Los Zarpazos del Dragón Rojo - Red Dragon's Claws

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Titulo: Los zarpazos del Dragón Rojo Autor: Sandro Mairata Código: 2005.CSC.1.455 Quinta Convocatoria

Protegido detrás de las fachadas de lucrativos negocios, para las autoridades Xu Lu es la pieza clave del intrincado mundo de la mafia china en el Perú. A su lado, decenas de hombres pululan extorsionando o delinquiendo por dinero. Las Tríadas, delincuenciales herederas de las sociedades secretas, más que un rumor, son una inquietante realidad. El tigre asiático, de la mano del Dragón Rojo, acecha.

Xu Lu cayó torpemente, de la manera más impensable en que un jefe mafioso podía ser capturado. En la ociosa noche del 24 de octubre de 2003 decidió alargar su suerte con el par de chicas que conoció en la discoteca Tequila Rock, un sótano en el tradicional distrito limeño de Miraflores famoso por varios escándalos de farándula y por sus tantas mujeres a la caza de extranjeros con dinero. Poco después de dejar atrás el neón verde y rojo del letrero en la entrada, las conquistas de Xu aguardaban junto a su Nissan plomo del 97 mientras éste se arreglaba con el cobrador de parqueos. Fue entonces cuando, de la nada, cinco muchachos a bordo de una camioneta 4x4 les silbaron a las mujeres, e incluso se detuvieron un momento al recibir coquetas sonrisas en respuesta al fugaz galanteo. Ebrio, Xu sacó un arma e hizo dos disparos: uno de ellos acertó al vehículo. No hubo víctimas. Sin embargo, tras una escena violenta y muy breve, el cuerpo de seguridad municipal conocido como “serenazgo” lo detuvo y lo entregó a la policía. En la comisaría miraflorina, Xu aguardó el momento de ser puesto en libertad sin inmutarse un segundo. Superado el papeleo y cruzando oportunas llamadas se

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retiró airoso. Todo porque la policía ignoraba quién era el explosivo asiático que tenía entre manos. La prensa local tampoco lo supo. Nada raro. Las crónicas rojas se llenan a diario en el Perú con noticias de secuestros, crímenes de amor, suicidios y accidentes de tránsito donde la espectacularidad de una foto decide el despliegue noticioso. Como en todo el mundo. De manera que para el redactor del diario El Popular, el asunto no revestía mayor sorpresa. Vio en el caso algo de rutina y tituló el sábado 25: “Chinito dispara a ebrios faltosos”. En la reseña se describe a Xu como “un empresario dueño de una cadena de restaurantes y casinos” que disparó convencido de que “un grupo de jóvenes intentó plagiar a su novia”. Se menciona sólo a una chica, aunque el parte policial habla de dos, y que ésta ya se encontraba dentro del vehículo, pero eso no importa. Lo que más sorprende de la página 2 de aquella edición de El Popular es que justo arriba de la foto distraída de Xu aparecen las fotos de tres chinos, sin establecer nexo alguno, bajo el título: “Caen tres sicarios del ‘Dragón Rojo’”. En realidad debió decir “cuatro”. La tarde anterior al arrebato pistolero de Xu, otros tres chinos –Ye Yaochi (26), Huan Lindong (26) y Shen Yongshiao (24)– habían caído en un operativo montado gracias a una denuncia de Pan Jin Hong (48). Pan es dueño de un restaurante de comida cantonesa, que en todo el Perú se conocen como “chifa”, ubicado también en Miraflores. El trío le había exigido pagar un cupo de dos mil dólares por la “protección” de su negocio. En un giro excepcional, Pan había decidido presentar una denuncia formal, puesto que había emigrado al Perú solo, sin familia ni hijos, y al no poder ser amenazado con daños a alguno de estos, sentía que no tenía nada que perder. Cuatro agentes simularon ser comensales y aguardaron la hora pactada en que Pan entregaría el dinero. Una vez que se comprobó el delito, los matones fueron intervenidos. Sólo el chofer que aguardaba por ellos, Santiago Sun –nombre castellano de Sun Zhuyong–, logró escapar.

