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JUN/JUL 2017 / ARGENTINA $280 COMUNIDAD EUROPEA €30 / RESTO DEL MUNDO U$S35 EDICIÓN EN ESPAÑOL / ISSN 1853-1997

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Johnston Marklee Pavilion of Six Views, The Form of Form, Vault House, Porch House, Hut House. Con entrevista a Sharon Johnston y Mark Lee. Nuevas Prácticas en Praga A1 Architects. Formafatal. H3T Architekti. Mimosa. OV-A. Con introducción de Adam Štech. ˇ Fundación Giner de los Ríos amid.cero9 En un mundo crecientemente más familiar. Por Cristina Díaz Moreno y Efrén Gª Grinda



Teoría

Algunos de los edificios más icónicos de las últimas décadas han perdido parte de su atractivo popular, ya que el ámbito de lo construído representa realidades políticas y comerciales ajenas a gran parte de la sociedad. Sin embargo, en la práctica de arquitectos como Peter Zumthor o Álvaro Siza todavía persiste la convicción de que la arquitectura y el arte deben ser capaces de producir relaciones entre el hecho construido y el usuario, que no existan únicamente a través de la percepción visual. “Presence: The Light Touch of Architecture”(1) [Presencia: el leve toque de la arquitectura], reflexiona sobre la tendencia de ciertos arquitectos y artistas contemporáneos a promover espacios e instalaciones que ubican al usuario como catalizador del espacio y hacen hincapié en construir atmósferas en las que se expone la multiplicidad del acto perceptivo.

sacaban fotos, e incluso hubo uno que se puso a hacer la vertical. Yo disfrutaba de la calidez del aire, del olor fresco y salado del mar, del azul intenso del cielo. Me llevó un rato darme cuenta de lo que había pasado. Habíamos llegado a nuestro destino, el muelle escultórico de Flisvos, pero nuestros anfitriones, a propósito, no nos lo habían comunicado. Aun sin explicación ni introducción alguna, sentimos que habíamos llegado a un lugar muy específico. No había ninguna necesidad de prisas, ninguna urgencia por seguir adelante. Simplemente estábamos presentes.

Autor Philip Ursprung CV Ver página de colaboradores Traducción Moisés Puente

Fuimos conscientes de inmediato de la calidad y de la belleza de este lugar que contrastaba fuertemente con lo azaroso de las numerosas construcciones de infraestructura que habíamos visto dispersas por toda la costa. Sin embargo, también estábamos desconcertados, y empezamos a hablar sobre lo que teníamos ante nuestros ojos. ¿Era esto arquitectura?, ¿una escultura?, ¿una pieza de infraestructura?, ¿una escenografía? ¿Era un escenario para un teatro, un mirador, un malecón, un pedestal, una fortificación, un salón al aire libre? Era imposible definir el tipo de estructura, e incluso nos costó describir su tamaño. Sin embargo, sentimos que aquella construcción se relacionaba de una manera muy específica con nuestros cuerpos, que producía un estado de atención intensificada hacia el aquí y el ahora, y eso agudizaba nuestra percepción de los alrededores.

En la primavera de 2013 estuve de viaje en Atenas con mis alumnos. Nuestros anfitriones nos llevaron a la costa y nos enseñaron cómo, en la época del boom de la construcción durante la posguerra, la expansión desregulada desconectó la ciudad de la playa. Nos dirigimos al puerto deportivo con la intención de hacer una parada en Palaio Faliro para ver el muelle escultórico de Flisvos, de la artista griega Nella Golanda. Nuestros anfitriones habían escogido este proyecto, completado en 1986, como un ejemplo raro y exitoso de cómo podía hacerse accesible la playa. Recuerdo que íbamos caminando a lo largo de la costa, en parte prestando atención a nuestros guías y en parte absortos por las hermosas vistas del Mediterráneo. Nuestro ritmo se ralentizó súbitamente e hicimos una parada. Los estudiantes empezaron a formar pequeños grupos y a charlar entre ellos; algunos se sentaron, otros (1) “Presence: The Light Touch of Architecture” [Presencia: el leve toque de la arquitectura], en Sensing Spaces: Architecture Reimagined (catálogo de la exhibición), Royal Academy of Arts, Londres, 2014. La traducción al español forma parte de la compilación de textos de Philip Ursprung Brechas y conexiones. Ensayos sobre arquitectura, arte y economía, Puente Editores, Barcelona, 2016.

