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Godo: La vida de un pescador que se sumerge en las profundidades científicas.
GODO:
UN PESCADOR AL SERVICIO DE LOS ESTUDIANTES
Por Cristina D. Olán Martínez
Hay en Magueyes un espíritu de pez transmigrado a un cuerpo de hombre. No lleva prendas ni ropas suntuosas. Transita los muelles casi como Dios lo trajo a esta vida. Sus ojos claros exploran el mar de su niñez y lo transportan al pasado. En los canales de La Parguera, tan sinuosos como su vida misma, navegan los recuerdos de sus 62 años de experiencias. Godoberto López Padilla no olvida la primera vez que contempló la Bahía bioluminiscente, los veleros que transportaban a los pescadores, las salidas de madrugada a pescar con su padre y los miles de peces pargos que recorrían estas aguas y que dan nombre al lugar. Tampoco, se escapan de su memoria los paseos con sus hijos al mar, el primer encuentro con su esposa actual y todas las ocasiones en las que se ha lanzado al agua con el noble propósito de ayudar a estudiantes a realizar sus proyectos de investigación. Su oficina es custodia de sus tesoros, secretos y pesares más recónditos. Allí se resguardan del sol, del agua y del viento las fotos de sus hijos –uno de ellos ya fallecido—, la bolsa de dormir que utilizaba cuando vivió allí después de su divorcio, los recuerdos de los días en los que bebía para evadir momentáneamente sus problemas, su bitácora y sus instrumentos de pesca. Este lobo de mar, como lo describe su esposa Waleska, se ha ganado el respeto de muchos en el Departamento de Ciencias Marinas del Recinto Universitario de Mayagüez desde que empezó a trabajar en Magueyes en el año 1972. En 1979, “Godo” como lo conocen sus colegas, ocupó la primera plaza de buzo que existió en todo el sistema de la Universidad de Puerto Rico. Trabajando en Magueyes, ha sido pieza clave de muchas de las investigaciones que allí se realizan, algo que desafía las expectativas de alguien que creció bajo las circunstancias más humildes y que con mucho sacrificio logró estudiar. En la casa donde nació no existían lujos. Las paredes fueron fabricadas con trozos de madera que traía la mar y ramas de palma secas. El techo estaba formado por pedazos de latas, mayormente de manteca y de mantequilla. El piso era de tierra. Su papá lo había compactado de manera tan perfecta que los cangrejos no podían hacer sus cuevas allí. Hoy, no existen casas en ese lugar, pues está ocupado por el conocido Hotel Villa Parguera. Ésta es sólo una de
Foto: Oliver Bencosme
Foto: Efraín Figueroa Foto: Efraín Figueroa
En las fotos se aprecia el lugar donde estuvo las casa en la que nació Godo. También, se observa a Godo junto a su hijo Carlos y realizando uno de sus paseos en bicicleta. las cuantiosas transformaciones que ha experimentado su barrio. La Bahía bioluminiscente de Lajas —alguna vez la más resplandeciente del mundo— ha perdido mucho de su brillo. Las aguas más prístinas del ayer, se mezclan hoy con el aceite de los botes y los desperdicios de algunas casas aledañas. Un número importante de los arrecifes han emblanquecido. Los cardúmenes de peces han mermado. Los mangles han disminuido y las raíces de los árboles de su infancia han sido enterradas bajo la construcción de casetas, hoteles y ostentosas residencias para vacacionar. Godo ha presenciado estos cambios y los sufre. “Esto en sí, en verdad era un paraíso,” señala. “La bahía era todo un anclaje de veleros, botes de pescadores. En esos botes, no había motor, lo que habían eran remos y velas. Por esa razón era que esto era tan virgen.” Además, extraña aquellos años en los que todo el mundo se conocía, cuando sólo contadas familias de pescadores poblaban el lugar. “Siguió creciendo nuestro poblado. Se extendió hacia arriba, se extendió hacia abajo. El poblado de La Parguera era solamente donde están los muellecitos, una casita por aquí, una casita por allá. Hemos visto no