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En uno de los chifas en la calle reversa al convento de las Nazarenas, una de las zonas más turbias del centro limeño, los padres de un niño secuestrado y liberado tres horas más tarde por integrantes del Dragón Rojo (mafia china que deambula en las calles de Lima) se niegan a responder sobre aquella abducción. Aquello ocurrió en enero de 2002 y su reticencia al diálogo es extraña, pues el caso recibió en su momento una extensa cobertura. O quizá se deba precisamente a ello. Sonríen cuando reciben al nuevo cliente, se tornan pétreos y agresivos cuando descubren al periodista. “No hay, no hay. Nada… no”, van mascando en castellano mientras me retroceden hasta la entrada. Lo mismo sucede en otros casos. Por ejemplo, con Xustieng Chen (58). Su familia prefiere no hablar. En los primeros días de abril de 2004 tuvo que pagar 20.000 dólares para para liberar a Xustieng, casi una semana después de su secuestro. “Ni su hijo, que es amigo mío, quiere hablar del tema”, me comenta apagando cigarrillo tras cigarrillo un hijo de inmigrantes chinos nacido en el Perú, un tusan. El término –muy difundido en la comunidad– está mal empleado. Dicho tal cual, tusan quiere decir “natural de”. Con esa lógica cualquiera es un tusan en su país: peruano, brasilero, etc. Las palabras adecuadas deberían ser wah yoi o wha-yoi en cantonés, o hua quiao en mandarín, las cuales aluden con corrección al descendiente oriental. Volviendo al tema, sentados en una cafetería repleta de ejecutivos que cerraban su día, este tusan cuyo directorio incluye los teléfonos de la gente más influyente de la colonia me explicó que como nunca la comunidad china tiene miedo. “Pero el chino es muy cobarde, mira que te lo digo yo, que soy chino. Tiene una mentalidad comercial; lo que más le importa es la seguridad de sus negocios, el dinero. Si llega una mafia con la amenaza de cupos, no le tiene tanto pavor a la muerte como a perderlo todo en vida. Por eso prefieren pagar. Muchos son ilegales que si son deportados al volver a China se quedan sin nada”.

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El 15 de octubre de 1849 el primer contingente de jóvenes chinos, casi todos varones, arribó al puerto del Callao procedente de Macao y de Hong Kong. La eventual abolición de la esclavitud negra ocasionaba un descalabro en la pirámide económica peruana. La mayoría de los negros que trabajaba los extensos latifundios no sabía bien que hacer con su libertad. Unos prefirieron seguir trabajando, otros se dedicaron a oficios menores. El resto pasó a la delincuencia. Por entonces, Perú vivía la bonanza que daba la venta del guano isleño como fertilizante y faltaban manos. El gobierno decidió incentivar la colonización europea, pero las condiciones eran tan poco atractivas que hubo nula respuesta. China había sido desangrada por la Guerra del Opio. La concentración económica en las grandes ciudades durante el conflicto dejó olvidadas a las provincias, y del cantón sureño empobrecido surgieron miles de chinos dispuestos a trabajar en los campos peruanos. Estos culíes –nombre dado por aquel tiempo a los chinos contratados en semiesclavitud para el trabajo duro– firmaban un contrato que era ridículo por lo abusivo. Se comprometían a trabajar durante cuatro años. Al llegar a su destino se convertían en ocho obligatorios. Ocho pesos se les entregaban en el embarque, los cuales debían devolver con su remuneración de cuatro pesos mensuales. Encerrados como ganado en las bodegas de grandes barcos, a los desfallecientes o a los privilegiados se les confiaba que la duración del viaje sería de tres meses. Ya en tierra, sus empleadores les facilitaban ropas, frazadas, medicinas, comida y tres días de descanso al año. La extensión de los contratos se lograba con las deudas adquiridas por comidas complementarias en las haciendas; reembolsos por días de enfermedad y jornadas adicionales por malos entendidos con el capataz o rotura de herramientas durante las labores. Ya que muchos estaban tentados a escapar, se implantó la norma de que por cada culí fugado el resto se quedaba un año más.

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Con el paso del tiempo, los contratos vencieron y el Imperio mismo se preocupó por hacer respetar a sus emigrantes. Empezaron a llegar mujeres chinas, cuando la gran mayoría ya había desposado a mujeres peruanas. Se fundaron las primeras sociedades –que les permitía agruparse según el lugar de procedencia–, entre ellas la Sociedad Colonial de Beneficencia China, en 1882. Así, los chinos “de ultramar” se hicieron comerciantes y se diseminaron por la costa peruana. Por todo el país. El matrimonio entre ambas culturas es tal que de los 24 millones de peruanos actuales, se estima que 3 millones tienen ascendencia china.

