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Diego Armijo Nina Avellaneda Rafael Cuevas Bravo Silvana González Vásquez Sergio Guerra Daniela Malhue Urra Fernanda Meza Mauricio Tapia Rojo Selección e introducción de Carlos Henrickson 1
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Carlos Henrickson (Santiago, 1974). Escritor, traductor y ensayista. Ha publicado, entre otros libros, An Old Blues Songbook (poemas; Santiago, Ed. del Temple, 2006), Esplendor (cuentos;Valparaíso, Narrativa Punto Aparte, 2011), 44 canciones realistas (poemas; Santiago, Pez Espiral, 2015), Lumbre y portazos. Ejercicios de estilo (plaquette de poemas; Valparaíso, Inubicalistas, 2018), Siete pagos (cuentos; Valparaíso, Narrativa Punto Aparte, 2019), La Conquista. Sección I del Libro de La Fundación (poemas; Lyon, Grand Trou, 2020); y como traductor, narrativa, poesía y ensayo de Lev Tolstoy, Marina Tzvetáyeva, Vladimir Mayakovsky, entre otros autores.
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©Schwob Ediciones + La Antorcha Magacín Colección: Vidas Imaginarias Selección e introducción: Carlos Henrickson Diseño Gráfico: Camilo Pardow Edición y Producción: Eduardo Cobos schwobediciones@gmail.com laantorchamagacin@gmail.com @antorchamagacin @schwobediciones WEB: laantorchamagacin.com Verano de 2022 Valparaíso, Chile
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EN VERANO [Muestra del novísimo relato de la región de Valparaíso]
Diego Armijo Nina Avellaneda Rafael Cuevas Bravo Silvana González Vásquez Sergio Guerra Daniela Malhue Urra Fernanda Meza Mauricio Tapia Rojo
Selección e introducción de Carlos Henrickson
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Schwob Ediciones Colección vidas imaginarias El arte es lo opuesto a las ideas generales, no describe más que lo individual, no desea más que lo único. No clasifica; desclasifica. Marcel Schwob
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Índice
Introducción Carlos Henrickson 9
Deporte Diego Armijo 13
Un paseo circular Nina Avellaneda 19
Casas de luz para criaturas pequeñas Rafael Cuevas Bravo 23
El Mudo Silvana González Vásquez 29
Bangutot Sergio Guerra 33
Bandera roja Daniela Malhue Urra 39
Nunca tuve un cuarto propio Fernanda Meza 45
Dos hermanas
Mauricio Tapia Rojo 51 autoras/autores
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Introducción Carlos Henrickson
De vez en cuando, surgen avalanchas de pesimismo con respecto a las producciones literarias de nuevas generaciones, y es ley de la historia: los tiempos cambian, y el registro estético tiene que mutar inevitablemente bajo el peso de nuevas tecnologías y nuevos fenómenos sociales. En un país en que jugar al conservadurismo tiene todavía gracia, la nostalgia por el tiempo pasado eternamente mejor y la queja por la osadía de los recién llegados no dejan de tener su lugar en las mesas de café gigantes que son nuestras redes sociales. Lo cierto es que ha pasado más de algo bajo las narices de nuestro rudimentario remedo de industria cultural, y no solo en la capital. Bajo todo el peso de la globalización vía redes sociales y cadenas de entretención multinacionales, se vive una intensa contracorriente subterránea de redescubrimiento del territorio. No es un fenómeno nuevo: pero su intensidad ha crecido en el curso de las dos últimas décadas en medida directa a la precarización social y ambiental producida por el neoliberalismo a ultranza. Lo que describo no se aplica solamente a la más visible preocupación ecológica, ni al registro que desea visibilizar la vida cotidiana de los barrios periféricos, sino que incluye la revalorización del patrimonio cultural local. Así, el leer de nuevo Mundo herido de Armando Méndez Carrasco, ya no es un simple acto de nostalgia, como tampoco un ejercicio literario gratuito el recorrer de nuevo la obra poética de mujeres como Patricia Tejeda, Irma Astorga o Ximena Rivera. Modos de representar el mundo y de modular la pulsión emocional supuestamente “caducos” o motejados en su momento de “extravagancias”, que no forman parte de la manera canónica y aceptada por la mini-industria editorial dominante en el país, se vuelven a encontrar en la producción literaria joven de las provincias, lado a lado con la representación de las olas de una post-modernidad tecnológica con la que ya se convive sin dificultades ni culpas. La consistente búsqueda de modos propios por parte de las mujeres escritoras es otro signo de este nuevo momento, en que más allá de poses o 9
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de temas tradicionalmente asignados, sí marcan una diferencia en la profundidad y la osadía del despliegue narrativo. Más que una sensibilidad nueva, los múltiples registros de las nuevas generaciones de escritores muestran búsquedas en pleno riesgo, que parecen corresponder bien a los movimientos que en el plano social y político están también viendo más allá del horizonte de los hábitos que por pura inercia ya hicieron insolvente al modelo neoliberal. Esta selección de autores de la región de Valparaíso muestra precisamente la extrema amplitud de estas búsquedas, y lo inútil de intentar englobarlas más allá del marco general que he esbozado antes. Cabe señalar que no es casualidad que una porción importante de nuestres autores provenga de los talleres de Balmaceda Arte Joven (Valparaíso), dado su rol central en los últimos años en incentivar nuevas perspectivas de lectura, desplazando el foco hacia narrativas conscientes en un sentido territorial y social, y no asimilables por la (casi-)industria editorial actual debido a sus desafíos formales y temáticos. El fenómeno de las pequeñas editoriales independientes, ya establecido contra viento y marea, e iniciativas de periodismo cultural de un amplio alcance nacional e internacional a través de redes sociales, también han sido determinantes. Cabe mencionar, además, nombres como Gladys González, cuyo trabajo editorial y en organización de ferias del libro de un carácter inclusivo y desafiante ha sido fundamental, y a docentes universitarios –Alejandra González Celis es un ejemplo– que han tenido una legítima preocupación por incentivar nuevos horizontes de lectura y crear audiencias. La carga ominosa del pasado aparece notoriamente en dos de estos relatos. Destaca especialmente en “Bandera roja”, de Daniela Malhue Urra, que rememora con un lenguaje directo y contenido, mas no exento de una musicalidad bien lograda, la aparición de la muerte en el contexto del paseo familiar a la playa en verano. El carácter siniestro –traduciendo unheimlich pobremente– de la narración de Malhue Urra, es reconocible también en el registro casi alegórico de “Casas de luz para criaturas pequeñas”, de Rafael Cuevas Bravo, en que un modo de 10
Introducción
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percepción establecido en construcción visual –bien se diría cubista– retrata el peso de lo antiguo sobre lo nuevo, situado en la limpieza de una vieja casona. El ejercicio de rememorar aparece en dos textos marcados por la dificultad, la imposibilidad de contemplar el pasado de manera serena. Un caso es “Deporte”, de Diego Armijo, en que el ahogo natural de una actividad física –el ciclismo– se apodera del tempo mismo de la narración, y que solo desde ahí puede llevar a la mirada del lector al personaje principal, definido por la emoción de la proeza física. Esta perspectiva externa de la rememoración, resuena de manera más interesante ante la intimidad extrema de “Nunca tuve un cuarto propio”, de Fernanda Meza en que la percepción misma parece estar bajo el desafío de la permanente transformación en el seno de la memoria, dictando una deriva en la elección de imágenes de una calidad efectivamente poética. Lo fantástico también se presenta en estos relatos, en dos claves absolutamente distintas. La anticipación científica, con elementos de horror lovecraftiano, de “Bangutot”, de Sergio Guerra, construye un mundo en que lo humano parece subsumido bajo una pesadilla tecnológica que solo puede acabar con la guerra y la muerte. Más cercano y sutil es lo fantástico en “Dos hermanas”, de Mauricio Tapia Rojo, en que a lo penoso de la cuarentena sanitaria bajo la pandemia se suma lo inexplicable; a su modo, también el fin de lo humano está acá representado casi como una alegoría, y su contraste con la convincente descripción cotidiana es un valor importante en este relato. La observación íntima y solitaria de Nina Avellaneda en “Un paseo circular”, entrega un relato personalísimo, en que la referencia literaria toma un papel de iluminación sobre el mundo interior; una resuelta extrañeza logra introducir al lector a través de un ritmo narrativo cuidado y una perspectiva honestamente subjetiva. Silvana González Vásquez, por otro lado, exterioriza la mirada, haciéndonos ver en “El mudo” un fragmento de la realidad cotidiana con una parca objetividad, en que la escritura sutil logra un compromiso emocional con el lector sin tener que adjetivar o producir efectos; se hace ver una capacidad superior de observación objetiva.
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Queda agradecer especialmente a Arantxa Martínez, Macarena García Moggia y Cristóbal Gaete (uno de los más importantes promotores de la nueva generación narrativa, dicho sea de paso) su ayuda invaluable para realizar la selección de autores.
