Ricardo Azuaje. Ella está próxima y viene con pie callado

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Ricardo Azuaje (Altagracia de Orituco, Venezuela, 1959). Escritor, editor. Realizó estudios de literaturas clásicas en la Universidad de los Andes. Se ha dedicado a diversos oficios: guardaparques en la Gran Sabana, asesor de proyectos agrícolas, editor y coordinador de publicaciones, columnista de prensa, escritor fantasma. Publicó los libros de narrativa: A imagen y semejanza (1986), Juana la Roja y Octavio el Sabrio (1991), Viste de verde nuestra sombra (1993; Premio Fundarte de Narrativa, Alcaldía de Caracas), Autobiografía de un Dodo (1995), La expulsión del paraíso (1998), Ella está próxima y viene con pie callado (2003), Tres novelas cortas (2007). Ha sido incluido en antologías de cuentos publicadas en Venezuela, Italia, Eslovenia, EE UU y España. En la actualidad reside en Buenos Aires.

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©Schwob Ediciones Colección: Vidas Imaginarias Diseño Gráfico y Portada: Camilo Pardow Prólogo y Edición: Eduardo Cobos Fotografías: Anwar Hasmy schwobediciones@gmail.com @schwobediciones Otoño de 2022 Valparaíso, Chile 4


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con pie callado

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Prólogo

Eduardo Cobos

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Ella está próxima y viene


Schwob Ediciones Colección vidas imaginarias El arte es lo opuesto a las ideas generales, no describe más que lo individual, no desea más que lo único. No clasifica; desclasifica. Marcel Schwob

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En el otro costado supuran las llagas arcaicas de nuestras sombras movedizas. Luis Enrique Belmonte

Los recursos narrativos de Ella está próxima y viene con pie callado (publicada en Islas Canarias por primera vez en 2003 junto a otros relatos), se hilvanan en una casi absoluta linealidad temporal –desde donde se nos acerca progresivamente a los hallazgos en torno al Club de los Suicidas–, lo cual permite que esta nouvelle adquiera un tono trepidante muy en sintonía con la novela negra, utilizando, a su vez, la pulsión obsesiva del personaje-narrador: ser desolado por una realidad aplastante no asumida, que lo conduce con perplejidad hacia el vacío existencial. Y es, por otra parte, la punzante estampa sobre el poder y sus simulacros en un periodo de especial desencanto y tensiones sociales de la Caracas de inicios de los noventa del siglo pasado. Recordemos la trama: ha habido hace poco dos intentos seguidos de golpes de Estado en Venezuela y para el presente del relato, agosto del año 93, el presidente Carlos Andrés Pérez es destituido por corrupción. También se estrena una forma de violencia política que consiste en atentados con sobres bomba. De eso se trata, ya que el narrador, David, es un periodista que ha cubierto como fuente el palacio de gobierno para un importante medio de prensa; alguien que conoce los sótanos del poder. No obstante, para David, sumergido en un cenagoso y alcoholizado despecho por el reciente abandono de su esposa, la vida pierde sentido; esto quiere decir que adquiere muchos otros sentidos, aparte del oficio laboral, los cuales han sido vislumbrados en algún destello de lucidez, pero estaban postergados o al acecho. 9

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La Caracas suicida de Ricardo Azuaje Eduardo Cobos


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En todo caso, la desesperación en la que está involucrado David por el abandono, lo lleva a observar su entorno con nuevos ojos y lo hace, cree en un inicio, desde toda casualidad. La cotidianeidad descoyuntada y la crisis perenne eludida, por decirlo así, se ha corporizado en Caracas. Observa, entonces, las aglomeraciones en el metro, los rostros desorientados o el lento tránsito hacia ninguna parte; y de improviso, en su apartamento, asiste como voyeur –en un claro homenaje al Hitchcock de la Ventana indiscreta– a un simulacro de suicidio: en el edificio del frente una mujer se desnuda, luego toma un revólver y lo lleva a su sien; un apagón, el estruendo de un estampido y el mirón aficionado se queda en la incertidumbre. Es cuando aparece el suicidio. El individual y el colectivo. Este último se hace visible en el Club de los Suicidas, al cual David entra sin querer pero ineludiblemente. Todo lo conduce hacia allá: el desamparo y la persistencia del oficio, porque se propone escribir un reportaje sobre la muerte voluntaria en Caracas como intento de ocupar horas de tedio por unas vacaciones no solicitadas. Y también hay enigmas que cautivan su curiosidad: descubrir las filiaciones con el club de la mujer que había realizado la puesta en escena del simulacro –Mariana, que comienza a ser su amante–, e internarse en el centro mismo de la cofradía para saber de sus ramificaciones, de su modus operandi, con la finalidad de obtener las notas para su escrito. A la manera de los peculiares clubes de Thomas de Quincey o R. L. Stevenson, los integrantes del Club de los Suicidas, la mayoría con vidas desarticuladas pero comunes, son especuladores teóricos que recogen sus preceptos de la literatura y la filosofía (Sócrates, Pavese, Ramos Sucre, Nietzsche) y son en esencia simuladores de suicidios, aunque algunos hayan llevado, al parecer, las cosas demasiado lejos. En estas relaciones hay un peligro inminente que involucra a toda la acción de la nouvelle proporcionándole un elaborado clima de suspenso. Las notas de David para su investigación, o más bien la búsqueda de estas, se transfiguran en la única manera de descifrar el sinsentido en el que se ha convertido su vida y la ciudad. Como sucede en cualquier megalópolis, Caracas puede proteger y dejar al descampado a sus habitantes al mismo tiempo. 10


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Eduardo Czuaje obos R icardo A

La privacidad es deseada y a la vez temida, nos dice David; y en este aspecto la urbe se ha convertido en una paradoja, en la cual más que nunca muestra sus características caóticas: es la pérdida de la ilusión del orden o del sueño americano clase media y el país se desmorona sin escapatoria. Y David pierde toda certeza existencial, la que aparentemente lo había salvado de los desatinos, de los excesos de whisky y de continuas infidelidades (¿alusión a los tiempos de la Venezuela saudita de las décadas anteriores?). Desde cierta perspectiva, todo se resume allí. Hay fatalidad en esto. Y además un hondo escepticismo, ya que al establecerse la posibilidad del suicidio como solución, David señala, con la ayuda de Albert Camus: Puede ser una buena razón para vivir el hecho de saber que en cualquier momento puedes matarte. Esta certeza evidencia el vínculo con los otros y el horror en el que puede llegar a materializarse una existencia, cualquiera sea, en un espacio claustrofóbico. Y para esto también el personaje elucubra: el espejismo de la modernidad; invención mal hecha y peor asimilada. Prueba de ello es Caracas en raídas capas de arquitecturas yuxtapuestas. Urbe que, como fiera herida, está dispuesta a vengarse de sus habitantes por haber intentado extirparle la memoria. Playa Ancha, abril de 2022.


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El país me dejó atrás. Pero el país no fue a ninguna parte. Igor Barreto

Cuando era niño tenía dos miedos que opacaban todos los otros, incluso a aquel de que un ángel guardián bajara con su cuchillo de llamas durante la noche para matarme, aprovechando el sueño y el sentimiento de culpa. Uno era el de morir asfixiado por olvidar respirar; el otro, que los demás pudieran escuchar lo que pensaba. No eran omnipresentes (la palabra más larga de mi infancia, junto con omnisapiente), el primero sólo se presentaba cuando estaba solo, en esas horas de la tarde que son eternas para los niños y donde se descubren, entre otras cosas, la soledad, el aburrimiento y, con algo de precocidad, la masturbación. Entonces prestaba atención a cada inhalación y escuchaba el aire cruzar las fosas nasales una y otra vez, como si estuviera bajo el agua y necesitara administrar el oxígeno; de pronto llegaba un amigo, me mandaban a comprar algo o surgía un juego absorbente, y respiraba de nuevo de manera involuntaria y feliz. El otro temor persistía más, trataba de pensar –y trataba de escucharme– en él cuando estaba solo, pero solía acometerme en medio de otros, en especial si los otros eran adultos. En esos momentos trataba de no pensar en nada que pudiera ser considerado como malo o irritante, que pudiera mostrar a los demás cómo era yo realmente. ¿Surgirían de allí el asma que estremeció mi infancia y esa capacidad para mentirme, incluso estando solo? Ahora, esta noche empeñada en prolongarse como las tardes de hace treinta años, mis temores son otros: que el teléfono suene y no sepa qué decir a esa voz, como efectivamente sucederá, o que el ron se acabe antes de que la borrachera me lance a la inconsciencia. Mis miedos han cambiado de posición, antes eran metafísicos, internos; ahora se desprenden de algo que debe ser la fenomenología misma, o estar muy cerca de la fisiología especulativa, sobre todo cuando las ganas de vomitar te rondan y el temor a la llamada se confunde con el miedo a 15

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a Astur y Henry


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que no llame nunca, y todo este dolor, y el disco de María Bethânia que escucho casi todas las tardes, sean en vano. Al levantarme veo mi reflejo en el espejo del cuarto: estoy aquí, lo que queda ebrio y solitario de mí un mes después de la desaparición de Haydée, en una sala que, dentro de un orden relativo (creado por ella, por su buen gusto y aparente equilibrio), se ve perturbada por un portarretrato colocado boca abajo, con su apoyo erguido como la aleta de un tiburón muerto junto a la contestadora y sobre la mesita del teléfono. Foto que cada cierto tiempo levanto para constatar que seguimos allí, juntos. Voy por más hielo y licor, de vuelta me instalo en el balcón, justo al borde de la medianoche en Bello Monte, intranquila, salpicada de brillos azulados que delatan a televidentes tardíos. Tropiezo con el Bélgica, casi todas sus luces están apagadas, menos la del apartamento que se encuentra a la altura del mío, un poco más bajo. Otro trasnochado probablemente. Abajo, la avenida descansa, apenas cruzada por uno que otro carro y un camión de aseo que se oye, pero no se ve, debe andar por la esquina. Una silueta aparece en la ventana iluminada del Bélgica. La distancia no impide saber que se trata de una mujer rubia deshaciéndose de su ropa al ritmo de una música que no alcanzo a oír. Deja caer la blusa sobre el sofá y por el movimiento de los brazos supongo que hace lo mismo con la falda, la pared del edificio no me permite ver más abajo de su cintura. Ahora sus manos liberan los senos del sostén y vuelven abajo para dejarla completamente desnuda. Sé que las noches de Caracas dan para todo, pero nunca imaginé que parte de ese todo fuera a presentarse frente a mi balcón, mucho menos en los gestos de una mujer que ahora toma algo de abajo y se lo lleva a la sien. Una explosión y pierdo el apartamento por un instante. Las luces se apagaron. Un suicidio, por primera vez en mi vida contemplo uno. Abajo, en la avenida, el camión del IMAU devora lentamente la basura depositada en la entrada de los edificios, un poco más adelante su escape detona, ¿nuevamente? Vuelvo a la ventana de la catira, ningún movimiento, nada que indique la presencia de un ser vivo, su supervivencia. No se trata de un error. Espero un rato más, sobrio por el impacto, pero no tanto como para 16


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Al entrar a la oficina Matías anuncia que el jefe de redacción ha preguntado un par de veces por mí. Tiene cara de duelo anticipado. –¿Cómo estás, David? No sé si te habrás enterado de que Carlos Andrés ya no es el presidente de la República, y Lepage tampoco. –Déjese de ironías conmigo. –Perdona, era sólo para ponerte al día, considerando que estás en Miraflores y que allí uno nunca se entera de nada. No me gusta Vargas, pero tiene razón, las últimas dos semanas no he hecho gran cosa por adelantarme a los otros periodistas en busca de primicias. El tubazo me lo dieron a mí, y todavía no me recupero. Intento armar una excusa, pero Vargas se adelanta. –Escucha, viejito, sé que tus cosas no andan bien, y entiendo que la política nacional de un país subdesarrollado te sepa a bolas. Sobres bombas, presidentes enjuiciados, conspiraciones para dar un golpe de estado; tienes razón, son mariqueras 17

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llamar a la policía, no quiero implicarme ni explicar, ya tengo suficientes problemas. Algún vecino habrá escuchado también el disparo y en cualquier momento aparecerá una patrulla, una ambulancia u otra luz intermitente de rigor. Ha pasado una hora y nadie ha dado la señal de alarma ni el menor gesto de atención a esa tragedia que acaba de concluir o iniciarse a menos de cincuenta metros. La detonación pudo haber sido opacada por los ruidos del camión de la basura, aunque yo la escuché, o los vecinos están demasiado acostumbrados a los disparos durante la noche. De no haberla visto tampoco habría prestado atención. La violencia, los golpes y la inseguridad nos han hecho sordos a las armas de fuego. A pesar del trasnocho y del ratón me levanté temprano y bajé enseguida, crucé la calle y aproveché la salida de una pareja para ingresar a la planta baja del Bélgica. Marqué el botón del ascensor ligando que no fuera de los que sólo funcionan con llave, al abrirse las puertas pasó a mi lado sin mirarme –por qué habría de hacerlo–, respirando, viva. A pesar de la distancia y la noche estaba seguro de que era ella. No intenté subir.


