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El perd贸n de Dios a tu alcance
El perdón misericordioso de Dios
“¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen!” Sin duda que, después del Padre Nuestro, posiblemente estas sean las palabras más conocidas del Señor Jesucristo. Repetidas muchas veces por todos nosotros, aunque sin el contenido de verdadera misericordia y amor con que las pronunciara nuestro Señor. Pero en ese momento tan dramático, estas palabras alcanzaron una relevancia mayúscula, pues sobrepasaron los límites de las vidas de los protagonistas de ese momento, para alcanzar nuestras vidas, las de todo el mundo y hasta la eternidad. Sin embargo, cuán vanos y superficiales resultan nuestros intentos por comprender esta plegaria, pues nos quedamos varados en el hecho de la crueldad de la soldadesca –por cierto salvaje y perversa– pero obviamos otras crueldades y otras perversiones cometidas y que se cometen todavía en el mundo. Pero quedando aún ese suceso sangriento, cuando las rudas manos de los soldados clavaban a Jesús contra el tosco madero, e imaginando a algunos de ellos endurecidos e impávidos, y a otros gozando y celebrando de su horrenda tarea, oímos exclamar al santo reo la oración más piadosa jamás escuchada: ¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen! Podemos sentir reverberar aquellas palabras, estremeciendo nuestros corazones por tantos pecados con que hemos ofendido y ofendemos al Redentor durante toda nuestra vida.
Desde su sin igual dolor, vergüenza y humillación, el Santo Hijo de Dios oraba por aquellos que lo torturaban, y también oraba por nosotros y toda la humanidad caída a quien, con un amor y misericordia incomprensible en términos humanos, quería redimir. “Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para salvarlo por medio de él” (Juan 3:16-17, NVI). Aquellos embrutecidos soldados no pudieron percibir la misericordia que se les ofrecía excepto, tal vez, aquel sensibilizado centurión que, al momento de morir el Señor, conmovido, “al ver lo que había sucedido, alabó a Dios y dijo: Verdaderamente este hombre era justo” (Lucas 23:47, NVI); sin embargo, nosotros oímos hoy indiferentes, acostumbrados a estas palabras que se nos han hecho tan comunes y que no representan nuestra comprensión de la obra del Calvario. Salvo que surja de nuestros corazones de una manera fiel y auténtica, la oración de aquel publicano del Evangelio; “¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!” (Lucas 18:13, NVI). Esta es la oración que te invitamos a hacer, reconociendo nuestra condición pecaminosa y solicitando la misericordia de Dios, para que se haga efectivo Su perdón en nuestras vidas.
El perdón solicitado ¡Señor, acuérdate de mí!
Junto a la cruz de Jesús fueron también ejecutados dos malhechores. El Evangelio relata la breve pero trascendental conversación que mantuvieron los agonizantes con nuestro Señor. “Uno de los criminales allí colgados empezó a insultarlo: —¿No eres tú el Cristo? ¡Sálvate a ti mismo y a nosotros! Pero el otro criminal lo reprendió: —¿Ni siquiera temor de Dios tienes, aunque sufres la misma condena? En nuestro caso, el castigo es justo, pues sufrimos lo que merecen nuestros delitos; éste, en cambio, no ha hecho nada malo. Luego dijo: —Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino. —Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso —le contestó Jesús (Lucas 23:39–43, NVI). A diferencia de los soldados romanos, estos dos hombres reconocían a Jesús como un Maestro o Profeta y hasta tal vez creían la frase que finalmente lo llevó a la ejecución: que Él era el Cristo, el Hijo de Dios. A uno de ellos no le importaba ese detalle, él sólo quería, si lo hubiera, un escape a esa situación que lo llevaba a una muerte lenta y dolorosa. Pero el otro malhechor, comprendiendo que su suerte era irreversible, clamó misericordia por su alma, ya que reconocía que por sus acciones delic-
tivas merecía tal castigo y el tormento eterno. Al mismo instante, volviéndose a Jesús, le reconoció como Hijo de Dios y le pidió humildemente: “Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino”. ¡Qué cuadro tan grande que registra el Evangelio de esta condición del alma humana! Uno se cree con derecho a exigirle a Dios una intervención milagrosa para rescatarle de su muerte, sin manifestar ningún signo de arrepentimiento por su mala vida; el otro, acepta su destino terrenal, pero clama por algo infinitamente más importante: la salvación eterna para su alma. ¡Oh, qué gran amor y cuánta misericordia la que Dios puso en Jesucristo, en favor de la humanidad! Un amor que nos alcanza, aún hoy; y un perdón total y completo para todo aquel que quiere recibirlo. Porque ese es el secreto de su efectividad. ¿Sientes pesar por tus pecados? ¿Quieres que tu vida sea restaurada y comenzar un nuevo camino tomado de la mano de Dios? Dice la Biblia que: “Mas a cuantos lo recibieron (a Jesús), a los que creen en su nombre, les dio el derecho de ser hijos de Dios. Éstos no nacen de la sangre, ni por deseos naturales, ni por voluntad humana, sino que nacen de Dios” (Juan 1:1213, NVI). El perdón de Dios es un don, un regalo, y como tal se hace efectivo desde el momento en que lo recibimos por fe en Jesucristo.