Xu Lu ha caído de nuevo. La policía sospecha ahora que el chino se trae algo; él mismo luce menos seguro de sí. Fue capturado junto a Sun Zhuyong, el extorsionador fugitivo del chifa “Jin”, en un hotel a espaldas de un terminal de buses. Xu estaba armado y tenía cocaína. Han pasado sólo dos noches desde los disparos en Tequila Rock y acudimos con algún material de archivo en la mano. El nombre de Xu suena a historia familiar. –Comandante, ¿este Xu no tiene antecedentes? –pregunto cuando veo al comisario desocuparse un instante. –Negativo, ya lo vamos a soltar. –¿Han probado buscar en vez de “Xu Lu” a “Lu Xu”? En chino, el apellido va delante. –Espera un momento. Vestido de negro y con lentes de marco fino, Xu descansa su metro ochenta y nueve de estatura sentado, con esposas en las muñecas. A su lado se encuentra Sun, con quien sostiene breves monólogos. El comandante José Butrón, comisario encargado, cuelga el celular y enciende un cigarro para contener la emoción: –Xu Lu registra antecedentes desde hace diez años. Es el jefe de los otros tres. ¡Es el jefe del Dragón Rojo! –no está contento, su voz refleja la certeza de saber

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que el mundo se acaba en 10 minutos–. Y ha mandado a gente para que negocie por él. Intercambio miradas con Luis Julián, el fotógrafo que asiste conmigo. Teníamos pensado permanecer máximo una hora registrando la captura y cerrar las diez horas de jornada de aquel día. Sin embargo, la noche recién había empezado. Antes de salir, el comandante Butrón –un carismático oficial de amplia sonrisa y cabellera en retirada que gusta remodelar sus oficinas con diplomas y medallas– vio nuestros rostros necesitados de reposo. –Voy a pedirles algo de comer.

En los últimos quince años los chinos del Perú han cambiado de rostro. No es broma, es cierto. No son más los bodegueros de la esquina ni viven obsesionados con el eterno “sueño del retorno”, esa ansia de los primeros inmigrantes que consistía en juntar todo el capital posible fuera de las fronteras y volver a la patria para disfrutarlo. Sorpresa, China se volvió comunista. La inmigración que le tocó al Perú fue costera, tradicional y conservadora. Como tal, también muy trabajadora. Los sén-hák (inmigrantes nuevos) laboraron años después contratados por inmigrantes ya afincados y recelosos de los kuei (literalmente “demonios”), es decir, de los occidentales, nosotros. Sin embargo, con el paso de los años, en la China continental, Shangai conservó su influjo occidental y hoy es –siempre lo fue– la ciudad más cosmopolita en la tierra de Mao. Como un faro centelleando arribismo en trescientos sesenta grados, Shangai ha logrado demostrar que es posible la opulencia en el país de la ropa uniforme, y la nueva juventud china que emigra al resto del mundo es individualista, cosmopolita, quiere ser global. “De lo chino tradicional se conservan las ganas de trabajar y hacer dinero”, explica mi amigo tusan. “Las motivaciones y el uso de ese dinero es lo que ha cambiado”.

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Este terreno ha resultado perfecto para la explosión del negocio de las triadas, nombre generalizado de la mafia china mundial que, además de aprovechar sus tradicionales rubros de prostitución, juegos y opio, también se dedican con singular facilidad al tráfico de inmigrantes hacia Estados Unidos. Estudios fechados en el año 2000 (y publicados en algunos medios de comunicación) estiman que las tríadas mueven en el mundo unos 200.000 millones de dólares, 40% anual del PIB de China.