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Deporte Diego Armijo
Subir un cerro, pies con brazas, pulmones arrollados que, con la intención de fumar del usuario, miran en desaliento, así, abarcadora búsqueda de oxígeno, se obtiene una gratificación, se ve el paisaje, el terreno de poblaciones abajo, todo al alcance de la mano dios, y se suspira, y alguien habla, es Pablo, costó, dice, pero se llegó, ¿vieron que no era tan peluo?, además que se ve terrible de bonito todo desde acá arriba, lejos, dijo, en aquella primera incursión hacia las nubes de Reñaca Alto, aquel fue el pie inicial, en pedaleo, vendría, más después, un entendimiento, una necesidad de recorrer, ese mismo sendero, ese mismo sendero, ese mismo sendero, marcado por históricos, decían, perdidos caminantes, para justificar el cansancio, la acción deportiva, la rueda, la cadena, así es como se les hizo apéndice la herramienta vehicular, el aparato bicicleta, estirando la tensión sanguínea, las primeras veces, yo le dije, dice un amigo, yo le dije, vamos lento, no me acostumbro, vamos parando para ver la linda vista desde aquí, posar sobre esa piedra, junto a aquel árbol, ese roble, ese ciprés, cualquier cumbre vegetal de ocasión, un eucaliptus, aunque sea, estos que se queman mucho y secan la tierra, le dije, pero nunca oía, eran ramitas pisadas nuestra habla, que dale, dale, no paremos, caballo ya pasado de la línea, le seguíamos, nosotros atrasito, al paso, a la vuelta de la rueda, ni respirando, buenos para bufar, pero todo lindo, natural, pájaros nos cubrían, movimientos entre el pasto avisaban vida, pero el ojo no alcanzaba a disfrutar, era misión, acostumbrarse, ser camino, ser máquina de huesos en ubicación, deportistas del sendero, ya más acostumbrados, él, Pablo, el erigido líder, divertidísimo era tratado con rango, aunque esquivaba, cuerpo y ruedas, todo mandamiento señorial, ya más juntos, él no tan arriba, alineándonos cada vez, reconociendo cicatrices, que fueron gracias a esa piedra, ese tronco musgoso, aquella cerca desalambrada, la que conozco, la que sé, la que tengo en mi mapa intestinal, para saber, falta tanto, no es tan terrible, aún nos queda agua, mientras Pablo se veía vigoroso, pareciendo 13
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que nada lo haría retroceder, eso daba aire, hidrataba, saber, que la próxima curva nos ubicaba en el tramo de subida, ya el pasto es más seco, hay menos basura, pues aquí no llegan con autos a carretear, con carpas, seguir, subir, ingresar, respiración que traspira, agitado metal nos mueve, alcanzar la ubicación más arriba, junto a un árbol, espino, solitario, dando sombra e incomodidad por sus descargas carnosas, vegetales, al tirarnos en la superficie juntos, mirar por sobre nubes, es así que aparece Reñaca Alto, calles, pasajes, blocks, casas, plazas, quebradas y edificios de multiplicados pisos, tan como ladrillos huachos, nosotros, Pablo, silencio, agua de botellas emblandecidas, corroen nuestro cansancio, son los últimos momentos de dicha, dijo, un amigo, ahora piensa, exagera, pero tiene razón, piensa en las medidas de seguridad, para el que en bicicleta recorre esos caminos pedregosos en ascenso, sí, piensa, en lo que otros compañeros comentan, en lo que su mami repite y ahora, que pasó lo que pasó, hasta le prohíbe pedalear, piensa, que usar elementos de proyección personal, sí, casco, guantes, rodilleras, coderas, antiparras, como mantener una mantención, a la bicicleta, o al menos revisar, aceitar, limpiar, antes de su uso, mirarse las manos, evaluarse, si es un riesgo, la ruta, evitar, sincerar la técnica que uno maneja, la excesiva confianza que lanza por el despeñadero la vida, el estado físico acorde a la meta, tener presente el terreno, mirarse las manos, las zapatillas, llevar botiquín, para el corte que con parchecuritas se tapa, para la lesión grave que debe esperar el descenso, contenerla, ser ayudado por un celular cargado, comunicar, entre otros abajo y los pares que siguen con uno, buscar cobertura, mirar las antenas entre las casas de los paraderos de Reñaca Alto, reír pensando cuando se rallaban los muros de esas casas, ANGURRIENTOS, NOS ENFERMAN A TODOS!, se escribía, pero de algo sirve, ahora, arriba, en peligro, o en el borde de aquello, sí, pero por sobre todo, la bicicleta, aquel es el medio, no sobre exigir, piensa, se revuelve en pensar, saber que, todo eso, todo, no es tan difícil como subir una cumbre, cuidarse, es lo más fácil del mundo, pero todo inicia como un juego, pues las contadas veces en que se participa, por tiempo, cansancio, en el subir, los pulmones como que se desinflan, sudan de la 14
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flojera anterior, de estarse echado y viendo tele, de tener la bicicleta en el estacionamiento toda sucia, ahora, en el ascenso por superficies vecinas, los otros paraderos, el calzado resbala, pues no es apto, la ropa no sirve para el roce, o se moja como si se cruzara el agua del estero con ella, entonces, se hace difícil sentir lo natural, que le dicen, las plantas y animales, eso sin intervención, lo que es falaz, pues si ellos, a duras penas, llegan al espino principal, muchos antes, en mejores condiciones, lo han hecho, así que, ya se ha intervenido el ambiente, aunque aún hay formas de dejar una marca, SE INFORMA: AL CAER DE GRAN ALTURA UN CICLISTA SE DESNUCÓ, es Pablo, sus amigos ahí, pensar, cómo habrá sido la piel de ellos, así de tan pálida, siendo ellos morenos, su piel en ese momento, como de gallina descogotada, pensar en lo humano y animal, ellos, amigos, compañeros de rueda, los que ahí presenciaron o advirtieron el desnuque de Pablo, silencio, como cuando estuvieron entre las nubes, pero ahora en un camino de tierra como cualquier otro, repercutiendo una imagen, no el cuerpo, no sangre, ni siquiera el camino, es solo una rueda delantera doblada por la caída, la que se acompaña de palabras a la medida de la ocasión, “Lamentamos el deceso de un joven ciclista tras un accidente en Reñaca Alto y cerca del límite con Quilpué”, porque hay que remarcar, que fue en Reñaca Alto, igual, el terreno de la muerte, un poco cerca de Quilpué, por cerros que confunden comunas, para rematar, ya los pies fuera de la tierra de nuestras calles, con la advertencia, necesaria, pero que trae escozor, DEBEMOS RECALCAR EL USO DE LOS ELEMENTOS DE PROTECCIÓN, ESTOS PUEDEN EVITAR LESIONES GRAVES E INCLUSO SALVARNOS LA VIDA, se reitera, escuchen, pues el golpe, ese, fue un muy bien dado, no en bondad, sino que en eficacia, lástima, la superficie saliente, esa roca cuchillera, maquillada de malezas, donde se cortó el hilo muscular, donde, si en alguno de los amigos de Pablo persiste la fe, ya el suspiro se vuelve niebla y se eleva, se salva, aunque para otros, más lejos del hecho, de los protagonistas, todo el ajetreo terrible, aquello que se va sabiendo, la ambulancia, todo el tiempo que demora, pues no hay caminos para ellas, todo para que cuando llegue, solo cumpla funciones de
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carroza, eso, se va conversando, desde que se ve la información, el trágico accidente se hace noticia, remueve a los cuerpos del bostezo de fin de semana, pasan por la cabeza, caras, risas, manos, de amistades que han de ser parecidas a la víctima, quien muriera sobre el barro de los caminos, alguien rapea, aunque no se escucha rima ni contorno, respirando como último las hierbas del cerro, alguien traza un poema, que no continúa en más versos, a la luz del día y lo rodearon mariposas, termina siendo esta historia la cálida, pequeña, temida, cuento de advertencia, mito callejero, entre pasajes y paraderos de Reñaca Alto, pues muchas, varias, todos quieren opinar, muchas, varias voces hablan, quieren comentar y ser parte, o solo dar un suspiro a todo, decir, “El cuerpo humano es tan frágil”, “Los niños son tan arriesgados, qué pena”, “El casco lo hubiera salvado”, “Ya los consejos están demás, mis condolencias”, “Morir haciendo lo que apasiona no es tan malo”, “Abrazo respetuoso a la familia del joven y a sus amigos”, “Hace un tiempo atrás una niña de Villa Alemana murió muy cerca de allí, ella iba sola”, “En ese lugar hay que pasar con precaución, es lindo, pero es como una zanja muy brusca, si no conoces te confías”, y así, ante palabras ajenas, un amigo habla, dice, cuídense, tomen las medidas de seguridad, resguardos, todo, disminuir probabilidad de lesión, hay riesgos siempre hay riesgos, cuídense, ante lo cual lo segunda el otro amigo, expresándose en vuelo, como si aún estuviera sobre su ciclista, sobre el cerro, junto a su amigo, dice que, lo que me da rabia es que ahora todos sabían qué hacer, y ni lo conocían, porque es fácil hablar de que se murió alguien que ni conocían, hasta nos echan la culpa a nosotros y na que ver, yo no quiero buscar culpables, pero ya fue, cuídense cabros, no hay que confiarse, le puede tocar a cualquiera un mal camino, siendo tantos, se piensa, si aparece uno con el solo hecho de recorrerlo, caminante, no hay camino, se hace camino al andar, se tararea, y es que todo inicia superficial, la comunicación es por el órgano celular que, en fraseos englobados, siempre instantáneo, desespera, esa mirada similar al microondas que en dos minutos hace humear arroz sin compañía, se habla, se dice lugar, último tramo de pasaje pavimentado con casas o 16
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tomas de terreno, de allí al cerro, lo natural aderezado con botellas de copete, se discute hora, ¿por qué?, si es cosa llegar y ubicarse si uno va más adelante y el resto a la cola, determina Pablo, el resto sabe, lo conocen, llega tarde, siempre, aunque pida puntualidad, viviendo más cerca que ninguno, pues se confía, pero llega, era, había compromiso, un paseo con destino, no para lucirse, riesgo artístico, crear piruetas sin público ni mano fija en cámara expandiendo la obra del cuerpo dos ruedas, Pablo era de esos po, un gil, dice un amigo, un tonto, se le llora, un buen amigo, pero un gil, golpea la voz, porfiado como él solo, llevado a su idea, su rueda, aunque lo siguiéramos, siendo caravana, él tenía presencia de único.
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Un paseo circular Nina Avellaneda
* De niña tenía un sueño recurrente, recurrente en relación a sus sueños y recurrente en relación a los sueños de la humanidad (dudo al escribir “humanidad”. A veces sorprendo no solo a mi perro o gato, sino también gallinas y lagartijas dando un salto en el sitio donde duermen, y pienso: está cayendo, se ha caído en su sueño). Jung piensa que existen estructuras de la mente inconsciente comunes a los miembros de una especie. No habla de la especie humana, dice: “miembros de una especie”, pero ¿podemos suponer que la caída, el descenso, carece de carga simbólica en el acto reflejo e instintivo que se activa en un animal cuando se cae? En su sueño infantil caminaba por un patio o jardín ensombrecido. Se colaba la luz suficiente para admirar el paisaje, los árboles, y le otorgaba dinamismo a la escena: las hojas se mueven, la luz se desplaza, como si estuviera viva. Está viva. La sombra es inmóvil, pero la luz del fuego no cesa de moverse, aún así necesitamos de la sombra para advertirlo. El suelo era blando, cubierto por tierra de hoja y vegetación. Los pies se acompasaban al camino. Era “su” camino, su jardín en penumbras. Había un nogal, el resto de los árboles eran simplemente árboles, sin nombre, sin lenguaje. Las tonalidades iban del gris de una sombra tenue al marrón de la madera. Del verde oscuro del follaje al violeta de algo que le llegaba a las rodillas: ¿arbustos, pétalos de flores? El violeta hacía ingresar al rojo, aunque no en estado puro sino disuelto en azul. Comprendía eso vagamente en su sueño. En su sueño recurrente. Caminaba por el pequeño bosque, jardín o patio. Iba tranquila porque lo conocía de sus sueños anteriores, y de pronto en el follaje que cubría el suelo asomaba un cuadrado negro enmarcado con madera, igual que una ventana hacia la noche. Ella pasaba por encima y se caía dentro.
