Autoridades presidenta de la naci贸n
cristina fern谩ndez de kirchner ministra de cultura
teresa parodi jefa de gabinete
ver贸nica fiorito secretario de pol铆ticas socioculturales
franco vitali
Argentina. Ministerio de Cultura de la Nación Héroes, la Historia la ganan los que escriben : antología de no ficción. 1a ed. Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Ministerio de Cultura. Secretaría de Políticas Socioculturales, 2015. 136 p. ; 22 x 16 cm. ISBN 978-987-3772-41-2 1. Literatura Argentina. I. Título. CDD A860
Fecha de catalogación: 15/07/2015 • Coordinación editorial: Inés Kreplak • Asistencia editorial: Juliana Portilla • Diseño gráfico y diagramación de tapa e interiores: Pablo Kozodij • Ilustraciones de tapa y logo: Lula Urondo • Ilustraciones color Crónicas: Ezequiel García • Agradecimientos: A los prejurados del concurso Nina Jäger, Agustín Montenegro y Matías Raia. A Martín Smoje, Gaby Comte y a todos los compañeros de la Secretaría de Políticas Socioculturales que colaboraron con la realización del Concurso Federal de Relatos: Héroes "La Historia la ganan los que escriben". • Coordinador Programa Letras Argentinas: Daniel Mapelli
Es una extraordinaria alegría impulsar desde el Ministerio de Cultura de la Nación la edición de esta antología de relatos finalistas del concurso federal: “Héroes, la Historia la ganan los que escriben”. Tres mil historias participaron y hoy, a través de la Secretaría de Políticas Socioculturales, treinta de ellas se publican por primera vez para llegar a nuevos lectores. Sin duda fue un desafío realizar la selección entre relatos escritos por miles de argentinos y argentinas desde tantos y tan distintos puntos del país. Historias intensas, imaginadas, soñadas, susurradas, transitadas, historias que en todos los casos necesitan ser contadas y merecen ser leídas. Por eso agradecemos el esfuerzo del jurado, compuesto por Leonardo Oyola, María Pía López, Félix Bruzzone, Juan Diego Incardona, Marina Mariasch, Damián Selci, Cristian Alarcón, Mariana Enríquez y Cecilia Palmeiro, que tuvo a su cargo la responsabilidad de elegir entre extraordinarias historias, narradas en forma de cuento, microrrelato o crónica, de acuerdo con las bases del certamen. Y agradecemos de todo corazón el aporte de quienes nos honraron con su participación; no todos ganaron esta vez el concurso pero ganamos todos cuando los argentinos escriben sus historias. Los relatos llegaron desde Alta Gracia, Laprida, Plottier, Resistencia, Berazategui, Martínez, San Fernando del Valle de Catamarca, San José del Rincón, San Miguel de Tucumán, San Juan, Campana, La Plata, Mendoza, por nombrar solo algunos de los lugares de donde provienen las voces que aquí se presentan. Voces que se dieron permiso para dejar el ámbito de la intimidad y salieron a circular. Voces que encuentran, como nunca antes, espacios colectivos donde pueden completar su sentido toda vez que son leídas por un otro que vuelve a recrearlas en cada lectura. Es maravilloso comprobar hasta qué punto ha vuelto a tener valor la palabra: el valor de ser compartida, de ser sostenida y también de ser discutida porque, sin dudas, esto es necesario para continuar construyendo la
Argentina que siempre hemos soñado ser: plural, inclusiva y solidaria. El acceso cada vez más igualitario al ejercicio de la palabra y su difusión es un derecho conquistado. El impulso y el fortalecimiento de voces antes excluidas de la esfera social ha sido una política permanente del Estado nacional. Los presidentes Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner nunca dejaron de trabajar en esa dirección por el país que hoy tenemos, implementando políticas socioculturales con las que logramos sacar fuerzas de nuestras propias cenizas para recorrer el camino de los héroes, que saben que el sentido es siempre colectivo. Es imprescindible que la palabra sea de todos y cada uno de nosotros. Con mucho esfuerzo volvimos a ser protagonistas de nuestra historia; sigamos escribiéndola para no dejar que unos pocos la escriban en nombre de todos. Sigamos escribiéndola para continuar viviendo con paz, con crecimiento, y sobre todo con el gran amor hacia el otro que significa construir la justicia social. Porque solos somos muy poco, pero juntos podemos continuar escribiendo una historia de la que podamos estar orgullosos cuando, dentro de muchos años, nuestros nietos se la cuenten a sus hijos.
teresa parodi ministra de cultura de la nación
kuchi' fest
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laura san josé
de niña a mujer
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rolando lópez
la biblioteca de waldemar
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mariana liceaga
la bandera nacional no te saluda
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pablo josé torres
el traductor de mundos
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fernando bustamante
los hombres del fuego
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adrián camerano
se fue con el agua
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patricia slukich
si hay justicia, que no se note
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carlos mariano poó
el tata
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gustavo farabollini
los remontadores de barriletes sin cola
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federico lorenz
san isidro (1984). Obtuvo el primer premio en la categoría crónica del Concurso Federal de Relatos “Héroes: la Historia la ganan los que escriben”. Es periodista y escritora. Está trabajando la tesina para terminar la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación. Es directora del medio Las Cosas del Decir. Tiene una novela publicada El próximo que conozca (2013). Tiene en preparación una antología de textos suyos sobre historias de vida. Mantiene el blog: www.porcuriosa.com
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Me ofrece un vaso de agua, le digo que no, para no molestarlo. Me mira aliviado desde la silla del living, una silla que traga su cuerpo. Sobre la mesa, el grabador, no más. La televisión está encendida. —¿La puedo dejar en mute? ¿Te molesta?— pregunta haciendo el gesto con el control en la mano—. Es que en un rato saldrá su imagen, por una nota que le hicieron en el canal de la zona donde vive. Se acomoda en la silla y arranca con un recuerdo: techo blanco, luces frías. Sábanas sin dibujos de autos ni aviones. Un caño que sale de la cama y que tiene en lo alto un triángulo donde él puede ver cómo cuelgan sus dos piernas enyesadas mientras las balancea, para adelante y para atrás, para adelante y para atrás, aburrido, con ganas de jugar con niños de tres años. —La operación más dolorosa fue cuando tenía 15 años y me sacaron ocho kilos de angioma del glúteo izquierdo porque ya no podía sentarme del dolor que me producía. Esa fue la última operación. Punto final, ya no puede más: sus pulmones no aguantarían ni dos horas de anestesia. La mente toma sus atajos para trasladar, a cualquiera que así lo quiera, hasta el recuerdo. Al chico que operaron decenas de veces, a quien le dijeron que a los quince años iba a tener retraso madurativo, que su expectativa de vida era hasta los veinte y que el riesgo de muerte entre los dieciséis y los dieciocho era altísimo, recuerda el aburrimiento. Cada lunes, cada miércoles y cada viernes, va a diálisis. Martes y jueves hace radio. Trabaja en Cáritas, donde cobra un sueldo básico. Ha dado charlas por todos lados, está escribiendo un libro sobre su vida y prepara una obra de teatro. Nació con un riñón que no le funcionaba, le amputaron todos los dedos de los pies, para poder pisar mejor.
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—Para no parecer un payaso con los zapatos grandes —dice sentado en el comedor de su casa en Victoria, en una silla que es igual a las otras, que no hace diferencia con nadie. La casa en verdad es un departamento en planta baja, espacioso; ahí vive con su mamá, los dos hermanos ya ni viven allí. Me cuenta la historia de la mosca que dejó huevos dentro de una herida en su pierna. Se enteró cuando, pincita de depilar en mano, sacó gusanos. Christian juega con el celular que está sobre la mesa: lo mira a cada rato, lo acaricia, se sonríe porque leyó algo que habla sobre él, lo vuelve a dejar. Sigue hablando de sus operaciones. Su voz ha tomado un tinte de confidencia, su rostro en este momento se endurece con seriedad, mira fijo a los ojos como quien mira frente a una cámara en un momento de máxima tensión. A pesar de las profecías médicas Christian Fritz ha traspasado el umbral de su propia esperanza de vida: tiene 24 años y le habían dicho que viviría hasta los veinte. Es periodista deportivo y da charlas religiosas en retiros espirituales. Dice que ha visto a Dios a los siete años en un quirófano. Dice que fue una ráfaga de viento la que abrió una puerta y apareció la sombra de una figura humana. Alguien que ha visto a Dios y ha vivido aún más, puede hacerlo. La imagen de la tele muestra a una rubia con el pelo tirado para atrás y ojos gatunos, moviendo la boca ligero, sonriendo ancho. Él no perderá de vista esa imagen, cada cinco palabras mirará para el costado. Revolea su celular, lo da vueltas en las manos y lo deja apoyado en la mesa para, al cabo de unos segundos, volver a agarrarlo. Mira la tele. Está ansioso. Se levanta de la silla con dificultad, camina encorvado, apoyándose en los marcos de las puertas; se agita, se cansa. “Ahí vengo”, suelta y se pierde tras una puerta. Frente a mí: fotos. Él, solo. Él, con su mamá. Él, con sus dos hermanos que lo abrazan sonrientes. Él, con la camiseta de rugby, deporte que practicó en algún momento. La mesa del pequeño comedor está puesta contra la pared liberando metros disponibles para andar desde el living, pegado a la ventana, hasta los cuartos, de modo tal que no pueda chocarse con nada. Hay espacio, no porque
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el lugar sea grande sino porque fue creado especialmente. Le preguntaré cuando vuelva si en su caso es como la gente que no ve, que tiene ubicados los muebles así para poder moverse más libremente. Me mirará intrigado por la pregunta. —No— contestará. Christian vuelve del cuarto y me propone una pausa porque aparece en la televisión, por la obra de teatro que estará presentando. Se sienta cómodo en el sillón floreado, mira fijo su propia imagen en la tele, se ríe cuando se ríe allí, le parecen ingeniosas sus propias respuestas, aunque muchas también las dice en esta entrevista. Está encantado de la imagen que ha conseguido transmitir. Toma el celular y avisa en Facebook que ya está en la tele. Que lo miren. Christian escribió el guión de una obra de teatro que trata sobre su enfermedad, actúa y representa a Joseph Merrick, el Hombre Elefante, el primero con el Síndrome de Proteus. *** “Proteo, Dios griego, mitad humano, mitad protuberancias, con las que se desliza en el agua” “Proteo, pastor de las manadas de focas de Poseidón”. “Proteo, cambia de forma todo su cuerpo”, dice en varios sitios de internet. Sigo buceando en la red, escribo Síndrome de Proteus y aparece esta definición: “es una enfermedad que causa un crecimiento excesivo de la piel y un desarrollo anormal de los huesos, normalmente acompañados de tumores en más de la mitad del cuerpo. Es progresivo, incurable hasta hoy. Su tratamiento: la amputación de miembros que han crecido en forma exagerada”. Clickeo en internet “Síndrome de Proteus, imágenes”. Aparecen, con el rostro pixelado, dos fotos de un joven que podría ser Christian: una de frente; otra, de espalda. Con manchas a la altura de la cintura, con un glúteo más grande que
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el otro, con la mitad de su espalda que se engruesa como un río que corre por debajo de esa piel. Desnudo. Hay muchas entrevistas que están en youtube donde Christian repite: “El Síndrome de Proteus es el amor de mi vida. Si volviera a nacer volvería a elegir esto. Me enseñó a valorarla”. Lo dice siempre. Tiene otra frase que desarma a los cronistas y que ya me la dijo: “yo solo puse el cuerpo en los quirófanos, mi mamá es la que cargó la cruz”. Le dicen cariñosamente “Kuchi”, por el “cuchi-cuchi” que se le dice a los bebés. Dentro de unas semanas es su cumpleaños y está organizando una gran fiesta. —¿Vas a venir, no? —No sé. —No podés no venir. Es la “Kuchi´Fest”. Vienen cerca de 300 personas y si querés te puedo conseguir una entrada para que estés en el vip toda la noche. Ahí estoy yo con mis más amigos. *** En su muro de Facebook aparece un fans club de chicas que lo siguen, fotos donde se lo ve internado, siempre sonriendo, una con una cofia en la cabeza, con cintas y algodón pegados en su pecho, con el barbijo que le cubre la boca. Pero lo que más me llama la atención son las #FrasesDeKuchi. “Dejo cada segundo en manos de Dios porque ya estoy listo”. “En el camino habrán miles de pruebas que si las pasas tendrás como recompensa la vida eterna”. “Lo único que le pido a la gente es que rece por mí”. En el país no hay ninguna institución que estudie y trate el Síndrome de
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Proteus y, sin embargo, a partir de su caso, el Hospital de Niños “Ricardo Gutiérrez” reunió a 37 médicos especializados en diferentes partes del cuerpo que hoy se encargan de su tratamiento. En los Estados Unidos sí existe un lugar, la FoundationSyndromProteus. Cada dos años todos los pacientes con Proteus del mundo entero se reúnen en la sede para probar nuevas drogas y realizar más estudios. ¿Cuántos pueden ser? No más de 200. —Son sesenta edificios en Washington y no entra cualquiera, solo casos raros. Y como prestaba mi cuerpo ¡me pagaron todo!—. Eso fue en el 2001, mientras las torres gemelas se caían, mientras la Argentina vivía una de las peores crisis financieras, mientras se terminaba el primer Gran Hermano Argentina, mientras se descifraba el genoma humano. Christian supo que no estaba solo. Diez años después de esa reunión, encontraron, a partir de varios estudios, el origen de la enfermedad, el conocimiento de cómo se produce y cuál es la causa de tal “desprogramación” genética. Christian tiene pensado volver para probar nuevas drogas en su cuerpo. Como lo hizo el heroico Joseph Merrick en Inglaterra en 1886. Cuando murió, el patólogo del hospital tomó sus órganos y los guardó en frascos con formol para investigarlos. Pero esos frascos fueron destruidos durante la Segunda Guerra Mundial, como consecuencia de los bombardeos nazis. Si la guerra no hubiera llegado hasta allí, los frascos se hubieran guardado en otro sitio, los médicos hubieran encontrado el origen de la enfermedad y tal vez hoy, el síndrome, tendría cura. Pero no fue así. Christian, en algún momento me dijo: “La cura para mí no existe y si tengo que ser parte de mejorar la calidad de vida de otras personas que tiene el Síndrome siento que es un orgullo y un placer hacerlo”. Quizás él quiera ser Merrick y por eso escribió un guión donde junta las dos vidas y por un instante, pueda tomar el lugar de ese hombre que le causa tal admiración. ***
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El segundo párrafo de la autobiografía de Joseph Merrick dice: “mis piernas y pies, al igual que mi cuerpo, están cubiertos por una piel gruesa, muy parecida a la de un elefante. De hecho, nadie que no me haya visto creería que una cosa así pueda existir”. Creía que su deformidad en el cuerpo se debía al momento en que alguien en un día de fiesta empujó a su madre bajo las patas de un elefante cuando estaba embarazada, mientras los animales desfilaban por la calle. La cara de asombro que había puesto la madre, el susto, la muchedumbre espantada por esa mujer con gran barriga tirada en la tierra cerca de ese mamífero inmenso. Joseph pensó que, como en un cuento fantástico, le había crecido una trompa y la mano derecha había ido extendiéndose hasta lograr el tamaño y la forma de la pata de un elefante. Su cráneo creció, se infló, se expandió hasta medir un poco más de noventa centímetros. Recién ahí la trasformación paró. Él no tenía a donde ir, ni qué comer y terminó exhibiéndose como fenómeno en una feria de atrocidades, donde también podían encontrarse siamesas y mujeres barbudas. Arriba del escenario, encorvado de vergüenza, con ojos poco piadosos que lo miraban de cerca, con la música sonando fuerte, las carcajadas y la polvareda, Joseph era el “Hombre Elefante”; así se llama también la obra de teatro que protagoniza Christian. Hay una película estadounidense de 1980 que cuenta esta historia: The Elephant Man. El guión fue tomado y adaptado del libro del médico de Merrick, Sir Frederick Teves, El Hombre Elefante y Otras Reminiscencias (1923), y de El Hombre Elefante: Un Estudio de la dignidad humana (1971), de Ashley Montagu. Con imágenes en blanco y negro la película tuvo ocho candidaturas a los premios Oscars en 1981, y su director, David Lynch, ganó el de mejor película. En algún momento esa obra picó la curiosidad de la madre de Christian y una noche, junto a su otro hijo, la miraron en VHS. Llegando al desenlace, la boca se les secó de susto y eso pudo más que la compasión. Cuando llegó el final, sacaron el video y lo escondieron en el lavadero de la casa, entre la ropa sucia, jurando entre ellos que nunca pero nunca Christian lo vería. Joseph murió muy
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joven, a los 27 años: el cráneo venció su cuello y cayó hacia atrás, fracturándolo. Pero Christian la vio, y desde ese día, dice que ama la vida. *** Un hombre le dijo: “Jorobado de Notre Dame”. Otro: “camello”. Otro dijo: “Dromedario”. “Cuasimodo”. En la calle. Otro: “aborto”. En la cara. Otro hombre le gritó: “Mal formado”, “Animal”. En distintos momentos. Christian tiene los codos apoyados sobre la mesa y está hablando de que se ha agarrado a piñas varias veces. Sigue hablando, ya no de las piñas sino de las mujeres, que ha tenido relaciones sexuales con las que fueron sus novias; que todas las relaciones las terminó él y que siguen, todas, enamoradas. Que las chicas le preguntan si puede tener hijos. —¿Podés? —Sí. Me está contando que es un provocador de la sociedad. Que va a dar algunas charlas descalzo para ver la reacción de la gente. Que va a seguir haciendo obras de teatro, que ama el deporte y que grabó un cd de música con sus amigos, hizo 500 copias y las vendió todas. A través de la remera se escapa la cinta de la diálisis, que recubre las vías por donde entra y sale la sangre cuando se enchufa a la máquina. —Es para que no me lo estén poniendo todo el tiempo— dice. En la próxima media hora hablará de que el dolor más grande que sufre es el de su columna, que tiene una escoliosis del 73% de desviación; hablará de la aceptación y que aquel que entra al quirófano pensando que es un shopping para hacerse tetas le parece un pelotudo, de que lo pone mal escuchar a alguien que se queja de que salió feo en una foto y pide borrarla, lo pone mal que las amigas de su mamá digan que están cansadas y no quieran salir a caminar. Hablará del espejo, de esa bendita imagen que nos devuelve, y que desde la
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primera vez que se vio, comprendió que era diferente. Se acomoda en la silla, da la sensación de que algo le duele. —¿En qué se parece tu vida a la de Joseph Merrik? —En la creencia en Dios, en tener como ejemplo el amar a la mamá y en sufrir la discriminación. Pero salir adelante, pase lo que pase. *** Es sábado a la noche. Llueve torrencialmente pero la sala del teatro “Stella Maris” de Olivos está llena y la obra “El joven elefante”, a punto de comenzar. La madre de Christian está sentada en primera fila, con sus otros dos hijos y varios amigos. Se para y le hace señas a un muchacho que acaba de entrar, le dice que Christian pidió que él estuviera sentado junto a ella. A mí me toca la cuarta fila. A mi lado un joven sostiene una galera en sus manos. Cuando comience la obra deberá subir al escenario; “soy el médico”, aclara. Se abre el telón. Christian ya está en escena, sentado en una silla de ruedas, tapado con una frazada. La luz lo enfoca. “Yo soy Christian Fritz. Fritz, como el barco alemán que se hundió”. Cuando vuelve a aparecer, es el hombre elefante, tiene una bolsa de arpillera en la cabeza y cuando se la sacan pone su peor cara, tuerce la boca, agranda los ojos y comienza a balbucear a los gritos palabras que no se entienden. El médico me pide permiso porque está a punto de entrar. En escena aparece a los gritos un muchacho rubio con una botella en la mano; en la otra, un trapo. Christian-Joseph está sentado en su silla y no lo mira. El hombre está borracho y comienza a pegarle con el trapo en la espalda, en su joroba. Debe dolerle. Podría ser más cuidadoso. Miro al médico, él sube a escena y termina con el sufrimiento. Christian se luce en su rol. Cuando aparezca una mujer rubia y lo bese en la boca, hará un guiño al público y provocará carcajadas cómplices. Tiene carisma. Las escenas se suceden hasta una de las más fuertes de la obra: un muchacho
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le saca los zapatos y las medias dejando al desnudo los pies sin dedos. Lo paran, lo giran, muestran una mancha morada que le recubre la cintura. Antes de que la gente se retire, antes de que se apaguen las luces por completo, habrá una ovación de euforia y toda la sala aplaudirá a Christian de pie. Recibe toda esa energía con una sonrisa enorme en su rostro. Treves, el médico de Merrick escribió alguna vez: “Una cosa que siempre me entristeció fue el hecho de que Merrick no podía sonreír. Podía llorar, pero no podía sonreír”. Ninguna historia es igual a otra. Más allá de las coincidencias y los legados que pueda haber entre estas dos vidas, Christian sí sonríe.