Comencé a examinar con más cuidado el lugar. Se trataba de una superficie inclinada, construida a base de hormigón revestido con unas losas de mármol erráticamente cortadas y de diferentes colores, que caía ligeramente hacia el mar. No había barandilla, pero me sentía seguro porque la superficie rugosa de mármol proporcionaba un buen agarre. Pisaba en terreno sólido, aunque más cerca del mar que en cualquier otra parte del paseo. Parecía como si uno pudiera simplemente echar una carrera y saltar al agua, o incluso echar a volar hacia el horizonte. En una parte se había tallado un nicho que formaba unos bancos revestidos de piedra y madera. En otro lado, un grupo de bancos parecían surgir de la plataforma maciza. Estos bancos estaban dispuestos de modo que la gente pudiera sentarse cerca y charlar, a pesar del ruido del viento y del mar. Unos pocos escalones conducían a una playita de arena protegida y enmarcada por el muelle.

Espacio escénico Nunca antes había estado en ese lugar, y no sabía nada de Nella Golanda hasta que llegué a Grecia. Sin embargo, sentí una especie de déjà vu. ¿En qué otro lugar había experimentado una sensación comparable de mi propia presencia dentro del entorno construido? La relación entre lo artificial y el paisaje, entre la escala pequeña y la grande, entre las losas de piedra cuidadosamente dispuestas, casi ornamentales, y la estructura general me recordaba a otros lugares que ya había visitado. A medida que daba vueltas por el

muelle, sentía la superficie del mármol bajo mis zapatos y con las puntas de los dedos notaba el contraste entre el hormigón rugoso y la madera pulida de los bancos, y recordé un viaje que hice a las piletas públicas de Leça da Palmeira, construidas por Álvaro Siza cerca de Oporto a principios de la década de 1960. Unos colegas me llevaron allí hace dos años en un día soleado de primavera, cuando todavía hacía demasiado frío como para bañarse. En las piletas de Siza, con sus plataformas de hormigón y escaleras que daban la impresión de haber sido añadidas directamente, o bien talladas en la roca, me sentí cercano al océano Atlántico y, a su vez, protegido por él. La costa rocosa y las intervenciones de hormigón servían de marco mutuo, por decirlo de algún modo. Me había fascinado otra conjunción similar cuando visité el estadio municipal de Braga (2003), de Eduardo Souto de Moura, donde la crudeza de la cantera existente crea un contraste con la elegante estructura de hormigón de las gradas. La oscilación entre lo visual y lo táctico, y el recorrido a seguir que ofrece la arquitectura al visitante, así como el sentido de lo teatral son cruciales en ambos arquitectos. La fusión entre lo pictórico, lo escultórico, lo arquitectónico y lo escénico que experimenté en Palaio Faliro también me recordó a Gibellina Vecchia, donde el artista italiano Alberto Burri forjó un paisaje de hormigón sobre las ruinas de una aldea siciliana que había sido destruida por un terremoto. Conocido en la década de 1950 y 1960 por sus cuadros de gran formato con superficies tratadas toscamente, entre ellas la arcilla y la tela, Burri había aumentado la escala de la pintura a la de todo un asentamiento. Su obra Grande Cretto (1981) permitía a los visitantes hundirse literalmente en la superficie de una pintura de grandes dimensiones y desaparecer por sus grietas, que servían tanto de caminos reales como de trazas del proceso artístico. Y, finalmente, los matices de los materiales, las texturas y los colores bajo mis pies en Palaio Faliro también me recordaron al camino de piedra y hormigón que atraviesa las salas de la reforma del Museo di Castelvecchio en Verona, de Carlo Scarpa, construida entre finales de la década de 1950 y mediados de la de 1970. En este museo, Scarpa fue más allá que cualquier otro arquitecto de aquella época en su intento por orquestar los movimientos de los usuarios del edificio. Me sentí libre de deambular por él, guiado sin peligro por la narrativa espacial que utiliza la luz y la sombra, los espacios angostos y abiertos y una variedad de materiales para envolver al visitante del museo. Durante nuestra breve estancia en el muelle escultórico Flisvos, experimentamos una combinación similar de orientación y libertad de movimientos. En cierto sentido, nos sentimos como bailarines o actores sobre un escenario, actuando libremente sin una trama o una coreografía fija; simplemente nos dejábamos llevar por el entorno. Quizás éramos particularmente susceptibles a este aspecto escénico porque el día anterior habíamos visitado el teatro de Dionisio Eleuteros.

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Fotografía: Tassos Vrettos (Nella Golanda, muelle escultórico de Flisvos, Grecia, 1986)

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Piletas en Leça de Palmeira, Álvaro Siza, Portugal, 1966. Fotografía: FG+SG | Fernando Guerra, Sergio Guerra.

