"Cuentos", de Bernardo Kordon

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CUENTOS bernardo kordon * ilustrado por: julián pesce

*Encontrá más títulos de la colección en: www.cultura.gob.ar/leeresfuturo


Kordon, Bernardo Cuentos / Bernardo Kordon ; coordinación general de María Inés Kreplak ; ilustrado por Julián Pesce. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Ministerio de Cultura de la Nación. Secretaría de Políticas Socioculturales, 2015. 80 p. : il. ; 16 x 12 cm. - (Leer es futuro / Vitali, Franco) ISBN 978-987-3772-91-7 1. Cuento. I. Kreplak, María Inés , coord. II. Pesce, Julián, ilus. III. Título. CDD A863

Fecha de catalogación: 16/11/2015 • Coordinación editorial: Inés Kreplak • Edición literaria: Marcos Almada • Asistencia edición literaria: Juliana Portilla y Sebastián Basualdo • Diseño de tapa e interiores: Pablo Kozodij

* CESIÓN DE DERECHOS DE PROPIEDAD INTELECTUAL EN TRÁMITE.


colección leer es futuro En el marco de una serie de actividades de promoción y fomento de la lectura, el Ministerio de Cultura presenta la colección de narrativa Leer es Futuro, que llega a tus manos en forma gratuita para que puedas disfrutar del placer de la lectura. En esta oportunidad, convocamos a escritores jóvenes cuya carrera está apenas comenzando, con el objetivo de visibilizar su tarea, contribuir a la difusión de sus obras y democratizar el acceso a la palabra, en continuidad con la ampliación de derechos garantizada por los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner. También hay que mencionar la inclusión de


los ilustradores de cada uno de estos libros: todos j贸venes y talentosos dibujantes con ganas de mostrar su trabajo masivamente. Y en un formato de bolsillo para que la literatura te acompa帽e a donde vayas, porque leer es sembrar futuro. Ministerio de Cultura Teresa Parodi | Ministra de Cultura


bernardo kordon buenos aires, 1915-2002. Fue narrador, ensayista, periodista y viajero. Publicó, entre otros, los libros La vuelta de rocha, Un horizonte de cemento, Reina del plata, Alias Gardelito, Seiscientos millones y uno, Domingo en el río, Hacele bien a la gente, Kid Ñandubay y El misterioso cocinero volador y otros relatos. Los relatos Alias Gardelito, El ayudante y Los ojos de Celina fueron adaptados al cine. En 1998 se radicó en Santiago de Chile.


julián pesce buenos aires, 1988. Cursó Licenciatura en Dibujo (IUNA). Estudió dibujo y acuarela con Ernesto Pesce y Oscar Smoje. Recibió la beca Proyectarte, artistas Taglit y la mención de honor en la 102° edición del Salón Nacional de Artes Visuales del Palais de Glace en grabado. Participó de muestras colectivas en el Centro Cultural Borges, en el Consulado argentino en Nueva York, en el Museo de Bellas Artes de Tandil, entre otros. Realizó su muestra individual en el Centro Cultural Recoleta de fotografía, video y audioinstalación. Cursa la carrera de Artes Electrónicas en UNTREF y trabaja como docente de artes plásticas y como productor en la Fundación Vittal. Pueden verse sus trabajos en: > www.newhive.com/julianpesce.


un poderoso cami贸n de guerra


Tuvimos un primer ademán, casi imperceptible, de sorpresa y de recelo. Era como si hubiésemos preferido pasar inadvertidos. Pero debimos desechar esta fácil solución. Hacía varios meses que no nos veíamos y nos dimos la mano en ese vértice de la recova de Plaza Once. En un instante, pude observar detalladamente a Alejandro Aguilera. Se veía pálido bajo las poderosas luces. Torcía ligeramente la boca al hablar.

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Y yo no podía escucharle bien. Pensaba en nuestra amistad. A veces dejamos que se rompan los lazos de una vieja amistad, y este es el síntoma seguro de que comenzamos a renegar de nosotros mismos. Nunca faltan los pretextos. En este caso fueron determinadas y enconadas discusiones políticas. Una forma como cualquier otra de comprobar nuestra debilidad. Dejamos de vernos. Y allí estaba otra vez con mi viejo amigo Alejandro. Reaccioné para captar el sentido de su conversación. Contaba cosas de su vida, respondiendo, quizá, a alguna pregunta

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convencional que le formulé. —... también puedo decir que estoy de paso, ya que en mi nuevo oficio... —¿Tenés una nueva ocupación? —le interrumpí, con el doble fin de mostrar interés y de afirmarme en la conversación. —Sí. Una vez más cambié de oficio. —¿Y ahora cuál es? ¿Con mangas de lustrina o de hormiga del intelecto, como ser monaguillo del Libro Mayor o corrector de pruebas? —Nada de eso. El uniforme es el que sigue: cuello duro, traje bien cortado, pero empolvado por el camino; el gesto despreocupado;