Lam Kam Hoi quería algo más de la tajada que le tocaba como integrante de Los Mandarines, uno de los tantos nombres con que la policía nombra al Dragón Rojo. El negocio es simple: usando fachadas de agencias de viaje, chifas y discotecas, hace pasar ilegales chinos a Estados Unidos utilizando como rutas principales Bolivia-Panamá-Cuba o Perú-Ecuador-Panamá, dependiendo de la suma pagada por el emigrante. Cuba resulta un trayecto menos complejo por la fuerte presencia china en la isla. Isabelle Lausent-Herrera, una insistente estudiosa del tema (de padres franceses, pero nacida en China), me cuenta que tanto Perú como Bolivia son puntos fáciles por la elevada corrupción de sus funcionarios. En alguna ocasión, un funcionario de aduanas me aseguró que el problema más común al intervenir chinos sospechosos es que llegan con pasaportes diplomáticos. Si así fuera el caso, no sería difícil de creer. Imagínese al alcalde de una provincia perdida en un país de 56 naciones, multitud de dialectos y 1.200 millones de habitantes, dándole a un compatriota una credencial de “representante” de su distrito. Como hasta una secretaria puede ser considerada “representante”, es demasiado sencillo obtener un visado diplomático y salir así del país. Demasiado sencillo. Y Lam Kam Hoi quería más de eso. Por ello se presentó ante el diario El Comercio y contó cómo el Dragón Rojo quería matarlo. Todo por los 300 dólares que un amigo le prometía si le ayudaba a trasladar a seis personas al Ecuador. Lam soltó todo: que el Dragón Rojo

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cobraba hasta 8.200 dólares a cada chino por meterlo en Estados Unidos –a Europa es más caro, se pueden cobrar hasta 20.000–, y que los dragones rojos estaban implicados en la muerte de Wang Gang, un empresario chino abaleado en un karaoke en 1996. Lam también solicitó protección a su embajada y le fue negada, porque como señalaban los reportes policiales disponibles, tanto él como Wang Gang eran dragones rojos. La historia data de comienzos de los años noventa, precisamente con el arribo de una nueva camada de ambiciosos jóvenes chinos, entre ellos Xu Lu, Lam Kam Hoi y Wang Gang. Un intrincado diagrama de inteligencia policial fechado en ese entonces da cuenta de su organización: el centro de operaciones y contactos era el chifa Kam Mey Mi, en la cuadra 14 de la avenida Benavides, Miraflores. Lucio Cam, llamado también Cam Hong Huang, habría servido como nexo. Los varones: Lam Kam Hoi –dueño en ese entonces de los baños turcos Vel Vet–, Javier Cam Fupuy, Chen Feng Hua Fong –propietario del chifa Kin Min– y Manuel Koo Chu. Las mujeres: Consuelo Cam, Catherine Cam Chang o Cam Chiang Ping y Zully García Cam. Xu Lu ocupaba una jerarquía menor, al lado de Wang Gang, César Lee, Ho Choy Lai, Gang Cheng (alias “David”), Hilda Reyes Piaggio –secretaria de Lam Kam Hoi– y Hu Siu Min –padrino de Xu Lu–. Los negocios para los chinos en el Perú de fines del siglo XX eran los de siempre, cualquiera relacionado con la simple compraventa, aunque el neoliberalismo de Alberto Fujimori abría posibilidades inexploradas. Mientras la Beneficencia China conservaba su proverbial parsimonia ante los conflictos de la comunidad y se alistaba cada año con entusiasmo autómata para cada nueva Fiesta del Doble Diez –10 de octubre, la fiesta nacional china–, promoviendo clichés como el desfile del dragón chino y los pasacalles de acróbatas dando saltos de artes marciales, los impetuosos contactos de las triadas mundiales en Lima se percataron de la voracidad del peruano promedio por cuanta oferta de menú chifa se le ofreciera. Y por cinco soles en promedio, esa era la pantalla perfecta.

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La figura era bien simple: Ya que son los chinos de Cantón los más desesperados por huir de su eterna miseria, he aquí un trato dorado. Hay un país en Sudamérica donde la comunidad china es fuerte. Se llama Perú. Te prestamos 10.000 dólares para que abras un chifa, te prestamos para los pasajes tuyo y de tu familia, pero nosotros ponemos al cocinero. De este modo, buena parte de los chinos que se quedan en Perú abren chifas con facilidad en gran parte hipotecándose a las tríadas, y ven desfilar por sus cocinas infinidad de cocineros ni siquiera contratados por ellos. Sólo de este modo podría explicarse cómo chifas de míseros locales se convierten en ostentosos palacetes de antojadísimo diseño. Con el dinero obtenido se paga el préstamo, y al cancelar la deuda comienzan a pagar el cupo, es decir, el derecho a seguir viviendo de la gula peruana. Para el año 2003 se calcula en 7.000 el número de chifas sólo en Lima.