Ubicado justo a los pies de la Acrópolis de Atenas, el lugar de origen del teatro europeo combina el contorno del paisaje con gradas de piedra que se abren hacia el mar a lo lejos. La topografía natural del paisaje y la topología artificial de la arquitectura se realzan entre sí como si las losas de piedra estuvieran enmarcando la pendiente cubierta de hierba y la colina formara un fondo para la blancura de las hileras de piedra y el escenario. Resulta tentador imaginar cómo en la Antigüedad este marco convergía con la narrativa de obra de teatro, el movimiento de los actores y las expectativas del público, quienes tenían el poder de decidir qué autor ganaba el premio. Mientras deambulábamos por entre las ruinas, me vino a la mente el teórico Henri Lefebvre. En su libro de 1974 La producción del espacio, Lefebvre evocaba la unidad de espacio y tiempo: Un teatro griego presupone tragedia y comedia, y, por extensión, la presencia de la gente de la ciudad y la lealtad a sus héroes y dioses. En el espacio teatral, la música, los coros, las máscaras y las gradas, todos estos elementos convergen con el lenguaje y los actores. Una acción espacial supera, al menos momentáneamente, los conflictos, aunque no los resuelve; abre una vía desde las preocupaciones cotidianas al gozo colectivo.(2)

La asociación del teatro, de un espacio escénico, evocaba otras imágenes menos conocidas del escenógrafo suizo Adolphe Appia. Inspirado originalmente por el concepto de Gesamtkunstwerk [obra de arte total] de Richard Wagner, Appia revolucionó la escenografía a principios del siglo XX. Sustituyó los telones de fondo ilusionistas, los favoritos de Wagner y de la mayoría de directores decimonónicos, por escenografías atmosféricas que utilizaban escaleras monumentales, rampas, plataformas y cortinas. Estos diseños no se componían de pintura, sino de arquitectura; las actuaciones se enmarcaban dentro de una atmósfera general, en lugar de dentro de piezas específicas de decorado, con la intención de crear un sentido de unidad, centrarse en la luz, el sonido y el movimiento y realzar la implicación emocional del público en la ópera. A Appia le interesaba la euritmia y desarrolló una nueva aproximación a la iluminación teatral, que consideraba inseparable de los actores y del espacio. Como él mismo sostenía, “La luz tiene una flexibilidad casi milagrosa…, puede crear sombras, hacer que estén vivas, y diseminar armonía con sus vibraciones en el espacio, al igual que hace

(2) Lefebvre, Henri, La Production de l´espace, París, Anthropos, 1974 (versión castellana: La Producción del espacio, Madrid, Capitán, 2013).

la música”.(3) Appia preparó el camino para el teatro experimental de la segunda mitad del siglo XX y, en retrospectiva, sus proyectos parecen anticiparse a muchas instalaciones atmosféricas espectaculares, como el trabajo con luz natural y artificial de James Turrell o las escenografías de Robert Wilson. Atmósfera y aura La intención del relato de la experiencia griega no es resaltar mi propia subjetividad. Más bien, mis reacciones y las de mis alumnos son típicas de una tendencia general en los debates arquitectónicos actuales: un interés en cómo nos relacionamos, en tanto sujetos, con nuestro entorno construido, tanto física como emocionalmente. En el arte, la arquitectura y el diseño existe un interés renovado en la sinestesia. Parece que volvemos a ser conscientes de que, una vez más, nuestra relación con los edificios no puede ser meramente visual. Queremos ser capaces de situar nuestros cuerpos en el entorno y nos interesa la interacción, el intercambio, la ósmosis. (3) “Adolphe Appia, Actor, Space, Light, Painting” (1919), Journal de Genève, números 23-24, enero de 1954; también en Beacham, Richard C. (ed.), Adolphe Appia: Texts on Theatre, Londres / Nueva York, Routledge, 1993, p. 114.


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Presencia Philip Ursprung

Teoría

Termas de Vals, Peter Zumthor, Suiza, 1996. Fotografía: FG+SG | Fernando Guerra, Sergio Guerra.

No solo somos un par de ojos que flotan por el espacio; tenemos cuerpos, sentidos, emociones, expectativas y recuerdos.

diferencia y de la exclusividad y no tanto de la proximidad y la comunidad. Los edificios icónicos parecen hoy separar a la gente, más que unirla.