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y la risa y la charla fáciles. Esta sociedad que algunos insensatos pretenden trastornar, está tan extraordinariamente organizada, que anoto pedidos y cobro mis comisiones con solo llevar en mi carpeta etiquetas de vino y envases vacíos de yerba. No es necesarío que el comerciante observe la yerba ni pruebe el vino: es suficiente que contemple los colores firmes y vivos de las etiquetas. ¿No es esto un real avance en la marcha de los siglos, un evidente premio al ciego empecinamiento humano? Recorro una provincia y una gobernación. Después las vuelvo a atravesar. Los pueblos

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son parecidos, sus calles llevan los mísmos nombres. Únicamente varían los hoteles: los hay regulares y pésimos. ¿Valía la pena que corriese tanta sangre para convertir un hermoso desierto en una llanura tan progresista y apagada? —¿Y qué dice la gente por allá? —Hablan de cotizaciones y barajan posibilidades de hacer dinero. Sueñan con la ciudad. ¿Qué otra cosa pueden hacer? Lo mismo hago yo cuando me encuentro en el campo. Se detuvo un instante. Parecía medir algo. Entonces, dominado no sé por qué impulso,

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le dije: —Cuando hablabas de viajar y viajar, ¿te acordás?, tenías la seguridad de llegar a ser un trotamundos. Y te encuentro ahora convertido en un trotaprovincias. —Hago lo que puedo —me respondió tristemente. Además, ahora todo me da lo mismo. Esa tristeza contradecía la suficiencia que barruntaba en sus palabras anteriores. Me sentí conmovido. ¡Y yo, que comenzaba a enrostrarle su fracaso, con esa crueldad que solo puede gastar

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otro fracasado! —¿Por qué no buscamos un lugar tranquilo para seguir charlando? —propuse. Echamos a andar por la avenida Pueyrredón, pero nos molestaba esa avalancha humana que trotaba para hundirse en las entradas del ferrocarril subterráneo. Doblamos por Cangallo. Los oscuros y silenciosos depósitos del Ferrocarril Oeste parecían fortalezas abandonadas. Como un poderoso fantasma ululó una invisible locomotora. Alejandro consultó su reloj. —Faltan tres minutos para que parta “El Pampero”, el nocturno a Santa Rosa —fué el

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comentario del viajante de comercio—. Un hermoso rápido. Generalmente duermo de un tirón hasta Pehuajó. Allí me despierta la sensación de que el tren se ha detenido, el estrépito de los topes que chocan en alguna maniobra y ese vibrante frío que anuncia el amanecer. Y yo agonizo mientras espero que el rápido prosiga su carrera. Entonces es cuando me domina el miedo. En cualquier momento espero escuchar el ruido del motor del camión ... —¿Pero de qué camión estás hablando? —le interrumpí alarmado. Volví a contemplarlo.

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La culpa no era de los tubos de luces fluorescentes. Aquí, en los flancos mal iluminados de la estación ferroviaria, lo seguía viendo pálido. Y como no me contestara pronto, y quizá temiendo que lo hiciera, le pregunté: —¿No te sentís bien? —Lo que se dice muy bien, no estoy. Ya te explicaré. Con decirte que me encontraba en Plaza Once para tomar ese tren. Y ya ves: lo dejo partir. ¿Hice bien? Creo que sí. Pero ya escuchaste cómo se desesperó recién esa maldita locomotora. Era como un llamado, ¿verdad? ¡Pero no pongas esa cara de asombro,

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que ya voy a explicarte todo esto! Nos instalamos en una modesta fonda de la calle Anchorena, en los alrededores del mercado de Abasto. Pinchábamos en un plato repleto de pequeñas aceitunas cubiertas de ají molido, que ayudaban a apurar el vino grueso y áspero de tres bárricas alineadas en la entrada, servido en jarras de descascarada loza. Y ese vino chispeaba ahora en los ojos de Alejandro Aguilera y teñía levemente sus demacradas mejillas. —Cuando se ha vivido en distintas ciudades —comenzó a decír—, algo se aprende:

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muchas verdades inconstantes y pocas otras inconmovibles. Una de estas últimas es que toda ciudad conserva, protegida con el halo de verdura descompuesta de sus grandes mercados, cierta zona aun más profunda que la portuaria, con algunas calles de apariencia rural y otras del medioevo, donde alternan el caballo cansado y las tumefactas coliflores, el changador borracho y el delicado fruto que baja del trópico. Si hubieses sido ciclista —como lo he sido yo— tendrías en el cuerpo el recuerdo de algún golpe, por pasar por el mercado del Abasto. Sobre esos pavimentos viscosos,

