Jane Eyre

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V

Aún no acababan de dar las cinco de la mañana del 19 de enero cuando Bessie entró en mi cuarto con una vela en la mano y me encontró ya preparada y vestida. Estaba levantada desde media hora antes y me había lavado y vestido a la luz de la luna, que entraba por las estrechas ventanas de mi alcoba. Me marchaba aquel día en un coche que pasaría por la puerta a las seis de la mañana. En la casa no se había levantado nadie más que Bessie. Había encendido el fuego en el cuarto de jugar y estaba preparando mi desayuno. Hay pocos niños que tengan ganas de comer cuando están a punto de emprender un viaje y a mí me sucedió lo que a todos. Bessie, después de instarme inútilmente a que tomase algunas cucharadas de sopa de leche, envolvió algunos bizcochos en un papel y los guardó en mi saquito de viaje. Luego me puso el sombrero y el abrigo, se envolvió ella en un mantón y las dos salimos de la estancia. Al pasar junto al dormitorio de mi tía, me dijo: —¿Quiere usted entrar para despedirse de la señora? —No, Bessie. La tía fue a mi cuarto anoche y me dijo que cuando saliera no era necesario que la despertase, ni tampoco a mis primos. Luego me aseguró que tuviera en cuenta siempre que ella era mi mejor amiga y que debía decírselo a todo el mundo. —¿Y qué contestó usted, señorita? —Nada. Me tapé la cara con las sábanas y me volví hacia la pared. —Eso no está bien, señorita. —Sí está bien, Bessie. Mi tía no es mi amiga: es mi enemiga. —¡No diga eso, Miss Jane! Cruzamos la puerta. Yo exclamé: —¡Adiós, Gateshead! Aún brillaba la luna y reinaba la oscuridad. Bessie llevaba una linterna cuya luz oscilaba sobre la arena del camino, húmeda por la nieve recién fundida. El amanecer invernal era crudo; helaba. Mis dientes castañeteaban, aterida de frío. En el pabellón de la portería brillaba una luz. La mujer del portero estaba encendiendo la lumbre. Mi equipaje se hallaba a la puerta. Lo había sacado de casa la noche anterior. A los cinco o seis minutos sentimos a lo lejos el ruido de un coche. Me asomé y vi las luces de los faroles avanzando entre las tinieblas. —¿Se va sola? —preguntó la mujer. —Sí. ¿Hay mucha distancia? —Cincuenta millas. —¡Qué lejos! ¡No sé cómo la señora la deja hacer sola un viaje tan largo! El coche, tirado por cuatro caballos, iba cargado de pasajeros. Se detuvo ante la puerta. El encargado y el cochero nos metieron prisa. Mi equipaje fue izado sobre el techo. Me separaron del cuello de Bessie, a quien estaba cubriendo de besos. —¡Tenga mucho cuidado de la niña! —dijo Bessie al encargado del coche cuando éste me acomodaba en el interior. —¡Sí, sí! —contestó él. La portezuela se cerró, una voz exclamó: «¡Listos!», y el carruaje empezó a rodar. Así me separé de Bessie y de Gateshead rumbo a las que a mí me parecían entonces regiones desconocidas y misteriosas.

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