Número 101
“Dios habló,
y dio a conocer todos estos mandamientos: Yo soy el Señor tu Dios. Yo te saqué de Egipto, del país donde eras esclavo. No tengas otros dioses además de mí. No te hagas ningún ídolo, ni nada que guarde semejanza con lo que hay arriba en el cielo, ni con lo que hay abajo en la tierra, ni con lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te inclines delante de ellos ni los adores. Yo, el Señor tu Dios, soy un Dios celoso” (Éxodo 20:1–5, NVI).
¡Hagamos un dios! (Éxodo capítulo 32)
Aarón estaba más que confundido, no sólo estaba en una situación inesperada sino que también —presentía— peligrosa. Más que una petición sentía que le ordenaban: “¡Vamos! Haznos unos dioses que nos guíen, porque no sabemos qué le ha sucedido a ese Moisés”. El reclamo del pueblo era justo, razonó Aarón. Moisés había desaparecido tras anunciar que subiría al monte Sinaí para recibir instrucciones del Señor. La espera se hizo prolongada para un pueblo inquieto y temeroso, que no sabía si se había alejado lo suficiente del poderoso ejército egipcio y sus perversos dioses. Aarón recorrió, en su mente, la extensa lista de ídolos que adoraban los egipcios preguntándose cuál de ellos les ofrecía mayor seguridad y protección. Los líderes de los revoltosos le urgían, por lo que tuvo que decidir con rapidez: “Traigan todo el oro que puedan conseguir entre sus mujeres y sus hijos”. Acto seguido fundió las piezas de oro reunidas y comenzó a tallar una imagen con forma de becerro.
“Este es el dios que los sacó de Egipto”, exclamó, alzando una imagen bastante grotesca, pero que tenía cierta semejanza con uno de los ídolos egipcios. Les servía, pensó, y la gente lo aceptó con alegría; era algo que podían mostrar a otros pueblos de la tierra. “Mañana celebraremos a nuestro nuevo dios”, concluyó Aarón. El pueblo se reunió al día siguiente lleno de fervor. Un extraño frenesí se había apoderado de ellos; traían sus ofrendas a ese dios y le prometían fidelidad a cambio de su cuidado y su protección; saltaban y bailaban al son de sus tamboriles y sus flautas. El jolgorio crecía hasta alcanzar ribetes grotescos y descontrolados. Mientras descendía del monte acompañado por su joven asistente Josué, Moisés apresuraba sus pasos arriesgando su propia vida. Podía oír a la distancia el griterío del pueblo enardecido, tanto que Josué se atrevió a comentar: “Se oyen gritos como de guerra en el campamento”. “No son gritos de guerra” —respondió Moisés— “son canciones”.
Al llegar al campamento, Moisés se encontró con la triste realidad: el pueblo estaba desbordado por la borrachera y entregado a la idolatría. Un dios que duró muy poco Fue fácil ver la ruta de aquel descalabro. Aarón intentó excusarse delante de Moisés, que le reclamó: “¿Qué te hizo este pueblo? ¿Por qué lo has hecho cometer semejante pecado?” “Hermano mío, no te enojes” —contestó Aarón—. “Tú bien sabes cuán inclinado al mal es este pueblo”. En verdad, no le faltaban razones a las palabras de Aarón. En su breve historia como nación los israelitas se habían mostrado como un pueblo contradictorio, desobediente, quejoso y murmurador. Faltos de fe, se movían al compás de los milagros que Dios hacía, pero claudicaban cuando Dios guardaba silencio o no obraba como ellos que-
rían. La excusa era insuficiente, aunque intentó dar cierto matiz mágico al incidente: “Ellos me dieron el oro, yo lo eché al fuego, ¡y lo que salió fue este becerro!” ¡Oh, sorpresa! Sólo arrojó al fuego las piezas de oro que el pueblo pudo reunir, ¡y “esto” fue lo que salió! “Esto que salió” ocasionó sangre, división y muerte en el pueblo de Israel, además de mil tragedias a lo largo de los siglos. Moisés estrelló la imagen contra las piedras y, mezclándola con agua, les obligó a beberla. Quería que recibieran una lección para toda la vida, pero sabía que el corazón del hombre era olvidadizo. Sabía que pronto estarían corriendo tras esos fetiches que de ninguna manera podían satisfacer a aquellos corazones continuamente sedientos, hasta que se encontraran y recibieran al único y sabio Dios. El Único Dios, el que podía saciar su corazón con la paz y el gozo que durarían para siempre.