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comparadas con lo que te hizo tu mujer. Qué importa que el periódico ponga la cómica yendo detrás de todos los diarios de la ciudad, y que nos enteremos por el noticiero de las diez de lo que debemos publicar al día siguiente. Me va a sacar de Miraflores, conozco bien a Vargas, sólo espero que no me devuelvan a Cultura. –David Davidovich. Qué vaina. Sé que eres un excelente profesional, por eso no te mando al carajo. Rivera se hará cargo de tu puesto, tómate unos días y trata de ordenar tu vida –pone una mano en mi hombro, gesto raro en Vargas–, yo sé lo que es un divorcio. Es más, tómate el mes, las vacaciones, y regresa antes de que una junta militar decida prescindir de nuestros servicios. Un día apocalíptico, lleno de malos presagios y peores noticias: las vacaciones adelantadas, los mensajes de la contestadora, dos de mis cheques rebotaron y al parecer Matías va a embarcarme otra vez. No sé por qué continuamos citándonos en La Vesuviana, el servicio es malo desde hace un par de años luz, y está lleno de recuerdos. Aquí nos encontrábamos Haydée y yo cuando estábamos en la universidad y simpatizábamos con el MAS, que al final tampoco pudo (o peor, terminó enganchado con uno de sus enemigos), como muchos proyectos del país. Me obligan a tomar las vacaciones porque cada vez me interesa menos seguir de cerca el hundimiento de una nación, por eso me dejan de lado. Sí, el país me deja atrás, Igor, pero el país nuevamente no irá a ninguna parte donde no lo pueda alcanzar con un pequeño esfuerzo. Fue un discreto modo de no botarme, de darme tiempo para recuperar el aliento y así poder volver a dar la cara justamente entre políticos, donde todo lo que brilla es máscara. Apareció el hombre. –Lo siento, el tráfico es un completo desastre, voy a empezar a dejar el carro en la casa y a moverme en metro. El cheque que le diste a Yánez rebotó. –No me extraña, debo estar bastante rayado en la oficina. –No creas, todos saben que estás pasando por un mal momento. Igual deberías controlar esa cuenta, y ahorrar un poco, como están las cosas en el país es bueno tener una reserva. ¿Ya has pensado qué vas a hacer? 18


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–No sé todavía, estoy entre alcoholizarme o dedicarme al voyeurismo profesional, o hablar con la gente de El Nacional para ver si me permiten escribir en Feriado sobre la vida íntima de un divorciado. A ellos les encanta ese tipo de vainas. –También podrías ver a un psicólogo, o hablar con Haydée y tratar de aclarar la situación. ¿Has sabido algo de ella? –Esta tarde conseguí un mensaje en la contestadora, pidiendo que acuda a una cita con un amigo suyo que es abogado, como si los abogados pudieran tener amigos. Quiere gestionar el divorcio y todavía no me ha dicho por qué nos separamos. –Las mujeres son una vaina. Oye, David, si quieres puedo prestarte el carro y darte las llaves de la casa en Boca de Uchire. Yo puedo moverme en el carrito de Leticia y tú salir de este infierno por unos días, descansar. A propósito, ¿no has sabido nada del carro? –Ya debe estar en Colombia, o se ha reintegrado al universo de repuestos, accesorios y autoperiquitos. No, no he vuelto a llamar a la Petejota. Gracias por tu oferta, lo voy a pensar. Salir de Caracas, como si toda la crisis, nacional y personal, estuviera concentrada en este valle de bombas e intentonas. A veces parece que así es, pero uno nunca abandona la ciudad, no puede, lo dijo un poeta que le gustaba mucho a Haydée, dedicada ahora a recitar en la contestadora. Hoy dejó un nuevo mensaje, una mentada de madre por no haber acudido a la cita con el abogado. Por qué no deja su número de teléfono. Pasé casi todo el día viendo televisión, es increíble lo mala que es, y la cantidad de programas repetidos. La devaluación y el saber que tienen un público cautivo (quién sale o va al cine con tanta inseguridad y carestía) les permite pasar una y otra vez los mismos programas, creando una clase de eternidad inferior, donde Guy Williams, Lorne Greene o Pedro Picapiedra continúan siendo los mismos después de veinte años. En mí llega a ejercer un efecto hipnótico, una vez que lo prendo no puedo apartarme de la pantalla por muy malo que sea lo que están pasando. Cerca de las cinco, cuando estaba a punto de empezar Quién manda a quién, he recordado que dejé los papeles del seguro en el periódico, y mañana debo ir temprano a renovarlo.


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Apenas salgo del edificio los veo, la catira y otro tipo, también blanco, pálido. Se dan un abrazo y el pálido sortea los carros, aborda la acera y me adelanta, lo alcanzo en la parada del metrobús y quedamos separados por apenas tres cuerpos. El sujeto espera de perfil, con la cara marcada por el acné o un sarampión tardío, con un leve encorvamiento que sumado a su flacura lo hace parecer más alto de lo que realmente es. Aparece el autobús y lo abordamos casi al mismo tiempo, ambos tenemos boletos integrados, al contrario de los tres improvisados que nos separaban. Me pregunto qué tipo de relación tendrá con la catira y trato de observarlo discretamente, pero está demasiado cerca y debo adoptar su misma mirada perdida, la usual entre seres aglomerados y en tránsito. Extraño el Chevette, durante un buen tiempo me evitó estos apretujones y rostros avinagrados. Conservo las llaves en una gaveta del escritorio, junto con una descripción escrita a máquina que fotocopié quince veces, inútilmente. Nos apeamos en Sabana Grande y descendemos al interior de la estación, no estoy siguiéndolo, simplemente llevamos el mismo camino, cruzamos los torniquetes y nos dirigimos al andén del tren que va hacia Propatria. Allí nos separamos por un momento, de hecho, lo he perdido entre la multitud que se apelmaza ante la raya amarilla. Llega el tren y entre forcejeos entra la mayor parte de los “señores usuarios”. Prefiero esperar el siguiente, al parecer el chico pálido también. Generalmente los vagones de los extremos son los que van menos llenos, me aproximo al chico, que se encuentra en la esquina por donde entra el tren. El pasillo se va llenando rápidamente, muchos empleados salen a esta hora de su trabajo. Tiene una actitud extraña, vacilante, se balancea casi imperceptiblemente, muy cerca de la raya amarilla. Por los altavoces advierten a los usuarios que se mantengan alejados de la raya, pero el muchacho actúa como si no fuera con él (y en principio nada indica que sea con él). Tengo la impresión de que se acerca un poco más, que los rieles se iluminan y aparecen las luces del tren y el pálido se balancea con mayor énfasis. El golpe de viento que anuncia la pronta entrada de los vagones, el movimiento del muchacho, la voz en off. Tengo tiempo de ver en las escaleras a dos 20


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empleados del metro intentando avanzar desesperados entre la multitud que desciende y de escuchar la corneta del tren por primera vez en mi vida, el muchacho y el rostro del conductor aún más pálido pasar violentamente. Las puertas se abren y en la lucha entre los que entran y salen lo pierdo de vista. Señal de cierre de puertas, el vagón comienza a moverse y puedo ver a través de las ventanas numerosas versiones del muchacho, rostros tan desorientados como el suyo. Por supuesto, Matías se resiste a creer, a pesar de los tipos del metro y la cara de susto del conductor. Lo conseguí en la oficina, empantanado en un artículo sobre las posibles consecuencias de la aplicación del IVA sin que exista una infraestructura adecuada por parte del gobierno para evitar los abusos, y logré arrastrarlo a esta tasquita de La Candelaria donde trato de vincular dos simulacros de suicidios presenciados en menos de cuatro días. Matías vuelve a sugerir la posibilidad de comerse una ración de chistorras y de que vea a un amigo psicólogo que tiene su consultorio en La Florida, y es un lacaniano auténtico. –Y seguro tiene una pequeña finca en el campo psicoanalítico. –Donde cosecha tempestades. ¿Las pedimos? –La última vez que comimos algo aquí estuve vomitando todo el día siguiente. –Y no fue a causa del viaje de palos que nos metimos esa noche. Entonces, ¿crees tener un reportaje? –Hay una historia allí, no creo estar desvariando. –No sé, todo eso en estos momentos. No digo que estés inventando cosas pero, en realidad, no importa. Están descubriéndose tramas más escabrosas en otros lugares de la ciudad y en tipos demasiado apegados a su vida, aunque no a la de otros, como López Sisco, nuestro disip favorito, por poner un ejemplo; sin mencionar a todos esos militares empeñados en suicidar al país. ¿Qué importancia pueden tener tus semisuicidas frente a todo eso? –Me interesan a mí. Tienes razón, en otra situación, con otro ánimo, estaría en estos momentos de cabeza en Miraflores o en el Congreso, y no observando a gente sin ninguna importancia. Como nosotros, si a ver vamos.


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–¿Cómo están las cosas allá abajo? –¿En el infierno? Tuve a la belleza sentada en mis rodillas, durante ocho años, y de repente se levantó y se fue sin dar explicaciones. ¿Cómo crees que están? Guardamos silencio mientras el mesonero retira las botellas vacías y coloca dos tercios llenos y helados. A pesar de la mala comida me gusta esta tasca, las hélices de los ventiladores de techo, siempre con el aspecto de estar a punto de venirse abajo; los viejos, en su mayoría gallegos, apoyados en la barra, conversando o viendo algún programa de TVE. Las parabólicas y la televisión por cable han contribuido a iberizar todavía más La Candelaria. –Sin explicaciones. Eso es lo que más me arrecha, todavía no sé por qué carajo se fue, si hay otro o si fue por mi culpa, o por falta de niños, por no haberlos tenido cuando ella quería. –El último año casi no le prestabas atención. Perdona que te lo diga, David, pero es que hasta me siento un poco responsable: entre el trabajo y las escapadas en busca de pelea imagino que apenas parabas en tu casa. –¿Y por qué carajo te sientes responsable? –Por todas las veces que te cubrí, cuando decía a Haydée que te habías quedado a dormir con nosotros, o que estabas haciendo un reportaje en el interior. –No lo hacía todo el tiempo y, bueno, de alguna manera lo compensaba. No hablemos más de eso. ¿Crees que juzguen a alguno de los ex-presidentes por lo de los sobres bombas? Con sed en plena madrugada, me levanto y voy a la cocina, hubiera preferido beber hasta perder el sentido, así no habría despertado hasta el mediodía. Qué haré con el día de mañana. Qué haré con todos los días que sucedan a mañana, y ¿por qué están rebotando mis cheques? ¿Haydée habrá limpiado la cuenta? Sería el colmo. Mañana paso por el banco y pido un corte de cuenta. Me asomo al balcón, en la oscuridad, con todas las luces apagadas, no logro ubicar el piso. Este espacio, la urbanización en que vivimos desde hace cuatro años, ha ido llenándose de detalles significativos desde la partida de Haydée. Ahora presto atención a los árboles –en su mayoría 22


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Noches de furia en que tropiezas con tu mano diestra. Hay masturbaciones que parecen la caída en un abismo, lejos de la excitación, próximas a esos puntos yermos donde la emoción se pierde, todo deja de ser. Deshacerse en la paja. Hay que hacerse un programa. No puedo echarme a morir, no le daré ese gusto. Estuve en el seguro, resolví en parte el problema que se ha presentado con el pago por el robo del carro (con lo que me darán no podré comprar otro, estoy condenado a ser un peatón hasta que un golpe de suerte –kino, loto, el asalto a un banco– cambie mi vida); pasé por el banco y a través de un corte de cuenta constaté que sí, Haydée me había dejado limpio; busqué el cheque de mis vacaciones en el periódico y abrí una cuenta nueva en otro banco, y luego me topé con el vacío. Volví al apartamento y a la contestadora. Una llamada de mi madre pidiendo que fuera a visitarla y otra de Haydée, esta vez con un tono distinto, menos altivo. “David, soy yo. No 23

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jabillos– que bordean algunas cuadras de la avenida y con sus raíces levantan pedazos de aceras, pero también las llenan de sombras y hacen a Bello Monte menos hostil que otras urbanizaciones; al movimiento de las bandas de adolescentes, en apariencia azaroso y libre de culpas, aunque detrás de ellos esté el tráfico de drogas y el robo de carros. La diversidad de comercios que pueblan la Miguel Ángel, la hora de cierre de sus santamarías. La arquitectura de sus edificios, donde se superponen los estilos como capas geológicas a través de las cuales se puede narrar la historia de una urbanización de clase media venida a menos. El Bélgica, por ejemplo, con lo poco que pude ver de su interior me dio la impresión de ser un edificio de comienzos de los sesenta, tal vez anterior, con pasillos espaciosos y escaleras en espiral, con un diseño que lo emparenta con la arquitectura de la Universidad Central, tal vez realizado por un discípulo de Villanueva. En cambio éste no debe tener más de quince años y es similar a otro montón de edificios en Caracas, no tiene el carácter del otro. Si sigo así voy a tener que pedir que me devuelvan a las páginas de Cultura, o de esquelas mortuorias.