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mendoza (1967). Obtuvo el segundo premio en la categoría crónica en el Concurso Federal de Relatos “Héroes: la Historia la ganan los que escriben”. Es editor de policiales en el diario Los Andes. Publicó los libros Partes diarios (2000), Entrevista con el bandido (2006); Textos de periodismo para no morir en el bostezo, (2009); Hasta que vuelva a tenerte, diario de un padre separado de su hija (2011) y Canelo, el perro que esperó a su dueño durante 12 años (2014). Y participó de la antología La otra Argentina, las diez mejores crónicas del premio La Voluntad (2014).
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Carolina Jacky nació el 25 de enero de 1952 bajo el calor mendocino de un verano peronista. Lo hizo en el seno de una familia conservadora en la más aún conservadora Mendoza de aquella época. Su padre, el ingeniero químico Jorge Jacky; su madre, la ama de casa Ethel Neira, hija de un camarista renombrado. La familia vivía en la exclusiva zona del centro, en una casa con prosapia ubicada en Montevideo entre Mitre y Chile. En esos días, el lugar todavía era un barrio y no estaba invadido de locales comerciales: la gente salía a las veredas por las noches a charlar. Jorge fue el primer hijo del matrimonio; dos años más tarde nacería Eduardo, su hermano menor. Pero Carolina no era Carolina. El bebé tenía pene y sus padres lo bautizaron con el nombre del papá. Carolina era Jorge. Tuvo que esperar 53 años para dejar de serlo. Los primeros recuerdos se remontan hacia sus cuatro o cinco años. Su madre tenía muchas amigas embarazadas y al niño le llamaba la atención ver a esas mujeres con la panza hinchada. Entonces, su madre le explicaba lo de las cigüeñas que venían de París. “Hay que recordar que por esas épocas no había televisión. Con esto quiero decir que no había información más que la que nos daban los mayores”. Como todos los niños de familia acomodada de la década del ‘50, Carolina, vestida y nombrada como Jorge, era obligada a rezar antes de ir a la cama, algo que hacía junto con su hermano; ambos se entregaban a las oraciones que incluían padrenuestros, ángeles de la guardia y avemarías. Luego, se les permitía una suerte de bonus track: que pidieran deseos. Y estos podían no ser dados a conocer. Entonces el niño Jorge desnudaba su deseo más inquietante y por eso mismo inconfesable.
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“Virgencita te ruego que mañana, cuando me despierte, tenga en mi panza un bebé”. Se metía en la cama y esperaba el beso de las buenas noches de su madre. A la mañana siguiente Carolina se tocaba la panza y notaba que, una vez más, la Virgen no había escuchado sus pedidos. *** Ella prefiere que las entrevistas sean llevadas a cabo en un bar literario evangelista, “porque son como más honestos, cobran más barato y no tienen prejuicios”. Carolina saca de su cartera un DNI verde, algo ajado y lo coloca sobre la mesa: “miralo”, pide. Al abrirlo se ve la foto de un hombre mayor, semicalvo, que mira con un dejo de cansancio hacia el costado. En la parte del nombre se lee Jorge Raúl Jacky. Es un documento cuadruplicado, con fecha de emisión del 9 de enero de 2005. Es el último DNI que sacó como hombre. —¿No ves nada extraño en esa foto? — pregunta. Y es verdad: su gesto de agobio y cansancio es tan palpable que impresiona, su mirada pesa al dirigirse al infinito del tres cuartos perfil. —En ese entonces ya estaba cansada de ser un hombre. Mi psiquiatra ya me lo había dicho: “Vos no podés seguir así; de hacerlo te queda un solo camino: el suicidio”. Y te lo juro que era verdad. La mujer que ahora luce con más pelo, producto de un implante capilar, y con una tenue tonalidad rubia, hace un pequeño esfuerzo para no llorar. *** Carolina, bajo el nombre de Jorge, ingresó a la escuela primaria ICEI de Mendoza, una institución novedosa e innovadora para la década del ’50. Era
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privada y costosa, mixta y bilingüe. La principal preocupación de Jorgito, que lo acompañaría durante casi toda su vida, era que nadie supiera su secreto. “Me sentía rara, pero no sabía qué me pasaba”. A los ocho años, fue víctima de una fuerte hepatitis y tuvo que pasar su cuarentena en cama. Como el aburrimiento era total, su madre le compraba las revistas para niños de esa época, historietas y la histórica Billiken. Justamente en una de las Billiken, Jorgito dio con un juego en el que se enseñaba a bordar telas. Y su cabeza de mujer le dio otra señal. —Mamá, comprame telas y agujas, quiero bordar un pañuelo. —No, ese es un juego para nenas —fue la respuesta. Carolina se quedó sin juego y Jorgito no dijo nada. “Nunca me quejaba cuando era chica”, afirma ahora. En el amanecer de su adolescencia, Carolina, en la piel de Jorgito, recuerda su costado femenino con confusión. —No me sentía afeminada; al menos no lo notaba. Jugaba con chicos y chicas por igual; “a los soldaditos; pero no al fútbol, que nunca me gustó”. Lo que sí, cada vez que tenía la ocasión, se encerraba en su habitación, sacaba algunas prendas del placard de su madre y se vestía de mujer frente al espejo. El ritual duraba poco y, ventana mediante, Carolina veía a sus amigos y a su hermano jugar en la calle. Luego regresaba la ropa al cuarto de su mamá y se sacaba el poco maquillaje que se había colocado torpemente. En su cabeza de chica una idea ganaba fuerza: “A mí me pasa algo y no me lo quieren decir; algo me están ocultando. Y no tengo con quién hablarlo”. Sus padres le contaron que cuando nació había tenido un problema: ‘Naciste como ahogada, te faltaba el aire’. El Jorge bebé fue atendido por el médico Humberto Notti y salió airoso de todo problema. Entonces pensó que aquel episodio tenía que ver con lo que le pasaba con sus sentimientos. A mediados de los ’60, un casi adolescente Jorge ingresó al colegio religioso de los hermanos maristas, después de rechazar la sugerencia de sus padres para
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que se inscribiera en otra institución insignia de la Mendoza conservadora: el Liceo Militar General Espejo, donde el cursado era de lunes a viernes y la instrucción era de corte militar. En el colegio de los maristas, la preocupación de Jacky se renovaba una vez más: “No vaya a ser que se den cuenta de lo que siento”. Además ahí todos los chicos jugaban al rugby. —Yo fui solo una vez a un entrenamiento y el DT fue tajante: “Esto no es para vos”, me dijo en la cara. Carolina no registra haber sido víctima de discriminación en aquellos años. En épocas en las que no se hablaba de género, cuando no existía la palabra ‘gay’, ni nada parecido, recuerda a sus compañeros como amables y respetuosos. —Lo que sí durante todos los años del secundario, para el Día de los Estudiantes, se elegía en broma a uno de nosotros como Reina de la Primavera. Bueno, todos los años yo fui la elegida. Mientras, los cambios hormonales no se manifestaban en el cuerpo del joven Jorge Jacky. Sus padres habían advertido semejante extrañeza y actuaron en consecuencia. El tiempo pasaba y el vello del varón adolescente se hacía esperar. —No me crecía la barba y mi voz era suave y finita. Para la medicina de entonces, lo que el joven padecía era una suerte de enfermedad que desaparecería en la medida que siguiera los pasos que los profesionales le indicaran y eso era que se aplicara hormonas masculinas. Para que luciera como un varón, sus padres la llevaron a un endocrinólogo que le inyectó hormonas de macho dos veces por semana. Carolina tuvo que visitar a una fonoaudióloga también para que su voz empezara a “parecerse a una voz de hombre”. El despertar sexual propio de la adolescencia, dormía la siesta en su cuerpo. —No tenía deseos sexuales; ni para con hombres ni para con mujeres. La pasaba mal: después de gimnasia, nunca me bañaba en los baños del colegio y jamás me desvestía delante de mis compañeros; sentía un profundo pudor femenino.
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“Las hormonas van a corregir el error que hay en tu cuerpo; porque no es otra cosa que un error”, le decían los médicos. *** En un intento cristiano, a fines del colegio secundario, un tímido Jorge se acercó hasta un sacerdote para confesarse. El adolescente tomó aire y después de dejar la vergüenza de lado, dijo: —Padre, no sé muy bien qué pasa con mi cuerpo ni con mis sensaciones; solo sé que muchas veces siento que hay una mujer adentro mío. Del otro lado del cubículo hubo un silencio; luego un resoplo y por fin la palabra de Dios por la boca del cura: —Lo tuyo es apenas una fantasía que debes alejar de tu mente, aleja esos malos pensamientos de tu cabeza. Luego le dio a rezar padrenuestros y avemarías. *** La llegada de la explosiva década del ’70, con una juventud nacional politizada y combativa, sorprendió a un joven Jorge Jacky como estudiante de Derecho de la Universidad de El Litoral, en Santa Fe. En aquella ciudad fue a parar a una casa de estudiantes a vivir una vida excitante. —Alquilábamos una casa con poco dinero; hacíamos peñas y usábamos pantalones Oxford, pelo largo y camisas bordadas color té, como decía la canción. Su apellido, Jacky, le servía a Jorge como una suerte de atenuante de género. Todos lo llamaban por él; y además era un apellido que mezclaba lo femenino y lo masculino. Le gustaba. ‘Hola Jacky’, le decían. Y sonaba bien; mejor que Jorge. Además su cuerpo, para ser de hombre, presentaba demasiadas curvas. Los pantalones que usaba se adherían a su contorno del mismo modo que los Oxford
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lo hacían con los de las mujeres de la época. Jorge continuamente tenía que escuchar los comentarios de sus amigos acerca de su figura femenina. También, las pocas veces que estaba a solas en la casa de estudiantes, Carolina llevaba adelante aquel ritual de usar ropa de mujer: pero allí, donde no tenía cuarto para ella sola, se encerraba en el baño para verse una vez más, como una chica. Lo que ya no hacía era prestarse para disfrazarse de mujer cuando sus compañeros y compañeras se lo pedían para una broma. Así y todo, el 14 de octubre de 1970 conoció a un amor y el 28 de ese mes se pusieron de novios. —Prefiero no involucrar a gente en mi historia personal —dice incómoda Carolina—. De ella solo se puede decir que era una chica de casi la misma edad de Jorge, oriunda de Paraná, extremadamente católica. Ambos llevaron adelante el dogma de llegar vírgenes al matrimonio. Y eso hicieron: unos años después, sería su esposa. *** Jorge cumplió con los mandatos sociales: terminó la facultad: se recibió en marzo de 1976. Formó una familia y a poco de regresar a su provincia, consiguió un trabajo estable. Jorge Jacky se casó con su novia de toda la vida. Los hijos, dos varones que llegaron en 1981 y 1982, completaron una “familia tipo”. Era un abogado del foro de Mendoza, con una esposa, dos hijos y con trabajo “decente”. Auto y hasta mascotas. *** A mediados de 1982, después de la hecatombe de Malvinas, el abogado
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Jacky fue convocado para hacer política. Su padre era íntimo amigo del ingeniero Álvaro Alsogaray, quien visitaba a los Jacky cada vez que iba a Mendoza. En 1983, después de las elecciones que consagraron a Raúl Alfonsín como presidente, Jorge Jacky aceptó trabajar para la UCDé (el partido de Alsogaray). Y en 1987 se candidateó a gobernador de la provincia de Mendoza. —Obviamente, no ganamos. Dos años más tarde, con Carlos Menem como presidente, al abogado Jacky lo convocaron a formar parte del Gobierno; “Mucha gente de la UCDé ocupó cargos en la era Menem”. Al que accedió Jacky fue el de Asesor de la Administración General de Puertos, por el que recibiría un sueldo bien menemista, “por más que yo era de Mendoza y no tenía experiencia en puertos”. Vivía de lunes a viernes en Buenos Aires y los fines de semana regresaba a Mendoza. Carolina, seguía en el sótano, bajo las cuatro llaves, y ya prácticamente no hacía ningún ruido; era como un preso resignado. *** Poco más de un año duró aquella fascinación por la política. El padre de Jacky falleció y el abogado, con entonces casi 40 años, resolvió regresar a Mendoza. —La política me había desilusionado mucho. No me gustó. Vi todo demasiado de cerca. La vida continuaba anclada al mismo andarivel del desgaste. Hasta que una revolución mundial llegaría para lograr una revolución interior en el abogado Jacky: la instalación doméstica de internet. Por las noches, después de cenar y cuando estaba seguro de que su familia dormía, el abogado Jacky se sentaba frente a su PC e ingresaba al universo de internet en silencio. Posaba, suave, las yemas de sus dedos sobre el teclado, retenía un poco su respiración y escribía un nombre para ingresar a los chats de la época: ponía “Carolina”.
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—No tardé en darme cuenta de que lo que me pasaba a mí también le pasaba a miles de personas. Me enteré de que no estaba equivocada ni enferma. Por esos años comenzó a leer a profesionales y a diferenciar términos que no conocía. —Me preguntaba, ¿soy homosexual?. Me respondía, no; ¿soy travesti?, no. —. Y así accedía a cada vez más información en sitios donde se contaba qué era ser trans, la disforia de género y el síndrome de Harry Benjamin. — Los primeros años del llamado “Nuevo Milenio” fueron intensos y difíciles; cada vez me costaba más enfrentar esa realidad en soledad. Su cuerpo empezó a pagar por todo: estrés, cólicos renales, hipertensión, ansiedad, depresión se hicieron presentes; de manera tal que sus conocidos y hasta su familia comenzaron a darse cuenta de todo lo que ella ya no podía ocultar. En 2002, a los cincuenta años Jorge decidió visitar a un psicólogo. En la primera entrevista no comentó el tema, pero en la segunda sesión no hubo escapatoria. Por primera vez en su vida, Carolina se desnudaba y hablaba de su mundo femenino. Del niño que se vestía de mujer con ropa de su madre, del adolescente que maquillaba su cara a escondidas, del marido que aguardaba un momento de soledad para sentirse una mujer en su casa. —El psicólogo, para mi sorpresa, me explicó de la disforia de género y de sus implicancias. Terminó por decirme que la única salida era contar todo de una vez. Jorge Jacky ya había comenzado el camino que los especialistas llaman “transición”, camino que le incluyó, por caso, aprender a caminar con tacos por largos trechos. Un sendero lleno de peligros: el del que toma la decisión de abandonar una piel para siempre, para irse de su sexo genital hacia su verdadera sexualidad. La veta religiosa también fue consultada. —Fui a ver a dos sacerdotes. Es increíble darse cuenta de lo que saben los curas y uno cree que no. Uno de ellos me dijo: “No es un tema de elección de
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nacimiento, lo tuyo está dado por Dios, no te avergüences”. *** Nadie muestra su cambio de sexualidad de un día para otro. Tampoco Carolina Jacky. Lo suyo fue paulatino, de a poco. Empezó a vestirse con prendas de las llamadas unisex, con pequeñas dosis de maquillaje en su cara. Una especie de andrógino que desorientaba a mucha gente. Los cuidacoches al principio le decían señor, pero con el paso del tiempo, cada vez más gente empezaba a tratarla de mujer, de doña, de señora. Desde setiembre de 2010 tiene su DNI donde es Carolina, ese nombre gracias a las nuevas leyes de género. Su cara de mujer luce radiante en la foto; y hasta sonríe. Ese año, en el Colegio de Abogados de Mendoza, hubo una reunión extraordinaria convocada por su mandamás, Daniel Ostropolsky. En ella, el hombre puso delante de muchos abogados a Jorge Jacky vestido de mujer y dijo: “Señores, con ustedes, la doctora Carolina Jacky”. El 23 de octubre de 2014, Carolina Jacky daba una charla sobre “violencia de género” en la Universidad de Congreso de Mendoza, propiedad del empresario mediático local Daniel Vila. “Yo donde tengo la posibilidad de hablar de este tema, hablo; no me importa dónde sea, yo milito esta causa”, aclara. Hoy, con cuatro años como Carolina, la doctora Jacky es la abogada mejor especializada en violencia de género en Mendoza. La llaman de todas las provincias y desde el extranjero. “Me encanta lo que hago”, confiesa la mujer que ha salido en los medios más importantes del país a partir de sus logros judiciales en materia de género. Se lleva bien con su ex esposa y sus dos hijos. Y vive con una mujer trans. No está en pareja. —No es fácil para mí a los 62 años. Mido 1.70, lo que me alcanza para
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presentarme para reina de la Vendimia —ríe. Cuenta que se levanta todos los días con ganas de hacer cosas por quienes sufren violencia por ser mujeres. Que tiene proyectos en mente y un espíritu de lucha que no conocía en ella. Rindió exámenes para ser camarista federal de Apelaciones de Mendoza y, en caso de ganar, sería la primera trans de América en ese cargo. Y todos los días toma sus pastillas de hormonas femeninas y de castración química. En cuatro años como mujer abogada ha hecho mucho más que en los 34 que hizo como hombre. —Eso quiere decir que mi cerebro femenino funciona mucho mejor que mi cerebro masculino. Termina en el bar mientras la moza le pregunta: —¿Va a querer algo más, doctora?
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buenos aires (1956). Obtuvo el tercer puesto en la categoría crónica del Concurso Federal de Relatos: “Héroes: la Historia la ganan los que escriben”. Es periodista y editora. Edita la revista digital Tema (Uno) que publica la editorial de la Universidad Pedagógica (UNIPE) y escribe para medios nacionales y de Latinoamérica. Dicta un taller de crónica en el Centro Universitario San Martín (CUSAM) que funciona dentro del Complejo Carcelario Conurbano Norte ubicado en José León Suárez, provincia de Buenos Aires.