solamente el progreso sino el deterioro de todo, incluyendo el arrecife, incluyendo el mangle, es más, hasta la tranquilidad de nuestra área.” Tantas memorias provocan que de sus ojos broten lágrimas. Son lágrimas que, satinadas a la luz del sol del mediodía en el muelle, dan testimonio del profundo amor que siente por su poblado. Tal es su lealtad por La Parguera, que desea que al morir sus cenizas sean mezcladas con cemento para formar una especie de domo que será incrustado en uno de los arrecifes. Y es que Godoberto se conoce La Parguera en todas sus facetas, desde el amanecer hasta que atardece. Conoce sus vientos, sus corales y sus peces. Sabe dónde se esconden los pulpos y las langostas, los meses en que desova el pez capitán y cómo se pesca correctamente un carrucho. Se guía por el sol, los árboles, los montes y las estrellas. La naturaleza misma le provee todo lo que necesita. Es el Godo’s Positioning System (GPS), como lo bautizó uno de sus estudiantes. Sus días de pescador le han otorgado esa sabiduría de la vida y, sobre todo, del mar. La pesca ha sido parte de su vida desde los ocho años, cuando su padre los sentó a él y a su hermano mayor a la mesa y les dijo que ellos también tendrían que pescar. Fue una de las lecciones más importantes de su vida: aprender a alimentar a su familia.
Foto: Efraín Figueroa Arriba: Buceando en La Parguera. Arriba a la derecha: Junto a su esposa Waleska y Franklin Chang-Díaz, físico e ingeniero costarricense que fue el primer astronauta latinoamericano en la NASA. Abajo a la derecha: Impartiendo principios acuáticos para el buceo. “Era fuerte levantarnos a esa hora y perder un día de clases. Mi hermano iba a pescar un martes y yo, un sábado. Luego, él pescaba un sábado y yo un martes. Muchas veces, en los meses de lluvia como mayo, nos tocó salir a pescar bajo el aguacero. Uno no podía negarse. Era mejor mojarse a que te mojaran a cantazos.”
De la pesca a la academia
A pesar de las dificultades, Godoberto también pasó momentos inolvidables con su padre, a bordo del Carmen Viola, bote de vela que don Pedro usó por más de treinta años. Allí aprendió a trabajar la pesca como cualquier agricultor trabaja su finca. De su madre aprendió a ser humilde, a “tener vergüenza.” De su padre aprendió que para poder pescar había que cultivar y proteger el mar. Godo se entregó a la pesca de meros, samas, pargos, langostas y colirrubias hasta llegar a la adultez, pero nunca dejó a un lado su deseo de aprender. Ante la falta de instrucción escolar, Godo aprendía de los profesionales y de los más viejos. “Me gustaba estar con personas mayores que yo, personas que habían ido al ejército, que tuvieran un título, que pudieran contar anécdotas. Aprendía de la gente a la que le daba los paseos en bote.” Fue esta pasión por el aprendizaje que lo motivó a tomar los exámenes libres que le permitieron obtener su diploma de cuarto año a los 19 años de edad. Deseaba ser ginecólogo o cirujano, pero las dificultades económicas se impusieron. Emigró a Newark, donde laboró en distintas fábricas durante cinco años. En unas vacaciones en las que regresó a Puerto Rico se casó con Evangelina Flores Ramírez, su pareja en el desfile de graduación de sexto grado. Cuando quedó embarazada, retornaron a Puerto Rico y tuvieron a su primera hija, quien lleva el mismo nombre que su madre. Aunque tenía trabajo y un apartamento que le había alquilado a su abuela materna, se sentía solo y distante de sus raíces. Para Godo, esos fueron años perdidos. “La vida allá no es fácil,” expresa. “Allá no hay familia.” Por eso, a pesar de que al regresar a Puerto Rico tenía poco dinero y de que tuvo que construir un rancho de ocho pies por ocho pies, se sentía feliz al encontrarse cerca de su gente. A los 25 años, trabajó en la construcción. Por su primer día de trabajo recibió un modesto pago de cuatro dólares. En las tardes, Godo salía a pescar a bordo de su yolita El Meneo.