Los edificios monumentales e icónicos que dominaron la escena arquitectónica durante las décadas de 1990 y 2000, como el Museo Guggenheim de Bilbao (1997) de Frank O. Gehry o la torre en el número 30 de St. Mary Axe en la City de Londres (2003), llamado el “pepinillo”, de Norman Foster, todavía ocupan los titulares y son atractivos para un público cada vez más amplio. Sin embargo, en los últimos años las ideas que representan han perdido gran parte de su atractivo, al menos en Estados Unidos, Europa y Japón. La crisis financiera, desencadenada por la burbuja inmobiliaria estadounidense, ha acentuado el contraste brutal entre las espectaculares torres de oficinas de la industria financiera y el destino de los propietarios y arrendatarios de viviendas particulares. Diseñados como hitos dentro de las siluetas urbanas de las grandes urbes, encargados tanto de atraer capital como de expresar el poder de inversión, dichos edificios tienden a aumentar el sentido de alienación entre la gente y el entorno construido. Cabe señalar que desde que las metrópolis de la zona del golfo Pérsico y del sureste asiático se vieron salpicadas con arquitectura de firma, el público más amplio a percibir estos edificios como emblemas de la

Por tanto, no es de extrañar que con el declive de la arquitectura de estrellas haya habido una demanda creciente de edificios que incidan simultáneamente sobre varios sentidos, edificios que uno pueda tocar, oler o escuchar, que evoquen imágenes mentales y que resuenen en la memoria de cada uno. ¿Podría ser que esta demanda de algún modo quiera compensar esa opinión, mantenida por mucha gente, de que los mundos económicos y políticos son abstractos, incomprensibles y están fuera de su alcance? ¿Puede ser que el público necesite esta forma de consolación para sentirse segura de su propia existencia, como cuando uno sacude el brazo para asegurarse de que no está soñando? ¿Es una reacción que contrarresta la individualización y la segregación que prevalecen en los países industrializados, o es una vuelta regresiva a lo conocido? Sean cuales fueren las razones –y sin duda existen motivos contradictorios de la tendencia hacia lo inmediato y lo físico–, no es coincidencia que algunos de los mejores edificios de este tipo no estén en los centros de megaciudades, sino en provincias, lejos de los aeropuertos y a menudo en zonas pobres. Sus presupuestos normalmente son minúsculos en comparación con las grandes

sumas de dinero que requiere la arquitectura de firma, y su escala está más próxima a la de la escultura, el diseño de moda o la escenografía que a una dimensión urbana. Inauguradas en 1996, en pleno apogeo de la arquitectura de firma, las termas de Vals de Peter Zumthor son un buen ejemplo de esta tendencia. El impacto visual es sorprendente, pero aún más potente es su impacto en el resto de sentidos –como el olfato y el tacto–, y la gente acude en tropel a la aldea vacacional de los Alpes suizos para experimentar los efectos sensitivos que produce el edificio. Quienes han nadado allí nunca olvidarán la visión inesperada y el aroma de los pétalos que flotan en el agua tibia de la piscina de las flores, ni lo relajante e inspirador que es tumbarse en un cómodo banco de piel en una cámara tenuemente iluminada escuchando la composición Sounding Stones, del músico Fritz Hauser. Todo el complejo recuerda a una cueva tallada en la roca –de ahí el nombre alemán Felsentherme, literalmente “termas de la roca”–, aunque el edificio está construido con hormigón armado y las losas de gneis, con diferentes tipos de pulido, son solo un revestimiento, casi como en un escenario. El proyecto no trata de los materiales en sí mismos; no explora su “esencia” o “naturaleza”, ni se centra en su significado simbólico ni en sus asociaciones históricas, sino que estos materiales median

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en su materialidad, y activaba de un modo literal el espacio. Una vez dentro me sorprendió su oscuridad y el olor a madera quemada. No tiene luz artificial y la natural parece filtrarse por una abertura en la cubierta de este edificio en forma de tienda de indios y a través de una trama regular de tubos de vidrio incrustados en los muros de hormigón. El olor procede de la superficie chamuscada del interior, los vestigios de haber quemado los postes de madera que formaban el encofrado perdido. El hormigón fue vertido y compactado por estratos que pueden distinguirse en la fachada, poniendo de manifiesto el proceso constructivo, mientras que el pavimento de plomo tiene una superficie desigual que es resultado del proceso de vertido y del fundido del metal por el calor. De este modo, el edificio es portador de la historia de su propia construcción, no como información escrita, sino en unas trazas que cualquiera, sea especialista en arquitectura o no, puede reconocer.