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Empezó a delinquir cuando tenía catorce y a los dieciocho cayó preso. Dentro de un penal de máxima seguridad, comenzó a estudiar Sociología. Cuando recuperó la libertad, tenía el mejor promedio entre los todos los alumnos, dentro y fuera de la cárcel. Hace dos meses lo invitaron a Roma para reunirse con el Papa. ¿La razón? Waldemar Cubilla es un ex pibe chorro que fundó una biblioteca en su villa para que los chicos —dice— además de drogas y pistolas, tengan libros. Es un sábado caluroso y húmedo de enero. En la biblioteca de Waldemar Cubilla, ubicada en La Cárcova, una villa en el noroeste del gran Buenos Aires, diez estudiantes de arquitectura se mueven como si el día no les pesara en los hombros. Están ayudando a reorganizar el espacio. Limpian libros, arreglan estanterías, barren, sacan agua del baño y toman nota: van a crear un documento para dejar constancia de todo lo que hace falta. Y falta mucho: el cielorraso, las ventanas, más estanterías, la calefacción y el revestimiento del piso. Waldemar está subido a una escalera y martilla una plancha de madera con la que improvisa una pared. —En un rato estoy libre, todavía me falta soldar el portón y después puedo charlar —dice desde las alturas—; podés ir a ver a mi mamá, vive ahí en frente. El cuerpo de Waldemar es fuerte, casi deportivo, de altura mediana, coronado por un par de ojos negros y brillantes que se mueven con ritmo enérgico. Su pelo es oscuro y lo lleva cortado al ras. El tono de su tez hace brillar aún más sus dientes blancos. Viste bermudas de jean y una musculosa que deja ver sus bíceps. Hace dos días, en la mesa de un bar de una estación de servicio, a pocas cuadras de su biblioteca, Waldemar hablaba de este lugar y también de este cuerpo. En la cárcel, contó, se había armado una rutina deportiva y educativa. Necesitaba solo una baldosa. Saltaba, saltaba y saltaba. Y después le agregaba un poco de
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elongación y unos abdominales. No necesitaba mucho espacio. Sí, voluntad. —El ejercicio me hacía aguantar los palos de la policía, tener más fuerza para cualquier conflicto, estar más atento. También me servía para dormir mejor —dijo. Waldemar estuvo preso por robo. Empezó a delinquir a los catorce años porque “quería lo ajeno”. Robó a mano armada, cayó tres veces y nunca mató a nadie. Estuvo en total nueve años privado de su libertad. La primera vez que lo detuvieron fue a un instituto de menores, pero salió al mes porque no tenía antecedentes. La segunda vez que cayó fue un diciembre. Había robado un coche pero el asunto salió mal y terminó en la cárcel de General Alvear. Como no consiguió el certificado que acreditaba que le faltaba un año para terminar la secundaria, la empezó de nuevo. A los cinco años salió en libertad condicional y, como nuevamente le faltaba un año para terminar, rindió todas las materias para obtener el título de bachiller. En 2005 empezó Abogacía en la John F. Kennedy, una universidad privada en San Isidro, zona de las más lujosas de la provincia de Buenos Aires. Con un robo pagó la matrícula y un año por adelantado, y se compró un auto. —Me metí ahí, en esa zona, para vivir esa vida. Para nosotros de Victoria a Capital es todo igual, mucho billete concentrado —dijo en el bar de la estación de servicio. En aquella época, los días de Waldemar Cubilla transcurrían en dos escenarios muy diferentes: de día estudiaba en las casas de sus compañeros de la facultad, de noche volvía a dormir a la villa, la misma donde años después abriría su biblioteca. La villa es “La Cárcova”, una de las que forman el cordón que recorre el Camino del Buen Ayre. El asentamiento fue alzado sobre un basural y está impregnado por el olor agrio y rancio de los gases que largan los residuos. —Nosotros la llamamos “La Carcova”, con artículo y sin tilde, en la villa no tenemos acceso a la información para saber que es el apellido de un artista
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plástico —explicó Waldemar en el bar—. Yo nací ahí. La madre de Waldemar llegó a Buenos Aires desde Paraguay y su padre, desde Formosa. Se fueron a vivir juntos cuando arrancó la dictadura militar de 1976 y se instalaron en el asentamiento que estaba cerca de la estación de trenes de Colegiales, en la ciudad de Buenos Aires. Ahí estuvieron hasta que el intendente Osvaldo Cacciatore pasó una topadora y echó a doscientas mil personas, entre ellas el matrimonio Cubilla. De ese margen en Colegiales tomaron el tren hasta José León Suárez y se instalaron en otro límite: “La Carcova”. Ahí vivieron nueve años hasta que se separaron, pero antes tuvieron un hijo y una hija. El varón es Waldemar: un muchacho de treinta y dos años. —La vida de mis papás no fue fácil; la mía, tampoco. Acá nadie tiene las cosas fáciles. En la mesa del bar, Waldemar recorría su memoria. El pasado incluía las palabras “desarmaderos”, “cajero”, “secuestro exprés”, “cárcel”, “pena”, “policía”, “patrullero”, “legajo”, “libertad condicional”, “expediente” y “visita”. La charla también incluía ideas tomadas de los siguientes libros: Vigilar y castigar de Foucault, La distinción de Bourdieu, Internados de Erving Goffman y Las armas. Este último es una complicación de textos de sus ex compañeros en el Centro Universitario San Martín, más conocido como el CUSAM, que está en la Unidad Penal 48 del Centro Carcelario del Conurbano Norte: el penal donde estuvo preso por tercera vez por “pasear” a un hombre por cajeros automáticos. En ese lugar le enseñó a leer a otros internos, empezó la carrera de Sociología —ahora está escribiendo su tesis— y está su biblioteca de referencia. Porque cuando Waldemar piensa en cómo armar la propia, piensa en aquella, donde pasaba horas cuando estaba “adentro”. —Esa biblioteca era una puerta abierta dentro de la cárcel. Ese lugar te forma, te permite otro diálogo con el magistrado, da libertad hasta a los que tienen perpetua —cuenta Waldemar en el bar. El penal donde se aloja ese centro está frente a su villa. Cuando se inauguró,
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lo presentaron como una cárcel modelo con escuela agraria, talleres de oficios y servicio de catering. Pero cuando Waldemar llegó, la escuela agraria estaba abandonada: las tierras no servían para cultivar. Junto a un grupo de internos pidió autorización para armar una biblioteca en ese espacio. Y el director dijo que sí. Ese “sí” fue la semilla de lo que vino después: un centro universitario donde, antes de poder estudiar Sociología, los internos podían hacer talleres de informática, poesía, teatro, panadería, encuadernación y radio, entre otros. —Ahí pasaba el día entero, era como estar afuera del pabellón —recordaba Waldemar en el bar de la estación de servicio. El nexo entre el penal, la villa y la universidad fue Ernesto Lalo Paret: un exciruja del barrio Independencia, justo al lado de “La Carcova”, que tiene una relación cotidiana con esa cárcel porque, aunque nunca robó, la frecuentaba para visitar hermanos, tíos, sobrinos y amigos. Paret es un hombre de unos cincuenta años, alto, delgado, estilizado y de andar sereno y firme. Es tercera generación de cirujas, protagonizó La toma, un documental que filmó la canadiense Naomi Klein sobre fábricas recuperadas, viajó al Brasil y a los Estados Unidos para hablar sobre el mundo cartonero y desarrolla proyectos para las villas. Dentro del penal funcionó como gestor cultural: consiguió que el Centro Comunitario 8 de Mayo donara los primeros libros, que habían recuperado los cirujas de la basura, para la biblioteca del penal hasta que la secretaría de extensión universitaria de la Universidad de San Martín se ocupara de ofrecer talleres para los internos. —Lalo ayuda a prender mechas, ahora trabajamos juntos para que los pibes vayan a estudiar —dice Waldemar en su biblioteca mientras hace un descanso antes de volver a martillar. Paret ya no vive más cerca de “La Carcova”: comparte una casa en el barrio del Abasto con su pareja, la socióloga Anaïs Roig. Unos días después de la primera entrevista con Waldemar, nos juntamos con Roig y Paret para hablar de quien ellos consideran un “generador de posibilidades”. Roig, además, trabaja
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con Waldemar en un grupo de investigación de la UNSAM. Sentados en la mesa del comedor, conversamos sobre la vida de Waldemar adentro y afuera del penal. —El Negro se anotaba en todas; si había un curso de poesía, iba, de tratamiento de agua, iba. Le dabas harina y al día siguiente tenías el pan, al otro día fideos y al siguiente panqueques —sostuvo Paret mientras se servía una taza de café. —Waldemar tiene una avidez y curiosidad constantes, une teoría y práctica todo el tiempo y no piensa solo en formarse como sociólogo sino en cómo puede aplicar lo que aprende —dijo Roig y se levantó para buscar una revista. Volvió con un mensuario que habían publicado hacía unos años los estudiantes de sociología de “adentro y afuera”. Al abrirlo apareció una nota firmada por Waldemar Cubilla y cayó una foto donde se veían tres hombres parados en la avenida Corrientes. Uno de ellos, el más bajo, vestido con pantalones de traje negros y chomba blanca, era Waldemar: estaba erguido con una sonrisa triunfal, lentes de sol a modo de vincha y ojos encendidos. Esa había sido una tarde memorable en 2010: habían presentado, a sala llena, la primera experiencia teatral de alumnos del CUSAM en el Teatro Tornavías, dirigidos por Cristina Banegas. Horas más tarde de esa foto, Waldemar volvería al penal en un camión celular, esposado, y relataría la experiencia a sus compañeros en el centro universitario. Para llegar hasta ese centro universitario hay que pasar por trece puertas. Trece controles. El camino es largo, oloroso como lo es toda la zona, y humillante por la espera caprichosa que imponen los guardias. Los internos saben que el recorrido rinde: pueden pasar el resto del día ahí en vez de estar encerrados dentro de una celda. Estudiar es un camino que reduce las penas y mitiga las otras penas, las emocionales. La biblioteca —que es la referencia del Waldemar— ocupa una sala destacada con una ventana que abre a un pedazo de cielo, tiene estanterías metálicas y una mesa de lectura. Además, hay dos aulas, un centro de estudiantes, un estudio de radio, una cocina industrial y la oficina administrativa. Gabriela Salvini, la actual directora, ocupa esa oficina varias horas por semana. Salvini es una mujer
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alta, de pelo negro largo y lacio. El día que la vi llevaba calzas debajo del vestido: en el penal las mujeres no pueden entrar con las piernas descubiertas. Es Licenciada en Letras y empezó dando talleres en una cárcel de la zona sur hasta que fue convocada para dirigir este centro. Su trabajo se extiende más allá de lo administrativo: contacta a los familiares de los estudiantes, se reúne con magistrados o genera actividades extracurriculares. Así recordó las circunstancias en que conoció a Cubilla: —Vino un grupo de estudiantes a decirme que Waldemar no quería compartir un espacio con otros que querían dictar un taller de Braille. Yo le mandé a decir que él no tomaba decisiones y que yo estaba para gobernar. Al día siguiente vino a presentarse. Él es un líder natural, aunque no le gusta que se lo digamos. Entendió muy rápido que era un espacio de construcción colectiva y que no éramos enemigos como lo creían otros internos. Salvini, igual que Paret, dijo que Waldemar motorizaba todo el tiempo proyectos y que siempre se lo veía con un grupo de compañeros que lo ayudaban en lo que fuera. También recordó que apenas abrieron la carrera de Sociología se anotó. En ella, los internos pueden estudiar el mismo programa que se da en el campus de Migueletes de la Universidad de San Martín para que puedan continuar sus estudios cuando quedan libres. Tal como hizo Waldemar. Cuando salió en libertad fue noticia porque tenía el mejor promedio entre todos los estudiantes de la carrera: 9.25. Esto fue a fines de 2011 y al año siguiente abrió la biblioteca en la villa. —Eso es lo fantástico —expresó Lalo Paret sentado en su comedor— él tomó un pedazo de tierra y nos llevó a todos a patadas en el culo. Eso no lo había pensado nadie antes. Es admirable porque es un pibe chorro que genera otra cosa. Lo que genera Cubilla es un trabajo artesanal de “militar la educación”. Ese es su objetivo principal en su biblioteca popular. No quiere sermonear en contra de las drogas, ni demonizar a nadie: quiere que haya más densidad de libros.
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*** La biblioteca de Waldemar está a la entrada de la villa, al lado de la cancha de fútbol. Las paredes de afuera están pintadas de rojo, hay un mástil con una bandera con el logo de la biblioteca y en un cartel se lee “La Carcova no es basura”. Aunque todavía el espacio no está abierto oficialmente, ofrece talleres de fotografía, teatro, encuadernación y catalogación. Los tiempos y los laberintos de la burocracia, sumados a que Waldemar no adhiere a ninguna organización política, son dos factores que dificultan conseguir fondos para terminar la obra. La tarde está soleada y Katty, la mamá de Waldemar, está en la vereda tomando mate bajo un sauce llorón. Su pelo es largo y negro y lo lleva atado en un rodete; tiene puesto un vestido fucsia. Dice que ella siempre trabajó para darle a sus hijos todo lo que estaba a su alcance, y que cuando Waldemar cayó por primera vez no lo podía creer. También dice que cuando cayó por última vez no le habló durante un mes. —Siempre fue muy inteligente pero mucho no le sirvió para pasar lo que pasamos —dice Katty. Pero recompone rápido la imagen de su hijo y agrega con orgullo que es su “hijo del alma”, que tiene una mujer que es “de fierro” y dos hijos hermosos y que cuando fue “lo del Papa” sus compañeras de trabajo le dieron cartas para que le entregase en mano. El viaje a Roma para entrevistarse con el Papa es una de las últimas experiencias de Waldemar. Ocurrió a fines del año pasado, cuando la SEDRONAR (el organismo del Estado que coordina políticas antidrogas y trabaja en la villa) lo invitó a viajar al Vaticano. La relación entre Waldemar y esa institución comenzó a partir de los encuentros que realizan para adictos y familiares, en su biblioteca. Las fotos de esa reunión muestran al Papa Francisco con los ojos húmedos y atentos mirando a Waldemar, quien, además de regalarle una visera con el logo de la biblioteca, le dijo que él era adicto a la delincuencia, que había crecido en
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el neoliberalismo y que su labor ahora era generar espacios para que muchos tengan la posibilidad de zafar de eso. —Le trajo un rosario a una de mis compañeras de trabajo —dice Katty y se le llenan los ojos de lágrimas. La tarde avanza y la mateada sigue en lo que será el futuro patio de la biblioteca. Waldemar terminó de martillar y está sentado debajo de otro sauce llorón con Johnny, su sobrino. Eros, el hijo de Waldemar, va y viene. No sospecha siquiera que su nacimiento impulsó a Waldemar —su padre— a dejar de delinquir. Johnny, que tiene quince años y que acaba de retomar los estudios que había dejado cuando lo internaron por adicciones, escucha atento a su tío. —La cárcel es un asco, no quiero estar más preso. Pero sigo haciendo cárcel porque voy una o dos veces al mes. Eso podría ser lo épico: voy en forma de testimonio para mostrarle a los pibes que voy bien, que no estoy robando, que estoy haciendo otra vida. Y siento que me miran así. Así lo mira Johnny, en silencio, sentado en un banquito. Pero en otros momentos lo escucha en alguna esquina de la villa. Porque Waldemar dice que “labura” mucho todas las noches cuando se junta con los chicos de dieciséis o diecisiete para que le den “cabida”. El mensaje que quiere transmitirles es que solo tienen que pensar que por tener una pistola en la cintura pueden llegar a pasar cinco años en la cárcel. Cree que algunos lo escuchan y que se empiezan a acercar a la biblioteca. —Si preguntás dónde conseguir una pistola cualquiera te bate el lugar, pero si preguntás dónde conseguir un libro de literatura para quinto grado nadie tiene ni idea dónde buscarlo. Johnny sigue atento la conversación y el hombre que terminó de soldar una viga de hierro para hacer una jaula para que no roben las herramientas, también. Waldemar dice que ahí sigue en el margen, que es marginal, que su sueldo no le alcanza, que no puede planear sus vacaciones, que tiene que esperar tres meses para que lo atiendan en un hospital, que no hay cloacas y que no tiene disyuntor.
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—Pero la diferencia es que puedo escuchar mis palabras, empiezo a construir sentido y si escucho mis palabras puedo hacer que otro las escuche también. El sol ya se está por poner y todavía hay muchos chicos que juegan a la pelota. Aunque aún falte mucho para terminar la obra, ya hay estantes con algunos libros. Sebastián, un nene de pelo negro y ojos grandes y oscuros, vestido con shorts azules y musculosa naranja, entra corriendo con el sudor de haber jugado toda la tarde al sol y agarra un libro de tapa dura: Mitos Griegos. — ¿De qué es este libro? —pregunta. Waldemar interrumpe la charla, mira cómo uno de los arquitectos le contesta, y cuando retoma expresa: —Lo que yo hago es tratar de prender una mecha y cuidar que no se apague. Una brisa mueve las ramas del sauce llorón y abanican un poco la tarde de verano.
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*Crónica de un pequeño gesto heroico
laprida (1967). Es Trabajador Social. Publicó Votos, chapas y fideos: clientelismo político y ayuda social (2002) y De políticos, punteros y clientes. Reflexiones sobre clientelismo político (2007).
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Crónica de un pequeño gesto heroico Era 1949. Nicanor Sosa, vestido con sus eternas prendas de Grafa azul, subió el último bulto al carro. Lo aseguró con una soga para no perderlo en el vaivén. Con algo de tristeza que en décimas de segundos mutó en alegría cerró el candado del ranchito: ya no volvería a ser la morada de su familia. Rosa y las chicas vivirían mucho mejor. Se sentó en el pescante, pasó la mano derecha por sus bigotes renegridos y dio rienda al matungo. Se mudaban. A la casa propia. La que con Rosa habían soñado tanto. La que, como el horizonte, parecía alejarse a medida que se avanzaba hacia ella. No era necesario soñar más. Faltaba trasladar esos pocos paquetes e iniciar la nueva vida. Perdió una lágrima, no supo si por nostalgia o alegría. Nicanor podía parecer algo duro y lejano, como casi todos los hombres de la época, pero se permitía una sensibilidad aún infrecuente entre sus congéneres. Al llegar al nuevo barrio, vio veinte casas blancas, inmaculadas con techos de tejas rojas y a sus nuevos vecinos en labores similares a la suya. Rocha, que había madrugado a causa de la mudanza, ya mateaba junto a su mujer en el parquecito. Al verlo, lo saludó con la mano. Se conocían: el ferroviario, Rocha, y el vendedor de kerosene, Sosa. En realidad todos se conocían en ese pequeño pueblo pampeano que lleva por nombre un apellido: el de quien había presidido el Congreso de Tucumán durante la Declaración de la Independencia. Nicanor era aún más conocido que el resto de sus coterráneos. Su trabajo lo hacía una figura casi pública. Todos los días al mando de ese mismo matungo negro trajinaba las calles polvorientas con el carrito de la YPF. Tranquilo, de andar sereno y formas amables, Sosa no era de levantar su voz, ni tampoco de hablar mucho. Las amas de casa escuchaban desde la cocina el repiquetear de las patas del caballo contra la tierra compacta y advertían que era el momento
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adecuado para la compra del kerosene. El kerosene, que hoy es un combustible inexistente en las viviendas, en aquellos tiempos era imprescindible para cocinar y calefaccionar las casas de las familias pobres. Por eso Nicanor, bigotes renegridos y pocas palabras, era conocido en todas las casas pobres de un pueblo donde de por sí ya todos se conocían. Él también era pobre. Como los peones que venían una vez por mes del campo en sus sulkys o chatas rusas a buscar “los vicios” o como el ferroviario Rocha, su vecino en el Barrio Obrero. *** Rosa escuchó el repique del matungo y supo que llegaba su marido con los últimos bártulos. Abandonó la tarea de ordenar los utensilios de cocina y se arrimó al carro para ayudar. No necesitó más que ver la cara de Nicanor para adivinar la sensación de alegre nostalgia que embargaba a su esposo. “Viejo flojo”, le dijo. Nicanor, que aún no llegaba a los 50, sonrió e instantáneamente perdió toda nostalgia. Así era Rosa: práctica, capaz de modificar un estado de ánimo con una frase afectuosa o un reto. Su practicidad vino con su profesión o, tal vez, a la inversa: era enfermera. Y peronista. Como Nicanor. Como casi todos los habitantes de las dos hileras de diez casas cada una del Barrio Obrero. Peronistas sin estridencias. Iban a la Unidad Básica. Acompañaban. Nadie los escucharía gritar en las Asambleas del Partido. El Mono Gatica, retratado para el cine por Leonardo Favio, diría algunas décadas después: “Yo nunca me metí en política, si siempre fui peronista”. Rosa, Nicanor y sus vecinos eran como el Gatica de Favio: naturalmente peronistas. Frente al nuevo hogar de Rosa y Nicanor había una pequeña plaza. Frente a la hilera opuesta de viviendas, otra. En épocas futuras recibirán nombre propio.