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donde patinaba mi bicicleta, merodea firmemente, en cambio la Aventura, atraída por el olor de especias. ¿Qué puede hacer la Aventura en las calles de una gran ciudad como Buenos Aires? ¡Hace el ridículo y nada más! Entonces viene hacia estos lados (como vienen algunos noctámbulos hastiados), porque es el rincón donde la vida —aunque solo sea la del vegetal— conoce esa desnuda intensidad de vivir, apetecer y pudrirse al mismo tiempo. Por eso es necesario buscar los grandes mercados. En sus alrededores te darán de comer bien y beberás un vino, si no fino, al menos extraño, y

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en todo caso barato. Cuando el mercado no te reserve emoción alguna, y sus fondas te mezquinen la novedad de un plato y un pasable vino de barrica, entonces querrá decir, querido amigo, que todo anda definitivamente mal. Volcó en su vaso el resto del vino de la jarra (la segunda que le servían) y lo apuró como si repentinamente le quemase la sed. —Es lamentable necesitar a veces la ayuda del alcohol, pero mayor desgracia es no sentir nunca lo inefable y desconocer la aventura de contemplar el mundo con los ojos limpios y sorprendidos de un niño. Aquí estoy en esta

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fonda del mercado, y para mí este momento compensa el tiempo perdido en un mes de trabajo productivo. Sí, en mi cochina y tediosa lucha por la vida irrumpe una poderosa y luminosa ráfaga de magia. Recorrió con la vista las paredes decoradas con botellas polvorientas y jamones colgantes y ristras de salamines a modo de guirnaldas, antes de proseguir: —Generalmente me domina la sensación de moverme de un lado hacia otro, vacío y perdido como un sonámbulo. Pero he aquí que despierto: he tomado el noble vino y nuevamente estoy instalado

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frente a la vida, contemplando un espectáculo tan viejo como el mundo y tan nuevo que no hay escenas repetidas. Así estaba hace una semana en ese pueblo de Choele-Choel, con un codo apoyado en la mesa y el otro en la tapa de un viejo piano. Encima del piano (a mi espalda), una sucia pantalla cinematográfica ocupa una pared. Enfrente, la casita del operador, de madera verde oscura, y con doble ventanilla para el paso de la luz. ¿Cuándo y qué tipo desusado de cine se pasa en este hotelucho de Choele-Choel? Un antiquísimo aparador de trabajada madera, alto hasta el

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techo, y cuadros de frutas y aves que sobrevivieron varias guerras. Aquí estoy, en un viscoso y profundo agujero, bajo el limpísimo cielo de Choele-Choel, en una cueva a orillas del Río Negro. Sobre la sufrida valija del muestrario diviso el sufrido e inacabable talonario de pedidos, donde asoman, lastimosamente arrugadas, como viejas orejas de elefantes, los papeles carbónicos de copia. En ese mal juego de los adultos, a mí me toca tomar mi valija y recorrer los desiertos y las praderas, ofreciendo tanta cosa que se considera necesaria,para la vida: yerba, bombachas, licores. En un

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rincón come el mozo que me termina de servir. Sobre la sopa, muerde la galleta de campo y también él toma largos sorbos de un vinillo casero, turbio y espeso con un sorprendente gusto a uva. Y después llegan paisanos de tez terrosa, apagados y lastimosos como sus ponchos. Contemplan el juego en la mesa de billar, donde se lucen dos vecinos hijos de las islas de Choele-Choel. El muchacho que come, revuelve la sopa con la cuchara, hace balancear el líquido de su vaso y después da vuelta al bife en el plato, con evidente satisfacción. Es el gesto de quien asegura: “He aquí mi vino. Y

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ahora comeré esa sopa y este bife”. Y yo me embriagaba lentamente con ese vino joven y rústico, hasta que se me revela que todo entra en un clima mágico... Ahí estamos reunidos un grupo de vencidas criaturas, en la fonda del aplastado caserío. Yo con mi talonario de pedidos de yerba y ese muchacho encantado de su sopa y maravillado del vino. Y esos sufridos peones que juegan al billar. Me entran ganas de abrazar a todos y ponerme a llorar, pero no tanto de tristeza como de simple ternura y piedad, hacia ellos y hacia mí mismo. Cuando viene el muchacho a “retirarme el

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cubierto, le pido otra botellita de ese extraño vino. Vuelvo a llenar el vaso y entonces pregunto por un amigo, el flaco Muñiz, que trabaja en Vialidad, en la construcción de los puentes que atravesarán el Río Negro por esas islas. El muchacho sacude el mantel: “Uno delgadito, que viste siempre de negro, ¿verdad? Sí, señor, sabía comer aquí. Primero paraba en Choele, después venía del campamento de la isla Lamarque, y finalmente pasó a Pomona.” ¿Queda lejos?, le pregunté. “Unas cinco leguas. Y desde entonces no lo veo más”, me responde. Y el rostro del muchacho adquiere