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sé qué está pasando contigo, supongo que estarás enojado, y con razón. Tenemos que hablar. Estoy viviendo en casa de una amiga, en San Bernardino, anota el teléfono”. Preparé un trago y me senté frente al aparato, preguntándome por qué tardaba tanto en llamarla, después de todo, quería saber. Marqué su número. Me costó reconocer su voz, no era igual a la de la grabadora, mucho menos a la que recordaba, y sólo tenemos un mes separados, ¿o es que acaso había dejado de escucharla desde antes? No quiso venir al apartamento, nos veremos en Sabana Grande mañana en la tarde, en las mesas de La Vesuviana. Me verá, porque yo sigo sintiéndola en este espacio. Miro a mi alrededor, aunque faltan algunas cosas en el cuarto sigue oliendo a ella, sigue siendo más suyo que mío, que siempre estuve un poco de paso por aquí, sobre todo en los últimos dos años (dos intentos de golpe de estado y la agitación política han acabado con mi vida matrimonial). El desfile de las ausencias: la puerta del closet, corrida, delata la huída de su ropa, con excepción de una chaqueta que había dejado de usar; el mueble que pretenciosamente llamábamos chifonier tiene las dos primeras gavetas mal cerradas, ya no hay ropa interior femenina en sus espacios, así como tampoco perfumes, cajitas con zarcillos y pulseras, pequeñas agendas (tenía tres o cuatro, casi siempre sin usar) encima del mueble. Falta un cuadro. Aunque se haya llevado todo, sigue aquí, en la distribución del cuarto, su decoración, la atmósfera toda del apartamento. Están todos los elementos para crear su fantasma, desnudo, recorriendo el apartamento después de una ducha, o apenas con el sostén, un hábito que me irritaba sobremanera. Me siento en la mesa de la cocina e intento anotar mis especulaciones en torno a los dos falsos suicidios, así como un esquema de los pasos a seguir. Realmente no tengo nada todavía, Matías tuvo razón cuando me hizo ver que sin muerto no hay noticia; al menos en este caso tengo que establecer un contacto, saber más. Pautamos el encuentro para las seis, pero he decidido salir un par de horas antes y dirigirme al bulevar a pie. Cruzo con dificultad el tráfico despiadado de la avenida principal y camino al lado de la cloaca que insistimos en calificar de río. La mole de


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Maxi´s, las nalgas de Rómulo y ya me encuentro en el otro lado. Siempre he percibido a Colinas de Bello Monte como una isla unida a Caracas por un par de puentes; esta tarde la sensación es inversa: la isla es el resto de la ciudad, rodeada por el Ávila, el Guaire y la autopista. Una sensación probablemente falsa, o cierta sólo por tiempo limitado, como las ofertas de Maxi´s, “la gran tienda” donde solía comprar discos y máscaras de bucear cada vez que se aproximaban las vacaciones (pero entonces era Sears). Otro elemento que se me revela esta tarde, aunque debe haber empezado mucho antes: lentamente me inundan recuerdos de la adolescencia y de la infancia, como si una parte de mí estuviera realizando un inventario, una declaración de bienes. No soy amigo de rememorar (¿algún venezolano lo será en verdad?), o no era, siempre he sospechado ataques prematuros de senilidad en cualquier amigo o conocido de mi edad que comienza a recordar los tiempos pasados. Hacia atrás ni para coger impulso, solía ser mi lema. Debo estar cambiando, al menos hoy me siento tentado a creer en una aseveración hecha por Leticia, apoyada por Matías y Haydée, y puesta en duda por mí una noche que cenamos juntos: que somos diferentes de los animales por dos razones básicas, la primera, el saber que vamos a morir; y segundo, porque recordamos haber nacido, o al menos lo sabemos. De alguna manera vemos los dos extremos de la soga, los animales no, ellos viven en un presente continuo (un carpe diem biológico, dijo Leticia) tan envidiable que varias corrientes religiosas y filosóficas han tratado de vendérnoslo como la situación ideal. Otra novedad, ahora pienso, o al menos hago la morisqueta. Es sorprendente cómo ha cambiado el aspecto de Sabana Grande en los últimos años, cómo se ha depauperado y cambiado los rasgos de los que trashuman por ella. El mismo proceso que ha vivido la clase media. Remates de libros, ventas de ropa, cassettes y toda clase de bisutería, palabra frecuentemente asociada a buhoneros y afines. Los artesanos, ocupantes pioneros de algunos rincones del bulevar, ahora apenas se notan entre la masa de vendedores que de vez en cuando se ve turbada por una razzia policial. Paso junto a las mesas del café, no me siento enseguida, 26


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prefiero esperarla cerca de un puesto de libros instalado en la esquina. A las seis la veo llegar, fresca, bronceada, el pelo corto y con un vestido que no le había visto antes. Está preciosa. Veo mi reflejo en la vidriera de lo que muchos años atrás fue la tienda Adams (la tienda para hombres que las mujeres prefieren), la barba de tres días, la camisa arrugada, los hombros hundidos. No puedo enfrentarla así, en tal grado de desventaja. Antes de darme cuenta voy casi corriendo en dirección a Chacaíto, como si fuera a perseguirme, sabiendo que no llegó a verme. Me siento estúpido, y con razón. Tomé el metro y bajé en Dos Caminos, en el trayecto recordé la única vez que he estado a punto de presenciar un suicidio. Iba con Matías hacia la oficina cuando nuestro viaje fue interrumpido por un espontáneo; poco antes de llegar a Plaza Venezuela el tren se detuvo bruscamente y al ratico anunciaron que debíamos salir por la acera que bordea los túneles. Alrededor de la cabeza del tren se agolpaba una multitud creciente de curiosos, a pesar de los llamados constantes a abandonar la estación. Alguien comentó que se trataba de un hombre joven, y que a su manera había tenido suerte (mucha gente sobrevive a estos saltos, pero sin una pierna o un brazo), estaba muerto. En esa ocasión Matías desplegó una teoría en torno a las muertes del metro; decía que no eran suicidas pasionales o producto de una decisión meditada, eran muertes por hambre: él o ella estaban de pronto ante el foso, sin trabajo, sin dinero que llevar a sus casas, embarazadas o algo bebidos, y se lanzaban. Por eso les decía espontáneos. El muchacho flaco y pálido no es un espontáneo, allí hay otra cosa. De ser cierta la teoría de Matías habría que considerar la vida de una fragilidad extrema, lo que nos ata a ella. Basta el gesto de otro (que puede pertenecer a Personal, a Recursos Humanos, o a alguien que amas) para que el lazo que nos arrastra se corte por un golpe de metro. Pudo ser mi gesto final cuando bajé al andén, pero lo he pospuesto por éste: mi mano sosteniendo una taza de café mientras veo parte del Oriental por la ventana del apartamento de mi madre. –De verdad, ¿no quieres un platico de cabello de ángel? Siempre ha sido tu dulce preferido.


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Habla sin verme, atenta a un solitario que va extendiéndose por la mesa como una mancha. Estaba casi seguro de que no la iba a encontrar, generalmente se reúne por las tardes con otras viejas a jugar romi o escala cuarenta. No había venido a verla desde la partida de Haydée y se enteró por ella dos semanas después, por eso está algo resentida conmigo, pero no va a durarle mucho el enojo, soy hijo único. También soy maratonista, como Ezequiel en la segunda intentona, el maratonista chino. La única diferencia es que él creyó correr por su vida, y es posible que yo haya corrido contra la mía desde esa esquina de La Vesuviana hasta este apartamento de Montecristo. Me inclino para dejar la taza en la mesita de vidrio, no me deja, pide que la lleve al fregador. –Tengo dos semanas sin servicio. Carmen está desaparecida, seguramente enamorada otra vez y en busca de una nueva barriga. Estas muchachas no quieren aprender, y entretanto yo tengo que hacerme todo: desde la limpieza hasta lavar la ropa. Volverá cuando el hombre la deje y necesite dinero. ¿Ya has hablado con un abogado? –No, no creo que haga falta. –Ay, mijito, parece que conoces a Haydée menos que yo. Si tomó esta decisión no habrá nada que la eche para atrás, y va a hacer hasta lo imposible por dejarte sin nada. Nunca le tuvo mucha simpatía a Haydée, según ella, se aprovechó de mi confusión y juventud –me lleva un año– para empujarme al matrimonio. Hace ocho años ella tenía veintiséis y yo no era precisamente una núbil doncella, además, fuimos novios durante cinco años. Casarnos no fue producto de una decisión apresurada y fui yo el que se empeñó, Haydée no quería, quería un hijo, no una boda, pero en eso nunca transigí. Otro error, o quizás no, ahora estaríamos peleando por la custodia de los niños. –¿Cómo está papá? –Perdido, como siempre. He estado llamándole para que me deposite la mensualidad y no ha respondido. Sigue siendo un irresponsable. –Debe estar fuera de Caracas. Si necesitas dinero puedo prestarte. 28


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–No, vas a necesitarlo más ahora que debes correr con todos los gastos del apartamento, y eso sin hablar del futuro abogado. No puedes cubrir las faltas de tu padre y realmente no necesito la plata ahorita, pero me molesta su impuntualidad con los pagos. Imagina que sea así con todo, no puede andar por la vida de esa manera. Tiene que cambiar. Veinte años separados y sigue actuando como si fuera su esposa todavía. Creo que nunca aceptará del todo la separación. Le doy un beso en la frente y vuelvo a la calle, a una nueva noche de despecho. Cuántas veces no habré hablado del despecho con una suficiencia que avalaba con mis amores de adolescencia y con las aventuras que había vivido con otras mujeres durante mi convivencia con Haydée (sentimiento que cancelaba apenas entraba en el apartamento y me enfrentaba a los labios de la propia). Nada comparado con esta sensación de abismo que ahora me atraviesa de la cocina al cuarto y del balcón a la sala, o viceversa, pues el tránsito suele ser inverso y no es raro que termine apoyado en la baranda, observando las ventanas del Bélgica, su estructura triangular, que a determinadas horas y con indeterminado número de tragos encima, se asemeja a la proa de un barco que navega por la noche de Bello Monte, con una mujer que simula ahogarse a bordo. Allí puede estar mi salvavidas, la historia que puede devolverme al periódico, si no con todos los honores, al menos con cierta amnesia complaciente para con los errores que he cometido desde que me dejó Haydée y que me han conducido a estas vacaciones forzadas. Acerca de la naturaleza de los celos: surgen apenas uno cobra conciencia de que el otro puede llevar una vida independiente lejos de ti. Continúa vivo cuando tú no estás. Haydée está viva. Yo no. Un amigo nacido en el interior, como casi todos los caraqueños que conozco, y recién llegado a la ciudad, habla a menudo de las ventajas de vivir en una ciudad grande: una, quizás la principal para él, es el anonimato, que ni siquiera el vecino pueda saber gran cosa acerca de tu vida. Poder moverse ajeno al rumor, al espionaje que en los pueblos es tan determinante. Es una ventaja relativa (el mismo argumento suelen usar los


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caraqueños cuando quieren justificar su migración de la city a algún rincón de la provincia, desean ardientemente conocer a sus vecinos), si uno quiere saber sobre alguien es relativamente fácil lograrlo. Todos nos movemos en círculos más pequeños que la ciudad –nuestro infierno es menor que la totalidad del averno que nos contiene–, en las mismas zonas y entre la misma gente. Basta interceptar uno de los puntos por donde pasa la vida de una persona para conocer el resto en poco tiempo. No ha sido difícil averiguar el número de su apartamento, me bastó subir al primer piso ayer en la noche y ver su disposición y números. Tomo un sobre y escribo la dirección completa, sin el nombre, por supuesto, y me dirijo a la conserje en la mañana, una gorda dominicana bastante simpática y que en este momento se encuentra recogiendo los pipotes vacíos de la basura. Le digo que el sobre se lo envían unos conocidos del exterior a –e invento– Carmen Elena, pero enviaron también otro sin nombre y ahora no estoy seguro de si es éste el de ella. Se quita uno de los guantes gruesos, similar a los que usan los obreros del aseo urbano, y toma el sobre. –No, éste debe ser para Mariana, la chica del seis be. –No recuerdo que me hayan nombrado a ninguna Mariana. –Pero ésa es la dirección. Usted vive por aquí, ¿verdad? –Sí, al frente, a lo mejor hasta he visto a la Mariana. –Seguro que sí, es una catira bonitica, aunque algo callada, que trabaja como secretaria. Me cuentan que antes no era así, parece que cambió cuando la dejó el hombre, hace dos años. –¿Por qué no pudo ser ella la que lo dejó? –Porque todavía conserva fotos de él en el apartamento, y cuando una mujer bota a un hombre lo bota completo, sin guardar recuerditos. Limpio su apartamento cada quince días, es una mujer ordenada, pero muy sola. La ayudo a trasladar los pipotes al interior del edificio, para mí es una labor heroica, detesto el olor dulzón de la basura. Insisto con el nombre de Carmen Elena y con su supuesto trabajo en PDVSA. –Le digo que se llama Mariana, y ella dice que es secretaria ejecutiva en la Procter. Yo, la verdad, lo dudo. No tiene celular, 30


