our memory, our open wounds. They constitute relics, points in which time manifests in its paradoxical way. Things and 67


their images -rails and photographs- account for a time that, insofar as it is, stops being; insofar as it reconciles, it still does not; and insofar as it was, it is no longer. However, photography, and these rails, as Buendía’s notes, are not the things themselves; they are hardly their reflections, their shadows; a simulacrum, a projection of another time we want to put to sleep tied to the rail... in the sea.

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WORKING THE TESTIMONY, REVERBERATING THE RUIN Nicholas Jackson

The conflict of imagining horror Leaving velocity behind to stop to think about the horror inflicted during a dictatorship, not only the one in Chile, but any other of the ones that happened during the 20th century, means to enter into a complex terrain. It is a moment in which thought must transit between the attempt of projecting disappearances and the attempt of putting together, through testimonies, the moment in which these disappearances happened. If we also consider that during the dictatorship the strategic systematization of torture and extermination defined as a working method the erasure of their tracks, seeking to minimize the future possibility of recreating the facts, then we would be accepting that the task is not only painful and necessary but also difficult. We dare to state that, facing that situation, any imaginary uprising over these horrors will always have a foot into the impossible. German philosopher Georges Didi-Huberman writes that, when horror is incommensurable, whoever listens to the testimonies often cannot believe them just because they are considered unimaginable. Taking this effect into account, the ones committing the violation and erasing the evidence rely on this chance of denial: the greater level of brutality of its actions, the greater the possibility of being judged as unimaginable. This leads us to think of executions and disappearances as meticulous methods, which seek to test any subsequent inquiry about what happened in order to get justice in advance. Nevertheless, and aiming to inscribe the atrocities historically, or making them possible, a kind of resistance consists in finding signs of the inflicted horror, signs that were able to transcend their moment to reach others beyond. To accomplish this implies to follow the testimonies, to trace them from their start to make them present in the society. About this journey Didi-Huberman would say that, beginning with the moment of 69


the horror, a complex landscape would be configured for the testimony: as it was about a “moment in which there was no room to think or imagine of whom of the ones that bewildered attended this moment” (p. 23); nothing would be harder than to conceive the violation of human rights when it was actually happening. This relies on the witnesses and their faculties, which would be overwhelmed by the experience and their functioning would be distorted. Then, every image of the atrocities carries a breakdown, a ruin. Added to this conflict, testimony bearers often die or keep a pacted silence. Moreover and despite that these testimonies could be heard, whoever has them could never picture the dark and intense reality of the ones who lived this scourge. Adolfo Vera (2017) comments that to face these traces thoughtfully, it provokes a dismantlement of “all of our certainty, all our categories, all our historically accepted logics” (p.15), because any attempt to represent something ruined will also tend to a ruin. Here the problem is in the forms of thinking and the way in which these forms deal with an event that avoids, that turns to be unmanageable in its constitution. Working the testimony The complex existence of these traces not only begins with the systematic attempt to disintegrate bodies, bonds and, with that, the communal possibilities among people; but also with the extermination of the tongue, to say, the destruction of the possibility of communicating this disintegration. Didi-Huberman states, however, that it is not possible to achieve the full destruction of language, because testimonies, just as memory, will keep circulating to spread what they remember, in spite of the negative pressure that blocked them and keeps blocking them. This eagerness to remember, to picture, to fight the unimaginable, pushes artists like Cristián Maturana to seek, to rescue, and to promote traces that draft the horror and the world in which this horror was executed. The German philosopher continues and writes, that, in the moment in which the pulse of memory, a pulse in this case triggered by art, raises a body of testimonial images, then one could assure the denial of the unimaginable: it is not impossible to imagine it, if, there is an image. Being pragmatic and sticking to the reality of this country, we could state that philosophical and legal systems may fail in the face of the unimaginable, just because of the mnemotechnic ambiguity of the evidences, but “there, where thought fails is where we have to pursue thought, or rather give it a turn [...], to think again even the foundations of human 70