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* Bachelard en un hermoso libro sobre la imaginación, dedica un capítulo a “la caída imaginaria”. Su libro es un ensayo sobre la imaginación del movimiento y se llama El aire y los sueños. Es tan solo uno de los libros dedicados a las imágenes poéticas y del ensueño. Se guía por los cuatro elementos de la naturaleza, y en El aire y los sueños el imaginario remite a la movilidad. Viajar es un movimiento. Un tránsito horizontal. La caída, que es un desplazamiento vertical ha de tener un nombre distinto. No podemos hablar de viaje, tal vez “descenso” sea una palabra que le otorga aventura a la caída, sucesos. Pero en su sueño recurrente no hay sucesos, no ocurren cosas. El tiempo se dilata y tarda, transcurre el tiempo, pero caer es lo único que acontece. El miedo a caer es un miedo primitivo, escribe Bachelard, constituye el elemento dinámico del miedo a la oscuridad. Lo oscuro y la caída, la caída en la oscuridad. Pero ella no siente miedo al caer. Ha caído cada vez que transita el patio o jardín, no existe experiencia alternativa a la experiencia de caer. Tal vez no existe bosque hacia adelante sino abajo, y ya no son posibles troncos y ramas sino el vacío. Jack London tuvo la idea de que la caída onírica era un “recuerdo de raza”, es decir, que se remontaba a nuestros antepasados remotos que vivían sobre los árboles. Los llama “arborícolas”, para quienes el riesgo de caer habría sido una amenaza constante y familiar. En el sueño de la caída, sin embargo, nunca nos precipitamos al suelo, escribe London, y es así que en su sueño, tras el vértigo de perder el piso y sentir la nada bajo sus pies, sobreviene una especie de confianza. Es posible que esta confianza esté dada por el carácter recurrente de su sueño, por el conocimiento anticipado del final: nada ocurre sino la experiencia de caer. O puede que su vaga y habitual consciencia de estar soñando le otorgue un componente de disfrute al sueño: no es real, está en mi mente. Como sea en su sueño cae y cae, y todo está oscuro y en calma. La vida fuera de ese espacio parece el recuerdo de una ilusión que ha acabado. Hermosa, llena de colores, pero 20
Un paseo circular
* En este relato el cielo se ha tornado celeste, la noche se disipa, se abre paso hacia una materia gaseosa… mi memoria trae con insistencia el recuerdo de una estancia en Bonifacio, zona costera en la región de Los Ríos, en Chile. Sur del sur o extremidad en la extremidad de una esfera como es la Tierra, el mundo comenzaba o terminaba allí. Era, como fuese, un lugar en donde inicio y fin se encontraban, como el último movimiento de un lápiz al trazar un círculo, o como la casa 1 y la casa 12 aproximándose para establecer la rueda del zodiaco. Lo que sucedía al alcance de mi vista en Bonifacio era el mar. La bahía completamente abierta, la línea del horizonte más arriba de lo habitual. Llegué allí por casualidad. El mar al nivel del cielo me 21
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ilusoria y fragmentada. La totalidad en la que se sumerge mientras cae, aunque carezca de matices, o porque carece de matices –es el todo, el uno– parece indudablemente superior. Alcanza siempre a formular el inicio de la pregunta “dónde” “hacia dónde”, pero muy pronto el pensamiento está disuelto, y el resto de las palabras quedan colgando, lo mismo que sus brazos y piernas. Porque es un sueño es que el pensamiento está liquidado en ese momento. Solo una vez despiertos echamos a andar la maquinaria pesada y exquisita del pensar. Solo porque su sueño era recurrente no temía la caída y se abandonaba, y entonces se parecía a la meditación. Ahora lo sabe. Tal vez meditar es estar conectado con nuestro ser que sueña. Con el que cae, y ya no teme la caída. La recurrencia de su sueño transformaba la caída en un descenso tranquilo, caía como se sube, la verticalidad no tenía estatuto de verticalidad porque en el cielo abierto no existe el arriba ni el abajo, como no existe la derecha ni la izquierda. En el cielo abierto la vida es circular. Es probable entonces que la caída en su sueño recurrente fuese el ascenso hacia un arriba extraño, aunque descendía de pie, tenía consciencia de sus piernas. Las extremidades de qué centro, me pregunto, son las piernas.
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daba vértigo, no concebía que tuviera que mirarlo con la cabeza inclinada hacia arriba y entonces le pregunté a mi padre. Dijo él sucintamente que recordara que la Tierra era redonda. Yo seguí sin comprender, pero me aproximé tanto como pude al agua y supe que en ese punto se hallaba un límite. No estaba dado el límite por mi capacidad física, por la imposibilidad humana de cruzar a nado un océano, sino por la vastedad. El vasto cielo, como el vasto mar, y los vastos pensamientos. Espejo cada cual del otro, extendidos cada uno para que algo se pierda en esa tríada. Con el mar encima, y con la certeza de que llegaba al final del círculo sentí, sin embargo, una verdad profunda que me atemorizó. No tenía acceso a esa verdad. O sí. Qué es tener acceso. La comprensión debe ser justo al revés de cómo nos la enseñan porque al recordarme de pie al frente también rememoro la sensación de que las preguntas sobraban. Todo estaba así dicho de manera azul y en ondas. Hacia arriba Así era Bonifacio, una caída real Tal vez en Bonifacio la niña que caía imaginariamente por la ventana vertical abierta hacia la noche –mi sueño recurrente– se encontró conmigo, cayendo hacia arriba, por causa del horizonte alterado, excéntrico, saliéndose de sus cabales. La Tierra es redonda, sugiere mi padre que recuerde. El círculo se cierra, y no se comprende, pero un cuerpo parece de pronto erguido, más erguido y más real que de costumbre, como si una presencia hubiese entrado para darle espesura y no pudiésemos movernos después de un descenso tan prolongado y la ascensión nada sencilla. Entro en mí, desciendo en mí. Todo se mueve alrededor.
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No podía estar más contenta con el alacrán dentro del vaso. Apenas se movía. Y apenas podía ver que se movía porque era el vaso feo en que su abuela, todos los veranos, le servía Fanta. Un engañito infalible. Cuando movió la cama y vio el alacrán, corrió a la cocina a buscar algo para poder manipularlo tranquila, y el único vaso que la llamó y le dio confianza fue ese vaso, uno demasiado grueso, con extrañas vetas blancas y una luz interior que parecía leche o neblina. No se ocupaba aunque las visitas fuesen muchas, tampoco se sacaba si un primo lejano aparecía para prestar respetos a la matriarca en su paso por el pueblo. Solo para ella era ese vaso de su abuela. El blanco de sus vetas, contrastado con el naranja de la bebida, anunciaban el tiempo largo del verano. A través de ese vidrio el alacrán era más bien un manchón tan difuminado que parecía parte de la pintura, parte del adobe de la pared, amplificado aquí y disminuido allá. Parecía meditar o simplemente dormir. Los movimientos, si existían, no revelaban ningún miedo. Catalina pensó en que el tiempo de los insectos es un misterio. A veces, las polillas podían pasar tardes enteras inmóviles sobre las cortinas de su pieza para luego desaparecer. ¿Era sueño eso? ¿Era reflexión? De niña intentó quedarse quieta como las polillas se quedaban quietas, y nunca lo logró. Se aburría y se iba a hacer hoyos al patio. El alacrán, que en los minutos que llevaba viéndolo había pasado de la mayor actividad a la hibernación más curiosa, no parecía vivir la vida ni fingir la muerte. Estaba, nada más. Las polillas, cuando no estaban quietas, parecían casi siempre al borde de morir, ciegas y enojadas con la vida. Perseguidas por algo. Cuando el bicho agitó las tenazas en lo que pareció un saludo, los ojos de Catalina se abrieron, se abrieron tanto de alegría que Elizabeth, tan atenta a todo lo de Catalina, a sus señales y aprendizajes, cortó su llanto con escalas de risas, primero hacia arriba, brillantes, y después roncas hacia abajo. –¡Ese carraspeo oye! –Soy ansiosa yo. Fumo y me queda la voz así. 23
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–Qué vas a ser ansiosa, erí viciosa nomá. Le respondía Catalina. “Erí viciosa nomá”, a cada rato, sin pesadez pero con cierta burla, desde que escuchó “viciosa” de la tía Romi –canuta arribista, pero de buen corazón, decían sus otras tías– le había agarrado gusto a la palabra. Elizabeth, por su parte, no podía contener las ganas de autodenominarse “ansiosa”, y de atar parte de sus hábitos y problemas a su “ansiedad”, aunque todavía no supiese bien lo que significaba. Se permitía fumar, morderse las uñas, tomar demasiado vino y hacerse problemas innecesarios, para luego soltar un “ansiosa” que, cada vez más a menudo, el rápido “viciosa nomá” de Catalina lograba echar a perder. Había cumplido recién los treinta años. Elizabeth estaba sentada en la cama, en pijama, con la nariz tapada por el polvo, al lado del altar que su abuela había levantado para su abuelo junto a la marquesa. En el altar había una fotografía en que su abuelo sonreía junto a la virgen de la terraza, en su pequeña gruta de piedrecillas; sobre el mueble, velas largas y blancas a cada lado de la foto; estampas, estatuas y calendarios de la virgen de Andacollo (las velas mismas, derretidas, parecían siluetas de María), y cajones y cofres y alforjas que poco tenían que ver con el altar, pero que no tenían otro lugar en esa pieza ya repleta de cosas. Un olor a crema o a colonia desvanecida emanaba de alguno de los cajoncitos. Elizabeth se imaginaba el contenido de esas cajas y le daban ganas de vomitar. Llevaban ya un día de limpieza, y creía haberle transmitido a Catalina la diligencia necesaria para la tarea. Ella, a su vez, lo había aprendido de su madre. Hacer, hacer, hacer. No pensar. Pero ahora, al amanecer del segundo día, por fin el calor volvió a hacerle la mente, y esta tarea de abrir y cerrar cajones, de bajar y subir cortinas, de reubicar muebles y separar ropa, de decidir qué valía la pena conservar y qué valía la pena botar, en una casa asfixiada por años de compras y acumulación compulsiva, le pareció triste. Quería aliviarle el luto a la madre. Pero también quería escupir sobre el campo y los camiones, sobre el valle entero, tan ingrato, tan mezquino. Por fin, al amanecer de ese segundo día, la abulia de siempre la había pillado (no fallaba nunca), y no pudo no sentir envidia de 24
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Catalina y su alacrán, de esa curiosidad natural que mostraba su hermana menor. –¿Qué vas a hacer con él? –Soltarlo en la pirca yo cacho. Estos no hacen ná pero tampoco me da como pa dejarlo aquí. En el grupo de Facebook dicen que relocalizarlos es siempre la mejor opción. –Son chamullos esos. La gente de campo es más sincera y si creen que es un bicho peligroso lo matan nomás. –No creo que dejar la casa linda sea matar todo lo que pillemos. Catalina sostuvo con una mano el papel que había puesto debajo del alacrán, y con la otra afirmó el vaso desde arriba, hasta llevar al alacrán a la altura de su cara y a la luz del sol que entraba por la ventana de la terraza. Más allá del vaso, Catalina veía a Don Augusto bajo la terraza, cuchillo en mano, la cáscara cayendo de a poco y los duraznos amarilleando, brillantes y desnudos, en un canasto en medio de las piernas, el alacrán en donde debía estar su cabeza y las cumbias de Radio La Popular con el volumen bien alto. Las tencas se paseaban alrededor de la gruta de la virgen espantando a diucas y chincoles. El jardín que su abuela cuidaba había perdido fuerza, pero ganado en exuberancia. Los enormes acacios y el jacarandá seguían como los recordaba, enormes y vigorosos, pero había toda una reunión de plantas intermedias que Catalina no alcanzaba a distinguir entre sí, y que ahora le dejaban impresión de nerviosismo; se buscaban y enredaban las unas con las otras como remedio a la sequía y el abandono. Nunca le había prestado atención al jardín y solo ahora, que su madre se lo había encomendado y su abuela había fallecido, había pensado en su cuidado. El alacrán que le tapaba la cara a Don Augusto ya no movía las tenazas, pero bajaba y subía levemente las patas, palpando el suelo de papel. –No porque hayan matado ellos tenemos que matar nosotras, Licha. –Nah, y tampoco es que hayan matado, nuestros abuelos. Elizabeth se tragó las ganas de volver a llorar. Saltó de la cama, recuperó el equilibrio tras resbalar en el piso de baldosas, y salió de la pieza. Pasó a través del living y del comedor
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hasta llegar a la cocina, donde el Niño ya asomaba el hocico entre los barrotes de la ventana, lanzando lengüetazos y ladridos al aire. Elizabeth le metió los dedos en el hocico para corresponderle el entusiasmo y después abrió los muebles de cocina, puso todos los vasos que pilló en una bandeja, y volvió, caminando de a poco, afirmando bien los pies, hasta la pieza. Los vasos vibraban un poco y le pareció a Elizabeth que hacían un ruido como de llanto o vertiente. –Se me prendió una lucecita, hermana. La pieza de la abuela, como toda la casa, daba tanto a la terraza frontal como al patio trasero, donde estaban las gallinas, los gallineros, el horno de barro, una pequeña bodega, montones de escombros, el viejo baño de pozo y una pirca que separaba la casa de los cerros. El sol no entraba bien por ninguna de las ventanas, pero a esa hora de la mañana había silencio y una luz clara, transparente, ideal para limpiar y trajinar entre las cosas sin matarse de calor. La luz se metía entre los vasos que Elizabeth había puesto en el suelo y se reflejaba de manera distinta en cada uno. Estaban los chupitos floreados. En ellos emergían las flores desde el fondo hasta la parte central del vaso, lugar en que los pétalos estallaban. Para Catalina eran espuelas de galán aunque Elizabeth aseguraba que eran de fantasía: ambas adoraban lo bien que se sentía al tomarlo, el agarre que te permitía tanto pétalo. El vidrio tenía, además, una leve coloración violeta, que hacía que el vaso proyectara una especie de árbol color vino, conformado por la superposición de pétalos. Con ese vaso y una cuenta de luz Catalina pilló una enorme araña de rincón que estaba en el bolso de los medicamentos. Ahora el reflejo no era un árbol sino una estrella exagerada, un poco falsa y de mal gusto, que titilaba y se movía al ritmo de la araña que exploraba su vaso. Elizabeth, por su parte, tomó sus vasos preferidos, también para trago, chiquitos, breves, con una textura granular e incesante, que a Elizabeth le hacían pensar en arena, en paredes firmes de piedra, en una barba discreta y hermosa. Era un adorno tan sencillo que no llamaba la atención, pero para ella los vasos solían carecer de textura, y ese vaso era solo eso, textura, kilómetros de granitos ínfimos que hacían una cosquilla agra26
Casas de luz para criaturas pequeñas
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Rafael Cuevas Bravo
dable en la palma de la mano. La luz los atravesaba de manera suave, dejaban una película de playas sobre el piso de baldosa, que le recordaban a Quintay y la efervescencia de pulgas, o el recoger de conchitas en Las Torpederas que luego llegaban a pudrirse al living de Playa Ancha. Atrapó con el vaso un pololo verde, brillante, que luchaba quizás desde cuándo contra la esquina de la habitación, completamente perdido y sonoro, rítmico. Despegaba las alas como por el solo gesto, porque no intentaba volar, y más bien se arrastraba entre la marquesa de la cama y la cómoda donde estaba el altar. Con el pololo ya a resguardo, la playa proyectada por el vaso se había convertido en un prado verde que, cada tanto, una fuerte ráfaga de viento atinaba a despeinar. La bandeja se llenaba de arañas de rincón, de escarabajos, polillas más o menos dormidas, mariposas nocturnas, y el alacrán al centro. Era un conjunto engamado, cada uno hacía su árbol, su prado, su campana de color, su curioso juego de luces que el sol de la mañana permitía. Pero la luz se iba haciendo más infame, el calor más denso, conforme pasaban los minutos. Los vasos empezaban a perder nitidez y enormes moscas atravesaban la casa de ventana a ventana, de terraza a patio, o de patio a terraza. Cuando Catalina y Elizabeth las vieron pasar, dijeron: –Mosquito, si eres de las ánimas, estás perdonado. Un poco por homenaje y un poco por no creérselo. Era lo que su abuela decía cada vez que el vuelo pesado de un mosco interrumpía el ambiente. Antes de que el sol pudiera quemarlas, salieron juntas con la bandeja hacia la pirca, para liberar a las criaturas y verlas perderse en el espacio entre piedra y piedra.