Capilla Bruder Klaus, Peter Zumthor, Alemania, 2007. Fotografía: Tim Van de Velde.

entre la gente, que se relaja o recibe un masaje, y su entorno. Las losas de gneis de los muros y del pavimento, el hormigón pulido, los asientos de piel y los bancos de madera, las barandillas de bronce y la copa para beber en la sala de la fuente tenuemente iluminada actúan como soportes, o herramientas, para realzar las experiencias contrastantes de frío y calor, y el sabor ligeramente sulfuroso del agua. Un proyecto más reciente de Zumthor va incluso más lejos a la hora de subrayar las cualidades sensuales de un edificio. La capilla Bruder Klaus (2007), situada en un campo privado en Mechernich-Wachendorf, cerca de Colonia, fue

encargada por campesinos locales en honor a su santo patrón. Cuando fui a verla tuve que acercarme a pie al edificio monolítico de hormigón después de haber deambulado por los campos. Incluso para alguien sin fe religiosa, como es mi caso, esta lenta aproximación atravesando prados abiertos fue una experiencia fascinante. Cuando finalmente llegué al edificio, me topé con una puerta triangular maciza de hormigón. Su apariencia y su material me animaron a pensar en una masa pesada, difícil de mover, pero cuando agarré el picaporte, la puerta se abrió sin tantos problemas como me había imaginado. Al abrir la puerta, sin más, me implicaba en la coreografía de la capilla, participaba de su espacialidad y

¿Cómo podemos definir este cambio en la percepción, esta tendencia hacia la sinestesia? Aunque parece bastante obvio a qué nos estamos refiriendo cuando la gente habla sobre la percepción directa y sin mediar del entorno construido, el fenómeno constituye un desafío para la teoría. Han corrido muchos ríos de tinta intentando describir esta interrelación, y la multitud y la vaguedad de los términos en juego indican que se está produciendo un cambio fundamental. Uno de los términos que ha gozado de aceptación en el campo de la arquitectura es la idea de “atmósfera”, teorizada por primera vez por el filósofo alemán Gernot Böhme a mediados de la década de 1990. Böhme quiere vencer la distancia que existe entre el objeto y el observador. Para él la atmósfera es la “realidad común de quien percibe y el objeto que es percibido”.(4) Además, defiende una práctica estética que no se limita al arte —tradicionalmente el sujeto de la reflexión estética—, sino que también incluye “el diseño, la escenografía, la publicidad, la producción de atmósferas musicales, la cosmética, el diseño interior”.(5) El concepto de atmósfera de Böhme echa mano de lo que Walter Benjamin llamaba “aura” en su famoso ensayo “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” (1936). Benjamin no da una clara definición de qué quiere decir con aura; utiliza una imagen, que ha sido citada muchas veces, a pesar, o por culpa justamente, de su vaguedad. En sus palabras, el aura es la “aparición irrepetible de una lejanía por cercana que esta pueda hallarse. Ir siguiendo en el horizonte, mientras se descansa durante una tarde de verano, una cadena de montañas o una rama que se cruza proyectando su sombra sobre el que reposa: esto significa respirar el aura de aquellas montañas, de esa rama”.(6)

(4) Böhme, Gernot: Atmosphäre: Essays zur neuen Ästhetik, Fráncfort, Suhrkamp Verlag, 1995, p. 34. (5) Ibídem, p.35.


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Presencia Philip Ursprung

Teoría

The Mediated Motion, Olafur Eliasson, Austria, 2001. Fotografía: Markus Tretter.

Para nuestra discusión actual, en parte lo importante radica en la oscilación entre lo cercano y lo lejano. Podríamos decir que el aura tiene que ver con la omisión de una distancia y con implicar otros sentidos además de la vista. Desde el punto de vista de Benjamin, el aura se pierde cuando una obra de arte se reproduce mecánicamente. Por supuesto, esta idea debe ser cuestionada hoy, en un momento en el que el arte y la arquitectura están intrínsecamente ligados con la reproducción técnica. Hace tiempo que la fotografía, el cine y el video se establecieron como géneros artísticos. Aunque son resultado de la reproducción mecánica, una fotografía o una instalación de vídeo equivalen a –y no tienen menos aura que– una pintura o una escultura, incluso cuando sabemos (6) Benjamin, Walter, “Das Kunstwerk im Zeitalter seiner technischen Reproduzierbarkeit” [1936] (versión castellana: “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” (primera redacción), en Tiedermann, Rolf y Shweppenhäuser, Hermann (eds.), Walter Benjamin, Obras (libro I, vol. 2), Madrid, Abada, 2008, p. 16.