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sciences themselves” (Didi-Huberman, 2004, p. 47). As Didi-Huberman, Cristián believes that a human work is necessary as long as testimonies exist, a work that resists the unthinkable, the unutterable, or the unimaginable of the commited horror. Besides, he surely thinks that his art proposes a revision of the ways in which this complex subject is addressed. That said, we could state that, facing extreme dismay, any word or any testimonial media will be subjected to unutterability. But this submission of the word to the actual event does not prevent the atrocity from remaining within language; in other words, although it may be impossible to represent the horror, even by its closest witness, this horror must remain, and it remains indeed, as a trace in the language of people and societies. So, it is precise to keep re-constructing these vestiges through different approaches, to turn them into images; that is the interest, I find, concerning the art production that deals with the crimes committed during the dictatorship. An image of horror needs to be ruined For these testimonies to reverberate their origin, it is necessary to adopt a sound and a reading from their own precarity: they demand to be restored and re-articulated in the present, so they get a new projection and can be recognized. This task is not simple due to its complexity, so, how are they supposed to sound? How is a testimony that became a ruin supposed to look? Following Adolfo Vera (2017), we cannot start an approach to this question without remembering that the disappeared live with us as ghosts, as beings “whose existence does not belong to the living nor to the dead” (p.15). Let’s say, they live as spectres inscribed in an anachronism, in a time that does not belong to them: they are not in the present nor in the past. According to the Chilean philosopher, they appear from a hounding, as missing people they haunt us from their last image; they are a presence in the moment they appear, which since a long time ago is not their presence anymore. In existential terms, this means that “the present stops being the privileged time category” (Vera, 2017, p. 20), that allow us to understand them. It is widely known according to popular beliefs, that the reason why spectres hound is because they are incomplete, being this the cause for their differed appearance, their past that still does not achieve peace in the present. We could say that Vera’s spectre lives postponed, ruined in the testimony that remembers it, an unstable trace waiting for a definitive interpretation that will never happen. In other words, 71


the testimony of the horror never claims its status, as it is a ruin; let’s say it needs constantly to reorganize itself to be understood. Following the theorist, we could say they are constantly becoming something, never there, never here, always requiring the help of an upcoming reading. Anyone who makes work from these testimonies will face a fragile existence that needs to be approached by ways that do not forget its status. From an ontological coherence, the thinking that demands for the horror testimonies the site they belong to will need an image as critical, or as destroyed, as catastrophical as the art that deals with these testimonies. Otherwise, an aperture to the status of this tragedy would not be possible. We will say that this art, then, will have to “assume the disaster as its very own constitution” (Vera, 2017, p.51) and, from its abilities, to know its inability to indicate certainties regarding any kind of conclusion. In other words, this art will need to recognize itself as “corrupted by oblivion yet pierced by the thoroughness of memory” (Vera, 2017, p.51). We talk about an art that accepts that in order to reverberate the ruin, it is precise to ruin it once again.

DIDI-HUBERMAN, George. (2004). Imágenes pese a todo. Trad. de Mariana Miracle. Barcelona: Paidós Ibérica. VERA, Adolfo. (2017). Arte y desaparición. Valparaíso: UV. 72

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TARTAR’S DESERT Manuel Ormazábal Soto

It seems that some moments far back in the past do not belong to us anymore. They are lived by unknown, strange beings, that emerged and vanished in our intimate constitution throughout time. Imagination and memory struggle against each other, and it is not possible to distinguish the veracity of the facts —perhaps a survival strategy both from the culture and the subject who is afraid of death. Invention and bureaucratic manipulation of history; this being the way the world and reality make sense and are built by the current power, so that the common citizen lives, tolerates and succumbs without asking a question. Some people long for oblivion as a liberating and healing balm that will make them start over, so they stubbornly keep doing things and accumulating other things, running towards self consolidation. But oblivion shapes thick sediments opening to recurring cataclysms that allow to overlook disperse and incomprehensible fossils. This way, above extinct species, generations of dead, assassinated and missing ones have raised to pronounce discourses which we do not understand. Strangely, in this terrible confusion, we feel the presence of the sacred that enlightens each creature that has ever lived in this planet, a reclaimed past that has never left us and constitutes us genetically, besides our efforts to revile it in the temporal evolution. It creates and recreates us, because finally, the future is only the cancellation of time, so we end merging our bodies and souls into the cosmic totality, which for some people is God’s lap. Hence, there is nothing to understand. Honoring the disappeared (disowned in its sacredness) and my irrational fear to disappear, and also determined to give coherence and understanding to past experiences, to make possible a full horizon, I dig into the archives of a memory that overflows and loses its limits, attempting to extract a minimal fragment of this big HISTORY, that, just as Saturn does,

