HISTORIAS DE LA SINGER Santiago Delgado
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I Antañazo, en todas las casas había una máquina de coser. Singer, rezaba un cartel sobre la parte principal del artilugio. También las había Alfa, pero éstas no se ubican en la memoria mía. Como acompaño esta prosa de la correspondiente imagen, no me hace falta describirlas. Quiero hablar del cajoncito que se ve debajo de la tabla, a la izquierda de la imagen. Se alargaba hasta el fondo, por todo el ancho de la mesa-soporte del ingenio. Y su interior es lo que quiero recordar como tesoro olvidado. Hoy va sucediendo que, poco a poco, todos los objetos que nos circundan son electrónicos, y precisan de energía para funcionar. Pero, antañazo, ya digo, los objetos eran pura materia inerte: cosas sin botón para funcionar, ni pantalla para pasar el dedo. Bueno, pues el contenido de esos cajones era, en verdad, un tesoro. En primer lugar, se hallaba repleto de objetos, de cosas que cabían en la mano. Recuerdo carretes de hilos de todos los colores. Y el acerico, salpicado de puntas de alfileres. Generalmente tenían forma de corazón, color rojo y falso terciopelo recogido por orla exterior. Los cartoncillos de las agujas de coser, en varios tamaños. Ah, yo os aseguro que enhebraba como nadie los hilos en el agujerillo. Madre y tías mías me pedían enhebrar sus agujas, cuando sobrevenía tal necesidad. Hoy, la distancia a la pupila del recado de coser es la justa que se halla entre el acá y el allá visuales, terra tenebrae para mi óculo. Ha tiempo ya enhebré mi última aguja, ay.
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Luego venía el bote de Bicarbonato Torres Muñoz, un cilindro de hojalata, con tapa, que antes había sido recipiente de esa materia eupéptica. Su tamaño era el de un puño cerrado. Y su color azul sucio, como de mono de obrero de puerto. Y llevaba impresa la marca y todas sus indicaciones médicas. Y contenía botones, muchos botones chicos, de camisa. Poseer uno de aquellos botes para mí solo, desprovisto de botones, vacío, fue el sueño de mi vida mientras duró aquella época de infancia y descubrimiento de secretos. Más al fondo se hallaba el huevo de madera. Un huevo, exactamente igual en forma a los huevos de gallina, pero en madera maciza. Un día lo vi usarlo a una de mis tías, y me enteré de su utilidad. Metido por los calcetines, se le hacía llegar hasta el descosido y allí hacía bulto para que la aguja pudiera resbalar y zurcir la fisura. Una gran cosa, aquel huevo. Su lisura y su forma redonda por doquier lo hacía un ente casi lúbrico, al tacto. Hallarse en lugar secreto aumentaba lo que digo. También había tijeritas, siempre pequeñas. Y estampitas, piadosas y no piadosas; retratos en tamaño diminuto, sin ampliación fotográfica, de mis mayores... pero jóvenes. Algún imperdible y cosas, ya digo. Cosas de aquellas tan vinculadas al gineceo que era entonces cualquier círculo de mujeres, en esa edad eterna que no me hace falta describir para que todos entiendan lo que digo. Yo abría el cajoncillo a solas, con toda la voluntad de trasgresión posible. E inspeccionaba su contenido, cada vez visto como si fuera la primera vez... Como ahora lo he rememorado en esta prosa electrónica.