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“Eva Perón”, la que se ve desde la casa de los Sosa; “Arturo Jauretche”, la otra. Para que les asignaran un nombre restaría mucho tiempo aún, cuando ellos se mudaron eran solo placitas. Dos placitas con juegos para que los chicos corrieran por el Barrio y bancos de cemento para que los mayores matearan a la sombra de las acacias en las tardes de domingo. Una de las plazas tuvo un mástil. Cuando las veinte familias se acomodaron en sus casas blancas, iguales a las de los dibujos de los libros escolares de la época, y el barrio comenzara a tejer su vida propia, el mástil se hizo evidente. Mejor dicho: fue evidente que el mástil reclamaba su bandera. Algún comedido, del que la memoria no conserva nombre, se acercó a “la Comuna”, como por entonces llamaban a lo que hoy diríamos el Municipio, para pedir una bandera argentina. Ni bien la bandera llegó, los vecinos decidieron que fuera Nicanor el encargado de izarla cada mañana a las 6 y arriarla cada tardecita antes de que el sol se pusiera. Rosa ejercía un temprano liderazgo barrial que influyó en la decisión, aunque también tuvieron en cuenta un aspecto de pragmatismo funcional, también aportado por la enfermera: la casa de los Sosa era la más cercana al mástil. Nicanor no manifestó su orgullo por la designación con palabras, solo pidió a su esposa que le adelantara diez minutos sus despertares. A las seis en punto, la Bandera Nacional llegaba al tope del mástil. Todos los días, desde aquel año ‘49, del que Félix Luna diría: “La Argentina era una fiesta”. Los días cálidos de enero y los muy fríos de julio, cuando caminaba hasta el mástil pisando la escarcha, Nicanor, vestido con la ropa azul de laburante, izaba la bandera y partía en su bicicleta negra hacia el trabajo. Ensillaba el matungo, preparaba el kerosene, subía los embudos de lata y salía a recorrer las calles ofreciendo el combustible que mitigaba el frío de los inviernos y permitía cocinar los alimentos. La izó en días de júbilo y también en los más tristes. Ninguno tan doloroso como la mañana del 27 de julio de 1952. Con lágrimas en los ojos, ropa de
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domingo y una cinta negra en su brazo derecho, Nicanor subió la Bandera hasta el tope e inmediatamente la bajó para dejarla a mitad del asta. No estuvo solo ese día: sus vecinos, tan endomingados y llorosos como él, fueron parte de la ceremonia. A pocos metros levantaron la capilla ardiente que homenajeó a la difunta. *** Los días 16 de septiembre suelen ser especiales para los lapridenses. Festejan el Aniversario de su fundación. Día de fiesta, de encuentro en la plaza principal. Todos los años Nicanor, de traje y corbata, caminaba junto a Rosa y las nenas hasta el veredón del Municipio para participar de los festejos. En 1955 hizo lo mismo, pero con más preocupación que alegría. En la lejana Córdoba un grupo de militares golpistas había iniciado un movimiento para derrocar a Perón. Se habían levantado en contra del poder democrático y cuatro días después alcanzaron su objetivo: Perón renunció a la Presidencia. El 20 de septiembre de 1955 la Revolución Libertadora destrozó el orden constitucional y ya gobernaba. Nicanor sabía que los golpistas no encabezaban una revolución ni venían a liberarlos. No habría que esperar ni siquiera un año para que otros militares se sublevaran. Estos, para llamar a elecciones, pero serían derrotados y fusilados. También fusilarán a una decena de civiles con cuya historia Rodolfo Walsh escribirá “Operación Masacre”. Apenas un año faltaba para que el pueblo le asignara un nombre más adecuado a esa “revolución”. Sería la Fusiladora. *** Pero eso todavía no había ocurrido aquel 20 de septiembre de 1955. Era martes. Nicanor amaneció como todos los días, se vistió con la eterna ropa de Grafa. En silencio, sospechando que la Argentina dejaba de ser una fiesta, apuró
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dos mates, besó a Rosa y montó su bicicleta negra rumbo al trabajo. No izó la Bandera. No lo olvidó. En las plazas de muchas otras ciudades, señores mejor vestidos que los vecinos de Nicanor festejaban la llegada de la Libertadora. Perón partió hacia lo que sería su exilio de casi veinte años. Nadie vio flamear la Bandera aquel día en Laprida. Tal vez no se advirtió la ausencia. Acaso un distraído lo atribuyó al mero olvido. *** ¿Qué es un héroe? Un tipo que se anima. Uno que hace lo que corresponde. ¿Importa si es percibido el gesto político? Nicanor no se permitió esa duda. Mientras ensillaba el matungo para iniciar el reparto sintió la tranquilidad del deber cumplido. El General Rawson encabezaría el golpe por unos pocos días. Aramburu también a él lo tumbará. El matungo del kerosene volvió a hacer sonar sus patas cansinas contra la tierra compacta de las calles ese 20 de septiembre. Las amas de casa se asomaron con las latas en sus manos. Nicanor, vestido de ropa de trabajo azul, saludaba con cortesía y concretaba la venta. La Libertadora imponía su orden de dictadura pero la Bandera del mástil del Barrio Obrero del pequeño pueblo de Laprida no estaba allí para saludarla.
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buenos aires (1971). Es Licenciado en Ciencias de la Comunicación (UBA) y doctor en Educación (Universidad de Málaga). Se desempeña como docente en la Universidad Nacional de Salta. Además, fue co-autor y guionista de la serie televisiva de ficción El viaje. 9 días buscando norte, ganadora del Plan de Fomento de Producciones Audiovisuales Federales para TDA, INCAA (2011). Fue Coordinador de la Red de Comunicación Indígena y miembro de la revista PAMPA, editada por CTA.
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En el grito al perro, que pretendía meter el hocico en la olla, me pareció identificar una palabra conocida. —¿Cómo se llama el perrito? —Taynfwas, enemigo. El nombre me causó una risa genuina y muy ruidosa para una comunidad wichí del Chaco salteño. La olla de aluminio, ennegrecida por el tizne de la leña, estaba fuera del fuego con el guiso listo y en el piso de tierra. Eduardo y yo estábamos en el patio de su casa. Buscábamos la sombra de grandes algarrobos para sentarnos, aún en mayo. La gente también la busca para construir allí. Desde que existen registros de la vida de estas comunidades, el patio es el lugar en donde se hacen todas las tareas domésticas y las casas solo se usan para dormir. Desde hace algunos años también para mirar televisión. Eduardo había sido mi maestro de wichí ocho años atrás. Cuando él tenía alrededor de veinte años, un proyecto educativo de una ONG me llevó a instalarme en la zona. Ahora, estaba allí por medios propios, para hacer entrevistas para mi investigación. Los dos habíamos cambiado bastante. Yo había viajado un poco -estaba haciendo una tesis en España- y había asentado algo más mi carácter; él comenzaba a ganarse el respeto de los suyos, por su trabajo con la lengua wichí y por su incipiente participación en el reclamo territorial de las comunidades de la zona. El nombre del perro hace referencia a los conflictos que surgen a menudo entre los miembros de la comunidad. Uno de ellos se desató en torno a la acusación de que la familia de Eduardo es de otro grupo wichí, que vive río arriba, en el Pilcomayo boliviano.
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Estoy en la comunidad Santa María. Ayer domingo llegué a la casa de Eduardo en el auto del presidente de la Asociación de Comunidades. Había intentado venir el sábado a la tarde, solo. Esperé en la salida de Santa Victoria, el pueblo donde me hospedo, a que algún vehículo pasara y me llevara esos 15 kilómetros hasta la comunidad. Estuve allí durante una hora y media hasta las 19, pero tuve que volver cuando empezó a oscurecer, cayeron las primeras gotas y el camino se puso resbaladizo. Ya empezó la temporada de sequía, sin embargo sigue lloviendo y los caminos se interrumpen fácilmente, parece que voy a tener que andar a espaldas de la lluvia. Me decidí a venir a toda costa porque había conseguido la grabación que buscaba, había entrevistado en wichí a un respetado anciano. Le pregunté al anciano por la definición de “joven” para los wichí y sobre el papel del husek, es decir, “buena voluntad, centro de la vida, alma”, etcétera. Habló del papel del husek en el aprendizaje, en la formación del sujeto. Quiero hacer la traducción de esa entrevista con Eduardo. Vamos a probar grabar la traducción oral. Eduardo me saluda con una fluidez y cercanía nuevas. Me muestra su oficina, una hermosa habitación de adobe con mesas, puertas y ventanas de carpintería, biblioteca y notebook. Esta última, cubierta de bolsas; todo lo anterior, cubierto de polvo. Todavía tengo una linterna sumergible que me regaló un experimentado compañero de cuando vivía en la zona, para que resistiera el polvo que, aquí, se hace parte íntima de todo y devasta lentamente cualquier tipo de tecnología. Eduardo, su esposa Fany y sus cuatro hijas, están instalados en la casilla de material. Hicieron una pieza de barro al lado, donde hay catres y un techo para cocinar, tejer o fueguear. Sacamos para mí una cama de madera de la habitación de la tía de Eduardo, también un colchón. Nada de catre artesanal de tientos. Lo ponemos en la oficina. Me siento contento por haber venido. Ayer me di permiso, por ser domingo, para entrar en el ritmo de la familia. Consiguieron pescado. Hasta hace
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pocos días, una obstrucción del río en Formosa no permitía que los peces llegaran hasta aquí. Eduardo opina que todo sigue igual desde que me fui en 2007. La tierra no se entrega, el libro sobre los encuentros de educación no se publica, en las escuelas no se convoca a la Fundación Asociana para enseñar el alfabeto wichí. Ambos trabajamos en aquellos encuentros y ambos pertenecimos a la Fundación, que colabora con asistencia técnica en los reclamos y actividades de las comunidades. Eduardo participa desde hace un tiempo en las reuniones por el reclamo de tierras, porque le parece una injusticia que haya tantos alambrados y sabe que ahora hay muchos más, llegan a la zona del monte donde habíamos ido juntos hace años. Están muy cerca. Luego de que finalicé este trabajo de campo, se publicó el libro en cuestión y se entregó el título del territorio a las comunidades. Los alambrados tendrán que ser levantados y el ganado que desplaza la fauna autóctona debe ir a otras zonas. A diferencia de otros hombres jóvenes, Eduardo no es pescador experto porque en la edad crucial para aprender las actividades tradicionales, estaba yendo a la escuela. Él considera que tiene que aprender a hacer las varillas de la red tijera, pero lo puede explicar. Las varillas, largas y flexibles, se unen por las puntas con tiras de cámara de bicicleta. Una vez unidas, se las abre y cierra como los párpados de un ojo. Se yapan con tiras de goma y, si no se hace bien, aunque lo redees, el pescado se escapa, sale por la punta. La comunidad no es un lugar tranquilo. Nunca lo fue por la contaminación sonora. Pero ahora se agrega el nuevo fenómeno de los grupos musicales en los cultos religiosos, que usan altoparlantes. El domingo a la noche no se puede charlar en lo de Eduardo, a 200 metros de la iglesia. El lunes a la mañana, decidí visitar a algunos conocidos: un joven auxiliar docente y un pescador y artesano. Todos me saludaron con afecto; noto que en la comunidad se sabe de mi presencia. La mayoría de las familias puso empalizada alrededor de sus ranchos, por los borrachos o por los perros que se comen a las
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chivas. El aspecto del lugar ha cambiado y me cuesta ubicarme. En la casa del pescador hay una mesa con tablas hechas a machete, de las que ya casi no se ven. Tienen allí seis sábalos. La mujer me da los dos más grandes. Los sujeta metiendo el pulgar en el ojo del pez. Cuando Fany prepara los pescados, que son escurridizos aún muertos, también los sujeta como la mujer del pescador, por los ojos. El precio me parece poco pero insisten. Es lo que se paga a los pescadores. Son quince pesos por dos piezas medianas, de dos kilos y medio cada uno. Recuerdo que en 2004 se pagaba dos pesos. Como varias veces en este viaje, pienso que tendría que volver con algún proyecto, mantener la relación con la gente. Todas cosas que antes veía inalcanzables. Será esta experiencia de estudiar en España. Me pregunto si no estará alterando mi perspectiva. En la casa de Eduardo, entrego los pescados a Fany. Hay que ponerlos al fuego enseguida. Fany me sirve arroz de una olla y salsa de tomate con carne de otra. Hace algunos años, la costumbre era guisar todo junto y menos nutrido de ingredientes, se mezclaba polenta, arroz y a veces también fideos, todo en el mismo guiso. Ya habían conseguido pescado de un sobrino de Eduardo, que vive en la casita al otro lado de la empalizada. Saber quién salió a pescar a la noche es muy importante en la comunidad. Permite obtener pescado fresco al mediodía siguiente. En otro momento vimos a otro familiar, un primo de Eduardo, en la casa de al lado, subió a su moto. Eduardo dijo que seguramente iría a D'orbigny, el pueblo boliviano más cercano, donde se consigue a mejor precio ropa, pilas, elementos de bazar y repuestos de bicicleta. “Cualquiera que tiene un poquito de plata va a D'orbigny y como trajo pescado, seguro que alguno vendió”. En los patios de sus casas, las personas están a la vista de otros, ahora un poco menos que antes, por las empalizadas. Allí donde no llega la vista, a veces llega el oído. La comunidad es un espacio colectivo, en el que es importante estar al tanto de los pescadores y de los movimientos en general. Cualquier sonido de
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motor es comentado por Eduardo y Fany desde donde estén sentados. Por el tipo de motor de los vehículos, la hora del día, el recorrido y dónde se detienen, se sabe si se trata de las motos de las familias, los técnicos de la Fundación Asociana, la ambulancia, el criollo que lleva gente a Tartagal, el líder de la Asociación de comunidades o el comerciante de la zona. Finalmente, hay novedades en la forma de comer. Nos sentamos seis personas alrededor de una mesa donde hay lugar para todos. Antes, y todavía hoy, en otras familias se usan mesas pequeñas, más bajas, solo para apoyar algunas cosas, y se come con el plato sobre la falda. Hoy hay una fuente de plástico con dos pescados, uno con batatas hervidas con piel y otro vacío para los restos, además de los paquetes de sal. Cuando terminamos, Fany enjuaga la misma fuente que tenía pescado y la llena con agua y detergente. Otra con agua más limpia para terminar de lavarse las manos. Recién después de eso traen una jarra con agua para beber, que se hace circular. Durante la comida le pido a García, familiar de Eduardo, que cuente una historia. Es un hombre mayor y ha perdido la vista casi por completo. Cuenta sobre cómo se pesca el surubí, Eduardo me traduce y desarrolla. El surubí es más difícil de pescar porque va más adelante de lo que parece por el movimiento del agua. Hay un truco, dice García, levantar la red cuando se redea en un lugar pampito, que no haga panza, para hacer más corto y más rápido el movimiento. Me preparo para volver a Santa Victoria, con la traducción grabada. Eduardo me llevará en su moto. Se disculpa por no poder ayudarme más. Ahora que García está ciego, le toca a él buscar leña buena, que está más lejos, y siempre tiene que hacer algo en la casa. Es el comienzo de la despedida. Nos volveremos a ver, pero seguramente será en algún que otro encuentro fugaz. Estoy un poco cansado. Ya comienzo a ver el final de mi viaje. Falta casi una semana para volver a España. Fany me pregunta, a través de Eduardo que traduce, si ya no volvería a Santa María, porque está tejiendo una yica, una bolsa artesanal, para mí. Para ella es más cómodo y más respetuoso hablarme así. Pero
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cuando no estuvo él, Fany me hizo preguntas directas en wichí. Eduardo me dice que vayamos a anzuelear mañana, en tono de broma. Sabe que planeo volver hoy al pueblo. Seguro que ellos irán. Tendrían que ir al monte a buscar la carnada que usan, “bala”, una variedad de avispa. Eduardo cuenta que vio un panal grande en el monte. Para ir con ellos, tendría que atrasar las entrevistas de otra zona. Ya tuve que descartar las comunidades más alejadas de la costa, de la ruta a la ciudad, porque la lluvia no deja secar los caminos. Hay riesgo de que el agua me acorrale allí varios días y, entonces, podría perder el avión de regreso. La plaza de Santa Victoria tiene el pasto muy verde y corto, algo que no se ve en otro lugar de este Chaco semiárido. A un lado está la Municipalidad y el cajero automático. La mayoría de los grupos de personas que andan alrededor del edificio son indígenas. Hacen fila para realizar algún trámite y, en algunas fechas precisas de cada mes, familias enteras esperan echadas en el pasto a que vengan de la ciudad a cargar el cajero automático. Hombres de distintas comunidades rodean, a la sombra, a algún dirigente, al que le presentan su visión del trato del hospital local a los indígenas, su enfrentamiento con otro grupo de su comunidad o el último conflicto con la escuela o el criollo vecino. También pueden escuchar las novedades del proceso de reclamo territorial. Los vehículos de algún maestro o puestero criollo, que también tiene casa en el pueblo, rodean la plaza. Los locales saben a quién pertenece cada uno. Todos se conocen. Del lado opuesto de la plaza, está la escuela primaria. Allí funciona también el terciario en educación intercultural bilingüe. Cuando comenzó a dictarse el terciario, Eduardo, junto con el coordinador de educación de la Fundación Asociana, todas las tardes venían a enseñar el alfabeto wichí por invitación del profesor indígena a cargo. A veces, iba solo Eduardo. Ahora que él es estudiante allí, el profesor lo sigue invitando a enseñar “porque él no sabe”. Tres estudiantes indígenas se refugian en el fondo del aula. Tienen miedo a
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las preguntas de los docentes. Eduardo se sienta en el medio, intenta responder. Se alegra cuando su respuesta es aceptada. Los estudiantes criollos son jóvenes y maestros, hacen alguna broma y se ríen. Los indígenas, no. En otro momento, se escucha una frase en wichí dirigida a Eduardo. Se ríen. Los estudiantes criollos no entienden. La desigualdad en las aulas es sistemática y en el terciario no es la excepción. Por los temas tratados, los conflictos emergen de forma recurrente. Eduardo cree que está bien que se discuta, que los maestros que cursan con él digan lo que piensan, que muestren esos prejuicios que tienen: —Los chicos criollos tienen prejuicios hacia nosotros, los aborígenes. Es bueno que por ahí nosotros le demos una explicación de algunas cosas. Capaz que es porque escucharon eso de sus padres, de sus abuelos. Y porque ellos jamás tuvieron un contacto directo con las comunidades. Sí, nos cruzamos cuando andamos pero… Es chocante para algunos, pero tiene que haber también opinión de nosotros sobre lo que dicen. El ingreso a los profesorados en Educación Intercultural Bilingüe, en toda la provincia de Salta, es coordinado por un joven wichí, auxiliar bilingüe muy respetado de la comunidad de Carboncito. Estos profesorados, que se crearon hace pocos años en algunas zonas con población indígena, fueron buscados y demandados por muchos años. Tienen el objetivo de formar maestros indígenas. Sin embargo, en Santa Victoria, donde están cursando veinticinco personas, solo cuatro son indígenas. El resto, criollos. Ya voy cerrando el trabajo de campo. Eduardo viene al pueblo para traducir alguna grabación más, que conseguí con dificultad. Con la lluvia, la gente no tiene dónde recibirme, se moja el grabador. Me caí dos veces con la bicicleta en el lodazal del camino. No es fácil traducir con precisión entre wichí y castellano u otra lengua europea. Es muy grande el salto que tiene que dar el traductor entre una cultura oral y nosotros, porque no tiene que traducir palabras sino mundos. Hay muy pocos como Eduardo en esta zona. Ahora tomamos mate en el
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albergue donde me hospedo. Nos sentamos en el patio común, que se transforma alternativamente en garage, matadero de cabras y patio de juegos. —¿Qué pensás de las pensiones? En parte es bueno, porque la gente no puede pescar ni cazar. Hay criollos que están haciendo alambrados para criar ganado y no dejan pasar a la gente a cazar. En el año 2008, cuando en el resto del país se implementó la Asignación Universal por Hijo, aquí los niños y jóvenes no cumplían con los requisitos que se exigen cada año para renovar la Asignación. Sin embargo, se adjudicaron de forma masiva pensiones por discapacidad a jóvenes que sí califican. Esto hizo visible las condiciones de salud de los indígenas. Chagas, enfermedades respiratorias e infecciosas relacionadas con los animales. Pero, también generó un cambio importante: la gente de las comunidades comenzó a comprar por primera vez motos y televisores, y regularmente alimentos y vestimenta. Eduardo me explicó que no había pescado porque hubo un acuerdo entre Paraguay y Argentina para hacer una obra río abajo, a la altura de la localidad de María Cristina, Formosa: “El pantalón”, no sé si se trata del nombre de un lugar o un tipo de obra. Son dos canales, uno para llevar el curso de agua a Paraguay y otro a Argentina. Argentina no cumplió y, por la desviación del río, los peces no podían subir. Es común escuchar de los wichí que hay poco pescado, pero esta vez no había nada. Pantalón parece haberse sumado a una lista de palabras castellanas que sobresalen, muy distinguibles, como tatuajes obligados y cambiantes en la piel de la lengua wichí, cuando la gente de estas comunidades habla. Ingenio, Dios, escuela, radio, políticos, comida, pensión son algunas de las marcas de la memoria histórica, en relación con criollos y europeos, en este habla indígena. El mate lo preparo muy dulce, como para retener todo lo posible un sabor compartido con Eduardo. Le cuento cómo me fue, jugando a las escondidas con la lluvia. Leo algunas ideas de mi cuaderno de hojas lisas, manchadas de barro. Las anotaciones crecieron con mi ansiedad, cuando no conseguía las entrevistas.