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devours us. I begin to narrate my passing through the Army during the consolidation period of the dictatorship, assuming the difficulty of being accurate, as it has been over 35 years. Although I will narrate this experience as a protagonist, my interest is the morphology of the generation I belong to. That generation was recruited at the age of 18 to defend the homeland, killing the compatriot if needed, making enemies, losing their childhood and preparing for a war that never came. nothing hAs chAnged: i still see mYself poor And Young: And i love onlY the ones As me. the bourgeois hAve A dAmned bodY. pier pAolo pAsolini

First part Between 1981 and 1983 I was enrolled in the mandatory National Service. It was, quote unquote, mandatory, because in the end that part was largely defined by what class you were from. Only the lower class were doing it, the same anonymous collective force that had fought on independence wars, on The Pacific War and the ones that came after, people whose names were lost in the common graves. A kind of Darwinism of social structure, and without much awareness of it, I was as poor as thousand others of my age, or rather, I learned it then, and there was nothing in the world that could save me from being in the Army and being part of that immense contingent aligned under bloody banners and the ruined unknown soldier monuments. To top it all, there was a secret family tradition, my grandfather and my father had been in the cavalry, and my brother had been in the infantry, and there I was, in the artillery. A tradition that ended with me, as none of my nephews joined the service. My eldest brother spent only one year in the Copiapó Regiment in 1975, but it was more than enough for him, as he had to participate in the patrols during the curfew, right after the coup. My mother talked to the commander of the regiment and told him his elder son was enrolled in college and he was the first of the family to attend. I, for one, unable to study, spent in La Serena’s regiment more than two years. My brother and I had the hardest and most demanding training period, preparing for a despicable local enemy and an equally vile foreign enemy, lumping everyone together, Peruvians, 74

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Bolivians, Communists and subversive Chileans, the first two stocking the frontier and the second in the shadows of our own territory. The NCO, our direct instructors, also from the lower class, paradoxically were the meanest with us. To be humiliated and beaten on the floor was the least they would do to you. The corporal of my squad was called Milipil, a mapuche from the South, he was 1,5 meters tall but he would beat your ass as if he was 3 meters tall. I barely remember the number of times he left my nose bleeding and with marks all over the body because of the belt lashings. I used to think then: fucking mapuche, no wonder why the Spaniards couldn’t deal with your people. In the mornings they woke us up, yelling, and beating us, and in a row we had to run naked to the shower. There was no time to be prudish, everything was timed and it seemed we were always late. My comrades were from marginal neighborhoods, and from the valleys up the mountains. The latter were the toughest, I had never seen in my life someone laughing while being beaten. The corporals ended exhausted; they were like a stone-face race, an indomitable tribe. Some of them did not know how to write nor to read, we barely understood them when they talked and it was said that they used to have sex with animals during the long periods of shepherding; but they were really sentimental and loyal friends. All the soldiers, both low and high ranked, were with brown skin and had native features, in opposition to the officers who were tall and blonde. Of course, you also had some rich kids, who were taken there to be straightened out. The sub-lieutenants, who were the officers that just graduated from the Military School, were almost all of them children of generals, the army oligarchy which had the power then. They looked like film actors, like the film Top Gun, and as narcissistic, capricious as the guy from the movie. They were a bit stupid, and needed only a bit of time to become bastards, white supremacy I guess. This way, the resentment of the plain soldier was hard to hide. The mocking, the sarcasm, and the innuendos were the way to resist; a festive wild way to look at the world and death, an opposition and an attempt to keep something of your own, essential and non-transferable. Old cosmovisions coming from a cultural and economic periphery, naturally subversive, in the context of absolute power and control, a subterranean continuity of the endless class struggle. This universe I had entered had a similarity to the one Mario Vargas Llosa described in the novel “The City and the Dogs”. The novel happens in the Military School Leoncio Prado in Perú, but it tells about the same 75