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su ropa es bonita pero no cara y es como demasiado humilde para ser una ejecutiva, no tiene esa forma de ser que tiene la gente que es jefe. Sinceramente, yo creo que el apartamento le quedó de la relación con el hombre, se veía que el tipo tenía más caché. Abre la puerta de un cuarto oscuro, oloroso a humedad y a más basura, mezclado con desinfectante. Pasamos junto a un lote de medidores y a un tablero lleno de interruptores. –Ahora que lo pienso, no se le veía muy a menudo, al hombre, tal vez no fueran pareja, ella debía ser su querida, ¿no cree usted? Él le puso el apartamento y al terminar el bochinche, se lo dejó. Por lo menos se quedó con algo. La robusta y reciente amiga comienza a forrar el interior de los tambores con bolsas anaranjadas. Nunca en mi larga errancia por edificios y apartamentos alquilados –primero con mamá y luego con Haydée– había estado en una habitación como ésta, espacio de limpieza, pero también centro de control –de la electricidad, del agua– y además, fin penúltimo de nuestros detritus, de todo lo que desechamos y que a su manera nos une. Es aquí, en este cuarto, donde el gran tubo común desemboca, donde se realiza el verdadero misterio del condominio, en esta suma total de nuestras excrecencias. La rebelión parece partir un poco más abajo de la nuez de Adán, las ganas de vomitar. Trato de contener la náusea y pienso en lo irónico que es estar enterándose de los secretos de Mariana justamente en este lugar. –Antes sólo andaba con el hombre, creo que no tenía amigos. Ahora se la pasa con unos tipos estrafalarios. No parecen mala gente, pero son raros. Supongo que se refiere al flaco, y quizás podría darme más detalles, pero alguien la llama desde la puerta y yo no soporto más el hedor. Me despido de la conserje parlanchina y en cuestión de segundos estoy aspirando con un profundo alivio la mierda de aire de la Miguel Ángel. Qué habrá sido de todas aquellas gallegas y portuguesas que poblaron las conserjerías de mi infancia y adolescencia. Cuándo empezaron las migraciones dominicanas y colombianas a ocupar este puesto ibérico por tradición. Qué tanto sabe Celeste –la conserje


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colombiana de mi edificio– de mí, pues hubo un tiempo en que también limpió la casa una vez por semana. Probablemente todo: que soy periodista, un gozón (más de una vez me vio metiendo mujeres en el apartamento cuando Haydée iba a visitar a sus padres a Barquisimeto), y que mi mujer me dejó. Espero que sea más discreta que la gorda del Bélgica. Ya no es la catira, se llama Mariana y posee una biografía algo distorsionada pero con una buena cantidad de motivos para elaborar un ritual de muerte. Abro la botella, me sirvo un trago y enciendo un cigarrillo. Estoy volviendo al vicio después de casi cuatro años, comencé de nuevo cuando Haydée. También es muy temprano para comenzar a beber, pero eso a quién le importa. Siempre asocié el suicidio con perturbaciones nerviosas –observo el rostro de Haydée pegado al mío sobre la mesa del teléfono–, no imagino a nadie bueno y sano tomando la decisión de ahorcarse, de saltar de un edificio o de despacharse un frasco de pepas. No es normal. No fue su rostro lo que me hizo asediarla hasta casarme con ella. No sus rasgos, que son hermosos todavía, cuidado si más que cuando la conocí. Sí en cambio el brillo de sus ojos, su sonrisa, esos elementos que son algo así como la metafísica del rostro. También su voz, de una ronquera suave, como hablarían las gatas si les diera la gana. Durante ocho años hice desastres, el trabajo se presta, saliendo con cuanta mujer me gustaba y respondía a mi deseo, pero no por eso había dejado de amarla, al contrario, cada vez estuve más seguro de que ella sería mi compañera de toda la vida. Tuve siempre mucho cuidado, Haydée puede haber sospechado, pero también debía saber que no corría ningún peligro. Estoy volviendo de nuevo al hueco. Trato de evitarlo: echo el resto del trago en el fregador y empiezo a desvestirme, necesito una ducha larga para borrar la sensación de llevar el hedor de la basura del Bélgica pegado a la piel. En pantalones, sin camisa y descalzo, me detengo en la sala, junto a la botella. Cuando desperté mi cabeza era sacudida por un oleaje profundo, la masa encefálica toda intentaba escapar a las paredes que la contenían. Soberana jaqueca que sólo una larga ducha anunciada en la mañana logra reducir a proporciones 32


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Días plagados de reiteraciones: los mismos estados de ánimo, los mismos programas de televisión y hasta llamadas parecidas a otras registradas en la caja negra que reposa junto al teléfono. El único acto inusual ha sido un paseo nocturno por los bares de la Nueva Granada con Matías, conocedor de esos lares por haber crecido allí, y ahora metido a especialista en “autosuicidios”, por usar uno de los curiosos términos del ex presidente. Aunque permanece escéptico en torno a mi posible reportaje, se ha vuelto –o pretende pasar por– erudito en el tema: Nietzsche dijo, Mishima hizo, Pavese hizo y dijo; Ramos Sucre tal vez, pero en el caso de Arenas había que. Qué me importa a mí que Cristo y Sócrates hayan sido célebres suicidas si ninguno de ellos se ha puesto una pistola en la sien a medianoche o ha jugado a cruzar la raya amarilla en una hora pico. A dónde podía conducirme todo eso. A La Buhardilla, 33

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tolerables. Paso por la sala recogiendo la botella vacía y me asomo al balcón a contemplar el atardecer. Es terrible dormir durante el día, tienes la impresión de haber cambiado de país y meridiano, estás en otro lado del mundo y tu cuerpo no logra acostumbrarse al cambio. La avenida llena de carros y peatones volviendo de su trabajo, retornando al lugar de donde yo no salí. Estoy convirtiéndome en una especie de extranjero, un exiliado laboral, con el aumento del desempleo debe ser un fenómeno cada vez más común. Qué estará sucediendo en el país, enciendo la radio y busco una emisora que esté transmitiendo noticias. Apenas vuelvo al balcón la veo, apoyada en la ventana y mirando hacia la calle, ¿irá a saltar? No, sólo parece descansar después de un día de trabajo. Alguien dejó mal estacionado un carro bomba en el Centro Comercial Tamanaco (en pleno corazón de lo que fue el corazón de la clase media alguna vez, su utopía) y ha mandado un montón de carros carísimos a un limbo que no parecen cubrir los seguros. No hubo víctimas. Todo el gremio debe andar enloquecido mientras yo contemplo a Mariana alejarse de la ventana y desaparecer por una puerta que debe conducir a la cocina. El país se está yendo a la mierda y yo insisto en saber más acerca de esa mujer aparentemente anodina. Al menos ella parece conducir a alguna parte.


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tres noches más tarde, una tasca que no solía visitar por el solo hecho de estar en la misma urbanización donde vivo. Habré ido un par de veces con Haydée, a cenar más que a beber. No acostumbraba irme de barranco con mi esposa. Pero Mariana no tiene perro que le ladre ni prejuicios contra ese pequeño bar donde la he visto entrar sin acompañante. Estaba en la parada del metrobús cuando la vi pasar, ahora estoy empujando la puerta y temiendo que alguien adentro estuviera esperándola, de ser así tomaré una cerveza en la barra y continuaré la ronda en Sabana Grande. Está sola en la barra, tomando algo que puede ser ginebra o vodka. Me siento a su lado y después de pedir un roncito pregunto si le molesta que fume. Niega con la cabeza y mira hacia la puerta, tal vez mi presencia le desagrada, o alguien entrará pronto a reunirse con ella. No, estaría sentada en una mesa, el lugar es demasiado pequeño como para darse el lujo de hacer antesala en la barra, y aunque se trate de la primera deducción no puedo perder esta oportunidad. –Compartimos el mismo pedazo de atmósfera –me mira curiosa–. Vivimos aproximadamente a la misma altura y frente a frente. Me llamo David y vivo en el Anauco, en el sexto piso. –Y me miras mucho últimamente. Debí prever que acabaría por darse cuenta de mi vigilancia. –No te voy a decir mi nombre porque ya lo sabes, aunque no lo hayas puesto en esa curiosa carta que me mandaste –¡la carta!–. ¿Acostumbras enviar papeles en blanco a las mujeres que te interesan? –Sólo a las que saben leer entre líneas. Sonríe, a pesar de la barrabasada con el sobre el hielo se ha roto. Acepta un cigarrillo y la invitación a pasar a una mesa, donde hace gala de sus conocimientos sobre mí sin necesidad de interrogar a Celeste. Al menos desde hace dos años sabe que ando por ahí, nos hemos cruzado a menudo en la panadería, en el metrobús, en los abastos y hasta en Sabana Grande. –No sabía que podía generar tanto interés en otra persona. –Tienes algo, la marca de Caín. ¿Has leído Demian? –¡Dios mío! Hace siglos que no escuchaba a nadie hablar de ese libro, el pájaro rompe el cascarón, el cascarón es el mundo y todo lo demás. 34


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–Pero todavía lo recuerdas. Sí, en cambio a ti no, para mí has comenzado a existir hace poco tiempo, cuando estuviste a punto de ausentarte. Hablamos de las virtudes y defectos de Bello Monte, de las patotas de la urbanización, lo alto que están los alquileres, de su trabajo y del mío. –No leo ese periódico. ¿Qué estás haciendo ahorita? –Estoy escribiendo sobre las mujeres solitarias y hermosas de este lado del río. Mentira, estoy de vacaciones. –¿Y cómo está tu esposa? –Debe estar bien. Se ríe, comenta algo acerca de esa expresión, cada vez más común entre sus amigos –ya me incluye entre ellos, tal vez por la marca– y espera mi relato. Breve, realmente no tengo mucho que contar. Por asuntos de simetría espero a que ella me hable de sus cuitas, es su turno, pero se levanta y va al baño. Viste bien, como suelen vestir las secretarias de Caracas, y es una catira naturalizada, se nota que el color de su cabello debió ser castaño o negro alguna vez, aunque no le queda mal el rubio. Es diferente a otras mujeres que he conocido, no es fea, pero tampoco una mujer hermosa, sin embargo tiene algo que la hace atractiva, un gancho que no puedo definir, quizás a causa del ron trasegado. Al volver propone que continuemos bebiendo en su apartamento. –Tengo ron y vodka, y es mucho más tranquilo. En este lugar los más ruidosos somos nosotros, La Buhardilla está muerta, pero no me opongo. Pagamos y salimos a una noche que me rodea con la sensación de haberme lanzado por una pendiente donde todo va desatándose de un modo demasiado sencillo. En un arranque de lides me pregunto quién es el cazador realmente, quién sigue a quién. Mariana parece haber esperado este encuentro tanto como yo, aunque por razones distintas. Entramos al Bélgica, al ascensor, a su casa. Me deja solo en la sala, va a preparar los tragos. Nada que no hubiera podido imaginar desde el otro lado: muebles ocre, mullidos y convencionales, probablemente una herencia familiar, o una oferta. Una pequeña mesa con animalitos de cristal coloreado y un jarrón con flores secas; reproducciones


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de pintura moderna colgando de las paredes, y la ventana. Me asomo y ubico sin dificultad mi balcón, la luz de la sala encendida, olvidé apagarla al salir. Es extraño tener la otra visión, saber que ella también puede verme. ¿Lo habrá hecho esta noche? –¿Puedes ver desde aquí tu apartamento? –me entrega el vaso, se lo señalo. Pregunta también dónde hemos vivido antes. Primero en casa de los padres de Haydée, luego en Chacao, cuando sus padres vendieron y se mudaron a Barquisimeto; de allí pasamos a La Urbina y finalmente recalamos en esta zona, pero antes vivimos en otro apartamento, en la Cervantes. Compramos éste hace dos años, aprovechando cierta bonanza y un préstamo de los padres de Haydée. –Creíamos haber pasado lo peor cuando todo se vino abajo. Apoya una mano en mi hombro y me invita al sofá. –¿La extrañas? –No, no en este momento. ¿Está sucediéndome? Lo cierto es que la iniciativa no la estoy llevando yo, empiezo a creer haberme equivocado de apartamento, de mujer. ¿No habrá otra catira viviendo al lado? Mariana se ve demasiado equilibrada, incapaz de jugar con un arma a medianoche, aunque tal vez sí con un hombre, con éste al que ahora besa de improviso, pero despacio, como si tuvieran todo el tiempo del mundo, o acaso el tiempo cese esta noche. Se separa, pienso que va a pedir que me vaya, no que espere un momento, como efectivamente hace. Va a su habitación y por un momento creo que se va a descubrir, saldrá ahora con el arma y se desatará toda la locura contenida (ese no-sé-qué que traté de definir en la tasca). No, regresa para tomarme del brazo y llevarme hacia una larga noche de caricias que no alcanzan a precipitarse en el coito. Interrupto. A pesar de estar muy excitado cada vez que la penetro me derrumbo. Recurro a los saberes de la lengua, en todos sus sentidos. Más tarde, cuando hemos dejado el vértigo –el suyo– atrás, ella responde a mis excusas con palabras de consuelo. –Estás pasando por una crisis, aunque no quieras reconocerlo. Eres muy tierno, sabes, y aunque no me creas, me gustó, me gusta estar contigo. 36


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Me ha dado en la madre, y yo debo haber tocado alguna faceta de la suya, pues casi me arropa con su cuerpo, su piel firme a pesar de haber pasado hace rato los treinta, y del descuido en que a menudo caen las mujeres de estos lares después de cierta edad. Me gusta, es la primera relación decente que tengo desde la catástrofe conyugal, sin embargo, cuando se levanta para ducharse –está amaneciendo– un torvo profesional resurge en mí, me empuja hacia su mesita de noche. Abro la primera gaveta esperando encontrar el revólver, pero surge una fotografía en un portarretrato, un hombre de unos cuarenta años. No entró a esconder el arma, como también supuse, sino algo tal vez más letal para ella. Cuando sale del baño ya me he vestido, me ofrezco a hacer café mientras ella termina de arreglarse. Monto la greca sobre la hornilla y trato de planear este nuevo día sin trabajo y sin mi historia de los simuladores de suicidios. Esta mujer vital e interesante no puede ser la misma de aquella noche, y ya estoy empezando a dudar incluso de lo que vi cuando, al abrir una gaveta buscando las cucharitas, encuentro el revólver. Una treinta y ocho. Mariana está en el umbral de la cocina, disfrazada de secretaria ejecutiva. –Vivo sola, necesito algo con qué defenderme –toma el arma y la vuelve a colocar en la gaveta. –¿La has usado alguna vez? –En un polígono de tiro, cuando estaban enseñándome a usarla. No podré verte hoy, ¿crees que podamos mañana? ¿Por qué no? Nos despedimos con un leve beso a la salida del Bélgica, como el de los maridos y esposas por las mañanas. El apartamento parece más vacío que nunca, a pesar de las llamadas acumuladas en la contestadora y de las decisiones que continúo postergando. Abro la nevera sólo para constatar que debo hacer mercado, y para apoyar la frente en la puertica del freezer, preguntándome cómo haré para llegar hasta mañana. Despierto creyendo que es la alarma del carro la que está sonando, después recuerdo que nunca llegué a ponerle alarma, y al siguiente repique, que ya ni siquiera tengo carro. Es el teléfono y acaba de entrar la grabación, es Mariana comentando 38