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El mudo
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Nos encontramos en el mismo parque. Me lo pidió con pocas palabras. Tenía el mensaje garabateado en una boleta de supermercado. Lo escribí mostrando letra por letra. Pero no parecía interesado en resolver el origen de las palabras. Conectas así la C con la O. La “Y” es griega, “y” se dibuja como una flecha. Ante nuestros cuerpos se alzaba un jardín como un manto reflejando grullas metálicas. Estuvimos cerca de una hora en la micro sin vernos, viajando al mismo velorio. Atravesamos varios arcos de puente, que cruzó gente aún en vida. Afuera del cementerio vendían ciertamente arreglos mucho más baratos, que los que traíamos entre las piernas, con el brazo duro de apalear los cuerpos que amenazaban rozar las flores. Ellas vienen de Bogotá, Colombia, viajando en macetas, intactas, rociadas frecuentemente. Se trasladan desde el puerto, en un camión que planta una imagen de mujer sonriente en su frontis. No pisan Santiago, se vienen directamente a los puestos en Valparaíso. Se abre el camión y un joven las va descargando. Toca firmar una factura que se esfuma en segundos. El camión parte. Las flores se remecen, se limpian un poco. Y una vez dispuestas en los tarros, son seleccionadas por un pedido hacia un velorio. Las engarzamos en sus nuevas posiciones en las esponjas de los arreglos. Traslado hasta el cementerio. Jardín iluminado con sol propio, pagado para asombrar a todos quienes despiden como manadas de pingüinos lejanos una urna. Manadas acarreando una caja, silueta negra entre un pasto realmente verde, mojado por el constante riegue automático. Una construcción de terminaciones encementadas, de ángulos siempre redondos. Poca escalera, sin pomos en las puertas, en el baño un espejo del porte de la muralla, fijado con demasiados pernos. Ornamentación basada en algunas letras con significados entendidos bajo algún contexto. Variadas señaléticas de peligro, de EXIT, y de salida de emergencia. Alfombras claras en el piso, en las escalas, debajo de las mesas, en las mesas, alfombras hasta en la entrada al wáter; como método de cerciorarse quizás, que ojalá nadie se muera ahí, en el cementerio de Concón. 29
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Sobre una mesita repleta de arreglos chorreantes pedí al mudo que me dictara primero el remitente. Veníamos en la micro y con la experiencia de los años el hombre mudo del puesto de al lado sujetaba con una sola palma una corona blanca y con la otra un pequeño ramo, la mirada sobre alguna otra cosa que se escondiera al parecer entre los reflejos del vidrio que recubre la espalda del chofer. Tal vez, asientos más atrás, mi reconocible y básico arreglo. Miró con los ojos apretados el techo tratando de recordar algo. ¿Qué te tocó a ti?, yo tengo a la hermana. Tengo un familiar también pero lejano. No pidió nada especial. –Ah. Usaba un polerón de huinchas rayadas. Apretó el papel y sin mirar a nadie quiso devolverse a tomar la micro de vuelta. No me esperó, sino que apuró el paso para alcanzarla antes que yo. En una sala que se miraba en sí misma por la brillante cera repartida en todos lados, un grupo de personas guardaba un silencio oscilante acabado a ratos por murmullos. En la grandeza del cajón se sumaba la extinción simultánea de unos quince arreglos distintos. Amurallando el suceso. Casi tapándolo. Lo pidió sin decírmelo, con gestos de mano gruesa me entregó un lápiz de mina que tenía en el bolsillo. Se acordaba clarito del mensaje, que recitó al fin con los ojos centrados en el cielo nuevamente, esta vez con Dios expectante en el techo de la iglesia. Venía reteniéndolo. Con mucha pasión de mi dolor, siempre te recordaremos hermano, hijo y padre nombre completo del remitente, dirección y nombre del fallecido. Todo mencionado con intervalos que amontonaban frases para un lado y luego para el otro. Entendí por qué siempre la matriarca lo tenía pelando hojas. El mudo siempre llega a las siete y media. Con esos mismos ojos clavados en el cielo sostuvo una hoja contra su pecho un día en que el gato del bar-restaurant pasó corriendo con un pájaro en el hocico. Yo dibujaba en ese momento las siluetas de la plaza. El gato dio un salto arriba del mesón interrumpiéndome y ahí mismo se esparcieron un montón de plumas. El mudo se acercó gimiendo, con sus ojos 30
El mudo
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ahora muy pequeños, casi llorando. Con agilidad tomó al gato del cuello, que abrió su hocico por acción rebote. El pájaro, resultó ser un pequeño chincol; saltó, miró con ojitos también redondos y alzó rápidamente el vuelo. El mudo se me acercó con lágrimas en los ojos y me dijo que para él los chincoles siempre han sido su madre, transformada y emplumada que viene a visitarlo. Así le dijo ella que volvería algún día a este mundo para verlo. El mudo es el mejor repartidor de toda la pérgola, no podría intervenir jamás los mensajes. No puede ni le interesa hacerlo. Tampoco sacar conclusiones falsas. Solo dirigirse al cementerio, disfrutar del viaje; tomar el sol en las calles que rodean el lugar, mirar los rostros dolidos y por dentro sentirse parte de un ciclo superior, casi una redención para la otra vida. Nos encontramos igual en la micro de vuelta, él mirando siempre la ventana, con los brazos cruzados, ahora relajado y dispuesto a hablar. Le tiene pudor a la muerte. Con los pantalones arrugados sobre los zapatos, pareciera que no le interesa nada. Pero sí me dijo durante el viaje, muy entrecortado y a la vez, respetuoso de no mirarme directo a los ojos, que algún día cuando él se muriera le gustaría que alguien escribiera algo en un arreglo. Algo como: Siempre cumplió su labor antes que sus deseos. Eso imagino yo, porque el mudo no habla casi nada. El mudo no es mudo, sino que el no saber leer lo ha sumido en la mudeza. Tampoco sabe escribir. Por eso desde ahora siempre me pide con una seña que le escriba los mensajes, ojalá sin faltas para que no lo reten más. Ha intentado hacerlo algunas veces él solo, copiando los difusos símbolos. Imitando los anuncios de la tele. Repitiendo las formas de las letras que ve garabateados en las boletas.