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Le comento algunas conclusiones provisorias que voy sacando. Hablamos de los jóvenes, de las relaciones entre lo tradicional y lo nuevo en su educación. Del husek del que me hablaba el anciano, como el fin de la formación wichí, que parte del interés personal, de la autonomía. Eduardo me comenta cómo su hermano, que es un hombre joven orgulloso de su formación tradicional wichí, le ayudó, sin embargo, a estudiar, le compró útiles y zapatos con la venta de la pesca artesanal. En estas comunidades no se da por natural que todos los chicos deban ir a la escuela sino aquellos que demuestran interés. Le pregunto a Eduardo por qué su tía lo mandó a la primaria y me responde que en la familia no quería que fuera a la escuela; no sabe la razón, quizás porque no quería que los maestros le pegaran, porque así era entonces, hace unos veinte años atrás. Pero me cuenta que él se escapó a la escuela con un grupo de amigos suyos. —Ellos me invitaban, me decían “está lindo”. Yo me inscribí solito. En la escuela me preguntaron mi nombre y ni siquiera sabía yo mi nombre en castellano. Decía en idioma, nomás, y la maestra intentaba escribir. Pasó un tiempo en que iba así, sin nombre a la escuela.
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alta gracia, córdoba (1975). Es periodista y dirige la edición local del diario gratuito El Argentino. De 2007 a 2009 fue Secretario de Derechos Humanos de la provincia de Tierra del Fuego. Ganó el Concurso Provincial de Periodismo “Rodolfo Walsh” (2014) en la categoría Notas de Investigación y fue finalista del certamen Crónicas Interiores. Administra los blogs: > surprofundoperiodismodeautor.blogspot.com > adriancamerano.blogspot.com
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Todos somos héroes anónimos Guerreros en este lugar Peleando con el corazón Combatiendo tanta soledad “Héroes Anónimos”, metrópoli La noche es cerrada, y desde la ruta, Alta Gracia se asoma iluminada como arbolito navideño. Pero no hay fiesta, ni mucho menos: en el filo de las sierras, lenguas de fuego forman aros anaranjados que amagan con bajar y arrasar con todo. Es el incendio más feroz de la década, que aprovecha el clima ventoso y seco para cenar miles de hectáreas de bosque nativo, poner en riesgo vidas y amenazar a viviendas y animales. Las llamas devastaron más de cien mil hectáreas, dos veces la superficie de la capital provincial. No fue casualidad que se iniciara en Calamuchita, donde miles de coníferas fueron introducidas para crear paisaje donde ya lo había. Empujado por el viento, el fuego se hizo un banquete de madera resinosa y hasta pasó por encima de los arroyos. Así, la primera chispa en Sol de Mayo tardó un rato en ser foco y apenas horas en sitiar a una docena de localidades asentadas sobre los cerros. De repente, había alerta en todos lados: la provincia se incendiaba. *** De héroes anónimos trata esta crónica: bomberos que faltaron días enteros de sus casas, gente de campo que peleó para salvar al ganado, pobladores
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conscientes y organizados. Decenas de voluntarios que combatieron en las sierras a pala, chicote y manguera; hombres y mujeres que se jugaron la vida en la lucha contra el fuego. *** Todos le llaman valle pero Paravachasca no lo es. Al menos en estricto sentido geográfico: se trata de una región, conformada por hondonadas y llanuras y rodeada de sierras bajas. En Alta Gracia, su población más importante, la Comisión Nacional de Actividades Espaciales (CONAE) relevó 11.800 hectáreas arrasadas por los incendios. Algo así como quince mil canchas reglamentarias de fútbol. De origen comechingón, Paravachasca significa “montes enmarañados”. *** Duró poco el interés periodístico por saber cómo se habían prendido esos fuegos y quiénes eran los supuestos responsables. Las versiones asignaban la responsabilidad a acampantes negligentes, a piromaníacos incurables, pasando por personas con bidones nafteros, que encendían llamas mientras caminaban los cerros. De todo eso, poco o nada se pudo comprobar. “Algunos creen que quemar las pasturas mejora la tierra. Otros son piromaníacos, cuando ven fuego se tientan", se apuró a decirle el gobernador De la Sota al diario porteño Perfil. Hubo doce detenidos, casi todos liberados en poco tiempo, por falta de pruebas. Dos quedaron imputados. A Antonio “Ceferino” Arrieta, de Alpa Corral, lo acusaron de burlarse de quienes combatían las llamas y de decirles “¿Quieren fuego? Ahí tienen, hijos de puta”. Estuvo 9 meses preso y, en 2014, fue absuelto. Al chileno Alberto Hernández Mellado lo señalaron sus propios compañeros de trabajo en un aserradero de Sol de Mayo. “Estábamos
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cargando troncos y vemos que Alberto se va con un tractor. Al rato vimos humo, y al llegar ya había tomado los pinares. No puedo decir que haya sido él, pero es un camino en el que no entraba nadie”, dijo el chofer Alejandro Gatica. Aunque una versión ubica a Mellado prendiendo el fuego, como reacción por su despido, para la instrucción judicial fue una chispa del tractor lo que originó el foco. El obrero irá a juicio oral este año. Arrieta y Mellado dan el “tipo”: uno, con condena previa por un hecho parecido; el otro, trabajador e inmigrante. Si das el “tipo”, en la Córdoba del Código de Faltas son muy altas las chances de ir preso. *** Ya de chiquito el Chelo Liendo quería ser bombero, pero su mamá desconfiaba. Era moquero, inquieto. “Peligroso”, decía la vieja. Los Liendo disfrutaban de una vida apacible en Río Tercero hasta que, en 1995, la Fábrica Militar explotó. La familia malvendió su casa averiada, vecina al polvorín, y todos se mudaron a Alta Gracia, cerca del cuartel local. En el barrio, Marcelo tenía dos amigos bomberos y escuchaba la sirena todos los días. Dos circunstancias que definirían su vocación. —Me picó el bichito, vine y ya no me fui más— dice ahora, quince años más tarde, mientras se repantiga en un sillón del Casino de Oficiales. En 2013, Chelo estuvo una semana casi sin dormir ni ver a su familia, a los saltos de foco en foco, con responsabilidad sobre vidas ajenas. Él y sus 119 compañeros jamás olvidarán esos fuegos. ***
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El sábado 7 de septiembre de 2013 falló una prueba en un galpón de la CONAE y se generó un foco grande, que los bomberos apagaron en dos días. El lunes combatieron llamas en el monumento a Myriam Stefford, más conocida como torre de Barón Biza, y luego en el campo donde está asentada la enigmática comunidad Amatreya. Liendo estuvo en esos incendios y en todos los otros de esa semana intensa. —Llegamos a Amatreya para evacuarlos y no se querían ir— revive. Eran unos 45, había adultos, bebés, niños. Pero se convencieron solos, y empezaron a bajar. Cuenta el Chelo que, a chorro de agua y chicote limpio, pararon las llamas, pero que el viento descontroló el foco. A la medianoche, cuando ya estaba en riesgo el country Potrerillo de Larreta, a Marcelo le ordenaron regresar al cuartel, para reorganizarse. Descansar, no pudo; al rato lo destacaron a La Paisanita, con una autobomba chica y dos bomberos. —Estuvimos toda la noche apagando un foco y, cuando nos dimos cuenta, amanecía; eran las seis —relata—. Volví a Alta Gracia, fui a casa, me bañé, dormí un rato y de nuevo, al campo, a evacuar gente. Ese martes 10, el oficial inspector Marcelo Liendo también combatió el foco más cercano a la ciudad, detrás del club Deportivo Norte, y un incendio de rastrojos en La Quintana. Aunque el cansancio se hacía sentir, recién podría descansar en la madrugada del miércoles, en el cuartel. El reposo sería breve: un estallido conmovió el edificio hasta los cimientos y, de golpe, al Chelo le vino el recuerdo de Río Tercero. Pero otra era la causa: un sismo. —Era lo único que nos faltaba —ríe ahora, relajado. Cuando pasó el temblor de 4.7 en la escala de Richter, que no ocasionó mayores daños, pudo volver a su casa. Pero un puñado de horas después, el jueves a la mañana, ya andaba otra vez en el cuartel, acomodando cosas. Esa noche viviría el momento más emocionante de su vida como bombero.
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*** Ese jueves 11, en el cuartel hubo gente como nunca antes. Atrás los voluntarios apilaban donaciones; adelante, una virgen miraba a todos desde una vitrina. “Protégenos” escribió alguien sobre la madera. Debajo de la imagen, los jefes recibían al intendente Walter Saieg, que había llegado a saludar. “Lo peor ya pasó”, se escuchó, antes de que un grupo de bomberos saliera a combatir uno de los focos. El “ya pasó” rondó en la cabeza de los ocupantes de una chata oficial. Alta Gracia llevaba meses marrón y seca como papa deshidratada, y el paisaje era el mismo a los cuatro costados. Humo, cenizas, tierra devastada. *** Los cerros quemados son los mismos en los que jugaba Ernesto Guevara antes de ser el Che, cuando su familia creyó que el aire puro de las sierras le curaría el asma. Aunque está soleado, no es un día guevarista: el humo viscoso gana por goleada y las dos docenas de brigadistas que bajaron de los vehículos, la desvencijada chata entre ellos, tosen como tuberculoso en el Delta. En fila india rodearon la sierra para sofocar llamas, cuerpo a cuerpo. Como hormigas, pero naranjas y verdes: unos, bomberos voluntarios; otros, gendarmes de rostro curtido. El fuego une, hermana. ***
¿Dónde está la plata del Impuesto al Fuego? Fue grande la polémica acerca del destino del dinero que, a través del pago por el servicio eléctrico, se recauda para nutrir al Plan Provincial de Manejo del Fuego. La emergencia desnudó la
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carencia de equipamiento y disparó la colecta de bebidas, bidones y fruta. De la Sota salió al cruce, dijo que a los cuarteles “no les falta nada”, los acusó de desvío de recursos y denunció que “se está gastando mucho en sueldos de bomberos”. En 2012 el Fondo había juntado 60 millones de pesos, pero no se había gastado siquiera la mitad. Para 2013, el presupuesto preveía 54 millones, pero cuando sucedieron los incendios, a algunos cuarteles llegó poco y nada. *** Son quinientos, mil, dos mil. El cálculo varía según quién lo haga. Pero qué importa: es el pueblo de Alta Gracia el que se autoconvoca en la puerta del cuartel. El mismo pueblo que colaboró con lo que tuvo a mano, ahora que el peligro pasó aplaude, grita, llora, agradece. De fondo, la sirena aturde. —No paraban de aplaudirnos y no se querían ir. Me tocó hablar, y les agradecí todo lo que nos habían apoyado— rememora el Chelo, y la piel se eriza. Fue ese mismo jueves a la noche. Un pueblo entero reconociendo a sus héroes, herederos de aquellos tanos que habían fundado la “Sociedad Pompieri Voluntari Della Boca”, el primer cuartel voluntario del país. “Los bomberos son héroes, porque sin recursos, sin equipos y con pura voluntad, son los que combaten las llamas. Los funcionarios se dedican a aparecerse en la zona del desastre como emperadores que regalan limosnas a la gente", dijo el biólogo Raúl Montenegro, de la Fundación para la Defensa del Ambiente (FUNAM). *** Los sembradores de pinos y quienes controlaron poco o nada, ¿serán tan responsables como quienes iniciaron las quemas?
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¿Quién responde por los 600 millones de pesos en daños, la contaminación hídrica, los animales muertos, la sierra hecha desierto? *** El perro se llama Chocolate y hace honor a su nombre. Marrón y pegote, se refugia en el tinglado a medio terminar, hasta que Ángel Bustos lo saca carpiendo. Desde 1973 los Bustos viven en este campo metido en la sierra, en el Valle Buena Esperanza. Exactas cuatro décadas después, cuando el fuego asediaba, les tocó defender lo suyo con lo que tenían a mano. Mientras mira unas nubes negras que no se animan a ser lluvia, Ángel ceba un almibarado, y con un repasador impoluto limpia la bombilla luego de cada chupada. En la sierra el mate dulce es ley. —Era lunes y había mucho viento, casi nos aplasta un molle —cuenta—. Se veía azul, el inicio del fuego. Su hijo José está por carnear un ternero, pero se suma a la conversa. —Subí caminando al cerro y bajé una yegua y su potrillo, que no podía caminar—repasa el joven, de curtidos 27 años—. Después vino mi primo y, con la motosierra cortamos gomas para hacer chicotes. Las llamas pasaban de Norte a Sur en un segundo. —¿Cuánto tiempo estuvieron arriba? —La tarde y toda la noche. Bajamos cerca de las 5, por el humo. No se quemó más porque no había qué quemarse. —¿Y usaron agua del arroyo? —No, si no teníamos mochilas. A chicotazos nomás le dimos. Con las primeras llamaradas apareció, llorando, un puestero vecino. “Mi mujer y los chicos están en la casa, del otro lado. Se van a quemar”, les dijo. El otro hijo de Ángel, Lucas, lo subió en la moto y cruzaron, justo cuando el fuego pasaba por ahí. Tuvieron suerte.
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—A los Barrandeguy se les murieron 19 caballos, diez en fila —comenta José, orgulloso de no haber perdido a ninguno de sus cien animales—. A otros, no los encontraron más, ni siquiera quemados. A nosotros nos faltaban cinco y los encontramos esa tarde, en una hondonada donde el fuego no había entrado. Pero se quemaron las pasturas, y la comida que repartieron no alcanzó. Nos tuvimos que arreglar solos. —Y los bomberos, ¿vinieron? —Ellos estaban en los focos más grandes y en las zonas de la gente con plata. Vinieron muchos a ayudar, pero los bomberos recién llegaron a la mañana siguiente. Los Bustos, que se negaron a ser evacuados, comparten la misma hipótesis sobre el inicio del foco. Miran hacia arriba, a Amatreya. —Estaban desmontando y quemando, y se les escapó el fuego —dice José. A sus casi setenta años, el padre no anda con vueltas. —Fueron los de la secta. *** Lo de Amatreya merece otra crónica: aquí apenas se dirá que, en un predio alquilado, el grupo promociona “procesos de liberación del karma, sanaciones espirituales, terapias de constelaciones familiares y del alma”. Más terrenal, José posa la vista en los cerros agrisados y se lamenta. —En los árboles, el daño es para toda la vida; y los pajaritos desaparecieron. Vecinos del exclusivo country Potrerillo de Larreta, donde el fuego sí se combatió con cantidad de recursos materiales y humanos, los Bustos la remontaron con tesón y trabajo. Hoy su emprendimiento productivo está en vías de reconocimiento por parte del Estado Nacional. ***
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A Pablo “Pelado” Rodríguez ese lunes 9 lo agarró cansado. Pasado el mediodía volvió de trabajar en la radio local y se acostó a hacer la siesta en su casa de barrio Cerritos, Villa La Bolsa, corazón del Valle de Paravachasca. Lo despertó el llamado de una amiga, periodista como él, que le preguntaba por los incendios. —Yo no sabía nada. Dejé durmiendo a mi hijo, me asomé a la calle y vi un incendio que se alejaba para el este. Esa misma noche, una lengua de fuego caminaba las sierras al oeste, acechante. Muchos no dormimos. Al día siguiente ayudó a extinguir un foco entre la zona de Los Aromos y La Paisanita y vio que los bomberos estaban desbordados. Todo le parecía insuficiente y tenía razón: en pocas horas reinaban las cenizas en el lugar. —¿Ahí comenzaron a organizarse? —Esa noche intentamos que el fuego no avanzara. Con chicotes fabricados con cubiertas, pedazos de jean, maderas y baldes con agua tratábamos de apagar pequeños focos. También desalojamos algunas viviendas. Había mujeres y hombres; algunos pretendían cuidar sus hogares; otros, el monte. Aprendimos que debajo de cada brasa había un posible foco y que a la negligencia de los pirómanos y a la desidia organizada del desmonte se la combate con la gente en la primera fila. Aunque los incendios de 2013 hoy son recuerdo, los pobladores siguen activos. Hacen charlas, talleres y arman mochilas extintoras, que resuelven con escasos 150 pesos. La provincia, cuando compra, las paga 30 veces más. *** De no creer: a la secuencia calor, vientos fuertes, incendios y sismo, el séptimo día se sumó la nieve. Los incendios que habían comenzado el 9 ya estaban extinguidos, pero terminaron de morir el 16, cuando las sierras amanecieron blancas. Los copos anularon el posible renacer de las cenizas, pero su mayor
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efecto fue tranquilizar a los muchos que seguían conmovidos. *** Córdoba, donde mandan el monocultivo y el “desarrollismo inmobiliario”, es un caso testigo de pérdida de la biodiversidad. Si tres cuartas partes de su superficie eran de bosque nativo, hoy apenas queda el tres o cuatro por ciento. La provincia con mayor tasa de deforestación del país. Hay esperanza, sin embargo, mientras sigan estando ahí nuestros héroes anónimos.
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mendoza (1964). Es Licenciada en Comunicaci贸n Social, periodista y docente. Se especializa en periodismo cultural, cine y teatro. Actualmente es jefa de espect谩culos y cultura en el diario Los Andes. Fue conductora de radio y televisi贸n en programas como "El seguidor" o "Hilar fino" en Mendoza.