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lo curioso que es escuchar la voz de mi mujer tomando los mensajes. Levanto la bocina. Tendrá un día bastante complicado y no puede volver a Bello Monte hasta tarde, quedamos en encontrarnos en un pequeño bar de El Rosal que no conozco, me explica cómo llegar, a las nueve. Son las diez de la mañana y es inevitable el enfrentamiento con la contestadora, ayer pasé todo el día afuera, callejeando sin propósito y dándole vueltas a una palabra que siempre me ha parecido melodramática: desolación. Entre varios mensajes conminatorios de Haydée, y uno de su abogado, está el de Matías invitándome a almorzar hoy. Evado el tema de los suicidas, hablamos de la explosión en el CCCT, la posible responsabilidad de López Sisco en el nuevo atentado y especulamos en torno a cuál de los ex presidentes –Lusinchi o Carlos Andrés, porque ahora hay otro ex, Lepage– estará tras de todo esto. Lo llamó Haydée, quería que hablara conmigo, que me hiciera entrar en razón, como si estuviera loco. –No puedes seguir sacándole el cuerpo, es malo para los dos. Tienes que hablar con ella. –Sólo si me mandan a entrevistar putas y desgraciadas, y eso si me permiten publicar en la revista dominical. –¿Qué pasa contigo? Hace unos días decías que querías saber, te arrechaba no tener idea de por qué te dejó. Es la oportunidad de acabar con todo ese rollo que te tiene tan mal, viejo, ¿o ya no quieres saber? Le doy un pase para llegar antes a ese lugar donde pronto estará todo el país, si seguimos así, y nada hace pensar que las cosas vayan a cambiar para mejor. Qué le pasa a ese idiota, es el único amigo que tengo, de verdad, y termina cuadrándose con el enemigo. No está muy equivocado, es posible que una parte de mí no quiera saber y mucho menos escuchar de labios de Haydée las razones por las que ha puesto Guaire y media Caracas de por medio entre nosotros. Matar el tiempo. Primero en la librería del Ateneo, después viendo discos en Sabana Grande. Mi deseo de consumir cualquier cosa –que no sea alcohol o sexo– parece estar muerto. Termino buscando la sombra de los toldos del O Gran Sol, allí


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encuentro a un grupo de ex-panas que por la hora deben estar sacándole el cuerpo al trabajo. Me siento con ellos y trato de trasegar la cerveza despacio, no quiero estar borracho a la hora de la cita con Mariana. Casi todos estudiamos juntos y en algún momento hemos trabajado para el mismo diario. Ahora no, algunos están en El Nacional, otros en El Diario, en El Globo o en Economía Hoy, y los más afortunados en oficinas de promoción y medios de bancos y petroleras. Todos compitiendo y traicionándose cada vez que pueden, tratando de dar un tubazo o al menos un latazo a la mujer del colega, y siempre intentando aparentar ante los otros que nos va mejor que a ellos. Qué nos pasó, por encima digo, porque fue una especie de arrollamiento, ¿alguien tomó el número de la placa de ese país que se dio a la fuga con el pedazo bueno de futuro que nos tocaba? Qué hicimos tan mal para terminar convertidos en esto, que aparentemente en esta mesa sólo yo veo. En vez de levantarme y huir pido otra cerveza y me río de un chiste del gordo Rada que ya había escuchado, Caldera y el morrocoy. Después de todo, mi estado de ánimo no es el mejor para juzgar a mis compañeros, las pruebas de todo lo que les achaco recaen especialmente sobre mí, soy el único sobre el que podría testificar con certeza: compito con mis amigos, he traicionado a más de uno y les he clavado su tubazo cada vez que he podido, sin hablar de la novia del gordo Rada. Pobre gordo, espero que Haydée no le haya dado pie para nada, ni a él ni a ningún otro del gremio. A la cuarta o quinta cerveza empecé a meterme con Ezequiel, el maratonista chino. Él, Matías y yo estuvimos cubriendo la fuga masiva del Retén de Catia durante la intentona del 27 de noviembre. Fueron las verdaderas víctimas de todo ese circo aéreo que montaron los militares, una verdadera masacre, y ningún culpable, como siempre. A la una de la tarde nos cansamos de contar muertos y fuimos a buscar un lugar donde comer, el golpe había fracasado y todo parecía haber concluido. Lo único que conseguimos abierto fue un restaurante chino frente a Parque Carabobo, a media cuadra de la sede de la Petejota. El local estaba abarrotado de funcionarios con sus armas y las chaquetas de cuero que parecen formar parte de su 40


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uniforme. Apenas habíamos ordenado cuando se escuchó una explosión que limpió el local de golpe: en segundos todos los policías habían desaparecido y Ezequiel temblaba del susto. Matías y yo tratamos de calmarlo, lo convencimos de que la Petejota no podía ser un blanco militar y ya nos traían la comida cuando sonó la segunda explosión. Las cervezas volaron de la mesa gracias a un manotazo de Ezequiel, que desapareció al instante. Quince minutos después nos llamó por el celular de Matías, estaba en el lado opuesto de la ciudad, en su casa, y nos decía que podíamos estar tranquilos, que las dos últimas explosiones no habían sido tales, fueron dos cazas rompiendo la velocidad del sonido a baja altura, antes de darse a la fuga. Desde entonces comenzamos a llamarlo Chuang Tzu, el maratonista chino, y el apodo se regó rápidamente entre todos los conocidos. Después de casi un año la broma no parece hacer el mismo efecto, los demás apenas ríen, pero algo me empuja a continuar hablando, a narrar mis aventuras secretas en Miraflores, y estoy a punto de hablar sobre Mariana, a la altura de la séptima –¿o será octava? – cerveza, cuando comprendo que estoy completamente fuera de lugar, que a nadie le importa lo que cuento, ni siquiera a mí. Que han dejado de interesarme los sucesos, la política, el periodismo, y este grupo de amigos. Podré volver al trabajo, si me dejan, pero ya no será lo mismo. El despecho está propagándose como un cáncer, haciendo metástasis fuera de sus esferas habituales, del amor y la vida conyugal ha saltado al resto. Necesito hablar con Haydée, pero iré en busca de Mariana. Me levanto entre protestas hipócritas y casi tumbo la silla, ya estoy un poco borracho y todavía falta una hora para la cita en el Cedric. Me pregunto si podré ubicar el sitio en este estado. Decido atravesar el bulevar a pie para así despejarme y tratar de recuperar el ánimo perdido junto con la sobriedad. Cuando estaba en la universidad hacía este recorrido a menudo, a veces acompañado, pero con mayor frecuencia solo, cargado de planes y promesas para el futuro que en algún momento tomaron por otra calle, una de tantas que pasé de largo. Matías, quien fuera mi pana antes de cuadrarse con el enemigo durante el almuerzo, me habló una vez del segundo principio de la termodinámica, Onetti y los géneros.


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Según él y un personaje de El pozo, las mujeres, a partir de los veinticinco años sentían la oscura necesidad de tener un hijo, esa necesidad las centraba y daba sentido al resto de sus vidas; el hombre, en cambio, alrededor de esa misma edad se veía afectado por el segundo principio de la termodinámica que, en líneas generales, si mal no recuerdo (y realmente mal lo recuerdo), decía que a partir de cierto punto todo tiende a la dispersión: energía, planes, ilusiones, ideales; la coherencia toda parece irse al carajo, dejándonos a merced de la inercia y de lo que quiera hacer de nosotros eso que malamente llamamos vida. Me detengo en una esquina y enfrento a un poste con la pregunta de si acaso se trata de un proceso irreversible. Tiene que haber una manera de reencontrar el hilo, de romper con tanto cinismo y aceptación de toda esa basura y lugar común en que se nos va convirtiendo la existencia. Tengo que comer algo o si no me voy a desmayar después del primer trago con Mariana. Una cuadra más adelante están un vendedor de perros y una hamburguesa especial esperándome. Carne, aguacate, un huevo frito, una lonja de jamón y una rebanada de queso amarillo, papas fritas, cebolla, tomate, mucha salsa y mayonesa: con todos estos ingredientes recupero parte de la sobriedad, aunque también es seguro que pierdo varios meses de vida. Atravieso Chacaíto y un bosque de enamorados instalados en los bancos frente a BECO, me interno en El Rosal, diagonalmente hablando, para ver si así topo con la calle descrita por Mariana. Después de veinte minutos de vagabundeo y de recordar que por aquí también pusieron otra bomba, encuentro el Cedric. Apenas lo veo recuerdo que ya estuve aquí, hace tres años por lo menos. Un pequeño bar entonces muy popular entre los del medio, hasta que fue vendido a unos portugueses que empezaron a atender con desgano y recargando las cuentas. Busco una mesa y durante un tiempo interminable espero al mesonero, que entretanto conversa con una muchacha en la barra. Antes me hubiera indignado y habría armado un escándalo, hoy no, me siento magnánimo. Después de mucho tiempo, incluso desde antes de la fuga de Haydée, me siento animado, con ganas de remontar la cuesta, empezar de nuevo. 42


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Ahora sí puedo enfrentarla, y hasta volver al trabajo si es realmente lo que quiero, Vargas es perceptivo, notará el cambio. La poca luz que se dispersa por el local permite ver a una pareja sentada en un rincón y en pleno preludio amoroso, y a un grupo de hombres en una mesa al otro lado del bar, al lado del pasillo que conduce a los baños. Tres personas más, sentadas en la barra, constituyen toda la clientela del Cedric, un lugar en el que apenas podías moverte hace tres años, como sucede ahora con El maní es así. Mariana no aparece, una Cuba Libre es depositada en mi mesa más bien tarde por las manos temblorosas de un mesonero alicaído; la voy trasegando despacio, esta vez sí, con ganas de dejarla plantada si no aparece al final de este trago. Pido otro, fumo y veo cómo los buenos propósitos se van diluyendo junto con el humo, tropiezo con voces que declaran que la madurez es precisamente esto, la aceptación del sinsentido como único sentido de la vida, el rechazo de cualquier ideal o proyecto que intente convencernos de que todo puede ser mejor de lo que es; el nihilismo como necesidad, una manera de protegerse. Necesito un interlocutor, pronto, es posible que con Mariana pueda hablar de estas cosas, apuntalarme. Estoy seguro de que entendería, si llegara. Las cervezas de la tarde finalmente han hecho efecto, me levanto y voy en busca del baño, al pasar junto a la mesa de los hombres descubro al chico pálido, el muchacho de la raya amarilla. Frente al urinario me pregunto si realmente se trata de una casualidad, o si acaso está allí como mensajero de Mariana y de una historia que casi había decretado absurda ayer en la mañana. Al salir me cruzo con los dos acompañantes del flaco, supongo que se dirigen al baño, pero se detienen junto a la puerta, fumando y esperando a que salga del pasillo. Son demasiado banderas, si se trata de perico o monte debieron entrar, ¿y si no es ninguna de las dos cosas? Doy la vuelta junto a mi mesa y regreso al pasillo, abro la puerta de Caballeros y no hay ninguno, tampoco están en el de Damas. El pasillo es oscuro, pero también pequeño, no pueden haber desaparecido así como así. Al fondo, junto a una columna de cajas de cervezas descubro una pequeña puerta que antes no había notado, la


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manilla cede con facilidad y salgo a un callejón poco iluminado y lleno de bolsas de basura. Dos figuras trastabillan a cierta distancia, las sigo. La calle es ciega, concluye en un montículo de grama que los dos sujetos remontan para luego desaparecer. Subo también y me oculto tras el tronco de un jabillo en el que, por supuesto, no puedo apoyarme demasiado. Han pasado por un boquete abierto en la cerca de alambre que separa a la urbanización de la autopista y han descendido a su orilla. Los hombres han llegado al hombrillo, se dan la mano y parecen estar discutiendo, a su lado pasan los carros a gran velocidad. Uno, el más joven, comienza a adentrarse en la cinta negra de la autopista, entre dos círculos de luz que no lo alcanzan, como tampoco tres carros que pasan sin verlo. Se detiene en la isla brevemente y regresa despacio, casi bailando entre un Fiat y un camión cava. El otro repite el acto con los mismos resultados, se abrazan y vuelven a subir la cuesta, pasan la cerca y se pierden entre las sombras del callejón. ¿Por qué me altera tanto todo esto? Cuando me separo del jabillo tengo la palma de la mano izquierda magullada por la presión que he estado ejerciendo sobre el tronco espinoso. Algo me empuja a pasar por el boquete y descender, ver los faros que cruzan a toda velocidad cada vez más cerca, adentrarme en el canal lento y llegar hasta la línea que lo separa del otro. Lo siguiente fue correr como loco, sin parar hasta la puerta del Cedric, donde por poco atropello al mesonero. –Pensé que usted también iba a echar el carro. Casi. Entro al local, todavía con la imagen del carro importado que estuvo a punto de exportarme y trato de creer que ha sido un asunto de exceso de tragos, delirium tremens y no suicidium volens, como diría el profesor de latín de cuarto año de bachillerato si me hubiera visto en la autopista intentando ejecutar una danza macabra. La mesa está vacía, hasta el flaco se fue; Mariana ha ocupado la mía y ahora hay más gente en el local, hasta una banda, tres músicos intentando, sin éxito, hacer sonar una pieza de jazz como si fuera una pieza de jazz, y algo en la expresión de Mariana, al aproximarse para entregar el besito de rigor, deja entrever que sabe que yo sé. Pido otro 44