Atracción divina “‘Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos a mí mismo’. Con esto daba Jesús a entender de qué manera iba a morir” (Juan 12:32-33, NVI).
Jesús supo comprender, perdonar y alentar Ustedes deben orar así: “Padre nuestro... Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros hemos perdonado a nuestros deudores”. (Porción de la oración conocida como el Padre Nuestro, que Jesús enseñó a Sus discípulos.) Son muchos los incidentes en que la compasión y el amor de Jesús se manifestaron generosamente sobre las almas afligidas por sus pecados y enfermedades. Podemos mencionar a Zaqueo, un jefe recaudador de impuestos discriminado socialmente; la mujer adúltera que le trajeron los religiosos para que Jesús la juzgara (y la condenara); ciegos, leprosos, paralíticos. Ninguno de los que vinieron a Jesús fue rechazado. Todos recibieron el consuelo, la comprensión y el perdón necesitado.
Es maravillosa la misericordia y admirable el respeto con que Jesús trató a cada uno. Hoy Jesús sigue teniendo compasión y un perdón total, otorgado por pura gracia, y ayuda para todo aquel que con fe se lo pida en oración. ¿Cuál es tu problema o necesidad? Jesús quiere ayudarte, quiere darte el perdón de tus pecados y darte la gracia para un cambio de vida. (Para una atención y una orientación espiritual más personalizada puedes acercarte al local del Ejército de Salvación más cercano a tu domicilio. Si no hubiese uno cerca comunícate por cualquier medio, telefónico o correo electrónico que aparecen en esta revista.)
El perdón humano Cuando Jesús restaura nuestras vidas quiere hacerlo de manera completa. Eso incluye las relaciones familiares y sociales. No hay nada más perjudicial para nuestra vida espiritual y aun para nuestra salud física, que un viejo resentimiento atrincherado en un rincón de nuestro corazón. Jesús siempre practicó el perdón y enseñó a perdonar. Ambas cosas, pedir perdón y saber perdonar, son necesarias si en verdad queremos la experiencia de una vida nueva, con alegría y paz interior. Si hemos sido favorecidos con el perdón de Dios, también debemos perdonar. Parece ser que Pedro, el discípulo, tuvo un altercado con su hermano, porque hablando Jesús acerca del perdón se suscitó el siguiente diálogo: —Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano que peca contra mí? ¿Hasta siete veces? —No te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta y siete veces —le contestó Jesús. —Por eso el reino de los cielos se parece a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. Al comenzar a hacerlo, se le presentó uno que le debía miles y miles de monedas de oro. Como él no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él, a su esposa y a sus hijos, y todo lo que tenía, para así saldar la deuda. El siervo se postró delante de él. —Tenga paciencia conmigo —le rogó—, y se lo pagaré todo. El señor se compadeció de su siervo, le perdonó la deuda y lo dejó en libertad. Al salir, aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros que le debía cien monedas
de plata. Lo agarró por el cuello y comenzó a estrangularlo. —¡Págame lo que me debes! —le exigió. Su compañero se postró delante de él. —Ten paciencia conmigo —le rogó— y te lo pagaré. Pero él se negó. Más bien fue y lo hizo meter en la cárcel hasta que pagara la deuda. Cuando los demás siervos vieron lo ocurrido, se entristecieron mucho y fueron a contarle a su señor todo lo que había sucedido. Entonces el señor mandó llamar al siervo. —¡Siervo malvado! —le increpó—. Te perdoné toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también haberte compadecido de tu compañero, así como yo me compadecí de ti? Y enojado, su señor lo entregó a los carceleros para que lo torturaran hasta que pagara todo lo que debía. —Así también mi Padre celestial los tratará a ustedes, a menos que cada uno perdone de corazón a su hermano (Mateo 18:21-35, NVI). Esta gráfica y contundente enseñanza de Jesús es determinante: por más herido que esté nuestro corazón debemos aprender a perdonar, o nos estaremos negando el perdón de Dios para nuestras vidas: “Porque si perdonan a otros sus ofensas, también los perdonará a ustedes su Padre celestial. Pero si no perdonan a otros sus ofensas, tampoco su Padre les perdonará a ustedes las suyas” (Mateo 6:14, NVI). Dios quiere una sanidad completa, sin sombras de rencores a nuestras espaldas, con paz y felicidad en nuestros corazones y nuestro entorno.
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¡Al tercer día resucitó! La historia de la salvación no termina con un Cristo muerto y sepultado. ¡Al tercer día resucitó! ¡Ahora sus redimidos aguardamos Su regreso en gloria!