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II Los días del verano de aquellos tiempos, los pasaba yo en el pueblo donde mis tías eran las maestras de la escuela. Por las tardes, luego de la siesta, nos mandaban a los hermanos -no sé con qué criterio nos elegían-, para bajar al economato, así llamado, a fin de comprar cosas pequeñas: sal, pimienta, azúcar, sobres de azafrán, cerillas... La calle donde yo vivía era peatonal. Apenas había coches entonces. Eran un lujo. Las calzadas servían para las personas. Las que de ellas estaban asfaltadas eran para el acceso de camiones y vehículos de servicio. Se trataba de un poblado de nueva planta, levantado para vivienda de los obreros de la industria allí erigida. Las casas asomaban al exterior mediante un exiguo porche, cubierto por las vigas que hacían de pérgola. Salvo algunas en las que ya habían sabido poner parrales o enredaderas, la mayoría de las mismas se hallaba exenta de revestimiento vegetal alguno. Hacia el final de mi calle, había uno de aquellos zaguanes exteriores, que siempre se hallaba ocupado. Perpendicular a mis pasos y de cara a mi venir desde arriba, el ama de casa laboraba, sentada frente a una máquina de coser. Debía ser profesional, porque siempre estaba ocupada. Sus clientes, sin duda, serían los vecinos: unas faldas para la mesita de la radio, unas cortinas, un vestidito para la niña, y yo qué sé qué otras cosas, que desde mi ignorancia de varón aún desconozco. Con la vista paralela a la calle por la que yo bajaba, a espaldas de la madre, una niña, acaso de mi edad o menor, se 4
hallaba sentada en una silla baja de enea (yo siempre dije enea, en lugar de anea) y frente a una mesita diminuta, pero suficiente para su estatura de niña. Hacía deberes. Era tiempo de vacaciones, y siempre supuse que trabajaba sobre un cuaderno de verano, de aquellos llenos de cuentas y problemas de sumar y restar, de pequeños mapas mudos y preguntas fáciles, con los que a mí me tocaba lidiar por la mañana, luego del desayuno y antes de la hora del baño. Cada cual tiene sus horarios, concluí sin pensarlo mucho. La niña, de negros cabellos que le caían por los hombros, siempre estaba ensimismada con la libretita. Contaba con los dedos, y de vez en cuando, se llevaba uno a la boca. O bien la punta superior del lápiz. Adiviné que era la cifra que "se llevaba", bien en las restas, bien en las divisiones... lo que depositaba en sus labios. Alguna vez, desde lejos, vi como levantaba la cabeza y se quedaba mirando al infinito... Era inequívoco: estaba recordando la respuesta a la pregunta o la prueba del nueve para la división. Solamente el infinito interior conoce esas respuestas. Todo el mundo lo sabe. Pero aquella vez, fue diferente. Yo iba con mi cestita de malla en la mano, liada, claro. Y lo acostumbrado de la escena no me llamó la atención. El traqueteo de la Singer sonaba, se callaba, sonaba... Y siempre se escuchaba, la radio de la casa, que, desde dentro, atronaba con ese eco de radio antigua de cretona, de tonos graves y escacharrados, pero con el volumen muy alto; aunque, ya digo, resonando en la casa vacía de personas. De pronto, casi a la par que yo llegaba a la altura de aquel porche, la madre paró de improviso la máquina e irguió torso y cabeza. Indudablemente, le interesó lo que decía la radio. 5
El gesto fue duro y urgente. Aun perfectamente silencioso, captó mi atención. Y la de la niña también. La pilló con la punta de atrás del lápiz en los labios, reteniendo la cifra que se había de llevar en la cuenta del momento. Torció la cabeza para mirar a su madre, pero, en el intervalo, tropezó su mirada conmigo. Yo me azoré, Y ella mucho más... creo. Alcanzamos a oír la voz de la señorita Elena Francis: -Querida amiga... Ya había pasado el instante siguiente al de cruzarse nuestras miradas de preadolescentes. La niña, dejando el cuidado de qué cosa le habría llamado la atención a su madre, bajó decididamente la cabeza, al sentirse mirada. Y hundió los ojos en sus cuentas. Yo no pude hacer otra cosa que seguir andando, cuidando mucho, claro, de no dejar la mirada en nada que tuviera que ver con el porche. O sea, con la niña. Nunca volví a bajar solo la calle de peatones que llegaba hasta el economato. Siempre lo hice con algún hermano, y siempre simulé ir muy en conversación con el propio al pasar por aquel sitio. Una vergüenza oscura e inédita me invadía por entero en aquel lance, siempre que se repitió. Yo creo que me olvidó ella a mí, antes que yo a ella Algún año después, volví a pasar por la casa del porche de la Singer. No es que hubiera dejado de pasar desde cuando la mirada aquélla, pero fueron ocasiones sin vez. El lugar se hallaba vacío de mujeres, aunque lleno de cosas. La Singer estaba destapada. Y una gran sábana casi se la comía por entero, hecha un enorme gurruño y cogida por uno de sus bordes a la aguja de la máquina. La silla de la madre se encontraba de perfil inclinado hacia la calle. Indudablemente, se había desplazado en diagonal 6