que existen otras copias. Lo mismo sucede con la arquitectura: poco discurso existiría sobre la arquitectura sin la fotografía y el vídeo. Los edificios están intrínsecamente ligados a los modos de producción mecánicos, a las series, la repetición y la reproducción. Estamos tan habituados a ver la arquitectura a través de la fotografía que casi automáticamente buscamos el ángulo para la cámara cuando nos enfrentamos a un edificio. La inmediatez y la inmersión son otros términos utilizados para describir el fenómeno. Estos términos se aplican más a menudo al arte que a la arquitectura. Las instalaciones de Olafur Eliasson, que envuelven a los espectadores en entornos nebulosos –como en la exposición The Mediated Motion (2001), celebrada en el Kunstmuseum de Bregenz, un edificio de Zumthor, o The Weather Project (2003) en la Tate Modern de Londres–, permiten a los visitantes bucear por entornos atmosféricos que están alejados de la realidad por las paredes del museo y, simultáneamente, son “reales” porque producen un efecto real sobre los sentidos. La gente se mueve por la obra de arte, puede tocarla, puede

interactuar con ella hasta el punto de que parecen transitar del papel de consumidor pasivo al de participante activo. Por supuesto, esta participación todavía está controlada por el artista, pero la necesidad de seguir moviéndose, de que cada uno encuentre su camino a través de la niebla, de reorientarse, agudiza constantemente los sentidos. Principalmente en el campo del arte, las ideas de “participación” y de “estética relacional” se han utilizado mucho durante la década pasada. Entre los numerosos términos que se presentan en la exploración actual de este tema, encuentro particularmente útil el concepto de “presencia”, término que ha sido tratado por diversos autores, y desde diversos puntos de vista, durante la última década. En su libro Imperio, Michael Hardt y Antonio Negri delinean el escenario de un campo mundial en el que gobierna un presente eterno. En contraposición con el imperialismo decimonónico, cuando cada estado nación competía por la expansión territorial, el imperio que describen Hardt y Negri es un nuevo orden mundial que presenta “su regla no como un momento transitorio en el movimiento de la historia, sino

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“En el estado del presente eterno, todo lo ordinario se vuelve extraño y valioso. En consecuencia, el acontecimiento se convierte en un recurso preciado, en algo deseable porque nos hace sentir que estamos participando de algo importante, que estamos conectados con la temporalidad, que estamos presentes”.

o “atmósfera”, como una “dimensión de lo que para nosotros puede hacer presente –inmediata e intuitivamente presente– el pasado”.(11) En sus palabras: Lo que las metáforas “clima” y “atmósfera” comparten con la palabra Stimmung –cuya raíz etimológica es Stimme, ‘voz’ en alemán– es que sugieren la presencia de un toque material, normalmente uno muy leve, sobre el cuerpo de la parte (a)perceptora. El tiempo atmosférico, los sonidos y la música, todos estos elementos tienen un impacto material, aunque invisible, en nosotros. Stimmung supone una sensación que asociamos con ciertos sentimientos “interiores”. Toni Morrison ha descrito este aspecto de Stimmung con la paradoja de “ser tocado como desde fuera”.(12) Aproximación y exposición

como un régimen sin límites temporales y, en este sentido, fuera de la historia, o en el fin de la historia”.(7) Según el teórico Hans Ulrich Gumbrecht, quien ha abordado este tema en sus libros Producción de presencia: lo que el significado no puede transmitir(8) y After 1945: Latency as Origin of the Present(9), una de las razones del actual interés por el presente es el hecho de que nuestro horizonte temporal se ha estrechado. Por decirlo de alguna manera, estamos atrapados en un presente eterno en el que las dimensiones del pasado y del futuro están encogiéndose. Hacer un pronóstico, especular sobre el futuro, se ha vuelto extremadamente difícil, al igual que explorar el pasado. Ya no podemos “aprender” del pasado y proyectar las lecciones de la historia hacia el futuro. La idea de progreso, que marcó la percepción del tiempo para los habitantes de las naciones industrializadas a partir de la Segunda Guerra Mundial, ha llegado a su fin. Por supuesto, existe la innovación tecnológica, pero se ha hecho difícil conectar este proceso con el sujeto individual. En palabras del sociólogo francés Alain Ehrenberg: “Estamos cambiando, por supuesto, pero eso no significa necesariamente que estemos progresando”.(10) Paradójicamente, la idea de eterno presente también implica que nos sentimos desconectados de la temporalidad, como si hubiéramos reñido (7) Hardt, Michael y Negri, Antonio, Empire, Cambridge , Harvard University Press, 2000, p. 14, 15 (versión castellana: Imperio, Barcelona, Paidós, 2002). (8) Gumbrecht, Hans Ulrich, Production of Presence: What Meaning Cannot Convey, Stanford, Stanford University Press, 2004 (versión castellana: Producción de presencia: lo que el significado no puede transmitir, Ciudad de México, Universidad Iberoamericana, 2005). (9) Gumbrecht, Hans Ulrich, After 1945: Latency as Origin of the Present, Stanford, Stanford University Press, 2013. (10) Ehrenberg, Alain, La Fatigue d’être soi. Dépression et societé, París, O. Jacob, 1998 (versión castellana: La fatiga de ser uno mismo: depresión y sociedad, Buenos Aires, Nueva Visión, 2000).