Xu Lu se abrió camino a paso lento. Compañero en labores de sicariato con Wang Gang –hay expedientes que involucran a ambos en la Fiscalía Penal 42 de Lima y que detallan denuncias por delitos contra la vida, el cuerpo y la salud; delitos contra la libertad que involucran armas de fuego; delitos contra el patrimonio y también contra la administración de justicia–, logró minimizar a Gang Cheng cuando éste empezó a prosperar con su agencia de viajes Disney Tours. Gang usaba Disney Tours como una fachada para comercializar pasaportes falsificados, actividad también monitorizada por la policía, como señala un informe confidencial fechado en mayo de 1997. Su poder fue tal que a partir de ese mismo año, él mismo organizó el negocio de extorsiones y se dio el lujo de invitar a alcaldes limeños a la China. Los viajes no se concretaron debido a denuncias periodísticas al respecto. La policía también sospecha de Gang Cheng como autor intelectual del asesinato de Lin Zhiang Rong (44) y su cuñada Yuan Ljuan Xia por el aparente móvil de simples deudas. El motivo

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real habría sido la relación que Lin sostuvo con una mujer sólo conocida como “Kety”, que también había sido pareja de Gang. El 27 de abril de ese año, Gang Cheng cometió una presunta estafa por 290.000 dólares, y fue capturado y liberado al día siguiente por causas no del todo claras. El prontuario de Xu es más nutrido, si se revisa el parte rotulado con el jeroglífico título de 2003-VII-DIRTEPOL-DIVMET1/CMF-DEINPOL: desde 1994 se ha venido especializando en extorsiones, agresiones y secuestros (el de Xustieng Shen ha sido el más reciente), hasta el punto culminante de matar el 28 de septiembre de 1996 a su ex compañero, Wang Chang, en el interior del Vídeo Pub-Karaoke Lok Sen, en la avenida Rosa Toro, famosa en Lima por su larga fila de cebicherías. Las múltiples agresiones de Xu a la comunidad china sólo salpican en la prensa cuando son espectaculares, como cuando en 2001 un cocinero ligado al Dragón Rojo mató a la familia con que vivía con el cuchillo de cocina. Se presumió que se trataba de la mafia, sin demostrarse nada fehaciente y el caso quedó desechado. La comunidad estaba alterada. En 1996, 24 ciudadanos chinos al tanto de las actividades de Xu, denunciaron a éste y a Wang Gang ante el embajador mediante un oficio redactado en chino con sello de la Beneficencia China. Mal traducido al castellano, el texto expone los padecimientos de las víctimas de este clan y termina en un exhorto que literalmente dice: “remitiendo al gobierno de Pekín solicitando ayuda”.

Luego de la cena improvisada que nos ofrece el comandante Butrón –mucho más de las atenciones regulares de la policía peruana–, nos damos cuenta de que tres tipos han acudido en un coche negro a responder por Xu. El chofer permanece dentro del coche, y los otros pasan a la antesala del despacho del comisario. Un oficial nos aconseja evitar el ser vistos. Con cordialidad nos invita a tomar asiento en un sofá junto a la puerta, sin opción a negarnos. A pesar de eso estiramos los cuellos y logramos verlos.