domination codes, the same gregarious animality and the struggle for not being crushed or succumb. In our case, the forced confinement caused desertions, but nobody managed to go too far. On one occasion, a lieutenant handcuffed me to a desertor to take him to get breakfast. Walking to the kitchen and with his face covered by bruises he told me: “let’s ran away from this shit, I can’t stand it anymore.” “But where, the soldiers are everywhere,” I told him. He stayed silent, and I felt like a coward. He was from the infantry, and they were under the biggest pressure as they were the shock troops. They had to fight hand in hand, and they had to bite the dust. They called them the “infantry dogs”. Some other time I met one that had speaking problems, he stuttered because of the beatings. I was lucky to belong to the artillery branch. After the first part of basic training, they gave us the desired guns. We all wanted to shoot, but also with this, the exhausting part came that was to crawl carrying your gun. We did not want to leave our new toys however, we felt like real soldiers. To shoot was not that hard, and surprisingly, I had some talent as a sniper. This period ended pledging allegiance to the flag. It is a relevant ceremony for the institution, a party day when the family came and we had a parade, sang marchs and even read poems. When the moment to pledge to the flag came, this act is full of mysticism, each of us said his name and committed to defend the homeland to death. It is an unbreakable oath punished by death penalty, or worse, to suffer the derision of society and to lose your citizenship. Motherland asked you to sacrifice your life for her, something that your own mother would never ask. My family could not come from Copiapó, I don’t think I ever told them to. My fellows hugged their proud parents; I ate my empanada silently. Second part The year 1982, Argentina was at war with England for the Malvinas. The war was nearby --if I were an Argentinian today, I would be a war veteran. All that year was about waiting, surveilling during the night shifts, looking at the high voltage towers that terrorist threatened to tear down, or paying honors to General Pinochet when he traveled across the country. Once we read on a wall: Be damned a thousand times, you soldier, who aim at your own disarmed people. We did not get the message until later. The instructors were busy with the new soldiers who reminded us of ourselves because of the fear in their faces. The regiment located on the top of the city was like Bastiani Fort in Dino Buzzati’s novel The Tartar’s Desert. In front of an inhospitable desert, the sea in our case, there was a 76

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curved horizon with no enemy in sight. In this situation of apparent calm and monotony, no casualties were supposed to incur, but they did. A corporal shot himself in a truck because of being in debt. We saw him with a friend, the open door of the truck and the blood all over the place. In the middle of the night once, a soldier shot himself in the stomach to get rid of a punishment next morning. The sound, like a whip, woke everyone up. We saw him through the windows, curled up like a fetus, agonizing while calling his mom, dying in the end. The bullet destroyed him on the inside. One fellow who was finishing his shift waited for everyone to leave the truck, put the gun on his mouth and shot himself. His girlfriend had left him. Blood and teeth were falling from his mouth when we took him down from the truck. Another comrade fell from a truck and the next truck ran over him, didn’t even notice him. Everything happened in that tense calmness, but at the end nothing altered the rigid daily life in the headquarters. The sound of the reveille in the morning and retreat in the evening, forming for the ranch (breakfast, lunch and dinner), raising and lowering the flag every day the same time, the relief, etc. The boredom was worse than basic instruction. On the weekends I just walked across the city in circles until coming back to the regiment; once in a while, a friend invited me to come over for dinner. I was the only one from my company who was not from there, so I did not have somewhere to go on my day off. Also, that year was the first time I went to a brothel with three friends; it was in Coquimbo and the images I keep are blurry as we were drunk. I remember hugging a girl and touching her incredibly soft breast; when she stood up I grabbed her ass and she yelled at me drunkenly, barely forming her words, while an band played some sixties songs. In that pathetic party environment, I felt miserable. I felt cursed. Third and last part Months passed and the work started to diversify. Once, when I was the kitchen assistant, a fat sergeant cooked lunch and sent me to find a huge pot with a white liquid. I learned, after, that it was piedra lumbre, a sexual inhibitor. Amazing, I thought, it looks just like milk. He asked me to help him pour it over the food, although I doubt it had any effect as we all woke up hard every morning. I laughed at my fellows who thought the beans were good. Some other time, I was sent to Santiago along with other five fellows, to the Peldehue Regiment. We were supposed to learn how to drive trucks —that’s another story. It was like going back to the 77