con el tiempo, como si el tiempo en el que vivimos ya no fuera nuestro. En el estado del presente eterno, todo lo ordinario se vuelve extraño y valioso. En consecuencia, el acontecimiento se convierte en un recurso preciado, en algo deseable porque nos hace sentir que estamos participando de algo importante, que estamos conectados con la temporalidad, que estamos presentes. Con razón el acontecimiento es tan popular, ya sea en el campo del entretenimiento, la política, el estilo de vida o la arquitectura. Lo valioso es la impresión de que uno está conectado con su entorno. Por supuesto, el deseo de conectarse con el propio entorno no es algo nuevo. El anhelo de una unidad y una coherencia preindustrial supuestamente intacta atraviesa toda la era de la industrialización. A mediados del siglo XIX, arquitectos y teóricos como Gottfried Semper, Owen Jones y John Ruskin fueron defensores influyentes de una síntesis de las artes y se encontraban entre los críticos más severos de los resultados de la división del trabajo. Hacia finales de ese mismo siglo, Adolphe Appia, los secesionistas vieneses y el filósofo Henri Bergson exigían un arte y una arquitectura multisensoriales. El libro Materia y memoria (1896) de Bergson, que vendió varios miles de ejemplares bien entrada la década de 1940, fue adoptado durante todo el siglo XX, en particular tras el renovado interés de Gilles Deleuze por Bergson a finales de la década de 1960. Ser y tiempo (1927) de Martin Heidegger, El arte como experiencia (1934) de John Dewey, Fenomenología de la percepción (1945) de Maurice Merleau-Ponty, La poética del espacio (1958) de Gaston Bachelard, La experiencia de la arquitectura (1962) de Steen Eiler Rasmussen y La producción del espacio (1974) de Henri Lefebvre se encuentran entre los ejemplos más influyentes de esta línea de pensamiento. Hans Ulrich Gumbrecht ofrece un resumen de los términos debatidos anteriormente y define el concepto alemán de Stimmung en el sentido de “estado de ánimo”, pero también de “clima”

El concepto de Stimmung, y en particular la metáfora del “leve toque” que evocaba Gumbrecht, ofrece otra postura fructífera al debate sobre nuestra relación con la arquitectura que aborda la importancia de la sensación física, pero que también nos recuerda la escasa distancia que media entre nosotros y nuestros entornos. Tiene que ver con la idea de aproximación, de dos fenómenos que, aun estando muy próximos el uno del otro, nunca son idénticos, nunca están completamente unidos. Esto nos recuerda a aquello que Benjamin escribió cuando hablaba del aura como algo que está tanto cerca como lejos. Recuerda la diferencia de una relación meramente visual, y evoca el aspecto temporal, la idea de que la interrelación entre sujeto y entorno es un proceso, algo que sucede tanto en el espacio como en el tiempo y que, por tanto, contiene una dimensión histórica. Esto podría ayudarnos a entender el concepto de presencia de Peter Zumthor. En una conferencia celebrada en Zúrich en febrero de 2013, en la que también participó Gumbrecht, Zumthor dijo que el objetivo de su arquitectura era producir la sensación de presencia, aunque era consciente de que podría no conseguirse dicho objetivo. Describía lo que él quería decir con presencia al evocar su recuerdo de estar corriendo por una aldea cuando tenía ocho años y oler el hormigón fresco: “Y cuando hago memoria, creo que aquello era pura presencia para mí. Puro ser. Intensidad del momento. Y, por supuesto, aún no había significado”.(13) Ese momento no podría repetirse con la misma intensidad, pero podía evocarse, no al mostrar edificios y paisajes de su (11) Gumbrecht, Hans Ulrich, After 1945, op. cit., p. 24. (12) Ibídem, p 24. (13) Zumthor, Peter, presentación con ocasión de la conferencia “Presencia” celebrada en el Cabaret Voltaire de Zúrich el 1 de febrero de 2013. El episodio está recogido en Berthold, Jürg; Hinrichsen, Kristina; Ursprung, Philip y Widrich, Mechtild (eds.), Presence. A Conversation at Cabaret Voltaire, Zurich, Berlín, Steinberg Press, 2016, p. 15,16.