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ron con Coca Cola y comienzo a hablar de la primera noche, su baile y el del flaco, lo que he deducido y ahora confirmo, después del susto en la autopista. Tienen una relación extraña con la muerte y la danza, debo preguntarle sobre eso también. El ruido, estamos demasiado cerca de la banda, me obliga a alzar la voz y no puedo estar seguro de que esté escuchando todo lo que digo, aunque de vez en cuando asienta en medio de una sonrisa que va desplegando lentamente. Acabo con mi bebida de un solo golpe y espero su respuesta. –Deberías dejar el periodismo y dedicarte a escribir, ficciones, claro. De existir un grupo así trataría de pertenecer a él. Esperaba una confesión, no una negativa. Odio que me tomen por estúpido y por un momento me gustaría borrar su sonrisa con un par de cachetadas. Aparte de suicida y embustera debe ser telépata, pues toma una de mis manos y la lleva a su mejilla, luego la besa. Qué pretende. Que salgamos de este local deprimente y vayamos a su apartamento, o al mío. Buscamos una calle más iluminada por donde pasen taxis, nos detenemos bajo un poste, sin hablar. Lleva un vestido rojo, pegado al cuerpo y bastante escotado (¿va a trabajar así?), pero hoy no me parece tan atractiva como hace dos noches. La deseo, pero después de dos meses sin estar con nadie podría estar con cualquier mujer. Al apearnos en la Miguel Ángel ya estoy decidido a pasar la noche solo, la acompañaré hasta la puerta del Bélgica y luego iré a meditar en lo que ha de ser mi nueva vida. Entramos a mi edificio, en el ascensor rompemos el silencio. –Escucha, sé que son una especie de club, se reúnen y juegan a matarse, y de vez en cuando enganchan a alguien más. Al principio creí que te había visto por accidente, pero ahora algo me dice que no es así, que de esa manera enganchan a la gente. A lo mejor tu juego no estaba dirigido a mí en especial, o acaso otro miembro del club te observaba y ése es el modo como se excitan. Igual con el flaco, en el tren. –Cesáreo. –Tampoco estaba solo. No entiendo por qué lo hacen ni qué sentido tiene el juego, pero no me vas a convencer de que es una invención mía. Toma uno de mis cigarrillos y se queda contemplando el


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retrato de lo que fue mi matrimonio. De pronto me parece una locura estar con ella aquí, no es la primera vez que traigo una mujer al apartamento, pero esta noche siento que estoy violando un espacio íntimo, que sólo nos pertenece a Haydée y a mí. Por otro lado, el abogado podría aparecer en cualquier momento con un fotógrafo para atraparme en adulterio infraganti, o Celeste haberme visto, y testificar en mi contra. La cosa va más allá: la presencia de Mariana es una señal de que su mundo ya no está del otro lado, con una bolsa de aire y la oscuridad de por medio, la visión del balcón se ha invertido. –Si todo eso fuera cierto, ¿qué importancia tendría? No estamos violando ninguna ley, no le hemos hecho daño a nadie. –El suicidio es un delito. –Pero nadie se ha matado, todavía. –Es malsano. Están jugando conmigo: te dejaste ver aquella noche, permiten que los siga, ¿por qué? –Oye, nadie está ocultándose –hunde el cigarrillo en el cenicero y éste desborda, tengo días sin vaciarlo–. Tal vez has visto de pronto algo que siempre ha pasado frente a tus ojos sin que te dieras cuenta. Suicidas, todos lo somos de alguna manera. Mira a tu alrededor –por un momento creo que se refiere al apartamento, sucio, desordenado–, estás rodeado de personas sin planes, sin futuro; gente que lo perdió todo antes de ganar algo. Son suicidas potenciales aunque no lo sepan, o no tengan el valor de asumirlo. –¿Tú eres una de esas personas? –¿Y tú? –sabía que tarde o temprano llegaríamos a mí–. Mírate, yo también te he observado. Has estado bebiendo casi todas las noches desde que tu mujer se fue, y mira cómo fumas. Yo bailo con un revólver, tú te disparas despacio, no sueltas el gatillo. –¿Por qué viniste? –Qué importancia puede tener –se levanta y toma su cartera–. Al parecer no ha sido buena idea venir aquí. Cuando ya no hay nada que buscar, quizás, no estoy diciendo que para todos sea así, lo único que puede ayudarte a seguir viviendo es saber que en cualquier momento puedes terminar con todo, parar. ¿Me abrirás abajo?


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Fin de semana. El sueño que se ha ido forjando durante cinco días hábiles se hace realidad, y resulta para todos una pesadilla de caña, trasnocho y rutina familiar; claro que eso no es todo, también está la arena, reproductores a todo volumen, playas sobrepobladas y una interminable cola de regreso el domingo, con todos los atrapados soñando con el próximo fin de semana. Debe haber también un espacio para la alegría y eso que los periódicos cursis y la televisión toda califican de “sano disfrute y esparcimiento”, pero estoy excluido de él. Pertenezco a ese gremio no tan secreto que el lunes vibrará con el recuento de las docenas de víctimas del week end, con los nuevos rumores sobre los militares o sobre alguna acción desesperada de los adecos, acorralados como nunca, pero igual de feroces. Soy de aquellos que sólo abren las páginas económicas para confirmar que el bolívar vale cada día menos y que todo está cada vez más caro (fascinado por términos como estanflación, que luego utilizaré en mi discurso pesimista sobre la situación económica), y de los que contemplan meneando la cabeza la edad decreciente de los asesinos y atracadores de la ciudad; sin dejar de mencionar el escepticismo crónico ante los juicios por corrupción a políticos y militares. Exagero, un poco, puede ser nada más el malestar de alguien que encuentra el sábado exactamente igual al resto de los días pasados, o peor, porque al parecer me he quedado sin nada: esposa, trabajo y ahora sin Mariana; queda la historia, sin confirmar. No será la primera vez que publique un reportaje sin confirmación. Si me quedo encerrado en el apartamento acabaré gritando o viendo televisión hasta volverme catatónico. Depongo la dignidad herida y marco el número de Matías. De paso aprovecho para borrar los mensajes de la contestadora sin escucharlos. No contesta, otro iluso playero, Leticia debe haberlo convencido de ir a Boca de Uchire. Abandono el apartamento a las tres de la tarde, decidido a ver una película o alguna exposición. Podré hacer ambas cosas en la GAN. En la Cinemateca están pasando una película china, entraré con la certeza de que voy a aburrirme hasta el Yang, pero saldré más culto. Tengo tiempo de dar vueltas por las salas de 48


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la galería antes de comenzar la función. Miranda en su catre y mucha pintura titosalesca –aunque también de Tovar y Tovar y Michelena– que hace pensar que el siglo XIX en Venezuela fue bastante aburrido. Una imagen falsa, con tantas guerras civiles, con sus consiguientes violaciones y saqueos, debió ser bastante animado y entretenido, y seguro a nadie se le ocurría esperar el fin de semana para salir a divertirse. Me detengo ante un cuadro que seguro he visto en otras ocasiones, un cuarto sombrío con un enfermo recibiendo la visita de una mantuana caritativa (el Comité de Damas posiblemente es una de las instituciones más viejas del país, el siguiente barco, después de las carabelas de Cristóbal, seguro traía un Comité de Damas). Ese enfermo soy yo. La primera semana, después de la fuga sin previo aviso, cuando supe que Haydée no volvería, caí en una crisis de desvaríos que me llevaron a pensar en matarme, nada más por joderla. Fue sólo por un momento, pero me asustó. Sin embargo, continué con la idea, imaginando situaciones menos drásticas que tuvieran el mismo efecto y la hicieran recapacitar: un accidente, un atraco, cualquier cosa que me enviara al hospital, grave, donde al abrir los ojos la encontraría, ojerosa –estuvo velando todos los días que permanecí en coma– y arrepentida por haberme abandonado. Si hubiera podido conseguir una herida honrosa –sin quedar mutilado, por supuesto– tras la explosión de un sobre bomba, en esos días juro que lo habría intentado. Pero a Miraflores lo único que enviaban eran presidentes nuevos, aparentemente inofensivos, y ya no quedaban militares con ganas de intentar un golpecito. No había asociado esa ronda inicial por la muerte y la sangre con el posterior encuentro de Mariana y su banda. Seguro hay una relación. Hay una mujer a mi lado, una muchacha, por un momento tengo la impresión de que manifiesta más interés en mí que en el cuadro. Le sonrío y ella responde, pero enseguida parece arrepentirse y se aleja. Ya es hora de hacerse el chino. Busco una butaca que me permita salir sin molestar en caso de que la película sea una ladilla. Han mejorado mucho la sala, creo que no entraba en ella desde mis tiempos universitarios, entonces era una rata de cinemateca, éramos. Haydée y yo pasamos una


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infinidad de tardes metidos aquí, besándonos y acariciándonos al son de Vivaldi o algún barroco por el estilo, hasta que aparecía el aviso de no fumar y nos adentrábamos en Saura, Buñuel, Tarkovsky o uno de esos mudos extraordinarios. La muchacha también ha entrado en la sala, todavía hay muchos puestos libres y ella parece indecisa acerca del sitio donde se sentará, pasa a mi lado, se devuelve, pide permiso y se sienta en la silla vecina. Esto está tornándose interesante. Tendrá alrededor de veinticinco años y no está nada mal, tampoco la película, una muchacha universitaria que a principios de siglo decide convertirse en concubina de un hombre rico, y termina loca; Zhan Yimou y un brazo que me rozó en varias ocasiones, sin hablar de su pie izquierdo, que también es una película, pero de Irlanda. Al terminar permanecemos sentados, observando una sucesión de ideogramas en la pantalla. Entre palitos me decido. –Conozco un restaurán chino cerca de aquí, se llama Tercer mundo. Sería el lugar perfecto para comentar esta película. Hubiera podido decirle cualquier cosa, igual hubiera aceptado salir conmigo. ¿Será entonces cierto lo del gancho de los divorciados? No, simplemente estaba tan sola como yo. Después de un par de horas, una comida regular y un par de cervezas, no teníamos nada que decirnos. No es que fuera aburrida, profesora de bachillerato, simpática, pero no había contacto. Debimos habernos despedido a la salida del restaurán, pero insistimos en continuar con el velorio en la tasca más cercana, Pan y trago, donde el escándalo ayudó a que habláramos de cosas sin importancia cada vez más cerca, rozando las piernas, más tarde las manos y los labios. Irene pudo haber sido estupenda hace dos meses, cuando estaba felizmente casado. Dos soledades no harán compañía, pero cómo se pegan. Pasamos de la tasca al hotel y a una nueva pieza inconclusa de cuya culpa trató de apropiarse Irene. Estuve a punto de permitírselo, pero ante su llanto no me quedó más remedio que confesar que ya me había pasado antes, que entre mis amigas comenzaba a ser conocido como David el Impotente, también como el Schubert del coito. Le impresionó que supiera de Schubert, pero también le hizo gracia. Al menos mi tránsito por las páginas de cultura no fue en vano. 50


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Ahora, después de este tortuoso sábado, ya en plena madrugada de domingo e instalado frente al televisor y a una película que pretende ser erótica, especulo en torno a una posible maldición de la gitana Haydée, y al sentimiento de estar pasando a otro estado de ánimo, de estar saliendo finalmente del agujero negro. Y en este cambio tienen mucho que ver Tito Salas –¿o era Tovar y Michelena?–, Mariana y la profesora Irene. Al principio creo que es un sueño. No, está allí, justo al frente, esperando a que despierte. No pudo encontrarme en una situación más desventajosa: tirado en el sofá y vestido; debió apagar el televisor al entrar, en ese momento algún rincón de lo que resta de mi cerebro registró el cambio y me despertó. Aprovecho que se levanta y va a la cocina para abrir los ojos, la luz conserva todavía algo de la espesura de la noche, no deben ser las siete de la mañana. –Estoy haciendo café. El apartamento está hecho un asco. –¿Qué haces aquí tan temprano? –No contestas mis llamadas, no acudes a las citas. Todavía conservo las llaves. Pensé que a esta hora te encontraría –ladea un poco la cabeza, uno de sus gestos más comunes–. Escucha, todavía hay pájaros en Bello Monte. –Son cristofues, te corresponde la mitad de la bandada, si continúas con esto. Una sonrisa leve, vuelve a la cocina para apagar la hornilla donde murmura la greca. Me levanto y voy al baño, una mirada al espejo me convence de la necesidad de una afeitada, eso mejorará un poco mi pésima situación frente a su frescura y limpieza, que parecen darle toda la razón. Me desvisto y tomo una ducha larga, observando detenidamente la ventanita del baño, como si pudiera escapar por allí. Por primera vez en un par de meses me envuelvo en una bata de baño y meto la ropa en la cesta, pequeños gestos de orden como homenaje a su visita. La encuentro apoyada en la baranda del balcón con un pocillo de café, busco mi taza y me asomo al nuevo día, exactamente igual al viejo. –Creí que te irías de la ciudad, Matías me dijo que estás de vacaciones. –Estoy trabajando en algo, no quiero salir de Caracas. Tú, ¿cómo estás?