para permitir a la mujer salir de su puesto de trabajo doméstico. No había mesita de la niña. En su lugar, la silla baja de anea se encontraba de cara a la pared. Del asiento salía un cilindro de aquellos de tela, como de un metro y medio de alto y un buen palmo de ancho, de los que servían para hacer encajes de bolillos. Se apoyaba en la pared. Los tales palillos se disponían colgados de la parte superior, según la sabia traza de quien inventara aquello. O sea, había ausencia de personas, pero había multitud de rastro de ellas. Era claro: se hallaban en trance de pausa en el trabajo doméstico. Y, tampoco cabía duda, la niña se había incorporado a las tareas de ayuda a los ingresos familiares. Y la radio seguía sonando. Atendí y reconocí la canción: María de las Mercedes, la famosa copla sobre la infausta reina de finales del siglo anterior. También sonaban claqueos de platos entrechocando, los propios que hace alguien que friega cacharros de loza. Y el agua del grifo abierto chocando con platos y fondo de fregadero. De pronto, desde la cocina –yo conocía la disposición de la casa: era la misma en todo el poblado- surgió una voz, a gritos: -¡Mamáaaaa… ponla más alto! Se refería a la radio. La copla de María de las Mercedes llegaba a su final. Se elevó en efecto el grave eco de la radio, ahora ya atronador. Comenzó la Piquer a cantar, acabando la canción, y la voz de la niña, a acompañarla. Como en un dúo, el agudo para la niña y el grave para la diva, sonó –aún la oigo- la copla: Te vas camino del cielo sin un hijo que te herede. España viste de duelo y el Rey no tiene consuelo: 7
¡María de las Mercedes! Fue un final apoteósico, a plena garganta las dos. Cuando acabó, todavía se oyó la voz de la madre, desde el patio ulterior, que iba retrasada del compás correcto. Yo conocía las casas bien, ya os dije, y sé que era así: La madre estaría recogiendo las ropas colgadas a secar a media mañana y la hija fregaba los cacharros en la cocina. En un momento, doblarían las sábanas recogidas, una frente a otra y estirando con maestría, y volverían al porche, a sus labores… Colegí que, si la niña ya no hacía deberes, sabía hacer bolillo, y hacía la fregaza… y, sobre todo, sentía como propia la copla de la Orleans de Sevilla… es que ya no era una niña. Su negro pelo tendría ya la coquetería propia de las mayores, y sus ojos, también negros mirarían de otra manera que antes. Yo, sin casi saber que lo hacía, miré mis pantalones cortos y mis sandalias de niño, y di en correr –acaso sin consuelo, como Alfonso XII- calle abajo. Creo que huía. III Y pasó el tiempo. Y cambiaron las cosas. Murió el Poblado, y todos se fueron a vivir a la ciudad. Y cumplió su vida la madre costurera. Y tras el sepelio, se vieron enfrentadas las hermanas a la dura tarea de la almoneda familiar. La niña aquella de los deberes y de la “María de las Mercedes”, sin decir nada, se fue a donde sabía estaba la vieja Singer de cuando aquellas tardes estivales de su niñez. La cubría un paño de cuadros, antigua cortina, adecuada para funciones como esa misma de resguardar objetos sin uso, ya olvidados. Conforme fue acercándose, sus oídos fueron 8
escuchando, falsamente, el traqueteo de la rueda movida por el ancho pedal, que proyectaba el movimiento hasta la aguja, enhebrada para coser las piezas destinadas a la máquina. El ruido aumentaba. Y, casi imperceptiblemente, venía acompañado por el de las últimas cigarras de la siesta, la hora en que se ponían las dos a sus cosas, bajo la exigua pérgola, en el breve porche. Y una música de discos dedicados cualquiera se hizo dueña de la atención por completo de sus oídos. Y volvió a escuchar aquel silencio de voces de madre e hija, que lo decía todo. Pasó la mano por la cubierta y la fue apartando poco a poco. Al cabo, la vieja tela se deslizó por completo al suelo. La dejó caer. Sus manos fueron a levantar la tapa. Temió que estuviera sujeta por algún mecanismo de palanquilla o algo parecido, que ella no recordaba. Pero no. El casco de madera se dejó alzar sin problemas. Y allí estaba, negro, brillante… el cuerpo de la Singer, con su rueda cromada a la derecha. La acarició. Encasquetada de tiempo y tiempo sin girar, no pudo hacerla voltear. Ya lo haría cuando pudiese dedicarse a ella con tiempo “En mi propia casa”, pensó. Miró el pomo del cajoncillo, y lo tocó. Dudó si debería o no intentar tirar de él, no fuera a ser que tampoco funcionara. Pero sí se dejó hacer. Miró dentro y vio lo de siempre: un siempre dormido algunas decenas de años. El huevo de coser calcetines, el alfiletero… reconoció los objetos, y vio otros que nada le extrañaron. Con todo, no siguió adelante. Con aquéllo le bastaba. Tornó al salón, donde las otras hermanas aún estaban en silencio, notando la ausencia reciente. -Si llegas a hacerla funcionar, nos echamos a llorar todas aquí –le dijo su hermana mayor. 9
Sonrió complacida ante la adivinación escuchada. Y entendió que todas ellas sabían a qué había ido al cuarto de atrás de la casa, el que hacía las veces de desván. Ya sentada, les dijo. -Yo quiero quedarme la Singer… Una por una, vio cómo todas le sonreían, asintiendo. Y escuchó, sin saber que lo escuchaba, el final apoteósico del Romance de la Reina María de las Mercedes”.
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