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—Nos vamos a morir jóvenes —le decía Mariú a Rubén Bravo. Ella quería un hijo. —No tenemos nada —contestaba él cuando volvían caminando por las calles mudas de miedo, luego de las discusiones en la filial mendocina de la Asociación Argentina de Actores. Ella insistía porque pensaba que no había tiempo. En 1975 tenían 20 años y eran dos actores intentando decir, en el escenario, lo que otros no se atrevían ni en voz baja. *** —Y sucedió. A los ocho meses de que naciera Nazareno, ya habíamos muerto. Me lo cuenta aquí y ahora, 38 años después, sentada en medio de su sala de ensayo: inmensa, con su mesa y desayunador, muebles de madera, mantas en telar, máscaras y vasijas. Está construida en un parque, justo atrás de la cabaña de troncos donde vive con Pablo Seydell, su actual marido. La casa de Mariú es una de las tantas que hay en El Bermejo, lugar de un verde inexplicable entre el desierto mendocino. Mientras habla y me pasa el mate que es parte del paisaje, agita el aire suavemente con las manos. Rulos indómitos, sonrisa tranquila en su rostro de Atenea, cuerpo flexible y menudo. Parece un pajarito, de esos que uno sueña con posarse en un dedo para oírlo cantar. *** María Rosario Carrera, “la Mariú”, nació el 4 de octubre del ‘49, en una Mendoza que no volverá. Hija mayor de Guillermo Carrera y Ester Jáuregui
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recibió, cinco años después, a su hermano Marcelo. En la casa alquilada de Paso de los Andes al 520, con patio y parral, su mamá preparaba la leche para los pibes del barrio. La Mariú, el Marcelo y sus amigos hacían de vaqueros. Allí fue que intuyó su oficio. —Íbamos al cine Astral que era de mi tío Aníbal Gutiérrez. Veíamos, ¡qué sé yo cuántas películas! Después armábamos la historia. La mesa era la carreta donde nos subíamos todos. ¡Si habremos matado indios y cowboys en esa mesa! Con la caída de Perón, en el ’55, Mariú tuvo una nueva certeza: comenzaba una agitación que sería constante. Mendoza estaba lejos de Plaza de Mayo pero sentía la zozobra nacional. La sensación se le instaló aquel 16 de junio, cuando su papá fue a buscarla a la casa. La tomó de la mano y la llevó al centro, a la puerta del diario Los Andes, que siempre hacía sonar una sirena para anunciar los grandes acontecimientos. Corridas, ojos desencajados, la mano de su padre apretando la suya; ella, aturdida, con el corazón a los saltos sin entender por qué. Años después esa sirena anunciaría su propia catástrofe. Aún con los giros políticos la vida corría en su rutina de hogar mendocino. Con facha mansa, Mariú transitó la primaria en la Escuela Videla Correa y cumplió los ritos católicos. Sus padres la soñaban perito mercantil y maestra, por eso atravesó después la disciplina del Colegio Martín Zapata. Los domingos se fugaba: iba a la radio para interpretar a Blancanieves y jugar a meterse en el cuerpo de otra. Ella compartía con su hermano la necesidad de rebelarse a los mandatos familiares, pero cada uno lo hacía a su modo. Marcelo era evidente; Mariú, en cambio, discrepaba sin confrontar. Obtuvo el título que sus padres pedían; conseguió una beca en Canby, Minesotta, para dejar su casa y estudiar inglés. Allá comenzó su carrera como actriz, haciendo teatro popular. —Las cosas se aprenden en el cuerpo. Primero me llega el corazón, después llego yo. Subo al escenario a estar con el otro. En el ’69 volvió. El norte olía a pólvora: había estallado Vietnam. Acá, en
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Mendoza, donde ‘”nunca pasa nada”, los jóvenes anhelaban los sueños que Cuba iluminaba posibles. Algunos creían que los fusiles de la Sierra Maestra serían arsenal para todo el sur. Otros eligieron gatillar con la palabra. En estas últimas filas se enroló Mariú. Probó los escenarios mendocinos, se sumó a varios elencos, entrenó y decidió partir esta vez hacia Buenos Aires, para trabajar en el Teatro Payró. Como en su casa la idea de que fuese actriz era inconcebible dijo que había ganado otra beca de estudio y se fue con lo puesto. No viajó sola. Con ella iba Osvaldo Zuin, su compañero de grupo, que unos años después sería herido y detenido en La Perla, Córdoba, para luego engrosar la lista de desaparecidos. Era 1973 y la Argentina bullía en consignas políticas. Fue en el laboratorio del Payró donde empezó el agite para Mariú. Y llegó Ezeiza, los tiros, el desconcierto. Mariú blanqueó, junto a Osvaldo, su militancia en el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y se fue a la Villa Itatí, en Quilmes, a vivir entre el barro de los ranchos. Marcelo llegó para militar con ellos un tiempo. Trabajaban con el cura Pepe, José Tedeschi, un salesiano que había abandonado el sacerdocio, se había enamorado y tenía una hija y entonces dedicaba sus días a curar, educar, caminar la villa y escuchar el lamento de los pobres, hasta que fue detenido en el ’76. Talleres de escritura y actuación, horas de desandar las miserias ajenas y enseñar cómo llevarlas al cuerpo y compartirlas con los vecinos: para comprenderlos, para comprenderse, para hacer del dolor un exorcismo. En eso estuvieron Mariú y Osvaldo durante muchos meses. Villa Itatí fue su escuela. En vez de baño, un agujero en la tierra para muchos. Los días de lluvia no había más que el colchón mugriento de un vecino y su familia para guarecerse del barro y la inundación. Allí se acostaban todos, comían, charlaban, esperando que bajara el agua. —En la villa se me olvidó lo que sabía y empecé a hacer teatro con lo que
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ellos me entregaban. Allí encontré la clave de lo colectivo. Mariú volvió a Mendoza a fines del ’73, con Marcelo y Osvaldo. No es que hubiese deseado el regreso, pero su padre estaba enfermo. La relación con él se había vuelto áspera y sintió que debía restaurarla. Por esa época conoció a Rubén: pelo castaño, ojos brillantes, buen mozo. “Comunistas, guerrilleros, anticristianos”, les decían. Así decidieron, Mariú y Rubén, transitar juntos la vida cotidiana. “Comunistas”, porque la necesidad de los otros los movilizaba; “guerrilleros”, porque querían cambiar el mundo a punta de palabra sobre el escenario; “anticristianos”, porque nunca juraron ante Dios que se amaban. No lo precisaron: lo hicieron hasta el último minuto, mirándose a los ojos. En un salón de Dorrego, el primer hogar, formaron el elenco La Pulga. Alternaban funciones en el teatro y en los barrios. La actividad sindical, en la Asociación de Actores, llevó a Rubén a ser Secretario General. Mientras, subían a las tablas “La maldición de Matilde Ducó”, para contar lo que había pasado en el país después de Eva. —Era evidente que podía pasarnos. *** Fue el 21 de octubre de 1976, a las diez de la noche. La calle vacía, oscura; en un silencio raro. Volvían de una reunión en Actores a su casa de la calle Corrientes al 446, en la Cuarta Sección de la capital mendocina. Los esperaba la madre de Rubén, que había estado cuidando al bebé. Entonces Nazareno tenía ocho meses. Estalló un vidrio en la ventana, por la que saltó un tipo oscuro. De un tranco llegó a la puerta y la abrió a patadas. Entraron ocho más: de civil, a cara
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descubierta, con fusiles. Mariú y Rubén, azorados. Uno de ellos preguntó por el actor a los gritos. Rubén estaba ahí. Los agarraron a los dos y los tiraron en el sofá del living. En la pieza dormía Nazareno con su abuela. Un hombre rubio los encañonaba contra el sillón; pelo ondulado, ojos claros. Mariú supo después, que ese hombre se llamaba Eduardo Smaha y era policía del D2, uno de los centros de detención clandestinos más famosos de Mendoza. Hurgaban como chacales. El rubio los apuntó para inmovilizarlos. Yo les gritaba: “¿Por qué nos hacen esto, somos actores?”. Rubén, callaba. —Yo hablaba y mientras pensaba: “¿Por qué Rubén no reacciona?”. El rubio seguía con él, apuntándole. Otros agarraron a Mariú, la metieron en la habitación con su suegra y Nazareno. Por la puerta entreabierta ella pudo ver cómo metían en bolsos los pañales de su bebé y su máquina de escribir. También a Rubén se lo llevaron. —No lo vi más. Cuando nos soltamos, Nazareno estaba paradito en la cuna. Tenía los ojos de un anciano. Llamó temblando a sus compañeros actores y salieron a buscarlo esa misma noche. —Cuando nos íbamos, lo dije: “No lo van a matar, está detenido”. Esa certeza me duró siete años. Casi un mes después de aquella noche, el 24 de noviembre del ’76 secuestraron a Marcelo. Era empleado de YPF, tenía 22 años y hacía quince días que se había casado con Adriana Bonoldi. Ella estaba embarazada de dos meses. Fueron cuatro hombres armados, con capuchas blancas. Golpearon a la puerta de la calle Democracia 34 de Godoy Cruz. Cuando Marcelo abrió, entraron. Lo sujetaron a él y a Adriana, abusaron de ella y luego la encerraron en el baño. —Ahora vas a cantar lo que no quiere decir tu cuñado— le gritaban a
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Marcelo mientras se lo llevaban. Poco después, el 1 de diciembre, la agarraron a Adriana. La chica volvía de una confitería, donde había estado con sus compañeras festejando el fin de las clases: era maestra jardinera. La agarraron en el Carril Cervantes, mientras caminaba. *** Durante un mes Mariú intentó la vida. Un compañero de elenco reemplazó a Rubén en la obra de radioteatro que hacían. Pero cuando sucedió lo de su hermano y su cuñada, la rutina cambió para siempre. El día se volvió un peregrinar entre una comisaría y la otra; un cuartel, el otro; un cura, el otro. Y vuelta a empezar. Cada Navidad, cada cumpleaños de Rubén, de Marcelo, de Adriana o de su sobrino, un regalo nuevo para reemplazar al anterior. Esperándolos. —La vida es como un chaleco: cada punto es imprescindible para completarlo. A veces es preciso que un punto se pierda para que notemos la falta. Así comenzó su pesquisa. Llegó un dato: el hijo de su hermano estaba vivo. Lo supo por una enfermera conocida. En septiembre del ’77 la mujer le contó al papá de Mariú que, en una noche de ese invierno, vio un operativo militar en el Hospital “Emilio Civit”. El médico que estaba de guardia había firmado el certificado de “nacido vivo” del bebé. Todos los datos llevaban a Adriana. Ella, con un arma en su sien, desnuda y escoltada por fusiles, había parido a su sobrino. El trabajo de Mariú pasó del teatro a las comisarías, buscando. Entre el ’77 y el ’79 fueron armando el grupo de familiares de desaparecidos que, hasta hoy, no se detiene. Sacaron una solicitada en el diario, reclamando a los 27 mendocinos desaparecidos e hicieron una visita al Papa. —Hacíamos las cosas como podíamos porque la pobreza era infinita. Siete años pasaron buscando a Rubén. En cada lugar donde le decían que
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podía estar, Mariú iba con Nazareno de la mano y una valija de libros y ropa de su esposo en la otra. Quería darle la alegría de que los viera cuando lo soltaran. Al fin tomó coraje y enfrentó la certeza que los cuarteles le negaban. —Para mí, lo que no pasa por mi cuerpo, no es verdad. Una mañana, en su casa, hizo un ejercicio teatral sencillísimo, del que había huido durante todo ese tiempo. Puso la mente en blanco, se relajó y dejó que apareciera algo que su “alma supiera”. —Lo vi a Rubén: vivo. Así supe que estaba muerto. Cuando su hijo despertó, lo abrazó y lo miró a los ojos. —Nazareno, papá no vuelve porque lo han matado. Ya no vamos a llevar la valija— le dijo. —Yo estaba esperando que te dieras cuenta. Él viene todas las noches a taparme para que duerma. La forma de buscar a Rubén, había cambiado. De ahí en más fueron llegando todas las certezas: la muerte de Marcelo, la de Adriana, su sobrino perdido. Pasó días y noches llorando, lavándose del dolor. —Sentía que el agua me iba a sanar, que se iba a llevar todo. Me pasaba horas en la bañera, horas. Nazareno la escuchaba, la veía, la consolaba. *** Se llama Pablo Seydell. Es alto, guapo y espigado. También es actor y estuvo preso a fines de los ‘70. Fue el último que vio a Rubén Bravo con vida. Sucedió mientras lo interrogaban en la Comisaría 7° de Godoy Cruz. Lo reconoció cuando lo traían dos policías, agarrándolo de los brazos. Venía de la picana. Rubén cruzó con sus ojos a Pablo: se habían encontrado antes, en las salas
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de teatro. Él guardó esa mirada. Ocho años después, esos ojos de Pablo se encontraron con los de Mariú. —Me volví a enamorar —dice, mientras me pasa el mate que nos ha servido de compañía durante el relato. Lo que queda de su historia es presente. Pablo es con quien ella comparte todo. Ambos han declarado en los juicios por delitos de lesa humanidad en Mendoza, donde Mariú denunció a Eduardo Smaha; uno de los 34 imputados, entre otros policías, militares y ex jueces federales. Con Pablo tuvo a su hija, también actriz, y terminó de criar a Nazareno. Pablo es quien la dirige cuando se sube al escenario a actuar sus propios textos y con quien fundó la Escuela Popular de Teatro, la única de Mendoza que dejó semillas. En esta sala de ensayo, en la que estamos, se perciben los recuerdos de sus giras por Chile, España, Alemania, Bélgica, Estados Unidos, contando lo que la dictadura hizo de ella. Su rostro muestra las huellas de la búsqueda, que en este último tiempo la llevó a la fiscalía y a una fosa común del Cementerio de la capital de Mendoza, el Cuadro 33. Esos son los dos sitios a donde va cada semana. Llega, instala su silla, trabaja y espera, para encontrar los huesos y la verdad. Lanza un suspiro. Ya es mediodía y no hay más que decir. Salimos al sol, atravesamos el parque de árboles añosos. Me abraza. Mientras abre el portón de salida, Mariú me sonríe y afirma serena: —Ellos, no ganaron.
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ayacucho, buenos aires (1973). Es profesor de Historia y trabaja en la UNICEN. Obtuvo el 1° premio en el género narrativa en el Certamen Nacional Literario “Universo Arlt” de Tandil (2009) y el 1° premio en el Concurso de Narrativa “Mujeres que hicieron patria” de Venado Tuerto (2009).