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Ambos tienen rasgos orientales, por supuesto. El más alto no llega al metro ochenta, y viste un terno azulino gastado. Su expresión es aburrida y enojosa como la del vigilante cuyo patrón sorprende durmiendo. Se nota que preferiría estar haciendo cualquier otra cosa, por ejemplo, dormir. Lleva un maletín médico de cuero oscuro. El segundo es cómico. Tiene gorrita de pintor de plaza y una casaca negra con refilones rojos extraída de cualquier película B de kung fu. Sonríe, no podría decir bien por qué. No podemos ver más, pues la conversación con Butrón es rápida y privada. El resultado: se marchan apresurados, y Xu se queda en la comisaría. Butrón, a quien sus amigos conocen como “Pocho”, suda frío: “Estos chinos son de temer”. La palabra “tríada” tiene su origen en un legendario juramento de honor. Y el número tres se repite al contar la historia: en el siglo III de nuestra era, durante la “Época de los Tres Reinos” (conocida en chino como Sanguozhi Yanyi), tres generales juraron defender hasta la muerte al soberano Liu Bei de la amenaza de Chang Chiueh y sus rebeldes, los Turbantes Amarillos. Estos generales fueron Guanyu, Zhang Fei y Zhao Yun. Los dos primeros murieron con heroísmo. Zhao Yun se convirtió en tutor del hijo del emperador. Pero Guanyu llegó a ser el más célebre y la historia lo convirtió en el dios Guangong (o Kwan Ti, depende del dialecto), dios de la guerra, la justicia y la valentía. El culto a Guangong está presente en casi todos los templos chinos del Perú, y el “Juramento del Huerto de Melocotones” es el modelo para los ritos de iniciación en gran número de sociedades secretas. Por otro lado, las sociedades secretas chinas aparecen documentadas sólo a partir del siglo IX de nuestra era. Los Cejas Rojas son los primeros de los que se tienen noticia. China ya contaba con dos mil siglos precedentes de historia. La moral del confucianismo regía la vida de los monarcas, quienes no obstante eran proclives al despilfarro y la ostentación. Los Cejas Rojas concentraron el descontento popular y dieron pie a multitud de réplicas que desde entonces

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operaron así, subversivas, secretas. Los Lanzas Rojas, Los Grandes Espadas, Los Dagas Pequeñas, Los Principios Celestiales de un Solo Corazón y Las Religiones Sagradas de la Flor del Dragón fueron herederas de otras más legendarias, como la sociedad secreta “Loto Blanco”, que a lo largo del tiempo tuvo muchas encarnaciones y decidió episodios históricos que afectaron a toda China. Entre

las

actuaciones

memorables

de

las

sociedades

secretas

no

delincuenciales, fue muy célebre la Rebelión de los Bóxers (en chino I Cho Chuan, o “Puños de la Justa Armonía”), que en junio de 1900 fue acogida por el Imperio en su lucha contra los ejércitos de Occidente. El propio Sun Yat Sen, que fundó la República en 1911, se valió del apoyo y logística de estas sociedades para hacerse del poder. Con el tiempo, al ver disminuida su influencia y antiguo poderíos se hicieron criminales. En un artículo de Barbara Ward recopilado por Norman MacKenzie en su libro Sociedades Secretas, se afirma que casi todos estos grupos funcionaron originalmente como gremios, asociaciones benéficas o clubes deportivos. Cita como ejemplo que en Estados Unidos, tras la fachada de la Asociación General Industrial y Comercial Fuk Yee, con registro oficial, funcionaba la Sociedad de la Terna Fuk Yee Hing. Una investigación sobre la mafia china en el Perú, en la cual participé hace un tiempo, fue publicada por la revista Somos en septiembre de 2002. En ella se afirma que las triadas más conocidas en el ámbito mundial son la 14K, con 30.000 miembros activos; la Sun Yee On, con 28.000, y la Wo Shing Wo, con 25.000. En total suman unos 300.000 miembros repartidos en más de cincuenta países. Sus actividades principales son la extorsión y el chantaje, el secuestro, el narcotráfico, la prostitución, el tráfico de armas, el tráfico ilegal de seres humanos y otros que siguen sirviendo de fachada.