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esa extraña inmovilidad de piedra encantada de algunas estatuas. El recuerdo le suaviza la expresión y sus ojos parecen traspasar esos muros y perforar la aplastadora noche del desierto. “¿Buen muchacho, eh?”, digo por decir algo, recordando la suave timidez de artista del flaco Muñiz. Pero el otro ya ha penetrado en la zona del encanto y dice lentamente: “Tocaba el piano. Sabía tocar muy bien”. Tengo el codo apoyado en el piano y lo retiro. Ahí está el lustroso y silencioso mueble olvidado, y ese mozo que parece perforar la noche con el recuerdo confuso de algunos sones que llegarán

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al alma. Finalmente sacude la cabeza como si espantase una mosca. Después dobla el maltratado mantel y se retira. Pero allí queda la presencia del flaco Muñiz, porque hay evocaciones suficientemente plásticas como para cristalizar imágenes ya esfumadas. Entonces veo entrar al flaco Muñiz. Pasa inadvertido entre esos criollos, cetrinos, flacos y callados como él. Uno de los que tiraban carambolas lo saludó sin dejar de pasarle tiza al taco. El flaco se sienta al piano. Y repentinamente algo extraño sacude a esos impávidos y vencidos campesinos, como si un poderoso viento

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llegado de muy lejos los arrancase de su antiguo sopor. El mozo limpiaba copas en un tacho de cinc, detrĂĄs del mostrador, y clavaba la vista hacia un punto tan lejano como el origen de ese extraĂąo viento. Pero eso solo duraba un instante. Los sones del piano mueren y la fonda retorna a su normalidad. El muchacho llena un vaso de caĂąa para un nuevo parroquiano y todos vuelven a atender las fallidas carambolas de los improvisados billaristas. El flaco se incorpora y cierra cuidadosamente la tapa del piano y tal vez no sepa que un hĂĄlito inefable se ha prendido durante un breve

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instante en esa cueva aplastada por la noche del desierto... Alejandro se detuvo nuevamente, como si necesitase orientar su relato y tomar aliento antes de proseguir. Además, aprovechó la pausa para pedir otra jarra de vino. Era evidente que se disponía a contarme lo más importante. —Entonces me dominó el deseo de ir a visitar al flaco en el campamento de Pomona. Abandoné la mesa para averiguar la salida del colectivo rural a Pomona. “Mañana a las nueve sale uno”, me informó el mozo. Y señalándome a un jugador de billar, agregó: “Ese muchacho

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trabaja en el campamento de Lamarque; quizá pueda informarle mejor”. El tal muchacho vino a nuestro lado al sentirse indicado. —¿Conoce usted a Muñiz? —le pregunté. — Claro que sí. Trabajaba en la oficina de Personal. Pero pasó a Pomona, de camionero. —¿De camionero? —Así es. Se produjo una vacante de camionero y Muñiz se ofreció. Ahí anda manejando un poderoso International. Ahora que me acuerdo, la última vez que lo vi en Lamarque, con su camión, me dijo que en estos días tendría carga para traer de Choele-Choel. A lo

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mejor, aparece mañana, quizá esta misma noche... Un extraño frío me recorrió el cuerpo. No, no me mirés así, que no divago. A las dos de la madrugada tomé el tren que me devolvió a Buenos Aires. Claro que te sorprendés... Pero te voy a contar. Sé que un buen día voy a encontrarme con el camionero. Un camión conducido por una persona que me va a resultar conocida. ¿Quién no conoce el rostro de la Muerte? Y la Muerte anda ahora sobre un poderoso camión. Ya ves: iba a visitar a Muñiz en Pomona. Me llamaba, creándome ese impulso loco. Una sirena no lo haría mejor. ¡Y

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me esperaba con “el camión”! ¿Te das cuenta? —¿Y qué te pasó esta noche? —¡Ah, esta noche! Tenía que salir para iniciar mi gira por el circuito Santa Rosa, General Acha y Bahía Blanca. Dejé mi equipaje en el depósito de la estación Once. Repentinamente me dominó la angustia y temí realizar el viaje. Eché a andar por la iluminada recova de Plaza Once y entonces te encontré. Ahora estoy aquí tomando y alegrándome. Y Alejandro se reía como si terminase de engañar al mismo demonio. Fue entonces cuando en la fonda del mercado entró el hombre de

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la casaca de cuero. En el mercado de Abasto convergen diariamente cientos y quizá miles de camiones, y la entrada de un camionero no hubiese llamado nunca mi atención, especialmente en este momento, que me dominaba la penosa impresión de comprobar el evidente desequilibrio de mi amigo. Pero no pude dejar de contemplarlo detenidamente, pues su presencia tuvo la virtud de hacer palidecer a Alejandro hasta convertirlo en un verdadero espectro. El camionero avanzó hacia el mostrador. Su gesto denotaba agotamiento físico, lo que podía explicarse, ya que son muchos

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los conductores que deben aguantar jornadas abrumadoras para traer sus cargas al mercado. Cierto que la máscara sudada y crispada del camionero de gastada casaca de cuero mostraba la misma palidez de mi amigo, pero Alejandro no clavaba su mirada en el recién llegado, sino que no la separaba de la puerta, por donde se veía la parte trasera de un poderoso camión de color verde oliva. Se trataba de uno de esos imponentes y maltratados armatostes que después de servir en la última guerra transitan en las calles de Buenos Aires en trabajos de paz. En la mesa teníamos tres