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Presencia Philip Ursprung

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infancia, sino al representar los paisajes contemporáneos y producir arquitectura. En palabras de Zumthor: “Me gustaría hacer edificios que no signifiquen nada, que simplemente sean. Este sería el gran logro para mí”.(14) Es obvio que el movimiento del cuerpo del sujeto por el espacio desempeña un papel en este concepto de presencia, pues incluye el aspecto escénico y la dimensión temporal. El entorno entra constantemente en relación con el cuerpo humano, con su tamaño y sus sentidos. Por supuesto, desde la Antigüedad ha sido un lugar común relacionar el cuerpo humano con la arquitectura y concebir los elementos arquitectónicos como artefactos conformados a partir del cuerpo humano, antropomórficos. Sin embargo, lo interesante dentro de nuestro contexto es el hecho de que nuestra percepción y nuestra habilidad para relacionar nuestro entorno con nuestros cuerpos parecen provocar una interrelación entre una espacialidad y una temporalidad, por otro lado incoherentes. Esta relación antropomórfica es justamente lo que le interesa a la historiadora del arte Alina Payne cuando describe el papel del ornamento en la cultura visual, sosteniendo que el “tertium comparationis que conecta la escala y la escultura (pequeña o grande, arquitectónica u objetual) es el cuerpo humano que involucra directa, física y hápticamente el mundo tridimensional que lo rodea”.(15) ¿Podría ser que la actual recuperación del ornamento arquitectónico –por ejemplo, en la obra de Herzog & de Meuron y Caruso St John, pero también el interés por ejemplos anteriores, como en el caso de Carlo Scarpa, Louis H. Sullivan o Gottfried Semper, que se evoca en la actualidad– sea otro síntoma del cambio que está teniendo lugar? Expulsado del mundo de la arquitectura durante la mayor parte del siglo XX, una vez más el ornamento se está moviendo hacia una posición central. Su actual popularidad no se debe solo a las nuevas herramientas disponibles –como, por ejemplo, los láseres para cortar materiales–, sino que también es característico de un renovado interés por la escala humana, por los elementos que se relacionan directamente con nuestra experiencia corporal y que nos permiten identificar y poner de relieve la estructura misma de la arquitectura. Experimentamos esto en el muelle escultórico de Flisvos de Nella Golanda, donde las losas de piedra estaban colocadas de una manera claramente ornamental, y donde se había cuidado la relación entre los colores, las texturas y el tamaño de cada pieza. Si el sentimiento de presencia constituye un reto para la arquitectura, aún un mayor desafío es el caso de la exposición de la arquitectura. Existe una gran distancia entre nuestra experiencia cotidiana del entorno construido y las (14) Ibídem. (15) Payne, Alina, From Ornament to Object: Genealogies of Architectural Modernism, New Haven/ Londres, Yale University Press, 2012, p. 16.

The Weather Project, Olafur Eliasson, Reino Unido, 2003. Fotografía: Olafur Eliasson.

abstracciones a las que nos enfrentamos con las exposiciones de maquetas, dibujos, fotografías y textos descriptivos. Parece difícil que la inmediatez de la vida en la calle –su ruido, su olor, su ritmo y su atmósfera siempre cambiante– atraviese el umbral del museo y penetre en una sala de exposiciones. Por supuesto, es evidente que la arquitectura como tal no puede exponerse. Exponer arquitectura es un reto a las convenciones del género tanto como lo es la exposición del arte al aire libre, fuera de los muros del museo. Por otro lado, las exposiciones son campos de prueba, áreas de experimentación. Utilizar una exposición no como un medio para representar lo que ya sabemos, sino como una oportunidad para aprender más sobre lo que no sabemos, abre un nuevo territorio. ¿Dónde si no

en el espacio de exposición puede uno encontrar mejores condiciones para probar la interacción de un edificio con sus usuarios? ¿Dónde hay más libertad para reestructurar las relaciones entre los diferentes géneros y para moverse libremente entre arquitectura, escultura y escenografía? Preguntar cómo los artefactos espaciales afectan a los sentidos, cómo interactúan con nuestros cuerpos y permitir que veamos nuestro entorno bajo una nueva luz también contribuirá a un mejor entendimiento de la función de la arquitectura en nuestras sociedades. Si lo que estamos buscando es una arquitectura que una a la gente en el espacio y en el tiempo y que vaya más allá de lo icónico, la exposición es un medio privilegiado para ello. Es aquí donde se produce la aproximación y donde puede tener lugar esa presencia, sea cual fuere su definición.—

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