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Bangutot Sergio Guerra
La muerte ocurre en el transcurso de una pesadilla... un sobreviviente dijo que un enano se sentó sobre su pecho y le estranguló. W. Burroughs Las ganas de morir y las de amar son mellizas que me aman Armando Uribe Arce
I La articulación de la secta no posee las características que se le han atribuido. He decidido contar lo que pocos conocen. He decidido explicar aquello que nadie ha querido reconocer. Miles han muerto de bangutot. Ahora nos persiguen, escribo bajo la luz de una lámpara de gas. ¿Se puede evitar el bangutot? Debiese comenzar por relatar mis circunstancias. El laboratorio había conseguido aislar con relativo éxito al primer grupo. Cada quien se sometió voluntariamente, por convicción o por engaño, modos de la voluntad que no difieren demasiado entre sí. Lo cierto es que a partir del sacrificio del primer grupo se abrió la posibilidad de nuestro acceso. Se respiraba un respeto eucarístico ante la presencia del Dr. Mark; cada vez que recorría los pasillos del laboratorio, le saludábamos con reverencias. Se erigió como guía del primer grupo, a quienes aisló de los demás. Pese a ello, la disposición de mi celda me permitió observar. Sus fantasmales cuerpos meditaban largas horas sin mover un músculo. Una letanía envuelta de ecos desesperó a no pocos candidatos al resonar a través de los recodos de los sombríos pasillos. De pronto despiertan, se desvanecen, convulsionan, luego vomitan. Pero con el pasar del tiempo el Dr. Mark encontró una manera para contrarrestar los efectos del retorno a la realidad incitándolos a practicar orgías que se prolongaban durante horas. Esos son los momentos de mayor flujo telepático, nos instruía el Dr. Mark. De ese modo, el crepúsculo del 33
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laboratorio sumido en un horror silencioso veía la consumación de nuestros rituales cotidianos. De ese primer grupo de doce telépatas, tan solo sobrevivieron cuatro. El plan del Dr. continuó sin alteración. Se trata de avanzar un escalón más en la evolución humana. De experimentos científicos convergentes con el misticismo. Se trata de servir a la humanidad. Se trata de la libertad. Fue por eso que nos sometimos. Me enteré al despertar mis capacidades psíquicas. Entonces me vinculé al ‘cosmos telepático’ del Dr. Mark. Sus intenciones van más allá de la ciencia –entreví– sus experimentos se basan en la magia negra –intuí. II Cada día ingeríamos dosis controladas de mezcalina. Cuyos efectos nos permitieron explorar la zona oscura de nuestros espacios mentales. El Dr. Mark llamaba a esa zona ‘cosmos telepático’. Punto del universo mental en que las ideas se ordenan más allá del andamiaje lingüístico –decía. Recuerdo haber visto cúmulos galácticos saturados de símbolos pertenecientes a civilizaciones perdidas en el tiempo. Me hipnotizaban esas formas, me seducían. Pasé días enteros contemplando el movimiento de esos millares de símbolos que coexisten en armonía. El vértigo que experimenté al expandir mi conciencia me ensimismó. Aumenta con cada galaxia de símbolos revelados. Constelaciones arquetípicas contempladas por múltiples psiquis nos develan un secreto primordial; que al fondo de nuestro universo psíquico, toda la humanidad se interconecta. Al despertar de esas largas meditaciones nos sumergíamos en una densa melancolía. Solo la unión corporal conseguía liberarnos de la angustia que apresaba cual fórceps nuestros cráneos. Abolidas las inhibiciones; nos besábamos sollozando, nos deseábamos con demencia, nos flagelábamos con crueldad. Las orgías duraban horas. Unidos corporal y psíquicamente nos condenábamos a una simbiosis total de nuestra existencia; en ella el ego desaparece, desvaneciéndose las mascaradas sociales, para así descender, desde el plano metafísico común, a la realidad de la división cotidiana. 34
Bangutot
III La amplificación de la capacidad cerebral mediante la inducción bioquímica en base a mezcalina, estimuló –como se esperaba– la red natural electroquímica del cerebro. Ello sumado a meditaciones específicas, nos permitió desarrollar la telepatía. Hasta ese momento ninguna potencia mundial había desarrollado la comunicación extrasensorial. Luego del desastre causado por la Guerra del Gran Silencio, que trajo consigo la mutación del equilibrio planetario, se firmó un tratado mediante el cual las potencias acordaron el desarme. Desde entonces, comenzó una carrera internacional por investigar antiguos rituales indígenas, brujería, nigromancia, hechicerías, en sustitución de la ciencia militar. La telepatía era secreto de ciertas tribus del Amazonas antes de su desforestación total. Nosotros éramos sin saberlo, miembros del Laboratorio de Investigaciones Militares Inmateriales. 35
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Para cuando el efecto de la mezcalina cesa; comemos, luego soñamos. Recuerdo con claridad aquella medianoche en que desperté exaltado. Fueron los primeros días de iniciación. Vislumbré a velocidad vertiginosa una serie de imágenes, todas se fundían en negro; me asombró la imagen de un caballo de grandes ojos que parecía contener su furor animal mientras espiaba a una doncella desfallecer por el peso de un hombrecillo demoniaco sentado sobre ella. Años después encontré esa imagen en un libro de pintura. Pero no fue mi única visión: vi naves naufragando en un mar furioso y el viento, erosionaba los cuerpos de sus tripulantes. A poca distancia se distinguía una isla cuyas dimensiones variaban a cada momento. Desde las naves se lanzaban los tripulantes, seres humanoides mitad bestias que se esforzaban en mantenerse a flote. Aquellos que se aferraban a los barcos perecían rápidamente. Sus pieles se desprendían al soplo del viento salado que los descueraba vivos. Tan solo unos cuantos alcanzamos la superficie viscosa de tierras inestables. Al día siguiente iniciamos nuestras actividades quienes llegamos a nado a la isla. A los demás no los hemos vuelto a ver.
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Habíamos sido reclutados para la guerra. Al cabo de siete años el número de iniciados se multiplicó. Ascendí a guía dominante. A mi mando se encontraba la célula 17-A. Para conseguirlo, debí crear un vínculo íntimo, sexual y metafísico con otros iniciados. Trasmutar mi figura psíquica por una de similar aspecto a la del Dr. Mark. Convertirme en una réplica de nuestro origen. Una pieza idéntica. Para luego, subsumir bajo mi voluntad telepática a otros miembros iniciados. Así, el guía dominante cumple la función aglutinante formando una célula telepática. La relación afectiva de la célula es la dependencia recíproca de por vida. Necesitamos del flujo continuo de pulsiones electromagnéticas emanadas por todos y cada uno de nosotros. La carencia de esas pulsiones deviene en la descomposición del tejido cerebral. No pocos iniciados murieron al huir desesperados ante la idea de dependencia. Otros por el contrario parecían sentirse plenos. Se ha visto a miembros cuyos guías han muerto en accidentes, caminar por calles a plena luz del día, como recién despertados de una pesadilla, pálidos y sobrexcitados; masturbándose en callejones llenos de basura, gritando desesperados. Al poco tiempo mueren asfixiados ¿qué causa la asfixia? Una mujer reintegrada a tiempo a una célula telepática, dijo haber visto un enano sentado sobre su pecho que no le permitía mover el cuerpo. IV No nos costó mucho tiempo darnos cuenta que había entre nosotros un espía. El traidor mantenía un registro preciso de su propia ascensión psíquica. Había revelado información valiosa y se disponía a huir cuando fue sorprendido. Con esto el enemigo desarrolló una estrategia de contrataque. Hicieron del bangutot su arma principal. Habían descubierto que somos frágiles en medio de la noche, cuando nuestros sueños se tornan pesadillas. Eso fue lo que nos dijo el infiltrado en el interrogatorio mediante tortura psíquica. El espía nos reveló ciertas imágenes mentales que guardaba con celo. En ellas vimos a los miembros de las células deambulando en una ciudad gris, de indefinidas formas, en que las apariencias habían sido abolidas dejando al descubierto las formas arquetípicas, que veíamos 36
Bangutot
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formadas por un delgado éter. Los sujetos llevaban adheridos a las espaldas, enanos que se alimentan de la angustia de su huésped. Incrementan su peso causando que la víctima caiga a tierra, cuando ello ocurre, los enanos suben con lentitud arácnida sobre el pecho asfixiándole con el peso creciente de sus fibrosos cuerpos. Los agónicos han sucumbido sin excepción pese a los intentos de escape o resistencia. El Dr. Mark envió al espía a una cárcel en la Antártida, en cuyo lugar las ondas magnéticas del planeta impiden la telepatía. Nos enfrentábamos a un ataque silencioso. Advertidos del peligro, desarrollamos algunas estrategias defensivas. Realizamos ejercicios de respiración mediante los cuales evitar las pesadillas, momento en el que somos susceptibles de padecer bangutot. No bastaba con resistir, debíamos acabar con la amenaza. Nos preparamos durante meses para penetrar en la Zona del Atlas; dimensión suprasensible en que se libró la Guerra del Gran Silencio. El resultado fue la transustanciación de algunos miembros escogidos por sus cualidades físicas y mentales. Se les indujo a un profundo sueño. De a poco se les fueron sumando más miembros quienes formaron una poderosa resistencia. Jamás pudieron regresar a la realidad concreta de las formas particulares, sus mentes se abrieron y residen en las nebulosas metafísicas. En ellas se libró la batalla, y en ellas fuimos derrotados. A tres años de silencioso combate, los telépatas perecieron asfixiados. Bañados en terror les dimos sepultura al saber que ahora somos vulnerables. Esa misma noche en el laboratorio, el Dr. Mark padeció el bangutot. Los miembros dominantes decidimos refugiarnos en un lugar seguro. He decidido contar lo que pocos conocen. He decidido explicar aquello que nadie ha querido reconocer. Aquí escasea la comida, y aunque hemos logrado sobrevivir hasta ahora, en la superficie el bangutot se expande por el continente. Dudo si el propio enemigo podrá detener la catástrofe. Anoche el bangutot alcanzó a cuatro camaradas; mi lámpara de gas pronto se agotará. Segundo Tahuantinsuyu 3 de septiembre, 2186.
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Bandera roja Daniela Malhue Urra
Un recuerdo: nosotros de vuelta de la playa una tarde de verano. Nosotros somos una familia compuesta por mamá, hermano, yo y algunos tíos y primos que nos visitan durante las vacaciones de verano. Quizás alguna amiga de mis primas invitada a conocer el mar. De repente mis abuelos. Casi nunca papá. Nosotros, los primos, somos niños, la más grande tiene unos once años y ya no nos juntamos mucho con ella porque se puso agrandada. Venir de vuelta de la playa implica agotamiento; a veces nos quedamos dormidos en la camioneta, unos encima de los otros en un desorden de piernas, brazos y cabezas. Pero estamos felices y conformes, pensando en la once con leche caliente y pancito fresco. Las mujeres grandes echan agua a la tetera, calientan la leche y pican tomate y ajo para ponerle a las marraquetas. Alguna lava los trajes de baño y los cuelga en el patio para al otro día volver a la rutina de los días de enero de fines de la década de los noventa. Los hombres grandes desaparecen y vuelven cuando la once ya está servida. Los niños encienden la televisión y se tiran a los sillones con la ropa llena de arena y el pelo tieso. Desde el futuro, pienso en la felicidad y a veces creo que se quedó ahí, atrapada en medio de un grupo de niños saltando olas en alguna playa del litoral central. * Sin embargo, hubo una tarde de ese verano en que ninguno de los niños se quedó dormido. Vamos de vuelta a casa por un atajo para evitar el tráfico y nosotros, los niños, nos sentimos superiores por conocer desvíos y demostrar que somos lugareños, no como los turistas que colapsan el camino principal con cada atardecer. El atajo es un camino angosto de tierra con subidas y bajadas y curvas peligrosas. A su alrededor, se extiende un bosque de eucaliptus, pinos y varias quebradas. Vamos todos despiertos y asustados porque estamos rodeados de árboles incendiados. Se queman mientras pasamos y yo creo que en cualquier momento vamos a morir. Veo las llamas y las siento 39
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tan vivas que las imagino abalanzándose contra nosotros. No me atrevo a llorar porque nadie lo hace, así que me contengo. Mi tío va lo más rápido que le permiten las subidas y bajadas y curvas peligrosas. La camioneta es vieja; cuando hay subidas muy pronunciadas cantamos una canción de ánimo –podré subir, podré subir– mientras sentimos la dificultad de la máquina para llegar arriba. Cuando alcanzamos el camino principal y el fuego por fin quedó atrás, comenzó la noche. Se veía un hermoso atardecer de verano, pero esta vez la puesta de sol no estaba en el mar sino en ese camino de subidas y bajadas y curvas peligrosas; algunos árboles caídos, otros calcinados pero aún de pie en medio de las llamas altas como pinos. Al llegar a casa no tenía hambre. Los veranos siguientes mis primas más grandes dejaron de venir y yo le fui tomando el peso a vivir en Tejas Verdes. * Ese verano fue oscuro con los niños. Hubo pocos días de sol y la niebla se iba poniendo cada vez más densa. Hacia febrero las nubes eran la constante de los días; dificultaban la visión del horizonte y nos quitaban el ánimo de nadar. Mi prima más pequeña despertaba en medio de la noche con pesadillas en las que un incendio consumía el agua del mar con nosotros ahí. Nos volvíamos algas y luego otros niños se bañaban alrededor de nosotros. * Una tarde, en una playa de mal oleaje, de esas que se van hundiendo a medida que avanzas y que, con la corriente, parecen querer absorberte hasta el fondo, unas niñas del hogar de Tejas Verdes se fueron mar adentro. De repente la gente empezó a gritar y el salvavidas corrió y luego nadó y nadó y nadó. El oleaje se veía de un azul oscuro y el viento lo tornaba salvaje con esos copos blancos que crispaban el agua. Llegó un helicóptero que lanzó una soga al mar. Las cuidadoras de las niñas lloraban desesperadas mientras reclutaban al resto de las pequeñas y las hacían rezar. Dios te salve, María. Los ba40
Bandera roja
* Fue otro de esos días de nubes de verano cuando lo vimos. Los juegos mecánicos a la orilla del mar reemplazaron los intentos de nado en playas con banderas rojas. Ahora nos atraían los colores y las luces de un parque de diversiones con música de moda saliendo por parlantes grandes, algodones de azúcar, manzanas bañadas en chocolate y las atracciones favoritas de todas las generaciones: el tagadá para los más grandes, los avioncitos para los más chicos y la rueda de la fortuna para los de al medio. Desde ahí vimos al viejo del saco: la luz del día estaba a punto de desaparecer y los pocos bañistas que quedaban en la arena fría preparaban su vuelta a casa. Nosotros, desde lo alto de la rueda, lo vimos sentarse a la orilla de la playa, sacarse los trapos y zambullirse en el mar. La rueda daba 41
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ñistas salieron del mar y la playa entera se volvió espectadora de la escena. En algún momento todo fue silencio para luego volver a sentir el viento y las olas con más fuerza. Llena eres de gracia. Me puse al lado de las niñas del hogar y recé con ellas: imaginé a mis compañeras de curso, a mis primas y a mí misma improvisando un nado contra la corriente, queriendo salvar a alguna de ellas y luego rindiéndome y entregándome al fondo oscuro del mar. El Señor es contigo. El salvavidas era joven, también podría haberse ahogado pero, en lugar de eso, rescató a una de las niñas. Bendita eres entre todas las mujeres. Todos aplaudimos, pero luego no lo hicimos más porque otras dos no volvieron. Y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Las niñas no paraban de llorar. El salvavidas, ahora desde lo alto de su cabina, parecía una estatua. Santa María, madre de Dios. Una de las cuidadoras dijo que la tragedia no dejaba de seguirlas, que hay niñas que nacen y nacen y no dejan de llorar como esa primera vez que salen al mundo. Ruega por nosotros pecadores. El helicóptero se llevó los pequeños cuerpos absorbidos por la corriente y enredados en medio de los huiros. Ahora y en la hora de nuestra muerte. Las niñas cargaron las pertenencias de sus compañeras y se fueron con sus trajes de baño aún mojados. Pobrecitas, se van a resfriar, dijo la señora que vendía palmeras. La bandera roja flameaba con fuerza.