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jarras de vino vacías. Y yo pregunté: —¿Qué pasa en ese camión? Alejandro balbuceaba, ya en pleno delirio. —Pude verlo antes que se estacionase. Estaba lleno de muertos. Parecen soldados. Algunos van destrozados. A otros les cuelgan los brazos, como si quisiesen aferrarse al suelo para no seguir viaje. Yo tampoco me encontraba del todo bien, pues comencé a admitir: —No cabe duda que ese camión llevó miles de soldados y cargó toneladas de cadáveres, Alejandro. Y esas imágenes no se pueden borrar así no más. Ahí quedan, junto con

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esa pintura color de campo martirizado y las abolladuras producidas por alguna explosion. ¿Pero querés ir a ver lo que lleva ahora? Seguramente un cargamento de zapallos rojizos, o de fresquísima lechuga... Alejandro movió obstinadamente la cabeza con el gesto temeroso y angustiado de un niño que se niega a cumplir un castigo. Yo giré la cabeza para divisar al camionero. Terminaba de tomar una copa en el mostrador de cinc y abandonaba el local. Pasó al lado de nuestra mesa, detrás de mí. No pude ver si el hombre hizo un gesto, pero lo cierto es que

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Alejandro se incorporó y con pasos de alucinado salió detrás del camionero de la casaca de cuero. Cuando sentí arrancar el poderoso motor pude reaccionar. Atiné a dejar un par de billetes en la mesa, entre las jarras vacías, y llegué hasta la puerta. El camión y Alejandro habían desaparecido. Tenía frente a mí esa extraordinaria bóveda de cemento, con imponencia y belleza de catedral, de nuestro mercado central. Filas interminables de camiones entraban lentamente por sus puertas de ciudadela. Sentí miedo y eché a andar con paso rápido hacia las luces del centro de la ciudad.

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un dĂ­a menos


De Todos los cuentos, Corregidor, Buenos Aires, 1975.

La luz resplandeciente y cálida inundó el ámbito de un mundo perdido y al fin recuperado. La playa y la línea de vegetación se extendían hasta perderse en el horizonte del sur. Inmediatamente reconocí el río de mi infancia. Allí me esperaba mi hermano Sam, y como fue nuestra costumbre apenas nos saludamos con un breve “qué tal”. Me pareció más alto que antes. Con ademán

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desganado me señaló los árboles de la costa y allá fuimos. Andando detrás de él lo observé ágil y huesudo. Solamente vestía un pantaloncito de baño, y como siempre que tomaba sol se veía colorado, los hombros ampollados y la nariz descascarada (nunca alcanzó a broncearse como fue su deseo). De pronto recordé que mi hermano había fallecido. En consecuencia yo también estaba muerto, puesto que transitaba por su mundo. Hace años que mi hermano murió, y ahora me dejaba conducir por él. Tuve entonces la revelación de que mi muerte era reciente. En ese

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momento no recordaba cuándo, ni cómo se produjo el hecho, señalándome la poca trascendencia que tienen las circunstancias de una muerte. En cambio valía esa luz vibrante y el río cobrizo que marcó mi vida y volvía a encontrar ya muerto. —Ahí se deja la ropa. Había varios montículos de ropa: así la dejábamos cuando íbamos a bañarnos en el río. Me quité los zapatos, los pantalones, la camisa, y quedé con el pantalón de baño. —¿Corremos? —propuse. Echamos a trotar por la playa, sintiendo

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en los pies la elasticidad de la arena barrosa y las delicadas ondulaciones que dejan las crecientes. Ráfagas de alegría me sacudían el cuerpo desnudo como golpes de viento que hinchan el velamen de una fragata. De pronto dejé de correr. —¿Qué te pasa? —me preguntó mi hermano. Volví sobre mis pasos, pero ya sin alegría, con la angustia de llegar tarde. Me detuve otra vez bajo los sauces. Me tranquilizó ver que todos los montículos de ropa seguían en su lugar. —¿De qué tenés miedo? —me reprochó

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Sam—. ¡Aquí nadie roba nada! Busqué mi ropa y solamente me tranquilicé del todo al palpar el dinero en el bolsillo del pantalón, y los documentos —la cédula de identidad y el registro de conductor— en el bolsillo de la camisa de sport. Después me vestí apresuradamente. —¿Seguimos corriendo? —invitó mi hermano. —Bueno —acepté—. ¿Pero dejás todo tirado de este modo? Sin esperar respuesta revisé su ropa. Solo le encontré la cédula de identidad otorgada por la Policía Federal.