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segundo La madrugada del 9 de enero de 2014 una erupción producida en un horno de fundición dejó tres jóvenes obreros heridos en la Metalúrgica Tandil (MT), empresa controlada por el grupo Renault Argentina. Intervino la Comisaría 2ª y el fiscal Gustavo Morey de la UFI N° 8. La causa fue caratulada como "accidente de trabajo". Analía Donini y Soledad Bastarrica recibieron sendos llamados. Natalia Fiori tuvo la inesperada visita del suegro. Las tres acudieron al Hospital Municipal “Ramón Santamarina”. Los obreros de MT ingresados a la guardia eran sus maridos. Compañeros, policías, bomberos, enfermeros y médicos no disimularon su conmoción: con más de 80 % de sus cuerpos quemados Lucas Serén, Luciano Vargas y Juan Cruz Andrade luchaban por sus vidas. El 10 de enero, pasado el mediodía, fallecía Luciano. La fiscalía ordenó el allanamiento de la metalúrgica y cambió de carátula a "Muerte por accidente". La policía retiró información del sector fundición. La mañana siguiente, Tandil despertaría con otra dura noticia: había muerto Lucas. Juan Cruz Andrade seguiría internado en terapia intensiva. Falleció en la tarde del 12 de enero. Para muchos, la muerte de los tres jóvenes obreros estuvo salpicada de hierro fundido pero también de inseguridad y precarización laboral. Familiares, amigos y compañeros decidieron salir a la calle en su memoria. Las tres viudas estuvieron de acuerdo. El descreimiento sobre la Metalúrgica Tandil y Renault era generalizado. Con anterioridad, trabajadores, y hasta la Unión de Obreros Metalúrgicos, habían denunciado la insegura situación en la que se encontraba la
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planta. Incluso, en una oportunidad, el Ministerio de Trabajo constató el incumplimiento de 120 ítems en materia de seguridad e higiene. Cuentan que durante la madrugada de la tragedia, un operario intentó auxiliar a sus compañeros con un matafuegos pero no pudo usarlo porque estaba descargado. Y no hubo servicio de enfermería, había sido “recortado” tiempo atrás. El 17 de enero familiares, compañeros y amigos encabezaron una marcha. Más de dos mil personas partieron de la Unión Obrera Metalúrgica. Un silencio se apoderó del centro. Comerciantes y vecinos adhirieron. Hasta el Intendente Miguel Ángel Lunghi se sumó. Con velas encendidas, llegaron a la parroquia central. El padre Raúl Troncoso esperaba en la puerta. Una bandera expresaba al pueblo: "Lucas, Luciano y Juan Cruz: por siempre en nuestros corazones. Prohibido olvidar". Un grupo de manifestantes increpó al Intendente por no intervenir cuando trabajadores advirtieron sobre problemas de funcionamiento en la Metalúrgica Tandil. Meses atrás, Lunghi declaraba: "Esta empresa es sinónimo de trabajo". Cuando se transformó en equivalente a muerte cambió de opinión: “Yo he visitado Metalúrgica y diría que la veo un poco detenida en el tiempo”. decisiones cuestionables y un silencio incomprensible Delegados de la Metalúrgica concluyeron en que las condiciones para reanudar la producción estaban garantizadas. Resolución que no reflejaba lo que muchos obreros creían. Si Renault y Metalúrgica Tandil no habían realizado inversiones en seguridad e higiene durante años, ¿quién garantizaba que lo hubieran hecho en dos semanas? Tras diecinueve días de silencio Carlos Romano, secretario general de la UOM, leyó un comunicado ante la prensa y responsabilizó a la Metalúgica Tandil y Renault por las tres muertes. Ambas rechazaron las acusaciones y alegaron que “las relaciones sindicales que mantienen con la UOM y todos los temas pertinentes a esta área no se discuten en los medios masivos de comunicación”. También
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resaltaron que para volver a la producción se armó un equipo de trabajo, integrado por especialistas de la planta Santa Isabel (Córdoba), delegados de la UOM y responsables de distintas áreas de Metalúrgica Tandil, y que un comité "validó todas las acciones necesarias para la puesta en funcionamiento de cada uno de los equipos afectados". Días después, Soledad se presentó como particular damnificada, comenzando el recorrido que transitaría junto a Natalia y Analía. El 10 de febrero, en la puerta de la metalúrgica, los familiares hicieron circular un petitorio para que casi doscientos manifestantes firmaran. Solicitaban la renuncia de los que consideraron responsables directos: Mauro Iacovone, gerente general; Andrés Andraca, jefe de producción; Fabián Pocatino, jefe de mantenimiento; Carlos Álvarez, jefe de planta. Con fotos de Luciano, Lucas y Juan Cruz, se sentaron en la puerta de acceso. Minutos después, unos treinta obreros abandonaron sus puestos de trabajo sumándose al reclamo. Oscar Serén, padre de Lucas, acusó públicamente a Romano de "no defender debidamente" a los obreros, no acercarse a las familias de las víctimas y permitir que se volviera a producir cuando la seguridad de la planta seguía cuestionada. El secretario general de la UOM volvió a elegir el silencio y algunos delegados no firmaron el petitorio. Lunghi recibió críticas por no acompañar. A la mochila cargada de dolor, las familias debían agregarle una nueva y pesada piedra: la incomprensión de sus compañeros. Trabajadores del sector fundición firmaron un comunicado y negaron presiones patronales para volver a trabajar, con el argumento de que se hacía lo posible por mejorar la seguridad laboral y de que la planta debía continuar su actividad. Así como en el espectáculo, el show debe continuar; en el incierto e inseguro universo de Metalúrgica Tandil y Renault la producción no se puede detener. Lamentablemente, la versión de este grupo reflejaba lo que algún delegado llegó a enrostrarle a una de las viudas: "Ustedes quieren cerrar la fábrica". La división entre trabajadores y familiares estaba cristalizada. Metalúrgica Tandil y Renault, agradecidas. Solo un puñado
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de obreros se negó a firmar el comunicado. A principios de marzo las víctimas comenzarían a transformarse en victimarios. Se difundió que la investigación indicaría que la erupción del horno 6 se produjo por "una mala utilización de los materiales por parte de los operarios, lo que terminó con sus vidas". La teoría del tocho atascado comenzó a delinearse con rasgos y sesgos típicos. Solo hacía falta el trazo infame que plasmara el veredicto en un expediente judicial. Unas doscientas personas marcharon al municipio. Colaboradores de Lunghi comunicaron a familiares que "el Intendente estaba dispuesto a recibir a un reducido grupo". Soledad, Analía y Natalia junto a Zulma Martínez y Oscar, padres de Lucas, ingresaron a la Municipalidad. Al salir manifestaron que Lunghi había dicho que él no podía hacer nada. Embargada por un inmenso dolor Zulma resumió la situación en una lacónica frase: "No tenemos Intendente". En declaraciones radiales, Romano, que no había asistido a la marcha, dijo: "Bajo ningún punto de vista voy a permitir que se diga que ha habido una negligencia de los chicos. Es una barbaridad apresurarse a decir que hubo un error humano". Y manifestó que una bobina había sido retirada de la metalúrgica y llevada a un taller por lo cual la UOM concurrió al mismo con un escribano. Como si fuera necesario domeñar la valiente actitud de familiares, al día siguiente se difundieron contradicciones del testigo principal y único sobreviviente, Néstor Santiago Leguizamón. En principio, él había declarado que el cierre del horno 6 se había realizado correctamente. Pero en una segunda declaración reforzó sorpresivamente la hipótesis del error humano al sostener lo contrario. prohibido olvidar A principios de abril, Soledad, Analía y Natalia lanzaron una campaña en algunas redes sociales. Con firmeza y claridad cuestionaron el desarrollo de la investigación y organizaron una marcha a la parroquia en Semana Santa. El cura las recibió y les brindó apoyo. Concurrieron cien personas. Ni la UOM, ni la
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dirigencia política estuvieron presentes. Turistas arribados a Tandil por las festividades religiosas oían hablar por primera vez del caso. El silencio de los medios nacionales dio una gran mano a Renault para ocultar lo sucedido en MT. Luego de un mes volvieron a manifestar en la metalúrgica. Bajo un desmesurado operativo policial, cincuenta personas repartieron volantes, levantaron pancartas y colocaron un gran cartel pidiendo JUSTICIA. Una vez más, la UOM y la dirigencia política no asistieron. Como en ocasiones anteriores, la única organización visible fue el Partido Obrero. A principios de junio el presidente de Renault Latinoamérica, Thierry Koskas, comunicó sorpresivamente al personal de Metalúrgica Tandil la renuncia de Lacovone por motivos familiares y presentó al nuevo gerente general. En 2013, Koskas había prometido un plan de inversión para la metalúrgica que nunca se materializó. La UOM denunció que, desde 2007, Renault había "invertido" unos 70 millones de pesos en pago de indemnizaciones por despidos e incluso había cerrado la planta de aluminio. Una nueva manifestación llegó hasta la UOM. Reclamaban que Romano los atendiera. Los familiares fueron recibidos. A la salida él dijo a los medios que "si esa noche en el accidente hubiera habido un jefe, con el problema que estaba ocurriendo en ese horno, hubiera parado la planta". A seis meses de la tragedia, los familiares descubrieron un mosaico en las puertas de Metalúrgica Tandil. Un centenar de personas los acompañaron y Soledad leyó un documento que los representaba. Reiteraron el pedido de justicia y denunciaron que la causa estaba parada ya que "está claro que no había supervisor, pero tienen que decir quién autorizó a que ese día no estuviera y eso lo están negando". Romano estuvo presente. Al mes siguiente la prensa también informó que la causa estaba estancada, pero responsabilizó a los abogados de los particulares damnificados por su oposición a realizar peritajes sobre el horno siniestrado. Inmediatamente, Reina Fainberg y María Augusta Rubiales, patrocinantes de Analía, aclararon que nunca
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se negaron a realizar el peritaje que buscaba determinar cómo funciona un horno de fundición e indicaron que fue el perito Hugo Piazza quien lo descartó para prevenir un posible pedido de nulidad. También rechazaron terminantemente el error humano y volvieron a insistir que la noche de la erupción no había supervisor en Metalúrgica Tandil. A fines de agosto comenzó la pericia sobre el horno. Dicho peritaje sí sería rechazado por los familiares, ya que las condiciones no eran similares a las de la madrugada fatídica. El horno 6 había sido reparado para ponerlo en funcionamiento y las condiciones de operación se realizaron bajo supervisión y con un obrero por horno; incluso había hasta turno de enfermería, elementos que no estuvieron presentes en la madrugada del 9 de enero. Se reiteró el pedido al fiscal para que citara a declarar a quién debiera haber supervisado la actividad de los trabajadores y este no lo hizo. El 7 de septiembre, día del Trabajador Metalúrgico, los familiares volvieron a reclamar memoria, verdad y justicia. Soledad, Analía, Natalia y sus hijos colocaron ofrendas florales a los pies de la estatua del fundidor junto a una placa en memoria de Luciano, Lucas y Juan Cruz. Agradecieron la solidaridad a los presentes: trabajadores de la fábrica recuperada IMPOPAR; algunos compañeros de MT; militantes del Partido Obrero y amigos. Con la valentía y honestidad que las caracteriza, las tres manifestaron sentirse cada vez más solas. La conducción de la UOM volvió a ausentarse y los integrantes del gobierno radical del “Tandil soñado” tampoco aparecieron. Como si fuera poco, paralelamente la gerencia de Metalúrgica Tandil organizó un almuerzo en el comedor de la fábrica para "agasajar" a los obreros en su día. la lucha continúa Nueve meses después de la tragedia se supo que el jefe de planta de Metalúrgica Tandil había sido despedido. Para Soledad, Analía, Natalia y sus familias, Álvarez habría tomado la decisión de que Lucas, Luciano y Juan Cruz, junto al
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cuarto operario, Leguizamón, trabajaran sin supervisor, asignándoles dos hornos por operario. Convencidas de que dicho alejamiento había sido producto de su ardua y tenaz lucha, lo vivieron como un logro. Pero las sombras de la tragedia volverían a proyectarse sobre el lastimero presente de la fábrica controlada por Renault. A mediados de noviembre se produjo un incendio en el horno 3 de Metalúrgica Tandil. Una dotación de bomberos de Villa Italia concurrió para combatir las llamas y evitar que el siniestro se expandiera a otros sectores. La dotación debió pedir refuerzos al cuartel central. Esto no impidió al fiscal Morey solicitar el archivo de la causa para lo cual descartó la existencia de un delito penal. Según él la carga del tocho dio origen a la tragedia. Con una argumentación retórica, plagada de hipótesis, el fiscal concluyó en un escrito que los obreros fueron los únicos responsables. No importó que las víctimas estuvieran trabajando sin supervisor, ni que cada una tuviera a cargo dos hornos al mismo tiempo, ni la sistemática violación de normas de seguridad e higiene, ni que en el turno noche no hubiera servicio de salud, ni que los matafuegos estuvieran descargados o vencidos. Incluso tampoco importó demasiado que el mismo tocho que se utilizó para fundir tuviera el gancho torcido o que existiera un instructivo que indica cómo se debe realizar la carga de los hornos o que, ante cualquier inconveniente, hubiera que avisar al supervisor. Soledad, Analía y Natalia rechazaron públicamente los fundamentos del fiscal Morey, acusándolo de no haber incorporado pruebas fundamentales que le habían requerido sus abogados. Ante tamaña inculpación, la enérgica respuesta del fiscal fue un absoluto y llamativo silencio. Incluso desde la UOM manifestaron su sorpresa y Romano volvió a sostener lo que ya había afirmado, que la responsabilidad era de las empresas y agregó: “Yo creo en los abogados que han dicho que carecen de todo rigor científico los peritajes realizados”. Rápidamente, Analía y Natalia pidieron la revisión y el expediente pasó a
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manos del fiscal general de Azul, Cristian Citterio. Semanas después, este avaló la labor de su par. Pero Soledad, Analía y Natalia no permitirían que la adversidad o el dolor las paralizara. Siempre lucharon contra la impunidad, la injusticia y el olvido. No dudaron en señalar responsabilidades. Y jamás sacaron cuentas porque nunca especularon. Claro está, se cansaron de repetir que la vida no tiene precio y que solo las moviliza la búsqueda de Justicia. El 9 de enero de 2015, volvieron a convocar frente a las puertas de la Metalúrgica a pesar del revés judicial. Romano acompañó. Al mediodía, cien personas se congregaron para descubrir una nueva placa recordatoria de Luciano, Lucas y Juan Cruz en la que se puede leer una frase sin concesiones: “Víctimas del poder empresarial, los intereses políticos y el desinterés social”. Soledad junto a Mateo, la pequeña Luz en brazos de Analía y Natalia acompañada de Celeste, Tobías y Sixto. Soltaron globos blancos. Sin palabras, los asistentes pudimos ver cómo Sixto, de tan solo seis años, lloraba desconsolado. No puede comprender por qué su papá ya no está con ellos. Mateo, tampoco. Detrás del portón, todo parece seguir como si nada.
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santa fe (1955). Actualmente vive en San José del Rincón. Es profesor de Historia (UNL) y doctor en Educación (UCSF). Además de publicar trabajos académicos en el país y en el exterior, escribió guiones para programas radiales culturales. Obtuvo el 2° premio en el Concurso Nacional de Literatura de UPCN (2008) y la 1° mención en el Certamen Nacional de Narrativa de la SADE (2011). Publicó relatos en varias revistas como La ventana, Análisis y Anfibia.
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La terminal tiene el estilo insípido y descolorido de los años setenta: cuadrada, de hormigón y vidrio. El olor en los andenes es del gasoil que forma capas con el alquitrán aplastado por las gomas. El conductor parado delante de la puerta del ómnibus, corta los boletos. Palmea a un hombre mayor que sube. Habla con cada pasajero: —Siempre sobre la raya ustedes— le dice a un par de estudiantes que llegan agitados. Miro el reloj, son las seis de la tarde de un veinte de noviembre. Hace cuarenta y cuatro años la terminal Belgrano de Santa Fe era nueva. Impresionaba por lo moderna y luminosa, con sus ventanales y techos altos. Para ese viernes de 1970, el chofer Juan Dosse había hecho el recorrido cientos de veces. No se le escapaba ninguno de los que subían hacia la costa: el carpintero que trabajaba en el túnel Santa Fe-Paraná, el obrero de la Fiat, el bracero que regresaba a los frutillares, el peón del molino arrocero de los Paduán, los adolescentes que salían de la secundaria. Oscar Mántaras y su madre volvían de la clase de piano, rumbo a Santa Rosa de Calchines. El matrimonio Palavecino con sus dos varoncitos y la beba, Alicia, iban a Helvecia a la casa de los abuelos. Rodolfo Ramos había pedido permiso en el hogar de menores para visitar a su familia en San Javier. Subo y me ubico. Busco el martillito rojo, lo veo junto al cartel: “Romper el cristal en caso de emergencia”. Calculo a qué distancia está de mi asiento. Observo la gente que llega, a través de estos vidrios enormes, cerrados. Los ómnibus de los años setenta tenían las ventanillas corredizas, alargadas y estrechas. Voy hacia donde ocurrió la historia, por el mismo camino. Busco al personaje principal. He escuchado hablar mucho de él pero nunca pude ver su imagen.
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Tengo un par de referencias: me dijeron que aún vive, y en el mismo lugar. Salimos con retraso, a las seis y diez. Tomamos la avenida Alem, ahora ensanchada, y cruzamos el puente nuevo. El coche de la empresa Helvecia hacía otro recorrido: pasaba por el boulevard Gálvez, levantaba gente, y luego por el viejo puente colgante. Hacia el este, cruzando un arroyo, se ve la “vuelta del paraguayo”, una barriada con las casas de siempre: de los que trabajaban en astilleros o vivían de la pesca. Luego, algunas casillas para los evacuados de las inundaciones, y el riacho Santa Fe, con ceibos y alisos repetidos en las orillas. Hacia el oeste, donde ahora está la ciudad universitaria y el barrio El pozo, antes había bañados y ranchos de adobe, era zona de caza y pesca. Cruzamos los puentes que bordean la laguna Setúbal, reconstruidos después de alguna creciente. Llora un bebé en el primer asiento. Alicia Palavecino debe haber llorado en el trayecto, a pesar de los mimos de los padres, era un viaje largo para su año recién cumplido. Algunos dormitan, otros juegan con el celular, alguien tose, se nota en el silencio. Hay lugares vacíos, es miércoles. Tan distinto al griterío de aquel viernes, iba lleno: más de cuarenta personas sentadas y veinte paradas. Gente que se conocía, y encima, con el alboroto de empezar el fin de semana. Dejamos la ruta nacional y seguimos por la provincial número uno, la de la costa santafesina. Pasamos por el rulo que se bifurca también hacia Paraná. En este cruce estaba la casilla de la policía caminera, con el jeep marrón: uno de los primeros en llegar al lugar de la tragedia. Después había unas pocas quintas de fin de semana al borde del camino. Los sauces y timboes autóctonos se mezclan ahora con árboles nuevos, Colastiné norte es un continuo de casas y comercios por varios kilómetros. Son las seis y media, llegamos a San José del Rincón. Sube gente. El paisaje se vuelve más desolado. Los nidos de tacurúes muestran tierras no trabajadas. Hay lugares inundables, donde resiste algún aromito. Se ven casas perdidas entre el verde y los bañados. Empieza a parecer más un viaje en ruta, siento el zumbido
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de las gomas sobre el asfalto. Hacemos otras paradas. Baja gente que trabaja en el campo, se nota en las caras curtidas por el sol. La tonada suena distinta, aunque estén tan cerca de Santa Fe, se parece a la del norte. Desde las casas, con sus ventanas que reflejan el atardecer, nos devuelven miradas lánguidas. Un niño agita los brazos. La gente ve el ómnibus cada día, varias veces, algo que de cotidiano forma parte del paisaje: aparece por la ruta con regularidad y marca el curso del tiempo. Aquella tardecita de noviembre, muchos vieron pasar por aquí el colectivo amarillo y naranja, el Helvecia de las seis, que iba hasta San Javier, y que no llegó. Todo sucede como si estuviese viviendo en un mundo paralelo. Los carteles anuncian que empieza la comuna de Arroyo Leyes. La banquina se achica, la ruta parece angostarse. Cruzamos el puente de hierro. Si hubiera ocurrido aquí, no hubiese pasado nada: las barandas son fuertes y altas. El Leyes se advierte por la arboleda en las orillas. Se lo ve enorme, más que arroyo es un río: el mayor de los que comunican el Paraná con la Setúbal. Son las siete menos diez, aparece el puente del Leyes. Miro otra vez el martillito rojo, sé que más de uno lo mira ahora. El chofer baja la velocidad, vamos a paso de hombre, lo que no hizo en los puentes anteriores. Las veces que lo he cruzado me ha dado vértigo la forma en que sube: en la mitad del semicírculo parece que uno flota en el aire, con el agua lejos. Estoy sentado a la izquierda, contra la ventanilla, así veo el lugar exacto. La baranda, reconstruida, está igual: precaria y baja, parece de juguete. A poco de cruzar el puente, el coche tiene una parada. Bajo. Cruzo la ruta y entro por la calle más cercana al río. Veo una mujer apoyada en la ventanita de un kiosco. Es delgada, tiene cara de sufrida, el pelo mal teñido. Le pregunto si sabe dónde vive el Tata Escobar. Aquí, me dice. Es la esposa. Sube unos escalones, esquiva dos sillas petisas y se pierde detrás de una lona. Los diarios de la época dicen que el ómnibus de la empresa Helvecia partió de la estación General Manuel Belgrano rumbo a San Javier, pasadas las seis de la
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tarde del viernes 20 de noviembre de 1970. No queda claro lo que sucedió en el puente que cruza el arroyo Leyes: el estruendo, una maniobra brusca, el encontronazo con la baranda. El coche, recostado sobre un lateral, se mueve como un péndulo, con la trompa en el aire. Mientras, se escuchan alaridos de desesperación. Después, la mole cae y provoca sobre el agua el ruido de una bomba. Seis metros desde el puente y catorce de profundidad. Hablan de cincuenta y cuatro muertos, ahogados, la mayoría dentro del coche. Algunos quedaron atascados, con medio cuerpo fuera de las ventanillas. Hubo seis sobrevivientes, tres de ellos menores. Se abre la cortina y se asoma el Tata. Parece grande porque ocupa todo el hueco de la puerta. Cuando baja, mientras nos saludamos, veo que no es alto, sí robusto. Los brazos son cortos y las manos grandes. La piel trigueña, la frente con surcos bien marcados. Parece mayor de los sesenta y pico que le calculo. Tiene un par de remeras superpuestas, desteñidas, y un gorro de lana que cae hacia un costado. No siente el calor. Se mueve con dificultad, habla lento. Los que pasan lo saludan, él apenas levanta un brazo, tímido. Me presento, le digo que quiero entrevistarlo por lo del accidente. Dice que pasó hace tanto que casi no se acuerda. Mira a un costado y queda en silencio. Busco conversación, le pregunto si la casa es la misma de entonces. Niega con la cabeza: —Estaba a cien metros, se la comió el río; vamos si quiere, le muestro. Caminamos por una calle de tierra dibujada entre veredas desparejas. Al doblar encontramos montones de bolsas de arena apiladas: las defensas, es tiempo de crecida. Subimos y vemos el arroyo Leyes y el puente, como una postal. El Tata señala con el índice un punto en medio del agua, que sólo él puede ver: —Ahí estaba mi rancho en aquel entonces. El cauce ha aumentado más del doble, el Leyes fue socavando y llevando todo lo que encontró en las orillas. Su casa actual parece más protegida, pero su futuro depende de las crecientes por venir. El río, aunque está calmo, merece
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respeto, y da miedo a quien conoce la historia. Unos remansos cerca de la orilla, muestran que algo pasa debajo de esa superficie marrón, ondulada y brillosa. Puedo agregar, para describir lo que cualquiera ve a simple vista: un islote con sauces a unos metros de la costa y el camalotal en la orilla. Pero para el Tata, el Leyes es mucho más: un mapa que conoce como sus manos, deformadas por la artrosis, curtidas de intemperie. Nació en la isla, aquí cerca. Apenas se casó, levantó su casita junto al Leyes. Pescó hasta que el médico le prohibió hacer fuerza y tomar frío, después de varios sustos con el corazón. Me explica que para agarrar el sábalo con la red hay que meterse en el agua, sea verano o invierno, y descalzo, así se tantea la malla para asegurarla contra el fondo. Ahora su hijo es quien pesca y él hace el reparto por la costa. Arrastra las palabras, cecea. Parece que puede dedicarme todo su tiempo. Le pregunto sobre el accidente. Se tapa la boca con una mano y después se larga: —Cuando pasó…, yo estaba dentrando cajones. El vinero los dejó en la puerta del saloncito que teníamos, mi mujer quedó afuera. Escucho semejante ruido y digo, qué pasó. El colectivo que cayó, me dice. Suspendimos la carga y nos pusimos a mirar, ya se iba yendo abajo. Cuando desapareció de la vista, empezaron a salir un montón de burbujas. Ahí nomás encaré para allá porque vi varias cabecitas que se asomaban, algunas volvían a hundirse. Había un par que venían nadando. No tenía mi canoa, pero estaba cerca la de una vieja medio vinagre, que había envuelto la cadena en la raíz de un sauce, como cinco vueltas. Sin pedir permiso la desenredé y le puse los remos. Mira el río y vuelve a señalar con una mano: —Venían el de Santa Rosa: el Mántaras; y otro. Nadaban lindo, pero ya estaban medio descompuestos. Voy remando al encuentro y les digo, prendansen, pero no suban, que los voy a llevar al remolque. Yo quería salvar a uno que estaba rajuñando el pilar, más cerca de la otra orilla, se iba abajo, no tenía cómo afirmarse, por lo refaloso. Los hice que se agarraran los dos, para que no se me diera vuelta la canoa, era chica. Cuando llego al pilar, no se lo veía al otro, yo dije, no
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lo hallo más. Me agacho, meto el cuerpo en el agua y estiro un brazo: toqué pelo. Lo cacé, lo saqué pa´ arriba y lo acosté encima de la canoa: era el Ramos ese, de San Javier. Recién ahí los subí a los otros dos, bandié para el rancho y los dejé con la patrona. Hace cuarenta y cuatro años, a esta hora, el Tata estaba haciendo lo mismo que me cuenta. Volvió enseguida al río, había cosas flotando: bolsos, portafolios, juguetes. Le llamó la atención algo entre la correntada, pensó que era una muñeca, iba boca abajo. Remó con más fuerza. Vio que desde la otra orilla se acercaba el ingeniero Occhi, en su canoa, y le gritó: —Fíjese en esa cosa, mueve los brazos..., parece una niñita. La levantó y se la dio: —Se ve que la bombachita de goma le sirvió de flotador. Llévela, usted que sabe. El ingeniero le hizo respiración boca a boca y se fue para la costa. El Tata no daba más de cansado pero siguió buscando gente. Con el anochecer y un viento fuerte del sur, las tareas de rescate se hicieron difíciles. Recién a la mañana siguiente se pudo sacar el ómnibus de las aguas, y los muertos. Entre los cuerpos se encontró al chofer aferrado al volante, don Juan Dosse, ya tenía edad para jubilarse pero estaba demorando el trámite porque quería mucho su trabajo. Joaquín “Tata” Escobar rescató a cinco de los seis sobrevivientes. Uno de ellos, Oscar Mántaras, de doce años, relató que su mamá lo ayudó a tirarse cuando el ómnibus se balanceaba sobre el puente, pero ella no pudo salir. Otro de los que se salvaron vio cómo la madre de la beba Alicia Palavecino, atrapada entre los asientos, la envolvió y la arrojó por la ventanilla, mientras entraba el agua. Quiero saber si se acuerda seguido del accidente: —Por mucho tiempo quedé traumao, me despertaba a la noche sobresaltado, como si estuviera en medio de la correntada, para calmarme tenía que prender la luz y tomarme una cañita. Después me fui olvidando, tantas cosas le
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pasan a uno por la cabeza. Le pregunto si lo que hizo en el rescate le trajo fama en la zona: —Qué me voy a hacer famoso si éramos tres gatos locos los que vivíamos acá en el Leyes. Quizás no sepa que es tan conocido. Cuando se habla de “la tragedia del Leyes”, se nombra al pescador que salvó a una beba que flotaba. En las crónicas de la época aparece como la figura destacada: “El héroe del río”, titula la revista Así, aunque no se muestra en ninguna foto. Escuchar y leer tantas veces la historia fue lo que me llevó a esta búsqueda. Antes de despedirnos, se acuerda de algo importante: hace unos años estuvieron de la televisión, la llevaron a Alicia y los filmaron juntos sobre el puente. —Vive en Buenos Aires, es profesora de inglés y tiene dos niños. Viera qué linda muchacha se ha puesto- me dice, sin dejar de mirar el río.