Un solo Dios
“Porque yo soy Dios, y no hay ningún otro” (Isaías 45:22, NVI). Desde el origen de los tiempos, Satanás se constituyó en un enemigo poderoso de Dios. Todo lo bueno, lo santo y lo puro que hay en Dios es aborrecido con todas sus fuerzas por ese ser maléfico que conocemos como diablo, o Satanás, una de cuyas armas más poderosas es la idolatría. Como la fe en Dios es intrínseca al espíritu del hombre, Satanás trata de confundir, distorsionar o negar, inventando toda clase de sustitutos, engañando y seduciendo al ser humano con supuestos dioses que simpatizan e intentan ayudar. Por ello el primer mandamiento es, justamente: “No tengas otros dioses además de mí” (Éxodo 20:3, NVI). Sin embargo, el veneno de la idolatría se ha incrustado en el corazón de la naturaleza humana. Hoy, como en la antigüedad, las diversas culturas manifiestan sus propios dioses con diferentes formas, ropajes, nombres y atributos. Toda la intención de Satanás se enfoca en que el ser humano aparte su adoración y obediencia del verdadero, único y todopoderoso Dios. De este conflicto de siglos devienen todas
las tristezas y tragedias de la vida. Por eso, si quieres que tu vida cambie, debes renunciar a todo aquello que hoy ocupa el lugar que sólo corresponde a Dios. Pero lejos de ver al hombre cayendo en una derrota constante, hay que verlo al encuentro de un Dios Salvador que, con asombroso amor, le busca día y noche con pasión. Jesucristo, el amoroso Hijo de Dios, vino al mundo para salvar lo que se había perdido: el hombre; rescatándolo del pecado y de todo aquello que lo aleja de su Padre celestial. En esta búsqueda podemos hallar dificultades y tropezar con mil errores, pero en la medida en que nos asociemos al plan de Dios, hallaremos la salvación provista por Jesús en la cruz del Calvario. Allí pagó el precio de nuestros pecados, tomando nuestro lugar en la cruz que nos condenaba. Y, de allí en adelante, tuvimos la maravillosa compañía del Espíritu Santo que nos guía, fortalece y enseña. Dios nos pide que aceptemos a Jesucristo como Señor y Salvador de nuestras vidas, que cumplamos con Su voluntad desde aquí hasta la eternidad.
“Se acerca la hora, y ha llegado ya, en que los verdaderos adoradores rendirán culto al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y quienes lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad” (Juan 4:23–24, NVI).