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—Te la llevo —le dije. Tomé su cédula, revestida de material plástico, y la guardé en el bolsillito delantero del pantalón. Echamos a correr, esta vez directamente hacia el agua. Ya iba a meterme en el río cuando recordé que ahora estaba vestido, y en un esfuerzo desesperado endurecí los músculos para detener mi carrera. Entonces desperté. Salí al corredor de la vieja casa. Mi madre preparaba la mesa para almorzar. Le conté que terminaba de soñar con Sam. ¿Pero fue solo un sueño? Me dominó la duda. Metí los dedos en el bolsillito

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delantero del pantalón y allí encontré una cédula de identidad. Lentamente la llevé hasta mis ojos y vi el nombre de mi hermano y su foto. Entonces sí: la revelación me llenó el pecho con una esperanza infinita. Contuve un grito de horror y alegría al comprobar que había vuelto con un testimonio del más allá. Me prometí guardar el secreto para siempre. Lo juré de mil modos, sabiendo que la menor flaqueza rompería el sortilegio. Lo importante era aguantar ese grito que crecía en el pecho. Apreté los dientes, pero todo resultó inútil: finalmente grité el secreto y entonces

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desperté por segunda vez. Estaba solo en la cama y comenzaba un nuevo día. No estaba mi hermano, ni la playa, ni la vieja casa. Solamente un día menos de vida, y ningún golpe de viento para henchir la vela de una esperanza.

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la Ăşltima huelga de los basureros


De Todos los cuentos, Corregidor, Buenos Aires, 1975.

El hecho se produjo en la mañana del 22 de diciembre. El camión Dodge unidad N° 207 de la Dirección General de Limpieza se encontraba en plena labor por la calle Arenales. Su equipo de cuatro peones se distribuía a razón de dos hombres por acera. El vehículo estaba detenido en el centro de la calzada y este detalle provocó la protesta de Isidoro

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Camuso, industrial de 45 años, que conducia su Valiant chapa 597.905 de la ciudad de Buenos Aires. Isidoro Camuso hizo sonar repetidas veces la bocina para exigir que el camión le cediera el paso. Su conductor asomó la cabeza por la cabina y echó una mirada distraída al irritado automovilista, sin mover una sola pulgada su pesado vehículo. Justamente en ese instante los recolectores transportaban los enormes tachos pertenecientes a los edificios señalados por los números 1856, 1858, 1845 y 1849 de la calle Arenales, que

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no cuentan con sistemas de incineración de residuos. Si hemos señalado que el conductor detuvo el camión en medio de la calzada, obstruyendo el paso al tráfico y se mostró impasible a los requerimientos del automovilista demorado, debemos por otra parte considerar algunas normas de principios laborales. En medio de la calzada el camión se mantiene a igual distancia de los peones que trabajan en cada acera, detalle de importancia cuando se considera que los tachos de basura son tan pesados como molestos de cargar. Por supuesto, nunca un conductor de camión recolector de

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basura explica esta u otras razones a los automovilistas impacientes, limitándose a echarles indiferentes miradas desde una cabina que los eleva unos cuatro metros del suelo. Y no por habitual esta conducta dejó de irritar a Isidoro Camuso. A los toques de bocina agregó varios improperios y puso en marcha su automóvil, resuelto a todo. Al finalizar el año aumentan la temperatura ambiente y la tensión nerviosa en Buenos Aires. Esto se produce en todos los niveles y en cada individuo. Los peones de limpieza aún no habían recibido el aguinaldo y corría el

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rumor sindical de que la administración ni siquiera contemplaba la posibilidad de pagárselo ese año. En cuando al industrial Camuso, proyectaba entrevistarse ese mismo día con varias entidades bancarias para solicitar los créditos que le permitieran pagar los aguinaldos de los obreros que amenazaban ocupar su fábrica. Dominado por tales preocupaciones, probó una maniobra desesperada. Giró al máximo el volante, subió el cordón de la vereda con las dos ruedas laterales y de este modo logró pasar al lado del camión detenido. Pero antes de proseguir la marcha, el industrial

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Camuso no resistió a la tentación de cantarle algunas verdades al camionero. Asomó la cabeza por la ventanilla y gritó: —¡Basuras! ¡Tendrían que ir adentro del camión! El hombre de la cabina no tenía tiempo de reaccionar ni podía perseguirlo con su pesado camión. Todo estaba bien calculado por el irritado automovilista. Lástima que en ese instante apareció un peón que cargaba un tacho de basura sobre la cabeza. Con un leve y preciso movimiento de brazos, igual al de un basquetbolista, introdujo el repleto recipiente

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en el Valiant a través del ventanal trasero. Isidoro Camuso sintió el estrépito del vidrio y de inmediato pensó: lo paga el seguro. Pero al girar la cabeza comprobó algo que escapaba a toda posibilidad de indemnización. El honor no tiene precio y el industrial se vio vejado en el símbolo de su prestigio social. Un tacho de basura desparramado en el flamante tapizado. El hedor de humillación y muerte llenó su coche y le desgarró el corazón. Detuvo el motor y saltó del coche para encarar al culpable. Este era un hombre joven e impresionantemente musculoso. El industrial no