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Xu Lu es flaco, sisea cuando amenaza y vocifera en vez de hablar. Su verdadera edad es una adivinanza. Según el sistema crediticio y su carné de extranjería, nació el 30 de mayo de 1970. En los registros públicos peruanos se señala como su fecha de nacimiento el 31 de mayo de 1974, si bien la oficina de migraciones consigna la fecha real como 10 de mayo de 1976. Para fines prácticos, en los partes policiales se ha sacado un promedio y se dice que tiene 29 años. Maneja tres pasaportes peruanos: 1380444, 1606353 y 2309673. Nada de esto se sabía la noche de su primera detención. Se le dejó ir, pero puesto a seguimiento por las dudas. Xu dirige sus negocios desde el chifa familiar Árbol Grande, en la calle Risso 177, un bullicioso reducto de vida nocturna en el distrito de Lince. Declaró en algunos documentos oficiales que posee la policía haber trabajado como cocinero en ese local. Según testimonios reservados es propietario de otros tres chifas, además de algunas discotecas y otros tantos restaurantes. Se moviliza en un BMW de placa BON-203 y otro de placa AIX-552, y testigos policiales afirman que con ellos recoge los cupos. La prueba de su relación en anteriores delitos viene al canto: suele advertirles a todos que de no cumplir con el pago, “les puede pasar lo mismo que a Li Liao Yinkin”. Li era propietaria del chifa Sam Fung. Murió asesinada el 15 de febrero de 2001 de seis balazos por un motociclista que la interceptó camino a casa, de acuerdo con lo expresado en el informe Nº. N14.N.A6 de la policía nacional. Li había cometido la torpeza de iniciar su propio negocio hacia Estados Unidos. Un amigo cercano a la familia me citó en una heladería llena de jóvenes ejecutivos que alargaban sus almuerzos. Me confirmó algo que ya había oído antes: la familia Xu no forma parte de las celebraciones y reuniones en las cuales suelen participar otros chinos. A nadie en la comunidad le hace gracia que se les asocie con ellos. Dirigirles la palabra es un gesto excesivo que debe ser evitado.

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“Todos saben qué tipo de gente son. No los vas a ver interactuando en fiestas de la embajada”, reiteró el amigo tusan de los cigarrillos sucesivos. Una amiga cercana, que ha oído la historia de Xu, confirma la cerrazón en bloque de la colonia frente a ellos. “No los verás en actividades de los colegios chinos o ejercitándose en los complejos deportivos. Imposible”. Organizado a manera de una gran empresa, Árbol Grande conforma su directorio de esta forma: 87.000 acciones en poder de Cang Zhang Xiu Zhi – madre de Xu Lu y gerente general–; 78.000 acciones para Xu Lu (gerente) y 8.000 acciones para Xu Yang, su hermano y presidente del directorio. Yang es un capitán retirado del ejército chino que en 1996 participó en la muerte de Wang Gang, según documentos reservados. Ambos, Xu Lu y Xu Yang, son tan temidos que incluso hay empresarios que prefieren pagar cupos arriba de los 50.000 dólares antes que denunciarlos. Pero hay alguien a quien Xu respeta: su madre, Cang Zhang Xiu Zhi, gerente general de Árbol Grande, y quien maneja dos identidades. En un documento dice ser Cang Zhang Xiuzhi (N° 42889560) y en otro Xiu Zhi Olórtiga Medina (N° 07635186). Xu Lu es dueño también de la discoteca Reflejos, en la ciudad norteña de Tumbes, en el límite con Ecuador –y presumible destino de enlace con sus actividades de tráfico de ilegales– y porta un arma porque, según su manifestación la noche del tiroteo en Tequila Rock, “viajo constantemente a ver mis negocios y hay muchos ladrones”. ¿Cocinero? Su registro migratorio arrojaba en noviembre cinco viajes a Panamá, cinco a Estados Unidos, seis a Ecuador y uno a Cuba, entre otros destinos. Todo esto venía a la memoria el día en que lo vi frente a mí. Xu Lu, libre.

Hace pocas semanas me di una vuelta por el chifa Árbol Grande para poder escribir que, en efecto, hay un árbol adentro del local, y que veintinueve mesas

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eran atendidas no por chinos, sino por peruanos que ni siquiera saben saludar en chino y que tampoco les debe interesar saberlo. Xu Lu estaba libre, según mis cálculos, por cuarta vez. A pesar del trabajo de la inteligencia policial, de las condecoraciones que recibió el comandante Butrón por su buen trabajo y su rechazo al jugoso soborno, y de toda la evidencia en su contra, estaba libre. En el chifa observé que Xu tenía el brazo izquierdo fracturado y sacaba cuentas con alguien más. Pedí algo de comer y entonces, mientras miraba el afiche de un dragón dorado sobre fondo rojo, colgado a un costado del mostrador, salió doña Xiu, sonriente, saludando a la clientela desde el altillo de su metro sesenta. Igualita a las dos fotos distintas que he visto de ella. Igualita a sus dos identidades conocidas por la policía. Igualita a todas las injusticias que se cometen detrás de las zarpas del Dragón Rojo.

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