El Monín, Más que un típico paisa
Medellín, 21 de octubre del 2013
Crónica Por: Sara Benavidez López Cuando salgo de la universidad FUNLAM para dirigirme hacia el metro, tomo el camino de la avenida Colombia, paso por Kokoriko y espero; miro los carros mientras que el semáforo se pone en rojo para cruzar la calle y al frente ya puedo ver que está el éxito. En esa esquina antes de voltear para el metro hacia la derecha hay una calle; se leen y resaltan las palabras rojas sobre afiches amarillos que dicen “desayunos a 1.500$ y almuerzos a 3.200$.” Al lado izquierdo de este, con una larga enredadera sin flores pero de hojas grandes, le sigue El Rincón Sabroso con un letrero “aquí bandeja paisa”, allí los platos no superan los precios a 10.500$. Al frente hay un mall; en la esquina se venden las tortas, enseguida en otro lugar, en la parte donde normalmente va el nombre del restaurante están las imágenes de los platos con letra negra que dice “Corrientazo: Mondongo a 9.000$ y Frijoles con garra a 7.000$”. Luego esta la pesquera Imperios del Mar con solo imágenes de camarones. En la ciudad de Medellín, entre doce y una de la tarde, habitualmente esta la cuadra transitada por variedad de personas. Lo que llama la atención no sólo es el precio, sino también la multitud que camina por la acera en busca de un desayuno o un almuerzo con las cuatro B, bueno, bastante, bonito y barato. Son personas que no necesitan pagar por un plato de comida a cincuenta mil pesos, ni mucho menos ver una carta con veinte platos. De todos los lugares el más habitado es el de los almuerzo a 3.200$. Sembrada afuera hay una palmera que no pasa de los cuatro metros de altura, también, Pegado a la pared en un tablero blanco se lee el menú del día. Desde la esquina se ven los letreros y el color del restaurante también es amarillo con rojo; se dice que estos colores producen hambre. Las mesas de la entrada son de madera y están bordeadas por un corredor de ladrillos. Allí van estudiantes, profesionales, estudiantes universitarios, trabajadores informales, niños, gente de la tercera edad y del común. Al entrar hay todo un conjunto. Sentados en las mesas metálicas del fondo con sillas rojas como el anuncio de la entrada, la mayoría come como si estuviera de afán, quizá algunos si lo estén para otros es la velocidad normal. Solo en el espacio que les queda entre cucharada y cucharada conversan con los de al lado. El dueño es Don Jairo, o como lo conocen casi todos Monín, el remoquete se lo pusieron en virtud al Jesús que tiene pintado pared derecha de la entrada levantando los dos pulgares como si estuviera saludando.
Monín es como Don Jairo le dice y así lo dejaron a él y a su negocio que nunca ha tenido otro nombre aparte al del precio del almuerzo desde hace ocho años. Él es un hombre grande de ojos azules y piel mestiza como los paisas; en su cabeza quedan rastros de que alguna vez había tenido cabellos, y su gran nariz le ayuda a sostener las gafas. De camisa a rayas grises horizontales, con camándula, anillo y reloj, acompaña con sus manos cada frase que pronuncia con el fin de aclarar la conversación. Le pregunto si pintó el negocio con los colores amarillo y rojo por estrategia para inspirar hambre y responde que no, que lo hizo por las estadísticas de los gringos. Aunque su cara se ve un poco cansada y con unos cuantos huecos en la piel, él trabaja todos los días de seis de la mañana a cuatro de la tarde; es de temperamento, creyente, imponente, respetado por el gremio de restauranteros y muy trabajador. Me dijo: “Si bien pueda siéntese por aquí que ya le traigo el almuercito”. Como no había más mesas en la parte de adelante me senté justo en la última mesa mirando hacia la cocina, en el rincón, donde lo que hace el ventilador del frente ni se siente. Quede mirando a las cinco señoras de la cocina en su trabajo e inmediatamente me di cuenta que preparan la comida en gigantescas ollas, también veía como otras mujeres servían en filas de vasos la sobremesa de un sólo golpe, se veía la carne, el lava platos etc. Ese era el punto para obtener una mirada profunda al lugar, toda la cocina, las cocineras, el dueño y los clientes. Saber entender por qué las personas prefieren pasar la hora del almuerzo en un sitio como este, de los cuales ya hay varios en la cuidad y no en sus oficinas, en sus lugares de trabajo o con la familia, quizá no sea algo difícil de entender ya que desde que entras se siente familiar. El monín no para: conversa con los clientes, recibe los nuevos y despacha lo antiguos, camina por todo el lugar, lleva y recoge platos, recibe criticas, siempre esta atento a lo que pasa. Dice que ante todo la igualdad y que enseña al paladar a quienes en todo un día tiene para comer 5.000$. Que trabaja con la razón social, también con las partes afectadas y ante todo con mucha pasión. El Monín es más que un típico paisa. En la mesa vecina sentada esperando el almuerzo esta la señora que trabaja con los chances, sobre la mesa ocupando la mitad tiene su chaleco y sus implementos de trabajo; conversa con una mujer vestida toda de blanco, es la peluquera de la otra esquina. Diez minutos más tarde llega un hombre anciano
y como no hay mesas disponibles el Monín trata de ubicarlo y ellas de forma Cortez le permiten sentarse y compartir. Carlos Marinos Ríos y Marcela Alvares son quienes llevan la comida desde la cocina a los clientes, ellos en las ocupaciones de su trabajo rotan varias veces en el día, al final Marcela por lo general termina de cajera; al terminar el almuerzo la forma de cancelar es a una chica parada al lado de una silla y sobre ella una vasija de plástico llena de monedas y unos cuantos billetes de mil y dos mil. El Monín complacido por la compra se despide y remata diciendo que no subestimen la comida de allá, que la carne y el arroz que se come es el mismo que esta guardado en nuestras casas. Entusiasta, de la misma forma como saluda se despide. Y lo que queda es un señor compitiendo con muchos más negocios de comida por un cliente que vaya donde él a comerse la sopa y el seco con avena o agua de panela que es lo que ofrece.