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Las mascotas del Jurásico

IVÁN RÍOS GASCÓN @IvanRiosGascon

Francis Scott Fitzgerald escribió Aesteladodel paraísoa los 26 años, una novela lo suficientemente lucrativa como para ponerlo en el aparador de la crítica y en los salones de la alta sociedad. A los 24, Truman Capote publicó Otras voces,otrosámbitos, libro que lo encarriló a la fama que tanto ambicionaba. Bret Easton Ellis tenía 21 cuando Menosquecero sumó cifras de seis ceros a su cuenta bancaria, y lo colocó en la lista de los estudiantes millonarios del Bennington College. En contraste, John Kennedy Toole escribió LaBibliadeneóna los 16, pero solo la envió a un par de editores y luego la guardó en un cajón: a pesar de que todavía era adolescente, tenía el criterio de un hombre mayor, y ese otro yo le dictó una rígida autocrítica que lo hizo perfeccionar su estilo para escribir y luchar por Laconjura delosneciosque, si bien, resultó una obra maestra propia de un viejo sabio, fue menospreciada por editores con juicio de carcamales.

La juventud, en el caso de Kennedy Toole, fue un valor agregado a la madurez creadora, la inteligencia y la honorabilidad de un artista cuyo destino fue fatal. Juventud que no era sinónimo de insensatez o inexperiencia, al contrario: alentó el estoicismo, la brillantez y la nobleza. Por eso, cuando consideró batalla perdida la publicación de La conjura de los necios, prefirió suicidarse con el humo de su coche, que comprar un rifle y buscar venganza, como sucede a cada rato en las high schools, universidades, empresas, expendios de fast food, y hasta en los supermercados gringos.

Recientemente, en la Cámara baja se aprobó una iniciativa para reducir las edades mínimas para ser diputado, y para secretario de despacho en el gabinete presidencial. De 21 a 18, en el primer caso; de 30 a 25 en el segundo. Cualquiera diría que tres o cinco años no marcan diferencia alguna, sea en lo técnico, lo profesional, lo intelectual, lo moral incluso, y pienso lo mismo. Sin embargo, ese cambio tiene, en los hechos, menos ventajas y más inconvenientes en los congresos, local o federal, convertidos hoy en parcelas de rebaños de ovejas y cabríos sin criterio, sin responsabilidad, sin principios ni méritos profesionales o intelectuales, sin respeto a la investidura ni, mucho menos, vocación parlamentaria.

Con algunas excepciones, los diputados y los senadores de este tiempo mexicano no sirven para el bien común ni a nadie representan. Son un ejército de alza dedos que aprueban leyes o decretos sin leer un solo párrafo, el modelo perfecto del analfabeta funcional: útiles para los propósitos de las cúpulas partidistas; inservibles, improductivos, o francamente dañinos, para la sociedad, porque esos charolastras no alcanzan a dimensionar las consecuencias que sus índices levantados producirán en el destino nacional.

¿Quiénes ganan con diputados de 18 años, recién desempacados de la preparatoria y con una ignorancia olímpica de las leyes y de la Constitución? ¿Quiénes perdemos con “legisladores” de esa ralea?

Una reforma de “gran calado”, para usar la jerga politiquera del Jurásico, consistiría en agregar los requisitos de la formación académica, de la experiencia laboral, y de una rigurosa rendición de cuentas. Una reforma sensata obligaría a debatir, razonar las iniciativas, y prohibiría insultos y vejaciones entre pares, derogaría la execrable tradición de los herederos del priismo rancio, ese de la Roque señal y demás vulgaridades.

Ah, qué tiempos aquéllos en que las curules eran ocupadas por jóvenes como Francisco Zarco o Ignacio M. Altamirano (ambos con menos de 30), épocas tan, pero tan lejanas, porque ahora, los diputados de 18 serán los juniors, los recomendados, los personeros, los hijos putativos de la fauna empeñada en demoler lo que queda del país. Por mi parte, no vuelvo a votar por nadie que aspire a dietas, fueros y charolas. _

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