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–Ahora bien, mejor –se quita un mechón de los ojos–. La primera semana lloré mucho y me sentí bastante deprimida, pero creo que ya superé la crisis, aunque he tenido que buscar ayuda. –¿Psicólogo? –Sí, ¿te acuerdas de Marcia? Terminamos el café en silencio, coloco la taza en la baranda y echo una mirada a las ventanas del apartamento de la catira. Hoy domingo ha dejado de ser Mariana, vuelve a ser una desconocida, como la que ahora está a mi lado. Viví ocho años con Haydée y, sin embargo, esta mañana no sé nada acerca de ella. Tal vez el amor sea una forma de ver, un sentimiento que nos permite acceder al conocimiento del otro y, cuando cesa, nos retorna a nuestra ceguera. Pero también podría ser a la inversa: nos ciega para facilitar la procreación y la tolerancia al paisaje gris de la vida conyugal (que sin embargo extraño tanto), para que podamos acostarnos todas las noches con el otro, sin que deseemos enseguida salir corriendo, o asesinarlo. Si pudiera expresar con palabras todo esto, ahora, ¿volvería conmigo? –¿Qué pasó contigo? –Tú lo sabes, ¿para qué insistir? –No sé nada. Todo marchaba bien, o al menos así parecía. Claro que teníamos problemas, como cualquier pareja. Fue enloquecedor, llamé a tu trabajo y me dijeron que estabas de permiso, llamé a todos tus amigos, a tus viejos. Fueron ellos los que me hablaron de tu decisión, pero tampoco sabían por qué. Quería saber, no dejaste nada, ni siquiera una carta. ¿Dejaste de quererme? ¿Te enamoraste de otro? –¿En serio no sabes? Es decir, que no te diste cuenta de nada. David, lo nuestro estaba muerto desde hacía casi un año: apenas venías a dormir, cuando venías; entre el trabajo y las parrandas prácticamente no dejaste tiempo para mí. Ya casi no hacíamos el amor y cuando lo hacíamos. Pude haber tenido un amante y no te hubieras dado cuenta. Estuve a punto. –Sabías cómo era mi vida cuando te casaste conmigo. –No he dicho que me hayas engañado, no de esa manera. Me engañé yo misma, pensé que cambiarías con el tiempo, 52


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y así fue, pero para empeorar. Creo que dejaste de quererme hace tiempo. Creo que ni siquiera te quieres a ti mismo. –Puede ser que tengas razón, si me quisiera al menos un poco ya te hubiera dado tu coñazo. –Sería la primera prueba de atención que me brindarías en un par de años. Con un movimiento del codo lanzo mi taza al vacío, nos asomamos justo a tiempo para verla estrellarse en uno de los peldaños de la entrada. Nos apartamos del borde al mismo tiempo, pero nadie debe habernos visto, a menos que Mariana sea una espía madrugadora. Haydée acomoda el sofá que me sirvió de cama antes de sentarse, yo caigo en un sillón. Le pregunto qué desea realmente, como si no lo supiera. –Que iniciemos el papeleo, los trámites del divorcio, sin que haya muchos problemas. Quiero el apartamento, lo pagamos casi a medias y yo pasé más tiempo aquí que tú. Sin hablar del préstamo de los viejos. –Podemos venderlo y dividir el dinero –sugiero sin mucha convicción, odio todo esto. –Con lo difícil que está conseguir vivienda, olvídalo. Doy el gran salto hasta el sofá y trato de pasar a la contraofensiva, aunque sin mucho brío. –¿Y si esperamos un tiempo para poder ver todo esto con mayor claridad? –empieza a negar con la cabeza–. No te cierres, pajarita, al menos haz el intento por un momento, escúchame. Sé que no lo he hecho bien en los últimos tiempos, pero puedo cambiar. Todos estos días sin tu presencia me han hecho reflexionar. Puedo cambiar de verdad. –Claro que puedes, pero no quieres. Ya es tarde, David, yo también he tenido tiempo para pensar, yo sí he cambiado. No quiero más esta vida, no te quiero cerca de mí. Se levanta y va por más café a la cocina. Cómo se puede hablar de estas cosas un domingo a las siete de la mañana. Al regresar se detiene ante los discos, toma uno de Caetano, me lo muestra y lo deja cerca de la cartera (se inicia el saqueo, y eso que el cadáver todavía está caliente), ahora es ella la que ocupa el sillón. –Te he extrañado.


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–No, no a mí, has extrañado tu vida anterior, la costumbre de tenerme aquí, preparándote de comer, lavando tu ropa, esperándote. Siempre puedes conseguir otra güevona que haga todo eso mejor que yo incluso, pero lo que es ésta. No imagino cuál puede ser mi expresión en este momento, pero hace que la suya cambie, se suavice. Deja el pocillo sobre la mesa y se arrodilla en el piso, a mi lado, en posición de suplicante. Tengo la impresión de que está usurpando un acto que me correspondía. –Es hora de acabar con todo esto. Tengamos al menos un final digno. –No quiero un final digno, quiero el apartamento. Espero que tu abogado sea bueno. Después de todo, sí me quiero un poco. La ayudo a levantarse, probablemente es la última vez que la toco y que tengo su rostro tan cerca del mío. –¿Alguna vez nos amamos? Se separa bruscamente, toma el bolso y sale sin tirar la puerta, como era de esperar. Dejó el disco de Caetano. Me quito la bata y caigo desnudo sobre la cama, con eso que los cursis llaman el nudo en la garganta. La puerta vuelve a abrirse y escucho sus pasos detenerse junto al sofá, recogió el disco, ahora suenan cada vez más cerca, viene hacia el cuarto, por un momento creo que ha recapacitado. Se detiene al pie de la cama sólo el tiempo suficiente para lanzarme el anillo y decir imbécil. Cómo se llama el tipo que hablaba del fin de la historia. Fukuyama, Francis Fukuyama. Si el nipón tenía algo de alma debió sentirse igual que yo el día que descubrió que todo había terminado. Durante dos meses he estado esperando su regreso, deseándolo. No volverá, y aunque volviera se trataría de otra mujer, no de la Haydée que conocí y amé (a pesar de su pregunta de esta mañana). Las ventanas del apartamento de Mariana están iluminadas, esta noche tiene las cortinas corridas, no habrá show. Para qué, si la función terminó esta mañana. Lo mejor será quedarse tranquilo, esperar a que este dolor, este vacío, pasen. Uno siempre se recupera. La vida sigue, pero hacia dónde. 54


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En el Diez está empezando Matlock, una de mis series preferidas, lo que no evita que apague el televisor, me vista, tome las llaves y salga. Me enfrento a la Miguel Ángel un poco ebrio y triste, si la vida sigue lo hace por la autopista o por cualquier otra calle donde yo no estoy. Por lo visto debo dar el primer paso, y también el segundo, cruzar la avenida de modo distraído y tocar el intercomunicador. Digo mi nombre y empujo la puerta. Abre, está en chor y franela, con un libro en la mano. –Pensé que no volvería a saber de ti. Te ves fatal. Me hace pasar. No sé qué hago aquí. También es cierto que no tengo otro lugar adonde ir. Por ironías de la FM está sonando una canción de Tito Rodríguez donde declara que a él le pasa lo mismo que a mí, nadie lo espera, lo mismo que a mí. –¿Te gusta Tito? A mí también. Prefiero esta clase de música, romántica, nunca fui muy amiga del rock, excepto de Queen. ¿Te gusta Queen? –Me gustas tú. –Te gusta mentir. De mí te atrae otra cosa, algo que me rodea, como un aura, pero no yo misma. –Hoy todo el mundo parece saber qué es lo que realmente quiero o me gusta. Me gusta bailar. Es otra mentira que me levanta y hace que le extienda la mano. Sorprendida, me sigue con el resto de Tito y luego con un bolero interpretado por Cheo Feliciano. Al principio sólo deja que la bese, roce sus labios y los entreabra con los míos, más tarde responde con una intensidad creciente, casi con furia. Estoy bailando al filo de la medianoche con una mujer a la que apenas conozco, de la que no sé prácticamente nada. Cómo fue su infancia, dónde vivió, ¿sus padres viven todavía? Si estudió en la universidad. Nada, y sin embargo la beso y es el ser humano más próximo esta noche, el único con el que puedo contar en este punto muerto al que he llegado. –Quiero creer que es verdad que estás aquí porque te gusto, porque tú sí me gustas mucho. ¿Me deseas, David? Como respuesta mis manos se introducen por debajo de la franela y acarician su espalda, estableciendo círculos cada vez más amplios, hasta alcanzar sus hombros y apretarla, pegando aún más su cuerpo al mío. Nos separamos un poco y aprovecho


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para sacarle la franela, besar sus senos, dejar que ella libere los botones y se deshaga de mi camisa. La hago girar en dirección al cuarto, pero ella se suelta con un movimiento de danza. –Espera, falta el aura, eso que tanto te atrae. Va a la cocina y regresa con un cuchillo, ahora sí podemos pasar al cuarto. Lo que me faltaba, terminar asesinado el mismo día que Haydée me manda definitivamente al carajo. Igual la sigo y me detengo frente a ella, junto a la cama, toma el mango del cuchillo con su mano derecha, la otra la pone en mi pecho, la hoja apunta hacia ella. –Tómalo tú también –obedezco, y deposito la izquierda en su seno–. Se trata de un juego muy sencillo, yo voy a halar hacia mí y tú vas a hacer fuerza en sentido contrario, si quieres que me salve. –Esto debes haberlo visto en alguna película. –No importa su origen. Tienes mi vida en tus manos, qué más puedes esperar de una mujer. –¿Cómo se llama el juego? –Se llama “qué es lo que desea en verdad David”. Me besa y sorprende con el primer tirón, por poco se desgarra. Está loca, profundamente deseable y loca. En medio del suave forcejeo nos besamos y aproximamos todo lo que permite el cuchillo, inicialmente apuntando a su vientre, pero luego ascendiendo, bordeando los pezones. No es broma, hace fuerza contra sí misma. No sé cuánto tiempo pasamos en esto, ni cómo caemos en la cama sin que corra la sangre. Las manos libres se enredan y hacen saltar el resto de la ropa, sin obstáculos nos volvemos serpientes, una sola piel en busca de la pequeña muerte. En la madrugada un frío recorre mi columna y me despierta, viene de afuera, arqueo la espalda, meto la mano y saco el cuchillo, lo coloco en el piso, junto al retrato del cuarentón que derribamos en plena lid, junto con la lámpara de noche. Mariana no está en la cama, hay luz en la sala, colándose por la rendija de la puerta, que cerró al salir. Me levanto y escucho la música, la tiene con un volumen muy bajo. Salgo y la veo sentada en el piso, pegada a las cornetas, con los ojos cerrados. Parece música clásica. Me siento a su lado justo cuando 56


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la pieza termina. Retrocede la cinta y anuncia que va a repetir la última pieza. –Nunca me han gustado las películas de guerra, una tarde no tenía nada que hacer y, presionada por una amiga de la oficina, me metí a ver Pelotón, ¿la viste? Bueno, otra película sobre Vietnam. Pero había algo especial en ella, conmovedor. Al salir me di cuenta de que era la música. Durante mucho tiempo no supe de quién era, hasta que una noche la escuché en casa de Valdemar, hace poco. Imagínate, habían pasado varios años y todavía la recordaba. Es el Adagio para cuerdas de Samuel Barber, aunque la grabación que tiene Valdemar es la de una coral universitaria de Québec –aprieta stop, aprieta play–. Escucha. Es una música muy suave, melancólica, casi un canto fúnebre, de esa clase de piezas que ponen cuando todo ha terminado y en la que Mariana parece hundirse. Me gusta, y ella no deja de sorprenderme. Acaricio su pelo teñido mientras la melodía se repite una y otra vez, adquiriendo cada vez mayor intensidad. Me produce ternura esta mujer, algo tan parecido al amor, y siento también que, de pronto, esta madrugada que se inició como una conclusión, el cierre de todo lo que tenía algún valor en mi vida, podría dar un viraje y convertirse en acto inaugural. Bastaría decir la palabra precisa, abandonarme para saber de ella, quién es realmente esta mujer. –¿Es el himno del club? Me mira como si no supiera de qué estoy hablando, la pieza concluye y ella comprende. –No hay tal club, David, todo fue producto del azar, al menos al principio. Esa noche me provocó hacer un strip-tease para mí. Empecé a desnudarme y entonces te vi, supe que estabas espiándome, justamente tú, que en todo este tiempo no te habías fijado en mí. Seguí con el baile, pero sabía que una vez concluido no volverías a prestarme atención, así que agregué una extravagancia, el revólver y el apagón súbito. La explosión fue una cortesía del aseo urbano. Cuando nos cruzamos en el ascensor al día siguiente supe que te había flechado. Le conté todo al loco de Cesáreo el día que nos encontraste en la calle, cuando Cesáreo se dio cuenta de que lo seguías decidió 58