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vueltas y, cuando nos tocaba bajar, veíamos los rostros de nuestros padres sonreírnos. Volvimos a subir y ahí estaba, flotando cerca del roquerío. Me pareció inofensivo, un pececito descansando alegre en su hogar. Al bajarnos de la rueda pedimos permiso para ir a la feria artesanal. Los adultos iban a jugar al tiro al blanco para ganar un ron barato. Nos dijeron que sí sin darnos mucha importancia y salimos corriendo en dirección a la orilla del mar. * Ese verano hubo otra tragedia. Fue en la Playa de los Muertos. Nosotros nunca íbamos ahí porque sabíamos dónde no había que bañarse. La gente de la ciudad, en cambio, cree que todas las playas son iguales. No saben si allá adentro hay hoyos, rocas o corrientes; las ansias de refrescarse en el mar nublan el sentido de alerta. Y las banderas rojas no sirven más que para flamear. Nosotros escuchamos, desde lejos, el griterío. El mar se los lleva, dijo alguien. Imaginé al mar como un monstruo hambriento preparando su bocado: dos jóvenes que aprovechaban el fin de semana para escapar del calor de la capital. Un tercer joven miraba paralizado cómo sus amigos eran atrapados por los huiros y se hundían tras las rocas, allá al fondo. Los pescadores los sacaron con cuerdas cuando ya no respiraban. El tercer joven pasó la noche varado en la orilla; nadie pudo moverlo. Las luces del parque de diversiones, a lo lejos, lo iluminaron hasta entrada la madrugada. * El viejo del saco estaba todo mojado. No tiritaba y su rostro se veía más joven con el agua encima. El aire marino nos dio coraje y nos acercamos a él. Mejillas rojas, nos dijo, en qué andan. No sabíamos muy bien qué decir, así que le pregunté sin más, si era el famoso viejo del saco. Él sonrió a un montón de niños de ojos grandes y comenzó. Dejen que les cuente una historia, mejillas rojas. Había una vez un centenar de hombres de verde decididos a jugar a la guerra. Ocuparon estas calles y playas como tablero, qué digo, 42
Bandera roja
* Al finalizar la temporada de verano, el parque de diversiones es desmontado y ya no hay salvavidas en las cabinas. No es necesario tomar desvíos para movilizarse y la mayoría de los puestos de la feria artesanal cierra. Mis primos vuelven a Santiago, comienzan las primeras lluvias y el sitio de los juegos mecánicos se vuelve un descampado. Pasan meses para que los lugareños dejen de escuchar los gritos de las personas que se suben a la montaña rusa o al tagadá. Independiente de la temporada, un hombre deambula por el pueblo fantaseando con que sus padres se han vuelto parte del paisaje. Piensa que nadando los podrá abrazar.
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Daniela Malhue Urra
ocuparon el país entero como zona de juego. Imagínenlo: por las mismas calles donde hoy ustedes van a comprar el pan, de la mano de sus madres, ayer pasaban filas de personas con la cabeza gacha camino al regimiento. En eso consistía el juego: apresar hombres de otros colores, hacerles daño o desaparecerlos. Se creían magos. Los presos casi nunca ganaban: caminaban afirmados de una cuerda y seguían las órdenes de quienes en otro momento fueron sus compañeros de colegio, sus conocidos del barrio, sus primos. Todos teníamos que jugar, aunque no quisiéramos o no supiéramos cómo hacerlo. Yo era una pieza de reserva: veía pasar a los jugadores desde la ventana de mi casa. La primera vez que los vi, le pregunté a mi tío Lucho cuál era ese juego y él, enojado y triste, me dijo que me callara y dejara de mirar por la ventana. Que no eran asuntos de niños. Nuestra casa quedaba cerca de una de las etapas más difíciles: el regimiento. Era como ver el infierno en la tierra, y eso que yo en ese entonces no sabía nada de infiernos. Eso lo aprendí después, cuando supe que el río al que iba a tirar piedritas y el mar al que iba a bañarme cargaba muertos que venían desde quizás dónde. ¿Han cruzado la desembocadura? Es como volar, o así me lo imaginaba, al menos. Luego entendí que cuando cruzas el río estás navegando sobre un cementerio. Y desde ese momento nunca volví a sentir la sensación de volar.
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* El último día de las vacaciones de ese verano, soñé con una turba de niños marchando por la avenida principal. Cantaban gritos de protesta, insultaban a las autoridades, portaban armas blancas. Prendían fuego a las calles para armarse un escondite propio; una casa en el árbol, solo que sin árbol y sin casa. Una trinchera. Realmente no parecían niños, más bien se difuminaban entre el humo y el calor, semejando una jauría ensañada con un gato indefenso. Niños traviesos que no saben jugar. Pasaban por todo el pueblo intentando incendiarlo. Luego llegaban a la desembocadura del río, se subían a unos botes y comenzaban a internarse mar adentro. A poco andar se levantaban y empinaban el vuelo, dejando una estela blanca en el aire. Formaban una v perfecta. Desperté sintiendo el oleaje rompiendo muy fuerte. Creí escuchar, a lo lejos, los gritos eufóricos de los adultos en el tagadá.
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Nunca tuve un cuarto propio Fernanda Meza
I
al animal que habito
La habitación es un mapa repleto de papel apilado en montoncitos de distinto grosor y tamaño. La ventana en portal de luz entrega haces, columnas cobran vida al posarse sobre objetos organizados en ese espacio levemente abandonado. El parlante suena y las máquinas imprimen en extensión de la papelería revuelta, concluyen en su propia expansión, la de mi brazo. El pliegue se siente como una cueva, ya lo es mi cuerpo rocoso, delineado a base de fluidos se mantiene en pie, aparecen las paredes y es la casa una fortaleza ilusa. Sentarme en el estancamiento a pensar en nada, la impresora interrumpe, se abre y cierra suavemente. Dispuesta espera ser usada, sin culpa las hojas nacen tibias, nuestros objetos y su orden develan secretos, nos expone como un espacio vacío. Peluda la alfombra abraza los pies descalzos, entremedio de sus pelos encuentro tesoros: migas de pan, pelusas, bolitas de papel, pelotas que la gata mueve por la casa. Saco la basura, lavo la loza del día anterior, retiro el polvo, guardo los platos, cocino. Actos acumulativos, explotadores, no soy capaz de controlar mi huella de carbono y es por esto, entre otras cosas, que me odio. Encontré un pequeño conejo tirado en la pieza, era una cría, gris y blanco, con los dientes saliendo a modo de extremidad, la gata se lava la pata a su lado. Tomo una pala de la casa de un vecino y procedo a hacer un hoyo bajo un geranio, una vez alcanzada la profundidad lanzo flores arriba de la mortaja. Observo las habas y las espinacas, suculentas sobre la arena, distingo las voces de algunos pájaros; cachuditos y zorzales, chercanes y jilgueros. Los bichos entran en el inventario: tijeretas, pulgas, moscas, escarabajos y arañas. Ayer una pulga se paseó por mi cuerpo, pensé es una hormiga y solo atiné a rascarme. Al rato la sentí caminando por la espalda. Palpar en su búsqueda, quise 45
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dejarla vivir, sin embargo, la asfixié con mis torpes dedos. Destripada asoman sus huevos, se alimentan los parásitos, yo misma, es mi sangre la que sale de su cuerpo ¿lograré entender la muerte como un regalo? Dibujo ritos en silencio, flores yacen en un altar, marchitas emulan a las vírgenes. Grutas adornadas con estampitas, enredaderas chinas cubren parte de una roca, es mi cuerpo. Las velas no duran prendidas, las vigilo durante el rezo, mentalizo con ahínco deseos egoístas. El viento intenta entrar en la casa, truena su cuerpo y afuera es dueño de mover a su antojo el paisaje. Remolinos levantan plantas al pasar, papeles de helados, envoltorios de carne y botellas plásticas dan choques al alzarse entre la brisa. Recurro a la misma pesadilla, las vueltas interrumpidas recogen las sábanas, un enorme chincol se quedó mirándome, justo en ese instante nos cruzamos, nuestros ojos. Transportada al interior del ave me veo frente a ella, ambas totalmente inmóviles. Aferrada dentro de ella mantenemos el ensueño, en pacto accedo al espacio entre quien visita y quien es visitado, a la metamorfosis. Un fantasma en el espejo muestra escenas de mi vida, de lo que escapo, la habitación me protege, se transforma en mi cuerpo, lo abrazo y me repito mi interior es mi hogar y mi carne también. II a mis tías
Hermanas, la sangre siente la infancia sin mamá, no entendieron el amor como génesis: entre cada una camina el silencio, desprenderse del destino es en verdad tan incorrecto. Las montañas de la precordillera construyen un Santiago a finales de los 60, peñalolén más campo que ciudad recibe una enorme migración de familias, alberga niños y niñas corriendo en calles de tierra entre algunas casuchas de madera que comienzan a crecer como hongos. En la calle valle hermoso se alza un colegio y un consultorio, una precaria cancha, variadas yerbas se asoman de las casas. Por la puerta sale el cajón con la madre, los adultos se van con ella. 46
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La primera hermana, la Miriam, a sus 15 carga con la crianza de sus hermanos menores, convive con la epilepsia como emblema. La vida no le sonríe, apenas puede se casa con el taxista. Nace una niña mientras cuida a toda su nueva familia, una anciana y sus hijos con daños neuronales doblegan su hábito de maternar, la sentencia está dada y el hombre por el que cambió su vida la violenta en boca y golpes, con Dios de su lado te enseña el camino, y tras romperte un palo en la cabeza dijo estaba loco de amor. Se desprende de la sentencia deja todo, vuelve al inicio: mamámater. La segunda, la Rosa y no por eso menos violáceo el relato, a los 14 sustentar un hogar quebrado, salir a la fábrica de calcetas donde luego se incorpora la primera y la tercera y la cuarta, llevar el pan, los zapatos, las caricias. La vecina que le consiguió la pega, le repetía despacito ustedes son chicos que no sepan que están solos. Al crecer los niños logra irse del nido y formar el suyo propio. Tras más de veinte años en una casita pareada intenta olvidar cuando dijo hasta que la muerte nos separe. El miedo a salir de ahí, verse sola y llena de críos, mejor los llevas a jugar basketball y te armas una vida en la cancha, rebotas fuerte la pelota, así los moretones no se notan. Te dice tres hijos no es nada, exiliada a la pieza de tus hijos solo queda el menor, junto a él la memoria pierde su uso al igual que la tiroides. Encuentras la desigualdad y a cuotas aguantas las deudas, el cansancio, al pequeño pasaje enrejado lo pierdes en tu cabeza como los poquitos recuerdos de infancia conservados. La tercera, la mona, de niña criada por niñas se para ante el aliento a alcohol del hombre que construyó una casa y engendró su vientre, su vida porfía en estruendo le dice no al designio, al decir no es lo que quiero no da el brazo a torcer. Luchó individua ante la vida y tu hija, más el marido no fue necesario. Solterona preferiste risas ante la evidencia de los golpes de esa bestia, no fue capaz de contener. Inquieta criaste sobrinos e hijos de tus jefes como nana puertas adentro contándonos cuentos para ser libres. La cuarta, mi madre, Cecilia no recuerda el rostro de su madre, la más pequeña se aferra a la niñez. Tu mente de aire te une al amor, rompe el legado y la violencia. Aliada de