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se dejó intimidar por este detalle. Lo haría arrestar. Iba a enseñarle a ese animal. Aunque le costara la mañana entera o todo el día. Pero el tipo que le arrojó el tacho de basura se mostró increíblemente astuto. Agrandó los ojos con gesto de inocencia y abrió los brazos para deplorar: —Perdone, don. Se resbaló el tacho. ¡Qué macana! Llamó a sus compañeros: —¡Vengan muchachos, que aquí pasó un accidente! Camuso se vio rodeado de cuatro gigantes con ojos resueltos y bocas sarcásticas. Sintió

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tanto pavor como odio. Volvió a meterse en su coche, pero las carcajadas de esos hombres fueron tan insoportables como si le inyectaran un ácido en el cerebro. Retiró el revólver de la guantera y nuevamente salió del coche para encarar a los peones. Disparó al que le había tirado el tacho. Lo vio caer como si resbalara en el suelo y después nada más. Isidoro Camuso fue derribado y pisoteado. Le machacaron la cabeza con un tacho de basura. Después subieron al joven herido en la cabina y arrojaron el cuerpo de Camuso en la caja trasera. El conductor hizo funcionar la paleta

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prensadora y el camión basurero engulló al industrial Camuso. La policía fue alertada. Un radio patrulla desembocó a toda velocidad por la avenida Belgrano y persiguió al camión basurero que huía hacia el sur por la calle Combate de los Pozos. A la altura de la avenida Independencia los policías lograron adelantarse al camión. En el cruce de la avenida San Juan el auto patrullero se atravesó para cortarle el paso, pero el camión ni siquiera aminoró su velocidad. Los testigos declararon que, en vez de frenar, el Dodge aceleró para embestir con

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mayor fuerza al coche policial. De sus planchas retorcidas se retiraron tres cadáveres y un herido grave. El camión siguió corriendo rumbo al sur, y otros patrulleros fueron lanzados en su persecución. Dos coches policiales lograron alcanzar al camión en fuga y abrieron fuego con pistolas y metralletas. Se produjeron cuatro muertos (entre los transeúntes), pero protegido por su estructura de acero el camión prosiguió su carrera. Se extendió entonces el rumor que por razones políticas y sindicales había orden de detener o balear a todos los basureros. Inmediatamente la noticia

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fue divulgada por una radio uruguaya y todos los camiones recolectores de basura que se encontraban en las calles de Buenos Aires se dirigieron apresuradamente hacia los basurales del sur. Veinte, cincuenta, trescientos camiones basureros llegaron de toda la ciudad. Llenando el ancho de la avenida Alcorta se hicieron fuertes en el estadio del Club Huracán, en los basurales vecinos y alrededor del gasómetro que eleva su mole sombría en el barrio Patricios. Ya los patrulleros no se animaron a acercarse a los camioneros, que se mantenían en formación de combate, con los motores en

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marcha y dispuestos a embestir con sus poderosos blindajes, mientras una reunión de delegados obreros de la Dirección General de Limpieza declaraba que el gremio fue injustamente baleado, primero por un oligarca y después por la policía, resolviendo en consecuencia la huelga por tiempo indeterminado. Reunidas a su vez las autoridades municipales, se escuchó al Intendente. Guiñando el ojo en dirección a los representantes de la prensa aseguró que lo más inteligente es dejar pasar estos días de fiesta y mientras tanto que se pudra la huelga.

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Transcurrieron los días de año nuevo, que como es sabido en Buenos Aires se festejan comiendo a rajacincha. En todas las esquinas se levantaron montículos con las sobras de las fiestas. Se ordenó encenderles fuego, pero resultaron fogatas fallidas, que en vez de arder arrojaron un espeso humo rastrero que apestó peor que los residuos. Revelóse así la calidad indestructible de la basura de Buenos Aires, como también su curiosa propiedad de aumentar en proporción geométrica. Entonces las alarmadas autoridades municipales corrieron a consultar a las Fuerzas Armadas. El

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ejército se negó a recoger la basura por estimar que eso era labor exclusiva de los civiles. Además, era del conocimiento público que se preparaba un golpe militar para los próximos meses: no era pues el momento indicado para adelantarse a sacar las tropas a la calle y menos en una tarea tan fatigosa como denigrante. Invitado a bombardear el reducto de basureros facciosos, el Comandante de las Fuerzas Aéreas hizo saber que la espesa humareda que cubría la ciudad imposibilitaba cualquier acción por el aire. En cuanto a los señores oficiales de la Marina de Guerra se encontraban