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hacerte una broma en el metro para confundirte más. Creo que también fue una pequeña venganza, está enamorado y sabía que me gustabas. Pero le salió al revés la jugada, lo que hizo fue aproximarte más. Cuando Valdemar y Héctor se enteraron quisieron continuar con la broma, me pidieron que te citara en el Cedric y que les diera tiempo para inventar algo. Lo de la autopista fue idea de Valdemar, fue bastante peligroso, pero es que todos ellos le meten al loco. Hablaron con Miguel, el mesonero, para utilizar la salida de emergencia, y el resto ya lo sabes. Ellos pueden seguir con este juego varias semanas más, hasta que se aburran o, sabiendo que eres periodista, hasta lograr que publiques algo, para después matarse de la risa. Son así. –¿Pretendes hacerme creer que todo ha sido una broma? –David, no estás escuchándome. Podría dejar que siguieras creyendo en el club y en toda la paja que has ido montándote en la cabeza, ya antes lo he hecho, digo, participar en las bromas de Valdemar y el flaco hasta el final. Pero me gustas, me gustas como no me ha gustado un hombre en años, y no quiero que hagas el ridículo. –El juego de la autopista no pudo ser una broma, ¿o me vas a decir que los conductores también estaban de acuerdo? Sé lo que estás tratando de hacer, quieres hacerme creer que todo ha sido una suma de azar y vacilón, que no existe el club, justo ahora –miento–, cuando empiezo a tener evidencias casi concretas. Estoy realmente enojado, qué se creerá esta güevona. Me abraza, al separarse veo las lágrimas, va a insistir. –No tienes nada, amor. No hay tal club. Lo único cierto de todo esto es lo que has despertado en mí. Te quiero, David. La aparto, casi admiro el esfuerzo que ha desplegado para volver a perderme, a confundirme, pero al mismo tiempo me provoca golpearla, y es lo que hago. –Yo no, Mariana. Me gustas mucho, pero no te quiero. Se levanta apoyándose en mis hombros y se aleja de espaldas, por poco tropieza con la mesita. Tiene una mirada extraña. –¿Quieres que me vaya? Permanece un momento en silencio, mirando al vacío. –No, no, todavía hay tiempo.


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Entran poco antes de las siete, supongo que vienen directo de sus respectivos empleos al Cedric. Pensé que me llevaría más tiempo toparme con ellos (no quise usar a Mariana como intermediaria), pero sólo he tenido que venir un par de veces para encontrarlos. Tomo el vaso y me aproximo a su mesa, la misma que ocuparon la noche de la autopista, me presento y anuncio que lo sé todo, menos quién es quién. No parecen sorprendidos, me invitan a ocupar la silla vacía y a que les cuente acerca de ese “todo”. Más tarde, Valdemar me dirá que al principio creyeron que estaba ebrio, lo que era completamente cierto, pero a medida que fueron escuchando mi versión se fueron interesando y ahora les alegra haberme conocido. Al concluir me invitan otro trago y hablan de mi exceso de imaginación, no aceptan nada de lo que he dicho, pero tampoco lo niegan, y dejan que los interrogue. Valdemar, el mayor –de unos cuarenta años–, es oficinista, tiene uno de esos cargos vagos en el Ministerio de Educación; se separó de su esposa hace seis meses y vive con su madre en San Martín. Héctor trabaja en una marquetería que pertenece a su padre, vive solo en una habitación alquilada. Cesáreo también vive en una pensión, en Chacao, su familia reside en el interior y es asistente en una agencia de publicidad (“aunque no soy creativo”). De todos el más interesante es Valdemar, tal vez por ser el mayor y el más culto. –Dos pasiones he tenido en esta vida: el cine y los libros. En gran medida creo que fueron los verdaderos causantes de mi divorcio, a Carmen no le gustaba leer y nuestro gusto cinematográfico difería enormemente. Claro que no fueron las únicas razones. ¿Usted es casado? No, soy periodista, o pretendo volver a serlo esta noche, aunque sin mucho éxito. Insisto en el tema de los suicidios, Héctor y Cesáreo sacan a relucir los mismos casos que alguna vez enumeró Matías: Cristo, Sócrates, Ramos Sucre, Pavese y un viaje de escritores japoneses que debe haberles dado a conocer Valdemar. Por supuesto, Nietzsche dijo, Pavese escribió y vino Van Gogh y se dio un tiro que no le arrancó precisamente la oreja. Valdemar habla de Cioran y afirma 60


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que todos somos suicidas de nacimiento, sabemos que vamos a morir desde muy temprano y no hacemos nada realmente serio por evitarlo, al contrario, apresuramos la llegada de la muerte adquiriendo vicios o, simplemente, saliendo a la calle cada día. Niegan el club y sin embargo van desplegando su filosofía de la muerte voluntaria sobre la mesa de un bar que esta noche no cuenta con la presencia del triste trío de jazz. Tal vez sean homicidas, según Pavese, pero la timidez brilla por su ausencia. Parecen regodearse en mi impaciencia por saber, dejan entrever elementos, pistas que borran con la siguiente frase, aunque siempre evitando la negación de plano. Valdemar es el artífice principal del juego y sin duda el líder del grupo. Cesáreo, el más tímido, repite una frase de Mariana casi con las mismas palabras: puede ser una buena razón para vivir el hecho de saber que en cualquier momento puedes matarte. Sin darme cuenta termino hablando de mí. Creo que pretendo demostrar que, metido en los peores problemas y con un futuro bastante incierto, se puede seguir viviendo: mi esposa me ha abandonado, mi trabajo está en pico de zamuro (he perdido el empuje inicial que estuvo a punto de llevarme a ser el periodista estrella que soñé en la universidad) y ahora Haydée quiere quitarme el apartamento. Y sin embargo. Los tres me observan sonrientes, con caras de haber cerrado un negocio, o una trampa. Bienvenido al club. Valdemar pide otra ronda de tragos mientras yo me pregunto qué les parece tan gracioso, porque yo no he caído, aún no. He vuelto a ver a Mariana. Hace unos días intenté escapar de la ciudad, salir de todo esto, sé que ya no escribiré el artículo, aunque la historia me siga apasionando. Pedí a Matías las llaves del carro y las del apartamento en Boca de Uchire, aceptó sin ninguna clase de objeciones, estábamos en plena reconciliación etílica y me notó un poco raro. Me devolví en El Guapo, nada tengo que buscar en oriente, no puedo escapar al vacío. Volví al apartamento y a la convicción de que será de Haydée tarde o temprano (ya me llegó una comunicación de su abogado). Terminaré viviendo con mi madre o, al menos provisionalmente, en una habitación alquilada. Los rostros del Cedric vuelven a sonreír. Está Mariana, no la amo, pero me


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gusta y podría darme hospedaje por un tiempo. Sería irónico ver la nueva vida de Haydée desde la ventana de Mariana, con sólo la avenida y el odio que ahora alimento de por medio. Me sirvo un ron y abro el libro de Cioran que me prestó Valdemar, cuestión de matar el tiempo mientras llega Mariana del trabajo. No sé qué le ven a este rumano de interesante, por suerte el ocio concluirá dentro de unos días, cuando me reincorpore al periódico, sin historia reivindicadora. Aunque fuera cierto, sería cruel quitarles, hacer público el único aspecto de sus vidas que les brinda un raro placer, además del impulso de continuar. Tienen años en esto, curiosamente, Cesáreo, el que menos habla, es el que ha revelado más. No siempre han sido los mismos, Valdemar es el más viejo del grupo y conoció otros que ya no están (se fueron de Caracas, se cansaron del juego, Cesáreo no fue muy explícito). Los simulacros no son planeados, aseguró, dándole en parte la razón a Mariana, simplemente se dan en forma espontánea, o cuando se quiere atraer a alguien. Jugar con la muerte no sólo fascina al que actúa, también al espectador; por eso el gusto de los hombres por los aventureros, los acróbatas, las guerras y los asesinatos (acotación de Valdemar). La muerte nos rodea. La noche siguiente al barranco del Cedric me llamó Mariana, fue un reencuentro sin comentarios, casi sin palabras, hicimos el amor toda la noche, libre de percances. Desde entonces nos vemos todos los días, bebemos y hacemos el amor como desesperados, pero a la vez tranquilos. Al principio no quería hablar sobre el tema, o insistía en negarlo, como aquella noche; pero ha cedido y dejado escapar cosas. El acto con el revólver fue especialmente para mí, y resultó. Hasta qué punto participó el azar aquella noche es algo que nunca sabré. Mariana a veces –cabeza abajo, con la espalda brillando, sudorosa– insinúa que todo, absolutamente todo, había sido premeditado. Miente, por supuesto, no es posible que hubiera calculado mi despecho hasta el punto de saber que los meandros del alcohol me llevarían a apoyarme en la baranda y a mirar en dirección al Bélgica. Sospecho de un acto repetido, debe haber hecho los mismos gestos durante varias noches hasta estar segura de haberme capturado; es hasta posible que ese ritual no estuviera dirigido a mí en especial, pero fui el que cayó. 62


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Salgo al balcón justo en el momento que encienden las luces en la avenida y comienzan a iluminarse los apartamentos, también el de Mariana, que acaba de entrar. Por un momento trato de imaginar lo que pasaría si al asomarse a la ventana viera cómo me desplomo con todo y balcón y acabo aplastado en la avenida, enterrado a medias en los escombros, como una taza. Cómo lo tomaría Haydée. No la llamo porque sé que ella será quien haga repicar el teléfono. Prende la luz del cuarto, donde ya no se encuentra la foto del amante anterior. Yo también me deshice de las fotos de Haydée y no he recogido el resto de sus cosas porque es probable que necesite las cajas para las mías. Desaparece de ambas ventanas, estará en el baño o en la cocina, ahora en la sala, iniciando una danza que conozco, otra forma de llamarme, quitándose la blusa, luego, presumo, la falda, ahora el sostén. Sus manos resbalan hacia abajo y regresan a la cabeza empuñando un objeto. Se derrumba y desaparece de mi vista. Esta vez no hubo ruido –tal vez lo opacó el tránsito, bastante intenso y sonoro a esta hora– ni apagón simultáneo. No aparece de nuevo, debe estar acostada en el piso. Desea jugar, incitarme. Si de algo puedo estar seguro es de que al menos en los próximos meses no me aburriré, hasta que me canse de su juego, o su cuerpo. Me sirvo un nuevo trago y voy al teléfono, marco su número. Repica. Repica. Repica.


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Ella está próxima y viene con pie callado Ricardo Azuaje

Schwob Ediciones libros publicados Eduardo Cobos. Tres postales tres. Bolaño, Lemebel, Piglia (Entrevistas) Ilustraciones de Elsa Frottier Manríquez Jack Kerouac. Donde empieza el camino y otros textos Traducción, diario y fotografías de Milton Ordóñez Epílogo Camilo Pardow Moacyr Scliar. El peluquero de la Medusa y otros cuentos Selección, traducción y prólogo de Eduardo Cobos Ilustraciones de Elsa Frottier Manríquez Diego Armijo, Nina Avellaneda, Rafael Cuevas Bravo, Silvana González Vásquez, Sergio Guerra, Daniela Malhue Urra, Fernanda Meza, Mauricio Tapia Rojo. En Verano [Muestra del novísimo relato de la región de Valparaíso] Selección e introducción de Carlos Henrickson Ricardo Azuaje. Ella está próxima y viene con pie callado Prólogo de Eduardo Cobos Fotografías de Anwar Hasmy Schwob, Gourmont, Fabre. Vidas imaginarias [selección] Selección, traducción y prólogo de Eduardo Cobos

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Ella está próxima y viene con pie callado de Ricardo Azuaje, FUE EDITADO Y PRODUCIDO EN EL TALLER DE SCHWOB EDICIONES UBICADO EN PEÑALOLÉN, EN OTOÑO DE 2022. SE UTILIZARON TIPOGRAFÍAS OPTIMA Y BASKERVILLE. EN LOS INTERIORES PAPEL BOND AHUESADO 80 GR, Y PARA LA PORTADA CARTÓN OPALINA 280 GR.

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Los recursos narrativos de Ella está próxima y viene con pie callado (publicada en Islas Canarias por primera vez en 2003 junto a otros relatos), se hilvanan en una casi absoluta linealidad temporal –desde donde se nos acerca progresivamente a los hallazgos en torno al Club de los Suicidas–, lo cual permite que esta nouvelle adquiera un tono trepidante muy en sintonía con la novela negra, utilizando, a su vez, la pulsión obsesiva del personaje-narrador: ser desolado por una realidad aplastante no asumida, que lo conduce con perplejidad hacia el vacío existencial. Y es, por otra parte, la punzante estampa sobre el poder y sus simulacros en un periodo de especial desencanto y tensiones sociales de la Caracas de inicios de los noventa del siglo pasado. Ricardo Azuaje –sin duda uno de los más talentosos y destacables escritores venezolanos de las últimas décadas– en esta portentosa e impecable pieza literaria, nos proporciona la verdadera experiencia deleitosa del acto de leer, al igual que lo hicieron, a su manera, maestrxs del relato breve tales como Schwob, Chéjov o Lispector, quienes elaboraron sus sugerentes universos ficcionales con irrevocable vocación de estilo.

Colección

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