“En Parguera, o pescabas, o te ibas a trabajar en la ganadería, o te dedicabas a pasear a los turistas en los botes,” comenta Godoberto. Godo continuó trabajando en la construcción de algunos edificios en Magueyes. Un problema con un inspector de obras fue el motor que necesitó para dejar la construcción. La tarde en la que renunció, Ignacio Rodríguez, carpintero en Magueyes, le comentó que en el Instituto de Biología Marina –nombre con el que se conocía al Departamento de Ciencias Marinas anteriormente— buscaban un guardia de terrenos. Esa noche del 17 de septiembre de 1972, transformó su vida hasta el día de hoy. Godo, además de ser guardia, sustituía al botero dos veces por semana. Para 1979, el director de buceo, el señor Walter Hendrix, le ofreció la oportunidad de certificarse en buceo. De esta manera, llegó a la posición que ocupa hoy día: Asistente del director de actividades subacuáticas. Con el pasar de los años, la Isla de Magueyes se convirtió en su hogar, literalmente. Al divorciarse de su primera esposa, Godo le dejó la casa a ella y a sus cuatro hijos –Evangelina, Godoberto, Angélica y Carlos— y se mudó a su oficina. Viviendo allí, evitó varios accidentes, entre ellos un fuego que se estaba a punto de formarse por una bombilla que se quedó encendida y puesta boca abajo en uno de los botes. Magueyes no representa sólo un lugar de trabajo o residencia. También es el lugar donde conoció a Waleska Cruz, su esposa actual.
Amor bravío
Después de insultarse, de mirarse mal, de discutir, de hacerse la vida imposible, de querer sacar al otro del camino, de cerrarse el tanque de aire bajo el agua, se casaron. Así es la historia de Godo y Waleska. La relación entre el maestro y su aprendiz de buzo no comenzó bien. Waleska le delegaba la coordinación de las citas a una amiga en común, pero siempre ocurría una de dos cosas: o las citas confligían con el horario de clase o la amiga no le comunicaba a tiempo la fecha de la cita. Las ausencias de Waleska enojaban al maestro. Dos semanas después de la tercera ausencia, Waleska y Godo conversaron por vez primera. “Yo soy Waleska Cruz,” se presentó, mientras trataba de expresarle su interés en tomar las clases de buceo. “Usted es la que ha sacado las citas conmigo y no ha venido a ninguna,” mencionó Godo. Waleska le explicó lo ocurrido y coordinaron la primera clase. No obstante, Godo conservaba su enojo. Por eso, le advirtió: “Bueno pues entonces, tendrá que venir acá, porque si usted es de Mayagüez, yo no puedo llevarle el mar a Mayagüez.” Transcurridos varios días, Waleska llegó temprano en la mañana a Magueyes. Llevaba puesta una pamela y gafas para el sol. Al verla, él le preguntó: “¿Pa’ donde usted se cree que viene? Usted no viene de pasadía; usted viene aquí a trabajar.” De ahí en adelante comenzó una relación que se limitaba a las clases y al trabajo bajo el agua. Godo pensaba que ella era “la niña engreída de mami y papi, la niña de dinero.” Para Waleska, “Godo era un antipático y malcria’o.” A pesar de las fricciones, una relación de amistad floreció eventualmente. Waleska comenzó a confiar más en él.
Godo, por su parte, colaboraba con ella en algunos muestreos. Si uno de ellos no estaba presente en Magueyes, el otro lo extrañaba. Las peleas con el tiempo fueron sustituidas por conversaciones amenas, invitaciones a cenar y una gran dosis de respeto y paciencia. Godo y Waleska se casaron el 29 de octubre de 1994. Actualmente, viven en Lajas y son padres de una adolescente. Acerca de su matrimonio Waleska bromea y comenta: “La única competencia para mí son sus estudiantes.”