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buenos aires (1970). Es historiador. Se especializa en temas del pasado reciente argentino, en particular la violencia política y la guerra de Malvinas. Publicó No hay mañana sin ayer. Batallas por la memoria histórica en el Cono Sur (2014), Todo lo que necesitás saber sobre Malvinas (2013), Algo parecido a la felicidad. Una historia de la lucha de la clase trabajadora argentina, 1973 - 1978 (2013), Las guerras por Malvinas 1982-2012 (2012), Malvinas. Una guerra argentina (2009) y Fantasmas de Malvinas. Un libro de viajes (2008). Y dos novelas: Montoneros o la ballena blanca (2012) y Los muertos de nuestras guerras (2013).
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i Yo no sabía en ese momento que la última vez que iba a ver a Jaimito con vida sería en el mismo hospital donde años después pasé la noche cuidando a mi padre. Recién ahí, cuando operaron a mi viejo, años después, me di cuenta de que ya había estado antes en el “Sagrado Corazón”: cuando Jaimito, Luis Benencio, estaba internado porque tenía cáncer, y la quimio lo tenía medio volteado. Una tarde le llevé la computadora portátil para que viera las imágenes de la toma de 1973, cuando con un grupo de obreros navales ocuparon los astilleros Astarsa, porque uno de ellos había muerto quemado en un accidente de trabajo. Yo no sabía que era la última vez que lo iba a ver con vida, pero sí que estaba mal. Y tenía ganas de que viera las imágenes en blanco y negro del noticiero de Canal 9. Hacía dos años que estaba detrás de ellas: el crudo del noticiero que mostró la hazaña de mis “navales”, los trabajadores de astilleros de la zona Norte. Yo, que tenía sus fotos de entonces, que había entrevistado a los sobrevivientes, a sus hijos y compañeras, los pude reconocer: el Bocha, el Huguito, el Tano… Y Jaimito, mi amigo, el que estaba en el hospital, muy ocupado explicándole al periodista, que no se cansaba de decirle “compañero” cómo habían triunfado sobre la patronal en esos días de junio de 1973. La distancia entre ese hombre orgulloso, de ojos claros y pelo enrulado, enumerando las conquistas, y la sombra calva acostada en la cama de hospital, debería haberme advertido de lo cerca que estaba la muerte. Tan cerca esa tarde de hospital, como lo había estado en los portones del astillero donde Jaimito daba cátedra de sindicalismo en su “Día de la Victoria”. Pero me distraje, porque quedé atrapado por el brillo de sus ojos. En ese otoño de 2011, cuando volvió a verse fuerte y joven junto a sus compañeros, su mirada clara tenía el mismo orgullo y
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la misma alegría que la de 1973. Era la mirada de haber vencido, de haber sido parte de la historia. ii Si cerrás los ojos y te pido que te imagines a un desaparecido, ¿qué figura te representás? Apostaría a que no es un obrero. Probablemente te hayas imaginado a alguien más de clase media, acaso un universitario, capaz hasta a la Oreiro de la película Infancia clandestina. Pero es que la forma en la que fuimos procesando nuestro pasado no es inocente: algunas imágenes se consolidaron y desaparecieron otras. Aunque se encarnizó especialmente con los trabajadores, la propaganda de la dictadura construyó un estereotipo del “subversivo”: el joven de clase media aburrido e insatisfecho, que “no va a la universidad a estudiar”, propenso a la propaganda de las organizaciones armadas. Los familiares de las víctimas, para enfrentar ese discurso y reclamar por sus hijos, tuvieron que negarlo y, sin querer, lo reforzaron. Además, aún del lado de los buenos hay privilegios. Sencillamente, los obreros no tienen la misma llegada a la tele, a los libros, a los abogados, al exilio, que otros militantes. Vimos La noche de los lápices, La historia oficial, Garaje Olimpo e Infancia clandestina, pero, ¿dónde está la película que nos cuenta la lucha y la represión del movimiento obrero? La verdad es que todavía no hay una. Hay documentales, algunos, pero aún falta un filme de alcance masivo que nos ayude a conocer las historias de los militantes sindicales. Algo así como una Patagonia rebelde, pero de los años setenta. Todavía no hay. iii Tuve la suerte de conocer a algunas personas extraordinarias, que podrían perfectamente ser los protagonistas de una película como esa. Gente común, del montón. Como Jaimito. Personas que, en un momento dado, por la época en la
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que vivían, o por una situación concreta de maltrato, o simplemente porque su mejor amigo estaba ahí y ellos no podían dejar de acompañarlo, se empezaron a meter “con los muchachos”, en el sindicato, cada vez más. Eran trabajadores de Tigre y San Fernando que, a comienzos de los setenta armaron una agrupación sindical clasista. Primero comenzaron las charlas a la salida, el fútbol del domingo, el asado en la casa de alguno de ellos. Después había que ir a tal reunión sin preguntar mucho, hasta que de repente, se habían metido por completo en esa lucha. Pusieron tanto en dar esos pasos que algunos hasta perdieron la vida. Pero otros, los que los recuerdan, y los que te piden que los recuerdes, no. Aunque se van poniendo viejos o están enfermos y desde que los conocí, hace diez años, algunos ya murieron. Las batallas por la memoria no necesariamente son ruidosas, en feriados o aniversarios. La lucha contra la explotación no tiene un día fijo de una batalla, como la de San Lorenzo. Algunos de ellos cayeron como las hojas del almanaque, en una batalla que durante muchos años fue silenciosa y cruel, pero que nunca abandonaron. No solo tuvieron que sobrevivir a la derrota, sino que luego lidiaron contra el olvido y la injusticia. Algunos de ellos lograron llevar a sus delatores y verdugos a juicio, otros trabajaron décadas para que eso sucediera pero sin poder llegar a verlo, como Jaimito, que remó años para que se hicieran los juicios, pero murió antes de las sentencias. Son trabajadores navales. Debería escribir “eran”, porque el astillero en el que trabajaban no existe más. ¿Pero quién puede dejar de ser aquello que lo hizo persona, aquello en lo que encontró lo mejor y lo peor de sí mismo y de sus compañeros? Son obreros navales, aunque los hayan corrido a tiros y secuestros de la fábrica, aunque hayan matado a la mayoría de ellos, aunque hoy en el antiguo astillero Astarsa se estén construyendo departamentos y guarderías náuticas de lujo, en el mismo lugar donde se botaban barcos y se hacían asambleas. Fueron militantes sindicales de la Juventud Trabajadora Peronista: armaron la agrupación obrera montonera más fuerte de la zona norte del conurbano: la “José María Alesia”, en homenaje a un compañero muerto por las quemaduras
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que sufrió en un accidente de trabajo. Fue a causa de esa muerte que en mayo de 1973 “los navales” tomaron Astarsa, el astillero privado más importante de la Argentina. Fueron las imágenes de esa toma las que le llevé a Jaimito al hospital. En junio de 1975, en el pico de movilizaciones del “Rodrigazo”, Jaimito y sus compañeros fueron vanguardia junto a otras agrupaciones en las grandes marchas que se organizaron en todo el país. En el verano de 1976 ya habían asesinado a varios de ellos. Para abril del mismo año los documentos de inteligencia de la policía decían que de esas “organizaciones de superficie”, como la agrupación Alesia, ya no quedaba nadie. O sea: los habían asesinado, secuestrado, o se habían tenido que esconder. iv Todo pasó muy rápido. Después de la toma de 1973 “los navales” parecían invencibles. Discutían de igual a igual con los patrones y habían corrido a la burocracia sindical. Instalaron el control obrero de la producción a través de la Comisión Obrera de Higiene y Seguridad: los delegados se rotaban en ella, junto a los capataces e ingenieros, para determinar la insalubridad de los trabajos y decidir si se trabajaba o no, y cuánto se pagaba ese trabajo. Jaimito y sus compañeros ganaron la comisión interna de su sindicato: se transformaron en los más peligrosos “bichos colorados”, como les decían a los obreros “zurdos”, aunque fueran peronistas. Pero ya ese mismo año el Ministro de Trabajo, Ricardo Otero, había anunciado que “a los bichos colorados se los extermina con el mejor insecticida nacional”. A partir de 1974, a “los navales”, que no paraban de crecer, los persiguieron de todas las formas. Su lucha, construida en círculos concéntricos que iban desde la fábrica a sus casas, combinando movilización y fuerza, se replegó de la misma manera. Los corrieron del astillero, después los buscaron y los mataron en las calles y, finalmente, los cazaron en sus casas. Pelearon contra la “Santísima Trinidad”: la burocracia sindical, la patronal y la policía. Y perdieron. Para derrotarlos, la Triple A mató a algunos durante el gobierno democráti-
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co de Perón e Isabel Perón; el Ejército secuestró a otros y perdieron a sus líderes. Al Tano Martín Mastinu, le decían el “Tosco de la Zona Norte”: lo secuestraron en 1975 y lo tuvieron que largar por las movilizaciones, pero está desaparecido desde 1976. Al Huguito, que lo reemplazó, lo levantaron en el tren, justo el día en el que se iban a mudar a una casa más segura. Ana, su hija, todavía recuerda cuando se abrieron las puertas del vagón del que esperaron en vano con su hermana melliza y con mamá verlo salir. El Huguito era el mejor amigo de Jaimito, que bautizó así a su hijo. Nombres y apodos que son rostros en las pancartas, caras congeladas en su juventud, fotografías recortadas de una fiesta de casamiento mitológica. ¡Era el casamiento del Tano, que siempre iba al frente! Todos habían trabajado en la construcción de su casa, como todos eran parte de la agrupación sindical. Eran amigos y compañeros, sin saber muy bien dónde empezaba lo uno y terminaba lo otro. Pasaban de un espacio a otro sin solución de continuidad y por eso la derrota fue un daño tan grande. Porque fue mucho más que el fracaso de un proyecto político: fue la destrucción de una forma de vida. De ellos, de los muertos, hablan con amor y reverencia quienes los sobrevivieron. Agigantan sus gestos, sus acciones, pero las cuentan y las arman tan grandes que dejan espacio para revisar sus defectos, sus fallas, y terminan descubriendo que los quieren más precisamente por haber discutido, por haberse equivocado. La derrota posterior no hace más que agigantar los años que lucharon juntos. v Debe ser muy difícil tener la victoria al alcance de la mano y saber que la perdieron para siempre; y que, en esa pérdida, se fueron también las vidas de tantos seres queridos. Debe ser una enormidad sentir eso. Por eso es que la verdad, la verdad, yo honro a los muertos, pero a los que más quiero es a los vivos. Porque resistieron entonces, porque tuvieron que lidiar con sus memorias y las
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de ellos, porque durante muchos años no encontraron espacios para recordar sus luchas. Yo tuve la suerte de conocer al Bocha, Héctor González, que se murió de cáncer en los pulmones, tal vez como consecuencia tardía de las condiciones de trabajo con las que lucharon. Era lo que en política se llamaba un “simpatizante”, apenas un “periférico”, pero eso no quiere decir que no se jugara la vida como todos. Al margen de que a Héctor le reventaron la casa para llevarse a sus cuñados. El 24 de marzo de 1976 el Ejército entró en los astilleros con listas de los “agitadores y activistas”. El Bocha fue a trabajar ese día y todos los días hasta 1978, cuando ya no pudo más: le dolía la cabeza cada vez que entraba porque el mundo en el que había vivido estaba patas para arriba y sus mejores amigos rajados o muertos. En el astillero pisaban fuerte los que les habían hecho la contra hasta 1976, los delatores y unos cuantos acomodaticios. Ahora Carlito, Carlos Morelli, es el guardián de la memoria de sus compañeros. No le alcanzan ni las palabras ni las horas para hablar de esas personas comunes que fueron sus compañeros en esos años. Carlito era el delegado suplente del Tano Mastinu. En vísperas del golpe, dejó de ir al astillero y no lo pisó más como trabajador. Piensa que capaz se les pasó la oportunidad. Que tuvieron la victoria al alcance de la mano, y por no haber seguido a los más decididos, perdieron. Como me dijo una vez: “algunos siguen luchando desde su lugar, o remontando ese barrilete que no remonta ni en pedo porque no tiene cola. Seguimos yendo a las marchas y cuando volvemos en colectivo nos baja la cana bajo la lluvia, y somos unos viejos chotos que todavía estamos dándoles vueltas. Y que sabemos que es medio al pedo seguir yendo a una marcha que no te dan pelota. Y entonces yo recién ahora entendí lo que decían los muchachos en el 74, en el 75: “esto se lo sacás a los tiros o no se lo sacás”. Y se quedó serio, repitió varias veces esa idea, y terminó con los ojos brillantes: “Recién ahora entendí a los muchachos, me llegó tarde”.
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vi Jaimito piensa que Huguito le salvó la vida. En su nombre, militó incansablemente por la memoria de sus compañeros, por impulsar los juicios a los civiles cómplices. Jaimito era uno de los pocos con quienes se podía hablar de cualquier cosa: de la lucha, de los proyectos, de la violencia que habían ejercido, pero también de los miedos y de las debilidades. Él lo sabía bien, porque en un momento no pudo más y lo habló con su responsable, con Huguito. Y Rivas, el Huguito, que lo quería y lo conocía tanto, tanto, pero tanto, que por Jaimito se había metido en la Agrupación, le dijo que aflojar estaba mal pero que él era un peligro mayor en esas condiciones. Que se tomara unos días para pensarlo. Decirle eso, en 1976, era despedirse: en esos días grises, fue la forma digna que Hugo tuvo de decirle adiós. A Jaimito debería haberlo sancionado, denunciado, porque era su responsable, pero era uno de los “muchachos”, ¿cómo hacer algo así? Por eso, creo yo, una tarde que conversábamos con Jaimito acerca de la posibilidad de un hecho cuestionable que yo creía habían producido ellos, él aceptó conversarlo. Pero me dijo como al pasar que últimamente le estaba molestando que se dedicaran tantos estudios a la rigidez de la moral revolucionaria y a la violencia de los montos y a lo equivocado del proyecto, con muchos etcéteras. Y me soltó la pregunta: —¿Por qué no hablás de lo que nos hicieron a nosotros? Se refería, claro, a los secuestros, a lo asesinatos, a las violaciones de esposas en el barrio de trabajadores navales. Pero estoy seguro de que también reaccionaba contra el despojo de sus historias. Desde entonces no dejo de pensar que los verdaderos héroes son los sobrevivientes, que se bancaron la derrota y las primeras memorias urgentes de los años ochenta que, como también se construyen con olvidos, al principio no los incluyeron. Hay que ser de una madera especial para bancarse eso: la derrota y el olvido. Porque una cosa es ser uno de esos héroes de los libros o de las películas; pero otra muy distinta es ser una persona común, como vos o
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como yo, que sintió que la victoria estaba a la vuelta de la esquina, que puso todo para alcanzarla, y que de golpe despertó para ver que se la había perdido, que se la habían quitado y que tantos como él habían dejado la vida en ese camino.
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Ilustrador en "Crónicas"
buenos aires (1975). Estudió historieta con Alberto Breccia, Bellas Artes, Cine, y Fotografía. Fue co-editor de la revista El tripero y sus trabajos fueron incluidos en varias publicaciones gráficas y digitales. Publicó las novelas gráficas Llegar a los 30 y Creciendo en público. Fue uno de los curadores del espacio de arte de Musetta Cafe y co-organizador del Festival Increíble de Historietas, Fanzines y Afines. Actualmente dicta clases para niños y adultos, se desempeña como editor de ilustraciones e historietas de la Revista Crisis, es director de la colección Gráfica En Movimiento y pertenece al colectivo Un Faulduo. Sus trabajos están publicados en: www.ezequielgarcia.com.ar *Ilustraciones páginas: 15, 26, 41, 53, 61, 72, 86, 99, 111, 121.
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