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nosotros, los niños, juega al ritmo de los gritos y payasadas. El cáncer casi la vence pero no pudo, el calanchoe y la dieta nueva le recordaron volver a vivir, la piscina ayuda a la evasión de estar enferma y ayudar a los sobrinos a cuidar a su hermana. Todas las tardes se sientan el patio a la sombra a dibujar letras y escribir listas. Pequeños se cruzan los recuerdos del mal amor y la niñez sin adultos. Las encuentro a las mayores y las pequeñas en una mesa llena de relatos. Despojado el nido fue de pichones sin idea de cómo amarse ni como amar, sin saber lo que querían se apiñaron entre plumas jóvenes y evitaron el Sename en respuesta al abandono. Tres crías y las dos adolescentes se sientan frente al brasero a comer ciruelas, los regalos son calcetines y gallinas que el vecino hijo del pastor entregaba por la pandereta cuando su padre el pastor se descuida. Y así en mamatriarcado se acurrucan las pobrezas y los llantos, el patio lleno de plantas, lo secan al alcanzar algún recuerdo perdido en la etnografía familiar. Cuatro niñas y un niño que en plenos setentas caminan a la escuela en la parroquia San Judas Tadeo en busca del desayuno, con la ilusión de que al volver aún haya casa.
III
a la mariela
Cuando te veo de lejos saludas con la mano, en tu rostro ido se dibuja una sonrisa, la nariz arrugada y los ojos chiquitos, siempre arregladita me dices mientras hablas de la tintura roja sobre tu pelo, ¿te cortaí el pelo sola? preguntas y no escuchas la respuesta. Me confundes con la vecina de más arriba, estabas contenta porque fuiste a la peluquería. Al irte rapidito dices están bravos hablas de lejos pero despacio así no escucha nadie más. Los habitantes de la higuera cortada buscan espacio en los peldaños a plena pasada, cada estación el árbol se transforma. Las brevas y los higos ofician de albergue, prenden la pipa, tiran el humo, es más constante su techo de hojas al ejército de salvación donde solo piden pilchas para capear la noche. La escalera cambia siempre, hace un tiempo que una animita es lo central, un narco murió y su familia empleó a los pasteros para 48
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su construcción, estos levantaron una banca y unas repisas a los costados del monumento. Cubierta de recuerdos y velas, fotografías e insignias del Wanderers son bañadas en dorada por favor concedido. Normalmente la familia está asomada por un balcón en control de esa vía comen completos asomados por la angosta propiedad. Sobre un trozo de quebrada la casa agarrada a la calle Villagrán, en frente de ella la plaza Echaurren y el vacío de un gran incendio que quemó gran parte del centro histórico. El ascensor cordillera está maldito, se va a caer dicen, muchos vecinos decidieron no volver a ir al plan hasta que lo arreglen, las piernas no les dan y el olor a pasta los deja perdidos, agarrados a la bolsa del pan se pierden camino a sus casas, a nadie le gusta subir por ahí. A la Mariela le gustan las escaleras, se asoma a todas las que hay repartidas por el barrio, la del cerro toro, hasta a la del cerro artillería aunque prefiere ser una plantita. Agarrada de raíz juega a la maleza entre clave y Villagrán, nutre sus bracitos, se mueve al ritmo de las micros. Tararea y sonríe mostrando los espacios entre sus dientes a las vecinas, te ríes a carcajadas diciéndoles a todas no hay futuro y entras en todas las cabezas que te conforman. Terminas bailando a cada hora del día diciéndoles a las viejas, no hay mañana, ni hoy, ni nunca. Acaba la noche con la mano congelada y a lo mejor piensas en tus hijos e hijas. Peinarles mientras dibujan en una mesa limpia, salir a pasear por clave con la carita levantada, bailando juntas. Sola te encontraste con esta luna creciente en pleno junio, traficante de ideas apareces jugando a la vida en un paso de cebra, y te reí nomás. No hay nada más que hacer cuando a las cinco de la mañana solo luces y otras y otros como tú, cruzan la calle con roja. No miran atrás porque como tú, no se recuerdan a ellos mismos, ni a sus madres, ni a sus padres. Se mueven con lo puesto en un loop de calles, sin memoria te miras en parca fucsia. Caminas a la luz perfecta al cosechar el frío, levantas trozos de las calles al gritar los voy a matar a todos y vuelves a tu mirada ida. Todos los días son igual de diminutos para ti, se mezclan en tu carita avejentada, cantas fuerte, llena de rabia,
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los boleros te despiertan entre heridas hechas de madrugadas. Juegas a cruzar la calle, te escurres en la esquina de la plaza, doblas por Blanco, mocheas en la puerta de una tokata. Te agarras fuerte a las vigas de contención de un viejo edificio en ruinas, resuenan baterías al ritmo de tu hazaña, das giros sobre tus piernas heridas de tanto colgarte en andamios.
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El padre las abandonó sin mentiras de por medio. No se fue a trabajar a otra ciudad. No fue a comprar cigarros. No tenía otra familia. Simplemente se fue. Dejó un té servido en la mesa de centro, se paró y se fue. Ellas, las hijas, ni lo notaron. La mayor estaba en el segundo piso, en su pieza, preparando un informe para la universidad. La menor estaba en el living jugando Brawl Stars en su celular. La mayor pensó que el padre había ido a comprar, porque siempre salía de la casa sin avisar y llegaba con cositas ricas. La menor pensó que fue a fumarse un pucho a escondidas a la esquina. Eran los primeros días de junio del famoso dos mil veinte. El invierno se sentía más frío que nunca. Las plantas se estaban comportando de una forma extraña. La mayor tenía veinticuatro. Estaba terminando su tesis. En ese momento se sentía media arrepentida del tema que eligió. También lo estaba de trabajar con la Sandra. Cuando estaba en los primeros años pensaba que su tesis debía ser algo importante, pero después fue cachando que todas terminaban en la parte más oscura de la biblioteca de la U. Sin mucho ánimo revisaba la bibliografía, corroboraba datos, y cuando se aburría se ponía a jugar Pokémon Rojo Fuego. Su pokémon inicial fue Squirtle. La menor tenía diecinueve. Salió de cuarto medio hace dos años. No perdió su tiempo. En su primer año “libre” hizo un pre y trabajó de empaque en un Tottus cerca de la casa. Su segundo año era este. El dos mil veinte, el famoso dos mil veinte. La menor no pudo dar la PSU porque ese día estaban haciendo barricadas afuera del colegio. Eso a la menor le dio lo mismo. Ella pensaba que la educación en Chile valía callampa. Pensaba que ninguna prueba podía medir que tan bacán era. Pensaba que la universidad debería ser gratis para todos. Pero en el fondo pensaba “para qué estudiar si el mundo se está cayendo a pedazos”. –¿Qué onda el papá? Todavía no ha llegado, pregunta la mayor. –No sé, raro igual. Cuando sale siempre llega como a esta hora, responde la menor. 51
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–Dejó un té servido, dice la mayor. –¿Te fijaste si se llevó la mascarilla? pregunta la menor. –Sí, se la llevó. ¿Qué onda mi papá?, pregunta la mayor asustada, casi susurrando. El dos mil veinte. El famoso dos mil veinte. Tanto el padre como las hermanas ya no sabían cuántos días de cuarentena llevaban. Afuera todo seguía casi normal, pero con grandes manchones de desesperanza. Cada semana era como un gran domingo de invierno. La cuarentena para muchos debía ser voluntaria. En la casa del padre y las hermanas ninguno salía a menos que fueran a comprar pan o a hacer la compra mensual de mercadería. Por eso era extraño que el padre se haya ido, así como así, y más extraño aún era que se haya llevado la mascarilla. La mayor fue a preguntarles a los vecinos si lo habían visto por ahí cerca. Todos le dijeron que no. Todos menos el Donatello. El Donatello era uno de los amigos de la infancia de su papá. Le decían así porque tenía cara de tortuga. Donatello, con su voz grave, le dijo a la mayor que estuviese tranquila, que estuviesen tranquilas las dos. “Tu papá está bien”. “Me dijo que yo estuviera atento por si ustedes necesitan algo”. ¿Te dijo algo más? Le preguntó un tanto molesta la mayor. “Dijo que las iba a llamar”, mintió Donatello. La mayor volvió la casa con un dolor naciendo en su pecho. Recibió un mensaje de Sandra por whatsapp. El mensaje decía que se le había olvidado contarle que en una hora tenían una reunión por Zoom con su profe de tesis. “Me estai hueviando” le escribió la mayor. Sandra le escribió mil mensajes tratando de explicarle la situación, acompañados con stickers de gatitos tristes. La mayor se molestó. Se irritó. Sintió los jugos gástricos en la garganta. La puteó, pero no se lo escribió, solo le respondió con un frío “ok”. “Qué onda el papá” pensó nuevamente en voz alta. Entró rápidamente a la casa y se metió al baño. Comenzó a maquillarse mientras la menor la rodeaba de preguntas. La mayor se miró al espejo, pero en verdad no se estaba mirando. Su cabeza estaba poblada solo por las palabras “Papá”, “tesis” y “Sandra culiá”. –El Donatello dijo que el papá nos va a llamar, que está 52