harsh first instruction. I learned the hard way how to shift gears. Among other curiosities, there was a captain who had fun making people fight until they bleed, particularly a guy from Eastern Island, against this other big guy with a squared head, “the Piston Head”. At the end, the more you remained in the background, the better. But that wasn’t a guarantee as it was impossible to hide completely. After three months I came back to my regiment with my first driver’s license. A month after coming back I was sent to work in the officers social club. It was good not to be on duty for a while. In the club, there were four of us, working in shifts doing errands and serving food. They didn’t call us by our names, just “boys”. There were some civilians and the cooks, who were quite maternal with us. I don’t remember how much time I spent there. The officers showed their worst sides when they organized the induction parties. We heard them bragging about tortures and crimes. They always had civilians in these groups, generally business people and doctors. I had to assume I didn’t know anything about this, and I learned this in the worst way. One of these long party nights, one of the officers got mad with my fellow and tore the consumption tickets apart —the tickets were the way in which we kept an account of each officer’s bill, as they had to pay everything at the end of the month. My fellow told him that he would tell that to the captain, his superior, next morning. The lieutenant got so angry that his fat face became completely red. He ordered the others to take us to the basement. It was the first time I felt death so close, as I knew what they were capable of. As I went down, I thought of my mother and I hung onto my will to live. Once we were downstairs, they started to kick and drag us through the floor. One of these doctors, who was one of the accomplices of the regime, was also there. They put us in a firm position and the lieutenant kicked us in the face and asked questions I cannot remember now, we only screamed “Yes, sir!,” “No, sir!” We could not contain the tears and cried like animals that were about to be slaughtered. We only wanted it to end, but we did not say a word, trying to keep our dignity, while knowing that temperance would not last long. My friend and I fainted and we stayed on the floor for a while, trying to recover. Our entire bodies ached. Next day, when the women at the kitchen learned about this and saw us, they were so moved that they offered us something nice to eat. They told us that we could ask for anything, so my fellow said: let’s ask for sex. The captain scolded the lieutenant, who called me and asked how I was. I looked at him and did not answer, I think I did not care anymore. The hate I felt was so great that, if I had a gun, I would have 78

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shot the fat face of the lieutenant and the rest of the officers, and the doctor. I would have ended riddled, being a martyr, a hero. It would be coherent. It was a horrifying but pleasant thought to imagine the scene. It was easy to create a subversive, to be able to kill and justify it. I remembered the soldier who deserted, and wished to be away from there, to go back home, but I could not do it. We were taken out and came back to our companies, without imagining we were about to get our license. And then day we were waiting for finally came, April 10 of 1983. All of a sudden we learned the news. We were gathered in the yard of the regiment, all together dressed in our civilian clothes. We were 400, including infantry and artillery. There were some speeches which nobody listened to, some military medals were given, not for the ones who killed themselves, only for the few who died in service. We were joking with the sub-officers who, at this point, became our friends, as some of them were dating sisters of other soldiers. And then, the doors of the regiment opened widely, and we left marching in columns, happily marching across the main street of La Serena. We stopped traffic. A car almost killed a fellow so we went after it and kick the shit out of it. It was such a mess that the people ran away from us. The Ardiles boy stood up on top of a fountain and screamed: “Goodbye fucking soldiers!” And then the fountain collapsed, and he and everyone on it fell down laughing. Luckily, no one was harmed. It was full chaos, that even the police did not know what to do. I guess they were told not to intervene. We destroyed a bit of that flawless colonial city, then we hugged and said goodbye, promising to see each other again. Walking alone to take the bus back to Copiapó, I enjoyed the freedom of doing anything with my life. Or nothing, who knows. The main thing was that I could go wherever I wanted to go. I felt like a veteran of a war that never happened, and, on the contrary of the protagonist of Tartar’s Desert, I was a survivor. I survived the chance to kill and the killers. On the bus, leaving the walls of Bastiani Fort, the Regiment of La Serena, I felt happy and full of energy. My family did not know I was coming back.

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