Entregado al servicio
Los estudiantes han encontrado en Godo a un padre y a un amigo. Él ha sido para ellos un maestro estricto y sabio que los ha llevado a dar lo mejor de sí. Resulta casi imposible contar cuántos estudiantes han saboreado su comida después de una agotadora sesión de buceo. “Más que un empleado, es un amigo,” expresa la exalumna Yaritza Rivera Torres. “Es como un papá para los estudiantes magueyeros. Como maestro es paciente y exigente. Su enfoque es que aprendas para que cuando tú estés sin él puedas hacer una buena labor. Ayuda sin esperar nada a cambio. La mayor recompensa para él es ver que la gente sea feliz, que aprendan y que sean exitosos.” Así como Godo le ha servido a sus estudiantes, también ha servido a otros en La Parguera. Perteneció a la directiva de las batuteras y dirigió varios equipos de beisbol y softball. En el deporte, Godo encontró una manera de alejar a los jóvenes de la inactividad y de los vicios. Además de apasionarle el juego de pelota, el buceo y la natación, Godo también corre bicicleta diariamente. Mientras pedalea por el valle de Lajas, en las tardes, suele contemplar la caída del sol bañando los arrozales y las pequeñas motas blancas que se asoman de las plantas de algodón. A menudo tararea las melodías de “Mi viejo” y “El cáliz dorado,” las canciones favoritas de su padre y de su madre, respectivamente. En las cuestas más empinadas piensa en su esposa, en sus hijos pero, sobre todo, en el mayor de sus dos varones: Godito. Godito fue un joven alegre y trabajador. Disfrutaba el baile y con frecuencia ganaba las competencias que se hacían en las fiestas patronales. En Navidades se destacaba como trovador. Le gustaban las mismas cosas que a su padre: el béisbol, el softball y la pesca. Corría y pescaba con él. Cuando tenía 5 ó 6 años, Godo lo montaba en una balsa en la parte de atrás del bote mientras pescaba. Sin embargo, de adolescente se distanció de los consejos de su padre. Descubrió la bebida y las drogas. Trabajó como animador de fiestas, disc jockey, buzo en los botes que visitaban la Bahía bioluminiscente y administrador de un restaurante. Estuvo internado en numerosos hospitales y clínicas. En múltiples ocasiones se vio al borde de la muerte pero se recuperaba. Cuando se sentía mejor se escapaba de los hospitales y abandonaba los tratamientos. Su salud fue empeorando y con ella la energía y el deseo de vivir. Murió en un hospital a los 26 años de edad. Su entierro fue uno de los más concurridos en el área. “A veces me pongo a correr bicicleta y pienso en él,” expresa Godo entre lágrimas y repetidos silencios. “Muchas veces voy a correr bicicleta y me encuentro con un pesar, con una negatividad como que no voy a poder hacerlo. Empiezo a subir los montes y me encuentro como débil y le pido a él: ‘Godito ayúdame’ y me ayuda mucho.” Estos paseos en bicicleta son prueba del buen estado de salud de Godo. Este experimentado pescador, cuenta con un nivel de energía que cualquier joven envidiaría. A veces practica la pesca de línea por las tardes y esporádicamente juega softball. El ejercicio lo ayuda a mantenerse en forma y a controlar la diabetes. Su familia y muchos de los estudiantes de ciencias marinas están muy al tanto de los alimentos que ingiere. Además, la bebida ya no forma parte de su vida. Godo reconoce que la aparición de Waleska en su camino lo ayudó a dejar el alcohol a un lado y a superar los momentos difíciles que atravesó luego del divorcio. Se siente satisfecho de su carrera como maestro de buceo en Magueyes y disfruta colaborar con los estudiantes. También, se encuentra experimentando ser padre de una adolescente por quinta vez y ser abuelo de un total de diez nietos. Aunque de manera muy vaga ha pensado en la jubilación, por el momento él no ve el retiro como una posibilidad inmediata. Sus estudiantes y el bienestar de éstos son sus prioridades. “Seguiré ayudando a los estudiantes hasta que ya no pueda coger un tanque,” comenta Godo entre risas. “Respira el aire, esto es salud,” dice al conducir su lancha hacia los cayos, los mismos cayos que han sido testigos silentes de sus alegrías, de sus tristezas y de su amor por el océano.