“Pero el que se refugia en mí recibirá la tierra”
Cuando los dioses vienen marchando… O, mejor dicho: cuando los llevan en sus brazos porque no caminan, ni ven, ni pueden oír; con todo, el pecado de la idolatría y la superstición, que no es nuevo, aumenta más y más cada día, en un auge tal que les ha convertido en un desconcertante fenómeno social. Siempre existieron, vivientes o muertos, en imágenes u objetos considerados sacros; ignorando (algunos) que a través de esos fetiches, están adorando al mismo Satanás; y cada vez son más, porque los seres humanos “cambiaron la verdad de Dios por la mentira, adorando y sirviendo a los seres creados antes que al Creador, quien es bendito por siempre. Amén” (Romanos 1:25, NVI). Esta típica inclinación humana a la veneración y a la adoración de objetos que supuestamente tienen poder para proteger (o perjudicar, porque para eso también se usan) a los seres humanos, afecta profundamente la
vida espiritual de pueblos y naciones, trayendo funestas consecuencias a toda la sociedad. Por esa razón, Dios las reprueba severamente, aunque con amor y misericordia nos advierte a través de Su Palabra sobre ellas. “Cuando grites pidiendo ayuda, ¡que te salve tu colección de ídolos! A todos ellos se los llevará el viento; con un simple soplo desaparecerán. Pero el que se refugia en mí recibirá la tierra por herencia y tomará posesión de mi monte santo” (Isaías 57:13, NVI). Tal es la vanidad de la idolatría humana que confía en fetiches y supuestos dioses en medio de sus crisis, y para obtener ayuda de quien no puede responder ni ayudar. Dice el salmista, cansado de ver a su pueblo abandonar al único Dios verdadero para clamar a ídolos sin vida y sin poder: “Tu nombre, SEÑOR, es eterno; tu renombre, por todas las generaciones. Ciertamente el
“Vuelvan a mí y sean salvos.” SEÑOR juzgará a su pueblo, y de sus siervos tendrá compasión. Los ídolos de los paganos son de oro y plata, producto de manos humanas. Tienen boca, pero no pueden hablar; ojos, pero no pueden ver; tienen oídos, pero no pueden oír; ¡ni siquiera hay aliento en su boca! Semejantes a ellos son sus hacedores y todos los que confían en ellos” (Salmos 135:13–18, NVI). El Señor reprueba claramente No a los sacrificios humanos, no a las adivinaciones, no a las hechicerías, no al culto a los muertos, etc. “Cuando entres en la tierra que te da el Señor tu Dios, no imites las costumbres abominables de esas naciones. Nadie entre los tuyos deberá sacrificar a su hijo o hija en el fuego; ni practicar adivinación, brujería o hechicería; ni hacer conjuros, servir de médium espiritista o consultar a los muertos. Cualquiera que practique estas cos-
tumbres se hará abominable al Señor” (Deuteronomio 18:9–12, NVI). “… pero los muertos no saben nada ni esperan nada, pues su memoria cae en el olvido. Sus amores, odios y pasiones llegan a su fin, y nunca más vuelven a tener parte en nada de lo que se hace en esta vida” (Eclesiastés 9:5–6, NVI). En tanto, el Dios que es amor te espera. Clama a ti esperando tu respuesta. “Reúnanse, fugitivos de las naciones; congréguense y vengan. Ignorantes son los que cargan ídolos de madera y oran a dioses que no pueden salvar. Declaren y presenten sus pruebas, deliberen juntos. ¿Quién predijo esto hace tiempo, quién lo declaró desde tiempos antiguos? ¿Acaso no lo hice yo, el SEÑOR? Fuera de mí no hay otro Dios; Dios justo y Salvador, no hay ningún otro fuera de mí. Vuelvan a mí y sean salvos, todos los confines de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay ningún otro” (Isaías 45:20–22).
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Ven a Cristo hoy es publicado por Hispanic Word 58 Steward Street Mifflintown, PA 17059 hispanic@en-marcha.org 717–436–9275 Declaración Internacional de Misión El Ejército de Salvación, movimiento internacional, es una parte evangélica de la Iglesia Cristiana Universal. Su mensaje está basado en la Biblia. Su ministerio es motivado por amor a Dios. Su misión es predicar el Evangelio de Cristo Jesús y tratar de cubrir las necesidades humanas en Su nombre, sin discriminación alguna.
Dice el único, santo y verdadero Dios: “Olviden las cosas de antaño; ya no vivan en el pasado. ¡Voy a hacer algo nuevo! Ya está sucediendo, ¿no se dan cuenta? Estoy abriendo un camino en el desierto, y ríos en lugares desolados (Isaías 43:18–19). “Yo soy el que por amor a mí mismo borra tus transgresiones y no se acuerda más de tus pecados” (Isaías 43:25).