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bien. El hueón no me dijo mucho. Andaba medio raro. Bueno, ese hueón siempre ha sido raro. Cacha que la Sandra culiá recién me viene a avisar que tenemos reunión de tesis. Estoy odiando a esa hueona. La menor, que conoce muy bien a su hermana, prefirió dejarla sola. Bajó al primer piso y prendió la tele solo para quebrar el silencio. Tomó su celular y se puso a revisar historias de Instagram. Todos sus amigos compartieron imágenes y videos de las protestas en Estados Unidos, del space X saliendo de la tierra, de los violentos allanamientos a las comunidades mapuche y memes sobre el ministro de salud. Estaba chata. Pensó en su padre. Fue a la cocina, encendió el hervidor de agua y se preparó un té. Le echó una ramita de canela y una cucharada de azúcar. Sintió el vapor en su frente. Le gustó la sensación. Tomó un sorbo, pero se quemó la lengua. Puso su teléfono a cargar. Pensó en su padre. En el segundo piso la mayor ya le contaba a su profesor los avances de la tesis. Volvió a pensar en su padre. Volvió al living. La menor dejó su taza de té en la mesa de centro, al lado de la de él, y salió de la casa. Se dirigió a la casa de Donatello. Eran las seis de la tarde, pero ya estaba oscuro. Hacía frío. La menor salió desabrigada. Perdió la costumbre de salir a esa hora de la casa. Al llegar a la casa de Donatello golpeó la reja con una piedra. Llamó seis veces al amigo de su padre y no contestó. Llamó seis veces más y el resultado fue el mismo. “¿Qué hueá mi papá?” pensó en voz alta. Desde la ventana del segundo piso de la casa conjunta se asomó una mujer mayor. –Don Donatello salió. Lo vi salir hace un par de horas, al ratito que vino tu hermana. La menor se sintió confundida. No le respondió nada a la vecina y caminó por el barrio. Olvidó ponerse la mascarilla. Pocos días después de comenzada la pandemia el municipio comenzó a hacer trabajos de alcantarillado. La calle principal que cortaba su barrio estaba destruida. Hoyos por todas partes. Máquinas retroexcavadoras estacionadas fuera de su pasaje. Montañas de tierra. Trozos gigantes de cemento. Tubos de plástico enormes. Los gatos del barrio jugaban entre todo ese caos. Hace poco había llovido. Barriales y pozas de agua
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también adornaban el paisaje. Quiso tomar una foto con su celular, pero se dio cuenta que se le había quedado en la casa. En todo caso la oscuridad se hubiese comido toda la imagen, pensó. Caminó con la esperanza de encontrarse al padre en las afueras de la botillería, o comiéndose un completo en el carrito de los vecinos. Nada. Pudo ver como de algunas casas brotaba el humo de las “Boscas”. Odiaba las “Boscas”. Pensó en su madre. Hace unos diez años atrás, en septiembre, se fue de la misma manera que lo hizo el padre. Ese día su padre las fue a buscar al colegio en el colectivo que manejaba. Al llegar a la casa todo rastro de la madre había desaparecido. Ropas. Cosméticos. Libros. Plantas. Nunca supieron qué había pasado. Nunca más supieron de ella. Pensó que quizás en diez años más sería su hermana quien se iría sin despedirse. Esa imagen mental le dio risa y pánico al mismo tiempo. Mientras la menor vagaba por las frías calles de El Belloto, la mayor se enfrascaba en una eterna e inerte discusión por teléfono con Sandra. “Me tení chata” “Siempre supe que tenía que hacer la tesis sola” “Pero hueona cómo se te ocurre mentirle al profe si ni siquiera hemos hecho esas encuestas” “¡Cómo querí que me relaje!” “La media perso” “Sabí que mejor ¡ándate a la chucha!”. La mayor cortó la conversación y lanzó su celular de pura rabia. Se tomó con ambas manos la cabeza. Llamó a viva voz a la menor, pero esta no respondió. Bajó al primer piso y encontró las luces apagadas y el televisor encendido. Su hermana no estaba. Se dio cuenta que ahora había dos té fríos servidos sobre la mesa de centro. La mayor se asustó. Sonó su celular en el segundo piso. Subió con la esperanza de que fuera su padre o su hermana quien llamaba. Era Sandra. La mayor se irritó y bajó molesta al primer piso. Notó que la mascarilla de la menor estaba sobre uno de los sillones. La mascarilla era negra y tenía un estampado que imitaba la boca de un osito de peluche. Hacía frío. Fue a la cocina, encendió el hervidor de agua y se preparó un té. No le echó azúcar. Sintió el vapor en su frente. Siempre le molestó esa sensación. Tomó un sorbo, pero se quemó la lengua. Pensó en su padre. Pensó en su hermana. Tomó su celular. Ignoró las doce llamadas perdidas de Sandra. “Sandra culiá” pensó en voz alta. Llamó a su hermana. 54
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Desde la cocina escuchó “Triumph of a Heart” de Björk, el ringtone de la menor. La menor la descubrió hace poco y está media obsesionada. “Cresta” pensó en voz alta. Dejó su celular en la mesa sin colgar. No lo notó. Hacía frío. La canción siguió sonando mientras torpemente se ponía una chaqueta, una bufanda y la mascarilla. Algo la aterró. Tomó las llaves y salió de la casa. Estaba todo muy oscuro. Vio a los gatos jugar entre el caos, las montañas de tierra mojada, las pozas y las máquinas retroexcavadoras. La canción de Björk aún sonaba en su cabeza. Todo lo que le cupo en la mirada formaba un laberinto. Quizás su padre y su hermana se perdieron en él.
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autoras/autores
Diego Armijo (Viña del Mar, 1994). Es comerciante. En 2020 obtuvo una mención honrosa en el Premio Roberto Bolaño, categoría novela. Ha sido becario del Fondo del Libro y la Lectura en 2019 y 2021. Poemas suyos han sido publicados en la revista Hueso Húmero y Maraña. Panorama de poesía chilena joven (Alquimia, 2019). Ha publicado los libros Glorias Navales (Balmaceda Arte Joven Valparaíso, 2019) y Carcasa (La Calabaza del Diablo, 2020). Escribe en Plataforma Crítica. Habitó Glorias Navales. Nina Avellaneda (Limache, 1989). Escritora. Licenciada en Literatura (PUCV) y Magíster en Arte, Pensamiento y Cultura Latinoamericanos (IDEA-USACH). Ha publicado los libros Heroína (2009), La extravía (2015) y Souza (2021). Cuentos suyos aparecen en las antologías Avisa cuando llegues (2019) y No te pertenece. Cuentos contra la violencia de género (2021). Ha escrito textos sobre Clarice Lispector y Gabriela Mistral. Rafael Cuevas Bravo (Viña del Mar, 1994). Licenciado en Letras y Literatura Hispánica por la Universidad Católica de Valparaíso. Publicó el libro de poesía Curauma (Editorial Aparte, 2019). Organizó el festival de poesía joven “Maraña” en Valparaíso y antologó el libro homónimo (Alquimia, 2019). Es redactor, editor y traductor en las revistas digitales Concreto Azul y El Circo en Llamas. Actualmente forma parte del equipo de Ediciones Inubicalistas y realiza una maestría en Escritura Creativa en la Universidad Nacional Tres de Febrero, Argentina. Silvana González Vásquez (Limache, 1995). Licenciada en Arte de la Universidad de Playa Ancha. Cursó el diplomado de escritura de la Universidad Católica de Valparaíso. En 2019, es admitida en el Taller de la Sebastiana, taller LET de Balmaceda Arte Joven y TIP de librería Concreto Azul. Durante ese año es invitada a participar en Maraña: Festival de Poesía Joven, y su posterior publicación por Alquimia Ediciones. Desde 2020, escribe textos en Plataforma Crítica de Balmaceda Arte Joven Valparaíso. Ganadora del premio Roberto Bolaño 2021 con su obra Humedad. Sergio Guerra (Santiago, 1989). Escritor, investigador, docente. Estudió Artes, Literatura y Filosofía. Tras cuatro años de viaje por el 57
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continente, se radicó en Valparaíso, donde ha coordinado eventos poéticos, principalmente a través del colectivo Kontranatura. También se ha dedicado a la creación de brebajes psicodélicos. Como docente imparte el curso de Culturas Visuales y Pensamiento Visual. Como investigador aborda la noción de carnavalización de la política, el arte y la literatura chilena en el siglo XX; la teoría de la creación; y la veta de estudios culturales abierta por Mark Fisher. Publicó Fiebre (2018) yTectónica de Clases (2020). El cuento “Bangutot” es parte del imaginario de Los Iconoclastas. Daniela Malhue Urra (San Antonio, 1990). Becaria ANID para cursar el Doctorado en Literatura de la Universidad de Chile (2019-2023) y del Fondo del Libro y la Lectura (2021), categoría cuento. Investiga la escritura de mujeres de América Latina y el Caribe durante la primera mitad del siglo XX. Fernanda Meza (Santiago, 1988). Escritora, editora. En Santiago, entre los años 2014 y 2017, participa en el Colectivo Poético Agua Maldita y el colectivo interdisciplinario Bloke Simbiótico. En Valparaíso colabora con diversas revistas locales de poesía, arte y filosofía; también desde la crónica en el medio virtual Plataforma Crítica. Actualmente es parte de Histeria Editorial, espacio enfocado en la selección y recuperación de escritura de mujeres y disidencias. Ha sido publicada en la antología Parias, poetas y borrachos (Editorial Anagénesis, 2016) y en Verosímiles (Centex, 2020), libro final del taller Formas de la Prosa. Además, publicó un adelanto homónimo del presente libro en 2019, con Histeria Editorial. Mauricio Tapia Rojo (Quilpué, 1988). Escritor, docente, editor. Licenciado en Pedagogía en Castellano por la Universidad de Playa Ancha. Ha sido finalista de los siguientes concursos de cuentos: “Luna Negra” de relatos policiales, convocado por la editorial española Lengua de Trapo (2010); y “Letras Sub 30”, auspiciado por la Fundación Cultural de Providencia, que integra Chambelán Superstar y otros cuentos (Ediciones B, 2016). Publicó los libros Semiótica de la torpeza (poesía, 2017) y Zapping (cuento, 2019). Fue seleccionado para el fanzine Nuestro Fuego editado en Chile y Estados Unidos por la Editorial Negra. A su vez, fue coeditor de Bathory Ediciones de Quilpué. Cuando niño quería ser un Power Ranger.
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Las novísimas voces narrativas de esta muestra tienen en común –aparte de su notoria juventud– el concebir sus propuestas estilísticas privilegiando la descripción directa, despojada, en contra de cualquier artilugio innecesario. Así, el registro de los ocho cuentos reunidos ha sido trazado, cada uno a su manera, desde la diversidad expresiva: la efectiva utilización de los géneros ficcionales (anticipación, fantástico, diario de vida, realismo), el sutil tramado del tempo del relato, lo fragmentario, el ensayo, o en ocasiones un hábil uso del lenguaje lírico cargado de potentes imágenes. A su vez, han tenido en cuenta temáticas sugerentes y de suma urgencia: la soledad extrema causada por la híper-digitalización, la perspectiva de género, la alusión a nuestro pasado y presente (dictadura, revuelta, pandemia), el abandono y la violencia intrafamiliar, el ecocidio, las cuales no pierden de vista el entorno de la región de Valparaíso. Y si bien el título del volumen apelaría a cierto goce de temporada circunscrito a lo estival –vacaciones, playa, cuerpos al sol, diversión intensa, descanso, música estridente, jaibol colorido–, el lector o lectora con seguridad no dejará de atesorar un deleite perdurable mucho después de concluir sus páginas.
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