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de vacaciones en distintos balnearios y estancias del país. A falta de fuerzas, las autoridades se vieron obligadas a recurrir a las leyes. Un decreto prohibió arrojar la basura en la puerta de calle, bajo pena de cárcel no redimible por multa. Pocas ocasiones hubo de aplicar esa ley, pues nadie arrojaba la basura frente a su casa, prefiriéndose siempre la puerta del vecino. La promulgación de medidas más rigurosas apenas si provocó una insólita consecuencia comercial: en pocos días se agotaron en los negocios los papeles floreados y las cintas de colores y

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demás artículos que sirven para envolver regalos. Todo el mundo salía de sus casas con cara de fiesta, cargando paquetes coquetos y canastillos primorosos. Invariablemente el contenido era el mismo: basura (enviada anónimamente o con nombres supuestos a amigos o familiares). En verdad nadie se quedaba con su propia basura, en cambio todos chapaleaban en la basura ajena. Ocurrió pues al revés de lo calculado por el Intendente: no fue la huelga sino la ciudad entera la que comenzó a pudrirse. Resolvióse entonces enviar a un funcionario a parlamentar con los basureros en huelga. A

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su vuelta aportó noticias nada tranquilizadoras. Los basureros ya no se consideraban tales. La zona ocupada por los huelguistas relucía de pura limpieza. En vez de ser como antes un basural en medio de la ciudad era una zona acéptica en medio del inmenso basural. Eran tantos los peones de limpieza congregados en ese sector, que la consciente aplicación de su profesión apenas les demandaba una hora al día. El resto del tiempo lo ocupaban en reflexionar. —¿Quiere decir que ya se encuentran camino del arrepentimiento? —se ilusionó el intendente.

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—No lo parecen —respondió apenado el delegado. —¿Informó a los huelguistas sobre el estado de la ciudad? —Se mostraron poco sorprendidos. Dicen que ya habían observado en su trabajo que cada día la basura producía más basura, demasiada basura, y solamente basura. Ahora se niegan a recogerla. Dicen que ya es demasiado tarde. —Nous sommes foutues —exclamó el Secretario de Cultura, y luego de adjudicarse el Gran Premio de Poesía desapareció del Pala-

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cio, sumando a tantos males el desamparo espiritual de la comuna. Después de tanta acumulación las montañas de residuos comenzaron a desmoronarse. Avanzaron por las calles como un aluvión, convirtiendo en basura todo aquello que atrapaban en su marcha, así fuese monumento, semáforo, transeúnte, inspector o cualquier otro objeto municipal. Los pobladores de Buenos Aires prefirieron no salir de sus casas, y si bien esto mereció largas y laudatorias editoriales sobre la recuperación de la sanas tradiciones hogareñas, la verdad es que desde

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entonces la basura comenzó a crecer tanto en los interiores como en las calles. Ambas corrientes se unían en puertas y ventanas con un siniestro sonido de deglución. Este beso de la basura anticipaba nuevos y crecientes ciclos de reproducción. Se prohibió la impresión de diarios y revistas, por entenderse que el papel impreso constituye siempre la parte más abultada de la basura, sin contar que como ya hemos visto servía de envoltorio y disimulo para el contrabando de residuos. Esta restricción a la libertad de prensa produjo una conmoción internacional y los

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telegramas de protestas del S.I.P. significaron toneladas de papeles que casi cubrieron el Palacio Municipal. Fue cuando apareció ese viejo apenas cubierto con una sábana andrajosa. El vagabundo o profeta se empinó en lo alto de esa humeante montaña de basura y señaló hacia el oeste. Nunca se supo lo que dijo (en caso de haber dicho algo), pero entonces se formó una larga fila de retirantes que abandonaban la ciudad. Los encumbrados funcionarios que en señal de protesta se quemaron vivos (a la usanza de los bonzos vietnamitas) no lograron otra cosa

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que enriquecer con sus cadáveres la variedad de residuos y hedores, pero sin lograr detener con tales gestos el éxodo de los contribuyentes municipales. Cuando en las afueras de la ciudad la caravana desfilaba frente a las torres radiotelefónicas, escucharon la última información oficial: “En plena etapa de recuperación económica, la población de la capital se ha lanzado alegremente en viaje de merecidas vacaciones...” La voz del locutor se quebró y finalmente se produjo un penoso silencio en el instante que la basura cubrió totalmente las torres de

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transmisión. Mareas viscosas confluían para volver a unirse en la vuelta redonda de la serpiente que se devora a sí misma. Sin comienzo ni fin brotaba la materia fundamental de la galaxia y el colibrí: trémula fuerza fosforescente sin pesantez engulló a la caravana de fugitivos y fue borrando el recuerdo de la ciudad. Y una llanura pura y desolada —tal como la soñaron los basureros en huelga— quedó a la espera de una nueva fundación de Buenos Aires.

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AUTORIDADES PRESIDENTA DE LA NACIÓN

Cristina Fernández de Kirchner MINISTRA DE CULTURA

Teresa Parodi JEFA DE GABINETE

Verónica Fiorito SECRETARIO DE POLÍTICAS SOCIOCULTURALES

Franco Vitali



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